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LA HISTORIA EMPIEZA EN SUMER
XV SUFRIMIENTO Y SUMISION EL PRIMER JOB
Dios mío: El día brilla luminoso sobre la tierra;
para mí el día es negro.
Las lágrimas, la tristeza, la angustia y la desesperación
se han alojado en el fondo de mí.
La mala suerte me tiene en sus manos, se lleva el aliento de mi vida.
La fiebre maligna baña mi cuerpo...
Dios mío, oh, Tú, padre que me has engendrado,
levanta mi rostro.
¿Cuánto tiempo me abandonarás,
me dejarás sin protección?
¿Cuánto tiempo me dejarás sin apoyo...?
Cité
estas líneas, entre otras, el 29 de diciembre de 1954, en una comunicación que
presenté ante la Society of Biblical
Literature, titulada: «Un hombre y su Dios. Preludio sumerio al tema de
Job». Estas líneas pertenecen
a un ensayo poético que yo acababa de reconstruir aquel mismo año, a partir de
varias tabletas y fragmentos descubiertos en Nippur.
Así,
pues, más de mil años antes de que fuese compuesto el libro de Job, un texto
sumerio anunciaba los acentos que la Biblia luego amplificaría y popularizaría.
Los sabios sumerios creían y enseñaban que las desdichas del hombre son el resultado de
sus pecados y de sus malas acciones, y que no hay ningún hombre que, por un
motivo u otro, esté exento de culpa. Para ellos, como ya hemos visto, no existía ningún ejemplo de sufrimiento humano injusto o inmerecido; es
siempre al hombre, decían, a quien hay que recriminar, nunca a los dioses. A
pesar de todo, más de un sumerio debió existir que, en los
momentos de adversidad, estuviese tentado de poner en duda la lealtad y la
justicia de los dioses. Y tal vez fuera para prevenir semejante resentimiento y
neutralizar toda clase de desilusión por parte de
los hombres, en lo que hace referencia al orden divino, por lo que uno de esos
sabios compuso el edificante ensayo cuya traducción doy un poco más adelante.
Que el hombre, sumido en la adversidad,
proclama nuestro poeta, se contente con glorificar a su dios. Es el único recurso eficaz. Que glorifique a su dios sin tregua, por muy
injustificados que le parezcan sus sufrimientos y sus desgracias; que gima y se
lamente ante él, hasta que el dios le preste un oído favorable y acoja
graciosamente sus plegarias. No obstante, nuestro poeta pretende reforzar su
tesis. Quiere tanto convencer como exhortar a su lector. ¿Cómo se las
arreglará? ¿Recurrirá al raciocinio, a la especulación? No; como sumerio que
es, es hombre de espíritu práctico y prefiere apoyarse en un ejemplo.
He aquí,
pues, a un hombre que había sido rico, sabio y justo, al menos en apariencia, y
que se hallaba rodeado de multitud de amigos y de parientes. Pero un día la
enfermedad y el sufrimiento se cebaron en él, y él, abrumado, ¿qué hizo? ¿Se
puso a blasfemar y a maldecir el orden divino? Ni pensarlo. Se presentó humildemente
ante su dios, derramó unas cuantas lágrimas, exhaló su dolor en la plegaria y
se transformó en suplicante. El dios quedó muy satisfecho y se dejó enternecer;
escuchó favorablemente su plegaria, lo liberó de sus calamidades y transformó
su pena en gozo.
Este poema puede dividirse, grosso modo,
en cuatro partes.
Empieza por una breve introducción en la que se exhorta al hombre a loar a su dios, a exaltar sus
méritos trascendentales:
Que el hombre proclame sin
tregua la excelencia de su dios,
Que el hombre loe con toda
sinceridad las palabras de su dios,
Que aquel que mora en el país justo se lamente,
En la Casa del Canto, y que interprete para su compañera
y para su amigo...
Que su lamentación enternezca el corazón de su dios, Porque el hombre, sin dios, no conseguiría su alimento.
Más adelante, en una tercera parte, el poeta, habiendo descrito la situación del infeliz, su soledad y abandono, le hace decir:
Yo soy un hombre, un hombre
ilustrado,
y, no obstante, el que me
respeta no prospera.
Mi palabra verídica ha sido transformada en mentira.
El hombre engañoso me ha cubierto con el Viento del Sur.
y estoy obligado a servirle.
Aquel que no me respeta me ha
humillado ante Ti.
Tú
me has infligido sufrimientos siempre nuevos.
He entrado en la casa, y
pesado está mi espíritu.
Yo, el hombre, he salido a la calle,
con el corazón oprimido.
Contra mí, el valiente, mi leal pastor ha montado en cólera,
y me han considerado con
enemistad;
Mi pastor ha ido en busca de
las fuerzas del mal
contra mí, que no soy su enemigo.
Mi compañero no me dice ni una palabra de verdad,
Mi amigo da un mentís a mi palabra verídica.
El hombre engañoso ha conspirado contra mí,
Y Tú, Dios mío, Tú no lo contrarías...
Yo, el sabio, ¿por qué me hallo ligado a jóvenes ignorantes?
Yo, el ilustrado, ¿por qué soy tenido entre la legión de los
ignorantes?
El alimento está en todas partes,
y, no obstante, mi alimento
es el hambre.
El día cuyas partes han sido atribuidas a todos,
ha reservado para mí la del sufrimiento.
La súplica
que el paciente dirige a su dios da fin a esta tercera parte del poema:
Dios mío, yo permaneceré ante Ti Y Te diré..., mi palabra es un gemido,
Te hablaré de esto, y me lamentaré de la amargura de mi
camino, Deploraré la confusión de... ¡Ah! No permitas que la madre que me dio a
luz
Dios mío, el día brilla luminoso sobre la tierra;
para mí el día es negro.
El día brillante, el día bueno tiene... como el... Las lágrimas, la
tristeza, la angustia y la desesperación
Como una vaca inocente, en
compasión... el gemido, ¿Cuánto tiempo me abandonarás,
Igual que un buey...
¿Cuánto tiempo me dejarás sin gobierno?
Dicen, los sabios valientes,
que la palabra virtuosa es sin ambages;
«Jamás niño sin pecado salió de mujer,
Jamás
existió un adolescente inocente
desde los más remotos tiempos.»
Finalmente, la cuarta parte relata el happy end, el feliz desenlace de la situación. La plegaria del hombre ha sido oída; su dios la ha acogido. ¡Gloria a él!
El hombre — su dios prestó oídos
a sus amargas lágrimas y a su llanto;
El joven — sus quejas y lamentos
ablandaron el corazón de su dios:
Las palabras virtuosas, las palabras sinceras pronunciadas por él,
su dios las aceptó.
Las palabras que el hombre
confesó a modo de plegaria
Fueron agradables a la..., la carne de su dios,
y su dios dejó de ser el instrumento de su mala suerte
...que oprime el corazón, ...lo aprieta,
El demonio-enfermedad
envolvente, que había desplegado todas sus
grandes alas,
el lo rechazó;
El mal que le había herido como un..., él lo disipó;
La mala suerte que para él había sido decretada según su decisión,
él la desvió.
Él transformó en gozo los sufrimientos del hombre,
Colocó junto a él los genios bienhechores
como guardianes y como
tutores,
Dio... ángeles de aspecto gracioso.
Las líneas
que acabo de citar no representan el conjunto del poema, sino únicamente las
partes más inteligibles del texto. El idioma sumerio, como ya he dicho antes,
sólo nos es conocido de un modo imperfecto y nuestras traducciones actuales
serán, sin duda, modificadas y mejoradas en el futuro.
Indudablemente, este poema sumerio no
tiene ni la importancia trascendente, ni la profundidad de pensamiento, ni la
belleza de expresión del Libro
de Job. Sin embargo, ofrece un gran interés, ya que representa el primer
ensayo que jamás haya escrito el hombre sobre el problema inmemorial y, no
obstante, actualísimo del sufrimiento.
La historia de su descubrimiento y, aún más, de su reconstrucción merece relatarse. En efecto, es
característica del género de investigaciones y de estudios que son necesarios y
que hay que emprender, con gran paciencia, para efectuar estos «ajustes»
delicados de documentos dispersos y a menudo deteriorados, que permiten
reconstruir los textos de las obras sumerias.
El texto del ensayo en cuestión pudo ser reunido en un todo coherente a partir de seis tabletas
y fragmentos de arcilla desenterrados por los miembros de la primera expedición
enviada a Nippur por la Universidad de Pensilvania. Cuatro de estas piezas se
hallan actualmente en el Museo de la Universidad de Filadelfia, y las otras dos
en el Museo de Antigüedades Orientales de Estambul.
Hasta la fecha de mi conferencia sólo habían sido publicadas dos de las seis piezas, las dos
procedentes del Museo de la Universidad de Filadelfia, y el texto del poema
quedaba, por esta causa, en gran parte ignorado o incomprensible. Ahora bien,
mientras yo me hallaba en Estambul, durante el período 1951-1952, pude identificar y copiar en el Museo de
Antigüedades Orientales los dos fragmentos que se referían a dicho poema. De
vuelta a Filadelfia, volví a encontrar, con la ayuda de Edmund Gordon,
asistente de investigaciones en el Departamento Mesopotámico del Museo, los dos
fragmentos conservados en el Museo de la Universidad, que completaban los otros
dos, conservados en el mismo Museo. Pero, mientras revisábamos la traducción
del poema en vista a su publicación final, se nos ocurrió la idea de que los
dos fragmentos de Estambul completaban a su vez dos de los cuatro fragmentos de
Filadelfia, es decir, que pertenecían en realidad a las mismas tabletas pero se
habían separado de ellas, tal vez en
una época muy antigua, pero posiblemente también en el i transcurso de las excavaciones, y habían
sido transportados por separado a los dos museos, quedando dos de estos
fragmentos en las orillas del mar de Mármara, y tomando los otros el camino de
América. Más tarde, en 1954, durante mi permanencia en Estambul como encargado
de las investigaciones de la Fundación Bollingen, tuve la posibilidad de
confirmar que estos fragmentos dispersados a tanta distancia unos de otros eran
«complementarios». Estos «complementos» identificados al otro lado del océano me permitieron que juntara y
tradujera la mayor parte del texto del
poema. Fue entonces cuando me di cuenta de que se trataba del primer ensayo
escrito sobre el sufrimiento y la sumisión humanos.
XVI PAZ Y ARMONIA DEL MUNDO LA PRIMERA EDAD DE ORO IMAGINADA POR EL HOMBRE
Los sumerios se formaban una idea
pesimista del hombre y de su porvenir, tal como ya ha quedado expuesto. En
realidad, tenían nostalgia de la seguridad personal e, igual
que nosotros, anhelaban libertarse del miedo, de la pobreza y de la guerra.
Pero no creían en un futuro mejor que el presente, sino que, por el contrario,
creían que los hombres habían sido dichosos en otro tiempo, en un pasado
lejano, en una era ya definitivamente terminada.
La mitología clásica ha hecho célebre este tema de la edad de oro. Pero fue en la literatura sumeria donde la idea apareció por primera vez, como lo atestigua un poema del que ya he hablado en el capítulo IV: Enmerkar y el señor de Aratta. Un pasaje de esta obra se refiere, en efecto, a un «antaño» en que la Humanidad, antes de haber degenerado, conocía la abundancia y la paz. He aquí la traducción:
En otro tiempo hubo una época en que no había serpiente
ni había escorpión,
No había hiena, no había león;
No había perro salvaje ni lobo;
No había miedo ni terror:
El hombre no tenía rival.
En otro tiempo hubo una época en que los países de Shubur y de Hamazi,
Sumer donde se hablan tantas (?) lenguas,
el gran país de las leyes divinas de principado,
Uri, el país provisto de todo lo necesario,
El país de Martu, que descansaba en la seguridad,
El universo entero, los pueblos al unísono (?)
Rendían homenaje a Enlil en una sola lengua.
Pero entonces, el Padre-señor, el Padre-príncipe, el Padre-rey,
Enki, el Padre-señor, el Padre-príncipe, el Padre-rey,
El Padre-señor enojado (?), el Padre-príncipe enojado (?),
el Padre-rey enojado (?)
...abundancia...
...el hombre...
Las once primeras líneas, muy bien conservadas, describen esos días dichosos;
entonces, dice el poeta, todos los pueblos del universo adoraban al mismo dios,
Enlil. En verdad, si la expresión «en una sola lengua», empleada en la undécima
línea, se toma en sentido literal y no en el figurado de «de un solo corazón»,
ello indicaría que los sumerios creían, igual que más tarde creyeron los
hebreos, en la existencia de una lengua común hablada por todos los hombres,
antes de la confusión de lenguas.
Las diez líneas
que vienen a continuación son tan fragmentarias que su sentido es conjetural.
No obstante, el contexto nos permite suponer que Enki, descontento o envidioso
del poder de Enlil, decidió un día llevar la ruina a su imperio y empezó a
suscitar conflictos y guerras entre los pueblos, y aquello fue el final de la
edad de oro. Incluso puede atribuirse a Enki la confusión de lenguas si las
líneas 10 y 11 se toman en su sentido literal. En tal caso, tendríamos aquí,
bajo una forma todavía imprecisa, un tema análogo al de la leyenda bíblica de
la torre de Babel (Génesis, XI, 1-9). El tema sumerio sería análogo al hebreo,
aunque algo diferente, ya que los sumerios creían que la caída del hombre había
sido causada por la envidia de un dios respecto a otro, mientras que los
hebreos veían en dicha caída un castigo infligido al hombre, puesto que Elohim
lo castigaba por haber querido asemejarse a un dios.
Así,
pues, el fin de la edad de oro era, para nuestro poeta sumerio, el «Maleficio
de Enki». Recordemos (ver el capítulo IV) que, en la continuación del relato,
Enmerkar, señor de Uruk y protegido de Enki, habiendo decidido imponer su
soberanía sobre el señor de Aratta, le había enviado un mensajero portador del
siguiente ultimátum: O él y su pueblo entregaban a Enmerkar piedras preciosas,
oro y plata, y luego construían el Abzu, o sea el templo de Enki, o su ciudad
quedaría destruida. Para impresionar aún más al señor de Aratta, Enmerkar había
ordenado a su mensajero que le recitara el «Maleficio de Enki», el cual
relataba de qué modo este dios había puesto fin al reinado de Enlil.
Si el pasaje que acabo de evocar nos deja entrever lo que los sumerios entendían por «Edad de Oro», también resulta interesante por otro motivo, ya que nos da una idea de la geografía sumeria y de la extensión que asignaba al mundo. Según las líneas 6 a 9, el mundo se dividía en cuatro partes: al sur, Sumer, la cual englobaba, grosso modo, el territorio comprendido entre el Tigris y el Eufrates, a partir del paralelo 33 hasta el golfo Pérsico; al norte de Sumer había el país de Un, que se extendía, probablemente, entre ambos ríos, por encima del paralelo 33, y comprendía las regiones que más tarde fueron Accad y Asiria; al este de Sumer y de Uri, el país de Shubur-Hamazi, que ocupaba, sin duda, una gran parte de la Persia occidental; finalmente, al oeste y sudoeste de Sumer, el país de Martu, extendido ampliamente entre el Eufrates y el Mediterráneo y hasta la Arabia actual. Por lo tanto, para los poetas sumerios, las fronteras del universo estaban constituidas por la región montañosa de la Armenia al norte, el golfo Pérsico al sur, la región montañosa de Persia al este, y el Mediterráneo al oeste.
XVII SABIDURĶA LOS PRIMEROS PROVERBIOS Y ADAGIOS
Se ha creído
durante mucho tiempo que el libro bíblico de los Proverbios era la colección de máximas más antigua escrita por los
hombres. Pero cuando empezó a revelarse en todo su esplendor la civilización
egipcia, hace unos ciento cincuenta años, se descubrieron colecciones de
proverbios compuestos con mucha anterioridad a los hebreos. Sin embargo,
tampoco estos proverbios eran los más antiguos, ya que las colecciones sumerias
de la misma índole les ganaban con bastantes siglos a la mayor parte de los
textos egipcios, al menos a los que se han conservado hasta la fecha.
Veinte años
atrás no se conocía ningún proverbio auténticamente sumerio. Se habían
publicado algunos refranes bilingües, es decir, redactados en lengua sumeria y
traducidos al accadio, los cuales procedían de tablillas que databan del primer
milenio a. de J. C. Sin embargo, Edward Chiera había editado, en 1934, varios
fragmentos descubiertos en Nippur, que se remontaban al siglo XVIII antes de
nuestra era. Estos documentos, netamente más antiguos, permitían suponer que
los escribas de Sumer debían de haber compuesto otros textos semejantes.
A partir de 1937 dediqué una parte de mi tiempo a investigaciones sobre este género
literario y conseguí identificar buen número de documentos, tanto en el Museo
de Antigüedades Orientales de Estambul como en el Museo de la Universidad de
Filadelfia. Finalmente, pude catalogar varios centenares de estos documentos,
pero pronto me di cuenta de que mis demás investigaciones sobre, la literatura
sumeria no me permitirían estudiar en detalle esa enorme colección. Confié,
pues, a Edmund Gordon, mi asistente en el Museo de la Universidad de
Filadelfia, mis copias de Estambul y los documentos catalogados del Museo de
Filadelfia. Al cabo de muchos meses de estudio incesante, Gordon se dio cuenta
de que el material de que disponíamos le permitía reconstruir más de doce
colecciones diferentes, de las cuales algunas contenían docenas y otras hasta centenares de proverbios. Una
edición definitiva de dos de estas colecciones,
publicada bajo su dirección, reunió casi trescientos proverbios completos, la
mayoría desconocidos hasta entonces. Yo he entresacado una buena parte de la
materia que constituye este capítulo de su abundante documentación.
Una de las características específicas de los proverbios es la de tener un alcance universal. Si alguien
hubiera que pretendiera poner en duda la fraternidad de los hombres y la
identidad de la Humanidad a todos los pueblos y a todas las razas, puede echar
un vistazo a los adagios y a los preceptos de los sumerios y quedará convencido. Más aún que en las demás obras literarias, éstas de
que ahora tratamos trascienden las diferencias de civilización y de ambiente y
descubren aquello que hay de universal y de permanente en nuestra naturaleza.
Los proverbios sumerios que han llegado hasta nosotros fueron reunidos y
transcritos hace más de 3.500 años, y muchos de ellos son, con toda seguridad,
herencia de una tradición oral archisecular ya en la época en que fueron
transcritos. Son la obra de un pueblo profundamente distinto de nosotros, tanto
por la lengua como por el medio ambiental, las costumbres, las creencias, la
vida económica y la vida social. Y, sin embargo, la mentalidad que revelan es
extrañamente semejante a la nuestra. ¿Cómo no reconocer en estos proverbios el
reflejo de nuestras propias inclinaciones, de nuestros propios modos de pensar,
de nuestros defectos y de nuestras incertidumbres? ¿Cómo no ver en ellos el eco
emocionante del espectáculo donde se agitan y se mueven los personajes, siempre
los mismos, de nuestra comedia humana?
He aquí, por ejemplo, al «quejumbroso» que atribuye todos sus fracasos al destino y que no cesa de lamentarse y suspirar:
«En
mal día nací.»
Y su vecino, el «falso justificador», el buscador de excusas, que defiende su mala causa a base de generalidades obvias:
«¿Se
pueden hacer hijos sin hacer el amor?
¿Puede
uno engordar sin comer?»
He aquí los «fracasados», los incapaces, de quienes se decía entonces:
«Que
te metan en el agua y se volverá fétida;
Que te pongan en un jardín, y se pudrirán los frutos.»
Igual que nosotros, los sumerios vacilaban y no se decidían a adoptar una política presupuestaria. ¿Había que ceder a las tentaciones de unos gastos bien empleados, o había que guardar prudentemente el dinero? Decían, eclécticamente:
«Estamos
condenados a morir; gastemos, pues.
Viviremos aún muchos años; economicemos, pues.»
O también
decían, si se trataba de hombres de negocios:
«La
cebada temprana prosperará - ¿qué sabemos nosotros?
La
cebada tardía prosperará - ¿qué sabemos nosotros?»
«Al
pobre más le valdría estar muerto que vivo:
Si tiene pan, no tiene sal;
Si tiene sal, no tiene pan;
Si tiene carne, no tiene cordero;
Si tiene un cordero, no tiene carne.»
Las economías,
cuando las había, se evaporaban sin que pudieran luego reponerse:
«El pobre se roe todo su dinero.»
Y cuando las economías se habían agotado, había que recurrir a los usureros, quienes
se mostraban muy duros hacia los pobres pedigüeños. De ahí el proverbio:
que se puede comparar con el proverbio
inglés: Money
borrowed in soon sorrowed (Dinero de prestado, pronto es lamentado).
En conjunto, puede decirse que los pobres
de Sumer eran de carácter humilde y
resignado. Nada nos permite suponer que hubieran jamás organizado una rebelión
contra las ricas clases dirigentes. Sin embargo, el siguiente proverbio: "No
todas las casas pobres son igualmente sumisas", parece evidenciar, si mi traducción es exacta, cierta «conciencia de clase».
He aquí ahora, en otro proverbio, una idea que recuerda cierta frase del Eclesiastés (V, 11): «Dulcemente duerme el trabajador, ora sea poco, ora sea mucho lo que ha comido; pero está el rico tan repleto de manjares, que no puede dormir», y, sobre todo, el adagio del Talmud: «Quien multiplica sus bienes
multiplica sus preocupaciones»
«Quien
tiene mucho dinero es, sin duda, dichoso;
Quien
posee mucha cebada es, sin duda, dichoso,
Pero
el que nada posee puede dormir.»
Tal pobre hubo, menos filósofo, que atribuía su miseria no a su propia incapacidad, sino a la de los compañeros con quienes se había embarcado en la vida:
«Soy
un corcel de raza;
Pero
voy uncido con un mulo
Y
tengo que tirar de la carreta,
Y
transportar cañas y bálago.»
Pensando en esos pobres trabajadores que,
por una ironía del Destino, no podían disfrutar ni tan
siquiera de los objetos que ellos mismos fabricaban, los sumerios observaban:
«El
criado lleva siempre el traje sucio.»
Dicho sea de paso, los sumerios daban
mucha importancia al vestido; y decían:
«Todo
el mundo siente simpatía por el hombre bien vestido.»
En cuanto a los criados, algunos de éstos al menos, no parece que hayan carecido de instrucción, a juzgar por este dicho:
«Es
un criado que verdaderamente ha estudiado sumerio.»
Seguramente, igual que sus colegas modernos los taquígrafos, los escribas sumerios no lograban siempre anotar por entero aquello que se les dictaba. Y en el elogio siguiente se puede percibir la puya zahiriente de una venganza:
a medida que la boca le va dictando,
¡He
aquí un escriba digno de este nombre!»
Porque en Sumer había escribas que no conocían muy bien la ortografía. Al menos la
interrogación siguiente así lo deja suponer:
«Un
escriba que no sabe el sumerio,
¿Qué
clase de escriba es ése?»
A menudo se hace referencia al sexo débil en los proverbios sumerios, y no siempre a su favor. Si bien
es muy posible que no existieran «vampiresas» en Sumer, no por ello faltaban
jóvenes vírgenes de espíritu muy práctico. Por ejemplo, aquí se nos revela
cierta persona amable y casadera, que, cansada de esperar la llegada de su
príncipe encantador, ya no disimula más su impaciencia:
«Para
aquel que está bien establecido,
para aquel que no es más que viento,
¿Debo
yo guardar mi amor?»
Por otra parte, la vida conyugal no era
siempre de color de rosa en aquellos tiempos:
«Quien no ha hecho vivir a una mujer o a un niño
No ha llevado nunca una cuerda en la nariz.»
Los maridos sumerios se sentían a menudo desatendidos. Este, por ejemplo, no está nada satisfecho:
«Mi
mujer está en el Templo,
Mi madre está en la orilla del río Y yo estoy aquí,
muriéndome de hambre.»
En cuanto a las sumerias nerviosas, angustiadas, y que «no saben lo que tienen», igual que sus congéneres de hoy en día, parece que iban a asediar la puerta del médico. Este es, quizás, el sentido que habría que dar al proverbio siguiente, si, una vez más, la traducción fuese correcta:
Añade
la enfermedad a las molestias.»
Nada tiene de extraño, pues, que en estas condiciones, el sumerio lamentase a veces
haberse dejado arrastrar un poco por la pasión:
«Para
el placer: matrimonio,
Pensándolo
mejor: divorcio.»
Podía
darse el caso (y ello es cosa que aún se ve hoy en día) que los dos novios abordasen la vida
en común con sentimientos muy diferentes. De ello es
testigo este breve y elocuentísimo comentario:
«Un
corazón alegre: la novia.
Un corazón
afligido: el novio.»
En cuanto a las suegras, parecen haber sido entre los sumerios mucho menos difíciles para convivir con ellas que las suegras contemporáneas; en todo caso, no ha llegado hasta nosotros ninguna queja ni ningún chiste o anécdota sumerios referentes a las suegras. En Sumer eran las nueras quienes gozaban de mala fama. Lo atestigua el siguiente epigrama, que les da un buen rapapolvo al final de una larga lista de personas (¡y de cosas!) elogiosamente presentadas:
«El
botijo en el desierto es la vida del hombre;
El
calzado es la niña de los ojos del hombre;
La
esposa es el porvenir del hombre;
El
hijo es el refugio del hombre;
La
hija es la salvación del hombre;
Pero
la nuera es el infierno del hombre.»
Los sumerios hacían
mucho caso de la amistad, pero pensaban también que «la sangre es más espesa
que el agua», para emplear una expresión moderna, y confiaban más en la solidez
de los lazos familiares que en los de la amistad:
«La
amistad dura un día,
El
parentesco dura siempre.»
Como detalle interesante desde el punto de
vista de la civilización comparada, diremos
que los sumerios estaban muy lejos de considerar al perro como «el mejor amigo
del hombre». En realidad, pensaban todo lo contrario, como lo prueban los tres
refranes siguientes:
«El
buey ara,
El perro estropea los profundos surcos.»
«Es
un perro; no conoce su casa.»
«El
perro del herrero no podía echar al suelo el yunque,
Echó
al suelo, pues, en su lugar, el puchero del agua.»
Si los sumerios no compartían nuestros sentimientos hacia el perro, tenían, en cambio, sobre
otros sujetos, ideas muy semejantes a las nuestras. «Un marinero», dicen los
ingleses, «se peleará porque se cae un sombrero». En Sumer eran de la misma
opinión:
«El
barquero es un hombre belicoso.»
El
proverbio sumerio:
«Todavía
no ha cazado la zorra,
Y
ya le ha fabricado el collar»,
es el equivalente del actual: No
cuentes los polluelos antes de que hayan roto el cascarón; o del
también moderno: No hay que vender la piel del oso antes de haberlo matado.
Finalmente, decir:
«Me
he escapado del toro salvaje,
Para
encontrarme ante la vaca salvaje»,
¿no
es lo mismo que nuestro «entre Escila y Caribdis»?
En todos los tiempos y en todas partes se ha predicado la asiduidad al trabajo. Terminar lo que se ha empezado; no dejar para mañana lo que se puede hacer hoy..., todos estos consejos han sido dichos y repetidos bajo diversas formas. Los sumerios también los formularon a su manera, por medio de un bien escogido ejemplo:
«Mano
y mano, una casa de hombre se construye;
Estómago
y estómago, una casa de hombre se destruye.»
Había
en Sumer personas que, poseídas del «delirio de grandezas», llevaban un tren de vida muy por
encima de sus posibilidades. He aquí la advertencia
correspondiente:
«Quien
edifica como un señor, vive como un esclavo;
Quien
edifica como un esclavo, vive como un señor.»
La guerra y la paz planteaban a los sumerios unos problemas que son todavía los nuestros. «Quien quiera la paz, que prepare la guerra», decían los romanos; y los sumerios:
«El
Estado cuyo armamento sea débil
No podrá alejar al enemigo de sus puertas.»
Pero también
sabían que la guerra no conduce a ninguna parte, y que, de todos modos, el
enemigo devuelve los golpes que se le dan:
«Tú
vas y conquistas el país enemigo;
El enemigo luego viene y conquista tu país.»
Pero, con paz o con guerra, lo que importa siempre es estar «ojo avizor» y no ser víctima de las apariencias. Los sumerios decían a este respecto el siguiente refrán, más bien consejo, todavía válido hoy en día:
«Tú
puedes tener un amo, tú puedes tener un rey;
Pero
a quien tienes que temer es al recaudador.»
Los hombres de letras sumerios no se limitaron a introducir en sus múltiples compilaciones una gran serie de proverbios y dichos (máximas, verismos, adagios, juegos de palabras y paradojas), sino que también introdujeron fábulas. La fábula sumeria se halla muy cerca de la fábula esópica. Hemos entresacado los ejemplos que vamos a leer de ese esopismo antes de Esopo, de lo descifrado por el doctor Edmund Gordon.
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