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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

LIBRO SEGUNDO

CAPITULO II.

ABDICACIÓN DE CARLOS IV A FAVOR DE NAPOLEÓN.

 

Débil conducta de la junta nombrada por Fernando.—Siguen los tratos entre Murat y los reyes padres.—Traslación de estos al Escorial.—Exigencias del gran duque de Berg para la entrega de Godoy.—Escena en el cuarto de la reina de Etruria.—Anunciase a la junta la resolución de no reconocer el emperador otro rey que Carlos IV.—Firmeza del ministro de Marina.—Flojedad y condescendencia de la junta.—Entrega de Godoy a las tropas francesas y su traslado a Francia.—Carta de Carlos IV a su amigo , y reflexiones a que da lugar.—Entrevista del príncipe de la Paz con Napoleón en Bayona.—Se ratifica Carlos IV en su protesta antes de salir de España.—Sorpresa de la junta.—Sus gestiones con Murat con motivo de aquel incidente.—Carla de Carlos IV al infante D. Antonio.—Contradicción notable entre la carta y la protesta.—Salida de los reyes padres para Francia, y ostentoso recibimiento que se les hace en Bayona.—Exasperación de los españoles.—Incidente en la imprenta de Álvarez.—Desasosiego general en Madrid.—Alarma en las provincias.—Redoblan los franceses sus precauciones, particularmente en la capital del reino.—Alboroto en Toledo y en Burgos.—Progresivo aumento de la insolencia de Murat.—Comisionados de la junta cerca de Fernando VII.—Nombramiento provisional de otra nueva junta.—Llegada de Ibarnavarro a Madrid.—Carácter ambiguo y contradictorio de sumisión.—Conducta nada honrosa de Ceballos.— Nadie puede dar la salud al país, si el país no se salva a sí mismo.

 

El desdén con que el príncipe Murat había tratado al gobierno español en los primeros días de su llegada a la capital, se convirtió después de la salida de Fernando en la más intolerable insolencia, pudiendo considerarse España gobernada por dos autoridades rivales e incompatibles desde el funesto 10 de abril. La junta nombrada por el joven monarca para gobernar el reino en su ausencia, se hallaba en una posición verdaderamente crítica, contribuyendo a hacer mayor su compromiso la incapacidad de su presidente, y la falta de firmeza en el carácter de la mayoría de sus vocales. Combatida por las bruscas exigencias del gran duque de Berg y por el deseo al mismo tiempo de no desagradar al país, no supo llenar los votos de este, ni contentar los deseos de aquel. En circunstancias tan calamitosas como las de aquellos días no había término medio entre obedecer ciegamente las órdenes del orgulloso conquistador, o conservar ileso el depósito de la autoridad suprema concentrada en la junta. Esta merece disculpa por su debilidad en los primeros días de su espinosa y difícil misión : la esperanza no se había desvanecido del todo, y habría sido un gran mal precipitar acontecimientos de dudosas consecuencias ulteriores, cuando la prudencia aconsejaba contemporizar con los enemigos, poniéndose en guardia a medida que la trama se iba aclarando, hasta que llegase el momento de echar decididamente el guante cuando no quedase ya la menor duda de que la entrada de los franceses en España era cuestión de vida o muerte para la independencia del país. Esa contemporización entretanto no debía llegar basta el punto de equivocarse con el miedo, al menos de un modo ostensible. Resistir para luego ceder, es cien veces peor que otorgar desde luego, porque si esto puede interpretarse como efecto de pura deferencia, aquello revela a las claras la impotencia de obrar de otro modo. La junta nombrada por el joven monarca no debió oponerse a las exigencias del generalísimo francés, sino parapetándose en la firme resolución de seguir en la negativa, pudiendo estar segura de que el único medio de inspirar respeto a Murat, consistía en mostrarse inflexible en la determinación una vez adoptada. Si el gran duque de Berg se excedió en sus demandas, culpa fue, a nuestro modo de ver, de las primeras regateadas concesiones. Nadie es tan insolente como el pedigüeño, cuando la debilidad ajena le hace conocer el valor de ser importuno. Si la junta se sentía incapaz de valor necesario para conservar el decoro de la autoridad que se le había confiado, el deber le mandaba abstenerse de aceptar un cargo que no había de hacer respetar. Por arrebatado que fuese el carácter del gran duque, se hubiera estrellado tal vez a ser otra la actitud de la junta. ¿Pero cómo esperar ese temple de alma en los que durante la ausencia del rey habían quedado al frente de los destinos del país, cuando así se arrastraba su jefe a los pies del emperador, y así mendigaba su apoyo? El desempeño de los grandes deberes que la salud de la patria exigía, inútil era esperarlo ya de elevadas regiones. Hundido el poder en la humillación por mil causas diversas, no había gobierno posible en aquella situación angustiosa. El pueblo, solamente el pueblo, podía bastarse a si mismo.

La correspondencia de los reyes padres con el generalísimo francés estaba a punto de ser coronada con el éxito mas feliz aun antes de dejar Fernando la corte, puesto que el 9 de abril habían pasado ya los reyes padres al real sitio del Escorial por intimación del gran duque, proponiéndose este con aquella traslación tenerlos más cerca de Francia, por lo que pudiera convenir a las miras de su amo y cuñado. Mientras Carlos y María Luisa permanecieron en Aranjuez, habían tenido para su guardia alguna tropa de la casa real; pero so pretexto de protegerlos contra la violencia del nuevo gobierno, había enviado Mural una parte también de sus tropas a las órdenes del general Watier. Trasladados al Escorial fueron SS. MM. acompañados allá por las tropas francesas, las cuales les dieron la guardia en unión con los carabineros reales. Por el camino los aclamaron más que antes, al decir de María Luisa, a los ilustres viajeros, y ese más que antes indica bien claramente la tibieza de la aclamación.

Las cartas de la reina habían tenido por principal objeto la libertad de Godoy, no habiendo una sola en que no tocase esa especie con el mayor encarecimiento, llegando al extremo de decir que si no se salvaba el príncipe de la Paz, y si no se les concedía su compañía, morirían el rey su marido y ella. No bien hubo Fernando salido de Madrid, cuando Murat pidió con empeño a la junta la entrega del preso, fundando su petición en habérselo prometido Fernando el día anterior a su partida en el cuarto de la reina Etruria. Promesa como esta era natural que, de haber sido hecha, la hubiese comunicado Fernando a la junta, o la hubiera al menos dejado por escrito a Murat. No habiendo sucedido ni lo uno ni lo otro, hay sospechas fundadas para creer que no hubo semejante promesa, tanto más cuanto la entrevista de Fernando con el generalísimo en el cuarto en cuestión , se redujo a manifestarse uno y otro la displicencia más chocante, representando ambos una escena muda que por lo curioso del hecho ha merecido quedar consignada en las páginas de la historia. Estaba Murat en el cuarto de la reina de Etruria, cuando anunciaron a Fernando, quien no dejó de extrañar ver al generalísimo haciendo la corte a su hermana, no habiendo él conseguido merecerle igual deferencia. Señal era esta bien clara de los tratos secretos que había en su contra, y del ningún apoyo que el nuevo gobierno podía prometerse del emperador. Firme Murat en su propósito de no mostrar a Fernando la menor galantería de la cual pudiera inferirse que le tenía en algo, permaneció quieto en su sitio sin adelantar un solo paso para recibir al joven monarca, guardando este una actitud igualmente desdeñosa y sin saludar al gran duque, permaneciendo los dos en pie por espacio de algunos minutos cual si fueran estatuas. La ex-reina de Etruria, no sabiendo qué hacerse, se puso a tocar el piano; pero como ni Murat ni Fernando habían venido a oír música, tomaron la determinación de marcharse, saliendo cada cual del salón con el mismo silencio que antes. Escena como esta debiera haber significado alguna cosa a los ojos del rey pretendiente, y sin embargo partió para Burgos al otro día, embelesado con las promesas de Savary.

Rehusando la junta entregar el preso a Murat, la amenazó este con hacer uso de la fuerza si persistía en resistirse, visto lo cual por esta consultó al rey Fernando lo que debía hacer en tal apuro , disponiendo el día 15 y mientras venia la contestación, que el consejo suspendiese el proceso intentado contra el príncipe de la Paz hasta nueva orden del rey. Ceballos desde Vitoria respondió en nombre de este haberse escrito al emperador prometiéndole la vida del valido si llegaba a ser condenado a pena capital. Contestación era esta de la cual no podía inferirse que el rey ordenase la entrega del preso. Murat sin embargo insistió el día 20, mandando al general Augusto Belliard dirigirle a la junta un oficio, en el cual se decía que habiendo escrito el príncipe de Asturias al emperador haciéndole dueño de la suerte del príncipe de la Paz, mandaba el gran duque al comunicante enterar a la junta de las intenciones del emperador, quien reiteraba a su lugarteniente la orden de pedir la persona del privado. «Puede ser, continuaba el oficio, que esta determinación de S. A. R. el príncipe de Asturias no haya llegado todavía a la junta. En este caso se deja conocer que S. A. R. habrá esperado la respuesta del emperador; pero la junta comprenderá que el responder al príncipe de Asturias sería decidir una cuestión muy diferente; y ya es sabido que S. M. I. no puede reconocer sino a Carlos IV.» Por conclusión y como para dar la última prueba de cinismo político que había en este párrafo: «El gobierno y la nación española solo hallarán en esta resolución de S. M. I. nuevas pruebas del interés que toma por la España; porque alejando al príncipe de la Paz, quiere quitar a la malevolencia los medios de creer posible que Carlos IV volviese el poder y su confianza al que debe haberla perdido para siempre; y por otra parte la junta de gobierno hace ciertamente justicia a la nobleza de los sentimientos de S. M. el emperador que no quiere abandonar a su fiel aliado.»

Desvergüenza en verdad se necesitaba para expresarse de este modo los mismos que diez días antes habían engatusado a Fernando con la perspectiva del reconocimiento, incitándole a verificar su viaje para así obtenerlo mejor. La declaración terminante hecha a nombre de Murat de que el emperador no reconocía otro rey que Carlos IV, formaba un horrible contraste con las decepciones anteriores y con la alevosa insistencia de Savary en reiterar sus promesas al joven monarca hasta que pasó la frontera.

La junta tuvo un acalorado debate sobre entregar o no el preso, habiendo estado por la negativa constantemente el ministro de Marina D. Francisco Gil y Lemus. Los individuos de la mayoría no pensaron así, y puestos en el duro trance de tener por contrarío a Murat o de excitar la indignación del país, prefirieron lo último. Tal vez conocieron lo inútil de su resistencia, considerando dispuesto al general francés a arrebatar a Godoy por la fuerza si no se lo entregaban de grado.

El gran duque de Berg, según Foy, amenazó pasar a cuchillo a los cien guardias do Corps y quinientos granaderos provinciales que guardaban al preso en el castillo de Villaviciosa, si la junta se resistía a entregarlo. Hablando María Luisa con Murat sobre los medios de poner en libertad al favorito, decía así en una de sus cartas: «¿Seria posible tomar por precaución algunas medidas antes de la resolución definitiva? El gran duque pudiera enviar tropas sin decir a qué; llegar a la prisión del príncipe de la Paz y separar la guardia que le custodia, sin darle tiempo de disparar una pistola ni hacer nada contra el príncipe; pues es de temer que su guardia lo hiciese porque todos sus deseos son de que muera, y tendrán gloria en matarle. Así la guardia sería mandada absolutamente por las órdenes del gran duque : y si no puede estar seguro el gran duque de que el príncipe de la Paz morirá si prosigue bajo el poder de los traidores indignos y a las órdenes de mi hijo. Por lo mismo volvemos a hacer al gran duque la misma súplica de que haga sacarle del poder de las manos sanguinarias, esto es, de los guardias de Corps, de mi hijo y de sus malos lados, porque sino debemos estar siempre temblando por su vida aunque el gran duque y el emperador la quieran salvar, mediante que no lo podrán conseguir. De gracia volvemos a pedir al gran duque que tome todas las medidas convenientes para el objeto, porque como se pierda tiempo ya no está segura la vida, pues es cosa cierta que seria mas fácil de conservar si el príncipe estuviese entre las manos de leones y de tigres carnívoros»

Pero de haber sucedido así habría al menos la junta dejado a cubierto su honor resistiéndose hasta el último extremo.

Como quiera que sea, la autoridad dobló la cerviz, mandando al marqués de Castelar, a cuyo cargo estaba la custodia del encarcelado, lo entregase a los franceses. Había sido Castelar amigo del valido de Carlos IV durante los tiempos de su privanza, poniéndose después de su caída a la devoción del nuevo gobierno. Al recibir la orden de la entrega, dudó o afectó dudar de la autenticidad del mandato, pasando a Madrid a cerciorarse de la verdad entrevistándose con el infante D. Antonio. Oída de boca de este la confirmación de la orden, hizo el marqués renuncia de su empleo, suplicando que en vez de ser los guardias de Corps los que verificasen la entrega, quedase esta a cargo de los granaderos provinciales. Este rasgo del marqués hace muy poco honor  a memoria. Su resistencia a poner en libertad al desgraciado que antes había sido su amigo, podría considerarse como patriótica mientras dudaba de la autenticidad de la orden; pero una vez confirmado en que era cierta, y teniendo cubierta su responsabilidad, no era ya la dignidad nacional el verdadero motivo que, a nuestro modo de ver, tenía para llevar adelante su oposición hasta un extremo tan exagerado. Castelar temía sin duda que sus conexiones de antes con el príncipe de la Paz pudieran serle perjudiciales ahora, si no consignaba su dureza de un modo el más terminante, y de aquí su estudiado rigor con el desventurado valido. El infante D. Antonio hizo presente al marqués consistir en aquella entrega que Fernando fuese rey de España, oído lo cual obedeció el renitente y puso en libertad a Godoy a las once de la noche del día 20, entregándole en manos del coronel francés Martel. Al día siguiente envió la junta de gobierno un comisionado a Godoy con el encargo de llevarle alguna ropa y un socorro de cien mil reales, entregándosele después de orden de Murat una carta de Carlos IV que decía así: «Incomparable amigo Manuel: ¡Cuánto hemos padecido estos días viéndote sacrificado por esos impíos por ser nuestro único amigo! No hemos cesado de importunar al gran duque y al emperador, que son los que nos han sacado a ti, y a nosotros. Mañana emprenderemos nuestro viaje al encuentro del emperador, y allí acabaremos todo cuanto mejor podamos para ti, y que nos deje vivir juntos hasta la muerte, pues nosotros siempre seremos, siempre, tus invariables amigos, y nos sacrificaremos por ti como tú le has sacrificado por nosotros.»

La historia no presenta un ejemplo de amistad tan constante en los reyes. Nosotros que tanto hemos censurado la ceguedad del anciano monarca, estamos muy lejos de incriminarle por la actitud que guardó con su amigo cuando le vio desgraciado. En esa carta revelada a la historia por el mismo príncipe de la Paz, no se ve otro deseo en los reyes padres que el de tener constantemente a Godoy a su lado, viviendo juntos con él: María Luisa encarece el mismo deseo en toda su correspondencia. Por natural que parezca ese anhelo, da lugar sin embargo a una observación importante. Ni Carlos ni María Luisa podían lisonjearse de ver secundados sus votos, a no ser en el caso de resignarse a la abdicación. Por confesión del mismo Murat en el oficio dirigido por Belliard a la junta, no era posible que Carlos volviese el poder y su confianza al que debía haberla perdido para siempre, y así tenia que ser irremediablemente, atendida la animadversión justa o injusta con la que el país miraba al valido. Ahora bien, preguntamos nosotros: ¿cómo conciliar con la vuelta de Carlos IV al trono de sus mayores su deseo de retener a Godoy a su lado? Y si estos extremos eran en efecto incompatibles, si puesto Carlos en la alternativa de dejar el trono o renunciar a la compañía de su amigo tendría finalmente que decidirse por lo primero: ¿a qué la protesta contra la renuncia del 19? ¿Solo para que el hijo no reinara, y para que el emperador dispusiese de la corona de España como mejor le placiese? Cuanto más pensamos en esto, tanto más nos ratificamos en que la irremediable consecuencia de tal ceguedad no era ni podía ser otra que esa.

Don Manuel Godoy salió del campamento francés con dirección a Francia al día siguiente de haber sido puesto en libertad, yendo acompañado de escolta francesa, y llegando a Bayona el 26, donde se albergó en una quinta distante una legua de aquella ciudad. Poco después de su llegada tuvo con el emperador una larga conferencia. Nuestros lectores verán mas adelante lo útil que era Godoy para dar completa cima al tenebroso plan que el jefe de Francia revolvía en su mente contra la independencia española. Cuando el príncipe de la Paz, fue sacado también de la prisión su hermano D. Diego, duque de Almodóvar del Campo, y conducido igualmente a Bayona, adonde llegó poco después que el valido.

Para la ejecución del drama que debía representarse en la frontera del Pirineo faltaban todavía dos actores principales: Carlos IV y María Luisa. A la imposibilidad en que los dos esposos se hallaban de sobrellevar sin morir la ausencia de su amigo, añadíase el interés de Napoleón en tener prisionera en sus manos toda la familia real, y Murat no podía olvidarse de tan importante consideración. Antes de su partida era preciso acabar de inspirar a la junta la incertidumbre y el terror. El generalísimo francés babia el 16 anunciado al ministro de la Guerra D. Gonzalo Ofarril que el emperador no reconocía en España otro rey sino Carlos IV, fundando semejante resolución en la protesta hecha por este contra la abdicación de Aranjuez. Atónito Ofarril con una declaración tan brusca, se quedó boquiabierto al leer la proclama manuscrita que Murat le presentó, extendida por el mismo Carlos IV, en la cual aseguraba el rey haber sido en efecto forzada su renuncia, como así lo había participado al emperador. Dada cuenta a la junta de tan extraña novedad, fue Ofarril comisionado por ella para que en unión con el ministro Azanza pasase a manifestar a Murat la sorpresa que le causaba acuerdo tan inesperado. Hubo con este motivo varias contestaciones entre los dos comisionados y el gran duque, permaneciendo este inflexible, y accediendo tan solo a esperar la última contestación de la junta, la cual respondió verbalmente por medio de los mismos encargados: primero, que una resolución como aquella debía comunicársele, no por el gran duque, sino por Carlos IV; segundo, que cuando le fuese notificada, se limitaría a elevarla al conocimiento y noticia de Fernando: y  VII; tercero, que habiendo departir Carlos IV para Bayona, se guardase el mayor sigilo sobre aquel asunto, absteniéndose el anciano rey de ejercer durante su viaje acto alguno de soberanía. Oída esta respuesta, Murat pasó al Escorial a conferenciar con el rey padre, quien escribió a su hermano el infante D. Antonio con fecha 17 de abril una carta en la cual ratificaba la especie de la violencia sobre el ejercida cuando su abdicación del 19, añadiendo que en aquel mismo día babia extendido una protesta solemne contra el decreto dado en medio del tumulto y forzado por lo critico de las circunstancias. Después declaraba su resolución de consagrar el resto de sus días a hacer la felicidad de sus vasallos, confirmando por lo demás en sus empleos, bien que provisionalmente, a los vocales de la junta y a cuantos hubieran recibido cargos civiles y militares desde el 19 anterior. La carta concluía diciendo que pensando el rey salir luego al encuentro de su augusto aliado, transmitiría después de esto sus últimas órdenes a la junta.

Es denotar en este documento la contradicción en que el anciano monarca incurría suponiendo dada su protesta el mismo día de la renuncia, siendo cosa averiguada que no fue así, según tenemos dicho en otro lugar; pero ni Murat ni Carlos IV cayeron en la cuenta de tal contradicción, atentos solo a hacer constar la protesta para sus fines ulteriores. Hecho esto partió Carlos IV, en compañía de la reina y de la hija del príncipe de la Paz, el día 15 de abril , dirigiéndose a Bayona con escolta de tropas francesas y carabineros reales, los mismos que le habían hecho la guardia en el Escorial. Habiendo pasado la frontera el día 30, diez días después que su hijo y cuatro después que Godoy, entraron los reyes padres en Bayona con el más ostentoso recibimiento. El emperador que tan desdeñoso se había mostrado con Fernando, varió enteramente de conducta respecto a sus padres, enviando a cumplimentarles al duque de Plasencia que se adelantó hasta Irún, y al príncipe de Neufchatel que los esperó en la orilla del Bidasoa. Cuando SS. MM. pusieron el pie en Francia, encontraron un numeroso destacamento de tropas francesas, las cuales les sirvieron de escolta hasta dar con la guardia de honor de caballería del departamento. Al entrar en Bayona hallaron la guarnición a lo largo de las calles, la cual los recibió con los honores debidos a la majestad. Los bajeles del puerto estaban empavesados; la artillería de este y la de la ciudadela los saludó con ciento y un cañonazos, y toda la población en fin los recibió con aplausos y vítores, cual si reconociese y quisiera pagar de antemano el importante servicio que los nuevos esclavos coronados iban a prestar a la causa del imperio francés. La escasa comitiva que Carlos IV había llevado consigo, fue aumentada de orden del emperador con oficiales de su propia casa. Al bajar los reyes del coche, fueron conducidos por el gran mariscal a la habitación que les estaba destinada, y que había sido previamente dispuesta para el emperador mismo. Todo anunciaba al parecer la resolución imperial de sostener en el trono a Carlos IV, y así lo creyeron tal vez tanto este como María Luisa, olvidando por un momento lo que tantas veces había dicho acerca de su vehemente deseo de retirarse a un rincón en unión con su amigo; pero el emperador les tenía reservado el mismo desengaño que al hijo. La causa de la humillación y del vilipendio era doble: la perfidia del emperador debía serlo también.

La salida de Fernando VII tan en desacuerdo con los sentimientos y con la opinión general, había entretanto extendido la alarma por todas partes. Los tratos de Murat con los reyes padres, secretos para la generalidad del público mientras Fernando había permanecido en Madrid, y evidentes a todo el mundo desde que todos pudieron notar las entrevistas y conferencias misteriosas que el generalísimo francés tenia con SS. MM. después de su traslado al Escorial, habían aumentado la irritación y el desasosiego. La altanería del generalísimo francés y el aire de desdén y menosprecio con que él y sus oficiales trataban a los españoles, con particularidad a los que se señalaban por su afecto a Fernando, no dejaban ya la menor duda de que no era la causa de este la que los franceses habían venido a defender. La libertad dada a Godoy, objeto principal del odio del pueblo y de las enconadas pasiones del mayor número, acabaron de exasperar los ánimos hasta un punto difícil de describir. La partida de los reyes padres siguiendo la misma ruta que el hijo y el privado hizo latir los corazones del modo más angustioso, sin que ninguno pudiera prometerse nada bueno de la reunión en Bayona de personajes tan opuestos en miras e intereses. Madrid estaba sobre un volcán, indicando la inminencia de la explosión de un momento a otro. Si Napoleón y los suyos hubieran conocido el estado de la opinión pública en España, en vez de apoyar como lo hicieron la causa de los reyes viejos, como los españoles los llamaban, habrían por el contrario adherídose a la de Fernando , satisfaciendo a la vez los votos del país y los intereses del imperio , pudiendo prometérselo todo de la ciega adhesión con que Fernando y sus consejeros hubieran pagado a Napoleón su reconocimiento y su apoyo. Pero el emperador, grande en todo, no parece que quiso mostrar sino que era pequeño en España; y aquella cabeza tan bien organizada, tan prodigiosamente pensadora, tan exhuberante, en fin, de previsión y de cálculo, fue mezquina, raquítica y pobre en cuanto tuvo relación con la cuestión española. Su lugarteniente Murat que por su permanencia en Madrid y por su roce inmediato con los españoles debía conocer mejor hasta qué punto era peligroso ponerse en lucha con el voto del país, debía haber informado a su amo de lo impolítico que era adoptar una marcha en contradicción con el deseo y con el interés general. Fascinóle sin duda la consideración de las fuerzas de que estaba rodeado, creyendo tan posible contrastar los sentimientos de un pueblo como dar y ganar batallas. ¿Pero quién contiene el torrente, o qué fuerza humana es bastante para suspender en el aire el descenso de la catarata?

Las tempestades de la naturaleza no estallan de pronto, ni rompen tampoco de súbito las grandes conmociones políticas. Murat no tuvo vista para distinguir el humo que anunciaba la primer bocanada del cráter, ni oído para percibir el oscuro y sordo fragor que el volcán agitaba en su seno. La junta había suplicado al generalísimo francés guardase secreto y reserva en lo tocante a la protesta de Carlos IV, y olvidando Murat su promesa, envió dos comisionados franceses a la imprenta de D. Eusebio Álvarez de Latorre para imprimir una proclama de aquel monarca. Presentóse el impresor al consejo a fin de participarle lo que ocurría, y habiéndose enviado al alcalde de casa y corte D. Andrés Romero a averiguar el hecho, sorprendió este a los dos comisionados franceses con las pruebas de la proclama. Intimóles entonces el juez que se diesen a prisión; mas no fue obedecido, ni pudo conseguir que declarasen cosa alguna sin orden previa de su jefe el general Grouchi, a quien Murat había puesto por gobernador militar de Madrid. Ya en esto había corrido por el pueblo la noticia de aquel incidente, y agolpándose a las puertas de la imprenta inmensa multitud, estuvo la tranquilidad en gran riesgo. Romero temió que dejados en libertad los franceses, serían sacrificados a manos del pueblo, y deseoso de evitar un desastre, los dejó arrestados en la misma imprenta hasta la determinación del consejo. No atreviéndose este a decidir en aquel asunto, lo sometió al conocimiento de la junta; la cual no osó tampoco indisponerse con el gran duque, y puso en libertad a los detenidos, exigiendo de Murat nueva promesa de obrar con mas circunspección en lo sucesivo. Pero el mal estaba ya hecho, sin que la debilidad de la junta ni la nueva promesa del generalísimo francos pudiese impedirlo. El incidente de la imprenta extendió por todas partes la intima convicción de que el emperador trataba de reponer en el trono a Carlos IV, y aun de volver su influencia al valido; y exaltada la imaginación con tan sombrío porvenir, exageraba hasta el último punto las tristes consecuencias de restauración tan odiosa.

Las provincias ocupadas por las tropas invasoras habían comenzado a ofrecer por aquellos días escenas aisladas de insultos y atropellos a los soldados franceses, como sucedió en Barcelona y en Burgos y en otras ciudades, donde alguno de ellos pagó con la muerte su petulancia y su insolencia. Las provincias que estaban libres del yugo francés empezaron también a estar sobre aviso, poniéndose en guardia sus jefes militares , los cuales se ocupaban en reunir armas silenciosamente por lo que pudiera ocurrir.

Los franceses por su parte aumentaban sus precauciones, fortificándose decididamente y organizando la ocupación del país. Acostumbrados a subyugar reinos enteros en el hecho solo de apoderarse de sus capitales, dirigieron su principal conato a tener aterrado a Madrid y cercados sus alrededores. La división del general Bedel que estaba en Segovia pasó al Escorial, trasladándose al primer punto la tercera división del segundo cuerpo de observación de la Gironda a las órdenes del general Frere. El general en jefe de este último cuerpo, Dupont, estaba en Aranjuez con la tercera división de infantería y caballería, y diósele orden de trasladar su cuartel general a Toledo. Los pueblos de Fuencarral y Chamartín, el convento de San Bernardino, Pozuelo y la casa de Campo, estaban ocupados por varias divisiones del cuerpo de observación de las costas del Océano a las órdenes de Moncey, siendo hasta veinticinco mil hombres lo que tenían ocupada la corte y sus contornos, mientras la guarnición española contaba solamente tres mil.

Toda estas precauciones fueron vanas para evitar que en varios puntos estallase de un modo mas o menos imponente la indignación popular. Antes de trasladarse Dupont a Toledo, había enviado a esta ciudad al ayudante comandante Marcial Tomás, en unión con algunos oficiales de estado mayor y otros empleados franceses del servicio administrativo, a fin de preparar alojamiento para las tropas francesas. La imprudencia de este enviado fue tal, que no tuvo recato en decir públicamente que el emperador Napoleón, lejos de reconocer a Fernando por rey de España y de las Indias, estaba resuelto a restablecer en el trono a Carlos IV. Extendidas estas declaraciones, y repelidas y comentadas en la población y fuera de ella, dieron lugar al primer alboroto que con verdadero carácter de tal estalló contra los franceses. El vecindario de la ciudad y los habitantes del campo corrieron en motín a la plaza de Zocodover, poblando el aire de vivas a Fernando VII, y recorriendo las calles armados de escopetas, espadas, garrotes y cuanto pudieron hallar a las manos, llevando levantada una bandera de la cual estaba suspendido el retrato del joven monarca. Exaltados hasta el último extremo y llenos de una especie de sentimiento religioso.