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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

LIBRO SEGUNDO

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

Palabras de Napoleón al duque de Rovigo y a Izquierdo, cuando supo la sublevación de Aranjuez.—Carta de Bonaparte a su hermano Luis, ofreciéndole el trono español.—Palabras de Izquierdo al jefe de Francia.—Correspondencia de María Luisa con el príncipe Murat.—Preparativos de los fernandistas para recibir al emperador.—Cambio de la opinión pública respecto a los franceses.—Llegada de Escoiquiz.— Ultimátum de Napoleón.—Entrega de la espada de Francisco I.—Salida del infante D. Carlos para recibir a Bonaparte.— Nombramiento de una junta suprema de gobierno. Conmoción popular en Vitoria.—Sale Fernando de esta ciudad para dirigirse a Bayona.—Segunda entrevista de Fernando con Bonaparte en el palacio de Marrac.

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LAS noticias del tumulto de Aranjuez y de la abdicación de Carlos IV llegaron al palacio de Saint-Cloud, una detrás de otra la noche del 26 de marzo, habiendo despachado el embajador Beauharnais dos correos con el relato de lo sucedido. Nosotros hemos sido de opinión que cuando el agente de Francia se oponía con tanto empeño a la partida de la familia real de España, no es presumible que lo hiciera sin obrar de acuerdo con las instrucciones que naturalmente le remitiría el emperador. Este sin embargo censuró fuertemente la conducta de su enviado, lo cual sirve a los historiadores de prueba para asegurar que la oposición de Beauharnais al mencionado viaje era contraria a los intereses de su amo, y que al obrar aquel así, lo había hecho por efecto de su solo capricho. No siendo esto concebible en el agente de un soberano tan poco sufrido como Napoleón, y menos tratándose de un asunto tan grave y de tanta consecuencia, nos inclinamos a creer que o el enojo del emperador fue ficticio, o lo único que le incomodó fue la falta de tino con que Beauharnais halda dejado marchar las cosas mas allá de lo conveniente. Como quiera que sea, Napoleón manifestó al duque de Rovigo, según indica este en sus Memorias, el disgusto que le causaba la noticia que acababa de recibir. «Este acontecimiento, le dijo, no entraba en mis cálculos : los negocios toman un rumbo que yo no esperaba. Veo que el padre tenia razón en acusar al hijo de conspirador contra su trono: este suceso le quita la máscara, y nunca lo aprobaré. Cuando Carlos V verificó su renuncia, no se contentó con una declaración escrita, sino que le dio autenticidad con las ceremonias que en tales casos se acostumbran, renovándola después varias veces, sin entregar las riendas del gobierno hasta haber probado ser aquel sacrificio efecto espontáneo de su voluntad.»

Semejante modo de expresarse parecía indicar que el jefe de Francia se hallaba dispuesto, en los primeros instantes de recibir la noticia, a sostener al padre contra el hijo; y así también debería inferirse de lo que al día siguiente le dijo a Izquierdo, según relato del príncipe de la Paz. «Las circunstancias son ya otras (decía a nuestro agente); yo estoy ya libre enteramente de las obligaciones que contraje por el último tratado. Mi alianza con el padre no me obliga en modo alguno con el hijo que le ha tomado la corona en medio de un tumulto. Una revolución, cualquiera que esta sea, en el gobierno de un estado, pone en suspenso, cuando menos, la obligación de la otra parle contratante, libre no solo en tales circunstancias de rescindir los pactos onerosos que se hubiese impuesto, sino hasta de prestarse al reconocimiento del gobierno o del monarca que la revolución ha producido. Por afección, por simpatía con Carlos IV y también por honor mío, aunque no esté previsto en los tratados el caso en que nos vemos, mi intención es sostenerlo y hacer volverle la corona si ha sido violentado; pero un nuevo tratado es necesario: el otro ha fenecido porque las circunstancias han cambiado, y Carlos IV no puede responderme, como antes, de la unión de su familia ni de la paz de sus estados. Si resignado a los sucesos prefiere libremente retirarse y abandonar el reino a su heredero, con él no hay nada que me ligue sino la ley común de las naciones; yo estoy en libertad de hacer lo que convenga a mi sistema de política y a la prosecución de mis proyectos contra Inglaterra. Dado que se aviniese a mis consejos, que me ofreciese garantías cual yo las necesito, y que la nueva corte me inspire confianza, cosa que dudo mucho, podré reconocerle; pero de cualquier modo, o con el padre o con el hijo tratados nuevos son precisos.»

Todo esto era farsa y pura palabrería. Napoleón había hollado escandalosamente los convenios, y ahora buscaba un nuevo pretexto para seguir obrando a su antojo. Su indicación de restituir el cetro al monarca destronado era farsa y mentira también, puesto que en el mismo día en que así se expresaba, resolvió romper de una vez con toda clase de consideraciones, colocando en el trono español un individuo de su familia, y ofreciéndolo a su hermano Luis rey de Holanda. «El rey de España, le decía, acaba de abdicar la corona y el príncipe de la Paz ha sido hecho preso. En Madrid había comenzado un levantamiento, cuando mis tropas estaban todavía a cuarenta leguas de la capital. Sus habitantes deseaban su presencia, y el gran duque de Berg habrá entrado allí el 25 al frente de 40,000 hombres. Seguro como estoy de que no podré tener paz durable con Inglaterra sin dar un grande impulso al continente, he resuelto colocar un príncipe francés en el trono de España.» Y luego pasaba a indicarle haber pensado en él para sentarle en ese trono, pidiéndole respuesta categórica sobre si admitía o no la propuesta, a la cual no daba otro carácter que el de simple proyecto, pues si bien tenia en España un ejército de 100,000 hombres, era posible que sobreviniesen circunstancias que le obligasen a dirigirse a la Península, acabándose lodo en breve, o que anduviese más despacio el negocio, siguiendo en secreto las operaciones por espacio de algunos meses.

Por aquellos días tuvo Napoleón otra conferencia con Izquierdo, y preguntándole si los españoles le querrían como a soberano suyo, le replicó este con oportunidad que elogia el conde de Toreno : “con gusto y entusiasmo admitirán los españoles a V. M. por su monarca; pero después de haber renunciado la corona de Francia.” «Imprevista respuesta, dice el historiador mencionado, y poco grata a los delicados oídos del orgulloso conquistador.» Luis Bonaparte rehusó la propuesta de su hermano; pero este no era hombre para renunciar a proyectos una vez concebidos. Napoleón salió de París el 2 de abril con dirección a Burdeos, después de haber escrito a Murat la prudentísima carta de instrucciones, fecha 29 de marzo, cuyo estrado hemos dado en el tomo anterior. El objeto del emperador al dirigirse a un punto tan cercano a la frontera era observar más de cerca el aspecto de los negocios, siendo excusado decir lo admirablemente que le serviría para la realización de sus designios la protesta de Carlos IV enviada a sus manos por conducto de Murat. En la carta con que fue acompañada, ponía el destronado monarca su suerte, la de su familia y la de la nación entera al arbitrio del emperador, y tanto más le autorizaba a obrar como mejor quisiese cuanto ni aun reclamaba el trono que acababa de perder; especie que a haber sido puesta hubiera creado un gravísimo compromiso a Bonaparte, que tanto interés tenía en aparecer equitativo a los ojos de Europa; pero el general Monthion tuvo buen cuidado en descartar aquel documento de toda expresión que pudiese obligar a su amo a conducirse de otra manera que la que le dictase el capricho.

La vergonzosa y culpable correspondencia entre una parte de la regia familia y el príncipe Murat, acabó de poner patente a los ojos del jefe de Francia el vilipendio y degradación de todos sus individuos, siendo ocioso también indicar hasta qué punto debería influir en que este se ratificase en la idea de ocupar el país que así los recibía con los brazos abiertos. El roce con los vencedores de Europa y el hábito de verlos de cerca habían rebajado en gran parte la admiración que se les tributaba de lejos; contribuyendo la atenta observación de aquella aluvión extranjera a desencantar insensiblemente la imaginación de aquella especie de culto que pocos momentos antes rendía a las invencibles cohortes. La ebriedad de la común alegría en los primeros instantes de la exaltación de Fernando no había permitido otra cosa que entregarse los pueblos a toda la locura del regocijo pero las impresiones fuertes son cortas, y apenas había pasado el primer día, cuando va la disposición de los ánimos había cambiado sensiblemente. El sentimiento nacional se fue dispertando, y con él sacudió su letargo la sabida antipatía que existe entre el carácter español y el francés. Las riñas y disputas entre los paisanos y los imperiales sucedieron bien pronto a la cordialidad del recibimiento que a estos acababa de hacerse , habiéndose comprometido notablemente la tranquilidad en Madrid con la que tuvo lugar en la plazuela de la Cebada el día 27 de marzo. La nube comenzaba a cargarse, y en vez de conjurarla Murat, la hacia cada día más densa.

El nuevo gobierno mientras tanto veía pasados los dos días y medio prefijados para la venida del gran hombre, en cuyos brazos le obligaba a entregarse su poco tranquila conciencia. La elevación de Fernando se debía a un tumulto, y cuando tanto había contribuido Beauharnais al éxito de la conjuración, no dejaba al fin de chocarle la extraña conducta de este , si bien la atribuía, lo mismo que la de Murat, a falta de instrucciones de su soberano. Puestos entre la espada y la pared, empezaban los triunfantes conspiradores a abrigar en sus almas los recelos en que el pueblo los había precedido, cuando la llegada de Escoiquiz el día 28 de marzo vino desgraciadamente a renovar la confianza en aquellos ilusos. Confinado no bien recibió la orden en que se le alzaba el destierro, cuando corrió exhalado a felicitar a su alumno y a ocupar la plaza de consejero de Estado, con la cual y con la cruz de Carlos III premió el nuevo rey los servicios del que cinco meses antes hubiera con gusto enviado a la horca, a trueque de salvar su cabeza. Escoiquiz había desempeñado el papel principal en la primera conspiración abortada; y era justo que lo desempeñase también en la situación creada por la segunda, y que gracias a su intervención y consejos debía abortar también.

Deliberando estaban los hombres de Fernando sobre lo incierto y anómalo de las circunstancias, cuyo aspecto comenzaba a ponerlos de mal humor, cuando alzándose el bueno del canónigo, tomó la palabra y les juró ser demencia y delirio desconfiar un solo instante, cuando tantas seguridades tenia él de la realización de su pensamiento favorito , el del enlace de Fernando con una princesa de la familia imperial. Lo malo era que el iluso eclesiástico no tenia las seguridades de que hablaba, ¿pero cómo temer, ni aun remotamente, que un plan concebido por tan bien organizada cabeza, pudiera desgraciarse jamás? Pero no fue la presunción, con dominar tanto en él, la sola que cegó a Escoiquiz. Si el arcediano de Alcaraz consideraba poco menos que herético sospechar de la buena de Napoleón, eso consistía principalmente en la culpabilidad de su anterior conducta. Desconfiar del jefe de Francia era lo mismo que excitar su cólera, y ponerle en la tentación de favorecer , con sinceridad o sin ella, la causa del monarca destronado. ¿Qué podía esperar en tal caso el que tanto se había señalado como conspirador contra un rey, cuya reaparición en la escena política no era del todo imposible? ¿Qué suerte podían prometerse los demás consejeros de Fernando? ¿Qué porvenir, por último, era capaz de lisonjear a Fernando mismo, si tenia la desgracia de desmerecer el apoyo del emperador? Esta consideración espantosa preponderó sobre las demás, debiéndose a ella casi exclusivamente la humillación y desdoro del nuevo gobierno ante el hombre temido cuyo fallo en aquella crisis era cuestión de vida o muerte para tantas conciencias turbadas. Solo así puede explicarse el por qué de tantas miserias en una corte cuyos principales sujetos, siendo superiores en inteligencia al malhadado clérigo que nos ocupa, cedieron sin embargo a su voto. Los duques del Infantado y San Carlos que compartían con él la nueva privanza, no eran en verdad tan negados como algunos escritores han supuesto. Infantado en particular podría rechazar con razón la nota de ánimo flojo y distraído que el conde de Toreno le atribuye; pero los talentos son nada cuando el pecho no late tranquilo. ¿Cómo negar tampoco una porción de bien organizadas cabezas al ilustre consejo de Castilla ? Pero ese consejo había prevaricado cuando los sucesos del Escorial, formando causa común con los conspiradores desde el momento mismo en que pronunció su sentencia; y esto sentado, ¿qué suerte podían tampoco prometerse los magistrados que en ella habían intervenido, si la causa de Carlos vencía? Queda, pues, explicado el motivo de aquella ceguedad sin ejemplo. Los lectores no deben perderlo de vista: sin él no es posible concebir cómo un gobierno que tan poderosamente contaba con el apoyo de la opinión pública, siguió sin embargo arrastrándose a las plantas de Napoleón, con más humillación todavía de la que tan menguadamente había caracterizado al gobierno anterior.

Antes detener Bonaparte noticia de los sucesos de Aranjuez, había contestado a las gestiones de Izquierdo sobre las especies proponibles, mandando entregarle el 25 de marzo una nota verbal en que se esperaba la irrevocable resolución del emperador de proceder á un arreglo con la corte de España bajo las cuatro bases siguientes:

Primera: comercio libre entre las colonias españolas y francesas, pagando en estas, el español como si fuese francés, y el francés en aquellas como si fuese español, los derechos que a los naturales se exigiesen en sus respectivos países, sin que ninguna otra nación sino la francesa pudiese obtener de España la mencionada prerrogativa, ni otra que España pudiera conseguirla de Francia.

Segunda: la cesión de Portugal a España, recibiendo Francia un equivalente en nuestras provincias contiguas al imperio.

Tercera: el arreglo definitivo de la sucesión al trono de España.

Cuarta: hacer un nuevo tratado ofensivo y defensivo de alianza, estipulando el número de fuerzas con que deberían ayudarse recíprocamente ambas potencias.

Izquierdo desde París dirigió el 24 de marzo este ultimátum de Napoleón al príncipe de la Paz, acompañando el pliego con varias reflexiones que hacían honor a aquel agente, y manifestando la premura con que el emperador quería que se procediese en asunto de tamaña importancia. El preámbulo de las bases era amenazante y siniestro, no pudiendo caber la menor duda en que si Carlos IV se resistía a otorgarlas, estaba Napoleón resuelto a no desistir de su empeño. El mencionado pliego fue escrito cuando no era rey Carlos IV; pero Izquierdo ignoraba su caída, y la elevación de su sucesor. Venida la comunicación a manos de Cobalto , ni a este ni a Fernando, ni a ninguno de sus consejeros podía serles dudoso el inminente riesgo que España corría en aquella crisis terrible; pero el pliego contiene una especie relativa al casamiento de Fernando con la anhelada princesa imperial, dando la boda como cosa confidencialmente convenida con Izquierdo, aun cuando debía ser objeto de un arreglo particular e independiente del convenio a que se referían las bases. Nada más a propósito para calentar la cabeza de Ezcoiquiz. Su plan parecía aprobado: ¿qué importaba todo lo demás? El mayor mal que de Napoleón podía recelarse consistía a lo sumo en el trueque de las provincias mas allá del Ebro por el reino de Portugal, y esto era para Ezcoiquiz sacrificio bien pequeño en comparación de las ventajas que las tales bodas debían producir. Fija su mente en esta idea, consiguió arrastrar en su pos a todo el consejo; y sin reflexionar que la caída de Carlos IV podía muy bien contribuir a que Napoleón se considerase libre de todo empeño con el nuevo monarca, no pensaron en otra cosa que en complacer al hombre de cuyo apoyo esperaban su mantenimiento en el mando, aun cuando fuese necesario comprarlo a costa de la desmembración de la monarquía.

Murat mientras tanto proseguía en su retraimiento, sin dignarse visitar a Fernando, ni aun por mero cumplido. Ese proceder desdeñoso no impedía que los hombres de Fernando VII se esmerasen en agasajarle, revelando más de lo conveniente el temor que abrigaban sus pechos. Dos años antes había manifestado Napoleón deseos de poseer la espada que Francisco I había rendido a Carlos V en los campos de Pavía; y el príncipe de la Paz, en medio de su deferencia a las insinuaciones de Francia, se había negado a entregar aquel monumento de nuestras antiguas glorias. Murat manifestó los mismos deseos a los hombres de Fernando, y estos se prestaron gustosos a la insinuación del gran duque. Extraída la espada de la Armería real el día 31 de marzo, se colocó sobre una bandeja de plata, cubierta de un riquísimo paño, en el testero de una carroza de gala, y fue llevada con gran ceremonia a la casa del marqués de Astorga, donde estaba alojado Murat, siendo entregada en manos de este, junto con una carta de Fernando, por el mencionado marqués en calidad de caballerizo mayor. Al ver la sombra de Carlos V, desde la morada de los héroes, aquella escena de humillación y vilipendio, hubiera podido muy bien prorrumpir en los indignados versos que Quintana atribuye a Felipe:

«¡A Francia! a esa gente abominable,

Eterno horror de la familia mía!»

El generalísimo francés, de acuerdo sin duda con las instrucciones secretas que al efecto debería enviarle su amo, insinuó a los consejeros del nuevo rey lo conveniente que seria salir este al encuentro de Napoleón, para darle en ello una prueba de confianza y cariño. A los pocos momentos de haber Fernando subido al trono, había salido ya una embajada, compuesta de los duques de Medinaceli y de Frías y del conde de Fernán-Núñez, con objeto de recibir y cumplimentar al gran hombre, a quien se suponía no solo en camino, sino próximo a la capital; pero esto no bastaba a llenar las tenebrosas miras del emperador. El plan era sacar de España a sus príncipes, y deseoso Murat de ponerlo en ejecución, hizo la insinuación mencionada, aunque de una manera indirecta. Pareciéndole luego demasiado atrevida esta especie, propuso en su lugar que marchase el infante. Carlos,  conviniendo en ello la corte, se verificó su salida el día 5 de abril en compañía del duque de Hijar, de D. Pedro Macanaz y de D. Pascual Vallejo, no sin dejar pensativa a la población, cuyo recelo hacia los franceses iba creciendo de día en día. Habíase dicho al infante que hallaría a Napoleón en Burgos, y no le halló sin embargo, cosa que no dejó de extrañar la comitiva; pero no creyendo posible que el gran duque de Berg les hubiese mentido, prosiguieron adelante en su marcha, haciendo alto en Tolosa, sin atreverse, como la embajada anterior, a entrar desde luego en el territorio francés

Vista por Murat la condescendencia del gobierno español en haber enviado al infante, y conociendo el miedo que tanto a Fernando como a sus prohombres causaba la idea de un juicio desfavorable por parte de Napoleón sobre los últimos acontecimientos, volvió a indicar diestramente la conveniencia de salir al encuentro de su augusto amo el mismo Fernando en persona. El embajador Beauharnais unió sus ruegos a los del generalísimo, pintando aquel paso como el mas a propósito para inspirar al embajador confianza en el nuevo gobierno. La corte no sabia qué hacerse, y los consejeros de! rey estaban divididos. El ministro Ceballos y los duques del Infantado y San Carlos eran de opinión que, pues el infante no halda conseguido encontrar al que tantos días atrás se suponía en España, el rey no debía dejar su corte hasta que la entrada del jefe de Francia en el territorio español se supiese de oficio. Escoiquiz sostenía lo contrario, tachando de exagerados tales recelos, y no acertando a concebir cómo después de lo que él tenia hablado, había quien dudase un momento del feliz y venturoso éxito que aquello debía tener. La llenada del general Savary, ayudante de Napoleón, terminó la vacilación de la corte. Era Savary uno de los hombres más diestros entre los artificiosos cortesanos del guerrero del Sena, y conociendo este sus felices disposiciones para dar completa cima al ardid, había tenido buen cuidado en enviarle a la capital de España con las instrucciones competentes. Llegó, pues, Savary bien dispuesto, y solicitando de Fernando ser oído en audiencia particular, manifestó que venía con encargo de sondear sus sentimientos respecto a Francia, añadiendo que si estos eran iguales a los de Carlos IV, no tendría el emperador inconveniente en reconocer al hijo por rey de España y de las Indias, prescindiendo enteramente de los medios a que había recurrido para adquirir su elevación. Tan artificiosas palabras no podían menos de hacer caer en el lazo a Fernando y los suyos, y más siendo las primeras que oían, al cabo de tanta incertidumbre en lo tocante al reconocimiento. Observado por Savary el buen efecto que su arenga había producido, deslizóse sagazmente a la especie de la salida del rey, diciendo que la mayor prueba que podría tener Napoleón de sus amistosos sentimientos, consistía en verificarla, y añadiendo por último que Napoleón a aquellas horas debía de estar en Bayona y salir al momento para España, por lo cual podría Fernando encontrarle en Burgos, siendo su viaje así de cortísima duración.

Por astuto y disimulado que fuese el enviado francés, los motivos de recelo con que la nueva corte debía mirar aquella embajada eran siempre los mismos, dado que en todo lo que decía no presentaba aquel agente otra credencial que su sola palabra, siendo bien notable por cierto que el rey se decidiese a partir sin más garantía que esa. Su salida de la corte estaba sujeta á mil inconvenientes, exponiéndole a caer en alguna celada que los franceses, dueños absolutos del país, podían armarle; aventurando además la suerte de la nación cuya causa desgraciadamente era ya inseparable, por el inmerecido concepto en que el país le tenia, de la causa personal del monarca; y menoscabando su decoro por último, dado que el viaje de Fernando le hacía aparecer como un hombre que iba a mendigar su corona de manos de un monarca extranjero. Estas consideraciones que tan naturales nos parecen ahora, fueron todas desatendidas, llegando a tal punto el delirio de aquellas gentes, que ni aun dieron oídos al aviso dado por D. José Martínez de Hervas, quien habiendo venido en compañía del general Savary sirviéndole de intérprete, les manifestó con ingenua lealtad el peligro a que el rey se exponía si verificaba aquel viaje, siendo de opinión por lo mismo que se desistiera de él, o se suspendiese a lo menos. Todo esto, repetimos, fue en vanó, y el dictamen de Escoiquiz venció. La estrella de este sacerdote era perder dos veces a su regio alumno. Señalado el día 10 de abril para la partida del rey, nombró este una junta suprema, la cual debía entender en todo lo gubernativo durante su ausencia, consultando en lo demás con S. M., siendo su presidente el incapaz infante D. Antonio, y vocales los individuos que a la sazón componían el ministerio. La víspera de la salida envió Fernando a su padre un pliego en el cual le pedía una carta para Napoleón, reducida a felicitarle Carlos IV en su nombre, y a manifestarle sobre todo que los sentimientos del hijo hacia el emperador eran los mismos que el padre le había demostrado. El destronado monarca se guardó muy bien de acceder a aquella súplica. María Luisa por su parte escribió al gran duque de Berg incluyéndole la petición de Fernando , y pidiéndole consejo sobre lo que deberían contestar caso de verse precisados a dar respuesta, añadiendo: que ni ella ni el rey escribirían la carta que su hijo les pedía , sino en el caso de obligarles por la fuerza, como sucedió con la abdicación, cuya protesta había aquel enviado a S. A. «Lo que dice mi hijo es falso, continuaba después, y solo es verdadero que mi marido y yo tememos que se procure hacer creer al emperador un millón de mentiras, pintándolas con los más vivos colores en agravio nuestro y del pobre príncipe de la Paz, amigo de V. A., admirador y afectísimo del emperador, bien que nosotros estamos totalmente puestos en manos de S. M. I. y V. A. , lo cual nos tranquiliza de modo que con tales amigos y protectores no tememos a nadie.»

Fernando tuvo que resignarse a partir sin llevar consigo la carta de recomendación, documento en verdad que de nada podía servirle después del cuidado que María Luisa había puesto en prevenir a Murat y al emperador contra él y sus consejeros. Los auspicios del viaje no podían ser mas tristes, y se verificó sin embargo. Siguieron al rey el ministro Ceballos, los duques del Infantado y San Carlos, el marqués de Muzquiz, D. Pedro Labrador, el capitán de guardias de Coros conde de Villariezo, los gentiles-hombres de cámara marqués de Ayerbe de Guadalcázar y de Feria, y como bien se deja entender, la persona más influyente entonces en los consejos del monarca, el favorito de Fernando VII, aquel hombre que con presumir tanto de sus talentos, era sin embargo inferior bajo todos conceptos al que el mismo Carlos IV había tenido; el canónigo Escoiquiz en una palabra. En cuanto a Savary, de adivinar es también que una vez cogida la presa procuraría no perderla de vista. 

El pueblo de Madrid, cuya zozobra iba cada día en aumento, se hallaba en una situación violenta e imposible de describir; pero los desacordados viajeros habían tenido buen cuidado en prevenir los desagradables efectos que pudiera producir la agitación de los ánimos, haciendo publicar la víspera de su salida el real decreto siguiente:

«El rey nuestro señor acaba de tener noticias fidedignas de que su intimo amigo y augusto aliado el emperador de los franceses y rey de Italia se halla ya en Bayona con el objeto más grato, apreciable y lisonjero para S. M., como es el de pasar a estos reinos con ideas de la mayor satisfacción de S. M., y de conocida utilidad y ventaja para sus amados vasallos; y siendo, como es , correspondiente a la estrechísima amistad que felizmente reina entre las dos coronas, y al muy alto carácter de S. M. I. y que S. M. pase a recibirle y cumplimentarle y darle las pruebas más sinceras, seguras y constantes de su ánimo y resolución de mantener, renovar y estrechar la buena armonía, intima amistad y ventajosa alianza que dichosamente ha habido y conviene que haya entre estos dos monarcas, ha resuelto S. M. salir prontamente a efectuarlo. Y como esta ausencia ha de ser por pocos días, espera de la fidelidad y amor de sus amados vasallos , y singularmente de los de esta corte que tan repetidamente se lo han acreditado, que continuarán tranquilos, confiando y descansando en el notorio celo de sus ministros y tribunales , y principalmente en la junta de gobierno presidida por el serenísimo señor infante D. Antonio, que queda establecida; y que seguirán observando, como corresponde, la paz y buena armonía que hasta ahora han tenido con las tropas de S. M. I. y R. , suministrándoles puntualmente todos los socorros y auxilios que necesiten para su subsistencia , hasta que vayan a los puntos que se han propuesto para el mayor bien y felicidad de ambas naciones, asegurando S. M. que no hay recelo alguno de que se turbe ni altere dicha tranquilidad, buena armonía y ventajosa alianza; antes mas bien, S. M. se halla muy satisfecho de que cada día se consolidará mas. Tendréislo entendido &c.»

Difícil es decidir qué sobresale mas en este malhadado documento: si la insensatez con que seis días antes de la llegada del emperador a Bayona se asegura que el rey acaba de tener noticias fidedignas de hallarse aquel en dicha ciudad, o la insigne contradicción en que incurren los que habiendo tachado con tanta justicia en el gobierno del valido su demasiado estrecha alianza con el gabinete francés, se manifiestan dispuestos a reapretarla y robustecerla. Otro decoro, otra dignidad, otra confianza en sí mismo conveníale mostrar al monarca que, bien o mal elevado al trono de su padre, representaba no obstante la majestad del país, y entusiasmando a los pueblos con su nombre, podía en caso de colisión o desavenencia con el emperador contar con el irresistible y decidido apoyo de la nación entera. Bien lo mostraban las poblaciones que Fernando recorría en su viaje, todas delirantes al verle, todas adamando a su ídolo, frenéticas todas por significarle el entusiasmo que las poseía. La marcha del rey hasta Burgos puede considerarse como una continua ovación ; pero Napoleón no estaba allí, y esto era bastante para amargar la alegría en el corazón de Fernando. Este miraba a su comitiva, la comitiva le miraba á él, y todos por último lijaron los ojos en Savary, como queriendo significarle la sorpresa que tan repetidos engaños les causaban. El enviado, lejos de arredrarse por aquella especie de reconvención, insistió en la necesidad y en la conveniencia de que el rey prosiguiese adelante, pues era imposible que tardase en encontrar a Napoleón, debiendo atribuirse a algún accidente casual no haber dado con él en Burgos. Era esto el día 12, y los consejeros de Fernando deliberaron largamente sobre el partido que debía adoptarse. El dictamen de Ezcoiquiz, unido a las reiteradas promesas y nuevos artificios desplegados por el astuto Savary, decidió la cuestión a favor de la marcha, prosiguiendo el monarca adelante y llegando el 14 a Vitoria.

Recibió la ciudad a Fernando con el mismo entusiasmo que los demás pueblos; pero Napoleón tampoco estaba allí, y esto se pasaba de burla. Nueva deliberación, consejo nuevo. El enviado francés no podía sostener por más tiempo la farsa. Escoiquiz, con todo el ascendiente que ejercía en el corazón de su regio alumno, no alcanzaba a desarrugar su ceño, ni a inspirar en la comitiva la insensata confianza que siempre tenia él. Súpose en esto que el emperador había salido de Burdeos, llegando a Bayona en la noche del 14 al 15. El infante D. Carlos que se había detenido en Tolosa sin atreverse a pasar la frontera, se decidió a verificarlo cuando tuvo noticia de la aproximación de Bonaparte. Savary deseaba que el rey imitase la conducta de su hermano; pero hallándole remitente, se encargó de poner en manos de Bonaparte la carta que insertamos a continuación.

«Escriba V. M. al emperador (dijeron a Fernando sus consejeros), y veamos lo que contesta.» Y dictáronse al rey los siguientes renglones: Carta de Fernando VII á Napoleón.

«Mi señor y hermano. Elevado al trono por abdicación libre y espontánea de mi augusto padre, no he podido ver sin pesar verdadero que S. A. I. el gran duque de Berg , y el embajador de V. M. I. y R. han omitido felicitarme como a soberano de España, cuando lo han hecho los de otras cortes con quienes no tengo enlaces tan íntimos ni apreciados. No pudiendo atribuirlo sino a falta de órdenes para ello, V. M. me permitirá decirle con toda sinceridad que desde los primeros momentos de mi reinado he dado continuamente a V. M. I. yR. testimonios claros y nada equívocos de mi lealtad y de mi afecto a su persona: que la primera providencia fue ordenar que volviesen a Portugal las tropas mandadas salir de allí para las cercanías de Madrid: que mis primeros cuidados fueron la provisión, el alojamiento y las subsistencias de las tropas francesas, a pesar de la escasez estreñía en que hallé mi real hacienda , y de los pocos recursos de las provincias en que se hallaban aquellas; y que además he dado a V. M. la mayor prueba de mi confianza, mandando salir de la capital las tropas mías para colocar en ella las de V. M.

«Asimismo he procurado en varias cartas que tengo escritas a V. M. hacerle ver con claridad los deseos de estrechar nuestra unión con un lazo indisoluble a gusto de mis vasallos, para eternizar la amistad y alianza que había entre V. M. y mi augusto padre. Con esta misma idea envié tres grandes de mi reino que saliesen al encuentro de V. M. en el instante mismo de haber sabido que V. M. proyectaba entrar en España; y para demostrar con mayores pruebas mi alta consideración hacia su augusta persona, hice después salir también con igual objeto a mi querido hermano el infante D. Carlos, el cual ha llegado á Bayona en estos días. No puedo dudar que V. M. ha reconocido mis verdaderos sentimientos en esta conducta.

«Después de esto, V. M. llevará a bien que yo le manifieste mi pena de no haber recibido cartas de V. M., ni aun después de la respuesta franca y sincera que di a la pregunta que el general Savary fue a hacerme en Madrid en nombre de V. M. Este general me aseguró que los únicos deseos de V. M. eran saber si mi advenimiento al trono produciría novedades en las relaciones políticas de nuestros estados. Yo le respondí de palabra lo mismo que había dicho ya por escrito a V. M.; y aun condescendí a la invitación que me hizo de salir al encuentro de V. M. en el camino, por anticipármela satisfacción de conocer personalmente a V. M., a quien ya tenia yo manifestada mi intención en esta parte. Guardando consecuencia he venido a la ciudad de Vitoria, posponiendo los cuidados indispensables de un reinado nuevo que dictaba por ahora mi residencia en el punto central de mis estados.

«Ruego pues a V. M. I. y R. con eficacia se sirva poner término a la situación congojosa en que me ha puesto su silencio, y disipar por medio de una respuesta favorable las vivas inquietudes que mis fieles vasallos sufrirían con la duración de la incertidumbre. Ruego a Dios que os tenga en su santa y digna guarda. De V. M. I. y R- su buen hermano.—Fernando.—Vitoria 14 de abril de 1808.»

He aquí al monarca de una nación pundonorosa y valiente, al monarca que, de cualquier manera que fuera, ocupaba el trono español con asenso unánime de sus pueblos, postrado humildemente a las plantas de un monarca extranjero, implorando abatido su reconocimiento, y dando un nuevo paso en la senda de degradación que Escoiquiz le había hecho empezar cuando la carta de 11 de octubre. ¿Qué concepto podía formar Bonaparte del que así pordioseaba una diadema, tras haber mendigado una novia?

Savary se dirigió a Bayona con la celeridad del rayo, restituyéndose a Vitoria el 17 con la misma celeridad: tanto era lo que temía que se le escapase la presa. Fernando esperaba con ansia la respuesta de Napoleón, ¡y la contestación era esta!

Carta del Emperador a Fernando VII.

«Hermano mío: He recibido la carta de V. A. R. Va se habrá convencido V. A., por los papeles que ha visto del rey su padre, del interés que siempre manifestado: V. A. me permitirá que en las circunstancias actuales le hable con franqueza y lealtad. Yo esperaba, en llegando a Madrid, inclinar a mi augusto amigo a que hiciese en sus dominios algunas reformas necesarias, y que diese alguna satisfacción a la opinión pública. La separación del príncipe de la Paz me parecía una cosa precisa para su felicidad y la de sus vasallos. Los sucesos del Norte han retardado mi viaje: las ocurrencias de Aranjuez han sobrevenido. No me constituyo juez de lo que ha sucedido y de la conducta del príncipe de la Paz ; pero lo que sé muy bien es que es muy peligroso para los reyes acostumbrar sus pueblos a derramar la sangre haciéndose justicia por si mismos, ruego a Dios que V. A. no lo experimente un día. No seria conforme al interés de España que se persiguiese a un príncipe que se ha casado con una princesa de la familia real, y que tanto tiempo ha gobernado el reino. Ya no tiene más amigos: V. A. no los tendrá tampoco si algún día llega a ser desgraciado. Los pueblos se vengan gustosos de los respetos que nos tributan. Además, ¿cómo se podrá formar causa al príncipe de la Paz, sin hacerla también al rey y a la reina, vuestros padres? Esta causa fomentaría el odio y las pasiones sediciosas; el resultado seria funesto para vuestra corona. V. A. no tiene a ella otros derechos sino los que su madre le ha transmitido: si la causa mancha su honor, V. A. destruye sus derechos. No preste V. A. oídos a consejos débiles y pérfidos. No tiene V. A. derecho para juzgar al príncipe de la Paz: sus delitos si se le imputan, desaparecen en los derechos del trono. Muchas veces he manifestado mi deseo de que se separase de los negocios al príncipe de la Paz; si no he hecho mas instancias ha sido por un efecto de mi amistad por el rey Carlos , apartando la vista de las limpiezas de su afección. ¡Oh miserable humanidad! Debilidad y error; tal es nuestra divisa. Mas todo esto se puede conciliar; que el príncipe de la Paz sea desterrado de España, y yo le ofrezco un asilo en Francia.

«En cuanto a la abdicación de Carlos IV, ha tenido efecto en el momento en que mis ejércitos ocupaban España, y a los ojos de la Europa y de la posteridad podría parecer que yo he enviado todas esas tropas con el solo objeto de derribar del trono a mi aliado y amigo. Como soberano vecino, debo enterarme de lo ocurrido antes de reconocer esta abdicación. Lo digo a V. A., a los españoles, al universo entero: si la abdicación del rey Carlos es espontánea, y no ha sido forzado a ella por la insurrección y motín sucedido en Aranjuez, yo no tengo dificultad en admitirla y en reconocer a V. A. R. como rey de España. Deseo, pues, conferenciar con V. A. R. sobre este particular.

«La circunspección que de un mes a esta parte he guardado en este asunto, debe convencer a V. A. del apoyo que hallará en mi, si jamás sucediese que facciones de cualquier especie viniesen a inquietarle en su trono. Cuando el rey Carlos me participó los sucesos del mes de octubre próximo pasado, me causaron el mayor sentimiento, y me lisonjeo de haber contribuido por mis instancias al buen éxito del asunto del Escorial. V. A. no está exento de faltas; basta para prueba la carta que me escribió, y que siempre he querido olvidar. Siendo rey sabrá cuan sagrado son los derechos del trono : cualquier paso de un príncipe hereditario cerca de un soberano extranjero es criminal. El matrimonio de una princesa francesa con V. A.  lo juzgo conforme a los intereses de mis pueblos, y sobre lodo como una circunstancia que me uniría con nuevos vínculos a una casa a quien no longo sino motivos de alabar desde que subí al trono. V. A. debe recelarse de las consecuencias de las conmociones populares: se podrá cometer algún asesinato sobre mis soldados esparcidos, pero no conducirán sino a la ruina de España. He visto con sentimiento que se un hecho circular en Madrid unas cartas del capitán general de Cataluña, y que se ha procurado exasperar los ánimos : V. A. R. conoce todo el interior de mi corazón; observará que me hallo combatido por varias ideas que necesitan fijarse; pero puede estar seguro de que en todo caso me conduciré con su persona del mismo modo que lo he hecho con el rey su padre. Esté V. A. persuadido de mi deseo de conciliarlo todo, y de encontrar ocasiones de darle pruebas de mi afecto y perfecta estimación. Con lo que ruego a Dios os tenga, hermano mío, en su santa y digna guarda. En Bayona a 16 de abril de 1808.—Napoleón.»

Esto se llama desempeñar magistralmente el papel de pedagogo. Napoleón habla al rey como pudiera hacerlo a un chicuelo, y a veces descarga el azote de un modo que levanta vejiga. No hay en toda la carta una sola expresión capaz de inspirar confianza a Fernando en el hombre que tan explícitamente reprueba su conducta, que con tanto desprecio le habla de su carta de 11 de octubre, que de un modo tan siniestro le mienta el honor de su madre  que con la sola circunstancia de llamar Alteza al que tan anhelante se halla de recibir el título de Majestad, le dice lo bastante para que pueda inferir la sentencia a que debe atenerse. La correspondencia que los reyes padres han seguido con Murat desde el 21 ó 22 de marzo hasta el 10 de abril, ha surtido su efecto. Napoleón anuncia sus favorables disposiciones respecto a Godoy. No en vano la reina decía a Murat en su última misiva: «La carta que V. A. nos ha escrito, y que hemos recibido hoy (10 de abril) muy temprano, me ha tranquilizado. Nosotros estamos puestos en las manos del emperador y de V. A. No DEBEMOS TEMER NADA EL REY, NUESTRO COMUN AMIGO Y YO. LO ESPERAMOS TODO DEL EMPERADOR, QUE DECIDIRÁ PRONTO NUESTRA SUERTE.»

La única cláusula en que Napoleón se muestra algún tanto accesible, es la que dice relación al enlace de Fernando con la soñada princesa, y esa cláusula que va en bastardilla, tiene todas las señales de apócrifa. El príncipe de la Paz sospecha que Ceballos la intercaló en el texto con el designio de hacer aparecer menos temeraria la resolución de partir a Bayona después de recibida aquella carta, y este modo de pensar nos parece fundado, tanto por la falla de ilación que se observa entre la susodicha cláusula y las frases que la preceden y siguen, como por la circunstancia notable de haber sido omitido el tal párrafo en el Monitor francés, cuando Napoleón hizo pública la malhadada correspondencia de los reyes padres. A estas observaciones podrían añadirse otras que ocurrirán fácilmente al lector, tales como lo poco probable que parece hablar Bonaparte de bodas cuando tan mal prevenido debía estar hacia Fernando , gracias a la protesta y comunicaciones anteriores de su padre y a las cartas recientes de María Luisa, resultando mayor la inverosimilitud si se tienen presentes las palabras en que con tanto desdén se refiere, cuatro renglones antes de la cláusula en cuestión, a la carta de 11 de octubre, carta, dice, que siempre he querido olvidar: aumentándose, en fin, esa duda al considerar la sabida circunstancia de haber Bonaparte resuelto (según hemos visto) colocar en el trono español a uno de sus hermanos, lo cual no se aviene muy bien con manifestarse dispuesto a admitir en el seno de su familia al monarca cuya destitución acaba de decidir.

No obstante la fuerza que puedan tener estas reflexiones, cabe también que conociendo Napoleón el carácter de Fernando, quisiese halagarle algún tanto con una vaga promesa de bodas que a nada le comprometía, para mientras el rey conspirador se alimentaba de esperanzas con su Dulcinea imperial, y mientras el rey destronado las alimentaba también en otro sentido, poder él hacer su negocio a costa de los dos contendientes. Como quiera que sea, aun cuando se admita la cláusula como real y efectiva , no por eso había motivo para que Fernando y sus consejeros tuviesen la menor confianza en el hombre que sobre expresarse en los párrafos restantes del modo que nuestro lectores han visto, no ofrecía en su porte anterior, ni menos en su conducta presente, señal la más leve de la cual pudiera inferirse que hubiera de serles propicio. Ceballos ha dicho terminantemente que deseando encontrar seguridades en la carta de Napoleón, no halló en ella sino motivos de temor y sobresalto, añadiendo que con las luminosas noticias que del emperador se tenían no podía ocurrirle  a la idea de aconsejar al rey su viaje a Bayona. Y ese viaje se aconsejó sin embargo. Y Ceballos fue a Bayona también. Y no supo contraer aquel ministro otro mérito que manifestarse pasivo en el consejo que a Fernando se dio.

Las noticias que venían de Bayona, suministradas por individuos pertenecientes  a la comitiva de D. Carlos, no dejaban la menor duda de que el emperador tramaba una perfidia. Los franceses ocupaban Vitoria con 4000 hombres , y después de la entrada del rey, habían aumentado sus fuerzas. Constituido el general Savary en centinela del iluso monarca, ejercía sobre él y sobre los que le acompañaban la vigilancia más exquisita, no fallando quien asegure (aunque hay también quien lo niega o lo pone en duda) que tenía orden de arrebatar al príncipe por la fuerza en la noche del 18 al 19 , si persistía en no pasar a Francia. Los soldados franceses alojados en Vitoria hablaban mientras tanto del viaje en cuestión, calificándolo de locura. Algunos españoles cuya lealtad igualaba a su previsión, ponían el grito en el cielo contra un proyecto tan descabellado, comprometiéndose á sacar al monarca de aquel apuro, a pesar de la vigilancia francesa. El ministro del reinado anterior D. Mariano Luis de Urquijo, que había venido desde Bilbao a felicitar al monarca a su paso por Vitoria, propuso de acuerdo con los alcaldes de Urbina y Ameyugo y con otros paisanos, sacar a Fernando de la ciudad disfrazado, e internarlo en las provincias Vascongadas, ofreciéndose Urquijo a todos los riesgos, yendo de embajador a Bayona. El oficial de marina D. Miguel Ricardo de Álava y otros propusieron también varios planes, siendo el mas fácil de realizar el pensamiento del duque de Maltón, quien aconsejaba la salida del rey por el camino de Bayona para hacer creer a los franceses que se dirigía a aquel punto : el rey al llegar a Vergara debía torcer hacia Durango, y guarecerse, si era preciso, en el puerto de Bilbao: un batallón del Inmemorial del Rey, existente en Mondragón, habría protegido la fuga, haciendo lo mismo el comandante general del resguardo de la línea del Ebro D. Manuel Mazón Correa, el cual ofreció secundar el proyecto con el auxilio de más de dos mil dependientes que tenia a sus órdenes.

Los consejos de aquellos leales fueron recibidos con desdén, ni más ni menos que lo habían sido los de D. José Martínez de Hervas. El rey se dejó fascinar por Escoiquiz y por las nuevas promesas de Savary, el cual apuró sus pérfidos artificios, diciéndole que se dejaba corlar la cabeza si al cuarto de hora de haber llegado Fernando a Bayona, no le reconocía el emperador por rey de España y de las Indias. «Por sostener su empeño, añadió, empezará probablemente por darle el tratamiento de alteza; pero a los cinco minutos le dará majestad, y a los tres días estará todo arreglado , pudiendo S. M. restituirse a España inmediatamente.»

Decidido el viaje a Bayona, y esparcida la noticia por la población, se presentaron los habitantes delante del alojamiento del rey, conjurando a este por lo más sagrado que desistiese de una resolución tan fatal. La agitación llegó a tal punto, que no pudiendo contenerse el pueblo, se precipitó sobre el coche dispuesto a partir, y cortó los tirantes de las mulas. Asomado Fernando al balcón, se redoblaron en su presencia las aclamaciones y vivas, junto con las protestas que la lealtad sugería contra una marcha de tan mal agüero. Los esfuerzos del pueblo fueron vanos. Calmado el tumulto a duras penas, partió el rey con su comitiva el 19, dejando consternados a los habitantes de Vitoria, cuyos temores procuraron los consejeros desvanecer por medio del siguiente decreto:

«El rey está agradecidísimo al extraordinario afecto de su leal pueblo de esta ciudad y provincia de Álava; pero siente que pase de los límites debidos y pueda degenerar en falla de respeto con el pretexto de guardarle y conservarle. Conociendo que este tierno amor a su real persona, y el consiguiente cuidado, son los móviles que le animan, no puede menos de desengañar a todos y a cada uno de sus individuos de que no tomaría la resolución importante de su viaje, si no estuviese bien cierto de la sincera y cordial amistad de su aliado el emperador de los franceses, y de que tendrá las mas felices consecuencias. Les manda, pues, que se tranquilicen y esperen, que antes de cuatro o seis días darán gracias a Dios y a la prudencia de S. M. de la ausencia que ahora les inquieta.»

Al considerar una obcecación tan inaudita, quisiéramos poder explicarla recurriendo a la irresistible fuerza de los destinos o al maléfico influjo de menguada estrella; pero cuanto más reflexionamos en ello, tanto más persuadidos estamos de que la verdadera, la única causa que hubo para obrar de un modo tan ciego consistió en los temores y remordimientos de tantas conciencias culpadas. Los consejeros de Fernando sabían bien el riesgo que corría su jefe al pasar la frontera; pero temían correrlo mayor adoptando el extremo contrario de volver pie atrás desagradando a Bonaparte. Si este se irritaba con ellos y seguía adelante en su tema de examinar la legitimidad de los títulos en que se apoyaba la elevación del nuevo rey, era muy fácil que el guerrero del Sena se declarase en su contra y considerase a los conspiradores como reos de estado, mandando prenderlos a todos, y aun al rey mismo, para entregarlos a su padre. En este supuesto, lo más interesante para ellos era procurar a todo trance una entrevista entre Napoleón y Fernando, para ver si llevando la humillación hasta el último punto, conseguían comprar el reconocimiento. Si sucedía así, aun cuando fuese a costa de la desmembración del territorio español y de la servidumbre del país, habían conseguido evitar que decidido Napoleón por la causa del monarca destronado, se pusiese en tela de juicio la conducta del bando conspirador. Si por el contrario quedaba Fernando oprimido en el territorio francés y el emperador pronunciaba la sentencia de su destitución, esperaban tener el consuelo de que aun en el caso de volver al trono el monarca abdicante, salvarían su cabeza del rigor de las leyes al abrigo del grande hombre en cuyas manos se ponían. Y si por último sucedía lo mas verosímil, que era declararse Napoleón ocupante de un trono tan controvertido, les cabría al menos la satisfacción de que ya que no mandasen ellos, tampoco reinaría Carlos IV, verificándose de este modo en sentido opuesto el mismo deseo que el rey destronado y María Luisa abrigaban : con tal que no reinase Fernando ni ocupasen el poder sus amigos nada les importaba que Napoleón o cualquiera otro los sustituyera en el mando. Tal era la lógica que guiaba a los jefes de las dos banderas enemigas, ambas en contradicción con la dignidad y la independencia del país, cuyos destinos ¡vergonzoso es tener que decirlo! para nada se tuvieron presentes. Semejante conducta se concibe muy bien en Carlos IV; pero no tanto en Fernando VII. Destituido aquel, y María Luisa sobre todo, del apoyo de la opinión nacional, y viéndose privados del poder y del mando, nada tiene de extraño, por muy degradante que sea, que se echasen decididamente en los brazos de Napoleón, haciéndole árbitro de su suerte. Pero obrar de ese modo su hijo, contando como contaba con la unánime decisión de los pueblos, tanto más entusiasmados por él cuanto menos le conocían, eso es lo que admira y sorprende, y lo que llegaría a ser inexplicable, a no darnos sus culpas y las de sus parciales la única clave capaz de descifrar el enigma.

Cuando Fernando llegó á Irún el mismo día que había salido de Vitoria, se le ofreció nuevo la ocasión propicia de evitar el peligro a que su viaje le exponía. El general Savary que tanto empeño ponía en vigilarle, se había visto en precisión de quedarse atrás como consecuencia de habérsele descompuesto el carruaje. Si el joven monarca hubiera querido poner en ejecución el recurso de la fuga a que .el duque de Mahón le había invitado, nunca con más oportunidad habría podido hacerlo hallándose libre de la  vigilancia de aquel centinela, y pudiendo aprovechar las sombras de la noche, no menos que la circunstancia de tener a su disposición un batallón del regimiento de África decidido a todo. Cuando Savary llegó a Irún, traía pintadas en el rostro la incertidumbre y la zozobra; pero su angustia cesó completamente viendo decidido al rey a proseguir adelante, como así lo verificó el día 20, entrando con su comitiva en Bayona a las diez de la mañana. Era natural que al pasar la frontera saliese alguna comisión a hacer a Fernando los honores del recibimiento en nombre del emperador, y sin embargo no fue así: tal era el desprecio con que Napoleón le trataba. Los únicos que se adelantaron  a recibirle hasta las cercanías de San Juan de Luz, fueron los duques de Medinaceli y de Frías, y el conde de Fernán-Núñez, los cuales habían sido, como hemos dicho, los primeros en pasar a Francia para felicitar al emperador. Asombrado Fernando al verlos solos, les preguntó qué noticias tenían acerca de las intenciones de Bonaparte. La respuesta fue desconsoladora: Napoleón había anunciado el día anterior por la mañana que los Borbones de España habían cesado de reinar, y así lo habían sido de su propia boca los duques y el conde. Conoció el rey entonces, lo mismo que sus consejeros, el desvarío y la necedad insignes de haberse dejado arrastrar a pasar la frontera; pero no era ya tiempo de volver el pie atrás. Tristes los fernandistas con la mala nueva que acababan de recibir, y mohínos sobre toda ponderación mirándola hasta cierto punto confirmada con el ningún obsequio que se les hacía, volvieron a alentar algún tanto cuando al llegar a las puertas de Bayona vieron que el príncipe de Neufchatel y el mariscal Duroc salían a cumplimentarlos. ¡Tardía señal de deferencia, y escasa y mezquina en verdad! Bastó sin embargo aquella fantasmagoría de obsequio para que Fernando y los suyos sintiesen reanimadas sus medio difuntas esperanzas, con la sola excepción de Escoiquiz, que no tenia necesidad de recobrarlas por la sencilla razón de no haberlas perdido un solo instante.

Cuando dijeron a Napoleón que Fernando acababa de llegar a Bayona, fue tal la sorpresa que le causó la noticia que no se atrevía apenas a darle crédito. ¿Cómo esperar del rey una resolución tan descabellada, después de tantas pruebas de desdén y menosprecio como había recibido, y después sobre todo de la carta del 16? Altamente satisfecho de la habilidad con que Savary ponía en sus manos tan importante presa, pasó Napoleón a visitar a Fernando una hora después de su llegada, lo que sabido por el joven monarca, bajó a recibirle a la puerta de su alojamiento, y allí se abrazó con el jefe de Francia, quien le correspondió por su parte con señales al parecer de emoción la más sincera. El canónigo Escoiquiz no se hartaba de dar gracias al cielo al presenciar  aquella escena. Napoleón y Fernando estuvieron juntos corto rato, girando la conversación sobre cosas indiferentes al punto capital que motivaba el viaje del recién venido. Por la tarde fue este convidado a comer con su comitiva en  el palacio de Marrac que servía de morada a Napoleón. Esta nuevas señal de deferencia les pareció a los fernandistas de muy buen agüero, y más cuando vieron a Napoleón salir a recibir a Fernando hasta el estribo del coche, muestra más que probable, según ellos, de que solo considerando a su amo como rey de España y de las Indias, podría el emperador dispensarle un agasajo y una consideración tan marcada. Savary había anunciado que Napoleón probablemente daría a Fernando en un principio el mero titulo de alteza, y esto por solo sostener su empeño de no reconocerle como rey hasta informarse de todo lo que había pasado. Así sucedió en efecto, evitando el jefe de Francia de un modo el más estudiado hablar a su huésped en términos de los cuales pudiera inferir ni aun implícitamente el anclado reconocimiento. Su reserva fue tal en este punto, que ni aun el titulo de alteza le dio, usando cuidadosamente, al dirigirle la palabra, del tratamiento impersonal, o bien del simple vos, como expresión mas familiar o menos comprometida. Las palabras de Napoleón fueron indiferentes como las de la primera entrevista, si bien llenas de cortesanía y amabilidad, quedando altamente satisfechos Fernando y su comitiva de las prendas del emperador, y volviendo de nuevo a entregarse a la mas halagüeña confianza.

La venda de la ilusión tardó bien poco en caer. A los pocos momentos de haber vuelto Fernando a su morada, entró en ella el general Savary, el mismo que cuatro días antes respondía con su cabeza al joven monarca de que hacer este su viaje a Bayona y reconocerle el emperador por rey de España sería todo uno. Trocado ahora el papel y pintado el cinismo en su semblante anuncia a Fernando haber resuello el emperador derribar del trono la familia real española, sustituyendo su dinastía a la de los Borbones, y exigiendo en consecuencia de Fernando, en su nombre y en el de toda su familia, la renuncia al trono de España y de las Indias. Absorto el rey con aquella propuesta, y más atónito al considerar la persona por cuyo conducto se le hacía, no podía apenas dar crédito a lo mismo que estaba viendo y palpando. ¿Qué no hubiera dado entonces por haber seguido los consejos que en Vitoria y en Irún no le habían dejado escuchar...? Pero dejemos reflexiones inútiles, y veamos lo que pasaba en España durante la desconsolada orfandad en que el viaje del mal aconsejado príncipe la había dejado.

 

 

 

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

Anne Jean Marie René Savary, primer duque de Rovigo (1774-1833)

Estudió en la Universidad de St Louis en Metz y entró en el ejército real en 1790. Su primera campaña fue que la que libró el general Custine contra las fuerzas en retirada del duque de Brunswick en 1792.

Sirvió sucesivamente con Pichegru y Moreau, y se distinguió en la habilidosa retirada de una posición insostenible en el corazón de Suabia. Se convirtió en chef d'escadron en 1797, y en 1798 sirvió al mando del general Louis Desaix, en la campaña egipcia, en la que realizó una labor interesante y valiosa. También se distinguió a las órdenes de Desaix en la Batalla de Marengo (14 de junio de 1800). Su fidelidad y habilidad al servicio de Desaix, que murió en Marengo, le aseguró la confianza de Napoleón Bonaparte, quien le nombró al mando del cuerpo especial de gendarmes encargados de velar por el Primer Cónsul.

Demostró gran habilidad al descubrir todas las ramificaciones de la conspiración de Georges Cadoudal y Pichegru contra el Primer Cónsul. Fue al acantilado de Biville, en Normandía, donde los conspiradores tenían la costumbre de desembarcar e imitó las señaes de los conspiradores para conseguir que el conde de Artois (luego Carlos X) llegara a tierra. En este caso, no tuvo éxito.

Estaba al mando de las tropas en Vincennes cuando el duque de Enghien fue ejecutado sumariamente. Hulin, que presidió el consejo de guerra, acusó más tarde a Savary, aunque no directamente, de haber intervenido para evitar el recurso de misericordia que estaba preparando para Bonaparte. Savary después lo negó, aunque no se le creyó.

En febrero de 1805 fue elevado al rango de general de división. Poco antes de la batalla de Austerlitz (2 de diciembre de 1805), Napoleón lo envió con un mensaje al emperador Alejandro I con una solicitud de armisticio, un señuelo que indujo al monarca ruso a atacar con más fuerza, lo que ocasionó el desastre a su ejército. Después de la batalla, Savary volvió a llevar un mensaje al Zar, que lo convenció a negociar un armisticio. En la campaña de 1806, Savary mostró una señalada audacia en la persecución de los prusianos después de la batalla de Jena. Estaba negociando durante el Asedio de Hameln. A principios del año siguiente recibió el mando de un cuerpo, y con él obtuvo un éxito importante en Ostrolenka (16 de febrero de 1807). Después del tratado de Tilsit (7 de julio de 1807), Savary se dirigió a San Petersburgo como embajador francés, pero pronto fue reemplazado por el general Caulaincourt, otro responsable de la ejecución del duque de Enghien. Se dice que el rechazo de la Zarina viuda a Savary fue una de las razones de su retiro, pero es más probable que Napoleón sintiera la necesidad de sus habilidades para la intriga en los asuntos españoles que emprendió a fines de 1807. Con el título de duque de Rovigo (un pequeño pueblo de Venecia), Savary se dirigió a Madrid cuando los planes de Napoleón para obtener el dominio de España estaban a punto de completarse. Con Murat, Savary hizo un uso hábil de las disensiones en la familia real española (marzo-abril de 1808) y persuadió a Carlos IV de España, que había abdicado recientemente bajo coacción, y a su hijo Fernando VII, el rey de facto de España, para que lo refirieran sus reclamos a Napoleón. Savary indujo a Fernando a cruzar los Pirineos y dirigirse a Bayona, un paso que le costó su corona y su libertad hasta 1814.

En septiembre de 1808, Savary acompañó al emperador a la famosa reunión en el Congreso de Erfurt con Alejandro I. En 1809 participó, aunque sin distinción, en la campaña contra Austria.

Al caer en desgracia Fouché, en la primavera de 1810, Savary recibió el ministerio de policía. Allí mostró su habilidad y devoción a Napoleón; y esta oficina, que el jacobino Fouche había despojado de sus terrores, ahora se convirtió en una verdadera inquisición. Entre los incidentes de su tiempo se puede citar la brutalidad cínica con la que Savary llevó a cabo la orden de Napoleón por el exilio de Mme de Staël y la destrucción de su obra De l'Allemagne. Sin embargo, la cautela de Savary tuvo la culpa en el momento de la extraña conspiración del general Malet, dos de cuyos confabulados lo atraparon en su cama y lo encarcelaron durante unas horas (23 de octubre de 1812). La reputación de Savary nunca se recuperó del ridículo causado por este evento. Napoleón le otorgó el título de “duché grand-fief” (un honor raro, nominal pero hereditario) de Rovigo, (el ducado se extinguió en 1872).

Fue uno de los últimos en abandonar al emperador en el momento de su abdicación (11 de abril de 1814) y uno de los primeros en recibirle en su malogrado regreso (Cien Días) de Elba en 1815, cuando se convirtió en inspector general de la gendarmería y Par de Francia. Después de la batalla de Waterloo, acompañó al emperador a Rochefort y navegó con él a Plymouth en el HMS Bellerophon. No se le permitió acompañarlo a Santa Elena, pero fue sometido a varios meses de "internamiento" en Malta. Escapando de allí, se dirigió a Esmirna, donde se estableció por un tiempo. Luego viajó con ciertas dificultsdrs, pero finalmente se le permitió regresar a Francia y recuperó los derechos cívicos; más tarde se estableció en Roma.

La Revolución de Julio (1830) lo trajo nuevamente a favor y en 1831 recibió el mando del ejército francés en Argelia. Mientras estaba al mando en Argel, se alejó de las autoridades civiles francesas con su trato altivo hacia los líderes árabes. Fue responsable del exterminio de la tribu local de Al'Ouffia y de la muerte de varios líderes árabes a quienes atrajo en las negociaciones. La mala salud lo obligó a regresar a Francia, y murió en París en junio de 1833.