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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA

 

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA: 1808-1814.

LIBRO PRIMERO.

 

Turbación de los tiempos.

 

La turbación de los tiempos, sembrando por el mundo discordias, alteraciones y guerras, había estremecido hasta en sus cimientos antiguas y nombradas naciones. Empobrecida y desgobernada España, hubiera al parecer debido antes que ninguna ser azotada de los recios temporales que a otras habían afligido y revuelto. Pero viva aún la memoria de su poderío, apartada al ocaso y en el continente Europeo postrera de las tierras, habíase mantenido firme y conservado casi intacto su vasto y desparramado imperio. No poco y por desgracia habían contribuido a ello la misma condescendencia y baja humillación de su gobierno que ciegamente sometido al de Francia, fuese democrático, consular o monárquico, dejábale este disfrutar en paz hasta cierto punto de aparente sosiego, con tal que quedasen a merced suya las escuadras, los ejércitos y los caudales que aún restaban a la ya casi aniquilada España.

Mas en medio de tanta sumisión, y de los trastornos y continuos vaivenes que trabajaban a Francia, nunca habían olvidado sus muchos y diversos gobernantes la política de Luis XIV, procurando atar al carro de su suerte la de la nación española. Forzados al principio a contentarse con tratados que estrechasen la alianza, preveían no obstante que cuanto más onerosos fuesen aquellos para una de las partes contratantes, tanto menos serían para la otra estables y duraderos.

Menester pues era que para darles la conveniente firmeza se aunasen ambas naciones, asemejándose en la forma de su gobierno, o confundiéndose bajo la dirección de personas de una misma familia, según que se mudaba y trastrocaba en Francia la constitución del estado. Así era que apenas aquel gabinete tenía un respiro, susurrábanse proyectos varios, juntábanse en Bayona tropas, enviábanse expediciones contra Portugal, o aparecían muchos y claros indicios de querer entrometerse en los asuntos interiores de la península hispana.

Crecía este deseo ya tan vivo a proporción que las armas francesas afianzaban fuera la prepotencia de su patria, y que dentro se restablecían la tranquilidad y buen orden. A las claras empezó a manifestarse cuando Napoleón ciñendo sus sienes con la corona de Francia, fundadamente pensó que los Borbones sentados en el solio de España mirarían siempre con ceño, por sumisos que ahora se mostrasen, al que había empuñado un cetro que de derecho correspondía al tronco de donde se derivaba su rama. Confirmáronse los recelos del francés después de lo ocurrido en 1805, al terminarse la campaña de Austria con la paz de Presburgo.

Desposeído por entonces de su reino Fernando IV de Nápoles, hermano de Carlos de España, había la corte de Madrid rehusado durante cierto tiempo asentir a aquel acto y reconocer al nuevo soberano José Bonaparte. Por natural y justa que fuese esta resistencia, sobremanera desazonó al emperador de los franceses, quien hubiera sin tardanza dado quizá señales de su enojo, si otros cuidados no hubiesen fijado su mente y contenido los ímpetus de su ira.

En efecto la paz ajustada con Austria estaba todavía lejos de extenderse a Rusia, y el gabinete prusiano, de equívoca e incierta conducta, desasosegaba el suspicaz ánimo de Napoleón. Si tales motivos eran obstáculo para que este se ocupase en cosas de España, lo fueron también por extremo opuesto las esperanzas de una pacificación general, nacidas de resultas de la muerte de Pitt. Constantemente había Napoleón achacado a aquel ministro, finado en enero de 1806, la continuación de la guerra, y como la paz era el deseo de todos hasta en Francia, forzoso le fue a su jefe no atropellar opinión tan acreditada, cuando había cesado el alegado pretexto, y entrado a componer el gabinete inglés Mr. Fox y Lord Grenville con los de su partido.

Juzgábase que ambos ministros, sobre todo el primero, se inclinaban a la paz, y se aumentó la confianza al ver que después de su nombramiento se había entablado entre los gobiernos de Inglaterra y Francia activa correspondencia. Dio principio a ella Fox valiéndose de un incidente que favorecía su deseo. Las negociaciones duraron meses, y aun estuvieron en París como plenipotenciarios los Lores Yarmouth y Lauderdale. Dificultoso era en aquella sazón un acomodamiento a gusto de ambas partes. Napoleón en los tratos mostró poco miramiento respecto de España, pues entre las varias proposiciones hizo la de entregar la isla de Puerto Rico a los ingleses, y las Baleares a Fernando IV de Nápoles, en cambio de la isla de Sicilia que el último cedería a José Bonaparte.

Correspondió el remate a semejantes propuestas, a las que se agregaba el irse colocando la familia de Bonaparte en reinos y estados, como también el establecimiento de la nueva y famosa confederación del Rin. Rompiéronse pues las negociaciones, anunciando Napoleón como principal razón la enfermedad de Fox y su muerte acaecida en setiembre de 1806. Por el mismo término caminaron las entabladas también con Rusia, habiendo desaprobado públicamente el emperador Alejandro el tratado que a su nombre había en París concluido su plenipotenciario Mr. d’Oubril.

Aun en el tiempo en que andaban las pláticas de paz, dudosos todos y aun quizá poco afectos a su conclusión, se preparaban a la prosecución de la guerra. Rusia y Prusia ligábanse en secreto, y querían que otros estados se uniesen a su causa. Napoleón tampoco se descuidaba, y aunque resentido por lo de Nápoles con el gabinete de España, disimulaba su mal ánimo, procurando sacar de la ciega sumisión de este aliado cuantas ventajas pudiese.

De pronto, y al comenzar el año de 1806, pidió que tropas españolas pasasen a Toscana a reemplazar las francesas que la guarnecían. Con eso lisonjeando a las dos cortes, a la de Florencia porque consideraba como suya la guardia de españoles, y a la de Madrid por ser aquel paso muestra de confianza, conseguía Napoleón tener libre más gente, y al mismo tiempo acostumbraba al gobierno de España a que insensiblemente se desprendiese de sus soldados. Accedió el último a la demanda, y en principios de marzo entraron en Florencia de 4 a 5000 españoles mandados por el teniente general Don Gonzalo Ofarril.

Como Napoleón necesitaba igualmente otro linaje de auxilios, volvió la vista para alcanzarlos a los agentes españoles residentes en París. Descollaba entre todos Don Eugenio Izquierdo, hombre sagaz, travieso y de amaño, a cuyo buen desempeño estaban encomendados los asuntos peculiares de Don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, disfrazados bajo la capa de otras comisiones. En vano hasta entonces se había desvivido dicho encargado por sondear respecto de su valedor los pensamientos del Emperador de los franceses. Nunca había tenido otra respuesta sino promesas y palabras vagas. Mas llegó mayo de 1806, y creciendo los apuros del gobierno francés para hacer frente a los inmensos gastos que ocasionaban los preparativos de guerra, reparó este en Izquierdo, y le indicó que la suerte del príncipe de la Paz merecería la particular atención de Napoleón, si se le acudía con socorros pecuniarios. Gozoso Izquierdo y lleno de satisfacción, brevemente y sin estar para ello autorizado, aprontó 24 millones de francos pertenecientes a la caja de consolidación de Madrid, según convenio que firmó el 10 de mayo. Aprobó el de la Paz la conducta de su agente, y contando ya con ser ensalzado a más eminente puesto en trueque del servicio concedido, hizo que en nombre de Carlos IV se confiriesen en 26 del mismo mayo a dicho Izquierdo plenos poderes para que ajustase y concluyese un tratado.

Pero Napoleón, dueño de lo que quería y embargados sus sentidos con el nublado que del norte amagaba, difirió entrar en negociación hasta que se terminasen las desavenencias con Prusia y Rusia. Ofendió la tardanza al príncipe de la Paz, receloso en todos tiempos de la buena fe de Napoleón, y temió de él nuevos engaños. Afirmáronle en sus sospechas diversos avisos que por entonces le enviaron españoles residentes en París; opúsculos y folletos que debajo de mano fomentaba aquel gobierno, y en que se anunciaba la entera destrucción de la casa de Borbón, y en fin el dicho mismo del emperador de que «si Carlos IV no quería reconocer a su hermano por rey de Nápoles, su sucesor le reconocería.»

Tal cúmulo de indicios que progresivamente vinieron a despertar las zozobras y el miedo del valido español, se acrecentaron con las noticias e informes que le dio Mr. de Strogonoff nombrado ministro de Rusia en la corte de Madrid, quien había llegado a la capital de España en enero de 1806.

Animado el príncipe de la Paz con los consejos de dicho ministro, y mal enojado contra Napoleón, inclinábase a formar causa común con las potencias beligerantes. Pareciole no obstante ser prudente, antes de tomar resolución definitiva, buscar arrimo y alianza en Inglaterra. Siendo el asunto espinoso y pidiendo sobre todo profundo sigilo, determinó enviar a aquel reino un sujeto que dotado de las convenientes prendas, no excitase el cuidado del gobierno de Francia. Recayó la elección en Don Agustín de Argüelles que tanto sobresalió años adelante en las cortes congregadas en Cádiz. Rehusaba el nombrado admitir el encargo por proceder de hombre tan desestimado como era entonces el príncipe de la Paz; pero instado por Don Manuel Sixto Espinosa, director de la consolidación, con quien le unían motivos de amistad y de reconocimiento, y vislumbrando también en su comisión un nuevo medio de contribuir a la caída del que en Francia había destruido la libertad pública, aceptó al fin el importante encargo confiado a su celo.

Ocultose a Argüelles lo que se trataba con Strogonoff, y tan solo se le dio a entender que era forzoso ajustar paces con Inglaterra si no se quería perder toda la América en donde acababa de tomar a Buenos Aires el general Beresford. Recomendose en particular al comisionado discreción y secreto, y con suma diligencia saliendo de Madrid a últimos de setiembre, llegó a Lisboa sin que nadie, ni el mismo embajador conde de Campo-Alange, trasluciese el verdadero objeto de su viaje. Disponíase Don Agustín de Argüelles a embarcarse para Inglaterra, cuando se recibió en Lisboa una desacordada proclama del príncipe de la Paz, fecha 5 de octubre, en la que apellidando la nación a guerra sin designar enemigo, despertó la atención de las naciones extrañas, principalmente de Francia. Desde entonces miró Argüelles como inútil la continuación de su viaje y así lo escribió a Madrid; mas sin embargo ordenósele pasar a Londres, en donde su comisión no tuvo resulta, así por repugnar al gobierno inglés tratos con el príncipe de la Paz, ministro tan desacreditado e imprudente, como también por la mudanza que en dicho príncipe causaron los sucesos del norte.

Allí Napoleón habiendo abierto la campaña en octubre de 1806, en vez de padecer descalabros había entrado victorioso en Berlín, derrotando en Jena al ejército prusiano. Al ruido de sus triunfos, atemorizada la corte de Madrid y sobre todo el privado, no hubo medio que no emplease para apaciguar el entonces justo y fundado enojo del emperador de los franceses, quien no teniendo por concluida la guerra en tanto que la Rusia no viniese a partido, fingió quedar satisfecho con las disculpas que se le dieron, y renovó aunque lentamente las negociaciones con Izquierdo.

Mas no por eso dejaba de meditar cuál sería el más acomodado medio para posesionarse de España, y evitar el que en adelante se repitiesen amagos como el del 5 de octubre. Columbró desde luego ser para su propósito feliz incidente andar aquella corte dividida entre dos parcialidades, la del príncipe de Asturias y la de Don Manuel Godoy. Habían nacido estas de la inmoderada ambición del último, y de los temores que había infundido ella en el ánimo del primero. Sin embargo estuvieron para componerse y disiparse en el tiempo en que había resuelto el de la Paz unirse con Inglaterra y las otras potencias del norte; creyendo este con razón que en aquel caso era necesario acortar su vuelo, y conformarse con las ideas y política de los nuevos aliados. Para ello, y no exponer su suerte a temible caída, había el valido imaginado casar al príncipe de Asturias [viudo desde mayo de 1806 con Doña María Luisa de Borbón, hermana de su mujer Doña María Teresa, primas ambas del rey e hijas del difunto infante Don Luis. El pensamiento fue tan adelante que se propuso al príncipe el enlace. Mas Godoy veleidoso e inconstante, variadas que fueron las cosas del norte, mudó de dictamen volviendo a soñar en ideas de engrandecimiento. Y para que pasaran a realidad le condecoró el rey en 13 de enero de 1807 con la dignidad de almirante de España e Indias, y tratamiento de Alteza.

Veníale bien a Napoleón que se aumentase la división y el desorden en el palacio de Madrid. Atento a aprovecharse de semejante discordia, al paso que en París se traía entretenido a Izquierdo y al partido de Godoy, se despachaba a España para tantear el del príncipe de Asturias a Mr. de Beauharnais,. quien como nuevo embajador presentó sus credenciales a últimos de diciembre de 1806. Empezó el recién llegado a dar pasos, mas fueron lentos hasta meses después que llevando visos de terminarse la guerra del norte, juzgó Napoleón que se acercaba el momento de obrar.

Presentósele, en la persona de Don Juan Escóiquiz, conducto acomodado para ayudar sus miras. Antiguo maestro del príncipe de Asturias, vivía como confinado en Toledo, de cuya catedral era canónigo y dignidad, y de donde por orden de S. A., con quien siempre mantenía secreta correspondencia, había regresado a Madrid en marzo de 1807. Conferenciose mucho entre él y sus amigos sobre el modo de atajar la ambición de Godoy, y sacar al príncipe de Asturias de situación que conceptuaban penosa y aun arriesgada.

Habían imaginado sondear al embajador de Francia, y de resultas supieron por Don Juan Manuel de Villena, gentil-hombre del príncipe de Asturias, y por Don Pedro Giraldo, brigadier de ingenieros, maestro de matemáticas del príncipe e infantes, y cuyos sujetos estaban en el secreto, hallarse Mr. de Beauharnais pronto a entrar en relaciones con quien S. A. indicase. Dudose si la propuesta encubría o no engaño; y para asegurarse unos y otros, convínose en una pregunta y seña que recíprocamente se harían en la corte el príncipe y el embajador. Cerciorados de no haber falsedad y escogido Escóiquiz para tratar, presentó a este en casa de dicho embajador el duque del Infantado, con pretexto de regalarle un ejemplar de su poema sobre la conquista de Méjico. Entablado conocimiento entre Mr. de Beauharnais y el maestro del príncipe, avistáronse un día de los de julio y a las dos de la tarde en el Retiro. La hora, el sitio y lo caluroso de la estación les daba seguridad de no ser notados.

Hablaron allí sosegadamente del estado de España y Francia, de la utilidad para ambas naciones de afianzar su alianza en vínculos de familia, y por consiguiente de la conveniencia de enlazar al príncipe Fernando con una princesa de la sangre imperial de Napoleón. El embajador convino con Escóiquiz en los más de los puntos, particularmente en el último, quedando en darle posterior y categórica contestación. Siguiéronse a este paso otros más o menos directos, pero que nada tuvieron de importante hasta que en 30 de setiembre escribió Mr. de Beauharnais una carta a Escóiquiz, en la que rayando las expresiones de que no bastaban cosas vagas, sino que se necesitaba una segura prenda (une garantie), daba por lo mismo a entender que aquellas salían de boca de su amo. Movido de esta insinuación se dirigió el príncipe de Asturias en 11 de octubre al emperador francés, en términos que, según veremos muy luego, hubiera podido resultar grave cargo contra su persona.

Hasta aquí llegaron los tratos del embajador Beauharnais con Don Juan Escóiquiz, cuyo principal objeto se enderezaba a arreglar la unión del príncipe Fernando con una sobrina de la emperatriz, ofrecida después al duque de Aremberg. Todo da indicio de que el embajador obró según instrucciones de su amo; y si bien es verdad que este desconoció como suyos los procedimientos de aquel, no es probable que se hubiera Mr. de Beauharnais expuesto con soberano tan poco sufrido a dar pasos de tamaña importancia sin previa autorización. Pudo quizá excederse; quizá el interés de familia le llevó a proponer para esposa una persona con quien tenía deudo; pero que la negociación tomó origen en París lo acredita el haber después sostenido el emperador a su representante.

Sin embargo tales pláticas tenían más bien traza de entretenimiento que de seria y deliberada determinación. Íbale mejor al arrebatado temple de Napoleón buscar por violencia o por malos artes el cumplimiento de lo que su política o su ambición le sugería. Así fue que para remover estorbos e irse preparando a la ejecución de sus proyectos, de nuevo pidió al gobierno español auxilio de tropas; y conformándose Carlos IV con la voluntad de su aliado, decidió en marzo de 1807 que una división unida con la que estaba en Toscana, y componiendo juntas un cuerpo de 14.000 hombres, se dirigiese al norte de Europa. De este modo menguaban cada día en España los recursos y medios de resistencia.

Entretanto Napoleón habiendo continuado con feliz progreso la campaña emprendida contra las armas combinadas de Prusia y Rusia, había en 8 de julio siguiente concluido la paz en Tilsit. Algunos se han figurado que se concertaron allí ambos emperadores ruso y francés acerca de asuntos secretos y arduos, siendo uno entre ellos el de dejar a la libre facultad del último la suerte de España. Hemos consultado en materia tan grave respetables personajes, y que tuvieron principal parte en aquellas conferencias y tratos. Sin interés en ocultar la verdad, y lejos ya del tiempo en que ocurrieron, han respondido a nuestras preguntas que no se había entonces hablado sino vagamente de asuntos de España; y que tan solo Napoleón quejándose con acrimonia de la proclama del príncipe de la Paz, añadía a veces que los españoles luego que le veían ocupado en otra parte, mudaban de lenguaje y le inquietaban.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que con la paz asegurado Napoleón de la Rusia a lo menos por de pronto, pudo con más desahogo volver hacia el mediodía los inquietos ojos de su desapoderada ambición. Pensó desde luego disfrazar sus intentos con la necesidad de extender a todas partes el sistema continental [cuyas bases había echado en su decreto de Berlín de febrero del mismo año], y de arrancar a Inglaterra a su antiguo y fiel aliado el rey de Portugal. Era en efecto muy importante para cualquiera tentativa o plan contra la península someter a su dominio a Lisboa, alejar a los ingleses de los puertos de aquella costa, y tener un pretexto al parecer plausible con que poder internar en el corazón de España numerosas fuerzas.

Para dar principio a su empresa promovió muy particularmente las negociaciones entabladas con Izquierdo, y a la sombra de aquellas y del tratado que se discutía, empezó en agosto de 1807 a juntar en Bayona un ejército de 25.000 hombres con el título de cuerpo de observación de la Gironda, nombre con que cautelosamente embozaba el gobierno francés sus hostiles miras contra la península española. Diose el mando de aquella fuerza a Junot, quien embajador en Portugal en 1805 había desamparado la pacífica misión para acompañar a su caudillo en atrevidas y militares empresas. Ahora se preparaba a dar la vuelta a Lisboa, no ya para ocupar su antiguo puesto, sino más bien para arrojar del trono a una familia augusta que le había honrado con las insignias de la orden de Cristo.

 

Portugal.

 

Aunque no sea de nuestro propósito entrar en una relación circunstanciada de los graves acontecimientos que van a ocurrir en Portugal, no podemos menos de darles aquí algún lugar como tan unidos y conexos con los de España. En París se examinaba con Izquierdo el modo de partir y distribuirse aquel reino, y para que todo estuviese pronto el día de la conclusión del tratado, además de la reunión de tropas a la falda del Pirineo, se dispuso que negociaciones seguidas en Lisboa abriesen el camino a la ejecución de los planes en que conviniesen ambas potencias contratantes. Comenzóse la urdida trama por notas que en 12 de agosto pasaron el encargado de negocios francés Mr. de Rayneval y el embajador de España conde de Campo-Alange. Decían en ellas que tenían la orden de pedir sus pasaportes y declarar la guerra a Portugal si para el 1.º de setiembre próximo el príncipe regente no hubiese manifestado la resolución de romper con la Inglaterra, y de unir sus escuadras con las otras del continente para que juntas obrasen contra el común enemigo: se exigía además la confiscación de todas las mercancías procedentes de origen británico, y la detención como rehenes de los súbditos de aquella nación. El príncipe regente de acuerdo con Inglaterra respondió que estaba pronto a cerrar los puertos a los ingleses, y a interrumpir toda correspondencia con su antiguo aliado; mas que en medio de la paz confiscar todas las mercancías británicas, y prender a extranjeros tranquilos, eran providencias opuestas a los principios de justicia y moderación que le habían siempre dirigido. Los representantes de España y Francia no habiendo alcanzado lo que pedían [resultado conforme a las verdaderas intenciones de sus respectivas cortes], partieron de Lisboa antes de comenzarse octubre, y su salida fue el preludio de la invasión.

Todavía no estaban concluidas las negociaciones con Izquierdo; todavía no se había cerrado tratado alguno, cuando Napoleón impaciente, lleno del encendido deseo de empezar su proyectada empresa, e informado de la partida de los embajadores, dio orden a Junot para que entrase en España, y el 18 de octubre cruzó el Bidasoa la primera división francesa a las órdenes del general Delaborde, época memorable, principio del tropel de males y desgracias, de perfidias y heroicos hechos que sucesivamente nos va a desdoblar la historia. Pasada la primera división, la siguieron la segunda y la tercera mandadas por los generales Loison y Travot, con la caballería, cuyo jefe era el general Kellerman. En Irún tuvo orden de recibir y obsequiar a Junot Don Pedro Rodríguez de la Buria, encargo que ya había desempeñado en la otra guerra con Portugal. Las tropas francesas se encaminaron por Burgos y Valladolid hacia Salamanca, a cuya ciudad llegaron veinticinco días después de haber entrado en España. Por todas partes fueron festejadas y bien recibidas, y muy lejos estaban de imaginarse los solícitos moradores del tránsito la ingrata correspondencia con que iba a pagárseles tan esmerada y agasajadora hospitalidad.

Tocaron mientras tanto a su cumplido término las negociaciones que andaban en Francia, y el 27 de octubre en Fontainebleau se firmó entre Don Eugenio Izquierdo y el general Duroc, gran mariscal de palacio del emperador francés, un tratado compuesto de catorce artículos con una convención anexa comprensiva de otros siete. Por estos conciertos se trataba a Portugal del modo como antes otras potencias habían dispuesto de la Polonia, con la diferencia que entonces fueron iguales y poderosos los gobiernos que entre sí se acordaron, y en Fontainebleau tan desemejantes y desproporcionados, que al llegar al cumplimiento de lo pactado, repitiéndose la conocida fábula del león y sus partijas, dejose a España sin nada, y del todo quiso hacerse dueño su insaciable aliado. Se estipulaba por el tratado que la provincia de Entre-Duero-y-Miño se daría en toda propiedad y soberanía con título de Lusitania septentrional al rey de Etruria y sus descendientes, quien a su vez cedería en los mismos términos dicho reino de Etruria al emperador de los franceses; que los Algarbes y el Alentejo igualmente se entregarían en toda propiedad y soberanía al príncipe de la Paz, con la denominación de príncipe de los Algarbes, y que las provincias de Beira, Tras-os-Montes y Extremadura portuguesa quedarían como en secuestro hasta la paz general, en cuyo tiempo podrían ser cambiadas por Gibraltar, la Trinidad o alguna otra colonia de las conquistadas por los ingleses; que el emperador de los franceses saldría garante a S. M. C. de la posesión de sus estados de Europa al mediodía de los Pirineos, y le reconocería como emperador de ambas Américas a la conclusión de la paz general, o a más tardar dentro de tres años. La convención que acompañaba al tratado circunstanciaba el modo de llevar a efecto lo estipulado en el mismo: 25.000 hombres de infantería francesa y 3000 de caballería habían de entrar en España, y reuniéndose a ellos 8000 infantes españoles y 3000 caballos, marchar en derechura a Lisboa, a las órdenes ambos cuerpos del general francés, exceptuándose solamente el caso en que el rey de España o el príncipe de la Paz fuesen al sitio en que las tropas aliadas se encontrasen, pues entonces a estos se cedería el mando. Las provincias de Beira, Tras-os-Montes y Extremadura portuguesa debían ser administradas, y exigírseles las contribuciones en favor y utilidad de Francia. Y al mismo tiempo que una división de 10.000 hombres de tropas españolas tomase posesión de la provincia de Entre-Duero-y-Miño, con la ciudad de Oporto, otra de 6000 de la misma nación ocuparía el Alentejo y los Algarbes, y así aquella primera provincia como las últimas habían de quedar a cargo para su gobierno y administración de los generales españoles. Las tropas francesas, alimentadas por España durante el tránsito, debían cobrar sus pagas de Francia. Finalmente se convenía en que un cuerpo de 40.000 hombres se reuniese en Bayona el 20 de noviembre, el cual marcharía contra Portugal en caso de necesidad, y precedido el consentimiento de ambas potencias contratantes.

En la conclusión de este tratado Napoleón, al paso que buscaba el medio de apoderarse de Portugal, nuevamente separaba de España otra parte considerable de tropas, como antes había alejado las que fueron al norte, e introducía sin ruido y solapadamente las fuerzas necesarias a la ejecución de sus ulteriores y todavía ocultos planes, y lisonjeando la inmoderada ambición del privado español, le adormecía y le enredaba en sus lazos, temeroso de que desengañado a tiempo y volviendo de su deslumbrado encanto, quisiera acudir al remedio de la ruina que le amenazaba. Ansioso el príncipe de la Paz de evitar los vaivenes de la fortuna, aprobaba convenios que hasta cierto punto le guarecían de las persecuciones del gobierno español en cualquiera mudanza. Quizá veía también en la compendiosa soberanía de los Algarbes el primer escalón para subir a trono más elevado. Mucho se volvió a hablar en aquel tiempo del criminal proyecto que años atrás se aseguraba haber concebido María Luisa arrastrada de su ciega pasión, contando con el apoyo del favorito. Y no cabe duda que acerca de variar de dinastía se tanteó a varias personas, llegando a punto de buscar amigos y parciales sin disfraz ni rebozo. Entre los solicitados fue uno el coronel de Pavía Don Tomás de Jáuregui, a quien descaradamente tocó tan delicado asunto Don Diego Godoy: no faltaron otros que igualmente le promovieron. Mas los sucesos agolpándose de tropel, convirtieron en humo los ideados e impróvidos intentos de la ciega ambición.

Tal era el deseado remate a que habían llegado las negociaciones de Izquierdo, y tal había sido el principio de la entrada de las tropas francesas en la península, cuando un acontecimiento con señales de suma gravedad fijó en aquellos días la atención de toda España.

Vivía el príncipe de Asturias alejado de los negocios y solo, sin influjo ni poder alguno, pasaba tristemente los mejores años de su mocedad sujeto a la monótona y severa etiqueta de palacio. Aumentábase su recogimiento por los temores que infundía su persona a los que entonces dirigían la monarquía; se observaba su conducta, y hasta los más inocentes pasos eran atentamente acechados. Prorrumpía el príncipe en amargas quejas, y sus expresiones solían a veces ser algún tanto descompuestas. A ejemplo suyo los criados de su cuarto hablaban con más desenvoltura de lo que era conveniente, y repetidos, aun quizá alterados al pasar de boca en boca, aquellos dichos y conversaciones avivaron más y más el odio de sus irreconciliables enemigos. No bastaba sin embargo tan ligero proceder para empezar una información judicial; solamente dio ocasión a nuevo cuidado y vigilancia. Redoblados uno y otra, al fin se notó que el príncipe secretamente recibía cartas, que muy ocupado en escribir velaba por las noches, y que en su semblante daba indicio de meditar algún importante asunto. Era suficiente cualquiera de aquellas sospechas para despertar el interesado celo de los asalariados que le rodeaban, y una dama de la servidumbre de la reina le dio aviso de la misteriosa y extraña vida que traía su hijo. No tardó el rey en estar advertido, y estimulado por su esposa dispuso que se recogiesen todos los papeles del desprevenido Fernando. Así se ejecutó, y al día siguiente 29 de octubre, a las seis y media de la noche, convocados en el cuarto de S. M. los ministros del despacho y Don Arias Mon, gobernador interino del consejo, compareció el príncipe, se le sometió a un interrogatorio, y se le exigieron explicaciones sobre el contenido de los papeles aprehendidos. En seguida su augusto padre, acompañado de los mismos ministros y gobernador con grande aparato y al frente de su guardia, le llevó a su habitación, en donde después de haberle pedido la espada, le mandó que quedase preso, puestas centinelas para su custodia: su servidumbre fue igualmente arrestada.

Al ver la solemnidad y aun semejanza del acto, hubiera podido imaginarse el atónito espectador que en las lúgubres y suntuosas bóvedas del Escorial iba a renovarse la deplorable y trágica escena que en el alcázar de Madrid había dado al orbe el sombrío Felipe II; pero otros eran los tiempos, otros los actores y muy otra la situación de España.

Se componían los papeles hasta entonces aprehendidos al príncipe de un cuadernillo escrito de su puño de algo más de doce hojas, de otro de cinco y media, de una carta de letra disfrazada y sin firma fecha en Talavera a 18 de marzo, y reconocida después por de Escóiquiz, de cifra y clave para la correspondencia entre ambos, y de medio pliego de números, cifras y nombres que en otro tiempo habían servido para la comunicación secreta de la difunta princesa de Asturias con la reina de Nápoles su madre. Era el cuadernillo de las doce hojas una exposición al rey, en la que después de trazar con colores vivos la vida y principales hechos del príncipe de la Paz, se le acusaba de graves delitos, sospechándole del horrendo intento de querer subir al trono y de acabar con el rey y toda la real familia. También hablaba Fernando de sus persecuciones personales, mencionando entre otras cosas el haberle alejado del lado del rey, sin permitirle ir con él a caza, ni asistir al despacho. Se proponían como medios de evitar el cumplimiento de los criminales proyectos del favorito, dar al príncipe heredero facultad para arreglarlo todo, a fin de prender al acusado y confinarle en un castillo. Igualmente se pedía el embargo de parte de sus bienes, la prisión de sus criados, de Doña Josefa Tudó y otros, según se dispusiese en decretos que el mismo príncipe presentaría a la aprobación de su padre. Indicábase como medida previa, y para que el rey Carlos examinase la justicia de las quejas, una batida en el Pardo o Casa de Campo, en que acudiese el príncipe, y en donde se oirían los informes de las personas que nombrase S. M., con tal que no estuviesen presentes la reina ni Godoy: asimismo se suplicaba que llegado el momento de la prisión del valido, no se separase el padre del lado de su hijo, para que los primeros ímpetus del sentimiento de la reina no alterasen la determinación de S. M.; concluyendo con rogarle encarecidamente que en caso de no acceder a su petición, le guardase secreto, pudiendo su vida si se descubriese el paso que había dado, correr inminente riesgo. El papel de cinco hojas y la carta eran como la anterior obra de Escóiquiz; se insistía en los mismos negocios, y tratando de oponerse al enlace antes propuesto con la hermana de la princesa de la Paz, se insinuaba el modo de llevar a cabo el deseado casamiento con una parienta del emperador de los franceses. Se usaban nombres fingidos, y suponiéndose ser consejos de un fraile, no era extraño que mezclando lo sagrado con lo profano se recomendase ante todo como así se hacía, implorar la divina asistencia de la Virgen. En aquellas instrucciones también se trataba de que el príncipe se dirigiese a su madre interesándola como reina y como mujer, cuyo amor propio se hallaba ofendido con los ingratos desvíos de su predilecto favorito. En el concebir de tan desvariada intriga ya despunta aquella sencilla credulidad y ambicioso desasosiego, de que nos dará desgraciadamente en el curso de esta historia sobradas pruebas el canónigo Escóiquiz. En efecto admira como pensó que un príncipe mozo e inexperto había de tener más cabida en el pecho de su augusto padre que una esposa y un valido, dueños absolutos por hábito y afición del perezoso ánimo de tan débil monarca. Mas de los papeles cogidos al príncipe, si bien se advertía al examinarlos grande anhelo por alcanzar el mando y por intervenir en los negocios del gobierno, no resultaba proyecto alguno formal de destronar al rey, ni menos el atroz crimen de un hijo que intenta quitar la vida a su padre. A pesar de eso fueron causa de que se publicase el famoso decreto de 30 de octubre, que como importante lo insertaremos a la letra. Decía pues: «Dios que vela sobre las criaturas no permite la ejecución de hechos atroces cuando las víctimas son inocentes. Así me ha librado su omnipotencia de la más inaudita catástrofe. Mi pueblo, mis vasallos todos conocen muy bien mi cristiandad y mis costumbres arregladas; todos me aman y de todos recibo pruebas de veneración, cual exige el respeto de un padre amante de sus hijos. Vivía yo persuadido de esta verdad, cuando una mano desconocida me enseña y descubre el más enorme y el más inaudito plan que se trazaba en mi mismo palacio contra mi persona. La vida mía que tantas veces ha estado en riesgo, era ya una carga para mi sucesor que preocupado, obcecado y enajenado de todos los principios de cristiandad que le enseñó mi paternal cuidado y amor, había admitido un plan para destronarme. Entonces yo quise indagar por mí la verdad del hecho, y sorprendiéndole en su mismo cuarto hallé en su poder la cifra de inteligencia e instrucciones que recibía de los malvados. Convoqué al examen a mi gobernador interino del consejo, para que asociado con otros ministros practicasen las diligencias de indagación. Todo se hizo, y de ella resultan varios reos cuya prisión he decretado, así como el arresto de mi hijo en su habitación. Esta pena quedaba a las muchas que me afligen; pero así como es la más dolorosa, es también la más importante de purgar, e ínterin mando publicar el resultado, no quiero dejar de manifestar a mis vasallos mi disgusto, que será menor con las muestras de su lealtad. Tendreislo entendido para que se circule en la forma conveniente. En San Lorenzo a 30 de octubre de 1807. — Al gobernador interino del consejo.» Este decreto se aseguró después que era de puño del príncipe de la Paz: así lo atestiguaron cuatro secretarios del rey, mas no obra original en el proceso.

Por el mismo tiempo escribió Carlos IV al emperador Napoleón dándole parte del acontecimiento del Escorial. En la carta después de indicarle cuán particularmente se ocupaba en los medios de cooperar a la destrucción del común enemigo [así llamaba a los ingleses], y después de participarle cuán persuadido había estado hasta entonces de que todas las intrigas de la reina de Nápoles [expresiones notables] se habían sepultado con su hija, entraba a anunciarle la terrible novedad del día. No solo le comunicaba el designio que suponía a su hijo de querer destronarle, sino que añadía el nuevo y horrendo de haber maquinado contra la vida de su madre, por cuyos enormes crímenes manifestaba el rey Carlos que debía el príncipe heredero ser castigado y revocada la ley que le llamaba a suceder en el trono, poniendo en su lugar a uno de sus hermanos; y por último concluía aquel monarca pidiendo la asistencia y consejos de S. M. I. La indicación estampada en esta carta de privar a Fernando del derecho de sucesión, tal vez encubría miras ulteriores del partido de Godoy y la reina; desbaratadas, si las hubo, por obstáculos imprevistos entre los cuales puede contarse una ocurrencia que debiendo agravar la suerte del príncipe y sus amigos, si la recta imparcialidad hubiera gobernado en la materia, fue la que salvó a todos ellos de un funesto desenlace. Dieron ocasión a ella los temores del real preso y el abatimiento en que le sumió su arresto.

El día 30 a la una de la tarde, luego que el rey había salido a caza pasó el príncipe un recado a la reina para que se dignase ir a su cuarto, o le permitiera que en el suyo le expusiese cosa del mayor interés: la reina se negó a uno y a otro, pero envió al marqués Caballero, ministro de Gracia y Justicia. Entonces bajo su firma declaró el príncipe haber dirigido con fecha de 11 de octubre una carta [la misma de que hemos hablado] al emperador de los franceses, y haber expedido en favor del duque del Infantado un decreto todo de su puño con fecha en blanco y sello negro, autorizándole para que tomase el mando de Castilla la Nueva luego que falleciese su padre: declaró además ser Escóiquiz el autor del papel copiado por S. A., y los medios de que se habían valido para su correspondencia: hubo de resultas varios arrestos. En la carta reservada a Napoleón le manifestaba el príncipe «el aprecio y respeto que siempre había tenido por su persona, le apellidaba héroe mayor que cuantos le habían precedido; le pintaba la opresión en que le habían puesto; el abuso que se hacía del corazón recto y generoso de su padre; le pedía para esposa una princesa de su familia, rogándole que allanase las dificultades que se ofrecieran; y concluía con afirmarle que no accedería, antes bien se opondría con invencible constancia a cualquiera casamiento, siempre que no precediese el consentimiento y aprobación positiva de S. M. I. y R.» Estas declaraciones espontáneas en que tan gravemente comprometía el príncipe a sus amigos y parciales, perjudicáronle en el concepto de algunos; su edad pasaba de los veintitrés años; y ya entonces mayor firmeza fuera de desear en quien había de ceñirse las sienes con corona de reinos tan dilatados. El decreto expedido a favor del Infantado hubiera por sí solo acarreado en otros tiempos la perdición de todos los comprometidos en la causa; por nulas se hubieran dado las disculpas alegadas, y el temor de la próxima muerte de Carlos IV y los recelos de las ambiciosas miras del valido, antes bien se hubieran tenido como agravantes indicios que admitídose como descargos de la acusación. Semejantes precauciones de dudosa interpretación aun entre particulares, en los palacios son crímenes de estado cuando no llegan a cumplida ejecución y acabamiento. Con más razón se hubiera dado por tal la carta escrita a Napoleón; pero esta carta en que un príncipe, un español a escondidas de su padre y soberano legítimo se dirige a otro extranjero, le pide su apoyo, la mano de una señora de su familia, y se obliga a no casarse en tiempo alguno sin su anuencia; esta carta salvó a Fernando y a sus amigos.

No fue así en la causa de Don Carlos de Viana: aquel príncipe de edad de cuarenta años, sabio y entendido, amigo de Ausias March, con derecho inconcuso al reino de Navarra, creyó que no se excedía en dar por sí los primeros pasos para buscar la unión con una infanta de Castilla. Bastó tan ligero motivo para que el fiero Don Juan su padre le hiciese en su segunda prisión un cargo gravísimo por su inconsiderada conducta. Probó Don Carlos haber antes declarado que no se casaría sin preceder la aprobación de su padre: ni aun entonces se amansó la orgullosa altivez de Don Juan, que miraba la independencia y derechos de la corona atropellados y ultrajados por los tratos de su hijo.

Ahora en la sometida y acobardada corte del Escorial, al oír que el nombre de Napoleón andaba mezclado en las declaraciones del príncipe, todos se estremecieron y anhelaron poner término a tamaño compromiso: imaginándose que Fernando había obrado de acuerdo con el soberano de Francia, y que había osado con su arrimo meterse en la arriesgada empresa. El poder inmenso de Napoleón, y las tropas que habiendo empezado a entrar en España amenazaban de cerca a los que se opusiesen a sus intentos, arredraron al generalísimo Godoy, y resolvió cortar el comenzado proceso. Más y más debió confirmarle en su propósito un pliego que desde París en 11 de noviembre le escribió Izquierdo. En él insertaba este una conferencia que había tenido con Champagny, en la cual el ministro francés exigió de orden del emperador que por ningún motivo ni razón, y bajo ningún pretexto se hablase ni se publicase en este negocio cosa que tuviese alusión al emperador ni a su embajador. Vacilante todavía el ánimo de Napoleón sobre el modo de ejecutar sus planes respecto de España, no quería aparecer a vista de Europa partícipe en los acontecimientos del Escorial.

Antes de recibir el aviso de Izquierdo, le fue bastante al príncipe de la Paz saber las nuevas declaraciones del real preso para pasar al sitio desde Madrid, en donde como amalado había permanecido durante el tiempo de la prisión. Hacía resolución con su viaje de cortar una causa, cuyo giro presentaba un nuevo y desagradable semblante: vio a los reyes, se concertó con ellos, y ofreció arreglar asunto tan espinoso. Yendo pues al cuarto del príncipe se le presentó como mediador, y le propuso que aplacase la cólera de sus augustos padres, pidiéndoles con arrepentimiento contrito el más sumiso perdón: para alcanzarle indicó como oportuno medio el que escribiese dos cartas cuyos borradores llevaba consigo. Fernando copió las cartas. Sus desgracias y el profundo odio que había contra Godoy no dejaron lugar a penosas reflexiones, y aun la disculpa halló cabida en ánimos exclusivamente irritados contra el gobierno y manejos del favorito. Ambas cartas se publicaron con el decreto de 5 de noviembre, y por lo curioso e importante de aquellos documentos merecen que íntegramente aquí se inserten. «La voz de la naturaleza [decía el decreto al consejo] desarma el brazo de la venganza, y cuando la inadvertencia reclama la piedad, no puede negarse a ello un padre amoroso. Mi hijo ha declarado ya los autores del plan horrible que le habían hecho concebir unos malvados: todo lo ha manifestado en forma de derecho, y todo consta con la escrupulosidad que exige la ley en tales pruebas: su arrepentimiento y asombro le han dictado las representaciones que me ha dirigido y siguen:

 

SEÑOR:

«Papá mío: he delinquido, he faltado a V. M. como rey y como padre; pero me arrepiento, y ofrezco a V. M. la obediencia más humilde. Nada debía hacer sin noticia de V. M.; pero fui sorprendido. He delatado a los culpables, y pido a V. M. me perdone por haberle mentido la otra noche, permitiendo besar sus reales pies a su reconocido hijo. — Fernando. — San Lorenzo 5 de noviembre de 1807.»

 

SEÑORA:

«Mamá mía: estoy muy arrepentido del grandísimo delito que he cometido contra mis padres y reyes, y así con la mayor humildad le pido a V. M. se digne interceder con papá para que permita ir a besar sus reales pies a su reconocido hijo. — Fernando. — San Lorenzo 5 de noviembre de 1807.»

«En vista de ellos y a ruego de la reina, mi amada esposa, perdono a mi hijo, y le volveré a mi gracia cuando con su conducta me dé pruebas de una verdadera reforma en su frágil manejo; y mando que los mismos jueces que han entendido en la causa desde su principio, la sigan, permitiéndoles asociados si los necesitaren, y que concluida me consulten la sentencia ajustada a la ley, según fuesen la gravedad de delitos y calidad de personas en quienes recaigan; teniendo por principio para la formación de cargos las respuestas dadas por el príncipe a las demandas que se le han hecho; pues todas están rubricadas y firmadas de mi puño, así como los papeles aprehendidos en sus mesas, escritos por su mano; y esta providencia se comunique a mis consejos y tribunales, circulándola a mis pueblos, para que reconozcan en ella mi piedad y justicia, y alivien la aflicción y cuidado en que les puso mi primer decreto; pues en él verán el riesgo de su soberano y padre que como a hijos los ama, y así me corresponden. Tendreislo entendido para su cumplimiento. — San Lorenzo 5 de noviembre de 1807.»

 

Presentar a Fernando ante la Europa entera como príncipe débil y culpado; desacreditarle en la opinión nacional, y perderle en el ánimo de sus parciales; poner a salvo al embajador francés, y separar de todos los incidentes de la causa a su gobierno, fue el principal intento que llevó Godoy y su partido en la singular reconciliación de padre e hijo. Alcanzó hasta cierto punto su objeto; mas el público aunque no enterado a fondo echaba a mala parte la solícita mediación del privado, y el odio hacia su persona en vez de mitigarse tomó nuevo incremento.

Para la prosecución de la causa contra los demás procesados nombró el rey en el día 6 una junta compuesta de Don Arias Mon, Don Sebastián de Torres y Don Domingo Campomanes, del consejo real, y señaló como secretario a Don Benito Arias Prada, alcalde de corte. El marqués Caballero, que en un principio se mostró riguroso, y tanto que habiendo manifestado delante de los reyes ser el príncipe por siete capítulos reo de pena capital, obligó a la ofendida reina a suplicarle que se acordase que el acusado era su hijo; el mismo Caballero arregló el modo de seguir la causa, y descartar de ella todo lo que pudiera comprometer al príncipe y embajador francés; rasgo propio de su ruin condición. Formada la sumaria fue elegido para fiscal de la causa Don Simón de Viegas, y se agregaron a los referidos jueces para dar la sentencia otros ocho consejeros. El fiscal Viegas pidió que se impusiese la pena de traidores señalada por la ley de partida a Don Juan Escóiquiz y al duque del Infantado, y otras extraordinarias por infidelidad en el ejercicio de sus empleos al conde de Orgaz, marqués de Ayerbe, y otras personas de la servidumbre del príncipe de Asturias. Continuó el proceso hasta enero de 1808, en cuyo día 25 los jueces no conformándose con la acusación fiscal, absolvieron completamente y declararon libres de todo cargo a los perseguidos como reos. Sin embargo el rey por sí y gubernativamente confinó y envió a conventos, fortalezas o destierros a Escóiquiz y a los duques del Infantado y de San Carlos y a otros varios de los complicados en la causa: triste privilegio de toda potestad suprema que no halla en las leyes justo límite a sus desafueros.

Tal fue el término del ruidoso y escandaloso proceso del Escorial. Con dificultad se resguardarán de la severa censura de la posteridad los que en él tomaron parte, los que le promovieron, los que le fallaron; en una palabra, los acusados, los acusadores y los mismos jueces. Vemos a un rey precipitarse a acusar en público a su hijo del horrendo crimen de querer destronarle sin pruebas, y antes de que un detenido juicio hubiese sellado con su fallo tamaña acusación. Y para colmo de baldón en medio de tanta flaqueza y aceleramiento se nos presenta como ángel de paz y mediador para la concordia el malhadado favorito, principal origen de todos los males y desavenencias: consejero y autor del decreto de 30 de octubre comprometió con suma ligereza la alta dignidad del rey: promovedor de la concordia y del perdón pedido y alcanzado, quiso desconceptuar al hijo sin dar realce ni brillo a los sentimientos generosos de un apiadado padre. Fue también desusado, y podemos decir ilegal el modo de proceder en la causa. Según la sentencia que con una relación preliminar se publicó al subir Fernando al trono, no se hizo mérito en su formación ni de algunas de las declaraciones espontáneas del príncipe, ni de su carta a Napoleón, ni de las conferencias con el embajador francés; a lo menos así se infiere del definitivo fallo dado por el tribunal. Difícil sería acertar con el motivo de tan extraño silencio, si no nos lo hubieran ya explicado los temores que entonces infundía el nombre de Napoleón. Mas si la política descubre la causa del extraordinario modo de proceder, no por eso queda intacta y pura la austera imparcialidad de los magistrados: un proceso después de comenzado no puede amoldarse al antojo de un tribunal, ni descartarse a su arbitrio los documentos o pruebas más importantes. Entre los jueces había respetables varones cuya integridad había permanecido sin mancilla en el largo espacio de una honrosa carrera, si bien hasta entonces negocios de tal cuantía no se habían puesto en el crisol de su severa equidad. Fuese equivocación en su juicio, o fuese más bien por razón de estado, lo cierto es que en la prosecución y término de la causa se apartaron de las reglas de la justicia legal, y la ofrecieron al público manca y no cumplidamente formada ni llevada a cabo. Se contaban también en el número de jueces algunos amigos y favorecidos del privado, como lo era el fiscal Viegas. Al ver que se separaron en su voto de la opinión de este, aunque ya circunscrita a ciertas personas, hubo quien creyera que el nombre de Napoleón y los temores de la nube que se levantaba en el Pirineo, pesaron más en la flexible balanza de su justicia que los empeños de la antigua amistad. Es de temer que su conciencia perpleja con lo escabroso del asunto y lo arduo de las circunstancias no se haya visto bastantemente desembarazada, y cual convenía, de aquel sobresalto que ya antes se había apoderado del blando y asustadizo ánimo de los cortesanos.

Esta discordia en la familia real, esta división en los que gobernaban siempre perjudicial y dolorosa, lo era mucho más ahora en que una perfecta unión debiera haber estrechado a todos para desconcertar las siniestras miras del gabinete de Francia, y para imponerle con la íntima concordia el debido respeto. Ciegos unos y otros buscaron en él amistad y arrimo; y desconociendo el peligro común, le animaron con sus disensiones a la prosecución de falaces intentos: alucinamiento general a los partidos que no aspiran sino a cebar momentáneamente su saña, olvidándose de que a veces con la ruina de su contrario el mismo vencedor facilita y labra la suya propia.

Favorecido por la deplorable situación del gobierno español, fue el francés adelante en su propósito, y confiado en ella aceleró más bien que detuvo la marcha de Junot hacia Portugal. Dejamos a aquel general en Salamanca, adonde había llegado en los primeros días de noviembre, recibiendo de allí a poco orden ejecutiva de Napoleón para que no difiriese la continuación de su empresa bajo pretexto alguno ni aun por falta de mantenimientos, pudiendo 20.000 hombres, según decía, vivir por todas partes aun en el desierto. Estimulado Junot con tan premioso mandato, determinó tomar el camino más breve sin reparar en los tropiezos ni obstáculos de un terreno para él del todo desconocido. Salió el 12 de Salamanca, y tomando la vuelta de Ciudad Rodrigo y el puerto de Perales, llegó a Alcántara al cabo de cinco días. Reunido allí con algunas fuerzas españolas a las órdenes del general Don Juan Carrafa, atravesaron los franceses el Erjas, río fronterizo, y llegaron a Castello-Branco sin habérseles opuesto resistencia. Prosiguieron su marcha por aquel fragoso país, y encontrándose con terreno tan quebrado y de caminos poco trillados, quedaron bien pronto atrás la artillería y los bagajes. Los pueblos del tránsito pobres y desprevenidos no ofrecieron ni recursos ni abrigo a las tropas invasoras, las que acosadas por la necesidad y el hambre cometieron todo linaje de excesos contra moradores desacostumbrados de largo tiempo a las calamidades de la guerra. Desgraciadamente los españoles que iban en su compañía imitaron el mal ejemplo de sus aliados, muy diverso del que les dieron las tropas que penetraron por Badajoz y Galicia, si bien es verdad que asistieron a estas menos motivos de desorden e indisciplina.

La vanguardia llegó el 23 a Abrantes distante 25 leguas de Lisboa. Hasta entonces no había recibido el gobierno portugués aviso cierto de que los franceses hubieran pasado la frontera: inexplicable descuido, pero propio de la dejadez y abandono con que eran gobernados los pueblos de la península. Antes de esto y verificada la salida de los embajadores, había el gabinete de Lisboa buscado algún medio de acomodamiento, condescendiendo más y más con los deseos que aquellos habían mostrado a nombre de sus cortes: era el encontrarle tanto más difícil, cuanto el mismo ministerio portugués estaba entre sí poco acorde. Dos opiniones políticas le dividían; una de ellas la de contraer amistad y alianza con Francia como medida la más propia para salvar la actual dinastía y aun la independencia nacional; y otra la de estrechar los antiguos vínculos con la Inglaterra, pudiendo así levantar de los mares allá un nuevo Portugal, si el de Europa tenía que someterse a la irresistible fuerza del emperador francés. Seguía la primera opinión el ministro Araujo, y contaba la segunda como principal cabeza al consejero de estado Don Rodrigo de Sousa Coutiño. Se inclinaba muy a las claras a la última el príncipe regente, si a ello no se oponía el bien de sus súbditos y el interés de su familia. Después de larga incertidumbre se convino al fin en adoptar ciertas medidas contemporizadoras, como si con ellas se hubiera podido satisfacer a quien solamente deseaba simulados motivos de usurpación y conquista. Para ponerlas en ejecución sin gran menoscabo de los intereses británicos, se dejó que tranquilamente diese la vela el 18 de octubre la factoría inglesa, la cual llevó a su bordo respetables familias extranjeras con cuantiosos caudales.

A pocos días, el 22 del mismo mes, se publicó una proclama prohibiendo todo comercio y relación con la Gran Bretaña, y declarando que S. M. F. accedía a la causa general del Continente. Cuando se creía satisfacer algún tanto con esta manifestación al gabinete de Francia, llegó a Lisboa apresuradamente el embajador portugués en París, y dio aviso de cómo había encontrado en España el ejército imperial, dirigiéndose a precipitadas marchas hacia la embocadura del Tajo. Azorados con la nueva los ministros portugueses, vieron que nada podía ya bastar a conjurar la espantosa y amenazadora nube, sino la admisión pura y sencilla de lo que España y Francia habían pedido en agosto. Se mandaron pues secuestrar todas las mercancías inglesas, y se pusieron bajo la vigilancia pública los súbditos de aquella nación residentes en Portugal. La orden se ejecutó lentamente y sin gran rigor, mas obligó al embajador inglés Lord Strangford a irse a bordo de la escuadra que cruzaba a la entrada del puerto a las órdenes de Sir Sidney Smith. Muy duro fue al príncipe regente tener que tomar aquellas medidas: virtuoso y timorato las creía contrarias a la debida protección, dispensada por anteriores tratados a laboriosos y tranquilos extranjeros: la cruel necesidad pudo solo forzarle a desviarse de sus ajustados y severos principios. Aumentáronse los recelos y las zozobras con la repentina arribada a las riberas del Tajo de una escuadra rusa, la cual de vuelta del Archipiélago fondeó en Lisboa, no habiendo permitido los ingleses al almirante Siniavin que la mandaba, entrar a invernar en Cádiz: lo que fue obra del acaso, se atribuyó a plan premeditado, y a conciertos entre Napoleón y el gabinete de San Petersburgo.

Para dar mayor valor a lo acordado, el gobierno portugués despachó a París en calidad de embajador extraordinario al marqués de Marialva, con el objeto también de proponer el casamiento del príncipe de Beira con una hija del gran duque de Berg. Inútiles precauciones: los sucesos se precipitaron de manera que Marialva no llegó ni a pisar la tierra de Francia.

Noticioso Lord Strangford de la entrada en Abrantes del ejército francés, volvió a desembarcar, y reiterando al príncipe regente los ofrecimientos más amistosos de parte de su antiguo aliado, le aconsejó que sin tardanza se retirase al Brasil, en cuyos vastos dominios adquiriría nuevo lustre la esclarecida casa de Braganza. Don Rodrigo de Sousa Coutiño apoyó el prudente dictamen del embajador, y el 26 de noviembre se anunció al pueblo de Lisboa la resolución que la corte había tomado de trasladar su residencia a Río de Janeiro hasta la conclusión de la paz general. Sir Sidney Smith, célebre por su resistencia en San Juan de Acre, quería poner a Lisboa en estado de defensa; pero este arranque digno del elevado pecho de un marino intrépido, si bien hubiera podido retardar la marcha de Junot, y aun destruir su fatigado ejército, al fin hubiera inútilmente causado la ruina de Lisboa, atendiendo a la profunda tranquilidad que todavía reinaba en derredor por todas partes.

El príncipe Don Juan nombró antes de su partida un consejo de regencia compuesto de cinco personas, a cuyo frente estaba el marqués de Abrantes, con encargo de no dar al ejército francés ocasión de queja, ni fundado motivo de que se alterase la buena armonía entre ambas naciones. Se dispuso el embarco para el 27, y S. A. el príncipe regente traspasado de dolor salió del palacio de Ajuda conmovido, trémulo y bañado en lágrimas su demudado rostro: el pueblo colmándole de bendiciones le acompañaba en su justa y profunda aflicción. La princesa su esposa, quien en los preparativos del viaje mostró aquel carácter y varonil energía que en otras ocasiones menos plausibles ha mostrado en lo sucesivo, iba en un coche con sus tiernos hijos, y dio órdenes para pasarlos a bordo, y tomar otras convenientes disposiciones con presencia de ánimo admirable. Al cabo de 16 años de retiro y demencia apareció en público la reina madre, y en medio del insensible desvarío de su locura quiso algunos instantes como volver a recobrar la razón perdida. Molesto y lamentable espectáculo con que quedaron rendidos a profunda tristeza los fieles moradores de Lisboa: dudosos del porvenir olvidaban en parte la suerte que les aguardaba, dirigiendo al cielo fervorosas plegarias por la salud y feliz viaje de la real familia. La inquietud y el desasosiego creció de punto al ver que por vientos contrarios la escuadra no salía del puerto.

Al fin el 29 dio la vela, y tan oportunamente que a las diez de aquella misma noche llegaron los franceses a Sacavém, distante dos leguas de Lisboa. Junot desde su llegada a Abrantes había dado nueva forma a la vanguardia de su desarreglado ejército, y había tratado de superar los obstáculos que con las grandes avenidas retardaban echar un puente para pasar el Cécere. Antes que los ingenieros hubieran podido concluir la emprendida obra, ordenó que en barcas cruzasen el río parte de las fuerzas de su mando, y con diligencia apresuró su marcha. Ahora ofrecía el país más recursos, pero a pesar de la fertilidad de los campos, de los muchos víveres que proporcionó Santarén, y de la mejor disciplina, el número de soldados rezagados era tan considerable, que las deliciosas quintas de las orillas del Tajo, y las solitarias granjas fueron entregadas al saco, y pilladas como lo había sido el país que media entre Abrantes y la frontera española.

Amaneció el 30 y vio Lisboa entrar por sus muros al invasor extranjero; día de luto y desoladora aflicción: otros años lo había sido de festejos públicos y general regocijo, como víspera del día en que Pinto Ribeiro y sus parciales, arrojando a los españoles, habían aclamado y ensalzado a la casa de Braganza; época sin duda gloriosa para Portugal, sumamente desgraciada para la unión y prosperidad del conjunto de los pueblos peninsulares. Seguía a Junot una tropa flaca y estropeada, molida con las forzadas marchas, sin artillería, y muy desprovista: muestra poco ventajosa de las temidas huestes de Napoleón. Hasta la misma naturaleza pareció tomar parte en suceso tan importante, habiendo aunque ligeramente temblado la tierra. Junot arrebatado por su imaginación, y aprovechándose de este incidente, en tono gentílico y supersticioso daba cuenta de su expedición escribiendo al ministro Clarke: «Los dioses se declaran en nuestro favor: lo vaticina el terremoto que atestiguando su omnipotencia no nos ha causado daño alguno.» Con más razón hubiera podido contemplar aquel fenómeno graduándole de présago anuncio de los males que amenazaban a los autores de la agresión injusta de un estado independiente.

Conservó Junot por entonces la regencia que antes de embarcarse había nombrado el príncipe, pero agregando a ella al francés Hermann. Sin contar mucho con la autoridad nacional resolvió por sí imponer al comercio de Lisboa un empréstito forzoso de dos millones de cruzados, y confiscar todas las mercancías británicas, aun aquellas que eran consideradas como de propiedad portuguesa. El cardenal patriarca de Lisboa, el inquisidor general y otros prelados publicaron y circularon pastorales en favor de la sumisión y obediencia al nuevo gobierno; reprensibles exhortos, aunque hayan sido dados por impulso e insinuaciones de Junot. El pueblo, agitado, dio señales de mucho descontento cuando el 13 vio que en el arsenal se enarbolaba la bandera extranjera en lugar de la portuguesa. Apuró su sufrimiento la pomposa y magnífica revista que hubo dos días después en la plaza del Rossio: allí dio el general en jefe gracias a las tropas en nombre del emperador, y al mismo tiempo se tremoló en el castillo con veinticinco cañonazos repetidos por todos los fuertes la bandera francesa. Universal murmullo respondió a estas demostraciones del extranjero, y hubiérase seguido una terrible explosión, si un hombre audaz hubiera osado acaudillar a la multitud conmovida. La presencia de la fuerza armada contuvo el sentimiento de indignación que aparecía en los semblantes del numeroso concurso; solo en la tarde con motivo de haber preso a un soldado de la policía portuguesa, se alborotó el populacho, quiso sacarle de entre las manos de los franceses, y hubo de una y otra parte muertes y desgracias. El tumulto no se sosegó del todo hasta el día siguiente por la mañana, en que se ocuparon las plazas y puntos importantes con artillería y suficientes tropas.

Al comenzar diciembre, no completa todavía su división, Don Francisco María Solano, marqués del Socorro, se apoderó sin oposición de Elvas, después de haber consultado su comandante al gobierno de Lisboa. Antes de entrar en Portugal había recomendado a sus tropas por medio de una proclama la más severa disciplina; se conservó en efecto, aunque obligado Socorro a poner en ejecución las órdenes arbitrarias de Junot, causaba a veces mucho disgusto en los habitantes, manifestando sin embargo en todo lo que era compatible con sus instrucciones, desinterés y loable integridad. Al mismo tiempo creyéndose dueño tranquilo del país, empezó a querer transformar a Setúbal en otra Salento, ideando reformas en que generalmente más bien mostraba buen deseo, que profundos conocimientos de administración y de hombre de estado. Sus experiencias no fueron de larga duración.

Por Tomar y Coimbra se dirigieron a Oporto algunos cuerpos de la división de Carrafa, los que sirvieron para completar la del general Don Francisco Taranco, quien por aquellos primeros días de diciembre cruzó el Miño con solos 6000 hombres, en lugar de los 10.000 que era el contingente pedido: modelo de prudencia y cordura, mereció Tarancón el agradecimiento y los elogios de los habitantes de aquella provincia. El portugués Accursio das Neves alaba en su historia la severa disciplina del ejército, la moderación y prudencia del general Taranco, y añade: «el nombre de este general será pronunciado con eterno agradecimiento por los naturales, testigos de su dulzura e integridad; tan sincero en sus promesas como Junot pérfido y falaz en las suyas.» Agrada oír el testimonio honroso que por boca imparcial ha sido dado a un jefe bizarro, amante de la justicia y de la disciplina militar, al tiempo que muy diversas escenas se representaban lastimosamente en Lisboa.

Así iban las cosas de Portugal, entretanto que Bonaparte después de haberse detenido unos días por las ocurrencias del Escorial, salió al fin para Italia el 16 de noviembre. Era uno de los objetos de su viaje poner en ejecución el artículo del tratado de Fontainebleau, por el que la Etruria o Toscana era agregada al imperio de Francia. Gobernaba aquel reino como regenta desde la muerte de su esposo la infanta Doña María Luisa, quien ignoraba el traspaso hecho sin su anuencia de los estados de su hijo. Y no habiendo precedido aviso alguno ni confidencial de sus mismos padres los reyes de España, la Regenta se halló sorprendida el 23 de noviembre con haberla comunicado el ministro francés D’Aubusson que era necesario se preparase a dejar sus dominios, estando para ocuparlos las tropas de su amo el emperador, en virtud de cesión que le había hecho España. Aturdida la reina con la singularidad e importancia de tal nueva, apenas daba crédito a lo que veía y oía, y por de pronto se resistió al cumplimiento de la desusada intimación; pero insistiendo con más fuerza el ministro de Francia, y propasándose a amenazarla, se vio obligada la reina a someterse a su dura suerte; y con su familia salió de Florencia el 1.º de diciembre. Al paso por Milán tuvo vistas con Napoleón: se alegró del feliz encuentro confiando hallar alivio a sus penas, mas en vez de consuelos solo recibió nuevos desengaños. Y como si no bastase para oprimirla de dolor el impensado despojo del reino de su hijo, acrecentó Napoleón los disgustos de la desvalida reina, achacando la culpa del estipulado cambio al gobierno de España. Es también de advertir que después de abultarle sobremanera lo acaecido en el Escorial, le aconsejó que suspendiese su viaje, y aguardase en Turín o Niza el fin de aquellas disensiones; indicio claro de que ya entonces no pensaba cumplir en nada lo que dos meses antes había pactado en Fontainebleau. Siguió sin embargo la familia de Parma, desposeída del trono de Etruria, su viaje a España, a donde iba a ser testigo y partícipe de nuevas desgracias y trastornos. Así en dos puntos opuestos, y al mismo tiempo, fueron despojadas de sus tronos dos esclarecidas estirpes: una quizá para siempre, otra para recobrarle con mayor brillo y gloria.

Aún estaba en Milán Napoleón cuando contestó a una carta de Carlos IV recibida poco antes, en la que le proponía este monarca enlazar a su hijo Fernando con una princesa de la familia imperial. Asustado como hemos dicho el príncipe de la Paz con ver complicado el nombre francés en la causa del Escorial, le pareció oportuno mover al rey a dar un paso que suavizara la temida indignación del emperador de los franceses. Incierto este en aquel tiempo sobre el modo de enseñorearse de España, no desechó la propuesta, antes bien la aceptó afirmando en su contestación no haber nunca recibido carta alguna del príncipe de Asturias; disimulo en la ocasión lícito y aun atento.. Debió sin duda inclinarse entonces Bonaparte al indicado casamiento, habiéndosele formalmente propuesto en Mantua a su hermano Luciano, a quien también ofreció allí el trono de Portugal, olvidándose o más bien burlándose de lo que poco antes había solemnemente pactado, como varias veces nos lo ha dado ya a entender con su conducta. Luciano o por desvío, o por no confiar en las palabras de Napoleón, no admitió el ofrecido cetro, mas no desdeñó el enlace de su hija con el heredero de la corona de España, enlace que a pesar de la repugnancia de la futura esposa, hubiera tenido cumplido efecto si el emperador francés no hubiera alterado o mudado su primitivo plan.

Llena empero de admiración que en la importantísima empresa de la península anduviese su prevenido ánimo tan vacilante y dudoso. Una sola idea parece que hasta entonces se había grabado en su mente; la de mandar sin embarazo ni estorbos en aquel vasto país, confiando a su feliz estrella o a las circunstancias el conseguir su propósito y acertar con los medios. Así a ciegas y con más frecuencia de lo que se piensa suele revolverse y trocarse la suerte de las naciones.

De todos modos era necesario contar con poderosas fuerzas para el fácil logro de cualquiera plan que a lo último adoptase. Con este objeto se formaba en Bayona el segundo cuerpo de observación de la Gironda, en tanto que el primero atravesaba por España. Constaba de 24.000 hombres de infantería, nuevamente organizada con soldados de la conscripción de 1808 pedida con anticipación, y de 3500 caballos sacados de los depósitos de lo interior de Francia, con los que se formaron regimientos provisionales de coraceros y cazadores. Mandaba en jefe el general Dupont, y las tres divisiones en que se distribuía aquel cuerpo de ejército estaban a cargo de los generales Barbou, Vedel y Malher, y al del piamontés Fresia la caballería. Empezó a entrar en España sin convenio anterior ni conformidad del gabinete de Francia con el nuestro, con arreglo a lo prevenido en la convención secreta de Fontainebleau: infracción precursora de otras muchas. Dupont llegó a Irún el 22 de diciembre, y en enero estableció su cuartel general en Valladolid, con partidas destacadas camino de Salamanca, como si hubiera de dirigirse hacia los linderos de Portugal. La conducta del nuevo ejército fue más indiscreta y arrogante que la del primero, y daba indicio de lo que se disponía. Estimulaba con su ejemplo el mismo general en jefe, cuyo comportamiento tocaba a veces en la raya del desenfreno. En Valladolid echó por fuerza de su habitación a los marqueses de Ordoño en cuya casa alojaba, y al fin se vieron obligados a dejársela toda entera a su libre disposición: tal era la dureza y malos tratos, mayormente sensibles por provenir de quien se decía aliado, y por ser en un país en donde era transcurrido un siglo con la dicha de no haber visto ejército enemigo, con cuyo nombre en adelante deberá calificarse al que los franceses habían metido en España.

No se habían pasado los primeros días de enero sin que pisase su territorio otro tercer cuerpo compuesto de 25.000 hombres de infantería y 2700 caballos, que había sido formado de soldados bisoños, trasladados en posta a Burdeos de los depósitos del norte.. Principió a entrar por la frontera el 9 del mismo enero, siendo capitaneado por el mariscal Moncey, y con el nombre de cuerpo de observación de las costas del océano: era el general Harispe jefe de estado mayor; mandaba la caballería Grouchy, y las respectivas divisiones Musnier de la Converserie, Morlot y Gobert. Prosiguió su marcha hasta los lindes de Castilla, como si no hubiera hecho otra cosa que continuar por provincias de Francia, prescindiendo de la anuencia del gobierno español, y quebrantando de nuevo y descaradamente los conciertos y empeños con él contraídos.

p. 48Inquietaba a la corte de Madrid la conducta extraña e inexplicable de su aliado, y cada día se acrecentaba su sobresalto con los desaires que en París recibían Izquierdo y el embajador príncipe de Maserano. Napoleón dejaba ver más a las claras su premeditada resolución, y a veces despreciando altamente al príncipe de la Paz, censuraba con acrimonia los procedimientos de su administración. Desatendía de todo punto sus reclamaciones, y respondiendo con desdén al manifestado deseo de que se mudase al embajador Beauharnais a causa de su oficiosa diligencia en el asunto del proyectado casamiento, dio por último en el Monitor de 24 de enero un auténtico y público testimonio del olvido en que había echado el tratado de Fontainebleau y al mismo tiempo dejó traslucir las tramas que contra España urdía. Se insertaron pues en el diario de oficio dos exposiciones del ministro Champagny, una atrasada del 21 de octubre, y otra más reciente del 2 de enero de aquel año. La primera se publicó, digámoslo así, para servir de introducción a la segunda, en la que después de considerar al Brasil como colonia inglesa, y de congratularse el ministro de que por lo menos se viese Portugal libre del yugo y fatal influjo de los enemigos del Continente, concluía con que intentando estos dirigir expediciones secretas hacia los mares de Cádiz, la península entera fijaría la atención de S. M. I. Acompañó a las exposiciones un informe no menos notable del ministro de la guerra Clarke con fecha de 6 de enero, en el que se trataba de demostrar la necesidad de exigir la conscripción de 1809 para formar el cuerpo de observación del océano, sobre el que nada se había hablado ni comunicado anteriormente al gobierno español: inútil es recordar que el sumiso senado de Francia concedió pocos días después el pedido alistamiento. Puestas de manifiesto cada vez más las torcidas intenciones del gabinete de Saint-Cloud, llegamos ya al estrecho en que todo disfraz y disimulo se echó a un lado, y en que cesó todo género de miramientos.

En 1.º de febrero hizo Junot saber al público por medio de una proclama «que la casa de Braganza había cesado de reinar, y que el emperador Napoleón habiendo tomado bajo su protección el hermoso país de Portugal, quería que fuese administrado y gobernado en su totalidad a nombre suyo y por el general en jefe de su ejército.» Así se desvanecieron los sueños de soberanía del deslumbrado Godoy, y se frustraron a la casa de Parma las esperanzas de una justa y debida indemnización. Junot se apoderó del mando supremo a nombre de su soberano, extinguió la regencia elegida por el príncipe Don Juan antes de su embarco, reemplazándola con un consejo de regencia de que él mismo era presidente. Y para colmar de amargura a los portugueses y aumentar, si era posible, su descontento, publicó en el mismo día un decreto de Napoleón, dado en Milán a 23 de diciembre, por el que se imponía a Portugal una contribución extraordinaria de guerra de cien millones de francos, como redención, decía, de todas las propiedades pertenecientes a particulares; se secuestraban también todos los bienes y heredamientos de la familia real, y de los hidalgos que habían seguido su suerte. Con estas arbitrarias disposiciones trataba a Portugal, que no había hecho insulto ni resistencia alguna, como país conquistado, y le trataba con dureza digna de la edad media. Gravar extraordinariamente con cien millones de francos a un reino de la extensión y riqueza de Portugal, al paso que con la adopción del sistema continental se le privaba de sus principales recursos, era lo mismo que decretar su completa ruina y aniquilamiento. No ascendía probablemente a tanto la moneda que era necesaria para los cambios y diaria circulación, y hubiera sido materialmente imposible realizar su pago si Junot convencido de las insuperables dificultades que se ofrecían para su pronta e inmediata exacción, no hubiera fijado plazos, y acordado ciertas e indispensables limitaciones. De ofensa más bien que de suave consuelo pudiera graduarse el haber trazado al margen de destructoras medidas un cuadro lisonjero de la futura felicidad de Portugal, con la no menos halagüeña esperanza de que nuevos Camoens nacerían para ilustrar el parnaso lusitano. A poder reanimarse las muertas cenizas del cantor de Gama, solo hubieran tomado vida para alentar a sus compatriotas contra el opresor extranjero, y para excitarlos vigorosamente a que no empañasen con su sumisión las inmortales glorias adquiridas por sus antepasados hasta en las regiones más apartadas del mundo.

Todavía no había llegado el oportuno momento de que el noble orgullo de aquella nación abiertamente se declarase; pero queriendo con el silencio expresar de un modo significativo los sentimientos que abrigaba en su generoso pecho, tres fueron los solos habitantes de Lisboa que iluminaron sus casas en celebridad de la mudanza acaecida.

Los temores que a Junot infundía la injusticia de sus procedimientos, le dictaron acelerar la salida de las pocas y antiguas tropas portuguesas que aún existían, y formando de ellas una corta división de apenas 10.000 hombres, dio el mando al marqués de Alorna, y no se había pasado un mes cuando tomaron el camino de Valladolid. Gran número desertó antes de llegar a su destino.

Clara ya y del todo descubierta la política de Napoleón respecto de Portugal, disponían en tanto los fingidos aliados de España dar al mundo una señalada prueba de alevosía. Por las estrechuras de Roncesvalles se encaminó hacia Pamplona el general D’Armagnac con tres batallones, y presentándose repentinamente delante de aquella plaza, se le permitió sin obstáculo alojar dentro sus tropas: no contento el francés con esta demostración de amistad y confianza, solicitó del virrey marqués de Vallesantoro meter en la ciudadela dos batallones de suizos, socolor de tener recelos de su fidelidad. Negose a ello el virrey alegando que no le era lícito acceder a tan grave propuesta sin autoridad de la corte: adecuada contestación y digna del debido elogio, si la vigilancia hubiera correspondido a lo que requería la crítica situación de la plaza. Pero tal era el descuido, tal el incomprensible abandono, que hasta dentro de la misma ciudadela iban todos los días los soldados franceses a buscar sus raciones, sin que se tomasen ni las comunes precauciones de tiempo de paz. No así desprevenido el general D’Armagnac se había de antemano hospedado en casa del marqués de Besolla, porque situado aquel edificio al remate de la explanada y en frente de la puerta principal de la ciudadela, podía desde allí con más facilidad acechar el oportuno momento para la ejecución de su alevoso designio. Viendo frustrado su primer intento con la repulsa del virrey, ideó el francés recurrir a un vergonzoso ardid. Uno a uno y con estudiada disimulación mandó que en la noche del 15 al 16 de febrero pasasen con armas a su posada cierto número de granaderos, al paso que en la mañana siguiente soldados escogidos, guiados bajo disfraz por el jefe de batallón Robert, acudieron a la ciudadela a tomar los víveres de costumbre. Nevaba, y bajo pretexto de aguardar a su jefe empezaron los últimos a divertirse tirándose unos a otros pellas de nieve: distrajeron con el entretenimiento la atención de los soldados españoles, y corriendo y jugando de aquella manera se pusieron algunos sobre el puente levadizo para impedir que le alzasen. A poco y a una señal convenida se abalanzaron los restantes al cuerpo de guardia, desarmaron a los descuidados centinelas, y apoderándose de los fusiles del resto de la tropa colocados en el armero, franquearon la entrada a los granaderos ocultos en casa de D’Armagnac, a los que de cerca siguieron todos los demás. La traición se ejecutó con tanta celeridad que apenas había recibido la primera noticia el desavisado virrey, cuando ya los franceses se habían del todo posesionado de la ciudadela. D’Armagnac le escribió entonces, a manera de satisfacción, un oficio en que al paso que se disculpaba con la necesidad, lisonjeábase de que en nada se alteraría la buena armonía propia de dos fieles aliados: género de mofa con que hacía resaltar su fementida conducta.

Por el mismo tiempo se había reunido en los Pirineos orientales una división de tropas italianas y francesas, compuesta de 11.000 hombres de infantería y 1700 de caballería: en 4 de febrero tomó en Perpiñán el mando el general Duhesme, quien en sus memorias cuenta solo disponibles 7000 soldados: a sus órdenes estaban el general italiano Lecchi y el francés Chabran. A pocos días penetraron por la Junquera dirigiéndose a Barcelona con intento, decían, de proseguir su viaje a Valencia. Antes de avistar los muros de la capital de Cataluña recibió Duhesme una intimación del capitán general conde de Ezpeleta, sucesor por aquellos días del de Santa Clara para suspender su marcha hasta tanto que consultase a la corte. Completamente ignoraba esta el envío de tropas por el lado oriental de España, ni el embajador francés había siquiera informado de la novedad, tanto más importante cuanto Portugal no podía servir de capa a la reciente expedición. Duhesme lejos de arredrarse con el requerimiento de Ezpeleta, contestó de palabra con arrogancia que a todo evento llevaría a cabo las órdenes del emperador, y que sobre el capitán general de Cataluña recaería la responsabilidad de cualquiera desavenencia. Celebró un consejo el conde de Ezpeleta, y en él se acordó permitir la entrada en Barcelona a las tropas francesas. Así lo realizaron el 13 de aquel mes quedando no obstante en poder de la guarnición española Monjuich y la ciudadela. Pidió Duhesme que en prueba de buena armonía se dejase a sus tropas alternar con las nacionales en la guardia de todas las puertas. Falto de instrucciones y temeroso de la enemistad francesa accedió Ezpeleta con harta si bien disculpable debilidad a la imperiosa demanda, colocando Duhesme en la puerta principal de la misma ciudadela una compañía de granaderos, en cuyo puesto había solamente 20 soldados españoles. Pesaroso el capitán general de haber llevado tan allá su condescendencia, rogó al francés que retirase aquel piquete; pero muy otras eran las intenciones del último, no contentándose ya con nada menos que con la total ocupación. Andaba también Duhesme más receloso a causa de la llegada a Barcelona del oficial de artillería Don Joaquín Osma, a quien suponía enviado con especial encargo de que se velase a la conservación de la plaza, probable conjetura en efecto si en Madrid hubiera habido sombra de buen gobierno; mas era tan al contrario, que Osma había sido comisionado para facilitar a los aliados cuanto apeteciesen, y para recomendar la buena armonía y mejor trato. Solo se le insinuó en instrucción verbal que procurase de paso indagar en las conversaciones con los oficiales cuál fuese el verdadero objeto de la expedición, como si para ello hubiera habido necesidad de correr hasta Barcelona, y de despachar expresamente un oficial de explorador.

Trató en fin Duhesme de apoderarse por sorpresa de la ciudadela y de Monjuich el 28 de febrero: fue estimulado con el recibo aquel mismo día de una carta escrita en París por el ministro de la Guerra, en la que le suponía dueño de los fuertes de Barcelona; tácito modo de ordenar lo que a las claras hubiera sido inicuo y vergonzoso. Para adormecer la vigilancia de los españoles esparcieron los franceses por la ciudad que se les había enviado la orden de continuar su camino a Cádiz, mentirosa voz que se hacía más verosímil con la llegada del correo recibido. Dijeron también que antes de la partida debían revistar las tropas, y con aquel pretexto las juntaron en la explanada de la ciudadela, apostando en el camino que de allí va a la Aduana un batallón de vélites italianos, y colocando la demás fuerza de modo que llamase hacia otra parte la atención de los curiosos. Hecha la reseña de algunos cuerpos se dirigió el general Lecchi, con grande acompañamiento de estado mayor, del lado de la puerta principal de la ciudadela, y aparentando comunicar órdenes al oficial de guardia se detuvo en el puente levadizo para dar lugar a que los vélites, cuya derecha se había apoyado en la misma estacada, avanzasen cubiertos por el revellín que defiende la entrada: ganaron de este modo el puente embarazado con los caballos, después de haber arrollado al primer centinela, cuya voz fue apagada por el ruido de los tambores franceses que en las bóvedas resonaban. Entonces penetró Lecchi dentro del recinto principal con su numerosa comitiva, le siguió el batallón de vélites y la compañía de granaderos, que ya de antemano montaba la guardia en la puerta principal, reprimió a los 20 españoles, obligados a ceder al número y a la sorpresa: cuatro batallones franceses acudieron después a sostener al que primero había entrado a hurtadillas, y acabaron de hacerse dueños de la ciudadela. Dos batallones de guardias españolas y valonas la guarnecían; pero llenos de confianza oficiales y soldados habían ido a la ciudad a sus diversas ocupaciones, y cuando quisieron volver a sus puestos encontraron resistencia en los franceses, quienes al fin se lo permitieron después de haber tomado escrupulosas precauciones. Los españoles pasaron luego la noche y casi todo el siguiente día formados enfrente de sus nuevos y molestos huéspedes; e inquietos estos con aquella hostil demostración, lograron que se diese orden a los nuestros de acuartelarse fuera, y evacuar la plaza. Santilly, comandante español, así que vio tan desleal proceder, se presentó a Lecchi como prisionero de guerra, quien osando recordarle la amistad y alianza de ambas naciones, al mismo tiempo que arteramente quebrantaba todos los vínculos, le recibió con esmerado agasajo.

Entretanto y a la hora en que parte de la guarnición había bajado a la ciudad, otro cuerpo francés se avanzaba hacia Monjuich. La situación elevada y descubierta de este fuerte impidió a los extranjeros tocar sin ser vistos el pie de los muros. Al aproximarse se alzó el puente levadizo, y en balde intimó el comandante francés Floresti que se le abriesen las puertas: allí mandaba Don Mariano Álvarez. Desconcertado Duhesme en su doloso intento recurrió a Ezpeleta, y poniendo por delante las órdenes del emperador le amenazó tomar por fuerza lo que de grado no se le rindiese. Atemorizado el capitán general ordenó la entrega: dudó Álvarez un instante; mas la severidad de la disciplina militar, y el sosiego que todavía reinaba por todas partes, le forzaron a obedecer al mandato de su jefe. Sin embargo habiéndose conmovido algún tanto Barcelona con la alevosa ocupación de la ciudadela, se aguardó a muy entrada la noche para que sin riesgo pudiesen los franceses entrar en el recinto de Monjuich.

Irritados a lo sumo con semejantes y repetidas perfidias los generosos pechos de los militares españoles, se tomaron exquisitas providencias para evitar un compromiso, y dejando en Barcelona a los guardias españolas y valonas con la artillería, se mandó salir a Villafranca al regimiento de Extremadura.

Al paso por Figueras había Duhesme dispuesto que se detuviese allí alguna de su gente, alegando especiosos pretextos. Durante más de un mes permanecieron dichos soldados tranquilos, hasta que ocupados todos los fuertes de Barcelona trataron de apoderarse de la ciudadela de San Fernando con la misma ruin estratagema empleada en las otras plazas. Estando los españoles en vela acudieron a tiempo a la sorpresa y la impidieron; mas el gobernador anciano y tímido dio permiso dos días después al mayor Piat para que encerrase dentro 200 conscriptos, bajo cuyo nombre metió el francés soldados escogidos, los cuales con otros que a su sombra entraron se enseñorearon de la plaza el 18 de marzo, despidiendo muy luego el corto número de españoles que la guarnecían.

Pocos días antes había caído en manos de los falsos amigos la plaza de San Sebastián: era su gobernador el brigadier español Daiguillon, y comandante del fuerte de Santa Cruz el capitán Douton. Advertido aquel por el cónsul de Bayona de que Murat, gran duque de Berg, le había indicado en una conversación cuán conveniente sería para la seguridad de su ejército la ocupación de San Sebastián, dio parte de la noticia al duque de Mahón, comandante general de Guipúzcoa, recién llegado de Madrid. Inmediatamente consultó este al príncipe de la Paz, y antes de que hubiera habido tiempo para recibir contestación, el general Monthion, jefe de estado mayor de Murat, escribió a Daiguillon participándole cómo el gran duque de Berg había resuelto que los depósitos de infantería y caballería de los cuerpos que habían entrado en la península se trasladasen de Bayona a San Sebastián,[ y que fuesen alojados dentro, debiendo salir para aquel destino del 4 al 5 de marzo. Apenas había el gobernador abierto esta carta cuando recibió otra del mismo jefe avisándole que los depósitos, cuya fuerza ascendería a 350 hombres de infantería y 70 de caballería, saldrían antes de lo que había anunciado. Comunicados ambos oficios al duque de Mahón, de acuerdo con el gobernador y con el comandante del fuerte, respondió el mismo duque rogando al de Berg que suspendiese su resolución hasta que le llegase la contestación de la corte, y ofreciendo entretanto alojar con toda comodidad fuera de la plaza y del alcance del cañón los depósitos de que se trataba. Ofendido el príncipe francés de la inesperada negativa escribió por sí mismo en 4 de marzo una carta altiva y amenazadora al duque de Mahón, quien no desdiciendo entonces de la conducta propia de un descendiente de Crillon, replicó dignamente y reiteró su primera respuesta. Grande sin embargo era su congoja y arriesgada su posición, cuando la flaca condescendencia del príncipe de la Paz, y la necesidad en que había estrechado a este su culpable ambición, sacaron a todos los jefes de San Sebastián de su terrible y crítico apuro. Al margen del oficio que en consulta se le había escrito puso el generalísimo Godoy de su mismo puño, fecha 3 de marzo «que ceda el gobernador la plaza, pues no tiene medio de defenderla; pero que lo haga de un modo amistoso según lo han practicado los de las otras plazas, sin que para ello hubiese ni tantas razones ni motivos de excusa como en San Sebastián.» De resultas ocupó con los depósitos la plaza y el puerto el general Thouvenot.

He aquí el modo insidioso con que en medio de la paz y de una estrecha alianza se privó a España de sus plazas más importantes: perfidia atroz, deshonrosa artería en guerreros envejecidos en la gloriosa profesión de las armas, ajena e indigna de una nación grande y belicosa. Cuando leemos en la juiciosa historia de Coloma el ingenioso ardid con que Fernando Tello Portocarrero sorprendió a Amiens, notamos en la atrevida empresa agudeza en concebirla, bizarría en ejecutarla y loable moderación al alcanzar el triunfo. La toma de aquella plaza, llave entonces de la frontera de Francia del lado de la Picardía, y cuya sorpresa, según nos dice Sully, oprimió de dolor a Enrique IV, era legítima: guerra encarnizada andaba entre ambas naciones, y era lícito al valor y a la astucia buscar laureles que no se habían de mancillar con el quebrantamiento de la buena fe y de la lealtad. El bastardo proceder de los generales franceses no solo era escandaloso por el tiempo y por el modo, sino que también era tanto menos disculpable cuanto era menos necesario. Dueño el gobierno francés de la débil voluntad del de Madrid le hubiera bastado una mera insinuación, sin acudir a la amenaza, para conseguir del obsequioso y sumiso aliado la entrega de todas las plazas, como lo ordenó con la de San Sebastián.

Tampoco echó Napoleón en olvido la marina, pidiendo con ahínco que se reuniesen con sus escuadras las españolas. En consecuencia diose el 7 de febrero la orden a Don Cayetano Valdés, que en Cartagena mandaba una fuerza de seis navíos, de hacerse a la vela dirigiendo su rumbo a Toulon. Afortunadamente vientos contrarios, y, según se cree, el patriótico celo del comandante, impidieron el cumplimiento de la orden, tomando la escuadra puerto en las Baleares.

Hechos de tal magnitud no causaron en las provincias lejanas de España impresión profunda. Ignorábanse en general, o se atribuían a amaños de Godoy: lo dificultoso y escaso de las comunicaciones, la servidumbre de la imprenta, y la extremada reserva del gobierno no daban lugar a que la opinión se ilustrase, ni a que se formase juicio acertado de los acaecimientos. En días como aquellos recoge el poder absoluto con creces los frutos de su imprevisión y desafueros. También los pueblos, si no son envueltos en su ruina, al menos participan bastantemente de sus desgracias; como si la Providencia quisiera castigarlos de su indolencia y culpable sufrimiento.

Por lo demás la corte estaba muy inquieta, y se asegura que el príncipe de la Paz fue de los que primero se convencieron de la mala fe de Napoleón, y de sus depravados intentos: disfrazábalos sin embargo este, ofreciendo a veces en su conducta una alternativa hija quizá de su misma vacilación e incertidumbre: pues al paso que proyectaba y ponía en práctica hacerse dueño de todo Portugal y de las plazas de la frontera, sin miramiento a tratados ni alianzas, no solo regalaba a Carlos IV en los primeros días de febrero, en prueba de su íntima amistad, quince caballos de coche, sino que asimismo le escribía amargas quejas por no haber reiterado la petición de una esposa imperial para el príncipe de Asturias: y si bien no era unión esta apetecible para Godoy, por lo menos no indicaba Bonaparte con semejante demostración querer derribar del trono la estirpe de los Borbones. Dudas y zozobras asaltaban de tropel la mente del valido, cuando la repentina llegada por el mes de febrero de su confidente. Don Eugenio Izquierdo acabó de perturbar su ánimo. En la numerosa corte que le tributaba continuado y lisonjero incienso, prorrumpía en expresiones propias de hombre desatentado y descompuesto. Hablaba de su grandeza, de su poderío; usaba de palabras poco recatadas, y parecía presentir la espantosa desgracia que como en sombra ya le perseguía. Interpretábase de mil maneras la apresurada venida de Izquierdo, y nada por entonces pudo traslucirse, sino que era de tal importancia, y anunciadora de tan malas nuevas, que los reyes y el privado despavoridos preparábanse a tomar alguna impensada y extraordinaria resolución.

Por una nota que después en 24 de marzo escribió Izquierdo, y por lo que hemos oído a personas con él conexionadas, podemos fundadamente inferir que su misión ostensible se dirigía a ofrecer de un modo informal ciertas ideas al examen del gobierno español, y a hacer sobre ellas varias preguntas; pero que el verdadero objeto de Napoleón fue infundir tal miedo en la corte de Madrid, que la provocase a imitar a la de Portugal en su partida, resolución que le desembarazaba del engorroso obstáculo de la familia real, y le abría fácil entrada para apoderarse sin resistencia del vacante y desamparado trono español. Las ideas y preguntas arriba indicadas fueron sugeridas por Napoleón y escritas por Izquierdo. Reducíanse con corta variación a las que él mismo extendió en la nota antes mencionada de 24 de marzo, y que recibida después del levantamiento de Aranjuez, cayó en manos de los adversarios de Godoy. Eran pues las proposiciones en ella contenidas:

1.ª Comercio libre para españoles y franceses en sus respectivas colonias.

2.ª Trocar las provincias del Ebro allá con Portugal, cuyo reino se daría en indemnización a España. 3.ª Un nuevo tratado de alianza ofensiva y defensiva.

4.ª Arreglar la sucesión al trono de España: y

5.ª Convenir en el casamiento del príncipe de Asturias con una princesa imperial: el último artículo no debía formar parte del tratado principal.

Es inútil detenerse en el examen de estas proposiciones que hubieran ofrecido materia a reflexiones importantes, si hubieran sido objeto de algún tratado o seria discusión. Admira no obstante la confianza o más bien el descaro con que se presentaron sin hacerse referencia al tratado de Fontainebleau, para cuya entera anulación no había España dado ni ocasión ni pretexto. La misión de Izquierdo produjo el deseado efecto; y aunque el 10 de marzo salió para París con nuevas instrucciones y carta de Carlos IV, habíanse ya perdido las esperanzas de evitar el terrible golpe que amenazaba.

El gobierno francés no había interrumpido el envío sucesivo de tropas y oficiales, y en el mes de marzo se formó un nuevo cuerpo llamado de observación de los Pirineos occidentales que ascendía a 19.000 hombres, sin contar con 6000 de la guardia imperial, en cuyo número se distinguían mamelucos, polacos y todo género y variedad de uniformes propios a excitar la viva imaginación de los españoles. Se encomendó esta fuerza al mando de Bessières, duque de Istria: parte de los cuerpos se acabaron de organizar dentro de la península, y era continuado su movimiento y ejercicio.

Había ya en el corazón de España, aun no incluyendo los de Portugal, 100.000 franceses, sin que a las claras se supiese su verdadero y determinado objeto, y cuya entrada, según dejamos dicho, había sido contraria a todo lo que solemnemente se había estipulado entre ambas naciones. Faltaban a los diversos cuerpos en que estaba distribuido el ejército francés un general en jefe, y recayó la elección en Murat, gran duque de Berg, con título de lugarteniente del emperador, de quien era cuñado. Llegó a Bayona en los primeros días de marzo, solo y sin acompañamiento; pero le habían precedido y le seguían oficiales sueltos de todas graduaciones, quienes debían encargarse de organizar y disciplinar los nuevos alistados que continuamente se remitían a España. Llegó Murat a Burgos el 13 de marzo, y en aquel día dio una proclama a sus soldados «para que tratasen a los españoles, nación por tantos títulos estimable, como tratarían a los franceses mismos; queriendo solamente el emperador el bien y felicidad de España.»

Tantas tropas y tan numerosos refuerzos que cada día se internaban más y más en el reino; tanta mala fe y quebrantamiento de solemnes promesas, el viaje de Izquierdo y sus temores; tanto cúmulo en fin de sospechosos indicios impelieron a Godoy a tomar una pronta y decisiva resolución. Consultó con los reyes y al fin les persuadió lo urgente que era pensar en trasladarse del otro lado de los mares. Pareció antes oportuno, como paso previo, adoptar el consejo dado por el príncipe de Castel-Franco de retirarse a Sevilla, desde donde con más descanso se pondrían en obra y se dirigirían los preparativos de tan largo viaje. Para remover todo género de tropiezos se acordó formar un campo en Talavera, y se mandó a Solano que de Portugal se replegase sobre Badajoz. Estas fuerzas con las que se sacarían de Madrid, debían cubrir el viaje de SS. MM., y contener cualquiera movimiento que los franceses intentaran para impedirle. También se mandó a las tropas de Oporto, cuyo digno general Taranco había fallecido allí de un cólico violento, que se volviesen a Galicia; y se ofició a Junot para que permitiese a Carrafa dirigirse con sus españoles hacia las costas meridionales, en donde los ingleses amenazaban desembarcar; artificio, por decirlo de paso, demasiado grosero para engañar al general francés. Fue igualmente muy fuera de propósito enviar a Dupont un oficial de estado mayor para exigirle aclaración de las órdenes que había recibido, como si aquel hubiera de comunicarlas, y como si en caso de contestar con altanería estuviera el gobierno español en situación de reprimir y castigar su insolencia.

Tales fueron las medidas preliminares que Godoy miró como necesarias para el premeditado viaje; pero inesperados trastornos desbarataron sus intentos, desplomándose estrepitosamente el edificio de su valimiento y grandeza.

 

 

LIBRO SEGUNDO.

 

Primeros indicios del viaje de la corte. — Orden para que la guarnición de Madrid pase a Aranjuez. — Proclama de Carlos IV de 16 de abril. — Conducta del embajador de Francia y de Murat. — Síntomas de una conmoción. — Primera conmoción de Aranjuez. — Decreto de Carlos IV: prisión de Don Diego Godoy. — Continúa la agitación y temores de otra conmoción. — Segunda conmoción de Aranjuez. — Prisión de Godoy. — Retrato de Godoy. — Tercer alboroto de Aranjuez. — Abdicación de Carlos IV el 19 de marzo. — Conmoción de Madrid del 19 y 20 de marzo. — Alborotos de las provincias. — Juicio sobre la abdicación de Carlos IV. — Ministros del nuevo monarca. — Escóiquiz. — El duque del Infantado. — El duque de San Carlos. — Primeras providencias del nuevo reinado. — Proceso del príncipe de la Paz y de otros, 23 de marzo. — Grandes enviados para obsequiar a Murat y a Napoleón. — Avanza Murat hacia Madrid. — Entrada de Fernando en Madrid en 24 de marzo. — Conducta impropia de Murat. — Opinión de España sobre Napoleón. — Juicio sobre la conducta de Napoleón. — Propuesta de Napoleón a su hermano Luis. — Correspondencia entre Murat y los reyes padres. — Juicio sobre la protesta. — Siguen los tratos entre Murat y los reyes padres. — Desasosiego en Madrid. — Llega Escóiquiz a Madrid en 28 de marzo. — Fernán Núñez en Tours. — Entrega de la espada de Francisco I. — Carta de Napoleón a Murat. — Viaje del infante Don Carlos. — Llegada a Madrid del general Savary. — Aviso de Hervás. — 10 de abril: salida del rey para Burgos. — Nombramiento de una junta suprema. — Sobre el viaje del rey. — Llega el rey el 12 de abril a Burgos. — Llega a Vitoria el 14. — Escribe Fernando a Napoleón: contesta este en 17 de abril. — Seguridad que da Savary. — Tentativas o proposiciones para que el rey se escape. — Proclama al partir el rey de Vitoria. — Sale de Vitoria el 19 de abril. — 20 de abril: entrada del rey en Bayona. — Sigue la correspondencia entre Murat y los reyes padres. — Pasan los reyes padres al Escorial. — Entrega de Godoy en 20 de abril. — Quejas y tentativas de Murat. — Reclama Carlos IV la corona, y anuncia su viaje a Bayona. — Inquietud en Madrid. — Alboroto en Toledo. — En Burgos. — Conducta altanera de Murat. — Conducta de la junta, y medidas que propone. — Creación de una junta que la sustituya. — Llegada a Madrid de D. Justo Ibarnavarro. — Posición de los franceses en Madrid. — Revistas de Murat. — Pide la salida para Francia del infante Don Francisco y reina de Etruria. — 2 de mayo. — Salida de los infantes para Francia el 3 y el 4. — Llega Napoleón a Bayona. — Se anuncia a Fernando que renuncie. — Conferencias de Escóiquiz y Cevallos. — Llegada de Carlos IV a Bayona. — Come con Napoleón. — Comparece Fernando delante de su padre. — Condiciones de Fernando para su renuncia. — No se conforma el padre. — Comparece por segunda vez Fernando delante de su padre. — Renuncia Carlos IV en Napoleón. — Carlos IV y María Luisa. — Renuncia de Fernando como príncipe de Asturias. — La reina de Etruria. — Planes de evasión. — Se interna en Francia a la familia real de España. — Inacción de la junta de Madrid. — Murat presidente de la junta. — Equívoca conducta de la junta. — Napoleón piensa dar la corona de España a José. — Diputación de Bayona. — Medidas de precaución de Murat.

 

 

HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA