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SALA DE LECTURA BIBLIOTECA TERCER MILENIO

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EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA.

PERSAS Y GRIEGOS.

 

 

PRIMERA PARTE . JERJES Y TEMÍSTOCLES

 

1. EL IMPERIO PERSA Y LOS GRIEGOS ALREDEDOR DEL 520 A.C.

2. LA CAÍDA DE LA TIRANÍA ÁTICA Y LAS REFORMAS DE CLÌSTENES

3. LA SUBLEVACIÓN JÓNICA Y LAS GUERRAS MÉDICAS HASTA LA BATALLA DE MARATÓN

4. LOS PREPARATIVOS BÉLICOS Y LA EXPEDICIÓN DE JERJES

 

 

SEGUNDA PARTE . PERICLES

 

5. LA FUNDACION DE LA LIGA MARITIMA DÉLICO-ÁTICA Y EL ORIGEN DE LA RIVALIDAD ENTRE ATENAS Y ESPARRA

6. PERICLES Y LA DEMOCRACIA ÁTICA

7. LA VIDA CULTURAL E INTEECTUAL EN LA ÉPOCA DE PERICLES

 

TERCERA PARTE. LA GUERRA DEL PELOPONESO.

 

8. LA GUERRA DEL PELOPONESO (431-404 a. C.)

9. LOS GRIEGOS OCCIDENTALES EN EL SIGLO V a. C.

10. LA HEGEMONÍA DE ESPARTA Y LA GUERRA DE CORINTO (404-386 a. C.)

 

CUARTA PARTE. SÓCRATES, PLATÓN Y ARISTÓTELES

 

11. LA DISGREGACIÓN DEL MUNDO GRIEGO Y EL IDEAL DE LA PAZ (386—362 a. C.)

12. LOS GRIEGOS OCCIDENTALES EN EL SIGLO L IV a. C.

13. LA CULTURA GRIEGA EN EL SIGLO IV a. C.

 

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14. El ascenso de Macedonia bajo el rey Filipo II (359- 336 a. C.)

15. Alejandro y la conquista de Persia (336-323 a. C.)

16. Egipto y el Imperio persa

17. Mesopotamia durante el dominio persa

18. El judaismo palestino en el período persa

19. Siria bajo los persas

20. Arabia

 

CONCLUSION

 

INTRO

ORIGEN DE LOS GRIEGOS

 

Homero y los aqueos


En el umbral mismo de nuestra civilización occidental, dos grandes monumentos literarios sorprenden el ánimo por su magnitud y belleza: son las dos epopeyas griegas la Ilíada y la Odisea, atribuidas desde la antigüedad a un bardo llamado Homero. Los antiguos nos dejaron solamente biografías fantásticas del poeta. Creyeron, eso sí, en la existencia de un cantor de profesión y ciego de nacimiento llamado Homero, posiblemente natural de Esmirna o de Chíos, porque usa un dialecto jónico y porque, refiriéndose en la litada a Locris, dice que está al otro lado de la isla de Eubea, o sea en la costa occidental de aquélla, lo que no podría afirmar si hablara el autor desde la Grecia europea. Pero excepto estos dos datos, sólo fábulas conocemos acerca del supuesto autor de tales obras.

Por muchas razones filológicas e históricas, hoy se cree que los poemas homéricos datan del siglo VIII o IX a. C. El nombre de Homero, sin embargo, no aparece mencionado hasta el año 550 por Jenófanes, y hasta un siglo más tarde no cita Heródoto la Ilíada y la Odisea. Existe, pues, un período de cerca de quinientos años en que reina la más completa oscuridad acerca de Homero y los poemas homéricos. El hecho de no ser mencionados no quiere decir que no existieran, pues no se explicaría la gran popularidad de que gozaban más tarde sin un largo período de tiempo para difundir su relato y labrar su reputación. Durante la época clásica, Homero era casi el único texto indiscutible de las escuelas y había eruditos que podían recitar de memoria trece mil versos de la Ilíada y otros tantos de la Odisea. En uno de los diálogos de Jenofonte, uno de los interlocutores dice así: “Deseando mi padre hacerme un hombre bueno, me obligó a aprender de memoria toda la poesía de Homero, de manera que ahora puedo repetir la Ilíada y la Odisea sin equivocarme”.

Para enseñar y comentar a Homero había centros especiales; el más famoso era el de Chíos, donde un grupo de poetas que se llamaban “Los homéridas” pretendía hacer descender su tradición del propio Homero. En la edad de oro de la Grecia clásica son innumerables las manifestaciones de lo que podríamos llamar el culto de Homero. Oyendo Hicrón, tirano de Siracusa, a Jenófanes, que criticaba la manera de presentar Homero a los dioses, replicóle diciendo: “Este Homero que vos criticáis tiene, no obstante estar muerto y enterrado, más de diez mil poetas que le sirven, mientras que vos, estando vivo, no podéis mantener ni siquiera un criado”. Platón llama a Homero “el más sabio” y “el más divino de los poetas”, “el poeta entendido en todas las cosas”. Aristóteles, Virgilio, Horacio, Quintiliano, Séneca y Cicerón prodigan sus elogios al divino Homero; Sócrates muere recitando uno de sus versos, y al Petrarca se le encuentra muerto con la cabeza doblada sobre un manuscrito de la Ilíada. Milton imita a Homero sin escrúpulo. Goethe dice que sus poemas deben leerse cada año; Schiller no sabe cómo expresar su admiración, su agradecimiento; Mistral empieza su Miréio llamándose “indigno aprendiz, del gran Homero”. Se suceden los siglos, las generaciones cambian de ideales, pero continúa hasta nuestros días el “culto” a Homero. Shelley dice: “¡Qué sería de nuestra humanidad si Homero y Shakespeare no hubiesen escrito!”. Es indudable, dice el profesor Lang, de Cambridge, que si se nos diera a escoger entre Homero y toda la restante poesía griega, nos quedaríamos con Homero. Es el más antiguo, pero él solo pesa más que toda la subsiguiente producción literaria de Grecia. De los papiros griegos encontrados en Egipto con fragmentos literarios, la mitad son de la Ilíada y la Odisea.

Y lo sorprendente es que estos dos tesoros de maravillosa belleza han llegado hasta nosotros íntegros, perfectos, tal como los leían los griegos de la Grecia clásica. En las citas de los autores antiguos hay algunas variantes, hasta aparecen versos que no se hallan en nuestro texto, pero ello ocurre con todos los autores: son descuidos inevitables de los copistas. El texto definitivo, la que podríamos llamar edición crítica de Homero, no se redactó hasta el siglo II a. C. y posiblemente la depuraron los bibliotecarios de Alejandría, Aristarco y Calimaco, pero éstos mencionan manuscritos de los poemas homéricos de Cilios, Chipre, Creta; de Sínope, en el mar Negro, e incluso de Marsella, en las Galias.

En un principio, los poemas homéricos debieron de transmitirse por tradición oral, como los Vedas y el Corán, y tantos otros textos sagrados. En la Ilíada y la Odisea nunca se hace mención de la escritura; en cambio, se habla de signos pictográficos. En la Ilíada precisamente se intercala la historia de un joven príncipe, llamado Belerofonte, quien despierta sin motivo los celos de un rey que le hospedara en el destierro; éste le envía a su suegro con un mensaje que Belerofonte no podía descifrar, pero que debía serle fatal si los dioses no le hubieran protegido. “Grabó (el rey) horribles signos en una tableta plegada, encargándole que la mostrara a su suegro para que éste le hiciese perecer.” ¿De qué era esta tableta? Tal vez de metal, aunque más probablemente de arcilla, como las barras con signos que encontró Evans en Cnosos y también las de Pylos.

Actualmente empezarnos a comprender el valor de estos signos. Un joven arquitecto inglés, comparándolos con otros análogos encontrados en Creta, ha podido descifrar algunas palabras que se asemejan a las del griego clásico.

Homero hace mención en la Odisea de cantores profesionales que acompañándose de la cítara improvisan o repiten viejos poemas que saben de memoria. Hasta personas de alcurnia que no tienen fama de poetas, como Aquiles, distraen sus ocios con el canto de poemas épicos. En la Ilíada se dice que Aquiles, pulsando una lira de que se había apoderado en el saqueo de una ciudad, “se deleitaba el alma cantando las glorias de los héroes antiguos”.

Tomando todos estos datos sin prejuicios, he aquí lo que aparece claro: primero, que antes de Homero hubo ya poetas griegos, más antiguos que él, por consiguiente, y que improvisaban cantos épicos; segundo, que estos cantos se transmitían por tradición oral, y que la Ilíada y la Odisea debieron de componerse antes de la introducción del alfabeto en Grecia; tercero, que al ser copiados en manuscritos ya tenían, poco más o menos, la estructura y la forma que tienen hoy; cuarto, que la edición definitiva, revisada y limpia de errores, no se fijó hasta el siglo II a. C. en la biblioteca de Alejandría.

Si el lector ha leído con atención, observará que, a pesar de haber establecido estos cuatro puntos importantes, no conseguimos mucha luz acerca de Homero ni de cómo se produjeron las citadas epopeyas griegas. Vamos, pues, a informar al lector de la llamada “cuestión de Homero”, la más fenomenal disputa literaria que han presenciado los siglos.

En la antigüedad nadie dudó de la existencia de un Homero, pero se levantaron sospechas acerca del número y de la autenticidad de sus obras. Además de la Ilíada y la Odisea, se atribuyeron a Homero otros poemas épicos, que se llamaron el “ciclo” homérico, y unos himnos religiosos, que tienen cierto valor épico. La paternidad de Homero para estos otros poemas e himnos no se sostuvo con calor: ya hemos visto que el joven del diálogo de Jenofonte dice que aprendió a Homero de memoria y puede recitar sus dos epopeyas, pero no menciona ni los himnos ni ningún otro poema. De manera que Homero queda reducido a estas dos obras, y sobre ellas se discute hoy al hablar de Homero. Pero hasta para las dos epopeyas empezaron las dudas en la antigüedad. Algunos gramáticos de Alejandría, llamados corizontes, o separatistas, trataron de separar la Ilíada de la Odisea, atribuyendo esta última a un autor diferente. No encontrando ninguna tradición en el pasado, no pudieron atribuirla a nadie ni tan sólo inventar un misterioso poeta para que fuera este segundo Homero autor de la Odisea, pero insistieron en que ambas obras no eran de un mismo autor.

Los primeros ataques serios contra Homero no empezaron hasta el siglo XVIII, en Francia. Il y a des savantsdice Carlos Perrault-, qui ne croient pas á l’existence d’Homére, el qui disent que l’Iliade et l’Odyssée ne sont qu’un amas de plusieurs petits poémes de divers auteurs qu’on a joints ensemble. C’est l’avis de très habiles gens. L’Abbé d’Aubigriac n’en doutait pas, il avait des mémoires tout écrits.”

Estas ideas del abate de Aubignac fueron repetidas y reforzadas con todo el aparato de la ciencia alemana por Friedrich A. Wolf, profesor de la universidad de Halle. Su libro Prolegómenos de Homero, publicado en 1795, causó gran sensación. Goethe, que se hallaba escribiendo entonces un poema épico, Hermán y Dorotea, parece respirar al verse libre de la pesadilla de un Homero inimitable. Le asustaba la grandeza insuperable de la Ilíada y la Odisea. ¡Si estos poemas, como decía Wolf, eran obra de varios poetas, ya no parecía tan milagrosa su aparición! No obstante, el mismo Goethe escribe a Schiller: “A pesar de las razones de Wolf, estoy cada vez más convencido de la unidad indivisible de la Ilíada; no hay, ni aparecerá nunca, nadie que pueda destruirla”. He aquí, pues, toda la base de la disputa: los Goethe contra los Wolf, los poetas insistiendo en que la Ilíada y la Odisea tienen una unidad indivisible, y los críticos analizando cada concepto, discutiendo cada palabra para encontrar incoherencias, impropiedades y contradicciones.

Obsérvese que decimos incoherencias, impropiedades, contradicciones, y no deci­mos imperfecciones, porque hasta los críticos más severos confiesan que los versos o fragmentos cuya paternidad niegan a Homero son de la mayor belleza. No es poesía lo que falla en aquellas obras, según los críticos, sino orden, encadenación y unidad. Pero cuando tratamos de averiguar lo que, poniéndonos de acuerdo con la crítica, debe considerarse como espurio en la Ilíada, con sorpresa nos encontramos ante una gran diversidad de opiniones. Los profesores de literatura, por lo general alemanes, que tratan de encontrar defectos de composición en Homero, disienten entre sí, y si les hiciéramos dividir la Ilíada y la Odisea en pequeños poemas cortos, notaríamos también que existe gran variedad en sus divisiones. La divergencia, pues, sigue en pie. La “cuestión de Homero” sigue apasionando los ánimos en el momento presente y quién sabe lo que durará, pero la balanza parece caer del lado de un solo Homero, único autor de las cita­das epopeyas. He aquí, para resumir, las tres principales teorías sobre la elaboración de los poemas homéricos:

Primeramente la doctrina de Wolf, según la cual cantores primitivos venían repitiendo desde muy antiguo sagas o cantos populares (que en castellano llamamos romances) de los héroes legendarios, tomando por asunto principal de sus cantares los episodios de la guerra de Troya y el regreso de los caudillos griegos a sus lares. Estos cantos populares fueron conocidos en Atenas al regresar Solón de sus viajes; por lo menos, consta que trabajó para enseñar cómo debían cantarse. Más tarde, continúa diciendo Wolf, en la misma Atenas, Pisístrato y sus hijos nombraron una comisión encargada de “codificar” la Ilíada y la Odisea, como Carlomagno, siglos más tarde, mandó coleccionar los antiguos cantos germánicos. Así, pues, siempre según Wolf y los que le siguen, aquellas obras serían de esos compiladores atenienses, y el legado que hizo Atenas a la humanidad. Hemos de advertir, sin embargo, que no exis­ten referencias de gran antigüedad respecto a esta supuesta comisión literaria nombrada por Pisístrato para fijar el texto de los poemas homéricos; que los héroes de la Ilíada y la Odisea no son atenienses, y que Atenas ocupa un lugar muy secundario en ambos poemas. A pesar de todo esto, la teoría de Wolf es aún tercamente sostenida en Alemania. He aquí algunas “frases académicas” acerca de este punto, verdadera prueba, si no de otra cosa, por lo menos del “furor teutónico”: “La Odisea —exclama Fick—, en su composición, es un insulto a la inteligencia humana”. Lachmann dice: “El que no quiera comprender que los poemas homéricos se compusieron con pequeños cantos populares, perderá el tiempo”. Y, por último, Wilamowitz-Móllendorff, el famoso profesor de Berlín, se atrevió a calificar la Iliada, en su redacción actual, de un miserable trabajo de remendón.

Una segunda escuela, representada en Inglaterra por Leaf, acepta la existencia de ciertos núcleos iniciales para ambas obras, a los que se agregaron cantos y episodios, algunos de ellos embelleciendo, otros estropeando el plan primitivo de los dos poemas. Los partidarios de esta teoría tampoco concuerdan en sus juicios. Para unos, lo que llamaríamos la entraña de la Ilíada es la cólera de Aquiles, para otros es Héctor el héroe principal; unos rechazan la antigüedad de la mayoría de los cantos, otros se limitan a expurgar de ellos cierto número de episodios como interpolaciones posteriores.

Finalmente, existen partidarios de una tercera teoría: sus representantes no pretenden probar ni negar que existiera el tal Homero, se limitan a poner de manifiesto la pobre argumentación de sus contrarios, y así Homero resulta triunfante sin lucha; su mejor defensa es su obra misma. La ironía crítica de estos modernos filólogos recuerda la burla de Luciano, que cansado ya en su tiempo de polémicas acerca de los dos poemas, dice que subió al Olimpo para consultar al propio Homero. Allí encontré) al poeta sumamente irritado porque le separaban de sus libros y aseguraba, además, que había compuesto la Ilíada primero y la Odisea después. Luciano pudo convencerse entonces, por experiencia, de que Homero no tenia nada de ciego.

Así es que dentro de poco, probablemente, estaremos donde estábamos antes de comenzar. Creemos, pues, que si el lector ha llegado hasta aquí estará impaciente tras la descripción de una polémica literaria que no ha producido ningún resultado. Parecerá ridículo, en efecto, que concedamos al problema de los orígenes de aquellos poemas el mismo espacio que al problema de los orígenes de la vida en la Tierra o aun del origen de la Tierra misma. Pero recuerde el pacientísimo lector que la Ilíada y la Odisea no son tan sólo dos monumentos literarios, sino también un archivo de información histórica y lo único que tenemos de su época, que es la primitiva de la Europa actual. Carecemos de documentos e inscripciones del tiempo de Homero, carecemos hasta de monumentos, y hemos de valernos de tales obras si queremos conocer algo de los orígenes de la Grecia histórica. Y si, como decía Shelley, “todos somos griegos” y de Grecia recibimos nuestras leyes, nuestra literatura, filosofía y arte, la Ilíada y la Odisea tienen para todos nosotros un interés mucho más vital que el de su pura belleza artística. Son, podríamos decir, nuestra carta de nobleza, nuestra ejecutoria; hay, pues cierto “interés de familia”, para todos los occidentales, en saber cómo y por quién se redactaron.

Vamos a ver, por fin, en qué consisten estos dos poemas épicos. La Ilíada empieza diciendo que va a tratar de la cólera de Aquiles. Los griegos, llamados aqueos en la Ilíada, hace diez años que están sitiando una ciudad del Asia, a la entrada de los Dardanelos, llamada Troya, porque París, un hijo del rey de Troya, ha robado a Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta. Llamados por Menelao y Agamenón, hermano del ofendido, los príncipes aqueos, aliados, súbditos o confederados de Agamenón y Menelao, se han reunido en Aulida, puerto del estrecho entre Grecia y la isla Eubea. De allí parte la armada.

Cada príncipe aqueo mantiene su autonomía, aunque todos reconocen superioridad en Agamenón, rey de M icenas y hermano del ofendido. Menelao. A menudo los capitanes del ejército acampado delante de Troya desobedecen a Agamenón, y aun Aquiles llega a insultarle, llamándole “cara de perro” y cosas peores; pero Agamenón mantiene su condición de jefe supremo, de primus ínter pares. Pero volvamos al asunto de la Ilíada, o sea la cólera de Aquiles. Agamenón, abusando de su autoridad, ha tomado para sí una esclava de Aquiles y este atropello llena de rabia al héroe, el cual se retira a su campamento para vengarse, abandonando a sus aliados los aqueos. Sin la ayuda de Aquiles, los aqueos no pueden resistir a los troyanos, y éstos, guiados por Héctor, llegan hasta los navíos de los aqueos, que están varados en hilera a lo largo de la playa. El desastre es inminente: Agamenón, Menelao y otros héroes aqueos están heridos y fuera de combate; sólo en este instante Aquiles, sintiéndose vengado ya, y por propia seguridad, permite que su amigo Patroclo se revista con sus propias armas y salga a rechazar a los victoriosos troyanos.

Pero Héctor mata a Patroclo y se apodera del escudo y coraza de Aquiles y a éste no le queda otro remedio que combatir personalmente. Los dioses procuran a Aquiles nuevas armas, fabricadas por él propio Vulcano, y revestido con ellas, Aquiles vence a Héctor y vuelve arrastrando su cadáver al campamento, aclamado por la multitud de los aqueos, que respiran al fin, libres de su poderoso enemigo. Aquí debería acabar, según los eruditos, el poema de la cólera de Aquiles, pero el poeta lo hizo seguir de un penúltimo canto en que narra los funerales de Patroclo y de otro canto final con el rescate del cadáver de Héctor. El viejo Príamo, padre de Héctor, llega de noche al campamento de los aqueos, fiando en la hospitalidad de Aquiles; se arroja a sus pies, y hablándole de su anciano padre, que está lejos, acaba por conmover a Aquiles, y éste entrega a Príamo el cadáver de su hijo para que se le hagan en Troya honrosos funerales. Con esto acaba la litada.

La cólera de Aquiles, contenida en los veinticuatro cantos de la Ilíada, no es más que un episodio que abarca un periodo de cincuenta y un días de los diez años que duró el sitio de Troya. Pero el poeta o los poetas han concentrado en estos cincuenta y un días todo el interés histórico de la guerra de Troya, con alusiones a sus preparativos y consecuencias, y además han logrado darle vida con la pintura de pasiones y caracteres de unos héroes que se quieren o se detestan. No es, pues, la historia de una campaña, sino un cuadro de vida admirable. Agamenón es soberbio, altivo, aunque a veces se queja de la dureza de su oficio de regir hombres. Aquiles se muestra terco, lleno de pasión y algo sombrío, con sus presentimientos de morir joven a pesar de su heroísmo. Héctor, el noble capitán de los sitiados, sabe que defiende una causa injusta y que su patria está condenada a perecer. Helena ostenta con la dignidad de una diosa su fatal y más que humana hermosura. París, el seductor, se hace perdonar su pecado por su juventud y gentileza. Príamo y todos los demás héroes del poema rebosan de vida, por lo que vivirán mientras la humanidad tenga conciencia de lo bello.

Veamos ahora la Odisea. El poema empieza declarando que va a tratar de “aquel varón que por diversas tierras y naciones anduvo peregrino”, esto es, Ulises. Como en la Ilíada, los diez años de viajes de Ulises, al regresar de la guerra de Troya, se concentran también en un período corto, que aquí es de veintiséis días. El poeta supone enterado al lector del final de la guerra de Troya, así como de muchos episodios anteriores de la vida de Ulises. La Odisea empieza con el viaje del hijo de Ulises, Telémaco, que parte para averiguar noticias de su padre, y acaba con la llegada de los dos a Ítaca casi al mismo tiempo. El feliz encuentro de padre e hijo, la entrada de Telémaco en palacio con su padre, disfrazado de mendigo, y la terrible venganza que Ulises toma de los pretendientes que en su ausencia acudieron a Ítaca para casarse con su esposa, forman una parte de la Odisea. La otra consiste en las aventuras marítimas de Ulises.

Mientras la Ilíada nos ofrece, pues, esce­nas de campamento y costumbres militares, la Odisea nos presenta la vida de palacio en tiempo de paz. Telémaco, en busca de su padre, va a Esparta y allí se introduce en la residencia de Menelao y de Helena, que ya están de regreso y viven otra vez como marido y mujer. Mientras tanto, Ulises, ya cerca de Ítaca, es acogido náufrago por Alcinoo, rey de una isla de la costa occidental de Grecia llamada isla de los feacios, y allí pasa dos o tres días. Finalmente, se describen con prolijo detalle las dependencias todas del palacio del propio Ulises en Ítaca, la vida de los grandes y sus sirvientes, pastores, porqueros; sus muebles, establos, etc. De manera que en tan corto espacio de tiempo se nos hace la presentación de la vida doméstica en tres aspectos: en la corte de Menelao, en la casa de Alcinoo y en el palacio de Ítaca. No es, pues, información de la vida diaria lo que nos falta después de haber leído la Ilíada y la Odisea. La geografía de los poemas homéricos es de gran exactitud por lo que se refiere a la propia Grecia y la Tróade; pero más allá de este círculo, Homero se pierde en fantásticas regiones de cíclopes, etíopes, lestrigones, gigantes y de­más seres imaginarios.

En cambio, ya hemos dicho que Troya está admirablemente descrita: es la “ventosa Troya”, a la entrada del Helesponto, que han encontrado los arqueólogos. El llano alrededor de las ruinas de Troya muéstrase hoy pelado y seco, y los árboles son allí tan raros como en tiempo de Homero, que sólo menciona una higuera y una encina como detalles sobresalientes del paisaje. El río Escamandro es el moderno Mendere, y la cumbre del Ida se puede ver desde el llano de Troya, como cuando aqueos y troyanos peleaban por Helena. Según Leaf, los valles y montañas, la flora y la fauna de los alrededores de Troya están admirablemente descritos en la Ilíada. Parece como si su autor hubiera visitado la Tróade para empaparse de realidad antes de empezar a componer su poema. La fortaleza de Troya está también descrita con detalles que se reconocen en las ruinas: las murallas con sus puertas y torres de gran altura; tan sólo los palacios resultan exagerados. Troya era más bien una fortaleza-castillo que una ciudad; a lo sumo, podía albergar dos o tres mil guerreros. Apoyada, sin embargo, en el macizo del Ida, no debían de faltarle auxilios, víveres y aliados de las montañas vecinas, y así se explica que una ciudad tan pequeña desafiara al ejército de los aqueos durante tan largo tiempo. Es probable que en esto también exagerara Homero y que el sitio no lucra tan largo ni la expedición tan numerosa como nos da a entender en la Ilíada. De la coalición de los aqueos, siete estados se pueden considerar como principales: son éstos Micenas, Esparta, Argos y Pilos, en el Peloponeso; el reino de Phtia, en Tesalia; el grupo de los beocios, y finalmente Creta. Otros, como Ítaca, Atenas y Salamina, tienen importancia por estar a veces representados por héroes excepcionales que influyen en los sucesos por su valor personal, como Ulises y Áyax,  pero sus ejércitos son fuerzas pequeñas de cuyo auxilio podía prescindirse.

Ahora bien, la pregunta que inmediatamente cabe hacerse es esta: ¿quiénes son esos troyanos y quiénes esos aqueos que combaten con ellos en la entrada de los Dardanelos? ¿Son descendientes unos y otros de los habitantes de las ciudades y castillos prehelénicos, o son ya extranjeros que representa a una nueva raza y van a iniciar otro tipo de civilización?

En el volumen primero de esta obra ofrecimos un cuadro aproximado de la cultura que hemos llamado minoica o prehelénica, la que construyó los palacios de la isla de Creta y de Micenas, mansiones que suponíamos podían haber sido obra de gentes de raza mediterránea que habitaban Grecia y las islas desde tiempo inmemorial. Por lo menos, se veía en Creta y en las islas los co­mienzos de esa cultura desde el IV milenio antes de J. C. ¿Serían, pues, aqueos y troyanos sus últimos representantes? En Creta y Micenas había palacios, pinturas y cerámica, pero eran objetos y ruinas mudos, porque no teníamos acerca de ellos información escrita; aquí, en cambio, la tenemos con los poemas homéricos. Hay, pues, entre los pa­lacios de Creta y Micenas (que datan por lo menos del siglo XII a. de J. C.) y la Ilíada y la Odisea (que pertenecen al VII o IX, cuando más) una laguna de tres siglos, que parecen haber sido de grandes cambios políticos y profunda decadencia material?

¿Es que, espiritualmente, la destrucción de la civilización prehelénica no fue tan completa como nos figuramos y Homero, para sus poemas, pudo aprovechar cantos populares y tradiciones que se conservaban todavía vivas en el siglo IX, cuando los palacios prehelénicos estaban ya abandonados? Esto parece lo cierto; que Homero refleja, idealizándola, una cultura anterior al tiempo en que vivía. Confiesa él mismo que habla de un pasado heroico; dice que aqueos y troyanos usan armas y manejan piedras que “dos de los actuales hombres no podrían mover”. Así no hay duda que Homero emplea en sus dos epopeyas citadas leyendas más antiguas, engrandeciéndolas con la romántica aureola que les han puesto los siglos. Pero esto no contesta a la pregunta: ¿son aqueos y troyanos descendientes de las gentes prehelénicas? Porque Homero podría haber atribuido a otra raza nueva, para adularla, tradiciones de una aristocracia desaparecida. Hay casos parecidos de esta transfusión de leyendas de un pueblo a otro, lo que podríamos llamar “parasitismo espiritual”, y Homero parece pecar por este lado. Admira la antigüedad y se esfuerza en no afear su poema con anacronismos de cosas modernas.

A veces se le escapa algo que revela una mayor familiaridad con el hierro, por ejemplo, de la que manifiestan sus héroes; pero, con gran perspicacia, Homero esconde al punto sus conocimientos, insistiendo en el cuadro de la cultura prehelénica. Sus palacios, sus armas, sus costumbres, todo parece adaptarse al tipo de civilización que revelan las ruinas de Creta, de Tirinto y de Micenas. En cambio, ninguno de los héroes de la Ilíada es capaz de hacer remontar su ascendencia más allá de la cuarta generación. Aquiles, por ejemplo, es hijo de Peleo y de una diosa. Los caudillos troyanos igualmente: tanto la casa de Príamo como la familia de Eneas (que se puede considerar como una rama lateral de la dinastía troyana), todos acaban sus recuerdos genealógicos en la cuarta generación y han de recurrir a un dios para explicar el origen de su raza. He aquí el caso de Agamenón: su padre Atreo era hijo de Pelops y éste de Tántalo, el famoso titán. Bien claro quiere esto decir que los aqueos representaban dinastías nuevas; además, el Olimpo está al Norte, lo cual parece insinuar que de allí habían llegado. También es un dato curioso que Helena, arquetipo de belleza para los aqueos, sea rubia, como rubios son Menelao y Radamanto. Esto hizo creer que los aqueos eran invasores de tipo alpino, que desde el valle del Danubio se infiltraron gradualmente hacia el Sur, suplantando con una aristocracia de nuevo cuño la vieja organización monárquica de la Grecia pre­helénica.

Hoy se duda que los aqueos fuesen realmente extranjeros. Los poemas homéricos no dejan vislumbrar el menor recuerdo de una invasión. Más probable parece que la carencia de antepasados de los héroes aqueos demuestre un origen humilde más bien que la existencia de otra raza. Recordemos que al pie del castillo de Tirinto y fuera de los muros de Micenas había una población suburbana que tenía otras costumbres, por lo menos otro sistema de enterramiento, y hasta otros gustos en su cerámica que los peculiares de la gente de la acrópolis real. Según la leyenda homérica, la generación anterior a la de la guerra de Troya marchó a sitiar la ciudad de Tebas y la destruye) tan completamente como Agamenón y sus aliados destruyeron a Troya. Durante toda una generación, Tebas quedó despoblada, no hubo más que la Hipo-Tebas o ciudad baja. He aquí, pues, un caso clarísimo de recibir la ciudad inferior, el barrio extramuros como diríamos en la actualidad, un trato mucho más benévolo del que recibió la ciudad amurallada, acaso porque los aqueos tuvieron para esta ciudad baja complacencias motivadas por una identidad de raza.

Lo más sorprendente todavía es cómo Homero se constriñe a su antigüedad. De ser cierta esta teoría que estamos explicando, Homero sería un arqueólogo consumado. Por ejemplo, en el siglo IX a. de J.C., que es cuando escribe Homero, el caballo debía de ser muy común en Grecia, pero en la Ilíada aqueos y troyanos montan a caballo sólo en ocasiones especialísimas. No tienen caballería; únicamente emplean los caballos para uncirlos a los carros de guerra; en la Ilíada el caballo es un animal precioso, engendrado por otro caballo divino o regalo de un dios. Los troyanos son designados con el epíteto de “domadores de caballos”; en contraposición, a los aqueos se les llama “destructores de ciudades”. En el Ilíada hay una raza de caballos que procede del cruzamiento con caballos del Olimpo. Todo hace creer que la tan ponderada riqueza de los troyanos era resultado del comercio que hacían con los caballos. De las estepas centrales de Asia, donde se habían domesticado primeramente, los caballos llegarían, por el comercio con los hititas, hasta el Helesponto. Allí los troyanos los pasarían en balsas o armadías a la costa europea, donde Príamo tenía un campamento. De allí los corceles famosos de Asia debían de llegar por tierra hasta Macedonia y Tesalia. Este tráfico puede ser una explicación, ya lo hemos dicho, para las riquezas de Troya, tan ponderadas por Homero. Otros han querido ver la fuente de su prosperidad en los crecidos derechos que exigía a los buques que pasaban el estrecho. Pero los troyanos no tenían armada; ninguno de ellos se alaba de viajar por mar, como Ulises, que es hoy prototipo del navegante; más aún, en la Ilíada se dice que un príncipe aqueo llegó a Troya ya para enseñar a construir buques a Príamo y a sus hijos. Mal podían imponer, pues, tributos ni gabelas gentes que tenían que contentarse con cruzar el estrecho, sin poder navegar por alta mar. En cambio, los caballos apresados delante de Troya son los que corren en las carreras que organizan los aqueos durante los funerales de Patroclo, el amigo íntimo de Aquiles.

Queda por averiguar si los troyanos son de raza prehelénica, como los aqueos. En Homero, aqueos y troyanos parecen dotados de idéntico lenguaje y se tratan como gentes de la misma sangre, pero más seguro es que algunos de los aliados de los troyanos sean de raza asiática. Homero hace alusión a sus gritos incomprensibles. Los troyanos debieron de ser una avanzada de la por otras, gentes, con las que viven en armonía. La situación de Troya, en la entrada del estrecho, es muy favorable; cuando la guerra europea de 1914-1918, los aliados cometieron el error de desembarcar en Gallípoli en lugar de hacerlo en Troya.

Sean quienes fueren aqueos y trovarlos, un mundo nuevo aparece en los cantos de Homero. Todo lo que la humanidad ha producido antes resulta bárbaro, salvaje, sin valor, comparado con la Ilíada y la Odisea. Homero cuenta los dolorosos episodios de una lucha encarnizada cuerpo a cuerpo, pero manifiesta ante la sangre derramada una piedad que antes de él no se conocía en el mundo. En la Ilíada los héroes generalmente combaten a pie, bajan del carro que los ha llevado a la palestra y desafían a su adversario, amparados con el escudo. Además del casco, llevan coraza y loriga de bronce para proteger los muslos, pero su principal defensa es el escudo, formado de varias piezas de cuero con placas de bronce; lo suficientemente grande para cubrir al guerrero, aunque a veces no es bastante recio para detener la lanza enemiga. En ocasiones el guerrero, que está escondido detrás del escudo y no puede ver la lanza contra él arrojada, es sorprendido y atravesado por ella, que ha perforado el cuero y el bronce. Si el escudo resiste, entonces le llega su turno y arroja la pica. Si ninguno de los dos consigue alancear a su contrario, entonces tiene lugar un duelo a espada; pero los héroes homéricos prefieren la pica, y aun atacan al enemigo arrojándole enormes piedras; otros son muy diestros en tirar al arco, pero no hay combinación ninguna de esfuerzos en el combate, la estrategia no puede ser más primitiva.

Y, sin embargo, estos guerreros que tan furiosamente se persiguen por el llano polvoriento de la Tróade, poseen una riqueza de sentimientos que nos sorprende todavía. Sus odios, como sus amores, son nobles; no hay la menor alusión a vicios contra natura; la amistad, la hospitalidad, la tregua son cosas sagradas. Padres e hijos se quieren con amor entrañable; las mujeres de la Ilíada y la Odisea empiezan a manifestar con su belleza, dulzura y piedad el aspecto femenino de la humanidad, haciéndose dignas del lugar que han conseguido en la familia. Para acabar, traduciremos unos párrafos de la Ilíada, incluyendo el fragmento de la despedida de Héctor de su esposa Andrómaca, a la puerta de la muralla, antes de partir para el combate del que no había de volver:

“...Así habló la despensera, y Héctor, saliendo presuroso de la casa, desanduvo el camino por las bien trazadas calles. Tan luego como, después de atravesar la gran ciudad, llegó a las puertas Esceas, por donde había de salir al campo, corrió a su encuentro su esposa Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, el que vivía al pie del selvático Placo, en la ciudad de Tobas, y era rey de los cilicios. De este Eetión era hija Andrómaca, la esposa de Héctor, el de la armadura de bronce. Ella le encontró entonces, acompañada de la nodriza, que llevaba sobre el pecho al tierno infante, hijo amado de Héctor, a quien el padre llamaba Escamandrio y los demás Astiánax, porque sólo por Héctor se salvaba Troya. Vio el héroe al niño y sonrió. Andrómaca, llorosa, se detuvo a su lado, y asiéndole de la mano, llamóle por su nombre, diciendo:

"—Dueño querido, tu valor te perderá. ¿No te apiadas del tierno infante ni de su madre infortunada, que pronto será viuda, porque los aqueos te acometerán y acabarán contigo? Mejor seria para mí bajar al sepulcro que perderte, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares. Padres no tengo; mató a mi padre el divino Aquiles cuando arrasó la populosa ciudad de los cilicios, Tebas la de altas puertas. Mató a mi padre y sin despojarle, por el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver con las labradas armas y le erigió un túmulo, a cuyo alrededor plantaron álamos las ninfas Oreadas, hijas de Zeus. Mis siete hermanos, que habitaban en el palacio, descendieron al Hades el mismo día, pues a todos los mató el divino Aquiles, el de los pies ligeros, entre los bueyes de lánguida andadura y las ovejas de blanco vellocino. A mi madre cogió como botín, mas rescatada por precio inaudito, volvió a la paterna casa y allí fue muerta por la flechera Diana. Ahora, Héctor, tú eres mi padre, mi madre venerada y mis hermanos; tú, mi esposo amado. Ten, pues, piedad y quédate en la torre, a menos que no quieras dejar huérfano a tu hijo y viuda a tu esposa. Coloca a tus guerreros junto a la higuera por donde la ciudad es vulnerable. Ya por tres veces los enemigos han intentado llegar allí; un adivino les habrá revelado este punto flaco, o por su propio impulso se mueven hacia él, aunque inútilmente.

"Contestó Héctor, el del casco reluciente: ‘Todo esto me preocupa, esposa mía, pero ¡qué vergüenza si como un cobarde huyera del combate ante los troyanos y las troyanas! Más aún, mi corazón repugna a ello, que aprendí a ser valiente y a luchar al frente, manteniendo la fama de mi padre y aun la mía. Cierto, que bien lo sé, y lo presiente el alma, que ha de llegar un día en que perezcan la sagrada Troya y Príamo y su pueblo de lanceros. Pero ni la angustia de los troyanos, ni aun de mi madre Hécuba, ni de mi padre Príamo, ni de tantos valientes hermanos que caerán aquel día a manos de los aqueos, me preocupan tanto como la que padecerás tú, cuando alguno de los aqueos de broncínea armadura te llevará llorosa, quitándote la libertad. Y luego en Argos, al servicio de otra mujer, tejerás tela, e irás por agua a la fuente Messeya o Hipereya, triste porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y alguien dirá, al verte en lágrimas deshecha: Esta fue la esposa de Héctor, el guerrero que más se distinguió de los troyanos, de potros domadores, cuando luchaban alrededor de Troya. Esto dirán, y un pesar nuevo sentirás al verte sin el marido que pueda libertarte, pero yo espero que un montón de tierra cubrirá mi cadáver antes que pueda oír los gritos que tú lances cuando te lleven al cautiverio.

“Así diciendo, el glorioso Héctor tendió los brazos a su hijo y éste se recostó llorando en el seno de la nodriza de bella cintura, por el temor que el aspecto de su padre le causaba: dábanle miedo el bronce y el terrible penacho de crines de caballo que veía ondear en la cresta del yelmo. A esto sonrió el padre tiernamente y la madre también; quitóse Héctor el yelmo y, dejándolo en el suelo, tomó a su hijo y besóle, meciéndolo en sus brazos, y así rogó a Zeus y otros dioses:—¡Oh Zeus, y vosotros, inmortales! Concededme que este hijo mío sea, como yo, egregio entre los troyanos y que, valiente y poderoso, sea un día el gran rey de Troya. Puedan decir de él: “Más grande es que su padre”, cuando regrese del combate y, cargado de cruentos despojos de los enemigos a quienes haya muerto, regocije el alma de su madre, que esperaba ansiosa.

“Esto dicho, puso al niño en brazos de la esposa amada, que, al recibirlo en el per­fumado seno, sonreía con el rostro aún bañado en lágrimas. Notólo Héctor y, compadecido, acaricióla con la mano y así le habló: ¡Esposa querida! Yo te lo ruego, no dejes que tu alma se llene de dolor, pues nadie me enviará al Hades antes del tiempo dispuesto por los dioses, y de esta suerte no puede librarse nadie. Vuelve a casa, a tus quehaceres del telar y de la rueca, y ordena a las sirvientas su tarea cotidiana, que de la guerra nosotros cuidaremos, cuantos varones en Troya nacimos, y yo el primero.

“Dichas estas palabras, el preclaro Héctor se puso el casco, adornado con crines de caballo, y la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y vertiendo copiosas lágrimas...”.

Esto se escribía en versos de insuperable belleza al principiar el primer milenio antes de Jesucristo.

Aparecen ya aquí todas las virtudes europeas: el sentimiento del deber, del honor, la generosidad, la piedad, la amistad, hasta el decoro y el pudor. Héctor y Andrómaca se separan sabiendo su destino fatal, pero no se conceden un último beso de despedida.

No son únicamente virtudes morales las que manifiestan los héroes de la Ilíada: como buenos europeos, tienen capacidad de invención para resolver problemas que requieren artificio. La Odisea describe el regreso de Ulises, rey de Ítaca, una isla en el oeste de Grecia. Durante los diez años de la guerra, Ulises interviene poco en las batallas, su ingenio se despliega como moderador en los consejos de los capitanes. Por fin, cuando han muerto los dos grandes, Aquiles y Héctor, Ulises inventa la estratagema de pedir a los troyanos que permitan introducir en la ciudad sitiada un exvoto que será un gigantesco caballo de madera para propiciar a Neptuno. Este debe favorecerles en el viaje de regreso. Hacen así el gesto de querer abandonar la guerra y volver pacíficos a sus hogares. Pero dentro del caballo que aceptan los troyanos van escondidos algunos aqueos que por la noche abrirán las puertas de la ciudad. así cae la opulenta Troya, víctima de una falacia. Por esto a Ulises se le califica de gran embustero. En el viaje, que dura otros diez años, sortea peligros incontables y siempre utiliza falsedades y estratagemas para engañar a gigantes, sirenas, ninfas, antropófagos y piratas. Uli­ses no sólo evita los daños que le amenazan, sino que el gran embaucador consigue rebaños y tesoros.

He aquí otra función de Ulises que es característica del hombre occidental europeo. Ulises no se arriesga con el fin de enriquecerse, y si gana en sus aventuras y viajes no es para amasar una fortuna, como haría un semita, sino para obtener satisfacción de sus esfuerzos. Tiene curiosidad moderna, casi científica: quisiera oír el canto de las sirenas. Pero, persuadido del peligro que corre, Ulises tapa los oídos de los marineros con cera y se hace atar al mástil de la nave... No podrá hacer caso de las sirenas, pues lo que le empuja a viajar es el regreso a su patria, Ítaca, donde había dejado una amante esposa; un hijo, el prometedor Telémaco; una casa y numerosa servidumbre.

Homero no es la única fuente literaria de este período. Otro poeta, Hesíodo, narra las calamidades de los agricultores beocios en su obra Los trabajos y los días, en la que distingue una serie de edades por las que ha pasado la humanidad, llamando a su época “edad de hierro”. En el desarrollo del libro el autor va dando consejos a su hermano Perses de cómo debe cultivar la tierra. Es un verdadero tratado de agricultura, en el que se exponen las normas y formas del laboreo. Sin embargo, se adivina que la tierra comienza a concentrarse en manos de la aristocracia, como lo demuestra la fábula del gavilán y el ruiseñor. En ella, un gavilán que tiene un ruiseñor entre las garras, símbolos de la aristocracia y el pueblo, le dice: “Infeliz, ¿por qué pías? Pues te tiene uno más fuerte que tú, allá irás donde te lleve yo, por muy cantor que seas”.

Por otra parte, los poemas homéricos están llenos de alusiones a faenas agrícolas. Basta recordar los bellos trozos dedicados a la descripción del escudo de Aquiles: “Representó también una blanda tierra noval, un campo fértil y vasto que se labraba por tercera vez. Acá y allá muchos labradores guiaban las yuntas, y al llegar al confín del campo, un hombre les salía al encuentro y les daba una copa de dulce vino y ellos volvían atrás abriendo nuevos surcos y deseaban llegar al otro extremo del noval. Y la tierra que dejaban a sus espaldas negreaba y parecía labrada, siendo toda de oro. Grabó asimismo un campo de crecidas mieses que los jóvenes segaban con hojas afiladas: muchos manojos caían al suelo a lo largo del surco, y con ellos formaban gavillas. También entalló una hermosa viña de oro, cuyas cepas, cargadas de negros racimos, estaban sostenidas por rodrigones de plata... Doncellas y mancebos, pensando en cosas tiernas, llevaban el dulce fruto en cestos de mimbres...".

En la sociedad gentilicia, la tierra era propiedad de toda la comunidad, repartiéndose periódicamente los lotes de tierras llamados cleros. El rey tenía derecho a un lote particular, que recibía el nombre de témenos. A medida que se va desmembrando la sociedad homérica, asistimos a la aparición de desigualdades en los repartos de los cleros e incluso de individuos sin tierras. Estas luchas quedan reflejadas en Homero. En un caso nos habla de dos personas que disputan por sus linderos de tierras: “Como dos hombres altercan con la medida en la mano, sobre las lindes de campos contiguos y se disputan un pequeño espacio”; en otros, algunos personajes como Belerofonte reciben un cleros:Acotáronle un hermoso campo de frutales y sembradío que a los demás aventajaba”: en otros, aparecen individuos sin tierras que trabajan como jornaleros. El sueldo de estos jornaleros queda reflejado en la Odisea cuando uno de los pretendientes le ofrece un puesto en sus tierras a Ulises en el momento en que éste regresa a Ítaca disfrazado de mendigo: “¿Querrías servirme en mis campos si te tomase a jornal...? Yo te facilitaría pan todo el año y vestidos y calzados para tus pies”.

Otro medio de vida era la ganadería. En la misma descripción del escudo de Aquiles aparecen vacas y ovejas. En otros pasajes se citan bueyes, utilizados como animales de tiro, y finalmente caballos. Los troyanos reciben el apelativo de “domadores de caballos”. Algunos de los jefes aqueos reciben igualmente esta denominación, como el rey de Creta Diomedes. Ganadería y agricultura son, pues, los principales medios de vida de estos centros griegos. Las luchas que se produzcan entre ellos se convertirán muchas veces en verdaderas razzias, consistentes en robos de ganados y de cosechas.

Junto a estos sectores primarios, en este período fueron surgiendo centros artesanales dedicados fundamentalmente a la fabricación de armas, objetos manufacturados, comercio, etc. La mayor parte de la producción iba destinada al autoabastecimiento, procurando cada comunidad producir lo suficiente para sí misma.

De todas formas, se comenzaba a advertir un tímido intercambio de productos, ya que aún no existía la moneda. Para este intercambio era necesario buscar un sustituto de la moneda que creara una escala de valores. Fue así como se empezó a utilizar el buey, girando todos los cambios con arreglo a su equiparación con este animal.

A. M. P.


Invasión de los dorios.

La colonización griega

Homero presenta como héroes de sus poemas a los llamados aqueos, príncipes y capitanes que gobiernan a Grecia en los días de la guerra de Troya, o sea hacia el siglo XII antes de J. C. Quiénes eran estos aqueos ya hemos dicho que es todavía materia de discusión. Tiempo atrás se creyó que eran descendientes de las viejas familias reales del período prehelénico, porque sus ciudades son Micenas, Pylos, Esparta, Cnosos..., las mismas sedes de las culturas micénica y minoica. Más tarde, observando que las genealogías de los aqueos no revelaban una larga ascendencia, se les creyó extranjeros, de raza alpina y rubios llegados a Grecia poco antes de la guerra de Troya. Hoy creemos que los aqueos son los habitantes de las hipopolis, o barrios bajos, de las ciudades prehelénicas, de otra clase o de otra casta, aunque completamente aclimatados, y que, con revolución o sin ella, suplantaron a una aristocracia más rancia, a la que trataron de imitar en todo lo posible.

Pero Homero ya menciona a los dorios, aunque una sola vez, en la Odisea, como una de las razas que habitaban Creta. La atención de Homero parece dedicada a “sus” aqueos y olvida sistemáticamente el gran hecho histórico de la conquista de Grecia por los dorios, que estaría todavía vivo en su tiempo por lo reciente. Verdad es que tampoco tenemos documentos contemporáneos de la entrada de los dorios en Grecia (ya hemos dicho que entre Homero y los primeros historiadores hay una laguna de tres a cuatro siglos), pero las tradiciones de la llamada invasión dórica son tan abundantes que ha sido posible restablecer, en líneas generales, el hecho de la llegada de los dorios a Grecia, sus etapas y conquistas, y su definitivo establecimiento en las tierras de los aqueos.

Los dorios llegaron por el Norte dos generaciones después de la guerra de Troya. Avanzaban a pie, sin caballos, y sus armas eran de hierro. Es evidente que estos bárbaros del Norte ya se hablan introducido en Grecia en pequeños grupos, como soldados o como peones de labranza, a fines del período prehelénico. El fenómeno sería muy parecido al de las invasiones de pueblos germánicos en las provincias occidentales del Imperio romano quince siglos más tarde.

A la penetración pacífica sucedió la invasión violenta. Algunos de los estados del norte de Grecia cayeron primeramente, pero la tradición cuenta que por primera vez los dorios fueron rechazados al pretender forzar el istmo de Corinto. Allí los esperaba Ekemos, rey de Arcadia, que Heródoto dice que era cuñado de Agamenón. Los dorios derrotados convinieron con Ekemos que permanecerían tranquilos en su país durante cien años, o sea tres generaciones, y, según se desprende de las genealogías, cumplieron lo pactado. Transcurrido el plazo invadieron el Peloponeso, dividiendo su conquista en tres reinos: Argos, Esparta y Mesenia. Esta división acaso refleje un triple origen de los dorios; parece como si estos hombres nórdicos pertenecieran a tres distintas tribus o naciones. Unos, de la tribu de los híleos, se hacían descender de Hylus, un hijo de Hércules; las otras dos tribus, llamadas Panfilos y Dimanes, tenían por antecesor común a Egimio, un rey del norte de Tesalia, amigo de Hércules. Como se habrá notado, los nombres de los caudillos de estas tribus dóricas no sólo suenan como griegos, sino que ellos mismos se hacen descender de Hércules, como para legitimar su conquista del Peloponeso. Así, pues, el nombre algo duro de conquista dórica se fue sustituyendo por el de retorno de los heráclidas o descendientes de Hércules, aunque fuese muy indirectamente. Y, sin embargo, por más que los dorios hablaran un dialecto griego, sin vacilación podemos conceptuarlos de bárbaros; se reconoce que han llegado ya cuando, al explorar las ruinas griegas, se advierte, en la capa que señala su presencia, cierto retroceso en el cuadro de la civilización.

La historia de la conquista dórica está envuelta en leyendas que más tarde fueron recogidas por los poetas, por lo que es muy difícil separar el grano de la paja. Hoy se tiende a creer que los dorios, escarmentados de su primera tentativa de forzar por tierra el istmo de Corinto, llegaron al Peloponeso por mar, y Corinto no cayó en sus manos hasta mucho más tarde, conquistada por un dorio rezagado llamado el Vagabundo, hijo de otro jefe apodado el Jinete. De las leyendas se saca en claro que los dorios avanzaban siguiendo la línea de menor resistencia y que no tenían plan ni dirección general para efectuar la conquista. La invasión del Peloponeso por los dorios no fue completa, pues quedaron grandes regiones, como la Arcadia, sin conquistar, pero de todos modos los dorios fueron desde entonces el elemento predominante en la península. El resultado fue que grandes multitudes de las poblaciones predóricas se movieron hacia el Norte, allí empujaron a otras más allá todavía, y al densificarse la población en ciertos puntos, se hizo posible resistir mejor el alud de los dorios.

Uno de estos lugares de refugio, el más conocido y reservado a grandes destinos, fue Atenas. Solón, en un verso lamoso, llama a Atenas “la más vieja patria de la antigua raza jónica”. He aquí, pues, que aparece en Grecia otro nombre para otra raza, casi en contraposición con la de los dorios; otra raza que llama Solón jónica y cuyo centro predominante es Atenas. Queda establecido un dualismo de gran importancia para la historia de Grecia; los dorios ocupan extensas regiones del Norte, en la Grecia central, pero su centro de gravedad está en el Peloponeso; en cambio, los jonios miran al Ática y Atenas como la cabeza de su raza. Algunos griegos, como los eolios y leleges, hablan otros dialectos; sin embargo, la diferencia no es muy grande y, por lo tanto, cabe dividir los dialectos griegos en dos grupos: el dórico y los demás no dóricos, de los que el principal es el jónico.

Pero la más trascendental consecuencia de la invasión dórica fueron las emigracio­nes en masa y el establecimiento de colonias en las islas y en la costa del Asia Menor. Los griegos de la época clásica trataron de explicar este movimiento colonial como promovido por Codro, rey de Atenas, quien estaría deseoso de desembarazarse de los emigrados que, escapando de la invasión dórica, se refugiaban en el Ática. Codro es un personaje interesante, hijo de un príncipe aqueo del Peloponeso que, desposeído por los dorios, se había refugiado en Atenas. La leyenda cuenta que en una guerra entre los atenienses y sus vecinos los dorios de Beocia, el rey aqueo de Atenas no quiso pelear en combate singular con el caudillo dorio, haciéndolo en su lugar el padre de Codro. La popularidad que le dio esta hazaña hizo que el emigrado reinara en lugar del viejo descendiente de Teseo que aún ocupaba el trono de Atenas. A la muerte de su padre, Codro heredó el reino, siendo su principal título de gloria el haberse sacrificado para cumplir un oráculo según el cual el rey debía morir para salvar a Atenas de un nuevo ataque de los dorios de Argos y Corinto. También es tradicional que en el reinado de Codro (hacia el año 1000 a. C.) empezó la emigración jónica al Asia Menor.

El fenómeno de la colonización griega del Asia es tan importante que requiere un poco de atención. Aun recientemente los griegos disputaron a los turcos la posesión de Esmirna y otras ciudades de la costa. Por de pronto, parece que antes del año 1000 poca o ninguna influencia griega había experimentado el Asia. Los griegos de Troya, suponiendo que fueran griegos, se encuentran rodeados de poblaciones asiáticas y contaminados de costumbres asiáticas. La familia de Príamo, por ejemplo, con su harén y sus numerosos hijos, contrasta con la de los aqueos, rigurosamente monógamos. Además, en las recientes exploraciones arqueológicas de los lugares griegos del Asia Menor se ha encontrado muy poco que pueda considerarse anterior al período de la emigración, a excepción de Troya, naturalmente.

La colonización del Asia Menor por los griegos se verificó por emigrantes de tres diferentes razas. Los que se instalaron más al Norte, desde los Dardanelos hasta Esmirna, fueron los eolios, en los que algunos quieren ver los legítimos descendientes de los aqueos. Desde Esmirna hasta Mileto los jonios fundan Focea, Clazomene, Teos, Lebedos, Colofón, Éfeso, Eritrea, Priene, Myus y Mileto, que con las islas de Chios y de Samos formaban las doce ciudades de la dodecápolis jónica. Más al Sur todavía, con Halicarnaso y Rodas, nos encontramos sorprendidos por un racimo de colonias dóricas; los invasores dorios no se han contentado con las tierras que acaban de conquistar en Grecia, sino que marchan también a obtener su parte en aquel Eldorado que era entonces el Asia. Pero los jonios son el elemento preponderante en las colonias; los semitas vecinos conocen a los griegos del Asia con el nombre común de jonios o Jauan: así se les nombra en la Biblia. En cambio, el nombre de Asia, que recibimos de los griegos, parece provenir de un lugar cercano a Éfeso, que se llamaba “el prado de Asia”. El nombre de este insignificante llano, cerca de la gran ciudad jónica, se fue haciendo ge­neral y ha llegado a servir para designar a todo el continente.

Los escritores antiguos insinúan que la zona jónica de la colonización griega del Asia Menor fue la que tardó más en ser dominada, como si allí la resistencia de los asiáticos fuera más eficaz y la instalación de las colonias griegas más difícil. Y, en efecto, los relieves hititas por aquel lado llegan casi hasta la costa, demostrando que, cuando menos en la parte de la Dodecápolis jónica, los colonos griegos tenían que chocar con sus primeros ocupantes. Sin embargo, no se habla de grandes luchas para la instalación de las colonias, acaso porque los griegos tampoco pretendían conquistar el interior del país. Se ha observado que todas las ciudades coloniales griegas se establecieron en lugares a donde podía llegar la brisa del mar, esto es, a una distancia nunca mayor de treinta kilómetros de la costa.

Es probable que los mercaderes prepararan la opinión hablando con elogio de los lugares del Asia más favorables para establecer nuevas ciudades. Las antiguas poblaciones de Grecia, que estaban llenas de emigrados y tenían un exceso de temperamentos fuertes, activos y rebeldes, producto natural de las guerras de invasión, escucharon con gran interés a aquellos navegantes que describían las tierras del Asia con los más vivos colores. Ya hemos visto que la leyenda insiste en atribuir al rey Codro de Atenas la iniciativa de algunas expediciones; es fácil que ocurriera lo mismo en otros lugares, porque así las viejas monarquías se desembarazaban de los más atrevidos de sus súbditos, especialmente temibles en un momento de malestar como el que sucedió a la invasión de los dorios. Una emigración en gran escala debilita a un país, retarda las evoluciones, si no las hace abortar por completo, como ocurrió en España con el continuado desagüe de la colonización americana, y produce una soporífera paz.

Aunque las monarquías, y más tarde las aristocracias que gobernaban a Grecia en los siglos IX y VIII, procuraban proteger el éxodo, la expedición no partía sin tener un oráculo favorable, ya del antiguo culto aqueo, que era el del Zeus de Dodona, ya del nuevo culto dorio, que era el del Apolo de Delfos. Obtenido un augurio más o menos ambiguo de buen éxito, la expedición partía en masa, dirigida por un jefe, que disfrutaba de autoridad hasta que la colonia quedaba organizada. Pero hay varios factores capitales de la colonización griega: primeramente era la emigración de un grupo de una ciudad, que partía de ella como un enjambre. La colonia continuaba reconociendo a la ciudad madre como la metrópoli y, aunque su organización política fuese a veces muy diferente, se man­tenía el antiguo culto de los dioses patrios, que eran también los patronos de la colonia.

Repetimos, sin embargo, que la colonia era una ciudad independiente, una polis que no reconocía a la metrópoli ningún derecho ni autoridad sobre ella; la polis colonial estaba unida a la metrópoli por vínculos puramente morales de afección y simpatía. Con todo, estos vínculos o sentimientos hicieron que Corinto defendiera a Siracusa contra los atenienses y en las colonias se decidió la suerte de varias guerras en las que estaban envueltos los griegos de la propia Grecia. Además, las colonias griegas se distinguen de otras aventuras coloniales, anteriores y posteriores, en que no establecen el principio de casta, aislando a los nuevos ocupantes de los pobladores indígenas que tenían a su alrededor. Se aceptaba el contacto y aun el matrimonio con los bárbaros; algunos grandes hombres griegos, como Tales, Tucídides, Temístocles y Cimón, tenían algo de sangre extranjera en sus venas.

El clima de las colonias era también análogo al de Grecia. Muchas de las colonias, cuando habían conseguido pacifica explotación del país, enviaban expediciones a poblar otros lugares. Así se formaban colonias de colonias. Un ejemplo interesante de ello son las colonias foceas del Mediterráneo occidental. Focea era una colonia jónica en el Asia Menor y de allí partió una expedición a fundar Marsella; y una hijuela de Marsella, y por consiguiente nieta de Focea, fue Ampurias, en la península ibérica.

Este movimiento de expansión griega no se limitó a la costa del Asia Menor, sino que por el Norte colonizó la costa de Macedonia y penetró en el mar Negro, fundando colonias hasta en el Cáucaso y Crimea. Por el Oeste se extendió hasta Nápoles (Neapolis o ciudad nueva), y toda Sicilia fue más o menos ocupada por los griegos. En el sitio donde desembarcaron los primeros colonos en Sicilia se levantó un altar a Apolo, porque la leyenda decía que Apolo había llevado los navíos a aquel paraje a pesar de los vientos contrarios. Mucho más tarde, cuando una embajada llegaba de Grecia para sus hermanos de Sicilia ofrecía sacrificios en este altar de Apolo, que recordaba los primeros días coloniales. Muchas de las colonias de Sicilia fueron fundadas por los naturales de Calcis, una ciudad de la isla de Eubea, al este de la propia Grecia. Parece como si Calcis no tuviera otra misión que fundar colonias; algunas de ellas se desparramaron por las costas del mar Negro y de aquí el nombre de Calcedonia que lleva todavía la costa asiática delante de Constantinopla. Recordemos, además, que de Calcis partieron los griegos para la guerra de Troya; en el puerto de Calcis, lugar de cita de los aqueos, Agamenón y sus aliados tuvieron que permanecer varios años, en espera de vientos favorables. Esto parece indicar que había tradiciones prehelénicas en el arte de la navegación que duraron hasta después de la invasión dórica; los marineros de Calcis conocerían las leyes de los vientos y las corrientes de los estrechos del Mediterráneo, transmitidas acaso por secretas instrucciones de pilotos desde los tiempos de Minos de Creta.

Porque hasta hace poco creíamos que los griegos habían aprendido de los fenicios el arte de navegar; parecen seguirles en sus travesías y heredar algunos de sus mercados en el Oeste, como Marsella y las colonias de España. Ahora creemos que en el arte de la navegación los hombres de la Grecia clásica se aprovecharon también de la tradición prehelénica. También Minos arribó, según la leyenda, a Sicilia. Pero el arte de la navegación, dificilísima en el Mediterráneo, no se difundió hasta el período de las grandes emigraciones griegas. Entonces se empezó a conocer cuáles eran los cabos difíciles y a qué hora soplaba el viento favorable para doblarlos; cuáles eran los estrechos peligrosos, cuyas corrientes impedían el paso al bajel que trataba de cruzarlos. El complicado sistema de observaciones para la navegación costara de los barcos de vela en el Mediterráneo, llamado Instrucciones náuticas y que ha servido hasta hoy, acaso empezaría a ordenarse en aquel tiempo. Al menos, algunos refranes demuestran gran antigüedad, como el que cita Estrabón: “Cuando dobles el cabo Maleo, olvídate de tu casa”, indicando lo difícil que era el viaje de regreso. El mar Negro, o Ponto Euxino, que quiere decir “mar propicio”, había tenido otro nombre más antiguo, que significaba “mar peligroso”, en los días en que los navíos no podían atreverse a surcar aquel mar sin islas del norte del Bósforo. Claro está que en algunas de las instrucciones náuticas hay ya resumidos experimentos de los pilotos mediterráneos de los tiempos prehistóricos, pero sólo con las grandes navegaciones, que estimuló la emigración griega, se empezaron a condensar en forma de ciencia los resultados de las generaciones anteriores. Los buques se construían de maderas de pino, ciprés o cedro, que abundaban entonces en los bosques de Grecia. Por lo común se ponía una figura o cabeza en la proa y se pintaba el buque con vivos colores. Además de la vela cuadrada, de grandes dimensiones, se empleaban los remos para ayudarse en los días de calma. En lugar del timón, la maniobra del buque se hacía con dos grandes remos. A cada buque se le imponía un nombre. Los piratas pintaban sus buques y velas del color del mar, para escapar en caso de persecución.

La literatura homérica refleja algo de esta afición por los viajes marítimos. La Odisea y otros poemas épicos perdidos agradaban principalmente por sus descripciones de tierras exóticas y países fantásticos. La geografía fue precisando la forma de las costas, pero se tenía todavía una idea muy rara hasta de los países de Europa más próximos a Grecia. La leyenda de los argonautas, por ejemplo, supone que el buque Argos, en que regresaban los héroes de la conquista del vellocino de oro, salió del mar Negro remontando el curso del Danubio, para de­sembocar en el océano y llegar así los argonautas a Grecia por el estrecho de Gibraltar.

El dominio del arte de la navegación hizo fácil el exportar sin la molesta intervención de los comerciantes fenicios, quienes habían ejercido una especie de monopolio del mar durante los siglos de la invasión dórica. Además, el traficante fenicio, que sólo negociaba en pacotilla o con artículos de metales caros, fue vencido por el griego, que poseía un arte propio, con objetos más ligeros, más agradables y hasta más baratos. La cerámica griega, por ejemplo, no tenía otro valor que el que le daba el arte; pero ¡cuánto más agradable era un vaso de tierra con figuras pintadas que las porcelanas egipcias! Cada ciudad y cada colonia empezaron a especializarse trabajando a base de los productos de que disponía. Por ejemplo, el cáñamo se obtenía de las colonias del sur de Rusia; la lana, de las ciudades de Anatolia, principiándose a practicar sistemáticamente lo que hoy conocemos como explotación de las riquezas naturales esparcidas por el mundo, que era entonces casi virgen. ¿Pero qué es lo que importaron a Grecia los dorios desde su país de origen? Debemos a los griegos la forma del templo o nave con tejado a dos pendientes. Es la estructura clásica que todavía usamos para monumentos civiles de toda clase. Este tipo de edificio parece que es derivado de la cabaña del centro de Europa. Sin embargo, fue transformado por los dorios al llegar a la Grecia prehelénica, don­de vieron que el tipo nórdico a que estaban acostumbrados servía como sala del consejo en el llamado megarón del palacio de los aqueos.

Sin embargo, la más importante consecuencia de la emigración griega fue política y provino de la fundación de nuevas ciudades, con un nuevo espíritu y un nuevo sistema de gobierno. La influencia de este hecho trascendió a la metrópoli respectiva. Ocurrió que los monarcas, que habían tratado de evitar una revolución estimulando las emigraciones, sufrieron las consecuencias de su excesiva astucia. He aquí cómo se ha explicado el descrédito y la caída de las monarquías en las históricas ciudades griegas a mediados del siglo VIII a. C. Las colonias, que no tenían tradiciones monárquicas, eran gobernadas por los consejos de ciudadanos. Los jefes que dirigían la marcha y establecimiento de un grupo de ciudadanos de la metrópoli para fundar una colonia eran considerados como héroes y fundadores de la ciudad nueva, pero no recibían el título de rey. Sus descendientes se contentaron más tarde con honores, y en algunos casos fueron investidos de un sacerdocio hereditario. Por ejemplo, cuando los foceos se disponían a partir para fundar Marsella, un oráculo les aconsejó que pidieran a la diosa de Éfeso un jefe para la expedición. Al llegar a Éfeso así lo hicieron, y Artemisa se apareció en sueños a una de las más honorables matronas de la ciudad, de nombre Aristarca, ordenándole que acompañara a los foceos y llevase consigo un plano del nuevo templo y algunas estatuas. Habiendo hecho lo que aconsejaba la diosa, después de establecida la colonia, los foceos construyeron su templo, parecido al de Éfeso, y nombraron a Aristarca sacerdotisa del santuario. He aquí cómo una mujer viene a ser jefa de una expedición, pero otros serían aventureros inquietos y ambiciosos, como los que colonizaron América en el siglo XVI. Una tradición recogida por Antíoco cuenta que Miscelus, el fundador de Crotona, en el sur de Italia, no satisfecho con este lugar que le había señalado el oráculo, volvió a Delfos para pedir permiso de cambiarlo por el de Síbaris, inmediato a Crotona. El oráculo le reprendió, diciendo: “¡Oh jorobado Miscelus, que buscando lo mejor sólo persigues tu ruina! Acepta sin murmurar lo que te han ofrecido”. Por lo que, sin más tardanza, Miscelus regresó a Italia y fundó Crotona, ayudado por Arquías, el futuro fundador de Siracusa, que casualmente había tocado en Crotona en su viaje con el grupo de emigrantes que iban a establecerse en Siracusa.

¿No es verdad que este Arquías, que va buscando por mares y tierras un sitio bueno para “poblar”, se parece a Alvarado y Cabeza de Vaca? El clima sano de una colonia era considerado, como en América, una circunstancia de gran estima; hiperbólicamente se decía en Grecia: “Más sano que Crotona”. Cirene, en África, una colonia de los dorios, era famosa por su suelo fértil, “favorable para la cría de caballos”. A veces los colonos tenían que habérselas con los primitivos habitantes del país, unos de temperamento apacible e industrioso, mientras otros eran salvajes, como los indios de Tierra Firme, en América. Escribe Heródoto: “Al llegar a Cinyps se establecieron cerca del río, el lugar más hermoso de la Libia (que es lo mismo que decir África). Pero al cabo de tres años tuvieron que marchar de allí, por causa de los libios, y regresar a la patria, en el Peloponeso”. Los primitivos habitantes de Sicilia parece que en un principio tenían atemorizados a los colonizadores griegos, pero dice Estrabón que un tal Teocles, natural de Atenas, que naufragó en aquellas costas, pudo observar a los sicilianos y darse cuenta de sus costumbres. De regreso en Atenas, trató de convencer a sus conciudadanos de la posibilidad de establecer una colonia en Sicilia, y no habiéndolo conseguido, reunió por su cuenta, en Eubea, una banda de dorios y jonios, y con ellos fundó Mesina y Megara-Hiblea, en Sicilia...

El hecho de no haberse establecido nuevas dinastías en las colonias, por fuerza tenía que impresionar a las gentes de las viejas ciudades griegas, que no creían posible subsistir sin una testa coronada como jefe del estado.

Desde las ciudades jónicas del Asia se pasaba generalmente a Grecia en dos o tres días. Pronto en las metrópolis se empezó a advertir que también en ellas la monarquía era un anacronismo. Acaso de esta época es la conocida fábula, que corre como una de las de Esopo, en que las ranas acuden a Zeus pidiéndole un rey. El padre de los dioses accede a sus súplicas, dándoles una viga, que flota en el estanque. Las ranas se quejan de que su rey no hace ni dice nada, y entonces Zeus las complace proporcionándoles una grulla, que devora las ranas una a una. La falta de respeto que revela esta vieja fábula para los retoños de los antiguos reyes, héroes e hijos de dioses, indica que su misión estaba terminada. Homero todavía llama a los reyes “nacidos de Zeus”, pero al principiar el siglo VII las monarquías de “derecho divino” han desaparecido en la mitad de las ciudades griegas, y en la otra mitad los reyes son simples magistrados que, poco a poco, han ido resignando sus poderes en otras manos.

Corrientemente las antiguas familias reales conservaban el derecho hereditario de practicar sacrificios en días sacrosantos. Muchos preferirían la categoría de pontífice a la de monarca con todas sus responsabilidades. La destitución de los reyes en las metrópolis griegas debió de verificarse paulatinamente, porque no hay recuerdo de revoluciones violentas para destronar monarquías, como, en cambio, tas hay para deshacerse más tarde de los tiranos o caciques usurpadores. Los reyes continuaron presidiendo ceremonias y procesiones en muchas ciudades hasta la época romana. En la ciudad de Eleusis, los descendientes de las antiguas familias que habían reinado en las épocas prehistóricas eran los únicos que ostentaban el derecho a representar a las personas divinas en los famosos misterios.

Así, pues, la ciudad, o la polis, que es la mayor contribución de la raza griega a la cultura moderna, no llega a desarrollarse en su plenitud hasta que, como una consecuencia de la invasión dórica, los griegos tienden a emigrar y fundan ciudades completamente nuevas en sitios donde no existía ninguna tradición de forma de gobierno. Repetimos que esto es el resultado del carácter especial de la emigración griega, que se verificaba por enjambres y no por individuos aislados, como hemos explicado.

En el paraje desierto, escogido para la colonia, la ciudad surgía rápidamente, completa, con todos sus servicios. En los primeros días —acaso durante años— todo el mundo era necesario. El ciudadano más estimado era el más hábil, no el más rico ni el más noble.

Esta es, por lo menos, una de las explicaciones de la sustitución de las monarquías en Grecia por otra forma de gobierno. Pero el lector se equivocaría si pensara que la realeza fue sustituida inmediatamente, así en las colonias como en las metrópolis, por un consejo municipal electivo como el que rige hoy nuestras ciudades. El comercio, que fue una consecuencia natural de la emigración, enriqueció a nuevas familias y en cada ciudad se estableció más bien una república aristocrática que una verdadera democracia. Ya veremos más adelante cómo del seno de estas aristocracias surgió el plutócrata millonario, que fue el tirano. Los griegos, con todo, distinguieron entre el rey, o basileus, por derecho de sangre, “nacido de Zeus”, y el tyrannos, usurpador de los derechos de los magistrados.

La poesía homérica fue continuada por “homéridas” con algunas manifestaciones de modernismo. Un poeta llamado Hesíodo compuso varias obras de estilo todavía épico, en las que explica los trabajos del campo y de las artes. Además intentó una cosmología que describía los orígenes del mundo y de los dioses. Sus relatos, de inmensa utilidad para comprender los orígenes del pensamiento griego, no aportan novedad de estilo; son todavía arcaicos.

Pero en el siglo VII aparecen los “modernos”, con un género nuevo de versificación, con estrofas en lugar de las largas tiradas en verso a la manera de Homero. Uno de estos poetas del tiempo de la emigración es el famoso Arquíloco. Era de Paros y allí vivió la mitad de su vida, hasta que a fines del siglo fue a acompañar a los que iban a la colonización de Tassos, isla más fértil que Paros, que era un estéril bloque de mármol sin vegetación. En los años que residió en Paros, Arquíloco empezó a versificar en sátiras violentas para vengarse de haber sido rechazado por el que tenía que ser su suegro, que le negaba su hija después de haber consentido al casamiento. Arquíloco prodiga al “viejo” toda clase de insultos ensartando viejas historias de animales dañinos. ¡Qué extraño empleo de la poesía! Y, sin embargo, ¡cuánta imaginación!

Después, en Tassos, mezclado con los colonos que combatían para apoderarse de la isla, Arquíloco derrama su hiel, en frases grotescas y obscenas, sobre sus compañeros militares. ¡Qué lejos estamos de Homero! Hemos calificado de europeas las virtudes de los héroes de la Ilíada; los versos de Arquiloco son de hoy.

Contemporánea de Arquíloco fue la poetisa Safo, que también nos maravilla por sus sentimientos tan modernos. Tenía una especie de pensionado o escuela para educar a muchachas jóvenes en el canto y las maneras refinadas. El asunto es interesante: es la educación que llamamos el arte de vivir, que se daba en la Rusia del zar y en las finishing schools de América. Lo que se aprende en ella es relativamente poco, pero con el estudio de la poesía y la música se forma y templa el alma. Safo explica su intención de elevar el espíritu de las educandas en versos de tal belleza, que fascinan aún en nuestra época. Sentía un verdadero amor por sus discípulas; se separa de ellas al casarse como lo hiciera una amiga enamorada, más que si fuera madre o hermana ¿No es esto, por ventura, sentimiento moderno, actual?


Licurgo y Solón


Todavía no sabemos exactamente cuál era la organización política de Grecia antes de la invasión dórica, pero los poemas homéricos nos hacen suponer que, a pesar de hallarse dividida en pequeños estados, constituidos en monarquías independientes, se tendía a la unificación con lo que se ha llamado “hegemonía”. La invasión dórica vino a interrumpir la consolidación que probablemente se estaba operando y Grecia quedó para siempre dividida, no recobrando la unidad sino cuando perdió la independencia, conquistada por Filipo y Alejandro de Macedonia. De modo que, en realidad, Grecia como nación no ha existido hasta los tiempos modernos. Acaso ocurra algo parecido en las otras dos penínsulas mediterráneas, porque Roma apenas fue Italia ni Castilla ha llegado a ser España.

Aunque dorios, jonios, eolios y también fenicios (al menos en las colonias del Asia), como en un hervidero intelectual, tenían que producir en Grecia maravillas del arte y del pensamiento y una pléyade de grandes hombres que nos asombra todavía, lo cierto es que su vida política fue una dolorosa tragedia. Dividida Grecia en pequeños estados, celosos todos del que parecía querer engrandecerse en perjuicio de los demás, se coligaron unos contra otros destruyéndose, hasta hacer preferible el despotismo del macedonio o del romano a las sospechas y la inseguridad de su precaria independencia. El miedo que causaba a Esparta la prosperidad de Atenas la llevaba hasta aceptar una alianza con Persia, el enemigo natural de los griegos. ¡Qué sombra proyecta todo esto sobre la gloriosa aureola con que estamos acostumbrados a mirar a Grecia, patria de la libertad según los poetas!

No obstante, estos estados, que a veces se reducían a una ciudad con sus suburbios, plantearon el problema del gobierno municipal, con una anticipación de las ideas modernas que casi parece un milagro. Por de pronto, en las colonias, donde no había costumbres establecidas, debió de ser necesario desde los primeros días aplicar una legislación. Y, en efecto, el primer código civil europeo que conocemos se promulgó en Locri. El legislador se llamaba Zaleuco y la leyenda supone que era un esclavo pastor, quien, en época de gran confusión en la colonia, tuvo un sueño durante el cual Atenea le dictó sus leyes; éstas son severísimas, con tal rigor para el lujo y las malas costumbres, que parecen probar el origen humilde de Zaleuco. Encontramos también en este primer código europeo la ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente. Pero hay detalles sumamente pintorescos de sabiduría popular; por ejemplo, en el código de Zaleuco se reconoce el derecho de apelar contra las sentencias, sólo con la condición de que el juez y el apelante acudirán al juicio con la cuerda arrollada al cuello, para colgar al apelante si pierde la causa o al juez si resulta que había juzgado mal. De la misma manera, quien propusiera una ley nueva tenía que hacerlo también con la soga al cuello, y en caso de no ser aceptada su reforma, pagaba con la vida la molestia que había causado a los conciudadanos con sus pretendidos proyec­tos de mejora.

Otro legislador colonial es un tal Carótidas, de Catania, cuya fisonomía moral resul­ta todavía más primitiva y nebulosa que la de Zaleuco.

Sin embargo, el proceso de transformación que había provocado la invasión dórica debía forzosamente originar la compilación, en un sistema de leyes, de las “costumbres” de los nuevos estados de la propia Grecia. Esparta es el más característico de todos los estados dóricos. Mas para entender bien el régimen político de Esparta precisa conocer un poco la historia de la conquista de su territorio por los dorios.

Al sur del Peloponeso corre el Eurotas, casi en línea recta, hacia el mar. Al Este, el monte Parnon deja un espacio bastante estrecho junto a la costa, pero al Oeste la sierra del Taigeto separa el valle del Eurotas de otras comarcas espaciosas, llanas, “donde crece la hierba y grana la espiga”, llamadas Mesenia. De modo que, una vez ocupado el valle del Eurotas, la natural ambición de los invasores debía llevarles forzosamente a atacar a Mesenia, y así la conquista del sur del Peloponeso por los dorios se efectúa en dos etapas: el valle del Eurotas primero, y el llano de Mesenia después. De todos modos, por la breve descripción que hemos hecho, ya se comprenderá que el valle del Eurotas, donde estaba Esparta, es el verdadero riñón del Peloponeso y que allí se dirigieron fatalmente los invasores en su marcha de Norte a Sur. Es muy posible que los conquistadores dorios de Esparta fuesen ya de dos tribus, o acaso de dos familias, que al llegar a Esparta se fundieron en un solo pueblo, conservando sólo de sus antiguas divisiones el sistema de tener un par de reyes, dos dinastías hereditarias, descendientes de los caudillos-sacerdotes de los tiempos prehistóricos. El hecho de hallarse el enterramiento de una de las familias reales cerca de la acrópolis, y el de la otra en la colonia llamada Nueva Esparta, parece revelar que, en un principio, los dos grupos dorios de Esparta habitaban en lugares separados.

Los reyes de Esparta tenían funciones en su mayor parte honorarias, pero sus personas eran sagradas y sólo el tocarlos constituía un crimen. Los reyes ofrecían sacrificios al partir a la guerra, tenían un tercio del botín y gozaban de otras ventajas en tiempos de paz y guerra; sobre todo se revelaba su carácter divino el día de sus funerales, porque estos reyes-sacerdotes de Esparta, al final de la época histórica, parecían reinar sólo para morir gloriosamente. Pero es lo cierto que, en un principio, los dos reyes de Esparta tenían el doble carácter de jefes militares y sacerdotes, de suerte que de ello parece desprenderse que serían la suprema o única autoridad de las dos tribus invasoras.

Al llegar a la llanura de Esparta los dorios encontraron establecidas allí gentes de la primitiva raza prehelénica, que sojuzgaron, dividiéndose, pues, la población en tres clases: los reyes, los guerreros dorios y los vencidos, o sea los antiguos habitantes prehelénicos del valle, a quienes llamaron ilotas. Estos se resistieron por algún tiempo en una fortaleza llamada Amiclea, pero no pudieron librarse de los ataques continuados de los invasores y quedaron reducidos a su definitiva condición de servidumbre. Los ilotas eran vasallos del estado y no podían ser vendidos ni maltratados por sus amos. Muchas veces les fueron dejadas en posesión las tierras de sus antepasados, pagando sólo un alquiler anual muy crecido en granos, vino y aceite. Comentando Aristóteles la Constitución de Esparta, dice que un día al año los jóvenes espartanos tenían el derecho de asesinar a cuantos ilotas podían encontrar culpables, a juicio suyo, de conspiración contra el estado. Para esto se escondían y disfrazaban, y aun sugiere Tucídides que los jóvenes de Esparta, para aumentar el placer de este macabro ejercicio, procuraban encontrar en falta a los más fuertes o presuntuosos de los ilotas. Sin embargo, los ilotas podían ser elevados a la categoría de verdaderos ciudadanos en premio de servicios prestados en la guerra, de manera que no existía una barrera de castas infranqueable. En un principio, acaso por estar los dorios escasos de mujeres, hubo muchos híbridos de espartanos e ilotas y se les llamaba partheniai, o hijos de muchachas; pero pronto se desembarazaron los espartanos de estos mestizos, a los que debían de considerar espúreos, enviándolos a fundar una colonia en Italia, que después fue Taranto.

Además de los dorios espartanos y de los ilotas prehelénicos, pronto hubo en Esparta otra clase de siervos, llamados peri-oikoi, o sea los habitantes de los distritos periféricos. Esta categoría de miembros de la comunidad debió de existir desde muy antiguo; serían acaso aliados que se agregaron a la masa de los conquistadores dorios y fueron recibiendo tierras a medida que se engrandeció el territorio sujeto a Esparta. Por qué los peri-oikoi no eran tan duramente tratados como los ilotas pudo ser consecuencia de llevar algunos de ellos sangre doria en sus venas; ya dijimos en el capítulo anterior que Mesenia fue conquistada por una banda doria dirigida por un jefe que era pariente del que conquistó Esparta. Es indudable, sin embargo, que las guerras de Esparta contra Mesenia y las sublevaciones posteriores de los mesenios crearon odios feroces y aquéllos fueron algunas veces severamente castigados, pero su condición inspiraba cierta simpatía, mientras que nadie tenía lástima de los ilotas.

Así se queja Tirteo de la penalidad impuesta a los mesenios: “Como asnos duramente cargados,—la fuerza cruel les obliga a dar,  del fruto de sus campos, la mitad a sus señores...”. A Tirteo le parece mucho que los mesenios dieran la mitad de sus cosechas, pero en el Ática los siervos tenían que dar cinco sextos de los frutos. Los peri-oikoi se dedicaban a los oficios más necesarios, como el de fabricar armas, calzado, vestidos, los únicos tolerados por Esparta.

Ahora bien, rodeados de enemigos, los espartanos tuvieron que mantenerse en guardia constantemente. Para ello su famoso legislador Licurgo compiló unas leyes que, como dijimos, causan sorpresa al lector aun hoy. Nos excusaremos, sin embargo, de dar aquí la biografía de Licurgo, porque ya los antiguos dudaron de la autenticidad de las fábulas que se relataban a este respecto. Plutarco empieza así su vida de Licurgo: “Del legislador Licurgo no podemos decir nada que no sea incierto y discutible...”. Con todo, parece probado que un príncipe dorio llamado Licurgo, hacia el siglo VIII antes de J. C., viajó por Creta y Egipto, y a su regreso sistematizó las viejas costumbres que estaban en uso en Esparta. Algo debió de cambiar, sin embargo, hasta en la organización del estado; la disminución del poder real de los dos monarcas puede que se iniciara en tiempo de Licurgo. Los reyes no fueron suprimidos, pero unos nuevos magistrados, llamados éforos, empiezan a aparecer a fines del siglo IX a. C., y sus nombres nos son conocidos a partir del año 755. Estos eran cinco, en un principio nombrados por los reyes, que de grado o por fuerza delegaron en los éforos gran parte de su autoridad; más tarde, los éforos fueron nombrados por el consejo de los ancianos, y los reyes tenían que jurar cada mes ante ellos que gobernarían según las leyes del estado. Más aún, los éforos cada nueve años observaban los astros en una noche sin luna, y si veían una estrella errante era señal de que los reyes de Esparta eran culpables de sacrilegio. Entonces los suspendían del cargo hasta que llegaba un oráculo favorable a los monarcas.

Pero las grandes reformas que van aso­ciadas al nombre de Licurgo tenían mucho mayor trascendencia que la de traspasar el poder de unos magistrados, llamados reyes, a otros llamados éforos. Copiamos de Plutarco: “Una segunda y mucho más arriesgada iniciativa de Licurgo fue una nueva distribución de tierras. Porque encontró una enorme desigualdad en el país, con una multitud de pobres que no tenían tierras, mientras la riqueza estaba concentrada en unos cuantos. Determinado, pues, a extirpar los males de la insolencia, la envidia, la avaricia y el lujo, y los otros desórdenes, todavía más perniciosos al estado, que se llaman pobreza y riqueza, persuadió a sus conciudadanos de la necesidad de cancelar los anteriores repartimientos de tierras para hacer otros nuevos, de manera que todos pudiesen ser iguales en sus posesiones y manera de vivir... Su propuesta fue aceptada y Licurgo hizo nueve mil lotes del territorio de Esparta, que distribuyó entre otros tantos ciudadanos, y treinta mil lotes (que debían ser para los peri-oikoi) de lo restante del país...”. “Cada lote debía ser suficiente para producir setenta fanegas de grano para cada hombre y doce para cada mujer, además de vino y aceite en proporción... Cuentan que un día, volviendo Licurgo de un viaje, hubo de pasar a través de los campos recién segados, y viendo las gavillas, iguales en cada campo, exclamó sonriendo: —¡ Cómo se parece Esparta a una hacienda dividida entre hermanos equitativamente!”

Tras explicar otras providencias de Licurgo para abolir el lujo y las riquezas, continúa Plutarco: “Una tercera institución para exterminar la afición de los bienes materiales fue la de las mesas públicas, donde los espartanos comían en común los mismos guisos, prescritos por la ley... Había quince personas en cada mesa. Cada uno estaba obligado a llevar cada mes una fanega de grano, cinco libras de queso, dos libras y media de higos y un poco de dinero para comprar carne y pescado... Lo que más gustaba a los espartanos era su sopa negra, de manera que los mayores se sentaban a un lado de la mesa para comer esta sopa y dejar la carne para los jóvenes. Se cuenta que un rey del Ponto, habiendo oído hablar con tanto elogio de esta sopa negra, se procuró un cocinero de Esparta, y como la sopa no le gustase, al ver el cocinero su decepción, le dijo estas palabras: “Señor, para gustar de esta sopa es necesario bañarse primero en agua del Eurotas”. También se cuenta que Epaminondas decía, al mirar su mesa en Esparta: “La traición nunca se esconderá debajo de una mesa como ésta”. Una vez que el espartano Leotíquidas cena­ba en Corinto, en una sala decorada con vigas escuadradas y talladas, preguntó maliciosamente si los árboles crecían cuadrados en Corinto y no redondos como en Esparta”.

Los espartanos pasaban la mayor parte del día en ejercicios militares mientras los ilotas y los peri-oikoi trabajaban para ellos, pues aunque eran frugales y la sopa negra no requería sustancias costosas, la vida de los espartanos no hubiera sido posible sin los ilotas y los peri-oikoi, que les libraban del trabajo de los campos. Los espartanos fueron siempre una minoría en el estado; ya en tiempo de Licurgo se mencionan sólo nueve mil ciudadanos. Al final de las guerras médicas eran ya sólo ocho mil; en 371 a. de J. C. difícilmente llegaban a mil quinientos. Aristóteles cree que el número de espartanos, en su tiempo, no pasaría de mil, y sabemos que en 244 a. de J. C. eran setecientos. Sin embargo, preguntado uno de ellos cuántos eran, contestó: “¡Los suficientes para alejar de Esparta a la mala gente!”.

Acaso esta reducción de su número fue debida no sólo a los esfuerzos militares a que estaban consagrados, sino también a la manera de asegurarse la sucesión, que ya llamó la atención de Aristóteles y de los que estudiaron las costumbres de los espartanos. Copiaremos algunos párrafos de Plu­tarco sobre este punto: “En los matrimonios, el esposo arrebataba la esposa con violencia y nunca se escogía a una mujer que no hubiese llegado a la madurez... Por mucho tiempo vivían los esposos sin hablarse ni tratarse más que de noche, viviendo el marido en su acostumbrado local con los demás jóvenes... Esta clase de trato no sólo producía temperancia y castidad, sino que también mantenía sus cuerpos sanos y fecundos y el amor no decaía, porque los esposos no estaban fatigados, como aquellos que permanecen constantemente con sus mujeres...”.

“Por otra parte -continúa Plutarco—, si un hombre de buen porte sentía pasión por una mujer casada, ya por su modestia, ya por la belleza de sus hijos, el marido le admitía en su compañía, para que, plantando en un campo hermoso, pudiese él también producir bellos frutos. Porque Licurgo no consideraba a los hijos como propiedad de sus padres, sino propiedad del estado, y no permitía, pues, que fuesen engendrados por personas ordinarias, sino por los mejores ciudadanos. Más aún, Licurgo hacía observar la vanidad y el absurdo de otras naciones, donde el pueblo hace esfuerzos para obtener las mejores crías de caballos o de perros, que se pueden comprar con dinero, y, en cambio, encierran a las mujeres para que no puedan tener hijos más que del marido, aunque éste sea impotente, decrépito o enfermo...” Como consecuencia natural de esto, añade Plutarco que, preguntando un extranjero cuál era el castigo para los adúlteros en Esparta, se le respondió que no había adúlteros, e insistiendo en cuál sería el castigo en caso de haberlos, se le dijo que debería procurarse un buey que bebiese agua del Eurotas desde la cima del monte Taigeto, y replicando todavía el extranjero que no sería posible encontrar semejante buey, se le contestó que más difícil era encontrar un adúltero en Esparta.

Pero lo que más llamo la atención de Platón fue la manera de educar a los hijos de los espartanos. Estos, si después de reconocidos por los ancianos al venir al mundo no parecían inertes y bien proporcionados, eran arrojados a una caverna del monte Taigeto, llamada Apoteta; en cambio, si se les conceptuaba dignos de la vida, se les asignaba uno de los nueve mil lotes de tierra. De pequeños no los envolvían con pañales, para que pudieran crecer libremente, y las nodrizas de Esparta eran preferidas hasta en Atenas. A los siete años los muchachos se alistaban en compañías y desde entonces tenían en común los juegos y los ejercicios físicos. El que demostraba más valor y capacidad era nombrado capitán de la compañía. Los viejos presenciaban a veces las diversiones de los jóvenes y les sugerían motivos de lucha para observar el espíritu de cada uno en el combate. El resto de su educación era apropiado para hacerlos fuertes y buenos guerreros. La música y los cantos en honor de los héroes antiguos eran empleados “con concisa dignidad de expresión,” dice Plutarco.

La educación de las muchachas era análoga a la de los jóvenes. En danzas públicas y otros ejercicios, las doncellas incitaban a los jóvenes al matrimonio y, como dice Platón, “el amor seguía a los juegos, como la conclusión a las premisas de un discurso”. La mujer tenía gran ascendiente sobre el marido. “Vosotras sois las únicas mujeres que gobernáis a los hombres”, les decían. A lo que ellas contestaban: “Somos también las únicas que criamos verdaderos hombres”.

Descontando su legislación y disciplina comunal, Esparta no nos ha dejado nada verdaderamente espiritual: no hay poetas ni filósofos originarios de Esparta. No hay muchos restos de un arte espartano; no hay restos de un estilo que sirviera para elevar sus edificios públicos, que debían de tener un aspecto peculiar, pues servían para comedores públicos, dormitorios de los guerreros y gineceos para las mujeres. Por la austeridad de sus disposiciones, se diferenciarían de cuanto había en otras ciudades.

En Esparta no había templos y sólo se recuerda un lugar santo donde se veneraba una estatua gigantesca de Apolo, el dios nórdico patronímico de los dorios. Estaba emplazada en un sitio donde debía de haber existido un palacio prehelénico, acaso en las ruinas del castillo que fue morada de Menelao y Helena. Pausanias, que todavía llegó a ver el “trono” de Apolo, lo describe así: “Había en el lugar de Amiclea, junto a Esparta, el trono de Apolo. Cuando los dorios conquistaron el valle, respetaron el lugar sagrado donde se suponía que estaba el sepulcro de un héroe llamado Jacinto. Encima del santuario, probablemente subterráneo, de Jacinto levantaron una gran estatua con dos o tres colores, como la cerámica de otras ciudades dóricas.

Las leyes que Licurgo impuso a Esparta nunca quiso escribirlas en forma de código, porque decía que su mejor archivo era el corazón de los ciudadanos. Parecen una Utopía, como la de Tomás Moro; el sueño de una Ciudad del Sol, como la de Campanella, y si no fuera porque los párrafos que hemos transcrito de Plutarco resultan comprobados por los comentarios de los escritores más verídicos de la antigüedad, creeríamos que estamos leyendo un folleto de propaganda, sin realidad ninguna. Esparta, no obstante su Constitución fantástica, perduró varios siglos; tuvo una vida tan larga y tan sana como la de cualquier otro estado griego. Militarmente fue siempre solicitada o se impuso ella misma, para tomar la dirección de las ligas o alianzas de que formaba parte. Moralmente, sería lo más simple y lo más noble de toda Grecia cuando un filósofo como Platón declara que Esparta era lo que se acercaba más a su ideal.

Esparta nos ofrece, además, el ejemplo del paso de una forma de gobierno puramente monárquica a una aristocracia privilegiada que por medio de asambleas y magistrados dirigía los negocios del estado. Este fenómeno de la supresión de la monarquía, o por lo menos la reducción de sus derechos a los servicios religiosos del culto ancestral, se verificó con mayor o menor violencia en todos los estados griegos, pero en ninguno tiene tanto interés como en Atenas, por el papel tan importante que después hubo de desempeñar en la evolución del pensamiento y el arte griegos. Todo lo que se refiere a Atenas apasiona más que ninguna otra ciudad del mundo antiguo; Atenas y Jerusalén son dos de los lugares de la tierra que la humanidad mira con más respeto. Con todo, los orígenes de Atenas están de tal modo escondidos entre las leyendas mitológicas, que sólo como aproximación a la verdad cabe valorar nuestras reconstrucciones.

Pero he aquí cómo nos imaginamos hoy los orígenes del estado que, comprendiendo la pequeña península del Ática, tuvo después a Atenas por capital. El Ática es un país montañoso, escaso en aguas, aunque de clima templado por su forma peninsular, abundante en puertos y bahías. Abierto a los navegantes, su población tenía que ser heterogénea; además de los restos prehelénicos que se encuentran en el Ática, existe la posibilidad de que allí se establecieran núcleos de fenicios. En la época prehistórica, el Ática debía de estar dividida en pequeñas comunidades, completamente independientes. Poco a poco, éstas se agruparon, resumiéndose en doce grupos de aldeas por obra de un primer héroe organizador llamado Cécrope. Un segundo héroe extranjero, Teseo, agrupó estos doce barrios en un solo estado, que tuvo por centro la ciudad de Atenas. La fiesta anual de las Panatenéas tenía por objeto mantener propicias las divinidades de “todas las Atenas” (Pan-Athenaia); era como una especie de culto expiatorio a los antiguos cultos locales, que perdieron su importancia al centralizarse las barriadas en una sola ciudad.

Las familias de los reyes-sacerdotes, jefes de las tribus, pasaron a vivir a Atenas, formando una especie de aristocracia de la flamante ciudad, donde eran llamados eupátridas. Se prefirió Atenas por su situación deliciosa, con su colina, tan propia para la acrópolis o fortaleza, con el monte Licabeto a corta distancia y las sierras del Pentélico y el Himeto al fondo, cerrando el valle, por el que corren dos arroyos, el Cefiso y el Iliso, preciosos en un país tan falto de agua. La Constitución del estado en un principio fue monárquica, con un nuevo rey, cabeza de todos los eupátridas; pero éstos empezaron a mermar su autoridad, reservándole al fin sólo ciertas funciones sacerdotales. Primero impusieron al rey unos polemarcas, o generales, para dirigir las operaciones militares; después crearon los cargos de arcontes o magistrados. Los arcontes eran elegidos entre los eupátridas por el consejo de sus ancianos, llamado areopago, compuesto de cincuenta miembros, y al cesar los arcontes en sus cargos pasaban a formar parte del areópago, de manera que, en realidad, el areópago se reclutaba sólo entre los eupátridas.

Por lo dicho, se ve que la aristocracia de Atenas, o sean los eupátridas, estaba formada por gentes de análoga condición, que se resolvieron a vivir en común por imposición de un huésped extranjero. Los eupátridas conservaron en verdad un gran prestigio, y aun derechos reales y sacerdotales sobre las antiguas aldeas de donde procedían, y con el tiempo sus intereses se fueron haciendo cada vez más positivos, reclamando no solo honores, sino la propiedad de las tierras que seguían cultivando sus convecinos desde época muy antigua. Así Atenas, o mejor dicho, el Ática, se encontró dividida en dos clases desiguales: los eupátridas, que tenían el poder, y los siervos, que debían pagar por el aprovechamiento de los campos los cinco sextos del producto de su trabajo. Actualmente estos cinco sextos parecen un tributo excesivo, pero ya resultaban exorbitantes en tiempos antiguos, cuando los eupátridas vivían en la ciudad y las necesidades del labriego habían también aumentado. Más aún, los eupátridas, haciéndolo derivar acaso de viejas tradiciones prehistóricas, tenían el derecho o costumbre de admitir la prestación personal para resarcirse de lo que se les debía por sus tierras; era lo que se llamaba la hipoteca corporal, cuya obligación recaía sobre el hijo, en caso de insolvencia, a la muerte de su padre. De manera que, por razón de sus deudas, la mayoría de los habitantes del Ática tenían hipotecados a los eupátridas no sólo sus bienes muebles, sino sus propios cuerpos y los de las personas que de ellos dependían. Tal estado de cosas tenia que producir hondo descontento entre los labradores y hacerles desear una revolución. Un aventurero llamado Cylón, hermano del señor de Megara, pretendió sin éxito hacerse dueño de Atenas aprovechándose de la desgracia de los oprimidos.

La mejora de la plebe no podría conseguirse hasta que no se interesara por la suerte de los proletarios de Atenas un patriota verdaderamente espiritual; éste fue Solón. La personalidad de Solón no aparece vaga y discutible, como la de Licurgo, sino que es la de un hombre de carne y hueso cuya vida está comprobada por infinidad de comentarios y referencias de los autores clásicos. Solón nacería hacia el 620 a.C., porque fue en 594 cuando ejerció casi absoluto poder en Atenas, asumiendo varios cargos que le daban poderes dictatoriales. Descendiente de una de las más nobles familias de los eupátridas, Solón pertenecía a la más rancia nobleza, aunque su padre había disipado en obras filantrópicas la fortuna que poseía o, como dice Plutarco, “haciendo servicios y bondades a las gentes”. Esto debió de procurar a Solón el agradecimiento de muchos, y por su pobreza no debía inspirar sospechas ni recelos a nadie. Parece que, en su juventud, Solón trató de rehacer su caudal con el comercio que hoy llamaríamos de importación, traficando en el extranjero y “llevando a Atenas las cosas excelentes que poseían algunas naciones bárbaras y, al mismo tiempo, una gran cantidad de experiencia".

Eran aquéllos unos tiempos en que, como dice su contemporáneo Hesíodo, “el trabajo no constituía una vergüenza para nadie”. Vástagos de nobles familias habían emigrado a países lejanos para fundar colonias; sabios como Tales e Hipócrates habían ejercido de comerciantes; así es que no hay nada de extraño en el hecho de que Solón se decidiera a viajar para rehacer su fortuna con el peligroso comercio con los bárbaros. En sus escritos parece que hacía alusiones humorísticas a sus aventuras de comerciante y se comprende que, sin despreciar los provechos, Solón no considerara los negocios como un ideal de vida ni como una ocupación apropiada a su temperamento.

Asimismo parece que, en un principio, hubo de considerar la poesía como un sim­ple pasatiempo; acaso empezó a componer para distraer la monotonía de los viajes; sus primeros epigramas, de tono ligero, con cierta dosis de moral, no produjeron gran entusiasmo en Atenas. Mas pronto se dio cuenta Solón del gran partido que podía sacarse de la poesía para la propaganda de ideas morales y políticas, y acabó empleán­dola con toda seriedad como un elemento importantísimo de predicación y de gobierno.

Sin embargo, por lo dicho ya se comprenderá que, al llegar a su madurez, Solón no sería considerado en Atenas sino como un aficionado a la filosofía y a la poesía, improvisado comerciante casi por necesidad. Pero un problema de vital importancia para Atenas, que Solón resolvió favorablemente, vino a hacer de este personaje secundario la figura principal de la ciudad. Si el lector examina el mapa esquemático del Ática verá que, en la bahía de Eleusis, la isla de Salamina se halla enfrente de los puertos de Falero y del Pireo, que son los dos puertos de Atenas. Al otro lado de Salamina está Megara, que era el punto más avanzado que consiguieron ocupar los dorios en sus ataques contra Atenas. La posesión de la isla de Salamina por Megara o por Atenas debía dar a una de ellas libre acceso al mar y, con ello, su prosperidad futura. Hacia largos años que Atenas y Megara luchaban por la posesión de Salamina y, desesperando ya de vencer la resistencia doria, los eupátridas de Atenas habían dictado una ley por la que se condenaba a muerte al que se atreviera a mencionar siquiera el nombre de Salamina o proponer su reconquista. Desafiando esta prohibición, el mediano poeta que se llamaba Solón compuso una elegía titulada Salamina y se atrevió a recitarla en el mercado desde el tablado del pregonero. El poema empezaba así: “Soy el heraldo de la rubia Salamina, — en verso explicaré lo que allí pasa...”.

Parece que el efecto de la lectura de Solón fue tan grande, que quinientos exaltados se conjuraron para ir con él a conquistar la isla. Con estos elementos es fama que Solón reconquistó Salamina y aun facilitó la paz definitiva con sus prudentes consejos. Parece que, para acabar el conflicto, los de Megara propusieron un arbitraje que confiriera la propiedad de la isla a quienes pudieran probar que eran sus primitivos pobladores. Solón valióse de un argumento arqueológico muy interesante: dijo que en Salamina se enterraba a los muertos de cara al Oeste, como en Atenas, mientras que en Megara se enterraban de cara al Este. Además, merced a su erudición, pudo alegar varios oráculos de Apolo en que se mencionaba a Salamina como tierra jónica y nunca dórica, como lo era Megara.

La habilidad, el tacto y la energía demostrados en la cuestión de Salamina hicieron pensar que Solón podría ser el hombre providencial que resolviera el conflicto de clases que hacía siglos tenía perturbada a Atenas. Los escritores antiguos hacen observar que Solón, por su nacimiento, parecía asegurar a los ricos y nobles eupátridas que no sería muy riguroso con ellos, mientras que los pobres esperaban también que un hombre tan justo y generoso trataría de mejorar su deplorable condición con verdadera simpatía. Por unanimidad, pues, fue Solón elegido arconte y tesmoteta, o legislador, el año 594 a. C. Acaso para procurarse partidarios que consolidaran su autoridad, hizo regresar a los atenienses emigrados; algunos estaban en el destierro por motivos políticos, como la familia eupátrida de los Alcmeónidas, y a éstos fue fácil indultarlos, pero otros, los más, eran proletarios que se habían escapado de la esclavitud por deudas. Para devolverlos a la patria era necesario, primero, pagar sus atrasos a los eupátridas acreedores. Solón, para redimir estas deudas, según unos, reunió un capital por suscripción voluntaria entre los eupátridas; según otros, avisó a algunos de sus amigos de que él no intentaba confiscar las tierras, sino sólo condonar las deudas de los acreedores, y con esta seguridad sus amigos se hicieron prestar sumas importantes y compraron grandes haciendas. Más tarde, al cancelar las deudas atrasadas, sus amigos se quedaron con las tierras, sin pagar el dinero que debían, y parte de estas riquezas parece que las empleó Solón para pagar las deudas de los labradores fugitivos o que vivían en el destierro. De modo que el dinero para pagar a los eupátridas salió de las bolsas de los mismos eupátridas, que eran los únicos que lo tenían. A lo que se puede añadir lo que dice Plutarco de estas “operaciones” de Solón, que “no contentaron a nadie, porque los ricos estaban quejosos por el dinero que se les había arrancado, y los pobres se quejaban porque no se habían dividido las tierras, como había hecho Licurgo en Esparta, donde todos los ciudadanos eran iguales”. Pero no deja de advertir Plutarco que lo que pudo hacer Licurgo, que era un descendiente de Hércules, esto es, que tenía en sus venas sangre real, no pudo hacerlo Solón, ya que, al fin y al cabo, solamente era un simple ciudadano.

Solón se alaba de su hazaña en unos versos conservados por Aristóteles, que dicen así: “Yo devolví a Atenas, ciudad divina, los hombres que habían sido vendidos, unos según la ley, otros ilegalmente; — unos, que la necesidad llevó al destierro, — otros vagabundos, que olvidaron hasta su lengua... Esto hice yo, empleando la fuerza y la justicia”. Esta medida preliminar de cancelar las deudas se llamaba “el remover las cargas”. Pero además Solón promulgó una ley que prohibía hipotecar las personas y vender los deudores como esclavos, lo cual fue el principio de la igualdad civil, base la más firme de la verdadera democracia.

Fijó además los derechos y deberes de las cuatro clases de ciudadanos que debían constituir el organismo del estado, no según su nacimiento, sino según sus bienes. En primer lugar estaban los grandes propietarios, cuya renta anual era de quinientas medidas de trigo o quinientas medidas de vino y aceite; venían después los caballeros eupátridas, que no tenían más que trescientas medidas del producto de sus tierras; los terceros eran los labradores enriquecidos, que podían disponer de doscientas medidas anuales, y los últimos eran los que no llegaban a esta renta anual. De las tres primeras clases se elegían los magistrados, excepto los arcontes, que debían pertenecer a las dos primeras clases; la última clase de ciudadanos, llamados leles, no tenía más derechos que el de asistir a los consejos y actuar como jurados.

Como se ve, las reformas de Solón abrían las puertas del poder a las clases inferiores; además, para contribuir a las cargas fiscales, el tanto por ciento que debían satisfacer los ricos era más cargado que el de los pobres, de manera que se tendía a la uniformidad. Como las reformas de Solón dividían a los ciudadanos según la capacidad de la producción agrícola que podían alcanzar, esta ley estimularía a los ricos y burgueses al cultivo de los campos.

Las medidas de Solón no eran una operación quirúrgica, como la Constitución de Esparta, sino que con sus suaves y aun diríamos artísticos procedimientos preparaba a la encumbrada clase de los eupátridas a habituarse a la idea de la pérdida de su omnipotencia, mientras el proletariado se educaba con el uso de sus derechos. El gobierno se cambió también, pero con moderación. Los arcontes fueron nueve y su presidente no era el rey, o basileus, sino uno de ellos. Los fallos de los arcontes podían apelarse ante una asamblea, o bulé, de cuatrocientos ciudadanos. El areópago quedó tal como esta­ba, pero en adelante debía actuar como un senado, para vigilar el cumplimiento de las leyes y hacer justicia en los casos de homicidio y ataques a la seguridad del estado. Además, Solón instituyó otro tribunal popular, llamado Heliaia, formado de jurados elegidos por suerte entre los ciudadanos de más de treinta años, en el que eran admitidos hasta los tetes o miembros del cuarto estado. El comentario del mismo Solón a sus reformas, tal como lo ha recordado Aristóteles, es muy interesante: “Otorgué a la plebe el poder necesario, — sin quitarle honor ni darle demasiado, — y los ricos e ilustres por su nobleza — procuré que no sufrieran en extremo...”. “Así la plebe seguía a sus jefes, — sin tirar éstos de las riendas ni aflojarlas demasiado...”

A pesar de su moderación, Solón comprendió que su presencia en Atenas perjudicaría la libre expresión del sentir de sus conciudadanos y dificultaría la evolución de sus facultades como miembros de un estado libre. Es aquella fórmula del Evangelio: para que el grano germine, es menester que se pudra en la tierra. Solón no podía morir ni nadie deseaba su muerte hasta el punto de asesinarle, por lo que determinó desterrarse voluntariamente de Atenas durante diez años. Compró un barco de carga, como los que había usado en sus aventuras de comerciante, y marchó primero a Egipto, y después a Chipre y al Asia Menor. Cuando regresó, su decepción sería grande al ver que la libertad que había dado al pueblo sólo había servido para preparar la tiranía. El arconte Damsias se había mantenido en el cargo más de lo que permitía la Constitución.

Pero Solón, sintiéndose ya incapaz de provocar en Atenas una nueva revolución, y sin perder su fe en el porvenir, acabó su vida tratando de encontrar consuelo en el cultivo de la poesía. Fue en estos días de la vejez cuando empezó a componer su gran obra sobre la Atlántida, que debía de ser una fantasía poética de la polis o ciudad ideal. Platón trató de concluir este testamento político de Solón, del que no quedan en nuestros días más que algunos versos. La tradición añade que las cenizas de Solón fueron esparcidas sobre el suelo de Salamina, como si se quisiera vincular definitivamente su conquista a Atenas, pero además sus leyes, escritas en tablas de madera, se conservaban todavía en el siglo II de nuestra era en el Pritaneo de Atenas, prueba del respeto que sentían por ellas los atenienses aun después de tantas revoluciones y tiranías... ¡Pobre Atenas! Pero con Solón empiezan las ten­tativas democráticas, que algún escéptico podrá creer que han sido un fracaso.

 

Los tiranos griegos


A su llegada del viaje que hiciera al extranjero, Solón se encontró con la desagradable sorpresa de un síntoma de tiranía, y el año 561, el mismo de la muerte de Solón, Pisístrato, su compañero de juventud, simple ciudadano de Atenas, de noble familia, aunque no de sangre real, se impuso en el Ática como tirano. Desde este momento debió de preocupar a los espíritus superiores de Grecia la aparente incompatibilidad de la democracia con el industrialismo naciente. La tiranía parecía hacerse general; todos los estados griegos, a excepción de Esparta, iban cayendo más o menos francamente en poder de ricos mercaderes sin escrúpulos, que compraban partidarios y entronizaban a sus hijos como señores hereditarios para dirigir los negocios complicados de las polis democráticas. Por esto Solón en su vejez exclamaba: “El comerciante reina soberano, y el mal señor sobre los mejores. Esta es la lección que todo el mundo debería recordar siempre: cómo en todas partes la riqueza consigue reino, fuerza y poderío”.

Mucho más tarde, Platón, preocupado por el mismo problema y mostrando un pesimismo que se parece al de Taine y Renan, dice: “Cuando un rico no consigue el poder, lo obtiene apoyándose en la democracia. Se hace primero el protector del pueblo y se cambia después de protector en tirano... El campeón del pueblo, encontrando una multitud desesperada que está dispuesta a seguirle, esclaviza y mata y amenaza con cancelar las deudas y repartir las tierras. Cuando alguien procede de este modo, acaba necesariamente aniquilado por sus enemigos o haciéndose un tirano y cambiado de hombre en lobo...”

Como se ve, los escritores atenienses, conociendo los peligros de la democracia, no desesperan de ella, y con sagacidad y conocimiento de causa tratan de prevenir la dictadura. Aristóteles sostiene que “es muy conveniente que los políticos tengan una regular fortuna, sin ser muy ricos”, para evitar la oligarquía y la tiranía, pero insiste en que el gran peligro estriba en la alianza de los poderosos, por la riqueza o por las armas, con la ruda energía de “los de abajo”. “En la antigüedad, dice Aristóteles, recordando evidentemente los tiempos de que vamos a hablar aquí, cuando un individuo era a la vez demagogo y general, el resultado era la tiranía. Es un hecho probado que la mayoría de los primitivos tiranos empezaron siendo demagogos."

Hoy vamos admitiendo que, aun siendo innegable que algunos de los tiranos griegos eran guerreros profesionales, que conquistaron el poder con las armas, la mayoría lo obtuvieron por sus riquezas; eran mercaderes o navieros y habían hecho su fortuna traficando con metales; eran más bien lo que hoy llamaríamos banqueros que políticos y capitanes. Es lo misino que ocurrió en Italia en el siglo XV; es cierto que los Sforza, por ejemplo, fueron condottieri y ganaron a Milán en el campo de batalla, pero los Médicis eran banqueros; los Bentivoglio, de Bolonia, empezaron con una fábrica de tejidos de lana; los Gambacorti, de Pisa, eran mercaderes; los Gignate, de Lodi, simplemente millonarios por la usura.

Volviendo otra vez los ojos a la Grecia del siglo VI a.C., es así como los hom­bres cultos debían de juzgar lo que estaba ocurriendo: se habían suprimido las viejas monarquías, por renuncia de los monarcas o por revolución; se habían estatuido poderes senatoriales con derecho de legislar para las aristocracias y aun para la plebe, a excepción de los desposeídos de bienes; se habían obtenido derechos, asambleas y jueces... Y he aquí que esta organización, tan trabajosamente conseguida, se veía ahora peligrar, entronizándose otra clase de déspotas que aplicaban “el nuevo régimen" sólo cuando les convenía y como les convenía. Mas antes de que entremos a estudiar algunos caracteres y ejemplos de la tiranía en Grecia, debemos llamar la atención acerca de tres puntos importantísimos. Primeramente, no existe en realidad una época que pueda llamarse “edad de los tiranos” en Grecia. La tiranía en Argos empezó en el siglo VIII, mientras que en la mayoría de las ciudades griegas no se impuso hasta el VII. En Atenas duró desde el 555 hasta el 510 a. C., y aún más modernas fueron las dinastías de los famosos tiranos de las colonias de Sicilia. No hay, pues, un período de la historia griega que pueda llamarse en realidad época de la tiranía, pero se suele señalar con este nombre todo un siglo, el que va desde el año 650 al 550 a. C.

El segundo punto interesante es que la tiranía parece ser una importación del Asia. Su mismo nombre no es griego; la palabra griega para rey era basileus, mientras que tyrannos es posible que derivara del lidio turannos, y, por tanto, sería una voz más bien hitita que griega. El nombre “tirano” es, pues, de origen colonial, como en España se adoptó la palabra cubana “cacique” para indicar al que se erige en jefe político de un grupo o colectividad. Una tradición, conservada por Euforión, dice que el primer tirano fue el rey Giges de Lidia, y Arquíloco canta diciendo: “No quiero como Giges ser dorado, — ni quiero como Giges ser tirano...”, relacionando la tiranía con el oro y las riquezas.

Y llegamos al tercer punto, el más importante: Giges ha sido a menudo presentado como el primer monarca, conocido por los griegos, que acuñó moneda. Heródoto empieza su relato sobre la invención de la moneda diciendo: “Los lidios fueron los primeros en acuñar y usar monedas”, y añade que éstas eran de oro y plata, o mejor dicho, una mezcla de ambos metales, que es el electrum. Jenófanes, al que hemos mencionado como el más antiguo escritor que nombra a Homero, cree también que los lidios inventaron la moneda. Así, pues, desde el primer momento, con el nombre de Giges, rey de Lidia, la tiranía va asociada a las riquezas.

Con estos tres puntos bien establecidos resulta más fácil de entender el fenómeno de la tiranía en Grecia, que a primera vista parecía una reacción hacia la monarquía. Los tiranos son el resultado de una evolución industrial en el mundo griego, como consecuencia de la democracia; además, la moneda facilitó la acumulación de grandes riquezas, que tenían que procurar el poder material y también el político al que sabía aprovecharse de las nuevas formas del trabajo e intercambio.

Y vamos a explicar algunos ejemplos de tiranía en las ciudades griegas para que se comprenda mejor lo que acabamos de decir. A primera vista, parece que si la tiranía es de origen asiático, en las colonias griegas del Asia deberíamos encontrar los primeros ejemplos de tiranos griegos, y es fácil que resulte así; parece que las grandes ciudades jónicas, como Mileto y Éfeso, produjeron los primeros tipos de audaces y ricos ciudadanos que se apoderaron de la dirección de los negocios urbanos con dinero, arte y persuasión. Pero la historia de las ciudades griegas del Asia es tan confusa, que se hace difícil establecer la cronología de los acontecimientos. Un tal Bato, de Sínope, que escribió la historia de los tiranos de Éfeso, no dice sino que Protágoras se impuso al gobierno legítimo de los basílidas, de Éfeso, antes del reinado de Ciro, el rey de Persia. Suidas añade que Protágoras sentía gran pasión por las riquezas: “Saqueó y confiscó a todos los que pensaba que eran ricos”. Se desprende, pues, que el poder de Protágoras se basaba en sus grandes riquezas.

La historia de la tiranía en Mileto resulta ya más curiosa. Acaso empezaron allí las tentativas de dominio antes que en ninguna otra ciudad del Asia, porque el más renombrado y poderoso de los tiranos de Mileto fue Trasíbulo, que gobernó hacia el final del siglo VII a.C. Sus sucesores parece que fueron Toas y Damasenor, que no sabemos si compartieron el poder o si el uno sucedió al otro inmediatamente. Lo singular es que la caída de Toas y Damasenor fue seguida de una querella entre los dos partidos de la ciudad, llamados plusioi y queiromaques. El lector quedará sorprendido al saber que estos dos nombres significan algo parecido a los nuestros de capital y trabajo. Plutos quiere decir riquezas, y plusioi significa los ricos, y éstos eran los armadores del puerto. Ya no es tan claro el significado de queiromaques: más bien que “los que trabajan con las manos”, quiere decir: “los que pelean con las manos”, pero es posible que fuera un apodo para designar a los descamisados o “pelados”, como se dice en América.

Por lo menos, Eustaquio asegura que quei­romaques es sinónimo de artesanos, y Suidas escribe que los partidos de Mileto estaban compuestos de ricos, o plusioi, y de gergeles, que quiere decir trabajadores. Gergetes y quei­romaques querrán, pues, significar el mismo grupo político: lo que llamamos hoy proletarios. En cambio, ignoramos qué relación tenían estos partidos con la tiranía de Mileto: si los trabajadores favorecían al tirano o provocaron ellos su caída o si fueron los plutócratas quienes restablecieron el poder de las asambleas. Sólo consta que plusioi y queiromaques vinieron a las manos al derrumbarse el poder personal de los tiranos de Mileto, Toas y Damasenor. Nos llega, pues, desde el fondo de las edades un rumor de luchas sociales como las de hoy, con el puerto de Mileto por escenario y los capitalistas de la gran ciudad del Asia luchando con los trabajadores, mientras que los banqueros se aprovechan de sus disputas.

Es posible que las riquezas de los mercaderes de Mileto provinieran de acuñar moneda antes que nadie en las colonias del Asia. Las monedas primitivas de Mileto muestran en su anverso el león, mientras que en el reverso hay una marca que se supone es la del banquero, porque hoy se tiende a creer que muchas de las primeras emisiones de moneda jónica fueron de iniciativa privada, de simples “firmas comerciales”, que encontraban provecho en que el metal circulara de este modo. En China las monedas más primitivas tienen marcas de banqueros, y en la Francia merovingia la moneda se acuñó también por simples particulares. Pronto, sin embargo, cada ciudad del Asia adoptó un tipo uniforme: las monedas de Éfeso ostentan el ciervo; las de Focea, la foca; las de Samos, un toro; las de Chíos, una esfinge, y las de Cízico, un atún. Algunas de estas monedas jónicas afectan todavía formas oblongas, como las de Giges de Lidia; todas son irregulares, parecen un disco de la barra de metal batido de un fuerte golpe con el martillo donde está grabada la figura. Por su parte, en el yunque hay grabada la marca del reverso, hundida en la masa de la moneda con contornos muy indefinidos.

Al pasar de las ciudades griegas del Asia a la Grecia propia, también nos hallamos con que el primer tirano fue el primer monarca que acuñó moneda. Es un rey de Argos, llamado Fidón. “Aquel Fidón -dice Heródoto— que inventó los pesos y medidas y se portó indignamente contra los griegos.” La causa de la antipatía de Heródoto fue por haber Fidón intervenido en la dirección de los juegos olímpicos de un modo dictatorial; además conocernos el juicio de Aristóteles, quien trata a Fidón como un tirano.

Fidón era de familia real y llegó al poder por sucesión directa de uno de los jefes dorios, llamado Temenos, que se había apoderado de Argos en los días de la invasión dórica. Fidón no era, pues, un usurpador, sino que, en lugar de abdicar de sus derechos, como los otros basileus, tuvo la perspicacia de comprender el partido que podía sacar de las novedades de su tiempo. Las monedas de Argos están acuñadas en la isla de Egina, posesión de Fidón; tienen en el anverso una tortuga y son más rústicas que las de los griegos del Asia. Por lo menos, así lo dice un texto del Etymologicum Magnum: Fidón de Argos fue el primero que acuñó moneda en Egina, obligando a cambiar las primitivas barras de metal que circulaban para el intercambio”. De manera que los pequeños lingotes como agujas que servían para pagar en metales se transformaron en moneda. Tanto o más importante que esta innovación de Fidón hubo de ser su sistema de pesos y medidas. Por lo que podemos comprender de los entonces existentes, la serie de valores propuesta por Fidón, que fue aceptada y puesta en práctica por los griegos hasta el tiempo de Alejandro, fija estas relaciones de cantidad:

El talento debía pesar 37.320 gramos, o sea 60 minas. La mina constaba, pues, de 622 gramos. La dracma era la centésima parte de la mina, o sean 6,22 gramos, y el óbolo no llegaba al quinto de mina, siendo sólo algo más de un gramo (1,03). Parece también que Fidón trató de fijar el valor relativo de los metales para su tiempo: el oro debía valer trece veces y media más que la plata, y ésta, a su vez, cien veces más que el bronce. Claro está que el relativo valor de cada materia depende de la oferta y la demanda, por lo que el valor del oro varió con el tiempo; por ejemplo, los atenienses lo pagaron a catorce, en lugar de trece y medio, cuando necesitaron oro para la estatua de la Atenea de Partenón. De todos modos, se advierte que el problema del relativo valor de los metales ya hubo de preocupar a Fidón de Argos, quien trató de resolverlo definitivamente con su legislación en el siglo VIII a. C.

Cerca de Argos, en Corinto, otra ciudad dórica, aparece una clásica familia de tiranos en el siglo VII a. C. Y se ha hecho notar que en el año 657, cuando Cipselo se erige en tirano, es cuando empieza la prosperidad del comercio y la navegación de los corintios. Parece probable que Cipselo fuera sólo un soldado con capacidad de financiero y comerciante. Más tarde, para legitimar su despotismo, se inventó una leyenda que pretende hacer del tirano un príncipe de sangre real. La tradición dice que en Corinto, antes de Cipselo, reinaban los Báquidas, quienes fueron muy meticulosos en sus casamientos. Una hija de la familia real, llamada Labda, sufría ciertas deformidades que le impedían casarse con uno de su rango, por lo que aceptó como esposo a un tal Etión, que no era de raza dórica, y de esta unión nació Cipselo. Los oráculos profetizaron desdichas para los Báquidas cuando vino al mundo el tierno infante, y se decretó su muerte. Pero sus padres pudieron esconderle en una caja y lo enviaron a Olimpia, donde vivió y creció Cipselo hasta que otro oráculo le recomendó que regresara a su patria. En Corinto fue elegido general, o polemarca, y rehusando imponer castigos a los delincuentes y condonándoles las deudas se hizo más popular todavía, hasta que en una sublevación contra los antiguos dinastas, Cipselo mató al último vástago de los Báquidas y se sentó en el trono. Dejando a un lado la parte mitológica del niño amenazado y escondido, que parece ser indispensable para todos los fundadores de dinastías, como Sargón, Rómulo, Ciro, Moisés, don Pelayo..., lo demás de la historia de Cipselo no se diferencia de la de cualquier otro demagogo, que se aprovecha del poder para congraciarse con los pobres y con su auxilio suplantar al monarca legitimo.

La relativa modernidad de la leyenda del nacimiento de Cipselo parece comprobarse por las monedas. Cipselo acuñó las primeras monedas de Corinto y se cree hoy que las más antiguas son las que tienen el pegaso, llamado potro por el pueblo. Posteriores a éstas son las monedas con una copa o urna, que aluden a la capia, o cipsele, donde los padres escondieron al niño. La forma de la caja, urna o vaso (cipsele) en que se escondió a Cipselo recién nacido, ha preocupado a los arqueólogos, porque Pausanias creyó ver el tal artefacto en Olimpia y lo describe con gran riqueza de detalles. “Hay en el templo de Hera, de Olimpia -dice Pausanias-, un cofre de cedro, cubierto de relieves de marfil, relieves de oro y relieves del mismo cedro. Es la caja donde fue escondido Cipselo por su madre cuando los Báquidas lo buscaban para matarle. Sus descendientes, los Cipsélidas, dedicaron como exvoto este cofre en Olimpia. Los corintios, en aquel tiempo, llamaban a las cajas cipsele, y se dice que por esta aventura se dio nombre a Cipselo. Muchos de los relieves de esta caja tienen inscripciones en letras antiguas, algunas de ellas sólo de derecha a izquierda, pero otras están en la forma que los griegos llaman bustrófedon, esto es, que la primera línea va de derecha a izquierda, la segunda de izquierda a derecha, y así sucesivamente. Más aún, algunas inscripciones están torcidas y son muy difíciles de leer...” Pausanias prosigue su descripción minuciosa de los relieves del cofre y es evidente que lo que vio en Olimpia era una caja o larnax de madera con relieves de miniaturas de gran valor; un exvoto regio, que, como el mismo Pausanias dice, no fue llevado allí por Cipselo, sino por sus descendientes los Cipsélidas. En cambio, la relación de Cipselo con la ceca de Corinto es innegable.

Es unánime la tradición de haber Cipselo doblegado a sus súbditos con impuestos; pero el hecho de poder pagar crecidas contribuciones los corintios, aunque fuese protestando, es una prueba de su gran prosperidad en tiempo de Cipselo. Por esta época se aumentaron con nuevas escalas las colonias corintias del Oeste, y hasta hay recuerdo de haber emprendido obras públicas importantes, como la de convertir en isla la península donde estaba la ciudad de Leukas, en el mar Adriático. Los corintios exportaban toda clase de mercancías en los buques que llegaban a los puertos del istmo, y lograrían grandes provechos tan sólo transbordando los cargamentos o varando los buques y trasladándolos en seco del uno al otro mar. Pero la industria principal de los corintios era la fabricación de los vasos pintados con multitud de figuras, rosetas y animales, que antes creíamos manufacturados en la isla de Rodas y que se ha comprobado recientemente son de fabricación corintia. La tradición dice que el torno de alfarero fue inventado en Corinto. No es de extrañar, pues, que encontremos en las monedas de Corinto la caja o vaso de cerámica en lugar de una figura de animal. Esto hace pensar de nuevo en Cipselo, cuyo nombre sería tal vez una alusión a las cajas de cerámica que se fabricaban en Corinto por esta época, y que el principio de la fortuna de Cipselo pudo muy bien ser un simple horno de alfarero de los muchos que humeaban alrededor de la ciudad, cuya producción dominaría y cuya exportación regularía.

La historia de Cipselo es muy parecida a la de otro tirano, Agatocles, de Siracusa, que empezó siendo alfarero. ¡Quién sabe si bajo el nombre de Cipselo no se esconde un fabricante de vasos y ataúdes, que por su popularidad fue elegido polemarca y que con astucia se apoderó del poder, reteniéndolo durante treinta años, hasta su muerte!

El hijo de Cipselo, llamado Periandro, ya no se contentó con las riquezas, sino que quiso brillar por su talento y erudición. Sorprende encontrar al hijo del gobernante alfarero de Corinto entre los siete sabios de Grecia. Una colección de máximas morales, en dos mil versos, corría en la antigüedad con el nombre de Periandro. Si esta reputación de sabiduría de Periandro pudiera justificarse plenamente, sería otra prueba de la aptitud de la sangre joven para las más diversas funciones de la vida. Pero ya Platón recelo de la sabiduría de Periandro, y lo que sabemos de su historia no parece justificar su lama de filósofo. Heródoto nos entera de la gran amistad de Periandro con Trasíbulo, el vulgar tirano de Mileto; éste fue el que aconsejó a Periandro que atemorizara a sus súbditos por la crueldad y así podría reinar tranquilamente. Así dice Heródoto: “En una ocasión, Periandro envió un heraldo a Trasíbulo, de Mileto, para preguntarle cuál era el mejor medio de gobernar sin oposición. Trasíbulo llevó al mensajero a un campo de trigo, por el que comenzó a pasear, preguntando sobre las cosas de Corinto, y de cuando en cuando se detenía para arrancar las espigas que sobresalían de las demás del campo. De esta manera destruyó la mejor parte del trigo y despachó al mensajero sin contestarle nada. A la llegada del heraldo a Corinto, Periandro preguntóle impaciente qué le había aconsejado Trasíbulo, pero el mensajero respondió que no le había dicho nada, maravillándose de que Periandro le hubiese enviado a un hombre tan extraño que parecía haber perdido la cabeza, ya que no hacia más que destruir sus propios sembrados. Periandro comprendió al punto el significado de lo que había hecho Trasíbulo, y conociendo que quería recomendarle el castigo de los principales ciudadanos de Corinto, trató desde aquel momento a sus súbditos con extremada crueldad. Mientras Cipselo había perdonado a algunos y no mató ni desterró a nadie, Periandro completó la obra de su padre...”.

He aquí una explicación para justificar el doble carácter de Periandro, sabio y cruel: sabio en la primera parte de su vida, y cruel en la segunda. Acaso debido al prestigio de su nombre, acaso por la fuerza de su carácter, Periandro se mantuvo en el trono de Corinto hasta su muerte e incluso consiguió imponer a su hijo como sucesor. Pero éste, que llevaba un nombre egipcio, de moda en aquel tiempo, ya no gobernó más que pocos años, pues al tercero fue derribado por una revolución fomentada por los espartanos.

Es fama que los manos griegos quisieron hacer obras públicas para recibir agradecimiento de los gobernados. Se conservan todavía túneles y acueductos que se atribuyen a la época de la tiranía en Samos, Mileto y Efeso, y se asegura que Periandro intentó abrir un canal para comunicar el mar Jónico con el Egeo. Se atribuye a los corintios la iniciativa de construir los templos de piedra, en lugar de madera y ladrillo, y tal vez sean de la época de Periandro las seis columnas que quedan todavía en pie del templo de Apolo en Corinto. Era asimismo opinión general en la antigüedad que los corintios inventaron las lejas, que permitían inclinar considerablemente la cubierta de los edificios, afectando en la fachada la forma triangular del frontón, que los griegos llamaban águila. Se decía que los corintios “habían descubierto el águila”, esto es, la manera de rematar la fachada de un templo con un frontón triangular lleno de esculturas, y resulta muy curioso que esta tradición ha parecido comprobarse al desenterrarse en Corfú, colonia corintia, el más antiguo templo griego con esculturas en el frontón triangular.

Al otro lado del istmo, la colonia dórica de Megara, establecida en el Ática, tenía que seguir, por necesidad, la suerte de Corinto.

También allí una aristocracia enriquecida por sus fábricas de tejidos de lana gobernaba sin decoro y atropellaba a los labradores. También allí un agitador llamado Teágenes se levantó como amigo del pueblo, y probablemente con la ayuda de Cipselo actuó como tirano. Durante su gobierno hizo construir un acueducto, pero la tiranía no duro mucho en Megara, y Teágenes fue depuesto, sin poder transmitir el poder a sus descendientes. Al restablecerse la normalidad, los aristócratas de Megara tuvieron que hacer concesiones al proletariado. Detalle interesante es que nos han llegado noticias del estado de los espíritus en Megara por esta época, por los versos de un intelectual aris­tócrata, de nombre Teognis, que se lamenta amargamente al advertir en la nobleza tan poca habilidad para el gobierno.

Pensamos que al llegar a este punto el lector se hallará dispuesto a admitir que el fenómeno de la tiranía en Grecia reviste cierta uniformidad. Pero todavía queremos presentar el ejemplo de Atenas; en primer lugar, porque todo lo que se refiere a Atenas es de capital interés para la humanidad y además porque tenemos de los tiranos atenienses mucho mayor información que de los de otros estados griegos. Heródoto, Tucídides y, sobre todo, la ya citada obra de Aristóteles sobre la Constitución de Atenas nos proporcionan tal cantidad de detalles de esta época, que contrasta con lo vago de las noticias que es necesario aprovechar al ocuparse en los tiranos de Mileto, de Corinto o de Argos. Y vamos a empezar copiando párrafos siempre pintorescos de Heródoto: “Por esta época había una guerra civil en el Atica, entre el partido de la costa, cuyo jefe era Megacles, de la familia de los Alcmeónidas, y el partido del llano, cuyo jefe era uno de la familia de los Aristolaidas. Valiéndose de sus querellas, Pisístrato concibió el proyecto de erigirse en tirano de Atenas y con esta idea empezó a formar un tercer partido. Reuniendo a su alrededor una banda de partidarios y él mismo como protector de las gentes de la montaña, se ingenió para triunfar con la siguiente estratagema: un día se hirió a sí mismo e hirió a sus muías y llegó con su carro al mercado, pretendiendo haber escapado por milagro de un ataque de sus enemigos, que querían matarle en el camino, al regresar a la ciudad. Para proteger a su persona de otros ataques, pidió una guardia privada... y los atenienses, aceptando la propuesta de Pisístrato, le permitieron que armara una banda de ciudadanos, con porras en lugar de lanzas, para que le acompañaran a dondequiera que él fuese. Con esta ayuda, Pisístrato se rebeló, conquistando la acrópolis de Atenas primero, y después el gobierno, y mantuvo sin cambiar las leyes existentes, administrando al estado según las costumbres establecidas, de una manera sabia y paternal”.

Mucho se ha debatido sobre lo que representarían los dos partidos de la costa y del llano, y sobre todo el tercero, de la montaña, formado por Pisístrato para dar el golpe de estado. Hasta hace poco se creía que en el partido de la montaña se alistaron los labradores, descontentos de las reformas insuficientes de Solón, pero hoy se tiende a creer que “la montaña” representa más bien la población heterogénea de los mineros del Laurion. Las minas de plata del Ática están en la sierra del Laurion, a corta distancia de Atenas. Debieron de explotarse desde los tiempos prehistóricos, pero sólo en el siglo VII la creciente demanda de plata para acuñar moneda hizo que el trabajo de las minas del Laurion fuese importante y provechoso. En las desnudas vertientes de la sierra del Laurion se congregarían todos los campesinos desesperados que no querían trabajar los campos de los eupátridas a la proporción del uno por cinco. Algunos de los mineros del Laurion sabemos que eran extranjeros, por sus inscripciones funerarias. El padre del famoso historiador Tucídides era un minero tracio que había ido a establecerse en Atenas. Doquiera que se abre un Eldorado o un Potosí, acuden gentes de todos los países. El arte de la minería produce una fascinación que arranca a las gentes de su patria. Donde hay un pozo abierto, allá va el minero. No es de extrañar, pues, que esta población flotante y aventurera fuese aprovechada por Pisístrato para apoderarse del gobierno de Atenas. Seguramente debía de volver de sus minas del Laurion el día que aparentó haber sido atacado por sus enemigos.

Lo demás de la primera parte de la historia de Pisístrato no ofrece ningún relieve especial. El grupo armado como guardia personal es común a otros tiranos. Su primer ataque a la fortaleza, antes de pretender el poder, es también detalle muy corriente en la historia de los tiranos. Pisístrato gobernó de modo sabio y paternal, sin cambiar las leyes establecidas por Solón. Todo demuestra que Pisístrato era un temperamento demasiado hábil para tener necesidad de leyes especiales para gobernar. Antes de ser demagogo había sido aristócrata y artista; antes de ser minero fue militar y agricultor.

De todos modos, al llegar a la madurez, Pisístrato concentró toda su atención en la minería. Habiendo conseguido el poder en 561, por dos veces lúe expulsado de Atenas y dos veces regresó, valiéndose de trampas y de las riquezas acumuladas en sus empresas mineras en el extranjero. Pero dejemos a Heródoto contar su historia:

“...No obstante, poco después, los dos partidos de Atenas resolvieron olvidar sus disputas y con sus fuerzas reunidas expulsaron a Pisístrato. De manera que, habiéndose hecho amo de Atenas por los medios ya descritos, perdió su autoridad antes de que ésta pudiera echar raíces en el pueblo. Pero tan pronto como Pisístrato hubo partido, las facciones que lo habían echado empezaron a disputar de nuevo y, por último, Megacles, jefe del partido de la costa, envió un mensajero a Pisístrato, proponiendo restablecerle en el poder si se casaba con su hija. Pisístrato aceptó la propuesta de Megacles y entre ambos idearon un plan para hacer viable el regreso del tirano. Y el procedimiento que imaginaron es el más extraño de que tengo noticia —dice Heródoto—, especialmente teniendo en cuenta que los griegos, desde tiempo inmemorial, se han distinguido de los bárbaros por su sagacidad y discreción, y aún más extraño considerando que las personas a quienes se jugó esta treta eran no sólo griegos, sino atenienses, los cuales tienen fama de aventajar en malicia a todos los demás griegos. Pues es el caso que en el país donde vivía Pisístrato desterrado había una mujer llamada Pía, que tenía una estatura de tres metros y era perfecta y bien proporcionada en todas sus partes. A esta mujer vistieron con una armadura y, habiéndole enseñado el papel que debía representar, la subieron en un carro y la llevaron a la ciudad. Antes, los heraldos habían recorrido las calles gritando:—¡Atenienses, salid a recibir a Pisístrato, que viene conducido por Atenea (Minerva)!...— Así, los ciudadanos, convencidos de que la mujer del carro era la diosa, se prosternaron a su paso y recibieron otra vez a Pisístrato...”.

Hasta en esta historia se encuentra una alusión a los negocios de minas de Pisístrato. Heródoto todavía añade el siguiente párrafo, que no deja lugar a dudas: “Después de esto, Pisístrato arraigó su poder más firmemente con la ayuda de un ejército de mercenarios y con su bolsa bien repleta, con las rentas del Ática y con lo que recibía de los países del río Estrimón”, rica región minera situada en el monte Pangaión, en Tracia.

Con la provisión asegurada de lingotes de plata, Pisístrato empezó a acuñar las famosas monedas de Atenas con Atenea y la lechuza, que por su buena calidad y belleza tanto favorecieron el comercio de la ciudad. Mucho más tarde, aún podía escribir Jenofonte que los traficantes que venían a Atenas hacían su fortuna llevándose, no mercancías, sino monedas, porque las “lechuzas” eran preferidas en todas partes a los otros cuños. Aristófanes también asegura que las monedas de Atenas corrían lo mismo entre los bárbaros que entre los griegos, y hasta los persas, al entrar en campaña contra Grecia, falsificaron monedas de plata del tipo de Atenas para los gastos de su ejército en Europa. Esta reforma, que hizo de Atenas el centro monetario de Grecia, se debió a la sagacidad de Pisístrato, que adivinaba el gran papel que los metales acuñados iban a desempeñar en el mundo. Anteriormente, sólo los que conocían todos los mercados, como los fenicios, podían vender, porque al cambiar una mercancía por otra tenían que pensar ya en el lugar donde podrían dar salida a lo que habían recibido en pago de sus productos. Asimismo, ningún mercader podía especializarse en ningún ramo determinado, hasta que la invención de la moneda vino a facilitar el intercambio y, al mismo tiempo, permitió concretarse más y más cada ciudad a una industria adaptada a las condiciones del lugar. El caso de Corinto, lanzándose en tiempo de Cipselo a la fabricación de cerámica, es uno de estos ejemplos de especialización. Megara, con sus tejidos de lana, es otro ejemplo de lo mismo. Pero, sobre todo, ¡qué fortuna no tenía que deparar esta revolución a los que vislumbraron a tiempo el negocio de acuñar moneda! Aquellos discos de plata con una doble marca debían alcanzar un valor superior al del metal que contenían, por la comodidad que proporcionaban al mercader. Claro está que su valor relativo se fijaba por el peso, pero el precio de la moneda era enorme y el que disponía de recursos en metálico podía hacer sus compras en condiciones ventajosísimas.

Las minas de Tracia constituían la fortuna personal de Pisístrato, mientras que la mayoría de las del Laurion se explotaban por cuenta del Tesoro. Además, grandes ingresos debían de obtenerse con la confiscación de los bienes de los emigrados; muchos de los eupátridas habían abandonado Atenas al perder la esperanza de derribar a Pisístrato; éste aprovechó su ausencia para repartir sus tierras y completar las reformas de Solón. Por fin, Pisístrato supo contener a la plebe, instituyendo las grandes fiestas religiosas que dieron color a la vida de Atenas hasta la época romana. Algunas de ellas debían de ser de tradición prehistórica, como las Pan-Atenas o panateneas, pero Pisístrato les dio nuevo brillo, organizando carreras y concursos, mientras que el pueblo subía en procesión a la acrópolis, o fortaleza, para llevarle a la diosa el manto que habían tejido las doncellas de Atenas.

El templo de Atenea-Minerva por esta época estaba en lo alto de la acrópolis; era un edificio rectangular, de cien pies de largo, erigido en el ángulo sur de la meseta de la colina, cerca de las ruinas del palacio de los antiguos reyes. Pisístrato lo adornó con una columnata alrededor y con frontones decorados con esculturas, según la nueva moda introducida por los arquitectos de Corinto. En otro frontón había un alto relieve que representaba a Zeus-Júpiter peleando con el tifón de tres cabezas, mientras que en el otro, Hércules daba muerte a la hidra de Lemnos.

Ahora vamos comprendiendo que Pisístrato, acaso por convicción y gusto, acaso para sugestionar al pueblo, se lanzó a ejecutar obras públicas que parecen un anticipo de los grandes trabajos del tiempo de Pericles. Construyó acueductos y derribó los muros que impedían el ensanche de la ciudad, de manera que por más de un siglo fue Atenas una ciudad sin murallas. Al pie de la acrópolis empezó Pisístrato un gran templo dedicado a Zeus, del que no pudo terminar más que el basamento; las obras quedaron suspendidas y nadie osó continuarlas por la escala gigantesca en que estaban iniciadas, hasta que el emperador Adriano alzó las columnas que aún existen.

A la muerte de Pisístrato, en 528, sus hijos Hipias e Hiparco continuaron el régimen de su padre. Sin embargo, el pueblo empezó a fatigarse de la tiranía y dos jóvenes llamados Harmodio y Aristógiton decidieron matar a los tiranos el día de la procesión de las panateneas, cuando por el ritual religioso podían llevar armas sin levantar sospechas. Los conjurados se precipitaron en el ataque y sólo pudieron matar a Hiparco, pagando este asesinato con su propia vida. Harmodio fue despedazado por la guardia personal de los tiranos y Aristógiton fue capturado y murió en el tormento.

Después del atentado, Hipias cambió de carácter y con su severidad precipitó su ruina. Los descontentos aumentaron en número y se fugaron al Peloponeso, adonde habían emigrado ya muchos irreconciliables enemigos de Pisístrato y de sus hijos. La historia de la restauración de la normalidad en Atenas es también interesante: en primer lugar, la poderosa familia de los Alcmeónidas, enemigos mortales de Pisístrato, había recuperado su fortuna en la emigración, tomando el contrato de la construcción del templo de Apolo en Delfos. Tenían, pues, recursos, a pesar de la confiscación de sus bienes por Pisístrato, y con el dinero ganado en sus empresas arquitectónicas, los Alcmeónidas empezaron a conspirar, consiguiendo sobre todo interesar en su causa a los dorios de Esparta, que no podían ver con buenos ojos el arraigo de la tiranía en el suelo de Grecia y especialmente en Atenas. Habiéndose asegurado el auxilio formal y decidido de Esparta, los emigrados invadieron el Ática, y cuando su empresa parecía peligrar, un ejército espartano vino a reunirse con la banda de los Alcmeónidas y sitió a Hipias en la acrópolis de Atenas. Hipias tuvo que capitular en 511 a. C., consiguiendo que le permitieran retirarse a la colonia de Sigeum, en los Dardanelos, donde tenía grandes propiedades. Así acabaron los tiranos en las ciudades griegas, depuestos por los aristócratas; pero éstos, al recobrar sus derechos, tuvieron que hacer al pueblo importantes concesiones.

Sin querer presentar a los tiranos griegos como esclarecidos protectores de las ciencias y las artes, no hay duda que la calina artificial que consiguieron con su dictadura llevó a los espíritus superiores a meditar sobre los grandes problemas de religión y filosofía, campo en el cual no encontraban ninguna oposición. Por lo común, los mismos tiranos se mostraban más bien liberales en estas materias, que no afectaban en absoluto a su autoridad. Ya veremos en el próximo capí­tulo los esfuerzos que tuvieron que realizar todos los filósofos de Mileto durante los duros años de la tiranía.

Los pisistrátidas llamaron a Atenas al poeta Simónides, a un artista filósofo llamado Onomácrito y a Laso de Hermione, que componían versos con palabras que todas carecían de una letra determinada del alfabeto. Pero además de estos “artistas”, es fama que llegó por esta época a Atenas el más grande poeta de su tiempo, que era, sin duda alguna, Anacreonte de Teos. Las odas de Anacreonte que se han conservado parecen no querer salir de dos o tres motivos, que se repiten, sin embargo, con exquisita variedad de encantos. Son pequeños poemas en los que se canta el amor, el vino, las rosas, la juventud y la belleza. En uno de ellos, el niño Amor ha sido picado por una abeja. “¡Oh, cúrame, que muero! -dice a su madre Afrodita-, Una alada serpiente me ha picado.” La diosa del amor le consuela y amonesta: “¡Oh niño dios, si una abeja te ha causado tanta pena, imagínate el dolor de los que tú hieres con tus dardos!”.

En otra oda, Anacreonte canta los goces de la vida sin afanes de la cigarra: “¡Cuán dichosa eres, oh cigarra, al beber el fresco rocío de la mañana! Posada en una rama verde, camas todo el día, tuyos son los campos todos... El labrador te ama..., las musas te admiran, inspiradas por Apolo, cantando siempre, y la vejez no te persigue; sin pasión, ni sangre ni deseos, cuán dichosa eres, cigarra; sólo los dioses te igualan”.

Anacreonte hace profesión de no tener ambiciones —“quisiera vivir como la cigarra y refrescarme como ella”-; sólo que, en lugar de rocío, prefiere el vino para olvidar la pena. Posiblemente quiso huir de las luchas políticas de Teos, su patria jónica, y prefirió Atenas, donde Pisístrato había mantenido con “despotismo ilustrado” un régimen de paz.

Pero Alceo, otro gran poeta de Jonia, ya no pudo permanecer indiferente ante las luchas sociales de su tiempo. Era de Mitilene, en la isla de Lesbos, donde había estallado furiosamente la guerra civil entre los antiguos aristócratas, deseosos de mantener la diferencia de clases, y los demagogos, pretendientes a la tiranía, que ofrecían igualdad. Alceo y sus dos hermanos eran del partido conservador. Pelearon, sufrieron persecución y destierro. En estrofas maravillosas describe Alceo cómo las bandadas de pájaros inocentes escapan del águila rapaz y cómo en el llano el ciervo huye atemorizado. Recuerda en sus versos el retumbar del trueno, el silbido del viento, el frío del campamento. Pero percibe también la belleza del cielo, de las nubes, y trata de olvidar con el vino y el amor. ¡Qué extrañas necesidades, qué modernas consolaciones para un griego semioriental que vivía en el siglo VI a. C.!

Otra de las iniciativas de los tiranos de Atenas fue la introducción del culto de Baco, o Dionisos, con una fiesta de la que después había de nacer la gran institución del teatro griego. Pero en tiempos de Pisístrato la representación consistía tan sólo en un canto de sátiros, vestidos con pieles de cabra, que danzaban ante el altar del dios. De aqui el nombre de tragoidia, o canto caprino, de la palabra tragor, que quiere decir cabra. Más tarde el director del coro, que era quien componía el canto, se separó de sus compañeros para representar a un personaje mitológico que contaba su historia, comentada por el coro. Así empieza el diálogo. El coro se conservó bajo la forma de una comparsa de sátiros hasta el final del siglo VI a.C. Esta es la teoría clásica del origen del teatro griego, admitida por Aristóteles y Platón, que estaban mejor informados que nosotros y no eran propensos a la credulidad. Lo que parece incontrovertible es que la transformación del coro de los primeros tiempos en una acción dramatizada se verificó en Atenas en época de Pisístrato, y cuando Solón regresó de sus viajes hubo de escandalizarse ante la novedad de que Tespis, el primer actor, estaba “representando” en el templo de Dionisos, al pie de la acrópolis.


Despertar del pensamiento griego


Parece muy probable que el carácter profundamente humano, que tanto admiramos, de los dioses de Grecia sea también un resultado de las invasiones. Las divinidades prehelénicas debieron suavizar sus ritos para hacerlos aceptables a las tribus invasoras; a su vez, los dioses de los recién llegados tenían que perder su rudeza primitiva si querían verse reconocidos por los antiguos habitantes de la Grecia prehelénica. Sólo así se explica este Olimpo griego, donde los dioses, reunidos en familia y presididos por Júpiter o Zeus, juegan, disputan y se abrazan, como los simples mortales de la tierra. A veces, el abuso, el escándalo por desobediencia o adulterio de uno de los habitantes del Olimpo obliga al padre Zeus a castigar al culpable, ya lanzándole al abismo, ya amarrándolo a una roca; pero, por lo general, el padre de los dioses es condescendiente, porque él tiene también sobre su conciencia no pocos pecadillos. Los dioses a menudo dejan su mansión celeste para asociarse a los mortales, se unen carnalmente con ellos y engendran héroes o semidioses; éstos son los únicos admitidos en el Olimpo al acabar su vida mortal; el resto de los humanos al morir pasan a una mansión subterránea sumida en tinieblas, el Hades o Limbo, donde se mueven como sombras con el aspecto de sus propios cuerpos y con la misma alma o espíritu que tuvieron cuando vivos, pero sin memoria e incapaces de in­tervenir en los sucesos que ocurren en la tierra.

Tan familiarizados estamos con la mitología helénica, que no creemos necesario entretenernos describiendo la forma y atributos de los dioses olímpicos, que por primera vez aparecen ya en Hornero con síntomas de decadencia. Homero todavía cree firmemente en las divinidades del Olimpo; pero mezclada con su fe adviértese cierta ironía, como si el poeta lamentara las flaquezas que refiere de los inmortales. Además, sabemos muy poco del origen de los dioses de Grecia, no pudiendo ver la aparición y evolución del mito que cada uno de ellos representa con aquella claridad que hemos visto aparecer y evolucionar el de Osiris en Egipto y el de los demás dioses del valle del Nilo, o de los dioses de Caldea y Asiria, documentados por referencias literarias desde cuatro mil años antes de Jesucristo.

No tenemos ningún documento literario de Grecia que sea anterior a Homero ni inscripción alguna griega anterior al siglo vil, a excepción de los jeroglíficos prehelénicos, que son todavía un enigma. Así es que todo lo que digamos acerca del origen de los dioses griegos tendrá que basarse forzosamente en conjeturas o en comparaciones más o menos atinadas con el proceso de formación de las creencias en todos los pueblos primitivos. Por ejemplo, desde un principio vemos a los dioses helénicos reunidos en grupos de tres o de dos, como tríadas y diadas primitivas. Júpiter con Neptuno y Plutón (Zeus, Poseidón y Hades, en griego) forman un grupo de tres hermanos que se han repartido el universo; Zeus posee la Tierra con el firmamento, Poseidón el Océano y Hades el mundo subterráneo. Marte y Venus (Ares y Afrodita, en griego) aparecen también asociados siempre en sus simpatías y antipatías. Esto, según algunos, indicaría para los hermanos de cada grupo del Olimpo un mismo origen y habría en la mitología griega reliquias de varias religiones primitivas. Ya hemos dicho que muchos de los dioses clásicos tienen un animal favorito, que, según algunos, en un principio debían de ser los verdaderos dioses. El águila de Zeus, la lechuza de Atenea, la cierva de Artemis, el delfín de Poseidón o la paloma de Afrodita, para algunos son tótems que con el tiempo se convirtieron en divinidades con figura humana. Muchos dioses griegos, añaden los partidarios de esta teoría, se transforman a veces también en animales, y estas metamorfosis son a menudo “la historia al revés”. Así, Zeus para seducir a Leda se convierte en cisne, lo que indica que debía de haber una tribu que tenía al cisne por tótem y, al entrar esta tribu en relación con otros pueblos o tribus que adoraban a Zeus, se identificó el cisne con el padre de los dioses...

En cambio, es evidente que en el Olimpo griego existe una superposición de mitos procedentes de varias culturas, del mismo modo que en Grecia se superpusieron razas de diversas procedencias. Por de pronto, podemos señalar algunos dioses que en su origen no eran griegos: Afrodita es la Astarté fenicia, que a su vez era la Ishiar babilónica; Hércules es Melkart, el Baal de Tiro; Adonis es también un dios fenicio de la región del Líbano. Todo lo cual no debe extrañarnos, porque la influencia fenicia fue enorme en Grecia inmediatamente después de la invasión dórica. Por ejemplo, la tradición recuerda la llegada de los patriarcas fenicios Danao y Cadmo, que se establecieron en Beocia con sus tribus.

El hecho de encontrar dioses orientales en la Grecia clásica no ha de sorprender a nadie, porque ese origen oriental de los dioses es frecuente en la historia de las religiones. Lo más interesante, pues, de la mitología griega sería saber lo que pudo llegarle a ella desde el Norte, importado por los dorios, y lo que conservó de la religión pre­helénica, o sea de los cultos y supersticiones de las primitivas razas mediterráneas que habitaban en Grecia antes de las invasiones. El Zeus padre parece ser el Dyaus-pitar de los arios de la India y, por consiguiente, una antiquísima divinidad común a todos los arios. Apolo, el dios predilecto de los dorios, es muy posible que sea el dios celta Belenus; no cabe duda que es de origen nórdico, porque cada invierno se marcha a la tierra de los hiperbóreos y vuelve rejuvenecido en la primavera. Más tarde, Apolo se convierte en el protector de las artes y es el que preside el coro de las musas; pero en el siglo VIII a. C. es sólo un arquero invencible, que lanza flechas o rayos solares, a veces tan intensos, que matan por insolación a los dorios, no acostumbrados a los climas del Sur. Antes de llegar a Grecia, Apolo había viajado por el Asia Menor y conserva siempre algo de oriental; pero de su leyenda complicada se deduce con certeza que es un dios extranjero en la Grecia prehelénica, un invasor, como los mismos dorios. Conquista para si el santuario de Delfos, que estaba dedicado a la diosa Gea, o sea la Tierra, y ésta lo abandona, sin atreverse a luchar con el recién llegado. Con su arco y dardos estaba Apolo representado en el gran santuario dórico de Amiclea, cerca de Esparta; en la época romana, todavía era visitada con gran curiosidad la imagen primitiva del Apolo de bronce de Amiclea, de cuerpo cilíndrico, como un tubo, colocada sobre un extraño trono decorado con relieves. Lo más raro de la religión de los dorios es la adopción del Hércules oriental por su héroe favorito. Los jefes dorios llegan al extremo de falsificar genealogías para hacerse descender directamente de Hércules; el Melkart de Tiro se convierte para ellos en un incansable aventurero, análogo a uno de sus antepasados nórdicos, que lucha siempre solo, aniquilando monstruos por lejanas tierras, sin más ambición que la gloria resultante de su esfuerzo. A estas tres divinidades masculinas y belicosas (porque Zeus, en su “juventud”, también lanzaba rayos) estaban dedicados los santuarios dóricos donde se celebraban los juegos nacionales: el de Olimpia, a Zeus; el de Delfos, a Apolo, y los de Nemea y Co­nfito, a Hércules.

Esto es cuanto sospechamos de la participación de los dorios en la formación de la mitología griega. En cambio, tenemos esperanza de poder puntualizar algo más de la religión de los pueblos prehelénicos y apreciar mejor la colaboración que aportaron las culturas minoica y micénica a las ideas religiosas de la Grecia clásica. Hoy sólo sabemos que la divinidad de Creta y de Micenas estaba simbolizada por el pilar y el hacha y era la personificación del principio femenino, que favorece las crías de los animales, hace reverdecer los campos, nos da sus frutos y posiblemente reina también en el mundo subterráneo, adonde van las almas de los escogidos después de la muerte. Esa diosa parece haberse desdoblado en varias de las divinidades femeninas de la Grecia clásica, y de la personificación de sus diversos atributos se formaron los mitos de Hera (Juno), Artemis (Diana), Deméter (Ceres) y acaso Atenea (Minerva). Por lo menos, sabemos que el templo que los griegos creían ser el más antiguo de la Grecia clásica, el de Hora, en Argos, lúe de origen prehelénico. Por las excavaciones se ha comprobado que era la misma divinidad que veneraban los príncipes prehelénicos en el castillo de Tirinto, la cual después, para mayor comodidad de sus devotos, se instaló en Argos, la ciudad dórica de la llanura vecina.

En Olimpia, el famoso templo dedicado a Zeus (Júpiter), que en la época clásica fue el principal culto del santuario, era también de origen relativamente moderno. Había en Olimpia otro más antiguo que el de Zeus, el templo de Hera, que se conservaba aún como una reliquia en la época romana. Más antigua era todavía la tradición de que en aquel lugar se había levantado la residencia real del héroe prehelénico Pélops, y cada año se hacían sacrificios en una fosa cercana al lugar donde se suponía estaba la tumba del héroe fundador. Hasta muy tarde, los muchachos de Olimpia conservaban la costumbre de ir allí a azotarse para apaciguar con su sangre la sombra de Pélops. De todo esto resulta bien claro que, aun cuando los jefes dorios arrasaron hasta los cimientos el alcázar de los pelópidas para levantar sobre ellos sus nuevas construcciones, quedaron en el llano de Olimpia recuerdos harto vivos de los cultos funerarios de Pélops y la antigua familia real, y que hasta el propio Zeus tuvo que compartir con Hera su flamante santuario del Peloponeso.

Algo parecido ocurre con Atenea (Minerva), que, según leyendas posteriores, nació del cerebro de Zeus, pero su antagonismo con Poseidón (Neptuno) revela una resistencia de las viejas divinidades femeninas ante los nuevos dioses que iban introduciéndose en Grecia. El mismo nombre de Atenea parece indicar que era la divinidad femenina de los reyes de Atenas, que vivían en el castillo o acrópolis de la ciudad. Acaso más tarde se trató de sustituirla por Poseidón, quien ofreció el caballo en lugar del olivo que había dado Atenea. Pero la diosa venció y después de esta prueba quedó aceptada como una deidad virgen y guerrera.

Más evidente todavía es el carácter prehelénico de la diosa infernal que gobierna el reino de ultratumba, la Perséfone de los griegos, que los romanos llamaron Proserpina. A ésta se la ve evolucionar mejor que a ninguna otra divinidad clásica. En Creta se la ha encontrado con un vestido cubierto de serpientes, alusión a su morada subterránea. Ya hemos dicho que sus símbolos fueron el pilar y el hacha; en la entrada de la ciudad de Micenas puede verse todavía el tan conocido relieve de una columna entre dos leones. Los leones defienden la columna, como el paladión de la ciudad; la columna de Micenas es, pues, el símbolo de la misma diosa de Creta, que sería la divinidad principal de los pueblos prehelénicos. Después de la invasión dórica aparecen estatuas de una diosa en su trono o en su carro tirado por leones o serpientes, lo que expresa también que los dioses dorios no pudieron vencer por completo a la diosa subterránea de Creta v Micenas.

Una piedra tallada prehelénica representa ya a la misma divinidad actuando de soberana del reino de ultratumba. Para llegar hasta ella, en los días anteriores a la invasión dórica, en lugar de Hermes haciendo de heraldo, conductor de almas o Psicopompo, encontramos a ninfas con cabezas de animal, como los querubines bíblicos, que conducen las almas que han sido transformadas después de pasar por la crisálida del cuerpo. Y en lugar de Plutón, reina en el Hades la diosa prehelénica de pechos desnudos, con un león que guarda la entrada del mundo subterráneo y un grifo delante de su persona.

Sin embargo, donde creemos encontrar más supervivencia del culto prehelénico es, indudablemente, en los oráculos y misterios. Su influencia en la vida griega gue enorme; al lado del culto pomposo y público de los dioses olímpicos, en los que casi nadie creía, los oráculos satisfacían las necesidades místicas que sienten lodos los pueblos, hasta aquellos que han caído bajo el yugo de unas gentes tan realistas como eran los dorios. Sorprende ya leer en la Ilíada que cuando Aqui- les, presa de sincero dolor, recita una oración, ésta no la eleva al Zeus olímpico, sino al Zeus de Dodona, un santuario lamoso de Beocia en donde se interpretaba a modo de oráculo el rumor que producían los robles de las cercanías al agitarlos el viento. Los sacerdotes de Dodona, en tiempo de Homero, son ya unos extraños “santones” que van descalzos y duermen en el suelo; pero hay referencias de que, con anterioridad a estos sacerdotes dorios que Aquiles recuerda en su oración, hubo en Dodona sacerdotisas, llamadas palomas, acaso porque para adivinar el porvenir se valían, como presagio, del vuelo de las palomas del santuario en lugar del ruido de los árboles. De manera que podemos aseverar, a pesar de la vaguedad de la información, que en Dodona había un santuario prehistórico de la diosa prehelénica, especializado en augurios, cuyas sacerdotisas se vieron obligadas a ceder el lugar a unos bárbaros invasores nórdicos, y éstos, sin dejar de practicar la adivinación, sustituyeron la diosa femenina por el padre Zeus y los robles susurraron las respuestas que antes daban con su vuelo las palomas.

La suplantación o cambio se advierte con más claridad aún en Delfos. El santuario está en un barranco profundo del monte Parnaso, donde había una grieta enorme por la cual salían vapores deletéreos. La tradición contaba que una vez un rebaño de ca­bras pacía cerca de la grieta y de pronto, al aspirar las bestias los vapores que de ella salían, empezaron a lanzar extraños balidos que llamaron la atención de los cabreros.

Uno de ellos se aproximó a la grieta y al ins­tante empezó a profetizar: la lama del lugar se esparció luego por todas partes; otros vinieron y cayeron también en éxtasis, tomando el vulgo por oráculo aquel delirio. Y como varias personas, en el paroxismo que producían los vapores, habían caído en el antro y desaparecido para siempre, las gentes de los alrededores, según la tradición, determinaron organizar el servicio del oráculo, nombrando una profetisa, que para ejercer su ministerio se subía a un trípode dispuesto junto a la grieta. Todo esto ocurría antes de la llegada de los dorios, y antes de la conquista del santuario por el dios Apolo, porque entonces al oráculo se le llamaba el oráculo de la Tierra, y hasta una tradición asegura que el primero que profetizó en Delfos fue un sacerdote llegado de Creta. Según otra versión, que recuerda Pausanias, el oráculo de Delfos fue instituido por un tal Oleño y otros que con él llegaron de la tierra de los hiperbóreos, esto es, del Norte, y por tanto, dorios. “Y O leño fue el primer profeta de Apolo, el primero en cantar en versos antiguos...”

Como se ve, en la historia de Delfos tenemos no sólo la tradición prehelénica de su origen, sino también la leyenda, que representa el esfuerzo de los dorios para atribuir el origen del oráculo a uno de los suyos. Sin embargo, la leyenda de Apolo no deja lugar a dudas: el dios arquero es el segundo, por lo menos, en ocupar el santuario y su fortuna allí fue rápida. Pausanias recuerda la existencia sucesiva de cinco templos de Apolo en el lugar del oráculo en Delfos, pero es probable que fueran más de cinco las restauraciones y siempre más notables. La sucesión de los diversos tipos de edificio mencionados por Pausanias revela el progreso constante, desde la choza prehistórica al edificio de piedra y de éste al de mármol.

Este templo de piedra de Apolo, en Delfos, se quemó en el año 547 a. C., fue reedificado algo más tarde por los Alcmeónidas y en el siglo siguiente se levantó el magnífico edificio cuya planta han puesto al descubierto las excavaciones.

En el friso del templo de Delfos se leía la famosa inscripción: “Conócete a ti mismo”, que es la mejor lección que nos ha legado la antigüedad. Pero además de aconsejar por medida de prudencia, y como el mejor oráculo, este régimen de introspección, la sacerdotisa continuaba emitiendo ambiguas sentencias, unas veces en prosa, otras en verso. Si la intoxicación no llegaba a ser suficiente para que hablara en verso la profetisa, había en el santuario poetas profesionales que se encargaban de poner los conceptos del oráculo en versos bien rimados. Las indicaciones a veces eran claras y bien defini­das, pero en otros casos el interesado no sabía qué partido tomar, pues si reclamaba una explicación, ésta era para confundirle más todavía. Más tarde, la profetisa aclaraba el oráculo cuando había podido apreciar sus consecuencias. Así, por ejemplo, Creso, rey de Lidia, preguntó al oráculo si debía atacar a Ciro, rey de Persia, y la profetisa le contestó únicamente que él, Creso, destruiría un gran reino. Confiado en estas palabras, Creso atacó a Ciro y fue derrotado, y al preguntarle después al oráculo por qué le había engañado, éste respondió que los hechos habían confirmado su predicción, porque Creso había destruido su propio reino por su imprudencia en atacar a Ciro, el gran monarca persa.

En la época clásica era tanta la demanda de augurios, que dos profetisas se relevaban para que el oráculo funcionara constantemente; pero en el siglo II de nuestra era, cuando Pausanias visitó el santuario de Delfos, bastaba una mujer para atender a los postulantes. Las profetisas debían ser vírgenes y antes de empezar a profetizar tenían que obtener un agüero favorable, para lo cual mojaban la cabeza de una cabra. Si la bestia, al sentir la humedad, temblaba y sacudía todos sus miembros, esto quería indicar que la fortuna seria propicia a la interesada, y la profetisa, después de sacrificar el animal, subía al trípode para declarar el oráculo. Si la cabra, con la rociada del agua, permanecía inmóvil, era considerado como un mal agüero, y en este caso la doncella renunciaba a ejercer el ministerio profético. El lector quedará sorprendido, de seguro, por el carácter algo grotesco del procedimiento que se usaba en Delfos para obtener los oráculos y aún más extraño habrá de parecerle que su prestigio fuese tan universal y durara tantos siglos. Porque no eran sólo monarcas extranjeros, como Giges, Midas, Creso y hasta el faraón Amasis, de Egipto, los que solicitaban obtener una respuesta de la muchacha casi asfixiada por los vapores del antro de Delfos, sino que filósofos como Sócrates y Pitágoras concedían al oráculo cierto valor espiritual.

Una de las razones de la popularidad del oráculo era su absoluta independencia. Aunque el lugar tenía un origen prehelénico y los dorios impusieron en él a su dios Apolo, el oráculo no concedía predilección a ninguna raza ni se inmutaba ante los grandes de la tierra. Un día el tirano de Sicione, Clístenes, probablemente un antiguo aristócrata de raza prehelénica que había conseguido por el momento contrabalancear la dominación de los dorios, hizo preguntar al oráculo de Delfos lo que le convenía hacer para acabar con la imposición de un nuevo culto de los invasores. Estos habían introducido en Sicione el culto a un héroe llamado Adraste, que acaso les había guiado en los días de la emigración, y esta nueva superstición irritaba en grado sumo a Clístenes. La respuesta del oráculo fue terminante: Adrasto es el verdadero rey de Sicione y Clístenes es un usurpador. Se comprende que semejante libertad de lengua debía agradar a los dorios, quienes no hacían nada sin consultar antes al oráculo de Delfos; es además sorprendente que en los escritos de los antiguos, donde a menudo se hace la critica de los dioses olímpicos, nunca, ni por una sola vez, se comentan con irreverencia las palabras del oráculo. Además, los griegos fijaban en Delfos el centro de la tierra, como más tarde, en la Edad Media, se creyó que estaba en Jerusalén.

La misma impresión de antigüedad y de prestigio secular recibimos al tratar de enterarnos de lo que eran los lamosos cultos llamados Misterios. Los sacerdotes de los más venerables de estos cultos, que eran los misterios de Eleusis, en el Ática, pertenecían a la antigua familia real de Eleusis, cuyos miembros eran llamados los eumólpidas y se transmitían rigurosamente sus cargos sacerdotales de padres a hijos. Pero los eumólpidas no podían celebrar el culto sin el concurso de otra familia principal de la propia ciudad de Eleusis, de la que salían las sacerdotisas que debían actuar con ellos en las ceremonias religiosas. Estas sacerdotisas nos revelan el origen prehelénico del culto de Eleusis. Además, los misterios se celebraban seguramente con objeto de iniciar a los neófitos en los secretos de la vida de ultratumba. Para ello se representaban una serie de cuadros plásticos en los que los eumólpidas y las sacerdoti­sas figuraban como actores. El tema que se desarrollaba delante de los asombrados neó­fitos era la leyenda de Perséfone, raptada por Hades, y sólo después rescatada por su madre del reino de las sombras. Las ceremonias de iniciación de los neófitos empezaban ya en febrero, cuando los candidatos se reunían en Atenas para lo que se llamaba los Pequeños Misterios. Sin embargo, la verdadera iniciación no se verificaba hasta septiembre. El día 22 de este mes se reunían de nuevo los neófitos en Atenas y, después de varias fiestas y sacrificios, emprendían la marcha hacia Eleusis, cantando y deteniéndose a menudo para verificar nuevas ceremonias. En la noche del 22 al 23 empezaban los ritos en Eleusis. La caravana, acampada fuera del recinto del templo, que permanecía cerrado, se desbandaba para correr cada uno por los montes y la playa inmediata, llevando antorchas encendidas y llamando a grandes voces a la diosa. Cuando después de algunas horas de correr y gritar se reunían los fieles en la puerta del santuario, empezaba un largo y profundo silencio que contrastaba con la agitación anterior. Envueltos por la oscuridad, los neófitos veían al fin abrirse las puertas y entre las tinieblas distinguían la entrada del telesterión, donde iba a representarse el místico drama, para ellos lleno de enseñanzas.

No sabemos cuál era el orden de la representación del Misterio de Eleusis ni si duraba una sola noche o bien continuaba en la del 23 al 24 lo que había comenzado el 22, pero es evidente que se trataba de una sucesión de escenas místicas de doble sentido, cuyo efecto se aumentaba con la música y por medio de luces extrañas cuyo origen no se ha puesto en claro todavía. El telesterión era una sala cuadrada que ha aparecido enteramente destruida en las modernas excavaciones; se ven basas de columnas para sostener el techo y poyos a cada lado para sentarse, de manera que los cuadros plásticos debían representarse en el centro; pero no sabemos, ni es fácil que se averigüe nunca, si habría un segundo piso donde, a través de una claraboya, pudiera verse la teogamia o cópula del dios con la diosa.

Esta era la significación tremenda del misterio de Eleusis: Hades, señor del Infierno, violaba a la doncella Cora, hija de Deméter, y la conducía a su morada, admitiendo a participar en la fiesta a los neófitos. La familiaridad que representaba el permitir los dioses infernales asistir a sus nupcias garantizaba la seguridad de que en el Hades las almas de los iniciados serian tratadas de modo muy diferente de las demás del reino de los difuntos. Si los dioses los habían aceptado para presenciar sus ansias y amores, al llegar al mundo subterráneo las almas de los que habían asistido a los misterios encontrarían a Hades y Cora dispuestos a recibirles como íntimos huéspedes y comensa­les. No perderían el recuerdo de su vida terrena y allí, en el Infierno, gozarían de la compañía de otros dioses y de los espíritus regenerados.

Para comprender bien lo que esto significa hay que recordar que los griegos no podían tener la esperanza de ascender a mi cielo olímpico o un Walhalla en las nubes. Zeus-Júpiter y sus compañeros en el Olimpo no permitían que nadie se les agregara, a no ser que fueran héroes nacidos de sus amores en la tierra. Ninguna virtud o esfuerzo humano podían dar derecho a entrar en el Olimpo. Si Hércules fue admitido al banquete de los dioses, no fue por sus trabajo inauditos, sino por ser hijo de Zeus. Aquiles, que es sólo hijo de la ninfa Tetis, esposa de Peleo, sabe perfectamente que, a pesar de sus proezas y sacrificios delante de Troya, su destino después de muerto es ser un fantasma incapaz de pensar y recordar en el reino de las sombras. Este lúgubre destino se desvanecía con la seguridad que daba el haber sido iniciado en los misterios de Eleusis. La vida del mundo subterráneo ya no aparecía con aquellas oscuras perspectivas. El iniciado había percibido luces fantásticas pero bellas y cantos dulcísimos. Habla visto con sus propios ojos una doncella —una Cora humana y real— ser escogida por el señor del Hades para compañera y sentarse junto a él en el trono. Era el matrimonio del alma con el dios, base de todos los misterios en todas las religiones.

El silencio de la grave ceremonia es recordado con terror en las cortas y ambiguas referencias que tenemos de los misterios de Eleusis; y si a los nueve días de ayuno que los neófitos llevaban ya antes de emprender la marcha de Atenas a Eleusis, y a su fatiga después de buscar a Cora, y acaso al kikeón que bebían antes de entrar en el telesterión, se añade la sorpresa de los ricos ropajes de los sacerdotes-actores, bailando danzas prehistóricas entre fantásticas luces, ya no será de extrañar que los asistentes se sintieran conmovidos y agitados y que se realizaran en Eleusis lo que, en términos modernos, llamamos conversiones, o principio de una nueva vida, más espiritual que la que se había llevado anteriormente. Mucho se ha divagado sobre este punto, pero hoy empezamos a comprender que si es posible que algunos experimentaran la influencia de los misterios, ésta fue superficial.

Los antiguos insisten, sin embargo, en la nueva vida que cobra el iniciado durante las horas que pasa en el telesterión; Platón, por ejemplo, habla de los misterios con gran respeto y añade que lo que allí se distingue viene a ser como las ideas puras, el alma de todo lo que nos rodea. Los padres de la primitiva Iglesia cristiana, que son los que nos han conservado más detalles de las ceremonias de iniciación, no dejan de reconocer sus electos beneficiosos. Es indudable que el iniciado en los misterios debía de tener una fe sólida en la vida futura, en una región donde los dioses obran como mortales y que reinan seres que son dechado de belleza moral y donde brillan luces y suenan voces más claras que las de la tierra.

Tanto la religión de los dioses olímpicos como estos cultos esotéricos de los misterios pasaron sin dejarnos un libro canónico donde se precisaran dogmas y doctrinas. Grecia presenta el extraño fenómeno de unas gentes que tuvieron intensa vida religiosa sin experimentar la necesidad de un sacerdocio regular ni de un libro sagrado. Ni tan sólo se precisó el número y carácter de sus dioses.

Acostumbrados como estamos a ver que en Oriente las cosas divinas son patrimonio exclusivo de la clase sacerdotal, causa sorpresa encontrarnos con que el que sistematizó en Grecia la historia de sus dioses fue un poeta campesino que vivía en Beocia durante el siglo VIII a. C. Ya hemos hablado de él. Se llamaba Hesíodo y no tenia cultura literaria de ninguna clase. Su padre había llegado del Asia, de la colonia griega de Crimea; era un emigrante desengañado que volvió sin fortuna, para morir al menos en su “vieja tierra” llena de recuerdos. El padre de Hesíodo se estableció en un pequeño villorrio llamado Ascra, al pie del monte Helicón, y allí vivieron siempre el poeta y su hermano, consumiendo ambos sus energías en disputarse ante los jueces la pequeña herencia que les dejara su padre. Un día que Hesíodo guardaba su rebaño se le aparecieron las Musas, encargándole que escribiera un libro sobre los dioses. Y sin vacilar se lanzó a componer el poema llamado Teogonía, que los griegos acabaron por venerar como su libro sagrado. Algunos versos resumidos en mala prosa son como sigue:

Primero fue el Caos, después la Tierra, el Tártaro o abismo y Eros o el amor... Eros es “el más hermoso de entre los dioses, — el que en seguida dioses y humanos — hace mover, y hasta al más fuerte — de pensamiento él lo reduce — y satisface...”. El Caos produce la Noche y ésta, a su vez, crea el Día, mientras que la Tierra ha creado los Cielos, las Montañas y el Mar. En este punto, Eros o el amor entra en acción: hace que se unan la Tierra con el Cielo y de su unión nacen el Océano, los Titanes y los Cíclopes. El señor de esta primera progenie de dioses es Urano, el cual, temiendo ser destronado, a cada hijo que nace lo condena a ser enterrado otra vez en las entrañas de la madre Tierra; ésta, desesperada de tener que sepultar a sus propios hijos, arma a uno de ellos, llamado Cronos, de una cuchilla para que resista a su padre. Cronos mutila a Urano y reina él en su lugar. Por este tiempo aparecen Venus y el Sueño, la Muerte y las Nereidas, los ríos y una multitud de otros dioses suficiente para hacer perder la cabeza. Por fin, de Cronos nace Zeus, y una nueva cohorte de dioses comienza a reinar en lugar de los compañeros de Cronos, que es el misino que llamaron Saturno los romanos. El reinado de Zeus con su familia de dioses y la lucha de las milicias del Olimpo con los Titanes inspiran a Hesíodo magníficos fragmentos de poesía.

Pero ya se comprende que una obra así no podía satisfacer a las conciencias piadosas ni mucho menos a las inteligencias cultivadas. Y sin las barreras de un dogma ni una autoridad eclesiástica para condenar las especulaciones peligrosas, debieron de aparecer pronto en Grecia espíritus bastante audaces para analizar por su cuenta los fe­nómenos y dar libremente una explicación científica del universo. Estos primeros físicos o filósofos son la gloria mayor de Grecia; su legado todavía es útil, pues, aunque parezca extraño, podemos aprovecharnos aún de sus ideas, y más que nada aprender de su curiosidad y aplicación.

El primer filósofo —que mejor podríamos llamar pensador— de Grecia fue Tales, de Mileto, colonia de los jonios en Asia. Tales debió de ser una mezcla de hombre práctico y soñador, tipo muy común entre los griegos. Cuentan que una vez, embebido en mirar las estrellas, cayó en un pozo, pero también se recuerda que, habiendo previsto por señales atmosféricas que se obtendría una gran cosecha de aceitunas, arrendó con anticipación los molinos de aceite de Mileto, realizando con su monopolio grandes provechos. Tales predijo el eclipse de sol del día 28 de mayo de 585, que hizo suspender una batalla que se estaba librando entre medos y lidios. Tales debió de atreverse a vaticinar fenómenos astronómicos y meteorológicos aprovechándose de observaciones de los antiguos babilonios. Viajó también por Egipto y Asia, como su contemporáneo Solón, y hasta se añade que los antecesores de Tales eran fenicios que se habían establecido en Mileto. Es fácil también que Mileto, antes de ser colonizada o restaurada por los jonios, hubiese sido una antigua ciudad prehelénica del Asia V que allí quedaran tradiciones de una escuela filosófica más antigua. Si esto fuese verdad, se acumularían en Mileto, y especialmente en Tales, los conocimientos todos del pueblo prehelénico y lo que podían saber de cosmografía los fenicios con algo que el propio Tales, en sus viajes, pudo alcanzar a comprender de la ciencia de los sacerdotes orientales. Lo positivo es que Tales, en el estado actual de estos estudios, es aún el primer griego que trata de dar una explicación física del universo. Por esto, él y sus continuadores son llamados “físicos de la escuela jónica de Mileto”.

El primer punto capital de las ideas de Tales es que no se preocupó de buscar un creador para el cosmos o universo físico. Es verdad que Tales decía que el mundo está lleno de dioses, pero se refería al alma o energía que tiene cada cosa. Para Tales, como para los demás filósofos-fisícos de la escuela jónica, la psique o alma no era solamente el conjunto de facultades anímicas que constituyen el espíritu del hombre y de lodos los seres animados, sino el agente universal que se manifiesta en toda la naturaleza, aunque con caracteres muy variados; por esto Tales habla de los dioses en plural. Pero su mérito consiste en haber sido el primero en preguntarse, no cuál fue la sustancia original de que se formó todo, sino qué es actualmente lo que todo es. Para Tales, todo es esencialmente agua; el agua forma vapores, que son el aire, las nubes y el éter o atmósfera luminosa, y hasta los astros son estos vapores encendidos. El agua forma también los cuerpos sólidos por condensación, y la Tierra flota en el agua como una madera... Sin querer llegar a hacer de Tales de Mileto un hombre de ciencia a la moderna, con teorías basadas en la observación y la experiencia, no hay duda que lo que de él sabemos revela una penetrante curiosidad y un tem­peramento enciclopédico, muy interesado en todos los fenómenos naturales. La idea de que los terremotos tienen algo que ver con los cambios de temperatura, que Tales adelantó y que hoy vuelve a tomarse en consideración por los geólogos, demuestra gran agudeza por parte del físico de Mileto. La anécdota de que él enseñó a los sacerdotes egipcios a medir la altura de las pirámides prueba especial conocimiento de las propiedades de los triángulos, que hace sospechar que a Tales debemos los principios fundamentales de la geometría griega. El sistema por él propuesto para medir la altura de las pirámides de Egipto es el siguiente: colocando un bastón a b, de medida conocida, en la punta de la pirámide, la relación entre a b y su sombra c d es la misma que entre la al­tura de la pirámide b e y su sombra d e. Esto es, a b : e d=b e : d e. La longitud del palo a b es conocida, las sombras c d y d e pueden medirse en el suelo, y con estos datos ya no existe dificultad ninguna para saber la altura de la pirámide, la verdad es que parece extraño que Tales tuviera que enseñar a los egipcios la manera de medir sus pirámides y hoy se tiende a creer que Tales fue a Egipto más bien para aprender que para enseñar...

 

Pero lo positivo es que estas reglas, descubiertas o aprendidas por Tales, fueron el punto de partida de las matemáticas griegas; así, a él se atribuyen los siguientes teoremas, o mejor dicho, axiomas, evidentes por sí mismos: 1.° Un círculo es cortado por mitad por su diámetro. 2.° Los ángulos de un triángulo de lados iguales son iguales. 3.° Los ángulos que forman dos rectas que se cortan perpendicularmente son iguales... Y otras proposiciones semejantes que fueron la base de la geometría de Euclides.

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La escuela de Tales en Mileto continuó el camino señalado por su fundador. Así se atribuye al sucesor de Tales, Anaximandro, la observación de que el hombre necesita más tiempo para crecer que los animales. Esto probaba que si el hombre hubiese sido siempre tal cual es ahora, no hubiera podido subsistir en la lucha por la existencia, y de aquí la idea de que el hombre tenía que descender de un animal más primitivo. La forma de la Tierra, para Anaximandro, se parecía a un pilar pequeño, como un tambor, que flotaba en el espacio, y no caía porque no tenía ningún motivo para caer hacia un lado más bien que hacia el otro lado. Y como el espacio era infinito, debía haber otros cosmos, con tierra, cielos, estrellas, etc. Estos cosmos se producían por agitaciones locales, torbellinos o remolinos, que Anaximandro llamaba dioses, y eran fuerzas que, apareciendo en un lugar del espacio, condensaban y agitaban la materia en un sistema o cosmos como el que habitamos nosotros. Los remolinos de Anaximandro fueron populares no sólo en la filosofía griega, sino también en la literatura, y así, Aristófanes, en Las nubes, bromea diciendo que el torbellino destronó a Zeus y reina en su lugar.

Discípulo de Anaximandro fue Anaximenes, para quien la sustancia primitiva es el aire, que por condensación forma todos los demás cuerpos. El aire o aliento es nuestra alma, y “así como nuestra alma, que es aire, mantiene unido a nuestro cuerpo, del mismo modo el aire penetra y anima el universo”. El aire, pues, es dios. La Tierra ilota en el aire como una hoja, y también los astros, y como el disco de la Tierra está algo inclinado, esto hace que los astros se escondan cada día detrás de su plano.

Estos tres “sabios” forman el grupo que se llama la escuela jonia. Su importancia deriva de que no trataron de explicar el origen del cosmos visible con doctrinas mitológicas como las de Hesíodo y los orientales fenicios, babilonios y aun egipcios, que hacen a los dioses crear el mundo, sino que creen que todo está compuesto de esencias que llamaron principios, raíces, origen de los cuatro elementos. Pero no hay que olvidar que en la época en que los filósofos o sabios jonios emitían estas ideas sobre el origen de la naturaleza, el pensamiento estaba aún invadido por el animismo prehistórico que concedía a todo un poder espiritual, comenzando por el húmedo elemental propuesto por Tales de Mileto, que suponía impregnado de demonios que daban vida individual, como el aire de Anaximenes o el espíritu de Anaxágoras, al que concedía inteligencia y amor para formar los seres.

La escuela jonia acabó con la destrucción de Mileto por los persas, el año 494 a. C., pero esto mismo debió de contribuir a la dispersión de su espíritu por toda la Grecia. El que parece más bien un propagador de las ideas jónicas que filósofo original es el famoso Jenófanes, de Colofón, cerca de Mileto, quien viajó por Sicilia y la propia Grecia, sin rumbo fijo, al principiar el siglo V a. C. Ya hemos dicho que Jenófanes es el primer autor que menciona a Homero, pero lo hace para decir que Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todas las vergüenzas y desgracias de los mortales, robos, engaños y adulterios. Añade Jenófanes que los hombres hacen los dioses a su imagen; los etíopes los quieren con nariz chata y los tracios con ojos azules: “Si los caballos y bueyes tuvieran manos, se harían dioses como ellos; los caballos tendrían dioses-caballos, y los bueyes, dioses-bueyes”. Como se ve, Jenófanes tenía ideas radicales, porque añadía que los dioses no se parecen ni en forma ni en pensamiento a ninguno de los mortales.

Jenófanes decía también que es muy difícil encontrar un hombre cuerdo, y que sobre todo se necesita ser sabio para conocer que otro lo es. Pero a pesar de esta sabiduría, de tipo popular, se advierte en este griego al observador curioso, digno sucesor de la escuela de Tales. Jenófanes distinguió en las canteras de Siracusa señales de peces, que le revelaron que aquellas rocas habían estado antes en el fondo del mar; en Paros observó fósiles de sardinas en rocas profundas, y en Malta advirtió, por toda clase de pruebas, que el terreno de la isla había estado cubierto de agua. La consecuencia que sacó Jenófanes de estas rarezas fue que una mezcla de tierra y agua había engendrado la vida y que algún día la Tierra se hundirá otra vez en el mar y todo lo existente desaparecerá, aunque sólo para empezar una nueva creación en el fango del liquido elemento. “Y estos mismos cambios les ocurren a todos los mundos.” La Tierra es plana, y en esto Jenófanes se opone a los descubrimientos de otros filósofos por creer que la profundidad de la Tierra y la altura del cielo no tienen límites, y que cada día vemos un Sol diferente y estrellas diferentes, que no son más que violentas explosiones de vapores que se apagan con el día.

Obsérvese que tanto Tales como Anaximandro y Jenófanes, griegos jónicos del Asia, viajaron, y no sólo por las antiguas tierras del Oriente, especialmente Egipto, sino que fueron a la Grecia occidental: Anaximandro se instaló en Atenas y Jenófanes estuvo en Siracusa. He aquí otra novedad: no se concibe que un sacerdote egipcio o un astrónomo caldeo se movieran de su templo para así poder averiguar los secretos de la tierra y de los cielos.