EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA.
PERSAS Y GRIEGOS.
1. EL IMPERIO PERSA Y LOS GRIEGOS ALREDEDOR DEL 520 A.C.
2. LA CAÍDA DE LA TIRANÍA ÁTICA Y LAS REFORMAS DE CLÌSTENES
3. LA SUBLEVACIÓN JÓNICA Y LAS GUERRAS MÉDICAS HASTA LA BATALLA DE MARATÓN
4. LOS PREPARATIVOS BÉLICOS Y LA EXPEDICIÓN DE JERJES
5. LA FUNDACION DE LA LIGA MARITIMA DÉLICO-ÁTICA Y EL ORIGEN DE LA RIVALIDAD ENTRE ATENAS Y ESPARRA
6. PERICLES Y LA DEMOCRACIA ÁTICA
7. LA VIDA CULTURAL E INTEECTUAL EN LA ÉPOCA DE PERICLES
8. LA GUERRA DEL PELOPONESO
(431-404 a. C.)
9. LOS GRIEGOS OCCIDENTALES EN EL SIGLO V a. C.
10. LA HEGEMONÍA DE ESPARTA Y LA GUERRA DE CORINTO (404-386 a. C.)
11. LA DISGREGACIÓN DEL MUNDO GRIEGO Y EL IDEAL DE LA PAZ (386—362 a. C.)
12. LOS GRIEGOS OCCIDENTALES EN EL SIGLO L IV a. C.
13. LA CULTURA GRIEGA EN EL SIGLO IV a. C.
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14. El ascenso de Macedonia bajo el rey Filipo II (359- 336 a. C.)
15. Alejandro y la conquista de Persia (336-323 a. C.)
16. Egipto y el Imperio persa
17. Mesopotamia durante el dominio persa
18. El judaismo palestino en el período persa
19. Siria bajo los persas
20. Arabia
CONCLUSION
INTRO
ORIGEN DE LOS
GRIEGOS
Homero y los
aqueos
En el umbral
mismo de nuestra civilización occidental, dos grandes monumentos literarios
sorprenden el ánimo por su magnitud y belleza: son las dos epopeyas griegas
la Ilíada y la Odisea, atribuidas desde la antigüedad a un bardo
llamado Homero. Los antiguos nos dejaron solamente biografías fantásticas del
poeta. Creyeron, eso sí, en la existencia de un cantor de profesión y ciego de
nacimiento llamado Homero, posiblemente natural de Esmirna o de Chíos, porque
usa un dialecto jónico y porque, refiriéndose en la litada a Locris, dice que está al otro lado de la isla de Eubea, o
sea en la costa occidental de aquélla, lo que no podría afirmar si hablara el
autor desde la Grecia europea. Pero excepto estos dos datos, sólo fábulas
conocemos acerca del supuesto autor de tales obras.
Por muchas
razones filológicas e históricas, hoy se cree que los poemas homéricos datan
del siglo VIII o IX a. C. El nombre de Homero, sin embargo, no aparece
mencionado hasta el año 550 por Jenófanes, y hasta un siglo más tarde no cita
Heródoto la Ilíada y la Odisea. Existe, pues, un período de cerca
de quinientos años en que reina la más completa oscuridad acerca de Homero y
los poemas homéricos. El hecho de no ser mencionados no quiere decir que no
existieran, pues no se explicaría la gran popularidad de que gozaban más
tarde sin un largo período de tiempo para difundir su relato y labrar su
reputación. Durante la época clásica, Homero era casi el único texto indiscutible
de las escuelas y había eruditos que podían recitar de memoria trece mil versos
de la Ilíada y otros tantos de la Odisea. En uno de los diálogos
de Jenofonte, uno de los interlocutores dice así: “Deseando mi padre hacerme
un hombre bueno, me obligó a aprender de memoria toda la poesía de Homero, de
manera que ahora puedo repetir la Ilíada y la Odisea sin
equivocarme”.
Para enseñar y
comentar a Homero había centros especiales; el más famoso era el de Chíos,
donde un grupo de poetas que se llamaban “Los homéridas” pretendía hacer
descender su tradición del propio Homero. En la edad de oro de la Grecia
clásica son innumerables las manifestaciones de lo que podríamos llamar el
culto de Homero. Oyendo Hicrón, tirano de Siracusa, a
Jenófanes, que criticaba la manera de presentar Homero a los dioses, replicóle diciendo: “Este Homero que vos criticáis tiene,
no obstante estar muerto y enterrado, más de diez mil poetas que le sirven,
mientras que vos, estando
vivo, no podéis mantener ni siquiera un criado”. Platón llama a Homero “el más
sabio” y “el más divino de los poetas”, “el poeta entendido en todas las cosas”.
Aristóteles, Virgilio, Horacio, Quintiliano, Séneca y Cicerón prodigan sus
elogios al divino Homero; Sócrates muere recitando uno de sus versos, y al
Petrarca se le encuentra muerto con la cabeza doblada sobre un manuscrito de
la Ilíada. Milton imita a Homero sin escrúpulo. Goethe dice que sus
poemas deben leerse cada año; Schiller no sabe cómo expresar su admiración, su
agradecimiento; Mistral empieza su Miréio llamándose
“indigno aprendiz, del gran Homero”. Se suceden los siglos, las generaciones
cambian de ideales, pero continúa hasta nuestros días el “culto” a Homero.
Shelley dice: “¡Qué sería de nuestra humanidad si Homero y Shakespeare no
hubiesen escrito!”. Es indudable, dice el profesor Lang, de Cambridge, que si
se nos diera a escoger entre Homero y toda la restante poesía griega, nos
quedaríamos con Homero. Es el más antiguo, pero él solo pesa más que toda la
subsiguiente producción literaria de Grecia. De los papiros griegos
encontrados en Egipto con fragmentos literarios, la mitad son de la Ilíada y la Odisea.
Y lo
sorprendente es que estos dos tesoros de maravillosa belleza han llegado hasta
nosotros íntegros, perfectos, tal como los leían los griegos de la Grecia
clásica. En las citas de los autores antiguos hay algunas variantes, hasta
aparecen versos que no se hallan en nuestro texto, pero ello ocurre con todos
los autores: son descuidos inevitables de los copistas. El texto definitivo, la
que podríamos llamar edición crítica de Homero, no se redactó hasta el siglo
II a. C. y posiblemente la depuraron los bibliotecarios de Alejandría,
Aristarco y Calimaco, pero éstos mencionan manuscritos de los poemas homéricos
de Cilios, Chipre, Creta; de Sínope, en el mar Negro,
e incluso de Marsella, en las Galias.
En un principio,
los poemas homéricos debieron de transmitirse por tradición oral, como los
Vedas y el Corán, y tantos otros textos sagrados. En la Ilíada y la Odisea nunca se hace mención de la escritura; en cambio, se habla de signos
pictográficos. En la Ilíada precisamente se intercala la historia de un
joven príncipe, llamado Belerofonte, quien despierta sin motivo los celos de un
rey que le hospedara en el destierro; éste le envía a su suegro con un mensaje
que Belerofonte no podía descifrar, pero que debía serle fatal si los dioses no
le hubieran protegido. “Grabó (el rey) horribles signos en una tableta
plegada, encargándole que la mostrara a su suegro para que éste le hiciese
perecer.” ¿De qué era esta tableta? Tal vez de metal, aunque más probablemente
de arcilla, como las barras con signos que encontró Evans en Cnosos y también
las de Pylos.
Actualmente
empezarnos a comprender el valor de estos signos. Un joven arquitecto inglés,
comparándolos con otros análogos encontrados en Creta, ha podido descifrar
algunas palabras que se asemejan a las del griego clásico.
Homero hace
mención en la Odisea de cantores profesionales que acompañándose de la
cítara improvisan o repiten viejos poemas que saben de memoria. Hasta personas
de alcurnia que no tienen fama de poetas, como Aquiles, distraen sus ocios con
el canto de poemas épicos. En la Ilíada se dice que Aquiles, pulsando
una lira de que se había apoderado en el saqueo de una ciudad, “se deleitaba el
alma cantando las glorias de los héroes antiguos”.
Tomando todos
estos datos sin prejuicios, he aquí lo que aparece claro: primero, que antes
de Homero hubo ya poetas griegos, más antiguos que él, por consiguiente, y que
improvisaban cantos épicos; segundo, que estos cantos se transmitían por
tradición oral, y que la Ilíada y la Odisea debieron de
componerse antes de la introducción del alfabeto en Grecia; tercero, que al
ser copiados en manuscritos ya tenían, poco más o menos, la estructura y la
forma que tienen hoy; cuarto, que la edición definitiva, revisada y limpia de
errores, no se fijó hasta el siglo II a. C. en la biblioteca de Alejandría.
Si el lector ha
leído con atención, observará que, a pesar de haber establecido estos cuatro
puntos importantes, no conseguimos mucha luz acerca de Homero ni de cómo se
produjeron las citadas epopeyas griegas. Vamos, pues, a informar al lector de
la llamada “cuestión de Homero”, la más fenomenal disputa literaria que han
presenciado los siglos.
En la antigüedad
nadie dudó de la existencia de un Homero, pero se levantaron sospechas acerca
del número y de la autenticidad de sus obras. Además de la Ilíada y la Odisea, se atribuyeron a Homero otros poemas épicos, que se llamaron el “ciclo” homérico,
y unos himnos religiosos, que tienen cierto valor épico. La paternidad de
Homero para estos otros poemas e himnos no se sostuvo con calor: ya hemos
visto que el joven del diálogo de Jenofonte dice que aprendió a Homero de
memoria y puede recitar sus dos epopeyas, pero no menciona ni los himnos ni
ningún otro poema. De manera que Homero queda reducido a estas dos obras, y sobre
ellas se discute hoy al hablar de Homero. Pero hasta para las dos epopeyas
empezaron las dudas en la antigüedad. Algunos gramáticos de Alejandría,
llamados corizontes, o separatistas,
trataron de separar la Ilíada de la Odisea, atribuyendo esta
última a un autor diferente. No encontrando ninguna tradición en el pasado, no
pudieron atribuirla a nadie ni tan sólo inventar un misterioso poeta para que
fuera este segundo Homero autor de la Odisea, pero insistieron en que
ambas obras no eran de un mismo autor.
Los primeros
ataques serios contra Homero no empezaron hasta el siglo XVIII, en Francia. “Il y a des savants —dice Carlos Perrault-, qui ne croient pas á l’existence d’Homére,
el qui disent que l’Iliade et l’Odyssée ne sont qu’un amas de plusieurs petits poémes de divers auteurs qu’on a joints ensemble. C’est
l’avis de très habiles gens. L’Abbé d’Aubigriac n’en
doutait pas, il avait des mémoires tout écrits.”
Estas ideas del
abate de Aubignac fueron repetidas y reforzadas con
todo el aparato de la ciencia alemana por Friedrich A. Wolf, profesor de la
universidad de Halle. Su libro Prolegómenos de Homero, publicado en
1795, causó gran sensación. Goethe, que se hallaba escribiendo entonces un
poema épico, Hermán y Dorotea, parece
respirar al verse libre de la pesadilla de un Homero inimitable. Le asustaba
la grandeza insuperable de la Ilíada y la Odisea. ¡Si estos
poemas, como decía Wolf, eran obra de varios poetas, ya no parecía tan
milagrosa su aparición! No obstante, el mismo Goethe escribe a Schiller: “A
pesar de las razones de Wolf, estoy cada vez más convencido de la unidad
indivisible de la Ilíada; no hay, ni aparecerá nunca, nadie que pueda
destruirla”. He aquí, pues, toda la base de la disputa: los Goethe contra los
Wolf, los poetas insistiendo en que la Ilíada y la Odisea tienen
una unidad indivisible, y los críticos analizando cada concepto, discutiendo
cada palabra para encontrar incoherencias, impropiedades y contradicciones.
Obsérvese que
decimos incoherencias, impropiedades, contradicciones, y no decimos
imperfecciones, porque hasta los críticos más severos confiesan que los versos
o fragmentos cuya paternidad niegan a Homero son de la mayor belleza. No es
poesía lo que falla en aquellas obras, según los críticos, sino orden,
encadenación y unidad. Pero cuando tratamos de averiguar lo que, poniéndonos de
acuerdo con la crítica, debe considerarse como espurio en la Ilíada, con
sorpresa nos encontramos ante una gran diversidad de opiniones. Los profesores
de literatura, por lo general alemanes, que tratan de encontrar defectos de
composición en Homero, disienten entre sí, y si les hiciéramos dividir la Ilíada y la Odisea en pequeños poemas cortos, notaríamos también que existe
gran variedad en sus divisiones. La divergencia, pues, sigue en pie. La
“cuestión de Homero” sigue apasionando los ánimos en el momento presente y
quién sabe lo que durará, pero la balanza parece caer del lado de un solo
Homero, único autor de las citadas epopeyas. He aquí, para resumir, las tres
principales teorías sobre la elaboración de los poemas homéricos:
Primeramente la
doctrina de Wolf, según la cual cantores primitivos venían repitiendo desde muy antiguo sagas o
cantos populares (que en castellano llamamos romances) de los héroes
legendarios, tomando por asunto principal de sus cantares los episodios de la
guerra de Troya y el regreso de los caudillos griegos a sus lares. Estos cantos
populares fueron conocidos en Atenas al regresar Solón de sus viajes; por lo
menos, consta que trabajó para enseñar cómo debían cantarse. Más tarde,
continúa diciendo Wolf, en la misma Atenas, Pisístrato y sus hijos nombraron
una comisión encargada de “codificar” la Ilíada y la Odisea, como
Carlomagno, siglos más tarde, mandó coleccionar los antiguos cantos germánicos.
Así, pues, siempre según Wolf y los que le siguen, aquellas obras serían de
esos compiladores atenienses, y el legado que hizo Atenas a la humanidad. Hemos
de advertir, sin embargo, que no existen referencias de gran antigüedad
respecto a esta supuesta comisión literaria nombrada por Pisístrato para fijar
el texto de los poemas homéricos; que los héroes de la Ilíada y la Odisea no son atenienses, y que Atenas ocupa un lugar muy secundario en ambos poemas. A pesar de
todo esto, la teoría de Wolf es aún tercamente sostenida en Alemania. He aquí
algunas “frases académicas” acerca de este punto, verdadera prueba, si no de
otra cosa, por lo menos del “furor teutónico”: “La Odisea —exclama
Fick—, en su composición, es un insulto a la inteligencia humana”. Lachmann
dice: “El que no quiera comprender que los poemas homéricos se compusieron con
pequeños cantos populares, perderá el tiempo”. Y, por último, Wilamowitz-Móllendorff, el famoso profesor de Berlín, se
atrevió a calificar la Iliada, en su
redacción actual, de un miserable trabajo de remendón.
Una segunda
escuela, representada en Inglaterra por Leaf, acepta
la existencia de ciertos núcleos iniciales para ambas obras, a los que se
agregaron cantos y episodios, algunos de ellos embelleciendo, otros estropeando
el plan primitivo de los dos poemas. Los partidarios de esta teoría tampoco concuerdan
en sus juicios. Para unos, lo que llamaríamos la entraña de la Ilíada es
la cólera de Aquiles, para otros es Héctor el héroe principal; unos rechazan la
antigüedad de la mayoría de los cantos, otros se limitan a expurgar de ellos
cierto número de episodios como interpolaciones posteriores.
Finalmente,
existen partidarios de una tercera teoría: sus representantes no pretenden
probar ni negar que existiera el tal Homero, se limitan a poner de manifiesto
la pobre argumentación de sus contrarios, y así Homero resulta triunfante sin
lucha; su mejor defensa es su obra misma. La ironía crítica de estos modernos
filólogos recuerda la burla de Luciano, que cansado ya en su tiempo de
polémicas acerca de los dos poemas, dice que subió al Olimpo para consultar al
propio Homero. Allí encontré) al poeta sumamente irritado porque le separaban
de sus libros y aseguraba, además, que había compuesto la Ilíada primero
y la Odisea después. Luciano pudo convencerse entonces, por
experiencia, de que Homero no tenia nada de ciego.
Así es que
dentro de poco, probablemente, estaremos donde estábamos antes de comenzar.
Creemos, pues, que si el lector ha llegado hasta aquí estará impaciente tras la
descripción de una polémica literaria que no ha producido ningún resultado.
Parecerá ridículo, en efecto, que concedamos al problema de los orígenes de
aquellos poemas el mismo espacio que al problema de los orígenes de la vida en
la Tierra o aun del origen de la Tierra misma. Pero recuerde el pacientísimo
lector que la Ilíada y la Odisea no son tan sólo dos monumentos
literarios, sino también un archivo de información histórica y lo único que
tenemos de su época, que es la primitiva de la Europa actual. Carecemos de documentos e inscripciones del
tiempo de Homero, carecemos hasta de monumentos, y hemos de valernos de tales
obras si queremos conocer algo de los orígenes de la Grecia histórica. Y si,
como decía Shelley, “todos somos griegos” y de Grecia recibimos nuestras leyes,
nuestra literatura, filosofía y arte, la Ilíada y la Odisea tienen para todos nosotros un interés mucho más vital que el de su pura belleza
artística. Son, podríamos decir, nuestra carta de nobleza, nuestra ejecutoria; hay,
pues cierto “interés de familia”, para todos los occidentales, en saber cómo y
por quién se redactaron.
Vamos a ver, por
fin, en qué consisten estos dos poemas épicos. La Ilíada empieza
diciendo que va a tratar de la cólera de Aquiles. Los griegos, llamados aqueos
en la Ilíada, hace diez años que están sitiando una ciudad del Asia, a
la entrada de los Dardanelos, llamada Troya, porque París, un hijo del rey de
Troya, ha robado a Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta. Llamados por Menelao
y Agamenón, hermano del ofendido, los príncipes aqueos, aliados, súbditos o confederados
de Agamenón y Menelao, se han reunido en Aulida,
puerto del estrecho entre Grecia y la isla Eubea. De allí parte la armada.
Cada príncipe
aqueo mantiene su autonomía, aunque todos reconocen superioridad en Agamenón,
rey de M icenas y hermano del ofendido. Menelao. A menudo los capitanes del
ejército acampado delante de Troya desobedecen a Agamenón, y aun Aquiles llega a
insultarle, llamándole “cara de perro” y cosas peores; pero Agamenón mantiene
su condición de jefe supremo, de primus ínter pares. Pero volvamos al
asunto de la Ilíada, o sea la cólera de Aquiles. Agamenón, abusando de
su autoridad, ha tomado para sí una esclava de Aquiles y este atropello llena
de rabia al héroe, el cual se retira a su campamento para vengarse, abandonando
a sus aliados los aqueos. Sin la ayuda de Aquiles, los aqueos no pueden
resistir a los troyanos, y éstos, guiados por Héctor, llegan hasta los navíos
de los aqueos, que están varados en hilera a lo largo de la playa. El desastre
es inminente: Agamenón, Menelao y otros héroes aqueos están heridos y fuera de
combate; sólo en este instante Aquiles, sintiéndose vengado ya, y por propia
seguridad, permite que su amigo Patroclo se revista con sus propias armas y salga a rechazar a los
victoriosos troyanos.
Pero Héctor mata
a Patroclo y se apodera del escudo y coraza de Aquiles y a éste no le queda
otro remedio que combatir personalmente. Los dioses procuran a Aquiles nuevas
armas, fabricadas por él propio Vulcano, y revestido con ellas, Aquiles vence a
Héctor y vuelve arrastrando su cadáver al campamento, aclamado por la multitud
de los aqueos, que respiran al fin, libres de su poderoso enemigo. Aquí
debería acabar, según los eruditos, el poema de la cólera de Aquiles, pero el
poeta lo hizo seguir de un penúltimo canto en que narra los funerales de Patroclo
y de otro canto final con el rescate del cadáver de Héctor. El viejo Príamo,
padre de Héctor, llega de noche al campamento de los aqueos, fiando en la
hospitalidad de Aquiles; se arroja a sus pies, y hablándole de su anciano padre,
que está lejos, acaba por conmover a Aquiles, y éste entrega a Príamo el cadáver
de su hijo para que se le hagan en Troya honrosos funerales. Con esto acaba la litada.
La cólera de
Aquiles, contenida en los veinticuatro cantos de la Ilíada, no es más que un episodio que abarca un
periodo de cincuenta y un días de los diez años que duró el sitio de Troya.
Pero el poeta o los poetas han concentrado en estos cincuenta y un días todo el
interés histórico de la guerra de Troya, con alusiones a sus preparativos y
consecuencias, y además han logrado darle vida con la pintura de pasiones y
caracteres de unos héroes que se quieren o se detestan. No es, pues, la
historia de una campaña, sino un cuadro de vida admirable. Agamenón es
soberbio, altivo, aunque a veces se queja de la dureza de su oficio de regir
hombres. Aquiles se muestra terco, lleno de pasión y algo sombrío, con sus
presentimientos de morir joven a pesar de su heroísmo. Héctor, el noble
capitán de los sitiados, sabe que defiende una causa injusta y que su patria
está condenada a perecer. Helena ostenta con la dignidad de una diosa su fatal
y más que humana hermosura. París, el seductor, se hace perdonar su pecado por
su juventud y gentileza. Príamo y todos los demás héroes del poema rebosan de
vida, por lo que vivirán mientras la humanidad tenga conciencia de lo bello.
Veamos ahora la Odisea. El poema empieza declarando que va a tratar de “aquel varón que por diversas
tierras y naciones anduvo peregrino”, esto es, Ulises. Como en la Ilíada, los diez años de viajes de Ulises, al regresar de la guerra de Troya, se concentran
también en un período corto, que aquí es de veintiséis días. El poeta supone
enterado al lector del final de la guerra de Troya, así como de muchos
episodios anteriores de la vida de Ulises. La Odisea empieza con el
viaje del hijo de Ulises, Telémaco, que parte para averiguar noticias de su
padre, y acaba con la llegada de los dos a Ítaca casi al mismo tiempo. El
feliz encuentro de padre e hijo, la entrada de Telémaco en palacio con su
padre, disfrazado de mendigo, y la terrible venganza que Ulises toma de los
pretendientes que en su ausencia acudieron a Ítaca para casarse con su esposa,
forman una parte de la Odisea. La otra consiste en las aventuras
marítimas de Ulises.
Mientras la Ilíada nos ofrece, pues, escenas de campamento y costumbres militares, la Odisea nos presenta la
vida de palacio en tiempo de paz. Telémaco, en busca de su padre, va a Esparta
y allí se introduce en la residencia de Menelao y de Helena, que ya están de
regreso y viven otra vez como marido y mujer. Mientras tanto, Ulises, ya cerca
de Ítaca, es acogido náufrago por Alcinoo, rey de una
isla de la costa occidental de Grecia llamada isla de los feacios, y allí pasa
dos o tres días. Finalmente, se describen con prolijo detalle las dependencias
todas del palacio del propio Ulises en Ítaca, la vida de los grandes y sus
sirvientes, pastores, porqueros; sus muebles, establos, etc. De manera que en
tan corto espacio de tiempo se nos hace la presentación de la vida doméstica en
tres aspectos: en la corte de Menelao, en la casa de Alcinoo y en el palacio de Ítaca. No es, pues, información de la vida diaria lo que
nos falta después de haber leído la Ilíada y la Odisea. La
geografía de los poemas homéricos es de gran exactitud por lo que se refiere a
la propia Grecia y la Tróade; pero más allá de este círculo, Homero se pierde
en fantásticas regiones de cíclopes, etíopes, lestrigones, gigantes y demás
seres imaginarios.
En cambio, ya
hemos dicho que Troya está admirablemente descrita: es la “ventosa Troya”, a la
entrada del Helesponto, que han encontrado los arqueólogos. El llano alrededor
de las ruinas de Troya muéstrase hoy pelado y seco,
y los árboles son allí tan raros como en tiempo de Homero, que sólo menciona
una higuera y una encina como detalles sobresalientes del paisaje. El río Escamandro es el moderno Mendere,
y la cumbre del Ida se puede ver desde el llano de Troya, como cuando aqueos y
troyanos peleaban por Helena. Según Leaf, los valles
y montañas, la flora y la fauna de los alrededores de Troya están admirablemente
descritos en la Ilíada. Parece como si su autor hubiera visitado la Tróade
para empaparse de realidad antes de empezar a componer su poema. La fortaleza de
Troya está también descrita con detalles que se reconocen en las ruinas: las murallas
con sus puertas y torres de gran altura; tan sólo los palacios resultan exagerados.
Troya era más bien una fortaleza-castillo que una ciudad; a lo sumo, podía albergar
dos o tres mil guerreros. Apoyada, sin embargo, en el macizo del Ida, no debían
de faltarle auxilios, víveres y aliados de las montañas vecinas, y así se
explica que una ciudad tan pequeña desafiara al ejército de los aqueos durante
tan largo tiempo. Es probable que en esto también exagerara Homero y que el
sitio no lucra tan largo ni la expedición tan numerosa como nos da a entender en
la Ilíada. De la coalición de los aqueos, siete estados se pueden
considerar como principales: son éstos Micenas, Esparta, Argos y Pilos, en el
Peloponeso; el reino de Phtia, en Tesalia; el grupo
de los beocios, y finalmente Creta. Otros, como Ítaca, Atenas y Salamina,
tienen importancia por estar a veces representados por héroes excepcionales que
influyen en los sucesos por su valor personal, como Ulises y Áyax, pero sus ejércitos son fuerzas pequeñas de
cuyo auxilio podía prescindirse.
Ahora bien, la
pregunta que inmediatamente cabe hacerse es esta: ¿quiénes son esos troyanos y
quiénes esos aqueos que combaten con ellos en la entrada de los Dardanelos? ¿Son
descendientes unos y otros de los habitantes de las ciudades y castillos
prehelénicos, o son ya extranjeros que representa a una nueva raza y van a
iniciar otro tipo de civilización?
En el volumen
primero de esta obra ofrecimos un cuadro aproximado de la cultura que hemos
llamado minoica o prehelénica, la que construyó los palacios de la isla de
Creta y de Micenas, mansiones que suponíamos podían haber sido obra de gentes
de raza mediterránea que habitaban Grecia y las islas desde tiempo inmemorial.
Por lo menos, se veía en Creta y en las islas los comienzos de esa cultura
desde el IV milenio antes de J. C. ¿Serían, pues, aqueos y troyanos sus últimos
representantes? En Creta y Micenas había palacios, pinturas y cerámica, pero
eran objetos y ruinas mudos, porque no teníamos acerca de ellos información escrita;
aquí, en cambio, la tenemos con los poemas homéricos. Hay, pues, entre los palacios
de Creta y Micenas (que datan por lo menos del siglo XII a. de J. C.) y la Ilíada y la Odisea (que pertenecen al VII o IX, cuando más) una laguna de
tres siglos, que parecen haber sido de grandes cambios políticos y profunda
decadencia material?
¿Es que,
espiritualmente, la destrucción de la civilización prehelénica no fue tan
completa como nos figuramos y Homero, para sus poemas, pudo aprovechar cantos
populares y tradiciones que se conservaban todavía vivas en el siglo IX,
cuando los palacios prehelénicos estaban ya abandonados? Esto parece lo
cierto; que Homero refleja, idealizándola, una cultura anterior al tiempo en
que vivía. Confiesa él mismo que habla de un pasado heroico; dice que aqueos y
troyanos usan armas y manejan piedras que “dos de los actuales hombres no
podrían mover”. Así no hay duda que Homero emplea en sus dos epopeyas citadas
leyendas más antiguas, engrandeciéndolas con la romántica aureola que les han
puesto los siglos. Pero esto no contesta a la pregunta: ¿son aqueos y troyanos
descendientes de las gentes prehelénicas? Porque Homero podría haber
atribuido a otra raza nueva, para adularla, tradiciones de una aristocracia
desaparecida. Hay casos parecidos de esta transfusión de leyendas de un pueblo
a otro, lo que podríamos llamar “parasitismo espiritual”, y Homero parece pecar
por este lado. Admira la antigüedad y se esfuerza en no afear su poema con
anacronismos de cosas modernas.
A veces se le
escapa algo que revela una mayor familiaridad con el hierro, por ejemplo, de
la que manifiestan sus héroes; pero, con gran perspicacia, Homero esconde al
punto sus conocimientos, insistiendo en el cuadro de la cultura prehelénica.
Sus palacios, sus armas, sus costumbres, todo parece adaptarse al tipo de
civilización que revelan las ruinas de Creta, de Tirinto y de Micenas. En
cambio, ninguno de los héroes de la Ilíada es capaz de hacer remontar su
ascendencia más allá de la cuarta generación. Aquiles, por ejemplo, es hijo de
Peleo y de una diosa. Los caudillos troyanos igualmente: tanto la casa de
Príamo como la familia de Eneas (que se puede considerar como una rama lateral
de la dinastía troyana), todos acaban sus recuerdos genealógicos en la cuarta
generación y han de recurrir a un dios para explicar el origen de su raza. He
aquí el caso de Agamenón: su padre Atreo era hijo de Pelops y éste de Tántalo, el famoso titán. Bien claro quiere esto decir que los
aqueos representaban dinastías nuevas; además, el Olimpo está al Norte, lo cual
parece insinuar que de allí habían llegado. También es un dato curioso que Helena,
arquetipo de belleza para los aqueos, sea rubia, como rubios son Menelao y
Radamanto. Esto hizo creer que los aqueos eran invasores de tipo alpino, que
desde el valle del Danubio se infiltraron gradualmente hacia el Sur,
suplantando con una aristocracia de nuevo cuño la vieja organización
monárquica de la Grecia prehelénica.
Hoy se duda que
los aqueos fuesen realmente extranjeros. Los poemas homéricos no dejan
vislumbrar el menor recuerdo de una invasión. Más probable parece que la
carencia de antepasados de los héroes aqueos demuestre un origen humilde más
bien que la existencia de otra raza. Recordemos que al pie del castillo de
Tirinto y fuera de los muros de Micenas había una población suburbana que tenía
otras costumbres, por lo menos otro sistema de enterramiento, y hasta otros
gustos en su cerámica que los peculiares de la gente de la acrópolis real.
Según la leyenda homérica, la generación anterior a la de la guerra de Troya
marchó a sitiar la ciudad de Tebas y la destruye) tan completamente como
Agamenón y sus aliados destruyeron a Troya. Durante toda una generación, Tebas
quedó despoblada, no hubo más que la Hipo-Tebas o ciudad baja. He aquí, pues,
un caso clarísimo de recibir la ciudad inferior, el barrio extramuros como
diríamos en la actualidad, un trato mucho más benévolo del que recibió la ciudad
amurallada, acaso porque los aqueos tuvieron para esta ciudad baja complacencias
motivadas por una identidad de raza.
Lo más
sorprendente todavía es cómo Homero se constriñe a su antigüedad. De ser cierta
esta teoría que estamos explicando, Homero sería un arqueólogo consumado. Por
ejemplo, en el siglo IX a. de J.C., que es cuando escribe Homero, el caballo
debía de ser muy común en Grecia, pero en la Ilíada aqueos y troyanos
montan a caballo sólo en ocasiones especialísimas. No tienen caballería;
únicamente emplean los caballos para uncirlos a los
carros de guerra; en la Ilíada el caballo es un animal precioso, engendrado
por otro caballo divino o regalo de un dios. Los troyanos son designados con el
epíteto de “domadores de caballos”; en contraposición, a los aqueos se les
llama “destructores de ciudades”. En el Ilíada hay una raza de caballos
que procede del cruzamiento con caballos del Olimpo. Todo hace creer que la
tan ponderada riqueza de los troyanos era resultado del comercio que hacían con
los caballos. De las estepas centrales de Asia, donde se habían domesticado
primeramente, los caballos llegarían, por el comercio con los hititas, hasta el
Helesponto. Allí los troyanos los pasarían en balsas o armadías a la costa
europea, donde Príamo tenía un campamento. De allí los corceles famosos de
Asia debían de llegar por tierra hasta Macedonia y Tesalia. Este tráfico puede
ser una explicación, ya lo hemos dicho, para las riquezas de Troya, tan
ponderadas por Homero. Otros han querido ver la fuente de su prosperidad en
los crecidos derechos que exigía a
los buques que pasaban el estrecho. Pero los troyanos no tenían armada; ninguno
de ellos se alaba de viajar por mar, como Ulises, que es hoy prototipo del
navegante; más aún, en la Ilíada se dice que un príncipe aqueo llegó a
Troya ya para enseñar a construir buques a Príamo y a sus hijos. Mal podían
imponer, pues, tributos ni gabelas gentes que tenían que contentarse con cruzar
el estrecho, sin poder navegar por alta mar. En cambio, los caballos apresados
delante de Troya son los que corren en las carreras que organizan los aqueos
durante los funerales de Patroclo, el amigo íntimo de Aquiles.
Queda por
averiguar si los troyanos son de raza prehelénica, como los aqueos. En Homero,
aqueos y troyanos parecen dotados de idéntico lenguaje y se tratan como gentes de la misma
sangre, pero más seguro es que algunos de los aliados de los troyanos sean de
raza asiática. Homero hace alusión a sus gritos incomprensibles. Los troyanos
debieron de ser una avanzada de la por otras, gentes, con las que viven en armonía.
La situación de Troya, en la entrada del estrecho, es muy favorable; cuando la
guerra europea de 1914-1918, los aliados cometieron el error de desembarcar en Gallípoli en lugar de hacerlo en Troya.
Sean quienes
fueren aqueos y trovarlos, un mundo nuevo aparece en los cantos de Homero. Todo
lo que la humanidad ha producido antes resulta bárbaro, salvaje, sin valor,
comparado con la Ilíada y la Odisea. Homero cuenta los dolorosos
episodios de una lucha encarnizada cuerpo a cuerpo, pero manifiesta ante la
sangre derramada una piedad que antes de él no se conocía en el mundo. En la Ilíada los héroes generalmente combaten a pie, bajan del carro que los ha llevado a la
palestra y desafían a su adversario, amparados con el escudo. Además del casco,
llevan coraza y loriga de bronce para proteger los muslos, pero su principal defensa
es el escudo, formado de varias piezas de cuero con placas de bronce; lo
suficientemente grande para cubrir al guerrero, aunque a veces no es bastante
recio para detener la lanza enemiga. En ocasiones el guerrero, que está
escondido detrás del escudo y no puede ver la lanza contra él arrojada, es
sorprendido y atravesado por ella, que ha perforado el cuero y el bronce. Si el
escudo resiste, entonces le llega su turno y arroja la pica. Si ninguno de los
dos consigue alancear a su contrario, entonces tiene lugar un duelo a espada;
pero los héroes homéricos prefieren la pica, y aun atacan al enemigo
arrojándole enormes piedras; otros son muy diestros en tirar al arco, pero no
hay combinación ninguna de esfuerzos en el combate, la estrategia no puede ser
más primitiva.
Y, sin embargo,
estos guerreros que tan furiosamente se persiguen por el llano polvoriento de
la Tróade, poseen una riqueza de sentimientos que nos sorprende todavía. Sus
odios, como sus amores, son nobles; no hay la menor alusión a vicios contra
natura; la amistad, la hospitalidad, la tregua son cosas sagradas. Padres e
hijos se quieren con amor entrañable; las mujeres de la Ilíada y la Odisea empiezan a manifestar con su belleza, dulzura y piedad el aspecto femenino de
la humanidad, haciéndose dignas del lugar que han conseguido en la familia.
Para acabar, traduciremos unos párrafos de la Ilíada, incluyendo el
fragmento de la despedida de Héctor de su esposa Andrómaca, a la puerta de la
muralla, antes de partir para el combate del que no había de volver:
“...Así habló la
despensera, y Héctor, saliendo presuroso de la casa, desanduvo el camino por
las bien trazadas calles. Tan luego como, después de atravesar la gran ciudad,
llegó a las puertas Esceas, por donde había de salir
al campo, corrió a su encuentro su esposa Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, el que vivía al pie del
selvático Placo, en la ciudad de Tobas, y era rey de los cilicios. De este Eetión era hija Andrómaca, la esposa de Héctor, el de la
armadura de bronce. Ella le encontró entonces, acompañada de la nodriza, que
llevaba sobre el pecho al tierno infante, hijo amado de Héctor, a quien el
padre llamaba Escamandrio y los demás Astiánax, porque sólo por Héctor se salvaba Troya. Vio el
héroe al niño y sonrió. Andrómaca, llorosa, se detuvo a su lado, y asiéndole
de la mano, llamóle por su nombre, diciendo:
"—Dueño
querido, tu valor te perderá. ¿No te apiadas del tierno infante ni de su madre
infortunada, que pronto será viuda, porque los aqueos te acometerán y acabarán
contigo? Mejor seria para mí bajar al sepulcro que perderte, porque si mueres
no habrá consuelo para mí, sino pesares. Padres no tengo; mató a mi padre el
divino Aquiles cuando arrasó la populosa ciudad de los cilicios, Tebas la de
altas puertas. Mató a mi padre y sin despojarle, por el religioso temor que le
entró en el ánimo, quemó el cadáver con las labradas armas y le erigió un
túmulo, a cuyo alrededor plantaron álamos las ninfas Oreadas, hijas de Zeus.
Mis siete hermanos, que habitaban en el palacio, descendieron al Hades el mismo
día, pues a todos los mató el divino Aquiles, el de los pies ligeros, entre los
bueyes de lánguida andadura y las ovejas de blanco vellocino. A mi madre
cogió como botín, mas rescatada por precio inaudito, volvió a la paterna casa
y allí fue muerta por la flechera Diana. Ahora, Héctor, tú eres mi padre, mi
madre venerada y mis hermanos; tú, mi esposo amado. Ten, pues, piedad y
quédate en la torre, a menos que no quieras dejar huérfano a tu hijo y viuda a
tu esposa. Coloca a tus guerreros junto a la higuera por donde la ciudad es
vulnerable. Ya por tres veces los enemigos han intentado llegar allí; un adivino
les habrá revelado este punto flaco, o por su propio impulso se mueven hacia
él, aunque inútilmente.
"Contestó
Héctor, el del casco reluciente: ‘Todo esto me preocupa, esposa mía, pero ¡qué
vergüenza si como un cobarde huyera del combate ante los troyanos y las
troyanas! Más aún, mi corazón repugna a ello, que aprendí a ser valiente y a
luchar al frente, manteniendo la fama de mi padre y aun la mía. Cierto, que
bien lo sé, y lo presiente el alma, que ha de llegar un día en que perezcan la sagrada Troya y
Príamo y su pueblo de lanceros. Pero ni la angustia de los troyanos, ni aun de
mi madre Hécuba, ni de mi padre Príamo, ni de tantos valientes hermanos que
caerán aquel día a manos de los aqueos, me preocupan tanto como la que
padecerás tú, cuando alguno de los aqueos de broncínea armadura te llevará llorosa,
quitándote la libertad. Y luego en Argos, al servicio de otra mujer, tejerás
tela, e irás por agua a la fuente Messeya o Hipereya, triste porque la dura necesidad pesará sobre ti.
Y alguien dirá, al verte en lágrimas deshecha: Esta fue la esposa de Héctor, el
guerrero que más se distinguió de los troyanos, de potros domadores, cuando
luchaban alrededor de Troya. Esto dirán, y un pesar nuevo sentirás al verte
sin el marido que pueda libertarte, pero yo espero que un montón de tierra
cubrirá mi cadáver antes que pueda oír los gritos que tú lances cuando te
lleven al cautiverio.
“Así diciendo,
el glorioso Héctor tendió los brazos a su hijo y éste se recostó llorando en el
seno de la nodriza de bella cintura, por el temor que el aspecto de su padre le
causaba: dábanle miedo el bronce y el terrible
penacho de crines de caballo que veía ondear en la cresta del yelmo. A esto
sonrió el padre tiernamente y la madre también; quitóse Héctor el yelmo y, dejándolo en el suelo, tomó a su hijo y besóle,
meciéndolo en sus brazos, y así rogó a Zeus y otros dioses:—¡Oh Zeus, y
vosotros, inmortales! Concededme que este hijo mío sea, como yo, egregio entre
los troyanos y que, valiente y poderoso, sea un día el gran rey de Troya.
Puedan decir de él: “Más grande es que su padre”, cuando regrese del combate y,
cargado de cruentos despojos de los enemigos a quienes haya muerto, regocije
el alma de su madre, que esperaba ansiosa.
“Esto dicho,
puso al niño en brazos de la esposa amada, que, al recibirlo en el perfumado
seno, sonreía con el rostro aún bañado en lágrimas. Notólo Héctor y, compadecido, acaricióla con la mano y así
le habló: ¡Esposa querida! Yo te lo ruego, no dejes que tu alma se llene de
dolor, pues nadie me enviará al Hades antes del tiempo dispuesto por los
dioses, y de esta suerte no puede librarse nadie. Vuelve a casa, a tus
quehaceres del telar y de la rueca, y ordena a las sirvientas su tarea
cotidiana, que de la guerra nosotros cuidaremos, cuantos varones en Troya
nacimos, y yo el primero.
“Dichas estas
palabras, el preclaro Héctor se puso el casco, adornado con crines de caballo,
y la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y
vertiendo copiosas lágrimas...”.
Esto se escribía
en versos de insuperable belleza al principiar el primer milenio antes de
Jesucristo.
Aparecen ya aquí
todas las virtudes europeas: el sentimiento del deber, del honor, la generosidad,
la piedad, la amistad, hasta el decoro y el pudor. Héctor y Andrómaca se separan sabiendo su
destino fatal, pero no se conceden un último beso de despedida.
No son
únicamente virtudes morales las que manifiestan los héroes de la Ilíada: como buenos europeos, tienen capacidad de invención para resolver problemas
que requieren artificio. La Odisea describe el regreso de Ulises, rey de
Ítaca, una isla en el oeste de Grecia. Durante los diez años de la guerra,
Ulises interviene poco en las batallas, su ingenio se despliega como moderador
en los consejos de los capitanes. Por fin, cuando han muerto los dos grandes,
Aquiles y Héctor, Ulises inventa la estratagema de pedir a los troyanos que
permitan introducir en la ciudad sitiada un exvoto que será un gigantesco
caballo de madera para propiciar a Neptuno. Este debe favorecerles en el viaje de regreso. Hacen así el
gesto de querer abandonar la guerra y volver pacíficos a sus hogares. Pero
dentro del caballo que aceptan los troyanos van escondidos algunos aqueos que
por la noche abrirán las puertas de la ciudad. así cae la opulenta Troya,
víctima de una falacia. Por esto a Ulises se le califica de gran embustero. En el viaje, que
dura otros diez años, sortea peligros incontables y siempre utiliza falsedades
y estratagemas para engañar a gigantes, sirenas, ninfas, antropófagos y
piratas. Ulises no sólo evita los daños que le amenazan, sino que el gran
embaucador consigue rebaños y tesoros.
He aquí otra
función de Ulises que es característica del hombre occidental europeo. Ulises
no se arriesga con el fin de enriquecerse, y si gana en sus aventuras y viajes
no es para amasar una fortuna, como haría un semita, sino para obtener
satisfacción de sus esfuerzos. Tiene curiosidad moderna, casi científica:
quisiera oír el canto de las sirenas. Pero, persuadido del peligro que corre,
Ulises tapa los oídos de los marineros con cera y se hace atar al mástil de la
nave... No podrá hacer caso de las sirenas, pues lo que le empuja a viajar es
el regreso a su patria, Ítaca, donde había dejado una amante esposa; un hijo,
el prometedor Telémaco; una casa y numerosa servidumbre.
Homero no es la
única fuente literaria de este período. Otro poeta, Hesíodo, narra las
calamidades de los agricultores beocios en su obra Los trabajos y los días, en la que distingue una serie de edades por las que ha pasado la humanidad,
llamando a su época “edad de hierro”. En el desarrollo del libro el autor va
dando consejos a su hermano Perses de cómo debe cultivar
la tierra. Es un verdadero tratado de agricultura, en el que se exponen las normas
y formas del laboreo. Sin embargo, se adivina que la tierra comienza a concentrarse
en manos de la aristocracia, como lo demuestra la fábula del gavilán y el ruiseñor.
En ella, un gavilán que tiene un ruiseñor entre las garras, símbolos de la
aristocracia y el pueblo, le dice: “Infeliz, ¿por qué pías? Pues te tiene uno
más fuerte que tú, allá irás donde te lleve yo, por muy cantor que seas”.
Por otra parte,
los poemas homéricos están llenos de alusiones a faenas agrícolas. Basta
recordar los bellos trozos dedicados a la descripción del escudo de Aquiles: “Representó
también una blanda tierra noval, un campo fértil y vasto que se labraba por
tercera vez. Acá y allá muchos labradores guiaban las yuntas, y al llegar al
confín del campo, un hombre les salía al encuentro y les daba una copa de dulce
vino y ellos volvían atrás abriendo nuevos surcos y deseaban llegar al otro
extremo del noval. Y la tierra que dejaban a sus espaldas negreaba y parecía
labrada, siendo toda de oro. Grabó asimismo un campo de crecidas mieses que los
jóvenes segaban con hojas afiladas: muchos manojos caían al suelo a lo largo
del surco, y con ellos formaban gavillas. También entalló una hermosa viña de
oro, cuyas cepas, cargadas de negros racimos, estaban sostenidas por rodrigones
de plata... Doncellas y mancebos, pensando en cosas tiernas, llevaban el dulce
fruto en cestos de mimbres...".
En la sociedad
gentilicia, la tierra era propiedad de toda la comunidad, repartiéndose
periódicamente los lotes de tierras llamados cleros. El rey tenía
derecho a un lote particular, que recibía el nombre de témenos. A medida
que se va desmembrando la sociedad homérica, asistimos a la aparición de
desigualdades en los repartos de los cleros e incluso de individuos sin
tierras. Estas luchas quedan reflejadas en Homero. En un caso nos habla de dos
personas que disputan por sus linderos de tierras: “Como dos hombres altercan
con la medida en la mano, sobre las lindes de campos contiguos y se disputan un
pequeño espacio”; en otros, algunos personajes como Belerofonte reciben un cleros: “Acotáronle un hermoso campo de frutales y sembradío
que a los demás aventajaba”: en otros, aparecen individuos sin tierras que
trabajan como jornaleros. El sueldo de estos jornaleros queda reflejado en la Odisea cuando uno de los pretendientes le ofrece un puesto en sus tierras a Ulises
en el momento en que éste regresa a Ítaca disfrazado de mendigo: “¿Querrías
servirme en mis campos si te tomase a jornal...? Yo te facilitaría pan todo el
año y vestidos y calzados para tus pies”.
Otro medio de
vida era la ganadería. En la misma descripción del escudo de Aquiles aparecen
vacas y ovejas. En otros pasajes se citan bueyes, utilizados como animales de
tiro, y finalmente caballos. Los troyanos reciben el apelativo de “domadores
de caballos”. Algunos de los jefes aqueos reciben igualmente esta denominación,
como el rey de Creta Diomedes. Ganadería y agricultura son, pues, los principales
medios de vida de estos centros griegos. Las luchas que se produzcan entre
ellos se convertirán muchas veces en verdaderas razzias,
consistentes en robos de ganados y de cosechas.
Junto a estos
sectores primarios, en este período fueron surgiendo centros artesanales
dedicados fundamentalmente a la fabricación de armas, objetos manufacturados,
comercio, etc. La mayor parte de la producción iba destinada al autoabastecimiento,
procurando cada comunidad producir lo suficiente para sí misma.
De todas formas,
se comenzaba a advertir un tímido intercambio de productos, ya que aún no
existía la moneda. Para este intercambio era necesario buscar un sustituto de
la moneda que creara una escala de valores. Fue así como se empezó a utilizar
el buey, girando todos los cambios con arreglo a su equiparación con este
animal.
A. M. P.
Invasión de los
dorios.
La colonización
griega
Homero presenta
como héroes de sus poemas a los llamados aqueos, príncipes y capitanes que
gobiernan a Grecia en los días de la guerra de Troya, o sea hacia el siglo XII antes
de J. C. Quiénes eran estos aqueos ya hemos dicho que es todavía materia de
discusión. Tiempo atrás se creyó que eran descendientes de las viejas
familias reales del período prehelénico, porque sus ciudades son Micenas, Pylos, Esparta, Cnosos..., las mismas sedes de las culturas
micénica y minoica. Más tarde, observando que las genealogías de los aqueos no
revelaban una larga ascendencia, se les creyó extranjeros, de raza alpina y rubios
llegados a Grecia poco antes de la guerra de Troya. Hoy creemos que los aqueos
son los habitantes de las hipopolis, o barrios bajos, de las ciudades
prehelénicas, de otra clase o de otra casta, aunque completamente aclimatados,
y que, con revolución o sin ella, suplantaron a una aristocracia más rancia, a
la que trataron de imitar en todo lo posible.
Pero Homero ya
menciona a los dorios, aunque una sola vez, en la Odisea, como una de
las razas que habitaban Creta. La atención de Homero parece dedicada a “sus”
aqueos y olvida sistemáticamente el gran hecho histórico de la conquista de
Grecia por los dorios, que estaría todavía vivo en su tiempo por lo reciente. Verdad
es que tampoco tenemos documentos contemporáneos de la entrada de los dorios en Grecia (ya hemos dicho
que entre Homero y los primeros historiadores hay una laguna de tres a cuatro
siglos), pero las tradiciones de la llamada invasión dórica son tan abundantes
que ha sido posible restablecer, en líneas generales, el hecho de la llegada
de los dorios a Grecia, sus etapas y conquistas, y su definitivo establecimiento
en las tierras de los aqueos.
Los dorios
llegaron por el Norte dos generaciones después de la guerra de Troya.
Avanzaban a pie, sin caballos, y sus armas eran de hierro. Es evidente que
estos bárbaros del Norte ya se hablan introducido en Grecia en pequeños grupos,
como soldados o como peones de labranza, a fines del período prehelénico. El
fenómeno sería muy parecido al de las invasiones de pueblos germánicos en las
provincias occidentales del Imperio romano quince siglos más tarde.
A la penetración
pacífica sucedió la invasión violenta. Algunos de los estados del norte de
Grecia cayeron primeramente, pero la tradición cuenta que por primera vez los
dorios fueron rechazados al pretender forzar el istmo de Corinto. Allí los
esperaba Ekemos, rey de Arcadia, que Heródoto dice
que era cuñado de Agamenón. Los dorios derrotados convinieron con Ekemos que permanecerían tranquilos en su país durante
cien años, o sea tres generaciones, y, según se desprende de las genealogías, cumplieron
lo pactado. Transcurrido el plazo invadieron el Peloponeso, dividiendo su conquista en tres reinos:
Argos, Esparta y Mesenia. Esta división acaso refleje un triple origen de los
dorios; parece como si estos hombres nórdicos pertenecieran a tres distintas
tribus o naciones. Unos, de la tribu de los híleos,
se hacían descender de Hylus, un hijo de Hércules;
las otras dos tribus, llamadas Panfilos y Dimanes,
tenían por antecesor común a Egimio, un rey del norte de Tesalia, amigo de
Hércules. Como se habrá notado, los nombres de los caudillos de estas tribus
dóricas no sólo suenan como griegos, sino que ellos mismos se hacen descender
de Hércules, como para legitimar su conquista del Peloponeso. Así, pues, el
nombre algo duro de conquista dórica se fue sustituyendo por el de retorno de
los heráclidas o descendientes de Hércules, aunque
fuese muy indirectamente. Y, sin embargo, por más que los dorios hablaran un
dialecto griego, sin vacilación podemos conceptuarlos de bárbaros; se reconoce
que han llegado ya cuando, al explorar las ruinas griegas, se advierte, en la capa que señala
su presencia, cierto retroceso en el cuadro de la civilización.
La historia de
la conquista dórica está envuelta en leyendas que más tarde fueron recogidas
por los poetas, por lo que es muy difícil separar el grano de la paja. Hoy se
tiende a creer que los dorios, escarmentados de su primera tentativa de forzar
por tierra el istmo de Corinto, llegaron al Peloponeso por mar, y Corinto no
cayó en sus manos hasta mucho más tarde, conquistada por un dorio rezagado
llamado el Vagabundo, hijo de otro jefe apodado el Jinete. De las leyendas se
saca en claro que los dorios avanzaban siguiendo la línea de menor resistencia
y que no tenían plan ni dirección general para efectuar la conquista. La
invasión del Peloponeso por los dorios no fue completa, pues quedaron grandes
regiones, como la Arcadia, sin conquistar, pero de todos modos los dorios
fueron desde entonces el elemento predominante en la península. El resultado fue
que grandes multitudes de las poblaciones predóricas se movieron hacia el Norte, allí empujaron a otras más allá todavía, y al
densificarse la población en ciertos puntos, se hizo posible resistir mejor el
alud de los dorios.
Uno de estos
lugares de refugio, el más conocido y reservado a grandes destinos, fue Atenas.
Solón, en un verso lamoso, llama a Atenas “la más vieja patria de la antigua raza
jónica”. He aquí, pues, que aparece en Grecia otro nombre para otra raza, casi en
contraposición con la de los dorios; otra raza que llama Solón jónica y cuyo
centro predominante es Atenas. Queda establecido un dualismo de gran
importancia para la historia de Grecia; los dorios ocupan extensas regiones del
Norte, en la Grecia central, pero su centro de gravedad está en el Peloponeso;
en cambio, los jonios miran al Ática y Atenas como la cabeza de su raza.
Algunos griegos, como los eolios y leleges, hablan otros
dialectos; sin embargo, la diferencia no es muy grande y, por lo tanto, cabe
dividir los dialectos griegos en dos grupos: el dórico y los demás no dóricos,
de los que el principal es el jónico.
Pero la más
trascendental consecuencia de la invasión dórica fueron las emigraciones en masa
y el establecimiento de colonias en las islas y en la costa del Asia Menor. Los
griegos de la época clásica trataron de explicar este movimiento colonial como
promovido por Codro, rey de Atenas, quien estaría
deseoso de desembarazarse de los emigrados que, escapando de la invasión
dórica, se refugiaban en el Ática. Codro es un
personaje interesante, hijo de un príncipe aqueo del Peloponeso que, desposeído
por los dorios, se había refugiado en Atenas. La leyenda cuenta que en una
guerra entre los atenienses y sus vecinos los dorios de Beocia, el rey aqueo
de Atenas no quiso pelear en combate singular con el caudillo dorio, haciéndolo
en su lugar el padre de Codro. La popularidad que le
dio esta hazaña hizo que el emigrado reinara en lugar del viejo descendiente de
Teseo que aún ocupaba el trono de Atenas. A la muerte de su padre, Codro heredó el reino, siendo su principal título de gloria
el haberse sacrificado para cumplir un oráculo según el cual el rey debía morir
para salvar a Atenas de un nuevo ataque de los dorios de Argos y Corinto. También
es tradicional que en el reinado de Codro (hacia el
año 1000 a. C.) empezó la emigración jónica al Asia Menor.
El fenómeno de
la colonización griega del Asia es tan importante que requiere un poco de
atención. Aun recientemente los griegos disputaron a los turcos la posesión de
Esmirna y otras ciudades de la costa. Por de pronto, parece que antes del año
1000 poca o ninguna influencia griega había experimentado el Asia. Los griegos
de Troya, suponiendo que fueran griegos, se encuentran rodeados de poblaciones
asiáticas y contaminados de
costumbres asiáticas. La familia de Príamo, por ejemplo, con su harén y sus
numerosos hijos, contrasta con la de los aqueos, rigurosamente monógamos.
Además, en las recientes exploraciones arqueológicas de los lugares griegos
del Asia Menor se ha encontrado muy poco que pueda considerarse anterior al
período de la emigración, a excepción de Troya, naturalmente.
La colonización
del Asia Menor por los griegos se verificó por emigrantes de tres diferentes
razas. Los que se instalaron más al Norte, desde los Dardanelos hasta Esmirna,
fueron los eolios, en los que algunos quieren ver los legítimos descendientes
de los aqueos. Desde Esmirna hasta Mileto los jonios fundan Focea, Clazomene, Teos, Lebedos,
Colofón, Éfeso, Eritrea, Priene, Myus y Mileto, que con las islas de Chios y de Samos
formaban las doce ciudades de la dodecápolis jónica.
Más al Sur todavía, con Halicarnaso y Rodas, nos encontramos sorprendidos por
un racimo de colonias dóricas; los invasores dorios no se han contentado con
las tierras que acaban de conquistar en Grecia, sino que marchan también a obtener
su parte en aquel Eldorado que era entonces el Asia. Pero los jonios son el elemento
preponderante en las colonias; los semitas vecinos conocen a los griegos del Asia con el nombre común de
jonios o Jauan: así se les nombra en la
Biblia. En cambio, el nombre de Asia, que recibimos de los griegos, parece
provenir de un lugar cercano a Éfeso, que se llamaba “el prado de Asia”. El
nombre de este insignificante llano, cerca de la gran ciudad jónica, se fue
haciendo general y ha llegado a servir para designar a todo el continente.
Los escritores
antiguos insinúan que la zona jónica de la colonización griega del Asia Menor
fue la que tardó más en ser dominada, como si allí la resistencia de los
asiáticos fuera más eficaz y la instalación de las colonias griegas más
difícil. Y, en efecto, los relieves hititas por aquel lado llegan casi hasta la
costa, demostrando que, cuando menos en la parte de la Dodecápolis jónica, los colonos griegos tenían que chocar con sus primeros ocupantes. Sin
embargo, no se habla de grandes luchas para la instalación de las colonias,
acaso porque los griegos tampoco pretendían conquistar el interior del país. Se
ha observado que todas las ciudades coloniales griegas se establecieron en
lugares a donde podía llegar la brisa del mar, esto es, a una distancia nunca
mayor de treinta kilómetros de la costa.
Es probable que
los mercaderes prepararan la opinión hablando con elogio de los lugares del
Asia más favorables para establecer nuevas ciudades. Las antiguas poblaciones
de Grecia, que estaban llenas de emigrados y tenían un exceso de temperamentos
fuertes, activos y rebeldes, producto natural de las guerras de invasión,
escucharon con gran interés a aquellos navegantes que describían las tierras
del Asia con los más vivos colores. Ya hemos visto que la leyenda insiste en
atribuir al rey Codro de Atenas la iniciativa de
algunas expediciones; es fácil que ocurriera lo mismo en otros lugares, porque
así las viejas monarquías se desembarazaban de los más atrevidos de sus
súbditos, especialmente temibles en un momento de malestar como el que
sucedió a la invasión de los dorios. Una emigración en gran escala debilita a
un país, retarda las evoluciones, si no las hace abortar por completo, como
ocurrió en España con el continuado desagüe de la colonización americana, y
produce una soporífera paz.
Aunque las
monarquías, y más tarde las aristocracias que gobernaban a Grecia en los siglos
IX y VIII, procuraban proteger el éxodo, la expedición no partía sin tener un
oráculo favorable, ya del antiguo culto aqueo, que era el del Zeus de Dodona, ya del nuevo culto dorio, que era el del Apolo de
Delfos. Obtenido un augurio más o menos ambiguo de buen éxito, la expedición
partía en masa, dirigida por un jefe, que disfrutaba de autoridad hasta que
la colonia quedaba organizada. Pero hay varios factores capitales de la
colonización griega: primeramente era la emigración de un grupo de una ciudad,
que partía de ella como un enjambre. La colonia continuaba reconociendo a la
ciudad madre como la metrópoli y, aunque su organización política fuese a veces
muy diferente, se mantenía el antiguo culto de los dioses patrios, que eran
también los patronos de la colonia.
Repetimos, sin
embargo, que la colonia era una ciudad independiente, una polis que no
reconocía a la metrópoli ningún derecho ni autoridad sobre ella; la polis colonial estaba unida a la metrópoli por vínculos puramente morales de
afección y simpatía. Con todo, estos vínculos o sentimientos hicieron que
Corinto defendiera a Siracusa contra los atenienses y en las colonias se
decidió la suerte de varias guerras en las que estaban envueltos los griegos de
la propia Grecia. Además, las colonias griegas se distinguen de otras aventuras
coloniales, anteriores y posteriores, en que no establecen el principio de
casta, aislando a los nuevos ocupantes de los pobladores indígenas que tenían a
su alrededor. Se aceptaba el contacto y aun el matrimonio con los bárbaros;
algunos grandes hombres griegos, como Tales, Tucídides, Temístocles y Cimón,
tenían algo de sangre extranjera en sus venas.
El clima de las
colonias era también análogo al de Grecia. Muchas de las colonias, cuando
habían conseguido pacifica explotación del país, enviaban expediciones a
poblar otros lugares. Así se formaban colonias de colonias. Un ejemplo
interesante de ello son las colonias foceas del
Mediterráneo occidental. Focea era una colonia
jónica en el Asia Menor y de allí partió una expedición a fundar Marsella; y
una hijuela de Marsella, y por consiguiente nieta de Focea,
fue Ampurias, en la península ibérica.
Este
movimiento de expansión griega no se limitó a la costa del Asia Menor, sino que
por el Norte colonizó la costa de Macedonia y penetró en el mar Negro, fundando
colonias hasta en el Cáucaso y Crimea. Por el Oeste se extendió hasta Nápoles (Neapolis o ciudad nueva), y toda Sicilia fue más o menos ocupada por los
griegos. En el sitio donde desembarcaron los primeros colonos en Sicilia se levantó un altar a Apolo, porque la leyenda
decía que Apolo había llevado los navíos a aquel paraje a pesar de los vientos
contrarios. Mucho más tarde, cuando una embajada llegaba de Grecia para sus
hermanos de Sicilia ofrecía sacrificios en este altar de Apolo, que recordaba
los primeros días coloniales. Muchas de las colonias de Sicilia fueron fundadas
por los naturales de Calcis, una ciudad de la isla de Eubea, al este de la
propia Grecia. Parece como si Calcis no tuviera otra misión que fundar
colonias; algunas de ellas se desparramaron por las costas del mar Negro y de
aquí el nombre de Calcedonia que lleva todavía la costa asiática delante de
Constantinopla. Recordemos, además, que de Calcis partieron los griegos para la
guerra de Troya; en el puerto de Calcis, lugar de cita de los aqueos, Agamenón
y sus aliados tuvieron que permanecer varios años, en espera de vientos
favorables. Esto parece indicar que había tradiciones prehelénicas en el arte
de la navegación que duraron hasta después de la invasión dórica; los
marineros de Calcis conocerían las leyes de los vientos y las corrientes de los
estrechos del Mediterráneo, transmitidas acaso por secretas instrucciones de
pilotos desde los tiempos de Minos de Creta.
Porque hasta
hace poco creíamos que los griegos habían aprendido de los fenicios el arte de
navegar; parecen seguirles en sus travesías y heredar algunos de sus mercados
en el Oeste, como Marsella y las colonias de España. Ahora creemos que en el
arte de la navegación los
hombres de la Grecia clásica se aprovecharon también de la tradición
prehelénica. También Minos arribó, según la leyenda, a Sicilia. Pero el arte de
la navegación, dificilísima en el Mediterráneo, no se difundió hasta el
período de las grandes emigraciones griegas. Entonces se empezó a conocer
cuáles eran los cabos difíciles y a qué hora soplaba el viento favorable para
doblarlos; cuáles eran los estrechos peligrosos, cuyas corrientes impedían el
paso al bajel que trataba de cruzarlos. El complicado sistema de observaciones
para la navegación costara de los barcos de vela en el Mediterráneo, llamado Instrucciones
náuticas y que ha servido hasta hoy, acaso empezaría a ordenarse en aquel
tiempo. Al menos, algunos refranes demuestran gran antigüedad, como el que cita
Estrabón: “Cuando dobles el cabo Maleo, olvídate de tu casa”, indicando lo
difícil que era el viaje de regreso. El mar Negro, o Ponto Euxino,
que quiere decir “mar propicio”, había tenido otro nombre más antiguo, que
significaba “mar peligroso”, en los días en que los navíos no podían
atreverse a surcar aquel mar sin islas del norte del Bósforo. Claro está que
en algunas de las instrucciones náuticas hay ya resumidos experimentos de los
pilotos mediterráneos de los tiempos prehistóricos, pero sólo con las grandes
navegaciones, que estimuló la emigración griega, se empezaron a condensar en
forma de ciencia los resultados de las generaciones anteriores. Los buques se
construían de maderas de pino, ciprés o cedro, que abundaban entonces en los
bosques de Grecia. Por lo común se ponía una figura o cabeza en la proa y se
pintaba el buque con vivos colores. Además de la vela cuadrada, de grandes
dimensiones, se empleaban los remos para ayudarse en los días de calma. En
lugar del timón, la maniobra del buque se hacía con dos grandes remos. A cada
buque se le imponía un nombre. Los piratas pintaban sus buques y velas del
color del mar, para escapar en caso de persecución.
La literatura
homérica refleja algo de esta afición por los viajes marítimos. La Odisea y otros poemas épicos perdidos agradaban principalmente por sus descripciones
de tierras exóticas y países fantásticos. La geografía fue precisando la forma
de las costas, pero se tenía todavía una idea muy rara hasta de los países de
Europa más próximos a Grecia. La leyenda de los argonautas, por ejemplo,
supone que el buque Argos, en que regresaban los héroes de la conquista
del vellocino de oro, salió del mar Negro remontando el curso del Danubio, para
desembocar en el océano y llegar así los argonautas a Grecia por el estrecho
de Gibraltar.
El dominio del
arte de la navegación hizo fácil el exportar sin la molesta intervención de los
comerciantes fenicios, quienes habían ejercido una especie de monopolio del mar
durante los siglos de la invasión dórica. Además, el traficante fenicio, que
sólo negociaba en pacotilla o con artículos de metales caros, fue vencido por
el griego, que poseía un arte propio, con objetos más ligeros, más agradables y
hasta más baratos. La cerámica griega, por ejemplo, no tenía otro valor que el
que le daba el arte; pero ¡cuánto más agradable era un vaso de tierra con
figuras pintadas que las porcelanas egipcias! Cada ciudad y cada colonia
empezaron a especializarse trabajando a base de los productos de que disponía.
Por ejemplo, el cáñamo se obtenía de las
colonias del sur de Rusia; la lana, de las ciudades de Anatolia, principiándose
a practicar sistemáticamente lo que hoy conocemos como explotación de las
riquezas naturales esparcidas por el mundo, que era entonces casi virgen. ¿Pero
qué es lo que importaron a Grecia los dorios desde su país de origen? Debemos a
los griegos la forma del templo o nave con tejado a dos pendientes. Es la
estructura clásica que todavía usamos para monumentos civiles de toda clase.
Este tipo de edificio parece que es derivado de la cabaña del centro de
Europa. Sin embargo, fue transformado por los dorios al llegar a la Grecia
prehelénica, donde vieron que el tipo nórdico a que estaban acostumbrados servía como sala
del consejo en el llamado megarón del palacio de los aqueos.
Sin embargo, la
más importante consecuencia de la emigración griega fue política y provino de
la fundación de nuevas ciudades, con un nuevo espíritu y un nuevo sistema de
gobierno. La influencia de este hecho trascendió a la metrópoli respectiva.
Ocurrió que los monarcas, que habían tratado de evitar una revolución
estimulando las emigraciones, sufrieron las consecuencias de su excesiva
astucia. He aquí cómo se ha explicado el descrédito y la caída de las monarquías
en las históricas ciudades griegas a mediados del siglo VIII a. C. Las
colonias, que no tenían tradiciones monárquicas, eran gobernadas por los consejos
de ciudadanos. Los jefes que dirigían la marcha y establecimiento de un grupo
de ciudadanos de la metrópoli para fundar una colonia eran considerados como
héroes y fundadores de la ciudad nueva, pero no recibían el título de rey. Sus
descendientes se contentaron más tarde con honores, y en algunos casos fueron investidos
de un sacerdocio hereditario. Por ejemplo, cuando los foceos se disponían a partir para fundar Marsella, un oráculo les aconsejó que
pidieran a la diosa de Éfeso un jefe para la expedición. Al llegar a Éfeso así
lo hicieron, y Artemisa se apareció en sueños a una de las más honorables matronas
de la ciudad, de nombre Aristarca, ordenándole que acompañara a los foceos y llevase consigo un plano del nuevo templo y
algunas estatuas. Habiendo hecho lo que aconsejaba la diosa, después de establecida
la colonia, los foceos construyeron su templo,
parecido al de Éfeso, y nombraron a Aristarca sacerdotisa del santuario. He
aquí cómo una mujer viene a ser jefa de una expedición, pero otros serían
aventureros inquietos y ambiciosos, como los que colonizaron América en el
siglo XVI. Una tradición recogida por Antíoco cuenta que Miscelus,
el fundador de Crotona, en el sur de Italia, no satisfecho con este lugar que le había señalado el oráculo,
volvió a Delfos para pedir permiso de cambiarlo por el de Síbaris,
inmediato a Crotona. El oráculo le reprendió, diciendo: “¡Oh jorobado Miscelus, que buscando lo mejor sólo persigues tu ruina!
Acepta sin murmurar lo que te han ofrecido”. Por lo que, sin más tardanza, Miscelus regresó a Italia y fundó Crotona, ayudado por Arquías, el futuro fundador de Siracusa, que casualmente
había tocado en Crotona en su viaje con el grupo de emigrantes que iban a
establecerse en Siracusa.
¿No es verdad
que este Arquías, que va buscando por mares y tierras
un sitio bueno para “poblar”, se parece a Alvarado y Cabeza de Vaca? El clima
sano de una colonia era considerado, como en América, una circunstancia de
gran estima; hiperbólicamente se decía en Grecia: “Más sano que Crotona”.
Cirene, en África, una colonia de los dorios, era famosa por su suelo fértil,
“favorable para la cría de caballos”. A veces los colonos tenían que habérselas
con los primitivos habitantes del país, unos de temperamento apacible e
industrioso, mientras otros eran salvajes, como los indios de Tierra Firme, en
América. Escribe Heródoto: “Al llegar a Cinyps se
establecieron cerca del río, el lugar más hermoso de la Libia (que es lo mismo
que decir África). Pero al cabo de tres años tuvieron que marchar de allí, por
causa de los libios, y regresar a la patria, en el Peloponeso”. Los primitivos
habitantes de Sicilia parece que en un principio tenían atemorizados a los
colonizadores griegos, pero dice Estrabón que un tal Teocles,
natural de Atenas, que naufragó en aquellas costas, pudo observar a los
sicilianos y darse cuenta de sus costumbres. De regreso en Atenas, trató de
convencer a sus conciudadanos de la posibilidad de establecer una colonia en
Sicilia, y no habiéndolo conseguido, reunió por su cuenta, en Eubea, una banda
de dorios y jonios, y con ellos fundó Mesina y Megara-Hiblea, en Sicilia...
El hecho de no
haberse establecido nuevas dinastías en las colonias, por fuerza tenía que
impresionar a las gentes de las viejas ciudades griegas, que no creían posible
subsistir sin una testa coronada como jefe del estado.
Desde las
ciudades jónicas del Asia se pasaba generalmente a Grecia en dos o tres días.
Pronto en las metrópolis se empezó a advertir que también en ellas la monarquía era un anacronismo. Acaso de esta
época es la conocida fábula, que corre como una de las de Esopo, en que las
ranas acuden a Zeus pidiéndole un rey. El padre de los dioses accede a sus
súplicas, dándoles una viga, que flota en el estanque. Las ranas se quejan de
que su rey no hace ni dice nada, y entonces Zeus las complace proporcionándoles
una grulla, que devora las ranas una a una. La falta de respeto que revela esta
vieja fábula para los retoños de los antiguos reyes, héroes e hijos de dioses,
indica que su misión estaba terminada. Homero todavía llama a los reyes
“nacidos de Zeus”, pero al principiar el siglo VII las monarquías de “derecho
divino” han desaparecido en la mitad de las ciudades griegas, y en la otra
mitad los reyes son simples magistrados que, poco a poco, han ido resignando
sus poderes en otras manos.
Corrientemente
las antiguas familias reales conservaban el derecho hereditario de practicar
sacrificios en días sacrosantos. Muchos preferirían la categoría de pontífice a
la de monarca con todas sus responsabilidades. La destitución de los reyes en
las metrópolis griegas debió de verificarse paulatinamente, porque no hay
recuerdo de revoluciones violentas para destronar monarquías, como, en cambio,
tas hay para deshacerse más tarde de los tiranos o caciques usurpadores. Los
reyes continuaron presidiendo ceremonias y procesiones en muchas ciudades
hasta la época romana. En la ciudad de Eleusis, los descendientes de las
antiguas familias que habían reinado en las épocas prehistóricas eran los
únicos que ostentaban el derecho a representar a las personas divinas en los
famosos misterios.
Así, pues, la
ciudad, o la polis, que es la mayor contribución de la raza griega a la
cultura moderna, no llega a desarrollarse en su plenitud hasta que, como una
consecuencia de la invasión dórica, los griegos tienden a emigrar y fundan
ciudades completamente nuevas en sitios donde no existía ninguna tradición de
forma de gobierno. Repetimos que esto es el resultado del carácter especial de
la emigración griega, que se verificaba por enjambres y no por individuos aislados, como hemos
explicado.
En el paraje
desierto, escogido para la colonia, la ciudad surgía rápidamente, completa,
con todos sus servicios. En los primeros días —acaso durante años— todo el
mundo era necesario. El ciudadano más estimado era el más hábil, no el más rico
ni el más noble.
Esta es, por lo
menos, una de las explicaciones de la sustitución de las monarquías en Grecia
por otra forma de gobierno. Pero el lector se equivocaría si pensara que la realeza
fue sustituida inmediatamente, así en las colonias como en las metrópolis, por
un consejo municipal electivo como el que rige hoy nuestras ciudades. El
comercio, que fue una consecuencia natural de la emigración, enriqueció a
nuevas familias y en cada ciudad se estableció más bien una república
aristocrática que una verdadera democracia. Ya veremos más adelante cómo del
seno de estas aristocracias surgió el plutócrata millonario, que fue el tirano.
Los griegos, con todo, distinguieron entre el rey, o basileus, por derecho de sangre, “nacido de Zeus”, y el tyrannos, usurpador de los derechos de los magistrados.
La poesía
homérica fue continuada por “homéridas” con algunas manifestaciones de
modernismo. Un poeta llamado Hesíodo compuso varias obras de estilo todavía épico,
en las que explica los trabajos del campo y de las artes. Además intentó una
cosmología que describía los orígenes del mundo y de los dioses. Sus relatos,
de inmensa utilidad para comprender los orígenes del pensamiento griego, no
aportan novedad de estilo; son todavía arcaicos.
Pero en el siglo
VII aparecen los “modernos”, con un género nuevo de versificación, con
estrofas en lugar de las largas tiradas en verso a la manera de Homero. Uno de
estos poetas del tiempo de la emigración es el famoso Arquíloco. Era de Paros
y allí vivió la mitad de su vida, hasta que a fines del siglo fue a acompañar a
los que iban a la colonización de Tassos, isla más
fértil que Paros, que era un estéril bloque de mármol sin vegetación. En los
años que residió en Paros, Arquíloco empezó a versificar en sátiras violentas
para vengarse de haber sido rechazado por el que tenía que ser su suegro, que
le negaba su hija después de haber consentido al casamiento. Arquíloco prodiga
al “viejo” toda clase de insultos ensartando viejas historias de animales
dañinos. ¡Qué extraño empleo de la poesía! Y, sin embargo, ¡cuánta
imaginación!
Después, en Tassos, mezclado con los colonos que combatían para
apoderarse de la isla, Arquíloco derrama su hiel, en frases grotescas y
obscenas, sobre sus compañeros militares. ¡Qué lejos estamos de Homero! Hemos
calificado de europeas las virtudes de los héroes de la Ilíada; los
versos de Arquiloco son de hoy.
Contemporánea de
Arquíloco fue la poetisa Safo, que también nos maravilla por sus sentimientos
tan modernos. Tenía una especie de pensionado o escuela para educar a
muchachas jóvenes en el canto y las maneras refinadas. El asunto es
interesante: es la educación que llamamos el arte de vivir, que se daba en la
Rusia del zar y en las finishing schools de América. Lo que se aprende en ella es
relativamente poco, pero con el estudio de la poesía y la música se forma y
templa el alma. Safo explica su intención de elevar el espíritu de las
educandas en versos de tal belleza, que fascinan aún en nuestra época. Sentía
un verdadero amor por sus discípulas; se separa de ellas al casarse como lo
hiciera una amiga enamorada, más que si fuera madre o hermana ¿No es esto, por
ventura, sentimiento moderno, actual?
Todavía no
sabemos exactamente cuál era la organización política de Grecia antes de la
invasión dórica, pero los poemas homéricos nos hacen suponer que, a pesar de
hallarse dividida en pequeños estados, constituidos en monarquías
independientes, se tendía a la unificación con lo que se ha llamado
“hegemonía”. La invasión dórica vino a interrumpir la consolidación que probablemente
se estaba operando y Grecia quedó para siempre dividida, no recobrando la
unidad sino cuando perdió la independencia, conquistada por Filipo y Alejandro
de Macedonia. De modo que, en realidad, Grecia como nación no ha existido
hasta los tiempos modernos. Acaso ocurra algo parecido en las otras dos
penínsulas mediterráneas, porque Roma apenas fue Italia ni Castilla ha
llegado a ser España.
Aunque dorios,
jonios, eolios y también fenicios (al menos en las colonias del Asia), como en
un hervidero intelectual, tenían que producir en Grecia maravillas del arte y
del pensamiento y una pléyade de grandes hombres que nos asombra todavía, lo
cierto es que su vida política fue una dolorosa tragedia. Dividida Grecia en
pequeños estados, celosos todos del que parecía querer engrandecerse en
perjuicio de los demás, se coligaron unos contra otros destruyéndose, hasta
hacer preferible el despotismo del macedonio o del romano a las sospechas y la
inseguridad de su precaria independencia. El miedo que causaba a Esparta la
prosperidad de Atenas la llevaba hasta aceptar una alianza con Persia, el
enemigo natural de los griegos. ¡Qué sombra proyecta todo esto sobre la
gloriosa aureola con que estamos acostumbrados a mirar a Grecia, patria de la
libertad según los poetas!
No obstante,
estos estados, que a veces se reducían a una ciudad con sus suburbios,
plantearon el problema del gobierno municipal, con una anticipación de las
ideas modernas que casi parece un milagro. Por de pronto, en las colonias,
donde no había costumbres establecidas, debió de ser necesario desde los
primeros días aplicar una legislación. Y, en efecto, el primer código civil
europeo que conocemos se promulgó en Locri. El
legislador se llamaba Zaleuco y la leyenda supone que
era un esclavo pastor, quien, en época de gran confusión en la colonia, tuvo
un sueño durante el cual Atenea le dictó sus leyes; éstas son severísimas, con
tal rigor para el lujo y las malas costumbres, que parecen probar el origen
humilde de Zaleuco. Encontramos también en este primer
código europeo la ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente. Pero hay
detalles sumamente pintorescos de sabiduría popular; por ejemplo, en el código
de Zaleuco se reconoce el derecho de apelar contra
las sentencias, sólo con la condición de que el juez y el apelante acudirán al juicio
con la cuerda arrollada al cuello, para colgar al apelante si pierde la causa o
al juez si resulta que había juzgado mal. De la misma manera, quien propusiera
una ley nueva tenía que hacerlo también con la soga al cuello, y en caso de no
ser aceptada su reforma, pagaba con la vida la molestia que había causado a los
conciudadanos con sus pretendidos proyectos de mejora.
Otro legislador
colonial es un tal Carótidas, de Catania, cuya fisonomía moral resulta
todavía más primitiva y nebulosa que la de Zaleuco.
Sin embargo, el
proceso de transformación que había provocado la invasión dórica debía
forzosamente originar la compilación, en un sistema de leyes, de las
“costumbres” de los nuevos
estados de la propia Grecia. Esparta es el más característico de todos los
estados dóricos. Mas para entender bien el régimen político de Esparta precisa
conocer un poco la historia de la conquista de su territorio por los dorios.
Al sur del
Peloponeso corre el Eurotas, casi en línea recta, hacia el mar. Al Este, el
monte Parnon deja un espacio bastante estrecho junto
a la costa, pero al Oeste la sierra del Taigeto separa el valle del Eurotas de otras comarcas espaciosas, llanas, “donde crece
la hierba y grana la espiga”, llamadas Mesenia. De modo que, una vez ocupado
el valle del Eurotas, la natural ambición de los invasores debía llevarles
forzosamente a atacar a Mesenia, y así la conquista del sur del Peloponeso por
los dorios se efectúa en dos etapas: el valle del Eurotas primero, y el llano
de Mesenia después. De todos modos, por la breve descripción que hemos hecho,
ya se comprenderá que el valle del Eurotas, donde estaba Esparta, es el verdadero
riñón del Peloponeso y que allí se dirigieron fatalmente los invasores en su
marcha de Norte a Sur. Es muy posible que los conquistadores dorios de Esparta
fuesen ya de dos tribus, o acaso de dos familias, que al llegar a Esparta se
fundieron en un solo pueblo, conservando sólo de sus antiguas divisiones el
sistema de tener un par de reyes, dos dinastías hereditarias, descendientes de
los caudillos-sacerdotes de los tiempos prehistóricos. El hecho de hallarse el
enterramiento de una de las familias reales cerca de la acrópolis, y el de la
otra en la colonia llamada Nueva Esparta, parece revelar que, en un principio,
los dos grupos dorios de Esparta habitaban en lugares separados.
Los reyes de
Esparta tenían funciones en su mayor parte honorarias, pero sus personas eran
sagradas y sólo el tocarlos constituía un crimen. Los reyes ofrecían
sacrificios al partir a la guerra, tenían un tercio del botín y gozaban de
otras ventajas en tiempos de paz y guerra; sobre todo se revelaba su carácter
divino el día de sus funerales, porque estos reyes-sacerdotes de Esparta, al
final de la época histórica, parecían reinar sólo para morir gloriosamente.
Pero es lo cierto que, en un principio, los dos reyes de Esparta tenían el
doble carácter de jefes militares y sacerdotes, de suerte que de ello parece
desprenderse que serían la suprema o única autoridad de las dos tribus
invasoras.
Al llegar a la
llanura de Esparta los dorios encontraron establecidas allí gentes de la
primitiva raza prehelénica, que sojuzgaron, dividiéndose, pues, la población
en tres clases: los reyes, los guerreros dorios y los vencidos, o sea los
antiguos habitantes prehelénicos del valle, a quienes llamaron ilotas. Estos se resistieron por algún tiempo en una fortaleza llamada Amiclea, pero no pudieron librarse de los ataques
continuados de los invasores y quedaron reducidos a su definitiva condición de
servidumbre. Los ilotas eran vasallos del estado y no podían ser vendidos ni maltratados por
sus amos. Muchas veces les fueron dejadas en posesión las tierras de sus antepasados,
pagando sólo un alquiler anual muy crecido en granos, vino y aceite. Comentando
Aristóteles la Constitución de Esparta, dice que un día al año los jóvenes
espartanos tenían el derecho de asesinar a cuantos ilotas podían encontrar
culpables, a juicio suyo, de conspiración contra el estado. Para esto se
escondían y disfrazaban, y aun sugiere Tucídides que los jóvenes de Esparta,
para aumentar el placer de este macabro ejercicio, procuraban encontrar en
falta a los más fuertes o presuntuosos de los ilotas. Sin embargo, los ilotas
podían ser elevados a la categoría de verdaderos ciudadanos en premio de
servicios prestados en la guerra, de manera que no existía una barrera de
castas infranqueable. En un principio, acaso por estar los dorios escasos de
mujeres, hubo muchos híbridos de espartanos e ilotas y se les llamaba partheniai, o hijos de muchachas; pero
pronto se desembarazaron los espartanos de estos mestizos, a los que debían de
considerar espúreos, enviándolos a fundar una colonia
en Italia, que después fue Taranto.
Además de los
dorios espartanos y de los ilotas prehelénicos, pronto hubo en Esparta otra
clase de siervos, llamados peri-oikoi, o sea
los habitantes de los distritos periféricos. Esta categoría de miembros de la
comunidad debió de existir desde muy antiguo; serían acaso aliados que se
agregaron a la masa de los conquistadores dorios y fueron recibiendo tierras a
medida que se engrandeció el territorio sujeto a Esparta. Por qué los peri-oikoi no eran tan duramente tratados como los ilotas
pudo ser consecuencia de llevar algunos de ellos sangre doria en sus venas; ya
dijimos en el capítulo anterior que Mesenia fue conquistada por una banda doria
dirigida por un jefe que era pariente del que conquistó Esparta. Es indudable,
sin embargo, que las guerras de Esparta contra Mesenia y las sublevaciones
posteriores de los mesenios crearon odios feroces y aquéllos fueron algunas
veces severamente castigados, pero su condición inspiraba cierta simpatía,
mientras que nadie tenía lástima de los ilotas.
Así se queja Tirteo de la penalidad impuesta a los mesenios: “Como
asnos duramente cargados,—la fuerza cruel les obliga a dar, del fruto de sus campos, la mitad a sus
señores...”. A Tirteo le parece mucho que los
mesenios dieran la mitad de sus cosechas, pero en el Ática los siervos tenían
que dar cinco sextos de los frutos. Los peri-oikoi se dedicaban a los oficios más necesarios, como el de fabricar armas, calzado,
vestidos, los únicos tolerados por Esparta.
Ahora bien,
rodeados de enemigos, los espartanos tuvieron que mantenerse en guardia
constantemente. Para ello su famoso legislador Licurgo compiló unas leyes que,
como dijimos, causan sorpresa al lector aun hoy. Nos excusaremos, sin embargo,
de dar aquí la biografía de Licurgo, porque ya los antiguos dudaron de la
autenticidad de las fábulas que se relataban a este respecto. Plutarco empieza
así su vida de Licurgo: “Del legislador Licurgo no podemos decir nada que no
sea incierto y discutible...”. Con todo, parece probado que un príncipe dorio
llamado Licurgo, hacia el siglo VIII antes de J. C., viajó por Creta y Egipto,
y a su regreso sistematizó las viejas costumbres que estaban en uso en Esparta.
Algo debió de cambiar, sin embargo, hasta en la organización del estado; la
disminución del poder real de los dos
monarcas puede que se iniciara en tiempo de Licurgo. Los reyes no fueron suprimidos,
pero unos nuevos magistrados, llamados éforos, empiezan a aparecer a
fines del siglo IX a. C., y sus nombres nos son conocidos a partir del año
755. Estos eran cinco, en un principio nombrados por los reyes, que de grado o
por fuerza delegaron en los éforos gran parte de su autoridad; más
tarde, los éforos fueron nombrados por el consejo de los ancianos, y los
reyes tenían que jurar cada mes ante ellos que gobernarían según las leyes del
estado. Más aún, los éforos cada nueve años observaban los astros en una
noche sin luna, y si veían una estrella errante era señal de que los reyes de
Esparta eran culpables de sacrilegio. Entonces los suspendían del cargo hasta
que llegaba un oráculo favorable a los monarcas.
Pero las grandes
reformas que van asociadas al nombre de Licurgo tenían mucho mayor
trascendencia que la de traspasar el poder de unos magistrados, llamados reyes,
a otros llamados éforos. Copiamos de Plutarco: “Una segunda y mucho más
arriesgada iniciativa de Licurgo fue una nueva distribución de tierras.
Porque encontró una enorme desigualdad en el país, con una multitud de pobres
que no tenían tierras, mientras la riqueza estaba concentrada en unos cuantos.
Determinado, pues, a extirpar los males de la insolencia, la envidia, la
avaricia y el lujo, y los otros desórdenes, todavía más perniciosos al estado,
que se llaman pobreza y riqueza, persuadió a sus conciudadanos de la necesidad
de cancelar los anteriores repartimientos de tierras para hacer otros nuevos,
de manera que todos pudiesen ser iguales en sus posesiones y manera de vivir...
Su propuesta fue aceptada y Licurgo hizo nueve mil lotes del territorio de
Esparta, que distribuyó entre otros tantos ciudadanos, y treinta mil lotes
(que debían ser para los peri-oikoi) de lo
restante del país...”. “Cada lote debía ser suficiente para producir setenta
fanegas de grano para cada hombre y doce para cada mujer, además de vino y
aceite en proporción... Cuentan que un día, volviendo Licurgo de un viaje, hubo
de pasar a través de los campos recién segados, y viendo las gavillas, iguales
en cada campo, exclamó sonriendo: —¡ Cómo se parece Esparta a una hacienda
dividida entre hermanos equitativamente!”
Tras explicar
otras providencias de Licurgo para abolir el lujo y las riquezas, continúa
Plutarco: “Una tercera institución para exterminar la afición de los bienes materiales
fue la de las mesas públicas, donde los espartanos comían en común los mismos guisos,
prescritos por la ley... Había quince personas en cada mesa. Cada uno estaba
obligado a llevar cada mes una fanega de grano, cinco libras de queso, dos
libras y media de higos y un poco de dinero para comprar carne y pescado... Lo
que más gustaba a los espartanos era su sopa negra, de manera que los mayores
se sentaban a un lado de la mesa para comer esta sopa y dejar la carne para los
jóvenes. Se cuenta que un rey del Ponto, habiendo oído hablar con tanto elogio
de esta sopa negra, se procuró un cocinero de Esparta, y como la sopa no le
gustase, al ver el cocinero su decepción, le dijo estas palabras: “Señor, para
gustar de esta sopa es necesario bañarse primero en agua del Eurotas”. También
se cuenta que Epaminondas decía, al mirar su mesa en
Esparta: “La traición nunca se esconderá debajo de una mesa como ésta”. Una
vez que el espartano Leotíquidas cenaba en Corinto,
en una sala decorada con vigas escuadradas y talladas, preguntó maliciosamente
si los árboles crecían cuadrados en Corinto y no redondos como en Esparta”.
Los espartanos
pasaban la mayor parte del día en ejercicios militares mientras los ilotas y
los peri-oikoi trabajaban para ellos, pues
aunque eran frugales y la sopa negra no requería sustancias costosas, la vida
de los espartanos no hubiera sido posible sin los ilotas y los peri-oikoi, que les libraban del trabajo de los campos. Los
espartanos fueron siempre una minoría en el estado; ya en tiempo de Licurgo se
mencionan sólo nueve mil ciudadanos. Al final de las guerras médicas eran ya
sólo ocho mil; en 371 a. de J. C. difícilmente llegaban a mil quinientos.
Aristóteles cree que el número de espartanos, en su tiempo, no pasaría de mil,
y sabemos que en 244 a. de J. C. eran setecientos. Sin embargo, preguntado uno
de ellos cuántos eran, contestó: “¡Los suficientes para alejar de Esparta a la
mala gente!”.
Acaso esta
reducción de su número fue debida no sólo a los esfuerzos militares a que
estaban consagrados, sino también a la manera de asegurarse la sucesión, que ya
llamó la atención de Aristóteles y de los que estudiaron las costumbres de los
espartanos. Copiaremos algunos párrafos de Plutarco sobre este punto: “En los
matrimonios, el esposo arrebataba la esposa con violencia y nunca se escogía
a una mujer que no hubiese llegado a la madurez... Por mucho tiempo vivían los
esposos sin hablarse ni tratarse más que de noche, viviendo el marido en su
acostumbrado local con los demás jóvenes... Esta clase de trato no sólo producía
temperancia y castidad, sino que también mantenía sus cuerpos sanos y fecundos
y el amor no decaía, porque los esposos no estaban fatigados, como aquellos
que permanecen constantemente con sus mujeres...”.
“Por otra parte
-continúa Plutarco—, si un hombre de buen porte sentía pasión por una mujer
casada, ya por su modestia, ya por la belleza de sus hijos, el marido le admitía
en su compañía, para que, plantando en un campo hermoso, pudiese él también
producir bellos frutos. Porque Licurgo no consideraba a los hijos como
propiedad de sus padres, sino propiedad del estado, y no permitía, pues, que
fuesen engendrados por personas ordinarias, sino por los mejores ciudadanos.
Más aún, Licurgo hacía observar la vanidad y el absurdo de otras naciones,
donde el pueblo hace esfuerzos para obtener las mejores crías de caballos o de
perros, que se pueden comprar con dinero, y, en cambio, encierran a las mujeres
para que no puedan tener hijos más que del marido, aunque éste sea impotente,
decrépito o enfermo...” Como consecuencia natural de esto, añade Plutarco que,
preguntando un extranjero cuál era el castigo para los adúlteros en Esparta,
se le respondió que no había adúlteros, e insistiendo en cuál sería el castigo
en caso de haberlos, se le dijo que debería procurarse un buey que bebiese agua
del Eurotas desde la cima del monte Taigeto, y
replicando todavía el extranjero que no sería posible encontrar semejante buey,
se le contestó que más difícil era encontrar un adúltero en Esparta.
Pero lo que más
llamo la atención de Platón fue la manera de educar a los hijos de los
espartanos. Estos, si después de reconocidos por los ancianos al venir al mundo
no parecían inertes y bien proporcionados, eran arrojados a una caverna del
monte Taigeto, llamada Apoteta;
en cambio, si se les conceptuaba dignos de la vida, se les asignaba uno de los
nueve mil lotes de tierra. De pequeños no los envolvían con pañales, para que
pudieran crecer libremente, y las nodrizas de Esparta eran preferidas hasta en
Atenas. A los siete años los muchachos se alistaban en compañías y desde
entonces tenían en común los juegos y los ejercicios físicos. El que demostraba
más valor y capacidad era nombrado capitán de la compañía. Los viejos
presenciaban a veces las diversiones de los jóvenes y les sugerían motivos de
lucha para observar el espíritu de cada uno en el combate. El resto de su
educación era apropiado para hacerlos fuertes y buenos guerreros. La música y
los cantos en honor de los héroes antiguos eran empleados “con concisa dignidad
de expresión,” dice Plutarco.
La educación de
las muchachas era análoga a la de los jóvenes. En danzas públicas y otros
ejercicios, las doncellas incitaban a los jóvenes al matrimonio y, como dice
Platón, “el amor seguía a los juegos, como la conclusión a las premisas de un
discurso”. La mujer tenía gran ascendiente sobre el marido. “Vosotras sois las
únicas mujeres que gobernáis a los hombres”, les decían. A lo que ellas
contestaban: “Somos también las únicas que criamos verdaderos hombres”.
Descontando su
legislación y disciplina comunal, Esparta no nos ha dejado nada verdaderamente
espiritual: no hay poetas ni filósofos originarios de Esparta. No hay muchos
restos de un arte espartano; no hay restos de un estilo que sirviera para
elevar sus edificios públicos, que debían de tener un aspecto peculiar, pues
servían para comedores públicos, dormitorios de los guerreros y gineceos para
las mujeres. Por la austeridad de sus disposiciones, se diferenciarían de
cuanto había en otras ciudades.
En Esparta no
había templos y sólo se recuerda un lugar santo donde se veneraba una estatua
gigantesca de Apolo, el dios nórdico patronímico de los dorios. Estaba
emplazada en un sitio donde debía de haber existido un palacio prehelénico,
acaso en las ruinas del castillo que fue morada de Menelao y Helena. Pausanias,
que todavía llegó a ver el “trono” de Apolo, lo describe así: “Había en el
lugar de Amiclea, junto a Esparta, el trono de
Apolo. Cuando los dorios conquistaron el valle, respetaron el lugar sagrado
donde se suponía que estaba el sepulcro de un héroe llamado Jacinto. Encima
del santuario, probablemente subterráneo, de Jacinto levantaron una gran
estatua con dos o tres
colores, como la cerámica de otras ciudades dóricas.
Las leyes que
Licurgo impuso a Esparta nunca quiso escribirlas en forma de código, porque
decía que su mejor archivo era el corazón de los ciudadanos. Parecen una Utopía, como la de Tomás Moro; el sueño de una Ciudad del Sol, como la de Campanella,
y si no fuera porque los párrafos que hemos transcrito de Plutarco resultan comprobados
por los comentarios de los escritores más verídicos de la antigüedad, creeríamos
que estamos leyendo un folleto de propaganda, sin realidad ninguna. Esparta, no
obstante su Constitución fantástica, perduró varios siglos; tuvo una vida tan
larga y tan sana como la de cualquier otro estado griego. Militarmente fue
siempre solicitada o se impuso ella misma, para tomar la dirección de las
ligas o alianzas de que formaba parte. Moralmente, sería lo más simple y lo
más noble de toda Grecia cuando un filósofo como Platón declara que Esparta era
lo que se acercaba más a su ideal.
Esparta nos
ofrece, además, el ejemplo del paso de una forma de gobierno puramente
monárquica a una aristocracia privilegiada que por medio de asambleas y magistrados
dirigía los negocios del estado. Este fenómeno de la supresión de la monarquía,
o por lo menos la reducción de sus derechos a los servicios religiosos del
culto ancestral, se verificó con mayor o menor violencia en todos los estados
griegos, pero en ninguno tiene tanto interés como en Atenas, por el papel tan
importante que después hubo de desempeñar en la evolución del pensamiento y el
arte griegos. Todo lo que se refiere a Atenas apasiona más que ninguna otra
ciudad del mundo antiguo; Atenas y Jerusalén son dos de los lugares de la
tierra que la humanidad mira con más respeto. Con todo, los orígenes de Atenas
están de tal modo escondidos entre las leyendas mitológicas, que sólo como aproximación
a la verdad cabe valorar nuestras reconstrucciones.
Pero he aquí cómo nos imaginamos hoy los orígenes del
estado que, comprendiendo la pequeña península del Ática, tuvo después a
Atenas por capital. El Ática es un país montañoso, escaso en aguas, aunque de
clima templado por su forma peninsular, abundante en puertos y bahías. Abierto a los navegantes,
su población tenía que ser heterogénea; además de los restos prehelénicos que
se encuentran en el Ática, existe la posibilidad de que allí se establecieran
núcleos de fenicios. En la época prehistórica, el Ática debía de estar
dividida en pequeñas comunidades, completamente independientes. Poco a poco,
éstas se agruparon, resumiéndose en doce grupos de aldeas por obra de un
primer héroe organizador llamado Cécrope. Un segundo
héroe extranjero, Teseo, agrupó estos doce barrios en un solo estado, que tuvo
por centro la ciudad de Atenas. La fiesta anual de las Panatenéas tenía por objeto mantener propicias las divinidades de “todas las Atenas” (Pan-Athenaia); era como una especie de culto expiatorio a
los antiguos cultos locales, que perdieron su importancia al centralizarse las
barriadas en una sola ciudad.
Las familias de
los reyes-sacerdotes, jefes de las tribus, pasaron a vivir a Atenas, formando
una especie de aristocracia de la flamante ciudad, donde eran llamados eupátridas. Se prefirió Atenas por su situación deliciosa, con su colina, tan propia para
la acrópolis o fortaleza, con el monte Licabeto a
corta distancia y las sierras del Pentélico y el Himeto al fondo, cerrando el valle, por el que corren dos arroyos, el Cefiso y el Iliso, preciosos en
un país tan falto de agua. La Constitución del estado en un principio fue monárquica, con un nuevo rey,
cabeza de todos los eupátridas; pero éstos empezaron a mermar su autoridad,
reservándole al fin sólo ciertas funciones sacerdotales. Primero impusieron al
rey unos polemarcas, o generales, para dirigir las operaciones militares;
después crearon los cargos de arcontes o magistrados. Los arcontes eran
elegidos entre los
eupátridas por el consejo de sus ancianos, llamado areopago, compuesto de cincuenta miembros, y al cesar los arcontes en sus cargos pasaban
a formar parte del areópago, de manera que, en realidad, el areópago se
reclutaba sólo entre los eupátridas.
Por lo dicho, se
ve que la aristocracia de Atenas, o sean los eupátridas, estaba formada por
gentes de análoga condición, que se resolvieron a vivir en común por imposición
de un huésped extranjero. Los eupátridas conservaron en verdad un gran prestigio,
y aun derechos reales y sacerdotales sobre las antiguas aldeas de donde procedían,
y con el tiempo sus intereses se fueron haciendo cada vez más positivos,
reclamando no solo honores, sino la propiedad de las tierras que seguían
cultivando sus convecinos desde época muy antigua. Así Atenas, o mejor dicho,
el Ática, se encontró dividida en dos clases desiguales: los eupátridas, que
tenían el poder, y los siervos, que debían pagar por el aprovechamiento de los
campos los cinco sextos del producto de su trabajo. Actualmente estos cinco sextos
parecen un tributo excesivo, pero ya resultaban exorbitantes en tiempos
antiguos, cuando los eupátridas vivían en la ciudad y las necesidades del
labriego habían también aumentado. Más aún, los eupátridas, haciéndolo derivar
acaso de viejas tradiciones prehistóricas, tenían el derecho o costumbre de
admitir la prestación personal para resarcirse de lo que se les debía por sus
tierras; era lo que se llamaba la hipoteca corporal, cuya obligación recaía
sobre el hijo, en caso de insolvencia, a la muerte de su padre. De manera que,
por razón de sus deudas, la mayoría de los habitantes del Ática tenían
hipotecados a los eupátridas no sólo sus bienes muebles, sino sus propios
cuerpos y los de las personas que de ellos dependían. Tal estado de cosas tenia
que producir hondo descontento entre los labradores y hacerles desear una
revolución. Un aventurero llamado Cylón, hermano del
señor de Megara, pretendió sin éxito hacerse dueño de Atenas aprovechándose de
la desgracia de los oprimidos.
La mejora de la
plebe no podría conseguirse hasta que no se interesara por la suerte de los
proletarios de Atenas un patriota verdaderamente espiritual; éste fue Solón. La
personalidad de Solón no aparece vaga y discutible, como la de Licurgo, sino
que es la de un hombre de carne y hueso cuya vida está comprobada por infinidad
de comentarios y referencias de los autores clásicos. Solón nacería hacia el
620 a.C., porque fue en 594 cuando ejerció casi absoluto poder en Atenas,
asumiendo varios cargos que le daban
poderes dictatoriales. Descendiente de una de las más nobles familias de los eupátridas,
Solón pertenecía a la más rancia nobleza, aunque su padre había disipado en
obras filantrópicas la fortuna que poseía o, como dice Plutarco, “haciendo
servicios y bondades a las gentes”. Esto debió de procurar a Solón el
agradecimiento de muchos, y por su pobreza no debía inspirar sospechas ni
recelos a nadie. Parece que, en su juventud, Solón trató de rehacer su caudal
con el comercio que hoy llamaríamos de importación, traficando en el extranjero
y “llevando a Atenas las cosas excelentes que poseían algunas naciones
bárbaras y, al mismo tiempo, una gran cantidad de experiencia".
Eran aquéllos
unos tiempos en que, como dice su contemporáneo Hesíodo, “el trabajo no
constituía una vergüenza para nadie”. Vástagos de nobles familias habían
emigrado a países lejanos para fundar colonias; sabios como Tales e Hipócrates
habían ejercido de comerciantes; así es que no hay nada de extraño en el hecho
de que Solón se decidiera a viajar para rehacer su fortuna con el peligroso comercio con los
bárbaros. En sus escritos parece que hacía alusiones humorísticas a sus
aventuras de comerciante y se comprende que, sin despreciar los provechos,
Solón no considerara los negocios como un ideal de vida ni como una ocupación
apropiada a su temperamento.
Asimismo parece
que, en un principio, hubo de considerar la poesía como un simple pasatiempo;
acaso empezó a componer para distraer la monotonía de los viajes; sus primeros
epigramas, de tono ligero, con cierta dosis de moral, no produjeron gran
entusiasmo en Atenas. Mas pronto se dio cuenta Solón del gran partido que podía
sacarse de la poesía para la propaganda de ideas morales y políticas, y acabó
empleándola con toda seriedad como un elemento importantísimo de predicación y
de gobierno.
Sin embargo, por
lo dicho ya se comprenderá que, al llegar a su madurez, Solón no sería
considerado en Atenas sino como un aficionado a la filosofía y a la poesía, improvisado
comerciante casi por necesidad. Pero un problema de vital importancia para
Atenas, que Solón resolvió favorablemente, vino a hacer de este personaje
secundario la figura principal de la ciudad. Si el lector examina el mapa
esquemático del Ática verá que, en la bahía de Eleusis, la isla de Salamina se
halla enfrente de los puertos de Falero y del Pireo, que son los dos puertos
de Atenas. Al otro lado de Salamina está Megara, que era el punto más avanzado
que consiguieron ocupar los dorios en sus ataques contra Atenas. La posesión
de la isla de Salamina por Megara o por Atenas debía dar a una de ellas libre
acceso al mar y, con ello, su prosperidad futura. Hacia largos años que Atenas
y Megara luchaban por la posesión de Salamina y, desesperando ya de vencer la
resistencia doria, los eupátridas de Atenas habían dictado una ley por la que
se condenaba a muerte al que se atreviera a mencionar siquiera el nombre de
Salamina o proponer su reconquista. Desafiando esta prohibición, el mediano
poeta que se llamaba Solón compuso una elegía titulada Salamina y se
atrevió a recitarla en el mercado desde el tablado del pregonero. El poema
empezaba así: “Soy el heraldo de la rubia Salamina, — en verso explicaré lo que
allí pasa...”.
Parece que el
efecto de la lectura de Solón fue tan grande, que quinientos exaltados se
conjuraron para ir con él a conquistar la isla. Con estos elementos es fama
que Solón reconquistó Salamina y aun facilitó la paz definitiva con sus
prudentes consejos. Parece que, para acabar el conflicto, los de Megara
propusieron un arbitraje que confiriera la propiedad de la isla a quienes pudieran
probar que eran sus primitivos pobladores. Solón valióse de un argumento arqueológico muy interesante: dijo que en Salamina se enterraba
a los muertos de cara al Oeste, como en Atenas, mientras que en Megara se
enterraban de cara al Este. Además, merced a su erudición, pudo alegar varios
oráculos de Apolo en que se mencionaba a Salamina como tierra jónica y nunca
dórica, como lo era Megara.
La habilidad, el
tacto y la energía demostrados en la cuestión de Salamina hicieron pensar que
Solón podría ser el hombre providencial que resolviera el conflicto de clases
que hacía siglos tenía perturbada a Atenas. Los escritores antiguos hacen
observar que Solón, por su nacimiento, parecía asegurar a los ricos y nobles
eupátridas que no sería muy riguroso con ellos, mientras que los pobres
esperaban también que un hombre tan justo y generoso trataría de mejorar su
deplorable condición con verdadera simpatía. Por unanimidad, pues, fue Solón
elegido arconte y tesmoteta, o
legislador, el año 594 a. C. Acaso para procurarse partidarios que
consolidaran su autoridad, hizo regresar a los atenienses emigrados; algunos
estaban en el destierro por motivos políticos, como la familia eupátrida de los
Alcmeónidas, y a éstos fue fácil indultarlos, pero otros, los más, eran
proletarios que se habían escapado de la esclavitud por deudas. Para
devolverlos a la patria era necesario, primero, pagar sus atrasos a los eupátridas
acreedores. Solón, para redimir estas deudas, según unos, reunió un capital por
suscripción voluntaria entre los eupátridas; según otros, avisó a algunos de
sus amigos de que él no intentaba confiscar las tierras, sino sólo condonar las
deudas de los acreedores, y con esta seguridad sus amigos se hicieron prestar sumas
importantes y compraron grandes haciendas. Más tarde, al cancelar las deudas
atrasadas, sus amigos se quedaron con las tierras, sin pagar el dinero que
debían, y parte de estas riquezas parece que las empleó Solón para pagar las
deudas de los labradores fugitivos o que vivían en el destierro. De modo que el
dinero para pagar a los eupátridas salió de las bolsas de los mismos
eupátridas, que eran los únicos que lo tenían. A lo que se puede añadir lo que dice Plutarco de
estas “operaciones” de Solón, que “no contentaron a nadie, porque los ricos
estaban quejosos por el dinero que se les había arrancado, y los pobres se
quejaban porque no se habían dividido las tierras, como había hecho Licurgo en
Esparta, donde todos los ciudadanos eran iguales”. Pero no deja de advertir
Plutarco que lo que pudo hacer Licurgo, que era un descendiente de Hércules,
esto es, que tenía en sus venas sangre real, no pudo hacerlo Solón, ya que, al
fin y al cabo, solamente era un simple ciudadano.
Solón se alaba
de su hazaña en unos versos conservados por Aristóteles, que dicen así: “Yo
devolví a Atenas, ciudad divina, los hombres que habían sido vendidos, unos según la ley,
otros ilegalmente; — unos, que la necesidad llevó al destierro, — otros
vagabundos, que olvidaron hasta su lengua... Esto hice yo, empleando la fuerza y la justicia”. Esta
medida preliminar de cancelar las deudas se llamaba “el remover las cargas”.
Pero además Solón promulgó una ley que prohibía hipotecar las personas y vender
los deudores como esclavos, lo cual fue el principio de la igualdad civil,
base la más firme de la verdadera democracia.
Fijó además los
derechos y deberes de las cuatro clases de ciudadanos que debían constituir el
organismo del estado, no según su nacimiento, sino según sus bienes. En primer lugar
estaban los grandes propietarios, cuya renta anual era de quinientas medidas
de trigo o quinientas medidas de vino y aceite; venían después los caballeros
eupátridas, que no tenían más que trescientas medidas del producto de sus
tierras; los terceros eran los labradores enriquecidos, que podían disponer de
doscientas medidas anuales, y los últimos eran los que no llegaban a esta
renta anual. De las tres primeras clases se elegían los magistrados, excepto
los arcontes, que debían pertenecer a las dos primeras clases; la última clase
de ciudadanos, llamados leles, no tenía más derechos que el de asistir
a los consejos y actuar como jurados.
Como se ve, las
reformas de Solón abrían las puertas del poder a las clases inferiores; además,
para contribuir a las cargas fiscales, el tanto por ciento que debían
satisfacer los ricos era más cargado que el de los pobres, de manera que se
tendía a la uniformidad. Como las reformas de Solón dividían a los ciudadanos
según la capacidad de la producción agrícola que podían alcanzar, esta ley
estimularía a los ricos y burgueses al cultivo de los campos.
Las medidas de
Solón no eran una operación quirúrgica, como la Constitución de Esparta, sino
que con sus suaves y aun diríamos artísticos procedimientos preparaba a la
encumbrada clase de los eupátridas a habituarse a la idea de la pérdida de su
omnipotencia, mientras el proletariado se educaba con el uso de sus derechos.
El gobierno se cambió también, pero con moderación. Los arcontes fueron nueve y
su presidente no era el rey, o basileus, sino uno de ellos. Los fallos de los arcontes podían apelarse ante una
asamblea, o bulé, de cuatrocientos ciudadanos.
El areópago quedó tal como estaba, pero en adelante debía actuar como un
senado, para vigilar el cumplimiento de las leyes y hacer justicia en los casos
de homicidio y ataques a la seguridad del estado. Además, Solón instituyó otro
tribunal popular, llamado Heliaia, formado de jurados elegidos por suerte entre los ciudadanos de más de treinta
años, en el que eran admitidos hasta los tetes o miembros del cuarto
estado. El comentario del mismo Solón a sus reformas, tal como lo ha recordado
Aristóteles, es muy interesante: “Otorgué a la plebe el poder necesario, —
sin quitarle honor ni darle demasiado, — y los ricos e ilustres por su nobleza
— procuré que no sufrieran en extremo...”. “Así la plebe seguía a sus jefes, —
sin tirar éstos de las riendas ni aflojarlas demasiado...”
A pesar de su
moderación, Solón comprendió que su presencia en Atenas perjudicaría la libre expresión
del sentir de sus conciudadanos y dificultaría la evolución de sus facultades
como miembros de un estado libre. Es aquella fórmula del Evangelio: para que
el grano germine, es menester que se pudra en la tierra. Solón no podía morir
ni nadie deseaba su muerte hasta el punto de asesinarle, por lo que determinó
desterrarse voluntariamente de Atenas durante diez años. Compró un barco de
carga, como los que había usado en sus aventuras de comerciante, y marchó primero
a Egipto, y después a Chipre y al Asia Menor. Cuando regresó, su decepción
sería grande al ver que la libertad que había dado al pueblo sólo había servido
para preparar la tiranía. El arconte Damsias se
había mantenido en el cargo más de lo que permitía la Constitución.
Pero Solón,
sintiéndose ya incapaz de provocar en Atenas una nueva revolución, y sin perder
su fe en el porvenir, acabó su vida tratando de encontrar consuelo en el cultivo de la
poesía. Fue en estos días de la vejez cuando empezó a componer su gran obra
sobre la Atlántida, que debía de ser una fantasía poética de la polis o
ciudad ideal. Platón trató de concluir este testamento político de Solón, del
que no quedan en nuestros días más que algunos versos. La tradición añade que
las cenizas de Solón fueron esparcidas sobre el suelo de Salamina, como si se
quisiera vincular definitivamente su conquista a Atenas, pero además sus leyes,
escritas en tablas de madera, se conservaban todavía en el siglo II de nuestra
era en el Pritaneo de Atenas, prueba del respeto que
sentían por ellas los atenienses aun después de tantas revoluciones y
tiranías... ¡Pobre Atenas! Pero con Solón empiezan las tentativas
democráticas, que algún escéptico podrá creer que han sido un fracaso.
Los tiranos griegos
A su llegada del
viaje que hiciera al extranjero, Solón se encontró con la desagradable
sorpresa de un síntoma de tiranía, y el año 561, el mismo de la muerte de
Solón, Pisístrato, su compañero de juventud, simple ciudadano de Atenas, de
noble familia, aunque no de sangre real, se impuso en el Ática como tirano.
Desde este momento debió de preocupar a los espíritus superiores de Grecia la
aparente incompatibilidad de la democracia con el industrialismo naciente. La
tiranía parecía hacerse general; todos los estados griegos, a excepción de
Esparta, iban cayendo más o menos francamente en poder de ricos mercaderes sin
escrúpulos, que compraban partidarios y entronizaban a sus hijos como señores
hereditarios para dirigir los negocios complicados de las polis democráticas.
Por esto Solón en su vejez exclamaba: “El comerciante reina soberano, y el mal
señor sobre los mejores. Esta es la lección que todo el mundo debería recordar
siempre: cómo en todas partes la riqueza consigue reino, fuerza y poderío”.
Mucho más tarde,
Platón, preocupado por el mismo problema y mostrando un pesimismo que se
parece al de Taine y Renan, dice: “Cuando un rico no consigue el poder, lo
obtiene apoyándose en la democracia. Se hace primero el protector del pueblo y
se cambia después de protector en tirano... El campeón del pueblo, encontrando
una multitud desesperada que está dispuesta a seguirle, esclaviza y mata y
amenaza con cancelar las deudas y repartir las tierras. Cuando alguien
procede de este modo, acaba necesariamente aniquilado por sus enemigos o
haciéndose un tirano y cambiado de hombre en lobo...”
Como se ve, los
escritores atenienses, conociendo los peligros de la democracia, no desesperan
de ella, y con sagacidad y conocimiento de causa tratan de prevenir la dictadura.
Aristóteles sostiene que “es muy conveniente que los políticos tengan una
regular fortuna, sin ser muy ricos”, para evitar la oligarquía y la tiranía,
pero insiste en que el gran peligro estriba en la alianza de los poderosos,
por la riqueza o por las armas, con la ruda energía de “los de abajo”. “En la
antigüedad, dice Aristóteles, recordando evidentemente los tiempos de que
vamos a hablar aquí, cuando un
individuo era a la vez demagogo y general, el resultado era la tiranía. Es un
hecho probado que la mayoría de los primitivos tiranos empezaron siendo demagogos."
Hoy vamos
admitiendo que, aun siendo innegable que algunos de los tiranos griegos eran
guerreros profesionales, que conquistaron el poder con las armas, la mayoría
lo obtuvieron por sus riquezas; eran mercaderes o navieros y habían hecho su
fortuna traficando con metales; eran más bien lo que hoy llamaríamos banqueros
que políticos y capitanes. Es lo misino que ocurrió en Italia en el siglo XV;
es cierto que los Sforza, por ejemplo, fueron condottieri y ganaron a Milán en el campo de batalla, pero los Médicis eran banqueros; los
Bentivoglio, de Bolonia, empezaron con una fábrica de tejidos de lana; los Gambacorti, de Pisa, eran mercaderes; los Gignate, de Lodi, simplemente millonarios por la usura.
Volviendo otra
vez los ojos a la Grecia del siglo VI a.C., es así como los hombres cultos
debían de juzgar lo que estaba ocurriendo: se habían suprimido las viejas
monarquías, por renuncia de los monarcas o por revolución; se habían estatuido
poderes senatoriales con derecho de legislar para las aristocracias y aun para
la plebe, a excepción de los desposeídos de bienes; se habían obtenido
derechos, asambleas y jueces... Y he aquí que esta organización, tan
trabajosamente conseguida, se veía ahora peligrar, entronizándose otra clase de
déspotas que aplicaban “el nuevo régimen" sólo cuando les convenía y como
les convenía. Mas antes de que entremos a estudiar algunos caracteres y
ejemplos de la tiranía en Grecia, debemos llamar la atención acerca de tres
puntos importantísimos. Primeramente, no existe en realidad una época que
pueda llamarse “edad de los tiranos” en Grecia. La tiranía en Argos empezó en
el siglo VIII, mientras que en la
mayoría de las ciudades griegas no se impuso hasta el VII. En Atenas duró desde
el 555 hasta el 510 a. C., y aún más modernas fueron las dinastías de los
famosos tiranos de las colonias de Sicilia. No hay, pues, un período de la
historia griega que pueda llamarse en realidad época de la tiranía, pero se
suele señalar con este nombre todo un siglo, el que va desde el año 650 al 550
a. C.
El segundo punto
interesante es que la tiranía parece ser una importación del Asia. Su mismo
nombre no es griego; la palabra griega para rey era basileus, mientras que tyrannos es posible que derivara
del lidio turannos, y, por tanto, sería
una voz más bien hitita que griega. El nombre “tirano” es, pues, de origen
colonial, como en España se adoptó la palabra cubana “cacique” para indicar al
que se erige en jefe político de un grupo o colectividad. Una tradición, conservada
por Euforión, dice que el primer tirano fue el rey
Giges de Lidia, y Arquíloco canta diciendo: “No quiero como Giges ser dorado, —
ni quiero como Giges ser tirano...”, relacionando la tiranía con el oro y las
riquezas.
Y llegamos al
tercer punto, el más importante: Giges ha sido a menudo presentado como el
primer monarca, conocido por los griegos, que acuñó moneda. Heródoto empieza su
relato sobre la invención de la moneda diciendo: “Los lidios fueron los primeros
en acuñar y usar monedas”, y añade que éstas eran de oro y plata, o mejor
dicho, una mezcla de ambos metales, que es el electrum. Jenófanes, al que hemos mencionado como el más antiguo escritor que nombra a
Homero, cree también que los lidios inventaron la moneda. Así, pues, desde el
primer momento, con el nombre de Giges, rey de Lidia, la tiranía va asociada a
las riquezas.
Con estos tres
puntos bien establecidos resulta más fácil de entender el fenómeno de la tiranía en Grecia, que a
primera vista parecía una reacción hacia la monarquía. Los tiranos son el
resultado de una evolución industrial en el mundo griego, como consecuencia
de la democracia; además, la moneda facilitó la acumulación de grandes riquezas,
que tenían que procurar el poder material y también el político al que sabía
aprovecharse de las nuevas formas del trabajo e intercambio.
Y vamos a
explicar algunos ejemplos de tiranía en las ciudades griegas para que se
comprenda mejor lo que acabamos de decir. A primera vista, parece que si la
tiranía es de origen asiático, en las colonias griegas del Asia deberíamos
encontrar los primeros ejemplos de tiranos griegos, y es fácil que resulte así;
parece que las grandes ciudades jónicas, como Mileto y Éfeso, produjeron los
primeros tipos de audaces y ricos ciudadanos que se apoderaron de la dirección
de los negocios urbanos con dinero, arte y persuasión. Pero la historia de las
ciudades griegas del Asia es tan confusa, que se hace difícil establecer la
cronología de los acontecimientos. Un tal Bato, de Sínope,
que escribió la historia de los tiranos de Éfeso, no dice sino que Protágoras
se impuso al gobierno legítimo de los basílidas, de Éfeso,
antes del reinado de Ciro, el rey de Persia. Suidas añade que Protágoras sentía gran pasión
por las riquezas: “Saqueó y confiscó a todos los que pensaba que eran ricos”.
Se desprende, pues, que el poder de Protágoras se basaba en sus grandes
riquezas.
La historia de
la tiranía en Mileto resulta ya más curiosa. Acaso empezaron allí las tentativas
de dominio antes que en ninguna otra ciudad del Asia, porque el más renombrado
y poderoso de los tiranos de Mileto fue Trasíbulo, que gobernó hacia el final
del siglo VII a.C. Sus sucesores parece que fueron Toas y Damasenor, que no sabemos
si compartieron el poder o si el uno sucedió al otro inmediatamente. Lo
singular es que la caída de Toas y Damasenor fue seguida de una querella entre los dos
partidos de la ciudad, llamados plusioi y queiromaques. El lector quedará sorprendido
al saber que estos dos nombres significan algo parecido a los nuestros de
capital y trabajo. Plutos quiere decir riquezas, y plusioi significa los ricos, y éstos eran los armadores del puerto. Ya no es tan claro
el significado de queiromaques: más
bien que “los que trabajan con las manos”, quiere decir: “los que pelean con
las manos”, pero es posible que fuera un apodo para designar a los descamisados
o “pelados”, como se dice en América.
Por lo menos,
Eustaquio asegura que queiromaques es
sinónimo de artesanos, y Suidas escribe que los partidos de Mileto estaban
compuestos de ricos, o plusioi, y de gergeles, que quiere decir trabajadores. Gergetes y queiromaques querrán, pues, significar el mismo grupo político: lo que llamamos hoy proletarios.
En cambio, ignoramos qué relación tenían estos partidos con la tiranía de Mileto:
si los trabajadores favorecían al tirano o provocaron ellos su caída o si
fueron los plutócratas quienes restablecieron el poder de las asambleas. Sólo
consta que plusioi y queiromaques vinieron a las manos al derrumbarse el poder personal de los tiranos de
Mileto, Toas y Damasenor.
Nos llega, pues, desde el fondo de las edades un rumor de luchas sociales como
las de hoy, con el puerto de Mileto por escenario y los capitalistas de la gran ciudad del Asia
luchando con los trabajadores, mientras que los banqueros se aprovechan de sus
disputas.
Es posible que
las riquezas de los mercaderes de Mileto provinieran de acuñar moneda antes
que nadie en las colonias del Asia. Las monedas primitivas de Mileto muestran
en su anverso el león, mientras que en el reverso hay una marca que se supone
es la del banquero, porque hoy se tiende a creer que muchas de las primeras
emisiones de moneda jónica fueron de iniciativa privada, de simples “firmas
comerciales”, que encontraban provecho en que el metal circulara de este modo.
En China las monedas más primitivas tienen marcas de banqueros, y en la
Francia merovingia la moneda se acuñó también por simples particulares.
Pronto, sin embargo, cada ciudad del Asia adoptó un tipo uniforme: las monedas
de Éfeso ostentan el ciervo; las de Focea, la foca;
las de Samos, un toro; las de Chíos, una esfinge, y las de Cízico, un atún.
Algunas de estas monedas jónicas afectan todavía formas oblongas, como las de
Giges de Lidia; todas son irregulares, parecen un disco de la barra de metal
batido de un fuerte golpe con el martillo donde está grabada la figura. Por su
parte, en el yunque hay grabada la marca del reverso, hundida en la masa de la
moneda con contornos muy indefinidos.
Al pasar de las
ciudades griegas del Asia a la Grecia propia, también nos hallamos con que el
primer tirano fue el primer monarca que acuñó moneda. Es un rey de Argos,
llamado Fidón. “Aquel Fidón -dice Heródoto— que inventó los pesos y medidas y se portó indignamente contra
los griegos.” La causa de la antipatía de Heródoto fue por haber Fidón intervenido en la dirección de los juegos olímpicos
de un modo dictatorial; además conocernos el juicio de Aristóteles, quien trata
a Fidón como un tirano.
Fidón era de familia real y llegó al poder por sucesión
directa de uno de los jefes dorios, llamado Temenos,
que se había apoderado de Argos en los días de la invasión dórica. Fidón no era, pues, un usurpador, sino que, en lugar de
abdicar de sus derechos, como los otros basileus, tuvo la perspicacia de comprender el partido que podía sacar de las novedades
de su tiempo. Las monedas de Argos están acuñadas en la isla de Egina, posesión
de Fidón; tienen en el anverso una tortuga y son más
rústicas que las de los griegos del Asia. Por lo menos, así lo dice un texto del Etymologicum Magnum: “Fidón de Argos fue el primero que acuñó moneda en Egina, obligando a cambiar las
primitivas barras de metal que circulaban para el intercambio”. De manera que
los pequeños lingotes como agujas que servían para pagar en metales se
transformaron en moneda. Tanto o más importante que esta innovación de Fidón hubo de ser su sistema de pesos y medidas. Por lo que
podemos comprender de los entonces existentes, la serie de valores propuesta
por Fidón, que fue aceptada y puesta en práctica por
los griegos hasta el tiempo de Alejandro, fija estas relaciones de cantidad:
El talento debía
pesar 37.320 gramos, o sea 60 minas. La mina constaba, pues, de 622 gramos. La
dracma era la centésima parte de la mina, o sean 6,22 gramos, y el óbolo no
llegaba al quinto de mina, siendo sólo algo más de un gramo (1,03). Parece
también que Fidón trató de fijar el valor relativo de
los metales para su tiempo: el oro debía valer trece veces y media más que la
plata, y ésta, a su vez, cien veces más que el bronce. Claro está que el
relativo valor de cada materia depende de la oferta y la demanda, por lo que el
valor del oro varió con el tiempo; por ejemplo, los atenienses lo pagaron a
catorce, en lugar de trece y medio, cuando necesitaron oro para la estatua de
la Atenea de Partenón. De todos modos, se advierte que el problema del relativo
valor de los metales ya hubo de preocupar a Fidón de
Argos, quien trató de resolverlo definitivamente con su legislación en el
siglo VIII a. C.
Cerca de Argos,
en Corinto, otra ciudad dórica, aparece una clásica familia de tiranos en el
siglo VII a. C. Y se ha hecho notar que en el año 657, cuando Cipselo se erige en tirano, es cuando empieza la prosperidad del comercio
y la navegación de los corintios. Parece probable que Cipselo fuera sólo un soldado con capacidad de financiero y comerciante. Más tarde,
para legitimar su despotismo, se inventó una leyenda que pretende hacer del
tirano un príncipe de sangre real. La tradición dice que en Corinto, antes de Cipselo, reinaban los Báquidas,
quienes fueron muy meticulosos en sus casamientos. Una hija de la familia real,
llamada Labda, sufría ciertas deformidades que le
impedían casarse con uno de su rango, por lo que aceptó como esposo a un tal Etión, que no era de raza dórica, y de esta unión nació Cipselo. Los oráculos profetizaron desdichas para los Báquidas cuando vino al mundo el tierno infante, y se
decretó su muerte. Pero sus padres pudieron esconderle en una caja y lo
enviaron a Olimpia, donde vivió y creció Cipselo hasta que otro oráculo le recomendó que regresara a su patria. En Corinto fue elegido general, o polemarca, y rehusando imponer castigos a los delincuentes y condonándoles las deudas se
hizo más popular todavía, hasta que en una sublevación contra los antiguos
dinastas, Cipselo mató al último vástago de los Báquidas y se sentó en el trono. Dejando a un lado la
parte mitológica del niño amenazado y escondido, que parece ser indispensable
para todos los fundadores de dinastías, como Sargón, Rómulo, Ciro, Moisés, don
Pelayo..., lo demás de la historia de Cipselo no se
diferencia de la de cualquier otro demagogo, que se aprovecha del poder para
congraciarse con los pobres y con su auxilio suplantar al monarca legitimo.
La relativa
modernidad de la leyenda del nacimiento de Cipselo parece comprobarse por las monedas. Cipselo acuñó las
primeras monedas de Corinto y se cree hoy que las más antiguas son las que
tienen el pegaso, llamado potro por el
pueblo. Posteriores a éstas son las monedas con una copa o urna, que aluden a
la capia, o cipsele, donde los
padres escondieron al niño. La forma de la caja, urna o vaso (cipsele) en que se escondió a Cipselo recién nacido, ha preocupado a los arqueólogos, porque Pausanias creyó ver el
tal artefacto en Olimpia y lo describe con gran riqueza de detalles. “Hay en el
templo de Hera, de Olimpia -dice Pausanias-, un cofre de cedro, cubierto de
relieves de marfil, relieves de oro y relieves del mismo cedro. Es la caja
donde fue escondido Cipselo por su madre cuando los Báquidas lo buscaban para matarle. Sus descendientes, los Cipsélidas, dedicaron como exvoto este cofre en Olimpia.
Los corintios, en aquel tiempo, llamaban a las cajas cipsele, y se dice que por esta aventura se dio nombre a Cipselo.
Muchos de los relieves de esta caja tienen inscripciones en letras antiguas,
algunas de ellas sólo de derecha a izquierda, pero otras están en la forma que
los griegos llaman bustrófedon, esto es, que la primera línea va de
derecha a izquierda, la segunda de izquierda a derecha, y así sucesivamente.
Más aún, algunas inscripciones están torcidas y son muy difíciles de leer...”
Pausanias prosigue su descripción minuciosa de los relieves del cofre y es
evidente que lo que vio en Olimpia era una caja o larnax de madera con relieves de miniaturas de gran valor; un exvoto regio, que, como
el mismo Pausanias dice, no fue llevado allí por Cipselo,
sino por sus descendientes los Cipsélidas. En cambio,
la relación de Cipselo con la ceca de Corinto es
innegable.
Es unánime la
tradición de haber Cipselo doblegado a sus súbditos
con impuestos; pero el hecho de poder pagar crecidas contribuciones los
corintios, aunque fuese protestando, es una prueba de su gran prosperidad en
tiempo de Cipselo. Por esta época se aumentaron con
nuevas escalas las colonias corintias del Oeste, y hasta hay recuerdo de
haber emprendido obras públicas importantes, como la de convertir en isla la
península donde estaba la ciudad de Leukas, en el mar
Adriático. Los corintios exportaban toda clase de mercancías en los buques que
llegaban a los puertos del istmo, y lograrían grandes provechos tan sólo transbordando
los cargamentos o varando los buques y trasladándolos en seco del uno al otro
mar. Pero la industria principal de los corintios era la fabricación de los
vasos pintados con multitud de figuras, rosetas y animales, que antes
creíamos manufacturados en la isla de Rodas y que se ha comprobado
recientemente son de fabricación corintia. La tradición dice que el torno de alfarero
fue inventado en Corinto. No es de extrañar, pues, que encontremos en las
monedas de Corinto la caja o vaso de cerámica en lugar de una figura de animal.
Esto hace pensar de nuevo en Cipselo, cuyo nombre
sería tal vez una alusión a las cajas de cerámica que se fabricaban en Corinto
por esta época, y que el principio de la fortuna de Cipselo pudo muy bien ser un simple horno de alfarero de los muchos que humeaban alrededor
de la ciudad, cuya producción dominaría y cuya exportación regularía.
La historia de Cipselo es muy parecida a la de otro tirano, Agatocles, de
Siracusa, que empezó siendo alfarero. ¡Quién sabe si bajo el nombre de Cipselo no se esconde un fabricante de vasos y ataúdes,
que por su popularidad fue elegido polemarca y que con astucia se
apoderó del poder, reteniéndolo durante treinta años, hasta su muerte!
El hijo de Cipselo, llamado Periandro, ya no
se contentó con las riquezas, sino que quiso brillar por su talento y
erudición. Sorprende encontrar al hijo del gobernante alfarero de Corinto entre
los siete sabios de Grecia. Una colección de máximas morales, en dos mil
versos, corría en la antigüedad con el nombre de Periandro.
Si esta reputación de sabiduría de Periandro pudiera
justificarse plenamente, sería otra prueba de la aptitud de la sangre joven
para las más diversas funciones de la vida. Pero ya Platón recelo de la
sabiduría de Periandro, y lo que sabemos de su
historia no parece justificar su lama de filósofo. Heródoto nos entera de la gran
amistad de Periandro con Trasíbulo, el vulgar tirano de Mileto; éste fue el que aconsejó a Periandro que atemorizara a sus súbditos por la
crueldad y así podría reinar tranquilamente. Así dice Heródoto: “En una
ocasión, Periandro envió un heraldo a Trasíbulo, de
Mileto, para preguntarle cuál era el mejor medio de gobernar sin oposición.
Trasíbulo llevó al mensajero a un campo de trigo, por el que comenzó a pasear,
preguntando sobre las cosas de Corinto, y de cuando en cuando se detenía para
arrancar las espigas que sobresalían de las demás del campo. De esta manera
destruyó la mejor parte del trigo y despachó al mensajero sin contestarle
nada. A la llegada del heraldo a Corinto, Periandro preguntóle impaciente qué le había aconsejado Trasíbulo,
pero el mensajero respondió que no le había dicho nada, maravillándose de que Periandro le hubiese enviado a un hombre tan extraño que
parecía haber perdido la cabeza, ya que no hacia más que destruir sus propios
sembrados. Periandro comprendió al punto el
significado de lo que había hecho Trasíbulo, y conociendo que quería
recomendarle el castigo de los principales ciudadanos de Corinto, trató desde
aquel momento a sus súbditos con extremada crueldad. Mientras Cipselo había perdonado a algunos y no mató ni desterró a
nadie, Periandro completó la obra de su padre...”.
He aquí una
explicación para justificar el doble carácter de Periandro,
sabio y cruel: sabio en la primera parte de su vida, y cruel en la segunda.
Acaso debido al prestigio de su nombre, acaso por la fuerza de su carácter, Periandro se mantuvo en el trono de Corinto hasta su muerte
e incluso consiguió imponer a su hijo como sucesor. Pero éste, que llevaba un
nombre egipcio, de moda en aquel tiempo, ya no gobernó más que pocos años, pues
al tercero fue derribado por una revolución fomentada por los espartanos.
Es fama que los
manos griegos quisieron hacer obras públicas para recibir agradecimiento de
los gobernados. Se conservan todavía túneles y acueductos que se atribuyen a
la época de la tiranía en Samos, Mileto y Efeso, y se asegura
que Periandro intentó abrir un canal para comunicar
el mar Jónico con el Egeo. Se atribuye a los corintios la iniciativa de
construir los templos de piedra, en lugar de madera y ladrillo, y tal vez
sean de la época de Periandro las seis columnas que
quedan todavía en pie del templo de Apolo en Corinto. Era asimismo opinión
general en la antigüedad que los corintios inventaron las lejas, que permitían
inclinar considerablemente la cubierta de los edificios, afectando en la fachada
la forma triangular del frontón, que los griegos llamaban águila. Se
decía que los corintios “habían descubierto el águila”, esto es, la manera de
rematar la fachada de un templo con un frontón triangular lleno de esculturas,
y resulta muy curioso que esta tradición ha parecido comprobarse al desenterrarse
en Corfú, colonia corintia, el más antiguo templo griego con esculturas en el
frontón triangular.
Al otro lado del
istmo, la colonia dórica de Megara, establecida en el Ática, tenía que seguir,
por necesidad, la suerte de Corinto.
También allí una
aristocracia enriquecida por sus fábricas de tejidos de lana gobernaba sin
decoro y atropellaba a los labradores. También allí un agitador llamado Teágenes se levantó como amigo del pueblo, y probablemente
con la ayuda de Cipselo actuó como tirano. Durante su
gobierno hizo construir un acueducto, pero la tiranía no duro mucho en Megara,
y Teágenes fue depuesto, sin poder transmitir el
poder a sus descendientes. Al restablecerse la normalidad, los aristócratas de
Megara tuvieron que hacer concesiones al proletariado. Detalle interesante es
que nos han llegado noticias del estado de los espíritus en Megara por esta
época, por los versos de un intelectual aristócrata, de nombre Teognis, que se lamenta amargamente al advertir en la
nobleza tan poca habilidad para el gobierno.
Pensamos que al
llegar a este punto el lector se hallará dispuesto a admitir que el fenómeno de
la tiranía en Grecia reviste cierta uniformidad. Pero todavía queremos
presentar el ejemplo de Atenas; en primer lugar, porque todo lo que se refiere
a Atenas es de capital interés para la humanidad y además porque tenemos de
los tiranos atenienses mucho mayor información que de los de otros estados
griegos. Heródoto, Tucídides y, sobre todo, la ya citada obra de Aristóteles
sobre la Constitución de Atenas nos proporcionan tal cantidad de
detalles de esta época, que contrasta con lo vago de las noticias que es
necesario aprovechar al ocuparse en los tiranos de Mileto, de Corinto o de
Argos. Y vamos a empezar copiando párrafos siempre pintorescos de Heródoto:
“Por esta época había una guerra civil en el Atica,
entre el partido de la costa, cuyo jefe era Megacles, de la familia de los
Alcmeónidas, y el partido del llano, cuyo jefe era uno de la familia de los Aristolaidas. Valiéndose de sus querellas, Pisístrato
concibió el proyecto de erigirse en tirano de Atenas y con esta idea empezó a
formar un tercer partido. Reuniendo a su alrededor una banda de partidarios y
él mismo como protector de las gentes de la montaña, se ingenió para triunfar
con la siguiente estratagema: un día se hirió a sí mismo e hirió a sus muías y
llegó con su carro al mercado, pretendiendo haber escapado por milagro de un
ataque de sus enemigos, que querían matarle en el camino, al regresar a la
ciudad. Para proteger a su persona de otros ataques, pidió una guardia
privada... y los atenienses, aceptando la propuesta de Pisístrato, le permitieron
que armara una banda de ciudadanos, con porras en lugar de lanzas, para que le
acompañaran a dondequiera que él fuese. Con esta ayuda, Pisístrato se rebeló,
conquistando la acrópolis de Atenas primero, y después el gobierno, y mantuvo
sin cambiar las leyes existentes, administrando al estado según las costumbres
establecidas, de una manera sabia y paternal”.
Mucho se ha
debatido sobre lo que representarían los dos partidos de la costa y del llano,
y sobre todo el tercero, de la montaña, formado por Pisístrato para dar el golpe
de estado. Hasta hace poco se creía que en el partido de la montaña se
alistaron los labradores, descontentos de las reformas insuficientes de Solón,
pero hoy se tiende a creer que “la montaña” representa más bien la población
heterogénea de los mineros del Laurion. Las minas de
plata del Ática están en la sierra del Laurion, a
corta distancia de Atenas. Debieron de explotarse desde los tiempos
prehistóricos, pero sólo en el siglo VII la creciente demanda de plata para
acuñar moneda hizo que el trabajo de las minas del Laurion fuese importante y provechoso. En las desnudas vertientes de la sierra del Laurion se congregarían todos los campesinos desesperados
que no querían trabajar los campos de los eupátridas a la proporción del uno
por cinco. Algunos de los mineros del Laurion sabemos
que eran extranjeros, por sus inscripciones funerarias. El padre del famoso
historiador Tucídides era un minero tracio que había ido a establecerse en Atenas.
Doquiera que se abre un Eldorado o un Potosí, acuden gentes de todos los
países. El arte de la minería produce una fascinación que arranca a las gentes
de su patria. Donde hay un pozo abierto, allá va el minero. No es de extrañar,
pues, que esta población flotante y aventurera fuese aprovechada por Pisístrato
para apoderarse del gobierno de Atenas. Seguramente debía de volver de sus
minas del Laurion el día que aparentó haber sido
atacado por sus enemigos.
Lo demás de la
primera parte de la historia de Pisístrato no ofrece ningún relieve especial.
El grupo armado como guardia personal es común a otros tiranos. Su primer
ataque a la fortaleza, antes de pretender el poder, es también detalle muy
corriente en la historia de los tiranos. Pisístrato gobernó de modo sabio y
paternal, sin cambiar las leyes
establecidas por Solón. Todo demuestra que Pisístrato era un temperamento demasiado
hábil para tener necesidad de leyes especiales para gobernar. Antes de ser demagogo
había sido aristócrata y artista; antes de ser minero fue militar y agricultor.
De todos modos,
al llegar a la madurez, Pisístrato concentró toda su atención en la minería.
Habiendo conseguido el poder en 561, por dos veces lúe expulsado de Atenas y
dos veces regresó, valiéndose de trampas y de las riquezas acumuladas en sus empresas mineras en el
extranjero. Pero dejemos a Heródoto contar su historia:
“...No obstante,
poco después, los dos partidos de Atenas resolvieron olvidar sus disputas y con
sus fuerzas reunidas expulsaron a Pisístrato. De manera que, habiéndose hecho
amo de Atenas por los medios ya descritos, perdió su autoridad antes de que
ésta pudiera echar raíces en el pueblo. Pero tan pronto como Pisístrato hubo
partido, las facciones que lo habían echado empezaron a disputar de nuevo y,
por último, Megacles, jefe del partido de la costa, envió un mensajero a
Pisístrato, proponiendo restablecerle en el poder si se casaba con su hija.
Pisístrato aceptó la propuesta de Megacles y entre ambos idearon un plan para
hacer viable el regreso del tirano. Y el procedimiento que imaginaron es el
más extraño de que tengo noticia —dice Heródoto—, especialmente teniendo en
cuenta que los griegos, desde tiempo inmemorial, se han distinguido de los
bárbaros por su sagacidad y discreción, y aún más extraño considerando que las
personas a quienes se jugó esta treta eran no sólo griegos, sino atenienses,
los cuales tienen fama de aventajar en malicia a todos los demás griegos. Pues
es el caso que en el país donde vivía Pisístrato desterrado había una mujer
llamada Pía, que tenía una estatura de tres metros y era perfecta y bien
proporcionada en todas sus partes. A esta mujer vistieron con una armadura y,
habiéndole enseñado el papel que debía representar, la subieron en un carro y
la llevaron a la ciudad. Antes, los heraldos habían recorrido las calles
gritando:—¡Atenienses, salid a recibir a Pisístrato, que viene conducido por
Atenea (Minerva)!...— Así, los ciudadanos, convencidos de que la mujer del
carro era la diosa, se prosternaron a su paso y recibieron otra vez a
Pisístrato...”.
Hasta en esta
historia se encuentra una alusión a los negocios de minas de Pisístrato.
Heródoto todavía añade el siguiente párrafo, que no deja lugar a dudas:
“Después de esto, Pisístrato arraigó su poder más firmemente con la ayuda de un
ejército de mercenarios y con su bolsa bien repleta, con las rentas del Ática y
con lo que recibía de los países del río Estrimón”, rica región minera situada
en el monte Pangaión, en Tracia.
Con la provisión
asegurada de lingotes de plata, Pisístrato empezó a acuñar las famosas monedas
de Atenas con Atenea y la lechuza, que por su buena calidad y belleza tanto
favorecieron el comercio de la ciudad. Mucho más tarde, aún podía escribir Jenofonte
que los traficantes que venían a Atenas hacían su fortuna llevándose, no
mercancías, sino monedas, porque las “lechuzas” eran preferidas en todas partes
a los otros cuños. Aristófanes también asegura que las monedas de Atenas
corrían lo mismo entre los bárbaros que entre los griegos, y hasta los persas,
al entrar en campaña contra Grecia, falsificaron monedas de plata del tipo de
Atenas para los gastos de su ejército en Europa. Esta reforma, que hizo de
Atenas el centro monetario de Grecia, se debió a la sagacidad de Pisístrato,
que adivinaba el gran papel que los metales acuñados iban a desempeñar en el
mundo. Anteriormente, sólo los que conocían todos los mercados, como los fenicios,
podían vender, porque al cambiar una mercancía por otra tenían que pensar ya en
el lugar donde podrían dar salida a lo que habían recibido en pago de sus
productos. Asimismo, ningún mercader podía especializarse en ningún ramo
determinado, hasta que la invención de la moneda vino a facilitar el
intercambio y, al mismo tiempo, permitió concretarse más y más cada ciudad a
una industria adaptada a las condiciones del lugar. El caso de Corinto,
lanzándose en tiempo de Cipselo a la fabricación de
cerámica, es uno de estos ejemplos de especialización. Megara, con sus tejidos
de lana, es otro ejemplo de lo mismo. Pero, sobre todo, ¡qué fortuna no tenía
que deparar esta revolución a los que vislumbraron a tiempo el negocio de
acuñar moneda! Aquellos discos de plata con una doble marca debían alcanzar un
valor superior al del metal que contenían, por la comodidad que proporcionaban
al mercader. Claro está que su valor relativo se fijaba por el peso, pero el
precio de la moneda era enorme y el que disponía de recursos en metálico
podía hacer sus compras en condiciones ventajosísimas.
Las minas de
Tracia constituían la fortuna personal de Pisístrato, mientras que la mayoría
de las del Laurion se explotaban por cuenta del
Tesoro. Además, grandes ingresos debían de obtenerse con la confiscación de
los bienes de los emigrados; muchos de los eupátridas habían abandonado Atenas
al perder la esperanza de derribar a Pisístrato; éste aprovechó su ausencia
para repartir sus tierras y completar las reformas de Solón. Por fin,
Pisístrato supo contener a la plebe, instituyendo las grandes fiestas
religiosas que dieron color a la vida de Atenas hasta la época romana. Algunas
de ellas debían de ser de tradición prehistórica, como las Pan-Atenas o panateneas,
pero Pisístrato les dio nuevo brillo, organizando carreras y concursos,
mientras que el pueblo subía en procesión a la acrópolis, o fortaleza, para
llevarle a la diosa el manto que habían tejido las doncellas de Atenas.
El templo de
Atenea-Minerva por esta época estaba en lo alto de la acrópolis; era un
edificio rectangular, de cien pies de largo, erigido en el ángulo sur de la
meseta de la colina, cerca de las ruinas del palacio de los antiguos reyes.
Pisístrato lo adornó con una columnata alrededor y con frontones decorados con
esculturas, según la nueva moda introducida por los arquitectos de Corinto. En
otro frontón había un alto relieve que representaba a Zeus-Júpiter peleando
con el tifón de tres cabezas, mientras que en el otro, Hércules daba muerte a
la hidra de Lemnos.
Ahora vamos
comprendiendo que Pisístrato, acaso por convicción y gusto, acaso para
sugestionar al pueblo, se lanzó a ejecutar obras públicas que parecen un
anticipo de los grandes trabajos del tiempo de Pericles. Construyó acueductos y
derribó los muros que impedían el ensanche de la ciudad, de manera que por más
de un siglo fue Atenas una ciudad sin murallas. Al pie de la acrópolis empezó
Pisístrato un gran templo dedicado a Zeus, del que no pudo terminar más que el
basamento; las obras quedaron suspendidas y nadie osó continuarlas por la
escala gigantesca en que estaban iniciadas, hasta que el emperador Adriano alzó
las columnas que aún existen.
A la muerte de
Pisístrato, en 528, sus hijos Hipias e Hiparco continuaron el régimen de su
padre. Sin embargo, el pueblo empezó a fatigarse de la tiranía y dos jóvenes
llamados Harmodio y Aristógiton decidieron matar a
los tiranos el día de la procesión de las panateneas, cuando por el ritual
religioso podían llevar armas sin levantar sospechas. Los conjurados se
precipitaron en el ataque y sólo pudieron matar a Hiparco, pagando este
asesinato con su propia vida. Harmodio fue despedazado por la guardia personal
de los tiranos y Aristógiton fue capturado y murió
en el tormento.
Después del
atentado, Hipias cambió de carácter y con su severidad precipitó su ruina. Los
descontentos aumentaron en número y se fugaron al Peloponeso, adonde habían
emigrado ya muchos irreconciliables enemigos de Pisístrato y de sus hijos. La
historia de la restauración de la normalidad en Atenas es también interesante:
en primer lugar, la poderosa familia de los Alcmeónidas, enemigos mortales de
Pisístrato, había recuperado su
fortuna en la emigración, tomando el contrato de la construcción del templo de
Apolo en Delfos. Tenían, pues, recursos, a pesar de la confiscación de sus
bienes por Pisístrato, y con el dinero ganado en sus empresas arquitectónicas,
los Alcmeónidas empezaron a conspirar, consiguiendo sobre todo interesar en su
causa a los dorios de Esparta, que no podían ver con buenos ojos el arraigo de
la tiranía en el suelo de Grecia y especialmente en Atenas. Habiéndose
asegurado el auxilio formal y decidido de Esparta, los emigrados invadieron el Ática,
y cuando su empresa parecía peligrar, un ejército espartano vino a reunirse con
la banda de los Alcmeónidas y sitió a Hipias en la acrópolis de Atenas. Hipias
tuvo que capitular en 511 a. C., consiguiendo que le permitieran retirarse a
la colonia de Sigeum, en los Dardanelos, donde tenía
grandes propiedades. Así acabaron los tiranos en las ciudades griegas,
depuestos por los aristócratas; pero éstos, al recobrar sus derechos, tuvieron
que hacer al pueblo importantes concesiones.
Sin querer
presentar a los tiranos griegos como esclarecidos protectores de las ciencias y las artes,
no hay duda que la calina artificial que consiguieron con su dictadura llevó a
los espíritus superiores a meditar sobre los grandes problemas de religión y
filosofía, campo en el cual no encontraban ninguna oposición. Por lo común, los
mismos tiranos se mostraban más bien liberales en estas materias, que no
afectaban en absoluto a su autoridad. Ya veremos en el próximo capítulo los
esfuerzos que tuvieron que realizar todos los filósofos de Mileto durante los
duros años de la tiranía.
Los
pisistrátidas llamaron a Atenas al poeta Simónides, a
un artista filósofo llamado Onomácrito y a Laso de
Hermione, que componían versos con palabras que todas carecían de una letra
determinada del alfabeto. Pero además de estos “artistas”, es fama que llegó
por esta época a Atenas el más grande poeta de su tiempo, que era, sin duda
alguna, Anacreonte de Teos. Las odas de Anacreonte que se han conservado parecen
no querer salir de dos o tres motivos, que se repiten, sin embargo, con
exquisita variedad de encantos. Son pequeños poemas en los que se canta el
amor, el vino, las rosas, la juventud y la belleza. En uno de ellos, el niño
Amor ha sido picado por una abeja. “¡Oh, cúrame, que muero! -dice a su madre
Afrodita-, Una alada serpiente me ha picado.” La diosa del amor le consuela y
amonesta: “¡Oh niño dios, si una abeja te ha causado tanta pena, imagínate el
dolor de los que tú hieres con tus dardos!”.
En otra oda,
Anacreonte canta los goces de la vida sin afanes de la cigarra: “¡Cuán dichosa
eres, oh cigarra, al beber el fresco rocío de la mañana! Posada en una rama
verde, camas todo el día, tuyos son los campos todos... El labrador te ama...,
las musas te admiran, inspiradas por Apolo, cantando siempre, y la vejez no te
persigue; sin pasión, ni sangre ni deseos, cuán dichosa eres, cigarra; sólo
los dioses te igualan”.
Anacreonte hace
profesión de no tener ambiciones —“quisiera vivir como la cigarra y
refrescarme como ella”-; sólo que, en lugar de rocío, prefiere el vino para
olvidar la pena. Posiblemente quiso huir de las luchas políticas de Teos, su
patria jónica, y prefirió Atenas, donde Pisístrato había mantenido con
“despotismo ilustrado” un régimen de paz.
Pero Alceo, otro
gran poeta de Jonia, ya no pudo permanecer indiferente ante las luchas sociales de su tiempo. Era
de Mitilene, en la isla de Lesbos, donde había estallado furiosamente la
guerra civil entre los antiguos aristócratas, deseosos de mantener la
diferencia de clases, y los demagogos, pretendientes a la tiranía, que
ofrecían igualdad. Alceo y sus dos hermanos eran del partido conservador.
Pelearon, sufrieron persecución y destierro. En estrofas maravillosas describe
Alceo cómo las bandadas de pájaros inocentes escapan del águila rapaz y cómo
en el llano el ciervo huye atemorizado. Recuerda en sus versos el retumbar del
trueno, el silbido del viento, el frío del campamento. Pero percibe también la
belleza del cielo, de las nubes, y trata de olvidar con el vino y el amor. ¡Qué
extrañas necesidades, qué modernas consolaciones para un griego semioriental que vivía en el siglo VI a. C.!
Otra de las
iniciativas de los tiranos de Atenas fue la introducción del culto de Baco, o
Dionisos, con una fiesta de la que después había de nacer la gran institución
del teatro griego. Pero en tiempos de Pisístrato la representación consistía
tan sólo en un canto de sátiros, vestidos con pieles de cabra, que danzaban
ante el altar del dios. De aqui el nombre de tragoidia, o canto caprino, de la palabra tragor, que quiere decir cabra. Más
tarde el director del coro, que era quien componía el canto, se separó de sus
compañeros para representar a un personaje mitológico que contaba su
historia, comentada por el coro. Así empieza el diálogo. El coro se conservó
bajo la forma de una comparsa de sátiros hasta el final del siglo VI a.C. Esta es
la teoría clásica del origen del teatro griego, admitida por Aristóteles y Platón,
que estaban mejor informados que nosotros y no eran propensos a la credulidad.
Lo que parece incontrovertible es que la transformación del coro de los
primeros tiempos en una acción dramatizada se verificó en Atenas en época de
Pisístrato, y cuando Solón regresó de sus viajes hubo de escandalizarse ante
la novedad de que Tespis, el primer actor, estaba
“representando” en el templo de Dionisos, al pie de la acrópolis.
Despertar del pensamiento griego
Parece muy
probable que el carácter profundamente humano, que tanto admiramos, de los
dioses de Grecia sea también un resultado de las invasiones. Las divinidades
prehelénicas debieron suavizar sus ritos para hacerlos aceptables a las tribus
invasoras; a su vez, los dioses de los recién llegados tenían que perder su
rudeza primitiva si querían verse reconocidos por los antiguos habitantes de
la Grecia prehelénica. Sólo así se explica este Olimpo griego, donde los
dioses, reunidos en familia y presididos por Júpiter o Zeus, juegan, disputan y
se abrazan, como los simples mortales de la tierra. A veces, el abuso, el
escándalo por desobediencia o adulterio de uno de los habitantes del Olimpo
obliga al padre Zeus a castigar al culpable, ya lanzándole al abismo, ya
amarrándolo a una roca; pero, por lo general, el padre de los dioses es
condescendiente, porque él tiene también sobre su conciencia no pocos
pecadillos. Los dioses a menudo dejan su mansión celeste para asociarse a los
mortales, se unen carnalmente con ellos y engendran héroes o semidioses; éstos
son los únicos admitidos en el Olimpo al acabar su vida mortal; el resto de los
humanos al morir pasan a una mansión subterránea sumida en tinieblas, el Hades
o Limbo, donde se mueven como sombras con el aspecto de sus propios cuerpos y
con la misma alma o espíritu que tuvieron cuando vivos, pero sin memoria e
incapaces de intervenir en los sucesos que ocurren en la tierra.
Tan
familiarizados estamos con la mitología helénica, que no creemos necesario
entretenernos describiendo la forma y atributos de los dioses olímpicos, que
por primera vez aparecen ya en Hornero con síntomas de decadencia. Homero
todavía cree firmemente en las divinidades del Olimpo; pero mezclada con su fe adviértese cierta ironía, como si el poeta lamentara
las flaquezas que refiere de los inmortales. Además, sabemos muy poco del
origen de los dioses de Grecia, no pudiendo ver la aparición y evolución del
mito que cada uno de ellos representa con aquella claridad que hemos visto
aparecer y evolucionar el de Osiris en Egipto y el de los demás dioses del
valle del Nilo, o de los dioses de Caldea y Asiria, documentados por
referencias literarias desde cuatro mil años antes de Jesucristo.
No tenemos
ningún documento literario de Grecia que sea anterior a Homero ni inscripción
alguna griega anterior al siglo vil, a excepción de los jeroglíficos
prehelénicos, que son todavía un enigma. Así es que todo lo que digamos acerca
del origen de los dioses griegos tendrá que basarse forzosamente en conjeturas
o en comparaciones más o menos atinadas con el proceso de formación de las
creencias en todos los pueblos primitivos. Por ejemplo, desde un principio
vemos a los dioses helénicos reunidos en grupos de tres o de dos, como tríadas
y diadas primitivas. Júpiter con Neptuno y Plutón (Zeus, Poseidón y Hades, en
griego) forman un grupo de tres hermanos que se han repartido el universo;
Zeus posee la Tierra con el firmamento, Poseidón el Océano y Hades el mundo
subterráneo. Marte y Venus (Ares y Afrodita, en griego) aparecen también
asociados siempre en sus simpatías y antipatías. Esto, según algunos,
indicaría para los hermanos de cada grupo del Olimpo un mismo origen y habría en la
mitología griega reliquias de varias religiones primitivas. Ya hemos dicho que
muchos de los dioses clásicos tienen un animal favorito, que, según algunos, en
un principio debían de ser los verdaderos dioses. El águila de Zeus, la
lechuza de Atenea, la cierva de Artemis, el delfín de Poseidón o la paloma de
Afrodita, para algunos son tótems que con el tiempo se convirtieron en
divinidades con figura humana. Muchos dioses griegos, añaden los partidarios
de esta teoría, se transforman a veces también en animales, y estas
metamorfosis son a menudo “la historia al revés”. Así, Zeus para seducir a
Leda se convierte en cisne, lo que indica que debía de haber una tribu que
tenía al cisne por tótem y, al entrar esta tribu en relación con otros pueblos
o tribus que adoraban a Zeus, se identificó el cisne con el padre de los
dioses...
En cambio, es
evidente que en el Olimpo griego existe una superposición de mitos procedentes
de varias culturas, del mismo modo que en Grecia se superpusieron razas de
diversas procedencias. Por de pronto, podemos señalar algunos dioses que en su origen no eran griegos: Afrodita
es la Astarté fenicia, que a su vez era la Ishiar babilónica; Hércules es Melkart, el Baal de Tiro; Adonis es también un dios
fenicio de la región del Líbano. Todo lo cual no debe extrañarnos, porque la
influencia fenicia fue enorme en Grecia inmediatamente después de la invasión
dórica. Por ejemplo, la tradición recuerda la llegada de los patriarcas fenicios Danao y Cadmo, que se establecieron en Beocia con sus
tribus.
El hecho de
encontrar dioses orientales en la Grecia clásica no ha de sorprender a nadie,
porque ese origen oriental de los dioses es frecuente en la historia de las
religiones. Lo más interesante, pues, de la mitología griega sería saber lo
que pudo llegarle a ella desde el Norte, importado por los dorios, y lo que
conservó de la religión prehelénica, o sea de los cultos y supersticiones de
las primitivas razas mediterráneas que habitaban en Grecia antes de las
invasiones. El Zeus padre parece ser el Dyaus-pitar de los arios de la India y, por consiguiente, una antiquísima divinidad común
a todos los arios. Apolo, el dios predilecto de los dorios, es muy posible que
sea el dios celta Belenus; no cabe duda que es de
origen nórdico, porque cada invierno se marcha a la tierra de los hiperbóreos
y vuelve rejuvenecido en la primavera. Más tarde, Apolo se convierte en el
protector de las artes y es el que preside el coro de las musas; pero en el
siglo VIII a. C. es sólo un arquero invencible, que lanza flechas o
rayos solares, a veces tan intensos, que matan por insolación a los dorios, no
acostumbrados a los climas del Sur. Antes de llegar a Grecia, Apolo había
viajado por el Asia Menor y conserva siempre algo de oriental; pero de su
leyenda complicada se deduce con certeza que es un dios extranjero en la Grecia
prehelénica, un invasor, como los mismos dorios. Conquista para si el santuario
de Delfos, que estaba dedicado a la diosa Gea, o sea la Tierra, y ésta lo
abandona, sin atreverse a luchar con el recién llegado. Con su arco y dardos
estaba Apolo representado en el gran santuario dórico de Amiclea,
cerca de Esparta; en la época romana, todavía era visitada con gran curiosidad
la imagen primitiva del Apolo de bronce de Amiclea,
de cuerpo cilíndrico, como un tubo, colocada sobre un extraño trono decorado
con relieves. Lo más raro de la religión de los dorios es la adopción del
Hércules oriental por su héroe favorito. Los jefes dorios llegan al extremo de
falsificar genealogías para hacerse descender directamente de Hércules; el
Melkart de Tiro se convierte para
ellos en un incansable aventurero, análogo a uno de sus antepasados nórdicos,
que lucha siempre solo, aniquilando monstruos por lejanas tierras, sin más
ambición que la gloria resultante de su esfuerzo. A estas tres divinidades
masculinas y belicosas (porque Zeus, en su “juventud”, también lanzaba rayos)
estaban dedicados los santuarios dóricos donde se celebraban los juegos
nacionales: el de Olimpia, a Zeus; el de Delfos, a Apolo, y los de Nemea y Confito, a
Hércules.
Esto es cuanto
sospechamos de la participación de los dorios en la formación de la mitología
griega. En cambio, tenemos esperanza de poder puntualizar algo más de la
religión de los pueblos prehelénicos y apreciar mejor la colaboración que
aportaron las culturas minoica y micénica a las ideas religiosas de la Grecia
clásica. Hoy sólo sabemos que la divinidad de Creta y de Micenas estaba
simbolizada por el pilar y el hacha y era la personificación del principio femenino,
que favorece las crías de los animales, hace reverdecer los campos, nos da sus
frutos y posiblemente reina también en el mundo subterráneo, adonde van las
almas de los escogidos después de la muerte. Esa diosa parece haberse
desdoblado en varias de las divinidades femeninas de la Grecia clásica, y de la
personificación de sus diversos atributos se formaron los mitos de Hera
(Juno), Artemis (Diana), Deméter (Ceres) y acaso Atenea (Minerva). Por lo
menos, sabemos que el templo que los griegos creían ser el más antiguo de la
Grecia clásica, el de Hora, en Argos, lúe de origen prehelénico. Por las
excavaciones se ha comprobado que era la misma divinidad que veneraban los
príncipes prehelénicos en el castillo de Tirinto, la cual después, para mayor
comodidad de sus devotos, se instaló en Argos, la ciudad dórica de la llanura
vecina.
En Olimpia, el
famoso templo dedicado a Zeus (Júpiter), que en la época clásica fue el
principal culto del santuario, era también de origen relativamente moderno.
Había en Olimpia otro más antiguo que el de Zeus, el templo de Hera, que se
conservaba aún como una reliquia en la época romana. Más antigua era todavía la
tradición de que en aquel lugar se había levantado la residencia real del héroe
prehelénico Pélops, y cada año se hacían sacrificios
en una fosa cercana al lugar donde se suponía estaba la tumba del héroe
fundador. Hasta muy tarde, los muchachos de Olimpia conservaban la costumbre
de ir allí a azotarse para apaciguar con su sangre la sombra de Pélops. De todo esto resulta bien claro que, aun cuando los
jefes dorios arrasaron hasta los cimientos el alcázar de los pelópidas para levantar sobre ellos sus nuevas
construcciones, quedaron en el llano de Olimpia recuerdos harto vivos de los
cultos funerarios de Pélops y la antigua familia
real, y que hasta el propio Zeus tuvo que compartir con Hera su flamante
santuario del Peloponeso.
Algo parecido
ocurre con Atenea (Minerva), que, según leyendas posteriores, nació del
cerebro de Zeus, pero su antagonismo con Poseidón (Neptuno) revela una resistencia
de las viejas divinidades femeninas ante los nuevos dioses que iban
introduciéndose en Grecia. El mismo nombre de Atenea parece indicar que era la
divinidad femenina de los reyes de Atenas, que vivían en el castillo o
acrópolis de la ciudad. Acaso más tarde se trató de sustituirla por Poseidón,
quien ofreció el caballo en lugar del olivo que había dado Atenea. Pero la
diosa venció y después de esta prueba quedó aceptada como una deidad virgen y
guerrera.
Más evidente
todavía es el carácter prehelénico de la diosa infernal que gobierna el reino de ultratumba, la Perséfone
de los griegos, que los romanos llamaron Proserpina.
A ésta se la ve evolucionar mejor que a ninguna otra divinidad clásica. En
Creta se la ha encontrado con un vestido cubierto de serpientes, alusión a su
morada subterránea. Ya hemos dicho que sus símbolos fueron el pilar y el
hacha; en la entrada de la ciudad de Micenas puede verse todavía el tan
conocido relieve de una columna entre dos leones. Los leones defienden la
columna, como el paladión de la ciudad; la columna de Micenas es, pues, el
símbolo de la misma diosa de Creta, que sería la divinidad principal de los
pueblos prehelénicos. Después de la invasión dórica aparecen estatuas de una
diosa en su trono o en su carro tirado por leones o serpientes, lo que expresa
también que los dioses dorios no pudieron vencer por completo a la diosa
subterránea de Creta v Micenas.
Una piedra
tallada prehelénica representa ya a la misma divinidad actuando de soberana
del reino de ultratumba. Para llegar hasta ella, en los días anteriores a la
invasión dórica, en lugar de Hermes haciendo de heraldo, conductor de almas o
Psicopompo, encontramos a ninfas con cabezas de animal, como los querubines
bíblicos, que conducen las almas que han sido transformadas después de pasar
por la crisálida del cuerpo. Y en lugar de Plutón, reina en el Hades la diosa
prehelénica de pechos desnudos, con un león que guarda la entrada del mundo
subterráneo y un grifo delante de su persona.
Sin embargo,
donde creemos encontrar más supervivencia del culto prehelénico es,
indudablemente, en los oráculos y misterios. Su influencia en la vida griega
gue enorme; al lado del culto pomposo y público de los dioses olímpicos, en los
que casi nadie creía, los oráculos satisfacían las necesidades místicas que
sienten lodos los pueblos, hasta aquellos que han caído bajo el yugo de unas
gentes tan realistas como eran los dorios. Sorprende ya leer en la Ilíada que cuando Aqui- les, presa de sincero dolor, recita
una oración, ésta no la eleva al Zeus olímpico, sino al Zeus de Dodona, un santuario lamoso de Beocia en donde se
interpretaba a modo de oráculo el rumor que producían los robles de las
cercanías al agitarlos el viento. Los sacerdotes de Dodona,
en tiempo de Homero, son ya unos extraños “santones” que van descalzos y
duermen en el suelo; pero hay referencias de que, con anterioridad a estos
sacerdotes dorios que Aquiles recuerda en su oración, hubo en Dodona sacerdotisas, llamadas palomas, acaso porque
para adivinar el porvenir se valían, como presagio, del vuelo de las palomas
del santuario en lugar del ruido de los
árboles. De manera que podemos aseverar, a pesar de la vaguedad de la
información, que en Dodona había un santuario
prehistórico de la diosa prehelénica, especializado en augurios, cuyas
sacerdotisas se vieron obligadas a ceder el lugar a unos bárbaros invasores
nórdicos, y éstos, sin dejar de practicar la adivinación, sustituyeron la
diosa femenina por el padre Zeus y los robles susurraron las respuestas que
antes daban con su vuelo las palomas.
La suplantación
o cambio se advierte con más claridad aún en Delfos. El santuario está en un
barranco profundo del monte Parnaso, donde había una grieta enorme por la cual
salían vapores deletéreos. La tradición contaba que una vez un rebaño de cabras
pacía cerca de la grieta y de pronto, al aspirar las bestias los vapores que de
ella salían, empezaron a lanzar extraños balidos que llamaron la atención de
los cabreros.
Uno de ellos se
aproximó a la grieta y al instante empezó a profetizar: la lama del lugar se
esparció luego por todas partes; otros vinieron y cayeron también en éxtasis,
tomando el vulgo por oráculo aquel delirio. Y como varias personas, en el
paroxismo que producían los vapores, habían caído en el antro y desaparecido
para siempre, las gentes de los alrededores, según la tradición, determinaron
organizar el servicio del oráculo, nombrando una profetisa, que para ejercer
su ministerio se subía a un trípode dispuesto junto a la grieta. Todo esto
ocurría antes de la llegada de los dorios, y antes de la conquista del
santuario por el dios Apolo, porque entonces al oráculo se le llamaba el
oráculo de la Tierra, y hasta una tradición asegura que el primero que
profetizó en Delfos fue un sacerdote llegado de Creta. Según otra versión, que
recuerda Pausanias, el oráculo de Delfos fue instituido por un tal Oleño y
otros que con él llegaron de la tierra de los hiperbóreos, esto es, del Norte,
y por tanto, dorios. “Y O leño fue el primer profeta de Apolo, el primero en
cantar en versos antiguos...”
Como se ve, en
la historia de Delfos tenemos no sólo la tradición prehelénica de su origen,
sino también la leyenda, que representa el esfuerzo de los dorios para
atribuir el origen del oráculo a uno de los suyos. Sin embargo, la leyenda de
Apolo no deja lugar a dudas: el dios arquero es el segundo, por lo menos, en
ocupar el santuario y su fortuna allí fue rápida. Pausanias recuerda la existencia
sucesiva de cinco templos de Apolo en el lugar del oráculo en Delfos, pero es
probable que fueran más de cinco las restauraciones y siempre más notables.
La sucesión de los diversos tipos de edificio mencionados por Pausanias revela
el progreso constante, desde la choza prehistórica al edificio de piedra y de
éste al de mármol.
Este templo de
piedra de Apolo, en Delfos, se quemó en el año 547 a. C., fue reedificado algo
más tarde por los Alcmeónidas y en el siglo siguiente se levantó el magnífico
edificio cuya planta han puesto al descubierto las excavaciones.
En el friso del
templo de Delfos se leía la famosa inscripción: “Conócete a ti mismo”, que es
la mejor lección que nos ha legado la antigüedad. Pero además de aconsejar por medida de
prudencia, y como el mejor oráculo, este régimen de introspección, la
sacerdotisa continuaba emitiendo ambiguas sentencias, unas veces en prosa,
otras en verso. Si la intoxicación no llegaba a ser suficiente para que
hablara en verso la profetisa, había en el santuario poetas profesionales que
se encargaban de poner los conceptos del oráculo en versos bien rimados. Las indicaciones
a veces eran claras y bien definidas, pero en otros casos el interesado no
sabía qué partido tomar, pues si reclamaba una explicación, ésta era para
confundirle más todavía. Más tarde, la profetisa aclaraba el oráculo cuando
había podido apreciar sus consecuencias. Así, por ejemplo, Creso, rey de Lidia,
preguntó al oráculo si debía atacar a Ciro, rey de Persia, y la profetisa le
contestó únicamente que él, Creso, destruiría un gran reino. Confiado en estas
palabras, Creso atacó a Ciro y fue derrotado, y al preguntarle después al
oráculo por qué le había engañado, éste respondió que los hechos habían confirmado
su predicción, porque Creso había destruido su propio reino por su imprudencia
en atacar a Ciro, el gran monarca persa.
En la época
clásica era tanta la demanda de augurios, que dos profetisas se relevaban
para que el oráculo funcionara constantemente; pero en el siglo II de nuestra
era, cuando Pausanias visitó el santuario de Delfos, bastaba una mujer para
atender a los postulantes. Las profetisas debían ser vírgenes y antes de
empezar a profetizar tenían que obtener un agüero favorable, para lo cual
mojaban la cabeza de una cabra. Si la bestia, al sentir la humedad, temblaba y
sacudía todos sus miembros, esto quería indicar que la fortuna seria propicia
a la interesada, y la profetisa, después de sacrificar el animal, subía al
trípode para declarar el oráculo. Si la cabra, con la rociada del agua,
permanecía inmóvil, era considerado como un mal agüero, y en este caso la
doncella renunciaba a ejercer el ministerio profético. El lector quedará
sorprendido, de seguro, por el carácter algo grotesco del procedimiento que se
usaba en Delfos para obtener los oráculos y aún más extraño habrá de parecerle
que su prestigio fuese tan universal y durara tantos siglos. Porque no eran
sólo monarcas extranjeros, como Giges, Midas, Creso y hasta el faraón Amasis, de Egipto, los que solicitaban obtener una
respuesta de la muchacha casi asfixiada por los vapores del antro de Delfos,
sino que filósofos como Sócrates y Pitágoras concedían al oráculo cierto valor
espiritual.
Una de las
razones de la popularidad del oráculo era su absoluta independencia. Aunque el
lugar tenía un origen prehelénico y los dorios impusieron en él a su dios Apolo,
el oráculo no concedía predilección a ninguna raza ni se inmutaba ante los grandes
de la tierra. Un día el tirano de Sicione, Clístenes, probablemente un antiguo
aristócrata de raza prehelénica que había conseguido por el momento
contrabalancear la dominación de los dorios, hizo preguntar al oráculo de
Delfos lo que le convenía hacer para acabar con la imposición de un nuevo culto
de los invasores. Estos habían introducido en Sicione el culto a un héroe
llamado Adraste, que acaso les había guiado en los días de la emigración, y
esta nueva superstición irritaba en grado sumo a Clístenes. La respuesta del
oráculo fue terminante: Adrasto es el verdadero rey
de Sicione y Clístenes es un usurpador. Se comprende que semejante libertad de
lengua debía agradar a los dorios, quienes no hacían nada sin consultar antes
al oráculo de Delfos; es además sorprendente que en los escritos de los
antiguos, donde a menudo se hace la critica de los dioses olímpicos, nunca, ni
por una sola vez, se comentan con irreverencia las palabras del oráculo.
Además, los griegos fijaban en Delfos el centro de la tierra, como más tarde,
en la Edad Media, se creyó que estaba en Jerusalén.
La misma
impresión de antigüedad y de prestigio secular recibimos al tratar de enterarnos
de lo que eran los lamosos cultos llamados Misterios. Los sacerdotes de
los más venerables de estos cultos, que eran los misterios de Eleusis, en el Ática,
pertenecían a la antigua familia real de Eleusis, cuyos miembros eran llamados
los eumólpidas y se transmitían rigurosamente
sus cargos sacerdotales de padres a hijos. Pero los eumólpidas no podían celebrar el culto sin el concurso de otra familia principal de la
propia ciudad de Eleusis, de la que salían las sacerdotisas que debían actuar
con ellos en las ceremonias religiosas. Estas sacerdotisas nos revelan el origen
prehelénico del culto de Eleusis. Además, los misterios se celebraban
seguramente con objeto de iniciar a los neófitos en los secretos de la vida de
ultratumba. Para ello se representaban una serie de cuadros plásticos en los
que los eumólpidas y las sacerdotisas figuraban como
actores. El tema que se desarrollaba delante de los asombrados neófitos era la
leyenda de Perséfone, raptada por Hades, y sólo después rescatada por su madre
del reino de las sombras. Las ceremonias de iniciación de los neófitos
empezaban ya en febrero, cuando los candidatos se reunían en Atenas para lo
que se llamaba los Pequeños Misterios. Sin embargo, la verdadera
iniciación no se verificaba hasta septiembre. El día 22 de este mes se reunían
de nuevo los neófitos en Atenas y, después de varias fiestas y sacrificios,
emprendían la marcha hacia Eleusis, cantando y deteniéndose a menudo para verificar
nuevas ceremonias. En la noche del 22 al 23 empezaban los ritos en Eleusis.
La caravana, acampada fuera del recinto del templo, que permanecía cerrado, se
desbandaba para correr cada uno por los montes y la playa inmediata, llevando
antorchas encendidas y llamando a grandes voces a la diosa. Cuando después de
algunas horas de correr y gritar se reunían los fieles en la puerta del
santuario, empezaba un largo y profundo silencio que contrastaba con la agitación
anterior. Envueltos por la oscuridad, los neófitos veían al fin abrirse las
puertas y entre las tinieblas distinguían la entrada del telesterión, donde iba a representarse el místico drama, para ellos lleno de enseñanzas.
No sabemos cuál
era el orden de la representación del Misterio de Eleusis ni si duraba
una sola noche o bien continuaba en la del 23 al 24 lo que había comenzado el
22, pero es evidente que se trataba de una sucesión de escenas místicas de
doble sentido, cuyo efecto se aumentaba con la música y por medio de luces
extrañas cuyo origen no se ha puesto en claro todavía. El telesterión era una sala cuadrada que ha aparecido enteramente destruida en las
modernas excavaciones; se ven basas de columnas para sostener el techo y
poyos a cada lado para sentarse, de manera que los cuadros plásticos debían
representarse en el centro; pero no sabemos, ni es fácil que se averigüe nunca,
si habría un segundo piso donde, a través de una claraboya, pudiera verse la teogamia o cópula del dios con la diosa.
Esta era la
significación tremenda del misterio de Eleusis: Hades, señor del Infierno,
violaba a la doncella Cora, hija de Deméter, y la conducía a su morada, admitiendo
a participar en la fiesta a los neófitos. La familiaridad que representaba el
permitir los dioses infernales asistir a sus nupcias garantizaba la seguridad
de que en el Hades las almas de los iniciados serian tratadas de modo muy
diferente de las demás del reino de los difuntos. Si los dioses los habían
aceptado para presenciar sus ansias y amores, al llegar al mundo subterráneo
las almas de los que habían asistido a los misterios encontrarían a Hades y
Cora dispuestos a recibirles como íntimos huéspedes y comensales. No
perderían el recuerdo de su vida terrena y allí, en el Infierno, gozarían de
la compañía de otros dioses y de los espíritus regenerados.
Para comprender
bien lo que esto significa hay que recordar que los griegos no podían tener
la esperanza de ascender a mi cielo olímpico o un Walhalla en las nubes. Zeus-Júpiter
y sus compañeros en el Olimpo no permitían que nadie se les agregara, a no ser
que fueran héroes nacidos de sus amores en la tierra. Ninguna virtud o esfuerzo
humano podían dar derecho a entrar en el Olimpo. Si Hércules fue admitido al
banquete de los dioses, no fue por sus trabajo inauditos, sino por ser hijo de
Zeus. Aquiles, que es sólo hijo de la ninfa Tetis, esposa de Peleo, sabe
perfectamente que, a pesar de sus proezas y sacrificios delante de Troya, su
destino después de muerto es ser un fantasma incapaz de pensar y recordar en
el reino de las sombras. Este lúgubre destino se desvanecía con la seguridad
que daba el haber sido iniciado en los misterios de Eleusis. La vida del mundo
subterráneo ya no aparecía con aquellas oscuras perspectivas. El iniciado
había percibido luces fantásticas pero bellas y cantos dulcísimos. Habla
visto con sus propios ojos una doncella —una Cora humana y real— ser escogida
por el señor del Hades para compañera y sentarse junto a él en el trono. Era
el matrimonio del alma con el dios, base de todos los misterios en todas las
religiones.
El silencio de
la grave ceremonia es recordado con terror en las cortas y ambiguas
referencias que tenemos de los misterios de Eleusis; y si a los nueve días de
ayuno que los neófitos llevaban ya antes de emprender la marcha de Atenas a
Eleusis, y a su fatiga después de buscar a Cora, y acaso al kikeón que bebían antes de entrar en el telesterión, se añade la sorpresa de los ricos ropajes de los
sacerdotes-actores, bailando danzas prehistóricas entre fantásticas luces, ya
no será de extrañar que los asistentes se sintieran conmovidos y agitados y que
se realizaran en Eleusis lo que, en términos modernos, llamamos conversiones, o principio de una nueva vida, más
espiritual que la que se había llevado anteriormente. Mucho se ha divagado
sobre este punto, pero hoy empezamos a comprender que si es posible que
algunos experimentaran la influencia de los misterios, ésta fue superficial.
Los antiguos
insisten, sin embargo, en la nueva vida que cobra el iniciado durante las horas
que pasa en el telesterión; Platón, por
ejemplo, habla de los misterios con gran respeto y añade que lo que allí se
distingue viene a ser como las ideas puras, el alma de todo lo que nos rodea.
Los padres de la primitiva Iglesia cristiana, que son los que nos han
conservado más detalles de las ceremonias de iniciación, no dejan de reconocer
sus electos beneficiosos. Es indudable que el iniciado en los misterios debía
de tener una fe sólida en la vida futura, en una región donde los dioses obran
como mortales y que reinan seres que son dechado de belleza moral y donde
brillan luces y suenan voces más claras que las de la tierra.
Tanto la
religión de los dioses olímpicos como estos cultos esotéricos de los misterios
pasaron sin dejarnos un libro canónico donde se precisaran dogmas y doctrinas.
Grecia presenta el extraño fenómeno de unas gentes que tuvieron intensa vida
religiosa sin experimentar la necesidad de un sacerdocio regular ni de un
libro sagrado. Ni tan sólo se precisó el número y carácter de sus dioses.
Acostumbrados
como estamos a ver que en Oriente las cosas divinas son patrimonio exclusivo de
la clase sacerdotal, causa sorpresa encontrarnos con que el que sistematizó
en Grecia la historia de sus dioses fue un poeta campesino que vivía en Beocia
durante el siglo VIII a. C. Ya hemos hablado de él. Se llamaba Hesíodo y no
tenia cultura literaria de ninguna clase. Su padre había llegado del Asia, de
la colonia griega de Crimea; era un emigrante desengañado que volvió sin
fortuna, para morir al menos en su “vieja tierra” llena de recuerdos. El padre
de Hesíodo se estableció en un pequeño villorrio llamado Ascra,
al pie del monte Helicón, y allí vivieron siempre el poeta y su hermano,
consumiendo ambos sus energías en disputarse ante los jueces la pequeña herencia
que les dejara su padre. Un día que Hesíodo guardaba su rebaño se le
aparecieron las Musas, encargándole que escribiera un libro sobre los dioses. Y
sin vacilar se lanzó a componer el poema llamado Teogonía, que los
griegos acabaron por venerar como su libro sagrado. Algunos versos resumidos en
mala prosa son como sigue:
Primero fue el
Caos, después la Tierra, el Tártaro o abismo y Eros o el amor... Eros es “el
más hermoso de entre los dioses, — el que en seguida dioses y humanos — hace
mover, y hasta al más fuerte — de pensamiento él lo reduce — y satisface...”.
El Caos produce la Noche y ésta, a su vez, crea el Día, mientras que la Tierra
ha creado los Cielos, las Montañas y el Mar. En este punto, Eros o el amor
entra en acción: hace que se unan la Tierra con el Cielo y de su unión nacen el
Océano, los Titanes y los Cíclopes. El señor de esta primera progenie de dioses
es Urano, el cual, temiendo ser destronado, a cada hijo que nace lo condena a
ser enterrado otra vez en las entrañas de la madre Tierra; ésta, desesperada
de tener que sepultar a sus propios hijos, arma a uno de ellos, llamado
Cronos, de una cuchilla para que resista a su padre. Cronos mutila a Urano y
reina él en su lugar. Por este tiempo aparecen Venus y el Sueño, la Muerte y
las Nereidas, los ríos y una multitud de otros dioses suficiente para hacer
perder la cabeza. Por fin, de Cronos nace Zeus, y una nueva cohorte de dioses
comienza a reinar en lugar de los compañeros de Cronos, que es el misino que llamaron
Saturno los romanos. El reinado de Zeus con su familia de dioses y la lucha de
las milicias del Olimpo con los Titanes inspiran a Hesíodo magníficos
fragmentos de poesía.
Pero ya se
comprende que una obra así no podía satisfacer a las conciencias piadosas ni
mucho menos a las inteligencias cultivadas. Y sin las barreras de un dogma ni
una autoridad eclesiástica para condenar las especulaciones peligrosas,
debieron de aparecer pronto en Grecia espíritus bastante audaces para analizar
por su cuenta los fenómenos y dar libremente una explicación científica del
universo. Estos primeros físicos o filósofos son la gloria mayor de Grecia; su
legado todavía es útil, pues, aunque parezca extraño, podemos aprovecharnos aún
de sus ideas, y más que nada aprender de su curiosidad y aplicación.
El primer
filósofo —que mejor podríamos llamar pensador— de Grecia fue Tales, de Mileto,
colonia de los jonios en Asia. Tales debió de ser una mezcla de hombre práctico
y soñador, tipo muy común entre los griegos. Cuentan que una vez, embebido en
mirar las estrellas, cayó en un pozo, pero también se recuerda que, habiendo
previsto por señales atmosféricas que se obtendría una gran cosecha de
aceitunas, arrendó con anticipación los molinos de aceite de Mileto,
realizando con su monopolio grandes provechos. Tales predijo el eclipse de sol
del día 28 de mayo de 585, que hizo suspender una batalla que se estaba
librando entre medos y lidios. Tales debió de atreverse a vaticinar fenómenos
astronómicos y meteorológicos aprovechándose de observaciones de los antiguos
babilonios. Viajó también por Egipto y Asia, como su contemporáneo Solón, y
hasta se añade que los antecesores de Tales eran fenicios que se habían
establecido en Mileto. Es fácil también que Mileto, antes de ser colonizada o
restaurada por los jonios, hubiese sido una antigua ciudad prehelénica del
Asia V que allí quedaran tradiciones de una escuela filosófica más antigua. Si
esto fuese verdad, se acumularían en Mileto, y especialmente en Tales, los
conocimientos todos del pueblo prehelénico y lo que podían saber de cosmografía
los fenicios con algo que el propio Tales, en sus viajes, pudo alcanzar a
comprender de la ciencia de los sacerdotes orientales. Lo positivo es que
Tales, en el estado actual de estos estudios, es aún el primer griego que trata
de dar una explicación física del universo. Por esto, él y sus continuadores
son llamados “físicos de la escuela jónica de Mileto”.
El primer punto
capital de las ideas de Tales es que no se preocupó de buscar un creador para
el cosmos o universo físico. Es verdad que Tales decía que el mundo está lleno
de dioses, pero se refería al alma o energía que tiene cada cosa. Para Tales,
como para los demás filósofos-fisícos de la escuela
jónica, la psique o alma no era solamente el conjunto de facultades
anímicas que constituyen el espíritu del hombre y de lodos los seres animados,
sino el agente universal que se manifiesta en toda la naturaleza, aunque con
caracteres muy variados; por esto Tales habla de los dioses en plural. Pero su
mérito consiste en haber sido el primero en preguntarse, no cuál fue la
sustancia original de que se formó todo, sino qué es actualmente lo que todo
es. Para Tales, todo es esencialmente agua; el agua forma vapores, que son el
aire, las nubes y el éter o atmósfera luminosa, y hasta los astros son estos
vapores encendidos. El agua forma también los cuerpos sólidos por condensación,
y la Tierra flota en el agua como una madera... Sin querer llegar a hacer de
Tales de Mileto un hombre de ciencia a la moderna, con teorías basadas en la
observación y la experiencia, no hay duda que lo que de él sabemos revela una
penetrante curiosidad y un temperamento enciclopédico, muy interesado en todos
los fenómenos naturales. La idea de que los terremotos tienen algo que ver con
los cambios de temperatura, que Tales adelantó y que hoy vuelve a tomarse en
consideración por los geólogos, demuestra gran agudeza por parte del físico de
Mileto. La anécdota de que él enseñó a los sacerdotes egipcios a medir la
altura de las pirámides prueba especial conocimiento de las propiedades de los
triángulos, que hace sospechar que a Tales debemos los principios fundamentales
de la geometría griega. El sistema por él propuesto para medir la altura de las
pirámides de Egipto es el siguiente: colocando un bastón a b, de medida
conocida, en la punta de la pirámide, la relación entre a b y su sombra
c d es la misma que entre la altura de la pirámide b e y su
sombra d e. Esto es, a b : e d=b e : d e. La longitud del palo a
b es conocida, las sombras c d y d e pueden medirse en el suelo, y
con estos datos ya no existe dificultad ninguna para saber la altura de la
pirámide, la verdad es que parece extraño que Tales tuviera que enseñar a los
egipcios la manera de medir sus pirámides y hoy se tiende a creer que Tales fue a Egipto más bien
para aprender que para enseñar...
Pero lo positivo
es que estas reglas, descubiertas o aprendidas por Tales, fueron el punto de
partida de las matemáticas griegas; así, a él se atribuyen los siguientes
teoremas, o mejor dicho, axiomas, evidentes por sí mismos: 1.° Un círculo es
cortado por mitad por su diámetro. 2.° Los ángulos de un triángulo de lados
iguales son iguales. 3.° Los ángulos que forman dos rectas que se cortan
perpendicularmente son iguales... Y otras proposiciones semejantes que fueron
la base de la geometría de Euclides.
La escuela de
Tales en Mileto continuó el camino señalado por su fundador. Así se atribuye al
sucesor de Tales, Anaximandro, la observación de que el hombre necesita más
tiempo para crecer que los animales. Esto probaba que si el hombre hubiese sido
siempre tal cual es ahora, no hubiera podido subsistir en la lucha por la
existencia, y de aquí la idea de que el hombre tenía que descender de un
animal más primitivo. La forma de la Tierra, para Anaximandro, se parecía a
un pilar pequeño, como un tambor, que flotaba en el espacio, y no caía porque
no tenía ningún motivo para caer hacia un lado más bien que hacia el otro lado.
Y como el espacio era infinito, debía haber otros cosmos, con tierra, cielos,
estrellas, etc. Estos cosmos se producían por agitaciones locales, torbellinos
o remolinos, que Anaximandro llamaba dioses, y eran fuerzas que,
apareciendo en un lugar del espacio, condensaban y agitaban la materia en un
sistema o cosmos como el que habitamos nosotros. Los remolinos de Anaximandro
fueron populares no sólo en la filosofía griega, sino también en la literatura,
y así, Aristófanes, en Las nubes, bromea diciendo que el torbellino
destronó a Zeus y reina en su lugar.
Discípulo de
Anaximandro fue Anaximenes, para quien la sustancia
primitiva es el aire, que por condensación forma todos los demás cuerpos. El
aire o aliento es nuestra alma, y “así como nuestra alma, que es aire, mantiene
unido a nuestro cuerpo, del mismo modo el aire penetra y anima el universo”. El
aire, pues, es dios. La Tierra ilota en el aire como una hoja, y también los
astros, y como el disco de la Tierra está algo inclinado, esto hace que los
astros se escondan cada día detrás de su plano.
Estos tres
“sabios” forman el grupo que se llama la escuela jonia. Su importancia deriva
de que no trataron de explicar el origen del cosmos visible con doctrinas mitológicas
como las de Hesíodo y los orientales fenicios, babilonios y aun egipcios, que
hacen a los dioses crear el mundo, sino que creen que todo está compuesto de
esencias que llamaron principios, raíces, origen de los cuatro
elementos. Pero no hay que olvidar que en la época en que los filósofos o
sabios jonios emitían estas ideas sobre el origen de la naturaleza, el
pensamiento estaba aún invadido por el animismo prehistórico que concedía a
todo un poder espiritual, comenzando por el húmedo elemental propuesto
por Tales de Mileto, que suponía impregnado de demonios que daban vida
individual, como el aire de Anaximenes o el espíritu de Anaxágoras, al que concedía inteligencia y amor para formar los seres.
La escuela jonia
acabó con la destrucción de Mileto por los persas, el año 494 a. C., pero esto
mismo debió de contribuir a la dispersión de su espíritu por toda la Grecia.
El que parece más bien un propagador de las ideas jónicas que filósofo original
es el famoso Jenófanes, de Colofón, cerca de Mileto, quien viajó por Sicilia y
la propia Grecia, sin rumbo fijo, al principiar el siglo V a. C. Ya
hemos dicho que Jenófanes es el primer autor que menciona a Homero, pero lo
hace para decir que Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todas las
vergüenzas y desgracias de los mortales, robos, engaños y adulterios. Añade
Jenófanes que los hombres hacen los dioses a su imagen; los etíopes los quieren
con nariz chata y los tracios con ojos azules: “Si los caballos y bueyes
tuvieran manos, se harían dioses como ellos; los caballos tendrían dioses-caballos,
y los bueyes, dioses-bueyes”. Como se ve, Jenófanes tenía ideas radicales,
porque añadía que los dioses no se parecen ni en forma ni en pensamiento a
ninguno de los mortales.
Jenófanes decía
también que es muy difícil encontrar un hombre cuerdo, y que sobre todo se
necesita ser sabio para conocer que otro lo es. Pero a pesar de esta sabiduría,
de tipo popular, se advierte en este griego al observador curioso, digno
sucesor de la escuela de Tales. Jenófanes distinguió en las canteras de
Siracusa señales de peces, que le revelaron que aquellas rocas habían estado
antes en el fondo del mar; en Paros observó fósiles de sardinas en rocas profundas,
y en Malta advirtió, por toda clase de pruebas, que el terreno de la isla había
estado cubierto de agua. La consecuencia que sacó Jenófanes de estas rarezas
fue que una mezcla de tierra y agua había engendrado la vida y que algún día la
Tierra se hundirá otra vez en el mar y todo lo existente desaparecerá, aunque
sólo para empezar una nueva creación en el fango del liquido elemento. “Y
estos mismos cambios les ocurren a todos los mundos.” La Tierra es plana, y
en esto Jenófanes se opone a los descubrimientos de otros filósofos por creer
que la profundidad de la Tierra y la altura del cielo no tienen límites, y que
cada día vemos un Sol diferente y estrellas diferentes, que no son más que
violentas explosiones de vapores que se apagan con el día.
Obsérvese que
tanto Tales como Anaximandro y Jenófanes, griegos jónicos del Asia, viajaron, y
no sólo por las antiguas tierras del Oriente, especialmente Egipto, sino que
fueron a la Grecia occidental: Anaximandro se instaló en Atenas y Jenófanes
estuvo en Siracusa. He aquí otra novedad: no se concibe que un sacerdote
egipcio o un astrónomo caldeo se movieran de su templo para así poder averiguar
los secretos de la tierra y de los cielos.
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