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EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA.PERSAS Y GRIEGOS.PARTE SEXTA.EL MEDIO ORIENTE PERSA
16. Egipto y el Imperio persa
Al final de la dinastía Saíta, durante el reinado de Amasis y el de su hijo Psamético III (Psammetiq), se
preparaba la desaparición de Egipto como país independiente: a Cambises, que
había recibido de su padre, Ciro, un reino que comprendía todos los estados
asiáticos, le faltaba sólo la posesión de Egipto. Amasis trató, inútilmente, de
protegerse aliándose con Polícrates de Samos: Cambises, que avanzaba hacia
Egipto, obtuvo de Fanes de Halicarnaso, general griego que militaba al servicio
de Amasis y que, traicionándole, se pasó al rey persa, una información completa
sobre las posibilidades de atravesar el desierto arábigo y superar las líneas
defensivas de Egipto. Amasis, abandonado también por Polícrates de Samos, se
encontró aislado; en tanto Cambises establecía una alianza con los beduinos del
desierto arábigo, los cuales, con sus camellos cargados de odres de agua,
permitieron al ejército persa llegar a Pelusio a
través del desierto de Arabia. Muerto Amasis, su hijo y sucesor Psamético III tuvo que hacer frente al empuje de la
ofensiva persa, a comienzos del año 525 a.C. La resistencia que Psamético organizó en Pelusio cedió y el ejército egipcio se retiró ante Cambises; la última resistencia en
Menfis cayó también, y, hecho prisionero Psamético,
Cambises fue dueño de Egipto, donde permaneció hasta el 522 a.C. Con Cambises
comienza la que se suele llamar «primera dominación persa» (o XXVII Dinastía),
que llega hasta el 401 a. C.
Las fuentes griegas (Heródoto; Diodoro Sículo;
Estrabón; Plutarco, De Isis y Osiris) coinciden en describir su reinado
come el del terror y la impiedad: los templos de los dioses de Egipto fueron
incendiados y saqueados, las divinidades escarnecidas y profanadas, el buey
sagrado Apis muerto y la momia del faraón Amasis quemada. Sin embargo, en torno
a la muerte del Apis, la documentación directa egipcia, que consiste en una
estela procedente del Serapeum de Menfis fechada en
el año sexto de Cambises, prueba, en cambio, que en aquel año se dio solemne sepultura
al Apis que había nacido en el año vigésimo séptimo de Amasis; además, también
se ha encontrado en el Serapeum el bello sarcófago
del Apis muerto en el año sexto de Cambises, que había sido ofrecido por el
propio Cambises. Otra estela , también del Serapeum,
demuestra que el Apis, nacido en el año sexto de Cambises y sucesor del buey
antes nombrado, no pudo ser muerto en un momento de loca furia del rey
Aqueménida puesto que murió en el año cuarto de Darío I. Otra fuente directa
que se puede utilizar para controlar los datos de la tradición contraria a
Cambises es la inscripción grabada en la estatua naófora ( conocida como
«Naóforo del Vaticano») de un alto personaje de Sais, Udjahorresne, que puede fecharse en el año cuarto de
Darío I y es, por lo tanto, inmediatamente posterior al propio Cambises.
Aunque cabe sospechar que Udjahorresne, cortesano de Cambises y de Darío, quisiera
adular a sus señores persas, en los datos que hizo grabar en su estatua no pudo
tergiversar de un modo fundamental la realidad, dada la proximidad de los
acontecimientos. En esta inscripción, Udjahorresne admite que en Egipto se había producido un «gran desorden» con la llegada de
los «extranjeros», que se habían instalado en el recinto del santuario de
Neith, en Sais; pero añade que Cambises había
intervenido a favor del santuario, había expulsado de él a las tropas
extranjeras, había restituido las rentas a la diosa y restablecido en su
servicio a los sacerdotes, reanudando las ceremonias y las procesiones, y había
acudido personalmente a venerar a la diosa de Sais.
También un documento arameo de Elefantina. fechado en el 408 a. C., habla de
daños sufridos por los templos egipcios durante la conquista de Egipto («Cuando
Cambises llegó a Egipto... todos los templos de los dioses de Egipto fueron
asolados...»).
Es, pues, innegable que con la llegada
de Cambises a Egipto se hallan relacionados trastornos en los templos egipcios,
no tan imputables al propio Cambises como a las violencias de la soldadesca. A
estas violencias se añade el decreto mediante el cual Cambises limitaba las
rentas de todos los templos de Egipto, a excepción de tres (de los cuales sólo
uno, el de Menfis, es identificable con seguridad); en el decreto (que
conocemos por un documento demótico, el verso del Papiro 215 de la Bibliothéque Nationale de París),
la lectura de la cifra no es muy segura, pero parece que se ha calculado en
376.400 deben el valor total de la plata, ganado, volátiles, grano y
otros productos que «se daban a los templos en la época del faraón Amasis, y de
los que Cambises ordenó: “No los deis a los dioses”. Si se admite que la
lectura de la cifra es correcta, el valor de las rentas apresadas superaba al
del tributo pagado por Egipto bajo Darío, lo que explica que Cambises
considerase oportuno un decreto que reducía el gravamen financiero del
gobierno.
Para los soberanos Saítas,
la asistencia a los templos había constituido una necesidad política,
especialmente para Apries y para Amasis, los cuales, el primero por sus
fracasos en política exterior y el segundo para reforzar su posición de
«usurpador», habían necesitado el apoyo de los sacerdotes. El decreto de
Cambises se considera precisamente como una medida económica y no dictado por
la «impiedad», pues mantiene las rentas para tres templos; por otra parte, no
impide el culto en los santuarios, no prohíbe que los sacerdotes ofrezcan aves
a los dioses, pero (como afirma en su decreto) «los sacerdotes deben criar por
sí mismos sus ocas y ofrecerlas a sus dioses». Estas órdenes y estas
limitaciones provocaron en los sacerdotes egipcios un odio nunca aplacado, y
constituyen, sin duda, la fase de la tradición egipcia tan hostil a Cambises,
tradición recogida y referida por los autores griegos. La restitución de las
rentas a la diosa de Sais (de la que nos informa la
inscripción de Udjahorresne antes citada) no fue una
revocación del decreto, sino una medida excepcional, dictada por la influencia
personal de Udjahorresne sobre el rey persa. Cambises
había encargado a Udjahorresne que le compusiera los
títulos reales según el esquema faraónico; sobre todo, Cambises trataba de
presentarse al pueblo egipcio como el verdadero descendiente de la dinastía Saíta, llegado a Egipto para reivindicar el trono que el
usurpador Amasis había quitado al legítimo soberano: Apries.
Es significativa la leyenda según la
cual Cambises era hijo de la hija de Apries (de esta leyenda existen tres
versiones que difieren en los detalles, pero idénticas en su último
significado); Cambises, pues, no era un rey extranjero, sino que tenía sangre
de los faraones Saítas. Sobre esta base hay que ver
la referencia del propio Heródoto acerca de la persecución póstuma de Amasis,
cuya momia fue quemada por Cambises; el historiador griego define esta acción
como contraria tanto a las creencias religiosas persas (un fiel de Auramazda no podía contaminarse con el fuego) como a las
egipcias (según las cuales no era lícito quemar los cadáveres, porque, al
destruir el fuego completamente aquello de que se apodera, se quitaría toda
posibilidad de vida futura al individuo cuyo cadáver se quemase). En realidad,
Cambises actuó de acuerdo con las concepciones egipcias, puesto que, al no
reconocer a Amasis como faraón legítimo, llevó a cabo una drástica damnatio memoriae del usurpador, precisamente de la forma que él sabía definitiva para la
mentalidad egipcia.
También las expediciones militares a las
que Cambises se dedicó inmediatamente después de la conquista de Egipto (las
expediciones contra Cartago y contra los oasis líbicos no tuvieron éxito, y la
que organizó contra Napata se redujo a obtener un tributo bienal, según
Heródoto, de Nubia septentrional, en los confines de Egipto, que desde hacía
muchísimo tiempo estaba bajo la soberanía de los faraones) se explican por su
deseo de realizar, como soberano egipcio, una política egipcia. Desde el punto
de vista de la política persa, más bien asiática, el objetivo se podía
considerar alcanzado con la conquista del valle del Nilo. Pero Cambises seguía
evidentemente, una política «africana», la natural en sus predecesores Saítas aparece empeñado en un juego político que, de
realizarse, haría prever un desplazamiento del centro del imperio Aqueménida de
Asia a África, concretamente de Persia a Egipto. La reacción persa no se hizo
esperar y tomó la forma de una reivindicación dinástica. En efecto, es
significativo que la revuelta contra él no tuviera su origen en alguna
provincia deseosa de independencia, sino que surgiera, precisamente, del
ambiente de la propia corte persa: el mago Gaumata, afirmando ser el legítimo
sucesor de Ciro, planteó sus pretensiones al trono. Mientras Cambises, alejado
así de su sueño africano, se apresuraba a regresar a Persia, murió durante el
viaje (Heródoto refiere que murió por haberse herido con una espada: que la
herida mortal se produjese justo en el mismo punto del muslo en el cual él había
herido de muerte al buey Apis, entra en el marco de la tradición contraria a
Cambises).
Darío I (522-486 a. C.), hijo de Histaspes, sátrapa de Hircania,
habiéndose hecho elegir rey, restableció el orden, eliminando al mago Gaumata y
enfrentándose, enérgica y victoriosamente, a las revueltas y a los intentos de
los usurpadores que se produjeron en Asia, Susiana,
Babilonia, Media, Armenia e Hircania, y que le
obligaron a mantener guerras durante dos años. También en Egipto se hizo
necesaria la intervención del Gran Rey para dominar las veleidades
independentistas de Ariandes, el sátrapa dejado allí
por Cambises. En el marco de la reorganización general de las provincias del
imperio, la satrapía de Egipto (que Darío I visitó en el año 517 a. C.) ocupó
un lugar importante; Egipto es la sexta de las veinte satrapías en que se
dividió el imperio; el tributo anual señalado a Egipto era de 700 talentos;
Egipto cargaba también con el mantenimiento de las tropas persas que residían
en Menfis y con el de las tropas aliadas, contribuyendo con 120.000 medidas de
grano; además, tenía que entregar los beneficios de la pesca del lago Metis, es
decir, 230 talentos anuales.
Diodoro señala a Darío I como el sexto y
último legislador de Egipto; el dato está confirmado por un documento demótico,
el verso del Papiro 215 de la Bibliothèque Nationale de París15 (el mismo que contiene el decreto de
Cambises relativo a los templos egipcios), que cuenta cómo Darío I, en su
tercer año de reinado, dio a su sátrapa en Egipto la orden de que reuniese a
los más sabios entre los guerreros, los sacerdotes y los escribas de Egipto, a
fin de que redactasen un informe sobre las leyes de Egipto, hasta el año
cuarenta y cuatro de Amasis; el trabajo de la comisión duró dieciséis años,
hasta el diecinueve de Darío. Las leyes así recogidas fueron escritas en un
papiro «en escritura asiria ( sirio=aramea) y en escritura epistolar
(demótica)». El propósito de Darío al ordenar también una copia del corpus de
leyes egipcias en arameo era, evidentemente, poner a disposición de los
funcionarios del gobierno, y, sobre todo, del sátrapa, un código en la lengua
administrativa del imperio Aqueménida. Darío se limitó, pues, a aceptar el
derecho indígena vigente hasta el año cuarenta y cuatro de Amasis, es decir,
hasta el final del reinado de Amasis.
La obra de Darío I respecto al derecho
egipcio fue obra de recopilador, no de legislador en cuanto a actitud
innovadora; ordenó que se excluyeran las modificaciones del derecho egipcio
inspiradas en el persa. Antes de Darío, se había producido un período de crisis
en el «derecho de los templos» vigente bajo Amasis, a causa del decreto de
Cambises ya citado; el acto legislativo de Darío I, unido a sus liberales
decretos en favor de los templos egipcios, tuvo gran importancia para
caracterizarlo como legislador. Este aspecto se descubre igualmente en el texto
de Diodoro: la impiedad de Cambises era también ilegalidad respecto a las leyes
egipcias, y la actividad legisladora de Darío parece encaminada a subsanar
aquella ilegal impiedad.
Por la inscripción de Udjahorresne, ya mencionada, sabemos que Darío encargó a
este alto personaje (que era también primer médico del rey) el restablecimiento
«después de la ruina» (ruina tal vez consecuencia, precisamente, del decreto de
Cambises) de las «casas de la vida»” (es decir, las instituciones de
instrucción superior ligadas a los santuarios). El sucesor de Cambises
consideró, pues, que no podía menospreciar el apoyo de los sacerdotes si quería
obtener una duradera y pacífica unión de Egipto a su imperio; su
actitud tolerante (típica de su política respecto a los súbditos de las
provincias), los reconocimientos del culto egipcio y la protección concedida al
sacerdocio (la construcción de un nuevo templo en El Kharga y la dotación de rentas del mismo debieron de costar sumas ingentes) le
valieron el favor de la clase sacerdotal y, en consecuencia, de todo el país.
Darío I no renunció, sin embargo, al derecho de sanción en el nombramiento de
los sacerdotes (derecho preexistente en Egipto): un documento demótico de su
reinado recuerda una ordenanza suya sobre las normas que el sátrapa debía
seguir para aceptar o recusar a un sacerdote en el cargo de lesonis (jefe administrado) de un templo.
Con el fin de intensificar las
relaciones comerciales entre Egipto y el golfo Pérsico, Darío I hizo abrir un
canal “que, desde el Nilo, cerca de Bubastis, llegaba
al mar Rojo, a través del Uadi Tumilat y de los lagos Amargos (realizando así un proyecto acariciado también, hacía
tiempo, por el faraón Nekao); este informe dado por
Heródoto ha sido confirmado por el hallazgo, en la zona del canal de Suez de
tres estelas con inscripciones en escritura jeroglífica y cuneiforme, las
llamadas «Estelas del Canal».
Mientras tanto, el equilibrio del mundo
mediterráneo oriental estaba sufriendo sacudidas; la intervención, aunque muy
suave, de Atenas a favor de los jonios de Asia Menor, rebeldes al yugo persa
(500-494 a. C.) descubrió al Gran Rey el nuevo rival que debía combatir:
Grecia; pero en el año 490 los persas fueron derrotados en Maratón por los
griegos. En el 486, poco antes de la muerte de Darío I, Egipto se rebeló. En
esta insurrección se vio una consecuencia directa de Maratón, pero es difícil
aceptar esta especie de contragolpe mecánico; es más probable, en cambio, que
se tratase de una rebelión como la de Ariandes, tal
vez estimulada por la relajación del control de los persas, mientras que éstos
planeaban tomar el desquite sobre los griegos.
La revuelta fue dominada por Jerjes I
(486-465/4 a. C.), hijo de Darío, con una expedición efectuada un año después
de la muerte de éste; Jerjes confió el cargo de sátrapa de la provincia egipcia
a su hermano Aquemenes. Mientras tanto la lucha entre
Grecia y Persia se desarrollaba con resultado adverso para el ejército persa.
Es sabido cómo terminó la expedición de Jerjes contra los griegos: Salamina,
Platea, Micala, la liberación de Jonia y la conquista
de Sesto, en el Helesponto, fueron las etapas de la derrota persa.
Jerjes I tuvo como sucesor a Artajerjes
I (465/4-425 a. C.). Al comienzo del reinado de Artajerjes se produjo en Egipto
una insurrección capitaneada por Inaro (acaso un
descendiente de la familia real Saíta) que llegó a
tener bajo su control el Delta, mientras que Menfis y el Alto Egipto
permanecían en poder de los persas (como se demuestra por algunos documentos
alto-egipcios fechados entre el quinto y el décimo año de Artajerjes). Inaro pidió ayuda a la flota ateniense que se encontraba en
aguas de Chipre. La petición fue atendida; el propio sátrapa Aquemenes fue derrotado y muerto en Papremis y las naves atenienses remontaron el Nilo hasta Menfis, donde los persas habían
concentrado la resistencia.
La intervención ateniense, sin embargo,
terminó en un fracaso: la flota griega fue cercada, a su vez, en la isla de Prosopitis por la flota persa al mando de Megabizo, sátrapa de Siria, y, tras un largo asedio, los
pocos supervivientes griegos tuvieron que retirarse a Cirene; también fue
aniquilada otra pequeña flota ateniense que, ante el curso de los
acontecimientos, había llegado como refuerzo a las aguas del Nilo. Megabizo regresó a Asia,
dejando como sátrapa de Egipto a Arsames. El
rebelde Inaro, hecho prisionero, fue llevado a Persia
y allí le crucificaron (454 a. C.).
En el 449-448, con la paz de Calias,
Atenas estableció con Persia un modus vivendi que suponía la explícita
renuncia, durante treinta años, a intervenir en perjuicio de los persas en los
asuntos de Chipre y de Egipto. Restablecida en Egipto la calma, se mantuvo
durante el período siguiente del reinado de Artajerjes I y durante casi todo el
reinado de su sucesor, Darío II (424-405 a. C.).
Entre el 411 y el 408, a finales del
reinado de este último, se manifestaron en Asia Menor, en la Media y en Egipto
síntomas de agitación. También hablan de disturbios ciertos documentos arameos
pertenecientes a la correspondencia del sátrapa Arsames, que precisamente en
aquellos años estaba ausente de Egipto, pues se encontraba en Susa junto al
rey; no es inverosímil que Amirteo estuviese activo en el Delta. Incluso el
episodio de violencia del cual fueron víctimas, en el año 410, los hebreos de
la guarnición de Elefantina, cuyo templo de Yaho (Yahvé) fue destruido por los egipcios, guiados por los sacerdotes del dios
Khnum (con la ayuda del gobernador del Alto Egipto y del jefe de la
guarnición), es tal vez un hecho político más que una manifestación de simple
intolerancia religiosa.
Artajerjes II (404-359/8 a. C.) es el
último rey de la «primera dominación» persa, reconocido como tal en el Alto
Egipto, en Elefantina; hasta la publicación del grupo de papiros ramos del
Brooklyn Museum se había creído que, con el fin del
reinado de Darío II, Amirteo (que inició los sesenta años de independencia
siguientes a la «primera dominación» persa) había tenido el control de todo
Egipto, pero algunos de dichos papiros prueban que Artajerjes era reconocido
como rey, en el Alto Egipto, por lo menos en diciembre del 402, durante los
primeros años del reinado de Amirteo.
Antes de proseguir la exposición de las
vicisitudes históricas que siguieron al período de la XXVII Dinastía es
conveniente examinar brevemente ciertos aspectos de Egipto durante esta época,
las líneas generales de su organización como satrapía y algunas manifestaciones
de su vida artística y espiritual.
El sátrapa, un miembro de la alta
nobleza y a menudo, de la propia familia del rey persa, que representaba para
los súbditos de la provincia la autoridad real y en cuyas manos se reunían
todos los hilos de la administración de Egipto, residía en la capital de la
satrapía, en Menfis. La cancillería del sátrapa de Menfis, copia fiel de la del
Gran Rey en Susa, comprendía a muchos funcionarios y a numerosos escribas;
entre, estos últimos también había escribas egipcios para las relaciones en
lengua indígena. En efecto, aunque la lengua administrativa oficial para todo
el imperio Aqueménida y, naturalmente, también para Egipto, era el arameo, el
propio sátrapa no dudaba en usar el demótico incluso en comunicaciones
oficiales con los indígenas (cf. la correspondencia entre Ferandares,
sátrapa durante el reinado de Darío I, y los sacerdotes de Khnum en
Elefantina”). Egipto mantuvo la tradicional división interna en grandes
distritos o provincias, división al mismo tiempo administrativa y jurídica que
ya existía en la época precedente. También en este caso se revela el sistema
propio del gobierno persa: no introducir innovaciones en las líneas generales
de la organización de los países sometidos, limitándose a poner funcionarios
persas en lugar de los indígenas (y no siempre, porque hay personajes egipcios
incluso en cargos importantes).
Es interesante registrar, en lo que se
refiere a los funcionarios persas en Egipto, una influencia cada vez mayor del
país conquistado sobre los conquistadores. Ilustran bien esta afirmación las
inscripciones, en el Uadi Hammamat,
de dos hermanos persas, Atiyawahi y Ayrawrata; el primero fue gobernador de la ciudad de Copto
(sus inscripciones van desde el 476 al 473 a. C.) y en los textos más antiguos
se limita a la fecha y a los nombres propios, mientras que en los posteriores
añade la imagen del dios de Copto, Min, seguida de una breve invocación al
mismo; el segundo (cuyas inscripciones van desde el 461 al 449 a. C. ) añade a
Min los dioses Horus e Isis de Copto, y luego Amón-Ré, rey de los dioses, y,
además, toma un nombre egipcio, Gedhor (gr. Taco,
Teos).
Al mando de cada distrito administrativo
estaba un gobernador (fratarak, en los
documentos arameos de la época). En la provincia de Tascetres (es decir, el distrito meridional, desde Asuán hasta Hermonthis,
donde empezaba el distrito de Tebas; acerca de este distrito estamos
especialmente informados gracias a los papiros arameos encontrados en
Elefantina), el fratarak, alrededor de los
años 410-408, era el persa Widrang, y su antecesor
había sido Damadin. La sede del fratarak de la provincia meridional estaba en Asuán; formaban parte de la administración
del distrito, y probablemente de la cancillería del fratarak,
los «escribas de la provincia» y los azdakaria (persa, de azda, instrucción, y kar, hacer). Las unidades administrativas menores,
aldeas y ciudades, tenían sus gobernadores, de rango inferior, que dependían
del gobernador del distrito.
La tesorería estatal se hallaba en
Menfis, bajo el patrocinio del dios Ptah. Durante el reinado de Darío I, el
cargo de «jefe de la tesorería» lo desempeñaba el egipcio Ptahhotep (del cual se encuentra una estatua naófora en el Brooklyn Museum,
y una estela, que lleva la fecha del año trigésimo cuarto de Darío, en el Museo
del Louvre). A esta rama de la administración pertenecía un gran número de
funcionarios; cada distrito tenía su «tesoro» con sus «tesoreros», sus
«contables del tesoro» y sus «escribas del tesoro» (en los papiros arameos de
Elefantina aparece la expresión «casa del rey» como sinónimo de «tesoro») y
también sus pakhuta (nombrados con los
«escribas del tesoro»), son funcionarios relacionados con la distribución de la
paga del gobierno al ejército.
En el ámbito de la administración de
justicia, la suprema autoridad era el sátrapa (en el papiro demótico Rylands
IX, el sátrapa parece haber ordenado el castigo de ciertos culpables, mediante
azotes y encarcelamiento, y es el sátrapa a quien un tal Petessi,
habitante de El-Hiba, dirige su petición para obtener justicia). Dentro de cada
distrito, el fratarak presidía un tribunal
civil. Por los papiros arameos de Elefantina (que son la fuente casi exclusiva
de nuestra información sobre la administración de justicia, del estado de los
tribunales y del procedimiento judicial, a falta de documentos procesales
egipcios de las épocas Saíta y persa), tenemos
noticia de los jueces de! gobierno: los «jueces del rey», los «jueces de la
provincia», los tiftaya (una especie de
«funcionarios de policía») y los guskaya (los
«informadores»,).
La administración de justicia en las
guarniciones militares era también competencia del jefe de las mismas; los
papiros arameos de Elefantina hablan asimismo de tribunales («segen y jueces») ante los que se solventaban los
pleitos de propiedad entre los mercenarios hebreos de la colonia de Elefantina.
El grupo de documentos demóticos sobre temas jurídicos, de la época persa, es
nuestra fuente de conocimiento del derecho privado contractual en aquel tiempo;
las leyes y la manera en que estaban formuladas no presentan solución de
continuidad con las de la época Saíta. Ciertos
elementos del derecho y de su formulación son, sin duda, comunes al uso egipcio
y al de los mercenarios hebreos de Elefantina (cuyos contactos con la población
egipcia se remontaban, por lo demás, a una época anterior a la persa, pues su
asentamiento inicial data del tiempo de Psamético II), y, en algunos casos, parecen derivar de una fuente común neobabilónica.
El gobierno Aqueménida tuvo desplazado
en Egipto un fuerte contingente militar, tanto para la defensa de las fronteras
como para la seguridad interior. Bajo los persas se mantuvieron las
guarniciones fronterizas en Elefantina, en Dafne y en Márea,
para la defensa del sur, del este y del oeste, respectivamente, como en tiempos
de los soberanos Saítas. Para el conocimiento de la
organización militar, son fundamentales los documentos arameos de la colonia de
mercenarios hebreos establecida en Elefantina; sabemos que la guarnición (en
arameo, haila) estaba dividida en degelin, «estandartes», cada uno de ellos con el
nombre del oficial superior (que era siempre un persa o un babilonio); el degel se dividía, a su vez, en mata,
«centurias», también denominadas con el nombre de sus oficiales. Mientras el
destacamento militar hebreo tenía su sede en la isla de Elefantina (donde fue
erigido también el templo del dios Yaho), otras
unidades militares, de semitas (y acaso incluso de egipcios ) residían en Siene, que estaba fortificada.
En Siene había
templos de las divinidades semíticas, como Nabu, Banit de Siene, Béthel y Melkatt-Scemin): también allí estaba Ja
sede del rab haila, el comandante de la guarnición de la frontera meridional (que mandaba,
probablemente, todos los destacamentos militares en el Alto Egipto, hasta
Menfis). Los mercenarios recibían del gobierno, mensualmente, una ración en
especie, de cereales y legumbres, y una paga en metálico. Otras
sedes de destacamentos militares (hebreos y tal vez de otras estirpes semíticas)
radicaban en Tebas y en Abidos. Menfis y su ciudadela, el «Muro blanco»,
estaban fortificadas, y la guarnición comprendía también hebreos, junto a
colonias de otros semitas, se empleaban asimismo mercenarios semitas en los
astilleros del arsenal de Menfis. En el Delta había unidades militares semitas:
el gobierno egipcio tenía mercenarios hebreos no sólo en Dafne, sino también en Migdal (probablemente, Pelusio)
y en Tell Maskhuta existía un núcleo de árabes que
adoraban a la diosa Ilat (han-Ilat).
El gobierno persa se sirvió también de
soldados egipcios (por ejemplo, tropas egipcias tomaron parte en la expedición
del Gran Rey a Grecia, en el año 480 a. C.; tropas de Jonia y de Caira formaban parte del ejército de Cambises cuando
conquistó Egipto, y, por lo demás, en el ejército persa, al lado del elemento
persa y babilonio, presente en número reducido en los puestos de mando, como rah haila y jefes
de los degelin, estaban representados
elementos caspios, corasmios y otros procedentes de las distintas provincias
del imperio, reflejando el mosaico de los distintos pueblos que lo componían.
En torno a las guarniciones extranjeras
y especialmente en las ciudades del Bajo Egipto, sobre todo en Menfis, el
Egipto de aquel tiempo era un hormiguero de persas, babilonios, semitas,
cilicios y griegos que se dedicaban a las actividades mercantiles y artesanas;
en el país circulaban las monedas más diversas, desde el scekel al estatera (junto al metal evaluado por el sistema ponderal en deben y kite). Por casi todas partes se encontraban
en Egipto cultos organizados de las divinidades extranjeras, con templos y
sacerdotes, según se sabe documentalmente: como Nabu, Escemun, Baal, Banit, Anath, Melkart-Scemin, Ilat (con excepción del dios de los hebreos, Yahvé, cuyo
único templo en Egipto estaba en Elefantina); por otra parte, los extranjeros
de Egipto gustaban de manifestar su estimación por las divinidades del país que les
acogía, y numerosas ofrendas demuestran su devoción (estelas,
vasos, pequeñas figuras del dios predilecto, con frecuencia del
buey Apis).
La vida religiosa de los egipcios, sin
perturbaciones ni cambios evidentes, continuó siendo lo que había sido ya en la
época Saíta: mucho formalismo en los templos y mucha
magia, acompañada por un desarrolladísimo culto a los animales sagrados entre
el pueblo. A la época persa se atribuye una interesante obra literaria: las Enseñanzas
de Sheshonq, escritas en demótico; estas
instrucciones para saber vivir, dirigidas por el autor a su hijo (según el
modelo de la literatura sapiencial egipcia), tienen un tono epigramático, un
sorprendente carácter de proverbial y familiar sabiduría.
La vida artística del Egipto de la XXVII
Dinastía no parece manifestar cambios o fracturas esenciales. Hay que recordar,
sin embargo, que precisamente durante este período de dominación extranjera es
cuando vemos aparecer en el arte egipcio el verdadero retrato, en el sentido
occidental del término (aunque en gran parte de la escultura se conserva, en
cambio, aquella especie de idealismo mórbido que había predominado en la época Saíta): entre los siglos VI y V antes de Cristo, y no en la
época tolemaica y bajo una influencia griega, fue, pues, cuando se inició el
retrato egipcio, uno de cuyos mejores ejemplos es el de la estatua naófora de Psamtek-sa-Neit, hoy en el Museo de El Cairo. Otro hecho
importante para el arte de esta época en Egipto es la existencia de un cierto
número de esculturas que muestran influencia persa en el vestido, una casaca
con mangas de variada longitud, con escote en punta y una amplia falda envuelta
y anudada delante, debida a la influencia de la moda persa y en los adornos,
collares y brazaletes de factura persa recordemos la estatua naófora de Udjahorresne del Museo Vaticano, la estatua de Ptahhotep en el Brooklyn Museum,
la estatua de Henata en el Museo de Florencia, la
estatua ya citada de Psamtek-sa-Neit y la de Uahibra en el Museo de El Cairo. Por lo demás, se han
encontrado en Egipto objetos de factura persa, fabricados allí por artesanos
persas o importados de Persia: sellos y objetos diversos con inscripciones
cuneiformes, algunas cabezas de rey de estilo persa, leones y cabezas de leones
en serpentina y alabastro de tipo Aqueménida y vasos que fueron, sin duda, obra
de artistas persas . Por otra parte, se han encontrado en Susa vasos de factura
egipcia, con inscripciones jeroglíficas y cuneiformes; obreros y arquitectos
egipcios tomaron parte en la construcción del palacio de Darío I en Persia, y
es innegable y evidente una gran influencia de la arquitectura y del arte
egipcios en la arquitectura persa
Así era el Egipto que Herodoto visitaba
con curiosidad de historiador hacia el año 450 a. C.
Con Amirteo (405/404-400/399) comienzan
los sesenta años de dominio indígena, los últimos de la independencia de
Egipto, que comprende tres dinastías, la XXVIII, la XXIX y la XXX. Para el
Egipto que ha recuperado su autonomía no hay más que un solo peligro y un solo
enemigo: Persia, para la cual Egipto es la provincia rebelde que debe ser
reconquistada y castigada. Así, todo enemigo de Persia es el amigo natural de
Egipto, y el equilibrio de las últimas dinastías indígenas se rige,
precisamente, por un juego de apoyos y de alianzas en la cuenca del
Mediterráneo. Amirteo es el único representante de la XXVIII Dinastía: tal vez
descendiente de los soberanos de la XXVI, es probable que situara su capital en Sais. Por Tucídides sabemos de una alianza de Amirteo
con el rey de los árabes para atacar Fenicia: un movimiento estratégico para
impedir una acción persa, amenazando las regiones sometidas aún al Gran Rey,
acción que, por otra parte, era muy poco probable dada la situación persa en
aquel momento. Amirteo logró también disponer de dinero y de naves para
consolidar su poder, mediante una traición: en efecto, en el año 400, Tamos, un
egipcio de Menfis que había sido gobernador de Cilicia bajo Ciro, se refugió en
Egipto, junto a Amirteo, con su hijo, su flota y sus tesoros, esperando
protección del soberano egipcio, el cual, por el contrario, mató a Tamos y a su
hijo, apoderándose así de sus bienes.
El reinado de Amirteo fue breve, pues ya
en el 399 fue destronado (y posiblemente muerto) y sustituido por una nueva
dinastía, la XXIX, cuyo fundador es Neferites (400/399-395/94), originario de Mendes, en el Delta.
Durante el reinado de éste, el alterno y cambiante juego de la política
greco-persa llevó a Esparta (tras haber sido aliada de Persia) a establecer
relaciones amistosas con Egipto; en el 395, el faraón envió refuerzos a la
flota espartana concentrada en Rodas, pero fueron a caer en manos de los persas,
mandados por el ateniense Conón.
El sucesor de Neferites, Althoris (394/93-282/81 a. C.), intervino activamente
en la política mediterránea, aliándose con Atenas y entrando a formar parte de
la liga contra los persas que reunía, en torno a Evágoras de Chipre, a los pisidios y a los árabes de Palestina. Evágoras logró
defender a Chipre contra los persas hasta el año 380, y Akhoris le envió cincuenta naves de guerra con abastecimientos de grano y dinero,
mientras consolidaba las fuerzas militares egipcias con mercenarios griegos y
hacía de Egipto una nueva potencia marítima. Los numerosos monumentos de su
reinado revelan una fuerte recuperación económica, y en el Alto y en el Bajo
Egipto se encuentran huellas de su actividad constructora.
Su sucesor, Neferites II, reinó sólo unos meses, pues fue destronado por Nectanebo de Sebenito (381/80-364/63 a. C.), que inició la XXX dinastía
(adviértase que, en el Egipto de la época tardía, la iniciativa parte siempre
del Delta, tanto por la mayor posibilidad de acción en el Mediterráneo como por
la decadencia del Egipto continental). La paz de Antálcidas (386 a. C.) había dejado a Persia en libertad para atacar a Egipto. Cabrias, el
almirante ateniense que antes había estado en relación con Akhoris,
se ofreció a Nectanebo para ayudarle, pero Atenas, por imposición de Persia, le
hizo regresar de Egipto (379 a. C.) y envió a Persia al general Ifícrates para
la campaña persa contra Egipto.
En el año 373, el ejército persa,
formado por imponentes fuerzas terrestres y navales, al mando de Farnabazo,
acompañado por el ateniense Ifícrates, atacó a Egipto por la parte de Pelusio, pero Nectanebo, mediante un sistema defensivo de
canales y de trincheras, logró evitar este primer ataque; el segundo sobrevino
por la boca del brazo mendésico del Nilo. El consejo
de Ifícrates (llegar rápidamente a Menfis, antes de que pudiera organizarse su
defensa) fue rechazado por Farnabazo. Mientras tanto, los egipcios habían
conseguido formar una sólida defensa en la zona de Mendes,
hasta que el Nilo, por ser la estación de las inundaciones, subiese lo
necesario para obligar a los persas a retirarse. En los años siguientes, todos
los intentos de reconquista de Egipto se vieron obstaculizados por la tendencia
que se manifestó en las provincias occidentales del imperio Aqueménida.
El reinado de Nectanebo I fue
notablemente próspero; los numerosos monumentos de su tiempo muestran una viva
actividad constructora y un deseo de tornar al estilo de la XXVI dinastía que
se manifiesta en un gusto arcaizante en la lengua, en la epigrafía y en la
escultura (en la que se advierte la vuelta a la tradición clásica y a la
representación de los rostros en el estilo idealista Saíta).
El hijo de Nectanebo,
Taco (Teo) (363/62 362/61 a. C.), con el ambicioso propósito de reconquistar
Siria y Palestina, acudiendo en apoyo de los rebeldes contra Artajerjes II,
organizó una poderosa flota y un fuerte ejército, y consiguió que llegase de Esparta
el propio rey Agesilao al mando de un cuerpo de mercenarios, y que de Atenas
llegase Cabrias como comandante de la flota. La grandiosa expedición, que
superaba las posibilidades de un faraón de aquella época y que utilizaba a
mercenarios griegos en número muy superior al empleado en otros tiempos en un
ejercito egipcio, exigía una cantidad de dinero excepcional. Taco logró
obtenerlo, siguiendo el consejo de Cabrias: las rentas sacerdotales fueron
reducidas a un solo diezmo, los ciudadanos fueron inducidos a entregar todo el
metal precioso que poseían (probablemente con la esperanza de obtener un fuerte
interés, pero se les reembolsó, por el contrario, en especie),
y las construcciones y los beneficios profesionales fueron sometidos a
impuestos. El hábil consejo del ateniense facilitó a Taco el dinero necesario,
y el ejército avanzó hacia Palestina, donde Taco obtuvo varios éxitos
militares. Pero su hermano, al que había dejado en Egipto como regente, le
traicionó, también le abandonó su sobrino Nectanebo, que desertó en Siria con
la mayor parte de los egipcios y con Agesilao y sus soldados. Taco huyó,
refugiándose junto al rey persa, en Susa, mientras Cabrias, que había tratado
de permanecer fiel a Tacto, regresó a Atenas. Entretanto en Egipto, un hombre
de Mendes (quizás un descendiente de la familia de la
XXIX Dinastía) se había hecho proclamar rey y tenía muchos seguidores; así, Nectanebo,
que había tenido que regresar a Egipto, se encontró frente al usurpador, que le
sitió en una ciudad del Delta, junto con Agesilao; la capacidad militar del rey
de Esparta logró dar cuenta de los sitiadores y aniquilar a los enemigos de
Nectanebo.
Nectanebo II ocupó el trono de Egipto
(361/60-343 a. C. ). y su reinado, relativamente próspero, es rico en actividad
constructora y en numerosos monumentos. En el 358 Egipto se vio amenazado por
una invasión persa capitaneada por el príncipe Artajerjes (acaso acompañado por
Taco) cuyos pormenores ignoramos, pero que fracasó. Otro intento de invasión,
del que tampoco conocemos los detalles, se produjo en el 351, por obra de
Artajerjes, ya rey (Artajerjes III Oco), pero fracasó
también. Mientras que Siria y Chipre, entre el 349 y el 346, se agitaban bajo
el dominio persa, Nectanebo había permanecido neutral, pero, en el 346, al
enviar al rey de Sidón cuatro mil mercenarios al mando de Mentor de Rodas, dio
ocasión a Artajerjes para lanzarse contra Egipto y reconquistarlo. En el 343,
tras reconquistar Chipre y Sidón, Artajerjes pudo concentrar todas sus fuerzas
contra Egipto. El ataque, al mando de Bagoas, se
produjo cerca de Pelusio. Los preparativos de defensa
del faraón eran excelentes, pero la situación de las fortificaciones egipcias
había sido revelada a los persas por Mentor de Rodas, que se había pasado a
Persia y que mandaba una sección del ejército invasor. Vencidas así las
defensas de Pelusio, Bagoas consiguió la rendición de la ciudad del Delta (favorecido también por la
rivalidad entre griegos y egipcios). Mientras tanto, Nectanebo había
permanecido en Menfis; cuando tuvo noticia de que todo el Bajo Egipto estaba en
poder de los persas, reunió sus tesoros y huyó a Nubia, probablemente
refugiándose junto a un príncipe de la Nubia septentrional, acaso con la
esperanza de poder volver a Egipto. No tenemos noticias sobre su fin; la
leyenda le atribuía después la paternidad de Alejandro Magno: Nectanebo, con
sus poderes mágicos, tomó el aspecto del dios Amón y se unió a Olimpíade, la madre de Alejandro. ¡Así el orgullo nacional
egipcio podía afirmar que los persas habían sido expulsados de Egipto por un
egipcio!
Después de sesenta años de
independencia, Egipto volvió a caer, pues, bajo el dominio persa: esta breve
«segunda dominación» o XXXI Dinastía llega hasta el año 333 a. C. Es verosímil
que .Artajerjes tratase a Egipto con mano dura, considerándola como una
provincia rebelde reconquistada tras larga resistencia. Los autores griegos (Plutarco, De Isis y Osiris; Eliano, Varia Historia) acumulan contra
Artajerjes III las acusaciones de impiedad y de violencia: mató y comió con sus
amigos el buey Apis (la piedra de toque para el comportamiento de los reyes
persas es el Apis; la excesiva analogía de estas acusaciones y las formuladas
contra Cambises hace sospechar de la autenticidad de los datos), y, en su
lugar, ofreció un asno a la adoración de los egipcios; mató también al buey de
Heliópolis, Mnevis, y al chivo sagrado de
Menfis, saqueó los templos y destruyó las murallas de Ias ciudades. Una estela de época posterior, la «Estela del sátrapa»
del 312 a. C., prueba que Artajerjes III confiscó un territorio
perteneciente a la diosa Buto.
Artajerjes regresó a Persia, dejando en
Egipto como sátrapa, a un tal Ferendares, pero en el
año 338 murió envenenado por Bagoas, que puso en el
trono al hijo menor del rey, Arses, muerto por el
mismo Bagoas en el verano del 336. Entre el final del
338 y el 336, Egipto conoció un brevísimo período de independencia de Persia,
con un rey llamado Khabbash, al que las fuentes clásicas
ignoran, pero conocido por un cierto número de monumentos egipcios: la «Estela
del sátrapa», antes citada, relata que Khabassh, en
su segundo año de reinado, inspeccionó las defensas del Delta para estar en
disposición de rechazar los ataques de los persas. El origen de este rey
permanece oscuro, y sobre ello se han formulado las más diversas hipótesis,
especialmente a causa de su nombre, que no parece egipcio: tal vez era un
árabe, un sátrapa rebelde, un libio o un etíope. Quizá la hipótesis más fundada
sea la de que se trataba de un jefe nubio que había bajado a Egipto desde el
sur; a ella puede haber contribuido el hecho de que Nectanebo II se hubiera
refugiado en Nubia. Las huellas de Khabbash se
pierden después de su segundo año. En el 335, cuando Darío III Codomano fue elevado al trono por Bagoas,
que había matado a Arses, Egipto está bajo el dominio
del rey Aqueménida. Mientras tanto, se acercaba el final del imperio persa: en
el año 334 el macedonio Alejandro, atravesó el Helesponto y obtuvo en el Gránico su primera gran victoria sobre Persia; con la
batalla de Isos, en el 333, Darío III perdió la parte
occidental del imperio.
Sabemos que en Isos también combatía por el Gran Rey un alto personaje egipcio, Semtaufefnekhet de Heracleópolis: en su inscripción, conocida como la
«Estela de Nápoles» (redactada en tiempos de Alejandro Magno), recuerda haber
combatido al lado del rey persa contra los griegos, y haber salvado su vida
huyendo a través de varios países y cruzando el mar para volver a Egipto. En la
batalla de Isos, pereció el sátrapa de Egipto, Sabace; después de Isos, el macedonio
Amintas, que se había puesto al servicio de Persia, huyó con otros jefes y ocho
mil soldados, y, habiendo pasado a Pelusio desde
Chipre, se presentó como enviado de Darío para sustituir al sátrapa Sabace, logrando atravesar el Delta en dirección a Menfis;
pero el sátrapa nuevo autentico, Mazace, hizo frente
y aniquiló a Amintas y a sus seguidores. Cuando a finales del 332 Alejandro se
presentó en Pelusio, pudo avanzar triunfalmente hasta
Menfis sin encontrar resistencia: en realidad Mazace le entregó el país sin lucha.
Egipto deja definitivamente de formar
parte del imperio Aqueménida, cuyo poder ha terminado, y pasa a pertenecer al
de Alejandro Magno. La herencia de Alejandro será recogida por los Tolomeos y después por los romanos.
17. Mesopotamia durante el
dominio persa
En el año 612 el medo Ciaxares había destruido Nínive; en el 539 el persa Ciro
hizo desaparecer el último estado independiente de Mesopotamia al apoderarse de
Babilonia. Pero la cultura nacida en el suelo mesopotámico todavía no estaba
agotada, y aún habían de pasar más de cinco siglos antes de que desapareciese.
Babilonia seguía siendo el centro de un país de antigua civilización, al que la
conquista persa había puesto en el centro del mayor conjunto político de la
antigüedad; mejor que antes, regiones lejanas intercambiaron hombres y productos,
ideas y formas de vida religiosa. Babilonia atraía por su brillante pasado, por
lo que se decía de su riqueza y esplendor, y se convirtió en una encrucijada
donde comerciantes, emigrantes y tropas extranjeras situadas ahí por el Gran
Rey acabaron mezclándote con la población antigua. No por eso dejó de
mantenerse la civilización babilónica y de continuar, por ejemplo, su obra
jurídica y científica: pero los hombres, los dioses, el idioma, la sociedad, no
podían seguir siendo lo que eran: empezaba un mundo nuevo en el que la antigua
cultura iba a fundirse lentamente, legando lo mejor de sí misma. Dé esa
mutación en la historia de una civilización, se encuentran aclarados muchos
aspectos por una documentación de una abundancia excepcional.
Ya el período neo-babilónico,
o caldeo (627-539), es prodigiosamente rico en textos de todas clases; hasta el
año 400, aproximadamente, la época persa no lo es menos: los textos se cuentan
en ella por minares; los fondos de los museos no han sido aún catalogados; la
exploración arqueológica descubre constantemente textos nuevos: el último gran
conjunto apareció en el yacimiento de Uruk/Wanka, en
ocasión de la XVIII campaña de excavaciones, donde se contaron 205 tabletas
económicas, fechadas del 550 al 489. No han sido editados todos los textos, ni
mucho menos, y nos hallamos en presencia de una ingente documentación de la que
los especialistas sólo sacan partido lentamente: contiene textos históricos;
por sus cartas y sus contratos es sobre todo una fuente de información de orden
económico y jurídico. En Nippur los excavadores encontraron un gran número de
tablillas de enorme importancia, dado que se trata del archivo de una poderosa
empresa comercial, la de los Murashu, en plena actividad a fines del siglo V.
Aun en condiciones menos excepcionales, la documentación permite generalmente
conocer las estructuras sociales y económicas de Babilonia durante más de dos
siglos. Los numerosos elementos para fecharla que nos proporciona permiten
esperar una solución completa de los problemas de la cronología. Uniéndole los
resultados de la exploración arqueológica, utilizando los relatos de los
primeros griegos que conocieron entonces personalmente el mundo oriental, Herodoto,
Jenofonte y Ctesias, podemos esperar reconstruir, mejor que en muchos otros
períodos, la vida del hombre de aquel tiempo.
La caída del imperio caldeo fue acelerada
por la oposición que había suscitado Nabónido. En ello intervino decisivamente
la traición: Ugbaru, gobernador de Gutium, el oficial
persa que había tomado Babilonia, era un dignatario babilónico ya conocido en
tiempos de Nabucodonosor, que se pasó ahora al enemigo. El tránsito de un amo a
otro se hizo sin pena ninguna, tanto que los contemporáneos, felices de verse
libres de Nabónido, no pensaron ni por un momento que quizás acababa de
terminar un mundo. Al entrar en Babilonia el 29 de octubre del 529, Ciro volvió
a tomar los títulos tradicionales, mantuvo en sus puestos a los funcionarios y
los puso bajo el mando de Ugbaru, cuyo nombre se
tradujo como Gobrias. La enorme satrapía que
gobernaba tenía el mismo territorio del antiguo reino caldeo, y se extendía
sobos toda la Mesopotamia, Siria, Fenicia y Palestina; a los ojos de todos, el
imperio de Ciro parecía la reunión del imperio persa y del reino de Nabucodonosor.
Ciro se preocupó mucho de ser entronizado según las formas: su hijo Cambises,
actuando por procuración, asió la mano del dios Marduk al celebrar la fiesta
del Año Nuevo (el Akitu) el 27 de marzo del 538; en
adelante Ciro llevó los títulos de «Rey de Babilonia y rey de los Países»,
expresando por esa doble denominación que el reino de Babilonia quedaba unido personalmente
al imperio persa y no era tratado como una tierra anexionada por derecho de
conquista.
Los primeros actos de Ciro habían
afirmado su respeto para sus nuevos súbditos. Muy hábilmente, volvió a la
política religiosa de Nabónido, ganándose a sacerdotes y devotos por la restauración
de la antigua religión; los templos fueron mantenidos de nuevo y el culto
asegurado; las estatuas de los dioses y el mobiliario cultual, que Nabónido
había amontonado en Babilonia, fueron devueltos a sus santuarios. La ciudad de
Babilonia, los templos de Asiria, de Gutium y del Elam, recobraron así sus
santos patronos. No menos hábilmente se hizo valer que Ciro, por su piedad, por
la bendición de los dioses tradicionales que revelaba la serie de sus
brillantes éxitos, era el soberano legítimo; puede sospecharse que el
sacerdocio de Babilonia manipuló los textos que condenaban la memoria de
Nabónido y presentaban a Ciro como el elegido de los dioses, el príncipe
investido de una santa misión. Realmente, la muchedumbre había visto entrar a
sus tropas en Babilonia sin cometer el menor pillaje, y la Crónica
Babilónica había observado: «A fines de Tashritu (mediados de octubre), los porta-escudos del Gutium guardaron las puertas del Esagil (el templo de Marduk, abandonado por Nabónido); no
se acercó ninguna lanza al Esagil ni entró en el
santuario; no fue transgredido ningún rito». A ese concierto de alabanzas se
unió la voz inesperada de los profetas de Israel: el segundo Isaías saludaba en
Ciro al «Ungido del Señor»; el 538, el príncipe liberal hacía por Jerusalén lo
que había hecho por los templos paganos de Mesopotamia: le eran devueltos sus
objetos de culto y se ponían los cimientos de un templo nuevo.
En Babilonia, en el corazón del nuevo
imperio persa, Ciro dejó a su hijo Cambises como una especie de virrey;
instalado en Sippar, el joven príncipe hizo allí su aprendizaje del oficio de
rey y gobernó a toda Mesopotamia hasta el 530. Cuando su padre partió para el
Turquestán para combatir a los masagetas, fue designado heredero del trono
imperial con el título de «Rey de Babilonia». Tal precaución era buena, pues
Ciro fue muerto en el verano del 530. Desde el mes de septiembre los textos
babilónicos adornaban a Cambises, su rey, el heredero designado ante todos por
su poder sobre el reino de Babilonia, con la titulación imperial completa: «Rey
de Babilonia y Rey de los Países». El nuevo soberano persa no debía detenerse
en su reino; partió a la conquista de Egipto y murió en el viaje de regreso, en
Palestina, donde le habría llegado la noticia de la usurpación de Bardiya, que todavía se llamaba Esmerdis, quizás hermano de
Cambises. Los babilonios no tuvieron escrúpulo en reconocer al nuevo soberano
en la primavera del 522, pero tomaron las armas contra Darío, el usurpador,
cuando éste mató a Bardiya en Media, el 29 de
setiembre del 522.
El 3 de octubre del año 522 se sublevaba
Babilonia, y el movimiento nacionalista que había apaciguado la habilidad de
Ciro y de Cambises se despertaba: el rey caldeo Nabucodonosor se decía hijo de
Nabónido, y por un momento pareció capaz de contrarrestar la fortuna de Darío.
Pero, vencedor el 13 de diciembre del 522, fue aplastado y muerto cinco días
después en la batalla de Zazana. El 22 de diciembre
del 522 algunos textos mencionaban a «Darío, Rey de Babilonia y Rey de los
países». El vencedor se había mostrado clemente; al año siguiente estallaba una
nueva rebelión, y un nuevo rey, Nabucodonosor, que se decía también hijo de
Nabónido, hacía renacer la esperanza de un reino independiente. De septiembre a
noviembre del 521, su reinado no duró diez semanas: el excelente ejército persa
aplastó a los babilonios bajo los muros de las fortificaciones interiores; el
rey de Babilonia pereció en el garrote con sus partidarios; la ciudad fue
saqueada, se violaron las tumbas reales y se desmantelaron las fortificaciones
interiores.
El nuevo amo hubiera podido ser más
como lo sería Jerjes unos cuarenta años más tarde. A pesar de las violencias
de los años 522 y 521, Babilonia vivió, no obstante, de la misma manera
desde Ciro hasta la muerte de Darío en el 486, o sea, durante más de cincuenta
años. La tutela apenas se hizo sentir; en el reinado de Darío sólo se
consigna la introducción de iranios, cada vez más numerosos, que compartían con
los babilonios los puestos inferiores de la administración y hasta se sentaban
en el banco de los jueces para asegurar la interpretación y la aplicación de la
ley del rey. Nuevos impuestos pesaron sobre Babilonia como sobre todas las
satrapías del imperio, y una administración más estricta, animada por la
voluntad real, dominó más severamente al país. Los asiriólogos han publicado
hace ya tiempo los textos que narran la historia del deshonesto Gimillu, servidor del templo de la Eanna de Uruk, que robaba el ganado de la diosa Ishtar y cometía mil malversaciones.
En una serie de episodios que parecen una novela picaresca, consiguió, con
ayuda del soborno, escapar a la justicia en el curso de los procesos intentados
entre el 538 y el 534. ¿Fue aquello efecto de la nueva administración?
Comprobamos que en el 520 el personaje fue llamado a rendir cuenta de sus
delitos.
Babilonia seguía siendo una capital
imperial, con igual derecho que Susa y Ecbatana. Dentro de sus murallas Ciro había
recibido el homenaje de los príncipes vasallos, «de todos los reyes que habitan
los palacios de toda la tierra, y del mar Superior al mar Inferior, de todos
los reyes de Occidente que viven bajo tienda». Darío vivió allí, ocupando el
palacio de Nabucodonosor, donde se encontró su autobiografía grabada en una
estela. A pesar de la nueva repartición de las provincias en satrapías, la
ciudad seguía siendo la capital de un vasto conjunto político y administrativo;
el sátrapa Ushtanni, que vivía en ella, era
administrador de la satrapía de Babilonia y de Siria (la 9ª), y de la satrapía
de Abar-Nahara (la 5ª), es decir, !a Transeufratina, que agrupaba la Mesopotamia del noroeste,
Siria, Fenicia y Palestina. Así sobrevivía el imperio de Nabucodonosor bajo
otras palabras administrativas.
A Babilonia los reyes persas deben su
arquitectura imperial; no contentos con construir un nuevo palacio entre el de
Nabopolasar y el antiguo lecho del Eufrates, en el complejo de edificios que
los excavadores han llamado la Ciudad-Sur, repitieron, para aquel palacio como
para el que Darío hizo construir en Susa, tradiciones arquitectónicas probadas:
la edificación de grandes terrazas que debían soportar a los edificios reales,
el empleo, en Susa, del plano tradicional consistente en numerosas habitaciones
de dimensiones restringidas que se abrían a una serie de patios, la decoración
de ladrillo esmaltado que lleva en bajorrelieve frisos de animales, de flores o
de soldados de la guardia, los Inmortales. Como Cambises en el reinado de Ciro,
Jerjes, el heredero designado, aprendía su oficio de rey en Babilonia; vivía en
la parte del palacio que fue construida entre el 498 y el 496, y que sin duda
era el corazón del palacio imperial construido por Darío.
Una vez rey, Jerjes puso término a la
política de sus predecesores; sustituyó un equilibrio fundado en el respeto a
la personalidad política de Egipto y de Babilonia con una nueva situación en la
que todos los territorios reunidos en el imperio persa fueron igualmente
tratados con severidad, sin ninguna consideración para el prestigio de su rica
civilización. Se nos escapan muchos elementos. ¿Pensaba Jerjes que ya no eran
necesarias las contemplaciones de sus antecesores? Así se puede creer cuando se
sabe que, ya en el 486, año de su ascensión al trono, afirmó el carácter iranio
de su monarquía con el título de «Rey de los Persas y de los Medos, Rey de
Babilonia y de los Países». ¿O bien se decidió por una solución política
radical cuando vio en ella el único medio de acabar con los nacionalismos
egipcio y babilónico? En el 485 los movimientos que agitaban a Egipto fueron
duramente reprimidos; después le llegó la vez a Babilonia. La cronología de los
acontecimientos es muy incierta, y los historiadores aún no han llegado a un
acuerdo sobre el partido que se puede sacar de la documentación proporcionada
por las fechas que llevan las cartas y los contratos cuneiformes; quizás
ocurrió todo en un año; quizás hubo dos sublevaciones, entre el 484 y el 482, y
sólo la segunda de ellas fue objeto de una represión feroz. Hubo dos reyes en
Babilonia, Bel-Shknanni y Shamash-Eriba,
que reinaron el mismo año (482), o bien con dos años de diferencia, el primero
en el 484 y el segundo en el 482, pero sólo durante algunas semanas en ambos
casos. Para el 482, estamos seguros de la dureza de los vencedores, mandados
por Megabizo. Las ruinas fueron considerables, y es
probable, por ejemplo, que Borsippa fuese destruida, puesto que
no volvió a escribirse allí ningún documento. La misma Babilonia
sufrió mucho; para aplastar toda posibilidad de rebelión en vísperas
de la segunda guerra médica, el ejemplo debía ser terrible, mas era igualmente
preciso que el lugar de Babilonia en el imperio fuese
el de una simple satrapía. Babilonia fue, pues, saqueada y sus fortificaciones
fueron desmanteladas de nuevo; la ciudad fue herida en su alma por la ruina de
sus santuarios, la destrucción del Esagil y del
zigurat del Etsmsnanki, y la desaparición de la
estatua de Marduk, que fue fundida; el clero del dios nacional fue atacado y en
parte muerto. Materialmente, el reino de Babilonia ya no podía existir; la
desaparición de la estatua de Marduk, la imposibilidad de celebrar su culto y
sobre todo la fiesta del Año Nuevo (el Akitu),
en que el rey asía la mano del dios y recibía de él la investidura, todo eso
hacía que va no pudiera haber rey de Babilonia, ni unión personal de Babilonia
y el imperio; desaparecía, en consecuencia, un estado político hecho de mesura,
de equilibrio entre las diversas partes del imperio persa. El rey de Persia
sólo conocía ya a sus súbditos sometidos a un mismo príncipe iranio, y el
recuerdo del gran imperio caldeo debía desaparecer con el desmantelamiento d lea
satrapía en otro tiempo enorme: nunca más Siria y el noroeste de Mesopotamia, el Abar-Nahara, habrían de ser gobernadas como partes de
Babilonia.
Había terminado el papel político de la
antigua ciudad. Durante mucho tiempo siguió siendo aún una gran ciudad, rica
por su actividad económica, fuerte por sus numerosos habitantes, todavía
imponente por los monumentos que Jerjes no había destruido. Los reyes de Persia
se detenían en ella con frecuencia, o individuos de la familia real, como Darío
II antes de subir al trono, y cuando volvió a ella para morir; como Parisatis,
hija de Artajerjes I, mujer de Darío II, que fue desterrada a ella en el 425;
como Artajerjes II, que fue llevado allí después de la batalla de Cunaxa (3 de septiembre de 401) para curarse sus heridas.
Los reyes habían conservado el uso de los palacios caldeos y de los edificios
que les había añadido Darío; totalmente aislados de la ciudad por el nuevo
curso del Eufrates, llevaban allí el modo de vida de los grandes señores
persas, se habían hecho jardines ornados con un pabellón de reposo y hacia el
345 Artajerjes III retocó el palacio de Darío haciendo construir una apadana.
Nos es difícil apreciar si la autoridad
persa se hizo más dura, más exigente, a partir del reinado de Jerjes. Nos sentiríamos
tentados a responder que sí, teniendo en cuenta la política de ese
rey y el número más restringido de documentos cuneiformes que han
llegado a nosotros de fines del siglo V. Pero el empleo del arameo escrito en
pergamino o en papiro serviría quizás mejor para la redacción de documentos que el uso
anterior de las tabletas de arcilla, o bien sólo éstas resistieron la acción del
tiempo. Las actividades de una firma comercial como la de los Murashu, a fines
del siglo V, muy bien pueden significar las posibilidades de enriquecimiento de
hábiles hombres de negocios, fuera o a expensas de la actividad económica en
general. Queda el testimonio de Herodoto, criticable sin duda, pero cuya
coherencia es impresionante. Es difícil creerle cuando dice que las familias
babilonias hacen hieródulas a sus hijas o las venden en subasta; pero es
significativo que explique esos rasgos de costumbre por la extremada pobreza de
la mayor parte de las familias, arruinadas por la dureza de la administración
persa. Aunque no pueden aceptarse las cifras sin cierta desconfianza, parece
que lo que nos dice del total de las contribuciones exigidas a Babilonia
expresa bastante bien el peso de la carga fiscal: mil talentos al año, el
sostenimiento de la corte y del ejército, por entregas en especie, durante la
tercera parte del año. ¿Debe creérsele cuando dice que el sátrapa de Babilonia
sacaba diariamente de su gubernatura un volumen de más de doce litros y medio
en dinero? ¿Que mantenía a expensas de sus administrados sus 800 caballos
sementales y sus 16.000 asnos? Salvando las cifras, esos relatos significan al
menos que el vencedor vivía muy bien en una provincia rica, a la que las
costumbres políticas permitían explotar sin demasiados escrúpulos.
Algunos testimonios de los
contemporáneos y los resultados de la arqueología nos permiten conocer un poco
lo que era entonces el paisaje y la geografía de Mesopotamia. La única región
bien poblada y bien explotada era Babilonia, desde el punto en que el Tigris y
el Eufrates unen sus cursos hasta el mar. Asiria no era, sin embargo, un
desierto; poseemos sin duda el conmovedor testimonio de Jenofonte sobre las
ruinas de Nínive y de Kalkhu (Nimrud), cuando los
mercenarios que él mandaba pasaron a lo largo de las dos ciudades destruidas,
cuyos nombres hasta se habían olvidado. Sobre Kalkhu:
«Los griegos... llegaron a las orillas del Tigris. Había allí una gran ciudad
desierta llamada Larisa. En otro tiempo estaba habitada por los medos. La
muralla de dicha ciudad tenía veinticinco pies de grueso y cien de altura. El
contorno de la muralla era de dos parasangas (unos 12 kms).
Estaba construida con ladrillos de arcilla, pero el basamento era de piedra,
hasta una altura de veinte pies». Sobre Nínive: «Los griegos llegaron a una
muralla desierta inmensa, situada cerca de una ciudad llamado Mespila (Mashpil en acadio
significa «la desierta»), que en otro tiempo estaba habitada por los medos. La
base de esta muralla, hecha de piedra pulimentada, llena de conchas, tenía
cincuenta pies de espesor y cincuenta de altura. Sobre esa base se había
construido un muro de ladrillo, de cincuenta pies de ancho y cien de alto. La
muralla medía seis parasangas (unos 36 kms) de
contorno» (Anábasis). Pero la ciudad de Asur no estaba abandonada; la antigua
ciudad ya no era una capital, pero las excavaciones han demostrado la
permanencia de establecimientos humanos hasta la conquista parta, así como la
onomástica atestigua la presencia de numerosos asirios en toda Mesopotamia,
donde sus nombres teóforos contienen la mención de
Asur, el dios nacional.
En el camino que los llevaba de Tapsaco a Cunaxa, los mercenarios
griegos apenas vieron otra cosa que la estepa, atravesada por animales
salvajes, como asnos, avestruces o avutardas; la organización política y
militar del imperio Seléucida debía llevar más tarde a los soberanos griegos a
multiplicar la fundación de ciudades a lo largo del curso medio del Eufrates:
Dura-Europos había de ser uno de los ejemplos mejor
conocidos. Babilonia tenía, por el contrario, numerosas ciudades. Heródoto
visitó Babilonia veinte o treinta años después del terrible castigo que le
infligió Jerjes; la ciudad era todavía suficientemente impresionante para que
el Padre de la Historia le concediese los epítetos convencionales que se
aplicaban a las grandes capitales, tales como la denominación de «ciudad de las
cien puertas», lo que no responde de ningún modo a lo que la arqueología nos ha
revelado. Sin embargo, las ruinas eran inmensas, y algunos de los silencios, o
de lo que se ha tomado por errores del viajero, pueden ser datos preciosos. No
pudo entrar en la ciudad real, aislada por el Eufrates, barrio inaccesible
donde estaba acantonada la guarnición persa, y, por lo tanto, no dice nada de
los palacios de los teyes caldeos, del que había construido Darío, ni de los
jardines colgantes, tan alabados por los historiadores griegos posteriores. Si
menciona la puerta de Ishtar, de la que le habían hablado los contemporáneos;
no pudo verla, y así se explica su sorprendente silencio sobre la famosa decoración
de ladrillos esmaltados. Sí vio personalmente la ciudad interior, y sobre todo
el santuario del Esagil, palabra con la que designaba
todos los edificios del santuario, y principalmente el zigurat. El conjunto era
aún impresionante, y las destrucciones de Jerjes no habían podido hacer
desaparecer la enorme torre de pisos, pero la habían dañado lo suficiente como
para que Heródoto diese acerca de ella informaciones inexactas. Nos dice que se
componía de ocho terrazas, porque el hundimiento de los pisos superiores y la
falta de aristas vivas en aquel enorme montón de ladrillos que volvía a ser una
montaña de arcilla no permitía ya contar las terrazas; con más razón aún, no
pudo ver nada del pequeño templo que se elevaba en lo alto del zigurat; lo que
nos dice de su enorme valor procede de la imaginación de quienes le informaron.
Babilonia ya no tenía fortificaciones; Heródoto ni siquiera menciona la muralla
exterior; en cuanto a la muralla que ceñía directamente a la ciudad, y de la
que la exploración arqueológica nos ha revelado que se componía de dos muros
distantes entre sí algunos metros, la vio como un solo muro; las destrucciones
de Darío y de Jerjes y la falta de cuidados habían hecho que se hundiese la
parte superior de los dos muros y el viajero no veía más que sus bases; en
conjunto no formaban más que un solo muro muy ancho, porque el espacio que los
separaba se había llenado de los restos caídos. La arqueología confirma en
general el cuadro de una ciudad todavía tan impresionante que Alejandro la hizo
capital de su imperio, pero progresivamente degradada. En el centro de la
ciudad, en el distrito residencial descubierto en el Merkes,
los excavadores sólo encontraron algunas construcciones nuevas; las casas antiguas
se conservaban por lo general, pero los terrenos no edificados se extendían
progresivamente; se hundían casas que no se reconstruían, y los habitantes
cavaban tumbas en su lugar; el número de estos pequeños cementerios esparcidos
entre las viviendas creció regularmente durante los dos siglos de la dominación
persa.
Otras ciudades conocieron una decadencia
más brutal. Podemos juzgarlo por las excavaciones de Ur.
La ciudad había tenido un extraordinario resurgimiento durante los reinados de
Nabucodonosor y de Nabónido, como pusieron de manifiesto las grandes
construcciones de sus santuarios. Ciro no destruyó allí nada, lo mismo que en
Babilonia; acabó los trabajos, contentándose con hacer desaparecer los textos
dedicados a la gloria de Nabónido; bajo Cambises y Darío la ciudad alcanzó la
cima de su prosperidad, y hemos recogido el mayor número de tablillas
económicas para los últimos veinte años del siglo VI. Después sobrevino la
decadencia irremediable; no hay necesidad de recurrir para explicarla a los
desastres de las guerras y de las revoluciones. Más sencillo, la ciudad sufrió
por el desplazamiento del curso del Eufrates, ya sensible en la época neobabilónica; bastante mal cuidada, la red de canales fue
poco a poco desapareciendo; la vida se alejaba progresivamente de la ciudad,
que perdió su puerto y sus vías fluviales. Grandes obras hubieran podido sin
duda devolverle la vida, pero Ur no las merecía ya.
Su prosperidad le venía de su posición comercial, cuando el golfo Pérsico y el
Océano Indico eran vías comerciales más importantes que las terrestres. La
conquista persa se tradujo bastante pronto por la preeminencia de las rutas
caravaneras que, desde la meseta iraní, llegaban a Fenicia y a Asia Menor. Al
dejar de ser la ciudad en que se efectuaban los trasbordos, donde se
amontonaban los productos exóticos, Ur vio decaer sus
templos, por los cuales había mostrado Nabónido un celo exclusivo. Fueron
abandonados progresivamente y sus materiales utilizados de nuevo; su
emplazamiento no tardó en ser invadido por viviendas, la ciudad ya no era más
que una miserable aldea en el momento de la conquista de Alejandro, y el último
texto que se encontró en ella data del 316.
La riqueza del suelo mesopotámico era
proverbial, y Babilonia aún merecía esa reputación bajo el dominio persa.
Asolada por las guerras de fines del siglo VII, Asiria, todavía poblada, sólo
era una provincia secundaria; por el contrario, Babilonia estaba cubierta por
una densa red de canales de riego, aunque la decadencia fuese ya perceptible en
aquella época: los cambios de curso de los dos ríos y la progresiva salinidad
de las tierras irrigadas creaban problemas que los hombres de entonces no siempre
podían resolver, y la negligencia, las destrucciones y la pérdida de los
recursos en los momentos de disturbios causaron daños irreparables. En
Babilonia, el Eufrates había desviado violentamente su curso y hundido muelles
y diques al norte de la ciudad a la que, describiendo una gran curva, había
dividido en dos partes; Ur moría por el alejamiento
de las aguas, y la exploración arqueológica ha revelado la extensión progresiva
de las instalaciones urbanas en los terrenos que habían abandonado las aguas.
En conjunto, el campo, sin embargo, se cultivaba intensivamente y se pobló con
numerosas aldeas y caseríos, a juzgar por la toponimia, que contiene muchos
nombres de lugares formados con nombres de personas.
La agricultura y la ganadería daban en
cantidad sus productos tradicionales: cebada y dátiles, ajo, cebollas y
diversas legumbres, sésamo, carne y lana de carneros y cabras... La madera
escaseaba, como en otros tiempos, y todos los productos que exigían el empleo
de combustibles seguían siendo muy costosos, como por ejemplo, los ladrillos
cocidos. Babilonia tenía viñedos y huertos, pero parece que el cultivo de la
viña y de la higuera estaba recién iniciado; lo mismo ocurría con el del lino,
cuya extensión había de hacer de la Babilonia griega y parta uno de los mayores
centros conocidos en la fabricación de telas de lino. De todos esos cultivos,
el más cuidado y el más remunerador era sin duda el de la palmera datilera;
árbol útil para todo, cuyos frutos, madera, hojas, fibras, etc. eran igualmente
utilizables, la palmera estaba muy bien cultivada según técnicas que
actualmente se han continuado: se sabía espaciar convenientemente los troncos,
utilizar los intervalos para cultivos intercalares y practicar la fecundación
artificial. No es extraño que el suelo de un palmeral se vendiese dos veces al
precio de un campo de cereales.
Estamos muy mal informados sobre la actividad
comercial de aquella época; los archivos de las empresas comerciales no hacen
ninguna mención de intercambios lejanos y no parecen interesados en la
comandita de empresas comerciales. Sabemos, sin embargo, que el Eufrates era
cursado por numerosos barcos cargados de mercancías, algunos de los cuales, de
creer a Herodoto, llevaban hasta 150 toneladas. Las empresas
comerciales eran necesariamente el núcleo de una gran corriente de
intercambios, aunque no aparezca en los textos de sus archivos; recogían
enormes cantidades de productos agrícolas que vendían enseguida, obteniendo
dinero que revertía a los recaudadores reales, pero reservándose lo suficiente
para poder prestarlo con tipos de intereses usurarios. La relativa abundancia
de metales útiles atestigua, en fin, la existencia de un tráfico importante con
proveedores lejanos, siendo suficientemente grandes las cantidades
transportadas para hacer bajar considerablemente el precio de los metales
corrientes.
Durante el período de dominación persa
se realizaron importantes innovaciones de orden social y económico: la
propiedad individual existió como en el pasado, pero la práctica de conceder
tierras a ciertas colectividades, que servían para remunerar los servicios
prestados a la autoridad pública, conoció entonces una extensión sin
precedentes. Según instituciones que evocan más de una vez las de las
sociedades medievales de la Europa occidental, la autoridad real concedía
grandes bienes territoriales, como feudos, a los soldados y a los funcionarios
A cambio de la posesión de tierras, las familias o grupos aún mayores, debían
al rey sus servicios y contribuciones; bastante pronto, la autoridad real
prefirió con frecuencia pedir mayores contribuciones a exigir servicio militar
de los hombres establecidos en estas parcelas, aunque el lenguaje haya
conservado durante mucho tiempo el recuerdo del origen de aquellas concesiones
de tierras: se hablaba de «dominio del arco», de «dominio del caballo» o de
«dominio del carro de guerra», porque las concesiones se habían hecho
básicamente para asegurar el reclutamiento del ejército imperial. Ciertos
documentos atestiguan que también se podía exigir de los propietarios de
aquellos bienes una especie de servicio militar; por ejemplo, sabemos que hubo
una leva militar en el 422, cuyo objetivo o lugar de concentración era Ur. También los textos que tratan del reparto o de la
concesión de estas tierras anotan cuidadosamente las obligaciones fiscales y
militares que incumbían a los nuevos propietarios. Pero a medida que la
evolución de las costumbres y de las necesidades fue haciendo olvidar el
servicio militar que debían los propietarios de dichas tierras, y también a
medida que numerosos dignatarios y funcionarios, demasiado ocupados con los
deberes de su cargo, no podían asegurar su explotación, ciertas casas de
negocios hicieron su fortuna al tomar bajo su cargo la gestión de las tierras,
entregando al propietario una renta sobre el suelo y pagando al rey las
contribuciones que le eran debidas, pero obteniendo suficientes tierras
racionalmente explotadas como para asegurarse grandes ganancias. No obstante,
se explicaría mal la prosperidad de estas casas si no se comprendiese la nueva
importancia que adquirió en el mundo mesopotámico la introducción de la primera
moneda, y si no se apreciase la presión de las demandas de la corona.
Después del 517, el tesoro persa acuñó
la célebre moneda de oro, el darico, que fue la primera moneda imperial; pero
el siclo de plata tuvo otro destino. No fue una moneda imperial, sino una
moneda heterogénea, acuñada localmente en las satrapías de Occidente y que
solía copiar tipos extranjeros. Lo mismo que había monedas locales había
medidas locales, sin gran relación unas con otras; el esfuerzo emprendido desde
Nabucodonosor había terminado por hacer reconocer en toda Mesopotamia una
«medida de rey», equivalente sobre poco más o menos a treinta litros; pero esta
medida oficial no eliminó las medidas locales, muy diferentes entre sí, cuyo
empleo se refería a aquellos años en que la autoridad real se relajaba.
Asimismo, los patrones monetarios locales, en los que sólo se acuñaba plata,
apenas ofrecían garantía en cuanto al peso de la plata amonedada y a su ley. El
tesoro real sabía esto muy bien; los archivos de Persépolis nos muestran
claramente que no aceptaba la plata que se les entregaba más que por el peso
del metal. Según su ley, cada moneda se clasificaba como plata blanca, plata
media (preferida en segundo lugar) y plata inferior (admitida en tercer lugar),
y el tesoro se negaba a admitir el valor nominal de la moneda, teniendo en
cuenta únicamente el peso de plata pura que entraba en ella. Los valores dados
a la moneda, tal como figuran en las tablillas, no deben, pues, engañarnos; los
precios, los arrendamientos, los salarios, etc., se contaban en siclos de
plata; si realmente había un arreglo en moneda, ésta se tomaba sólo por el
metal y por consiguiente se pesaba; o bien se determinaba el tipo de moneda que
serviría para el pago, porque su valor real se conocía de antemano y así se
evitaba la delicada operación de pesarla; así se empleaban expresiones del tipo
«pagadero en plata de tal o cual calidad, de tal o cual tipo». Generalmente la
moneda de plata sólo servía como moneda de cuenta; un salario o un alquiler se
podían valorar en especie, «pagadero en tal cantidad de dátiles». Sólo en un
caso era obligatorio el arreglo en metal: para el pago de una parte de los
impuestos. Los descubrimientos de monedas extranjeras que pueden hacerse en
determinados tesoros, sólo nos informan muy imperfectamente sobre el volumen de
los intercambios internacionales; donde se han encontrado monedas griegas, podemos
ver con toda seguridad la existencia de intercambios a larga distancia y de la
penetración de hombres y de productos procedentes de Grecia. Pero de ahí no
podemos sacar ninguna conclusión en cuanto al volumen de tales intercambios,
puesto que la plata griega acuñada era tratada como metal, como materia prima
que se fundía y moldeaba en lingotes. Un tesoro encontrado en Kalkhu (Nimrud) o Nínive que data de principios del siglo
IV, contenía toda clase de objetos metálicos, asas de vasijas, anillos, monedas
de plata atenienses, eginetas, tracias, macedonias, etc., todo lo cual no
representaba para su propietario más que una reserva de metal que podía emplear
libremente para modelar cualquier objeto metálico.
La vida en Mesopotamia bajo el dominio
persa estaba marcada por una constante subida de los precios. Sería enojoso,
evidentemente, enumerar, producto por producto, todos los ejemplos que
atestiguan este aumento, desde fines del período caldeo a fines del siglo V; no
hubo excepción en ningún tipo de géneros alimenticios, de materias primas o de
bienes inmobiliarios; es verosímil, por ejemplo, que se deba a este aumento la
disminución del número de actas de venta de casas y la multiplicación de actas
de alquiler. Para explicar tal fenómeno se piensa en las numerosas
destrucciones que acompañaron a las guerras y las represiones; aunque hayan
jugado un papel considerable, no fueron, sin embargo, más que las
causas ocasionales de un movimiento ininterrumpido que duró cerca de
dos siglos. Más bien debe pensarse en las consecuencias de una
tributación muy pesada, que se llevaba una cantidad considerable
de bienes en especie y que creaba mil dificultades mediante impuestos en
moneda. El metal precioso quizá era relativamente abundante a principios del
período persa; si lo hubiera metido en sus cajas y acuñado, el estado persa
habría podido acelerar la entrada de los países orientales en una economía de
intercambios acelerados; por el contrario, lo atesoró, y es conocido el asombro
de los compañeros de Alejandro ante los enormes tesoros que descubrieron en
todas las capitales reales; sólo en Susa, Alejandro se apoderó de 9.000
talentos (o sea, 270 toneladas) de oro acuñado, pero 40.000 talentos de plata
(1.200 toneladas) estaban amontonados, inútiles, en forma de lingotes. Fue tal
la absorción de metales preciosos, que cada vez fue más difícil encontrarlos para
pagar la parte correspondiente de los impuestos; la falta de medios de pago
obligaba generalmente a recurrir al crédito de manera excesiva. Los préstamos
de todas clases se multiplicaron, particularmente a los contribuyentes,
provocando la subida de los tipos de interés; de alrededor del 10% en tiempos
de Nabucodonosor, pasaron al 20% en los reinados de Ciro y de Cambises, para
llegar hasta el 40 o el 50% a fines del siglo V, según sabemos gracias a los
archivos de los Murashu. Porque algunos sabían enriquecerse en un tiempo en que
el peso excesivo de la tributación abrumaba a la mayor parte de sus
contemporáneos.
A fines del siglo VII aparecieron los
bancos privados, cuando los templos no podían bastar ya para regular y animar
el ritmo de la vida económica. Los bancos fueron primerio establecimientos de
crédito; los préstamos podían concederse sobre prendas y sin intereses, pues la
explotación de la prenda, por ejemplo tierra o esclavos, pagaba al prestamista
hasta que el deudor restituía la cantidad; con frecuencia no podía librarse de
la deuda y el prestamista conservaba la prenda. La banca de los Egibi, activa desde el reinado de Nabucodonosor, en que la
fundó quizá un israelita, hasta el reinado de Darío I,
practicaba este tipo de préstamo. Después sé diversificó el sistema
de garantías y aumentaron los beneficios de los bancos al mismo
tiempo que sus actividades. En el siglo V la banca de los Murashu acumulaba
enormes ganancias asumiendo en la economía de su tiempo un papel muy
complejo en el que se había hecho insustituible; empresa comercial en general,
se encargaba, por ejemplo, de la venta de grandes suministros a los templos que
pedían productos alimenticios y materiales de construcción; se había
especializado en encargarse de las fincas de los dignatarios persas, de
ponerlas en explotación, pagando una renta a sus propietarios y poniendo al día
en nombre de éstos el impuesto real; disponía así de enormes posesiones y como
poseía ella también numerosos bienes, los arrendaba a distintos explotadores,
sacando partido de todo. En manos de estos hombres de negocios se encontraban
tierras y rebaños para tomar en arriendo, tiros de caballos e instrumentos
agrícolas para alquilar; en general, no había préstamo que no pudiera recibirse
de ellos, ya se tratase de dinero, de ladrillos, de cebada, de dátiles, etc. La
fortuna de los Murashu era considerable y se citan ciertos reconocimientos de
deuda depositados en sus archivos que representaban el equivalente de 350 o de
190 kg. de plata pura. Todo podía serles ocasión de ganar dinero: sabemos que
compraban al ejército real el botín que había obtenido en sus campañas, que sacaban
provecho del alquiler de prostitutas a proxenetas y que la organización de la
distribución de las aguas de riego les valía ganancias enormes, puesto que
quien utilizaba sus servicios les dejaba la cuarta parte de su cosecha. Se podría caer en la
tentación de considerarlos sólo como hombres de negocios
rapaces, lo que sin duda fueron, dispuestos a violar la ley como lo atestiguan
algunas anécdotas sobre los robos y las violencias de los
individuos que les servían en algunos poblados rurales; pero ello seria
ignorar la utilidad económica de una empresa que sin duda tuvo competidores.
Era un sólido establecimiento de crédito, y, como tal, indispensable; su papel
era todavía más insustituible si se tiene en cuenta que esta casa y otras
similares eran las únicas que podían realizar aquellas empresas que ni el
estado ni los templos querían o podían ya asumir; al sustituir a los grandes
propietarios ausentes, la firma aportaba hombres, aperos y crédito; al
encargarse de los trabajos que hoy llamaríamos de infraestructura, hacía
posible la prosperidad de la agricultura babilonia, aunque hiciese pagar muy
caros sus servicios. Las grandes propiedades exigían inversiones y una gestión
estricta; sabemos que en una propiedad los Murashu tuvieron que construir 18 norias
que hacían mover 72 bueyes para asegurar la irrigación.
Nuestros elementos de información sobre
la composición de la sociedad babilonia en la época persa no nos permiten
conocer todos sus aspectos; sabemos lo bastante para afirmar, por ejemplo, que
el papel económico y social de los grandes templos estaba declinando en
provecho del grupo de los negociantes; y también que la situación de los
humildes apenas había cambiado, aun cuando lo que sugiere el vocabulario de
aquel tiempo, a propósito de los esclavos sobre todo, deba ser corregido. Sin
duda los grandes templos eran aún los centros de la vida económica; poseían y
administraban inmensas posesiones, daban trabajo a miles de hombres, figuraban
como establecimientos de crédito pata sus dependientes y criaban grandes
rebaños cuyas bestias de carga solían alquilar.
En la misma época el papel de los
negociantes quizá era igualmente importante; pero a partir del 403, año en el
que grandes perturbaciones acompañaron la subida al trono imperial de
Artajerjes II, no nos ha llegado ningún documento que atestigüe la actividad de
una gran firma comercial; se puede pensar que a partir de dicho año las actas
se redactaban en arameo y que los materiales, papiro o pergamino, han
desaparecido. Es más verosímil que se deba atribuir la falta de documentación a
la lenta decadencia de Mesopotamia, quizá agotada por la tributación, que ya no
ofrecía oportunidades a hombres como los Egibi y los
Murashu. Entonces los templos, por muy empobrecidos que estuviesen, siguieron
siendo centros de actividad; en torno a ellos se agrupaban los miembros de una
amplia aristocracia sacerdotal, que sacaban las suficientes ganancias de sus
beneficios como para que el comercio de prebendas sacerdotales se convirtiese
en una de las actividades económicas que ha dejado, para fines de la época
persa y hasta la dominación parta, el mayor número de documentos cuneiformes; a
la sombra de los templos se conservaba, en efecto, la tradición de la lengua
acadia y de la escritura cuneiforme y la práctica del derecho, al mismo tiempo
que los más sabios de sus miembros se consagraban a enormes trabajos de
erudición y a la astronomía matemática; todo ello sin prejuzgar lo que podía ser la
actividad de los medios profanos, indudablemente disminuida, pero para la que
nos falta casi totalmente la documentación en lengua aramea.
Apenas conocemos la vida de los
humildes. Al lado de una numerosa población que seguía dependiendo de los
templos, y que puede llamarse sierva, y al lado del grupo numeroso de hombres
que el rey de Persia tenía bajo su soberanía feudal y que poseían tierras como
una especie de feudatarios, un grupo importante de gentes humildes, que no nos
atrevemos a llamar libres, vivían mezquinamente, quizá propietarios de pequeñas
parcelas, artesanos y obreros de las ciudades, masa flotante de miserables
obreros agrícolas. Sospechamos su existencia, más que descubrirla, en una
documentación jurídica o económica que habla poco de los pobres. Sabemos que
por término medio un obrero agrícola de principios del siglo V percibía un
siclo de plata al mes; teniendo en cuenta el precio medio de los artículos, el
obrero podía comprar unos sesenta litros de cebada y unos sesenta kg. de
dátiles para subsistir durante un mes con su familia. Por otra parte, es poco
probable que aquel pobre diablo no conociese momentos de paro. Por una confusión
debida al lenguaje, nos sentiríamos tentados de unir los más desheredados del
grupo de los humildes a todos los esclavos que mencionan los textos, los ardani (plural de ardu);
había, sin duda, muchos esclavos que compartían con los hombres libres, pero
pobres, una miseria material común. Pero con la palabra ardu no se designaba al esclavo en el sentido que da al término el derecho romano,
sino lo que convendría llamar un servidor.
Siempre el esclavo (ardu)
de la sociedad mesopotámica había podido poseer tierra, disponer de un sello
que era símbolo de una personalidad jurídica y ocupar cargos administrativos;
el hecho de que pudiera ser vendido como un objeto no le apartaba de
actividades que el derecho romano prohibió siempre. El derecho persa confirmó
esta actitud: en una jerarquía en la cual todo inferior se declara esclavo (ardu) de su superior, el sátrapa respecto del rey,
el pequeño funcionario respecto de su jefe de circunscripción, o, caso más
frecuente, el humilde servidor de un pequeño campesino respecto del amo que lo
había comprado, la noción de esclavitud perdió, su rigor. El término podía
designar la posición social de toda categoría de dependientes respecto de los
cuales el amo podía emplear coacción y violencia, sin que el esclavo fuese por
ello un hombre sin importancia. Gimillu, el esclavo
de la Eanna de Uruk, sólo cometía las pillerías de un
pequeño servidor capaz sólo de pequeños latrocinios; era una especie de
empresario, administrador de inmensos rebaños, intendente de grandes
propiedades, cuyo poderío estaba en proporción con las estafas, y del cual la
justicia tardó muchos años en ocuparse. Los Murashu también tenían esclavos a
su servicio; pero algunos de sus ardani eran
por lo menos grandes empleados, hombres de confianza de sus amos; algunos
habían tenido bastante talento y suerte para llegar a ser a su vez banqueros,
más vinculados a sus amos por la comunidad de intereses que por una mácula
servil cuya existencia quizá quedaba señalada aún por el pago de un canon.
Las relaciones sociales eran, pues, de
una gran complejidad, a imagen de los hombres de diverso origen que se
instalaban entonces en el suelo de Mesopotamia. Nuestras fuentes de información
más seguras son aquí la onomástica y la toponimia; a fines del siglo VI vemos
mencionar aldeas de persas, de tirios y de cimerios. Los contratos nos
suministran nombres egipcios, sabeos, idumeos, junto a los nombres babilonios y
asirios más numerosos. A partir del año 521 los nombres persas no dejan de
multiplicarse, y parece seguro que el mestizaje de las poblaciones se efectuó
con bastante rapidez, puesto que pronto vemos a personas con nombre iranio cuyo
padre tenía nombre babilonio, y aún más frecuentemente lo inverso. El
descubrimiento de los archivos de los Murashu, antes de la primera guerra
mundial, proporcionó en un momento una larga lista de nombres judíos que
atestiguan elocuentemente el elevado número de familias judías establecidas en
Mesopotamia y la prosperidad de algunas de ellas, residentes en Nippur, en Babilonia
y en todos los grandes centros. Quizá los antepasados de algunas de dichas
familias se remontaban ya a los tiempos de las primeras deportaciones de
israelitas, en el año 721. Los que se les habían unido a principios del siglo
VI habían hecho suyos los consejos de Jeremías: «Construid casas e instalaos;
plantad huertos y comed sus frutos... multiplicaos ahí, no disminuyáis» (29,
5-6). Cuando se había publicado el edicto de Ciro en el 538, sólo habían
partido contingentes «determinados para cada familia»; en el 520, Zorobabel
llevó consigo 50.000 personas; en el 458 sólo acompañaron a Esdras 5.000 de sus
correligionarios. El papel ulterior de las comunidades judías de la diáspora
babilonia bastaría, por lo demás, para atestiguar la importancia numérica de
los grupos que quedaron «a la orilla de los ríos de Babilonia».
El encuentro de hombres procedentes de
tantos países diferentes y la importancia del elemento iranio en la población
babilonia no podían dejar de tener consecuencias en la vida intelectual y
religiosa.
El prestigio de la cultura mesopotámica
era aún tan grande que los persas vencedores se abstuvieron de querer alterarla
allí donde se había desarrollado; lo que es mejor, admitieron su irradiación y
consintieron en recibir de ella muchas lecciones, por ejemplo en su
arquitectura imperial y en la decoración de sus inmensos palacios; y, lo que es
más importante, la lengua acadia fue reconocida como una lengua imperial. Desde
el reinado de Ciro aparecieron inscripciones trilingües, en persa antiguo, en
elamita y en acadio, cuyo ejemplo más conocido es la inscripción de Darío en la
roca de Bagistán. El persa antiguo mismo estaba
escrito en una escritura cuneiforme, adaptada a la escritura cuneiforme usada
en Mesopotamia, pero tan simplificada que sólo tenía 43 signos. El elamita
siguió siendo uno de los testimonios de la irradiación de la cultura babilonia
tan próxima; escrito también en caracteres cuneiformes, contenía ideogramas
sumerios y en su vocabulario abundaban tanto las palabras babilonias como las
persas. Eran ahí lenguas oficiales, empleadas en las inscripciones trilingües
que se perpetuaron hasta el siglo IV. Las faltas, cada vez más numerosas,
salpicaban los textos en persa antiguo y en elamita. En la vida diaria el
retroceso de esas tres lenguas fue aún más rápido; a partir del reinado de
Darío I no se escribió ningún texto en persa antiguo sobre tablillas de
arcilla; el elamita se sostuvo más tiempo: en Persépolis fue la lengua
administrativa durante mucho tiempo, y hasta fines del reinado de Jerjes fue
tan empleado que disponemos de decenas de miles de tablillas y de fragmentos.
Después del 460 quedó, no obstante, fuera de uso. El acadio se empleó en textos
administrativos y jurídicos hasta el 400 aproximadamente; los escribas lo
hablaban mal, ignoraban las flexiones y confundían los casos, sin que se sepa
exactamente si hay que reconocer en ello una manifestación de la ignorancia de
los contemporáneos respecto de un idioma que estaba dejando de ser usado, o si
esas alteraciones significan que el acadio, comúnmente empleado, sufría los
fenómenos de desgaste inevitables en toda lengua hablada. Más bien parece que
el acadio salía entonces del uso corriente, como parece indicarlo la
disminución del número de actas redactadas sobre tablillas de arcilla, y el
hecho de que su empleo fuese quedando limitado paulatinamente al grupo bastante
reducido de los miembros de la aristocracia sacerdotal, es decir, a los hombres
más instruidos, y que, protegidos por los templos, se cuidaban de salvar el
tesoro de la antigua cultura mesopotámica. En todas partes, en Persépolis, en
Susa o en Babilonia, predominaba el arameo, y es significativo que las
tablillas hayan podido llevar, grabadas o más frecuentemente escritas con
tinta, rúbricas en arameo, a veces de una longitud de tres renglones, que daban
el contenido de la tableta a fin de facilitar su clasificación.
Desgraciadamente, el papiro y el pergamino en que se escribía el arameo han
desaparecido; pero el papel de esta lengua, convertida en lingua franca en todo, se ha podido definir por el paciente trabajo de los
filólogos. Por lo general se hablaba en Babilonia un acadio muy alterado o el
arameo; se escribía el arameo, o bien, en los textos económicos, jurídicos o
administrativos, un acadio relativamente correcto. Cuando había que pasar de un
idioma a otro, era el arameo el que desempeñaba el papel de denominador común.
El texto de las inscripciones trilingües, por ejemplo, estaba pensado en
antiguo persa, después traducido al arameo y vuelto a traducir del arameo al acadio;
en la correspondencia administrativa, las instrucciones dadas en persa antiguo
estaban traducidas al arameo y expedidas en esta lengua, y después los
destinatarios las traducían a la lengua de las oficinas, de escribas, es decir,
al elamita en Susa y al acadio en Babilonia. La necesidad de simplificación y
la relativa simplicidad del arameo no tardaron en hacer de esta lengua el único
lenguaje comúnmente escrito y hablado. Nada impedía al elamita y al persa
antiguo subsistir, en formas cada vez más alteradas, en el lenguaje popular. Se
puede admitir que lo mismo debió ocurrirle al acadio; pero a diferencia de
aquellas otras lenguas, que quedaron sin uso oficial, el acadio siguió siendo
una lengua de cultura, la lengua de los escribas, de los sacerdotes, de los
científicos y hasta de los juristas, cuando se trataba de levantar actas entre
los individuos de un grupo, socialmente importante pero cuyo número se debía
reducir constantemente.
Lo que sabemos de la vida religiosa
confirma la diversidad de hombres y de culturas en aquella encrucijada en que
se había convertido Babilonia, al mismo tiempo que los elementos de la antigua
cultura mesopotámica atestiguaban una notable permanencia. La onomástica
atestigua la presencia de dioses iranios, como Mitra y Baga,
egipcios, como Isis y Harmaquis, arameos, como Shemash,
etc.; pero en los casos de sincretismo religioso suele predominar la divinidad
babilonia; un hombre lleva el nombre de Harmaquis, pero su hijo, quizás nacido
en Babilonia, lleva un nombre formado con el del dios Nabu.
Los descendientes de iranios llevan nombres que se refieren a dioses
babilonios, pero no es frecuente que las personas con nombres babilonios den a
sus descendientes hombres iranios. Con excepción de la crisis del 482, en que
las tropas de Jerjes devastaron el Esagil de
Babilonia, los templos no tuvieron que sufrir la conquista persa; hasta Jerjes,
los conquistadores se impusieron el deber de sostener los santuarios de las
viejas ciudades, como lo habían hecho los reyes caldeos. Después de Jerjes, las
donaciones de la generosidad real fueron menos abundantes, pero sabemos, por
ejemplo, que Darío II contribuyó al arreglo de ciertos edificios de la Eanna de Uruk, y que sin duda se le debe la construcción
del depósito de archivos donde se han encontrado miles de textos, cuya
concepción, muy moderna, comprendía un sistema de circulación de agua que,
humedeciendo el ambiente, aseguraba la conservación de las tablillas. Nabu en Borsippa, Enlil en Nippur, Anu e Ishtar en Uruk,
Marduk en Babilonia hasta el 482, etc., todos los dioses y los santuarios más
venerables tuvieron asegurada la continuidad de su existencia secular. Si el
santuario de Nannar en Ur había de decaer rápidamente, siguió el destino de la ciudad misma a partir de
fines del siglo VI; dejando a un lado las violencias de la represión dirigidas
por Jerjes, no parece que los soberanos persas hayan hecho nada que significase
su deseo de destruir una religión a la que hubieran sido hostiles; la relativa
indiferencia con que trataron a dioses y santuarios mesopotámicos después del
reinado de Jerjes, hay que mirarla en el marco general de la historia del
imperio persa; a partir del siglo V los soberanos tuvieron cada vez menos
relaciones con las diferentes partes de su imperio, y a veces se ha hablado de iranismo para explicar la indiferencia de los
conquistadores hacia sus súbditos y también la dureza de una administración que
sólo servía para extraer las riquezas de las provincias hacia las capitales
Aqueménidas.
De todos los grupos que habitaban
entonces Mesopotamia, el de los israelitas no podía dejar de atraer la atención
apasionada de los eruditos. Ya hemos mencionado su importancia numérica y su
papel económico. El estudio de sus nombres permite apreciar su actitud
religiosa; desde hacía tiempo el texto bíblico había revelado que muchos
desterrados habían tornado nombres extranjeros compuestos por nombres de
divinidades paganas. En el 520 el nieto del rey Joaquín, que conducía hacia
Jerusalén un segundo contingente de desterrados, llevaba el nombre de
Zorobabel, y sus lugartenientes tenían los nombres persas de Mardoqueo, Bilshan y Bigval: su predecesor,
que regresó del destierro en el 538, se llamaba Sheshbasar,
o sea Shamash-apal-usur. Los nombres contenidos en
los archivos de los Murashu ampliaron considerablemente el campo de la
investigación, pues una parte de dichos nombres atestigua también la adopción
de nombres teóforos que contienen nombres de dioses
babilónicos; un individuo con un nombre formado con Yahvé (Jeová)
tenía un hijo cuyo nombre contenía el del dios Nabu,
y un nieto con otro formado con el nombre de un dios iranio; uno llamado Bel-lau (Yahvé es mi Señor) tenía
descendientes cuyos nombres contenían la mención de los
dioses Marduk y Nabu, etc. ¿Debe
deducirse de ello la apostasía de muchos judíos? Era inevitable que se
produjese así, quizás hasta con frecuencia; pero no siempre se puede
deducir por el uso de un nombre pagano la apostasía del que lo llevaba, como lo
demuestra el ejemplo de Sheshbasar y el de Zorobabel.
Hubo más; muchos israelitas tomaron nombres usuales en el mundo babilonio, pero
substituyendo la divinidad pagana con el nombre del dios de Israel bajo las
formas de El, Yého Yahu;
más convincente aún: se creó un nombre absolutamente nuevo, el de Shabetai («El del Sabbat»), y volvió a usarse el viejo
nombre de Hag(g)ai, que se
refería a las fiestas, y particularmente a la de los Tabernáculos. El estudio
de los nombres permitió, pues, descubrir los testimonios inesperados de la
fidelidad de muchos de los desterrados, y subrayar la reacción nacional y
religiosa de la comunidad israelita, después del comienzo de la restauración de
un estado sacerdotal en la misma Judea. Por lo demás, tales testimonios no
pueden sorprender, teniendo en cuenta que ya sabíamos del papel de los
israelitas de Mesopotamia en la elaboración del judaismo: entre ellos se había
elaborado la ley de Moisés que Esdras hizo reconocer en Jerusalén en el 458; es
a su potencia, a su influencia y a la fe que los animaba a lo que debieron los
israelitas de Judea el haber recibido hombres y dinero, a lo que debieron
también la sorprendente benevolencia real sin la que la obra de un Nehemías,
después del 445, habría sido imposible.
Conservando su lengua, conservadora en
materia de religión no obstante la presencia de numerosos extranjeros llegados
con sus divinidades, la civilización mesopotámica fue también la heredera de
las generaciones que habían reconocido la existencia del derecho. Como los
siglos precedentes, la época persa no nos ha legado más que documentos en los
que se revela la práctica jurídica, y de ningún modo los textos que nos harían
conocer el trabajo de los legisladores y de los especialistas en derecho.
Podemos comprobar que los persas conservaron el legado jurídico del pasado.
Fragmentos de copias del código de Hammurabi atestiguan el interés que se le
seguía prestando, interés que se revela también en las fórmulas que emplearon
Ciro y Darío I, cuyas inscripciones contienen una fraseología directamente
tomada del célebre código; los historiadores del derecho han podido descubrir
la transmisión de sus fórmulas a través de las diferentes compilaciones
jurídicas del antiguo Oriente, siendo la última en inspirarse en ellas la ley antedemónica publicada en el reinado del rey parto
Mitrídates I, a fines del siglo II a. C. Así conservado, el derecho babilonio
se benefició del campo que le abría la unidad administrativa de un vasto
imperio, y los intercambios que se multiplicaron fueron con frecuencia ocasión
de extender sus principios a regiones nuevas. De Nabucodonosor a Darío I se
establecieron colonos babilonios en Neirab, cerca de
Alepo, a un centenar de kilómetros del Mediterráneo; anudaron múltiples lazos
con la población indígena, matrimoniales y comerciales; los textos que nos
atestiguan esas relaciones demuestran la preeminencia del derecho babilonio
sobre los derechos locales, pues contratos y obligaciones se establecían
finalmente según los principios de un derecho importado, y en los mismos
términos de los formularios babilonios.
Hubo cambios, sin embargo; pero por
inevitables que fuesen, fueron muy limitados y apenas se advierten antes del
año 500. Diversos detalles de los formularios indican modificaciones debidas a
los iranios; por ejemplo, después de enumerar las cláusulas de garantía contra
las dificultades que el arrendatario podía suscitar al adquirente, la época
persa vio añadir a las fórmulas ordinarias la que preveía que, aun contra la
intervención de un tercero, sería el arrendatario quien intervendría en
garantía ante un tribunal. De mayor consecuencia fue la promulgación, después
del 519, de una ley real, una data, para emplear la palabra irania que entró en
uso. Ignoramos casi por completo su contenido, y su existencia la conocemos
únicamente por alusiones que hacen a ella los textos de los contratos, cuando
precisan: «Según la ley del Rey». Era,
indudablemente, una recopilación de casos de jurisprudencia, que vemos citados a propósito del
establecimiento de un peaje, de la venta de un esclavo o de la reglamentación
de depósitos de plata. Seguramente se nombraban funcionarios para vigilar la
aplicación de la ley, y los dos jueces reales que se sentaban en el banco de
los jueces de Babilonia probablemente estaban investidos de esas funciones.
En la época persa se reunieron las
condiciones sociales e intelectuales que hicieron posible el florecimiento del
primer pensamiento científico; menos ricos que en otro tiempo, vigilados por la
administración persa, los templos fueron más que nunca los conservadores de la
cultura mesopotámica; fueron los últimos bastiones en que la lengua acadia, que
era sobre todo materia de eruditos, se empleó hasta el año 75 d. C. Durante
siglos los escribas iban a recopiar las colecciones de textos religiosos,
literarios y lexicográficos; sin su labor, nuestro conocimiento de la cultura
mesopotámica presentaría aún más lagunas; sin su primacía económica, los
templos conservaban aún bastantes bienes para sostener en cada gran ciudad una
aristocracia sacerdotal, cuyos individuos mejor dotados, escribas y teólogos a
su hora, eran también hombres de ciencia.
Desgraciadamente carecemos de medios de
investigación para determinar la fecha de las primeras conquistas de aquellos
investigadores. Sabemos, por ejemplo, que hacia el año 500 los astrónomos
habían determinado de manera satisfactoria la duración del año solar, pero sin
que se cuidasen de dar a sus contemporáneos un calendario práctico. Desde el
reinado de Nabonasar (Nabunasir), en el 747, se había
reconocido la equivalencia de 19 años solares y de 19 años de 12 meses lunares,
a los que se añadían 7 meses lunares. Durante mucho tiempo se dudó acerca de la
manera de intercalar los 7 meses suplementarios en el ciclo de los 19 años
lunares; aún en los reinados de Ciro y de Cambises eran los sacerdotes de
Babilonia quienes decidían acerca de las intercalaciones, y dos de sus cartas
nos aseguran que sus decisiones eran aplicadas después en todos los templos de
Babilonia. No fue hasta el siglo IV, en el 383 ó en
el 367, cuando se estableció definitivamente un sistema de intercalaciones. En
el transcurso del siglo V los sabios se dieron un nuevo instrumento
indispensable para la continuidad de sus trabajos: determinaron al círculo
zodiacal, idealización matemática que les permitía mejorar la anotación de sus
observaciones astronómicas; también podrían enunciarse las referencias acerca
de determinadas estrellas brillantes: era un enorme progreso enunciarlas en
grados, dentro de cada uno de los signos del Zodíaco. Sin quererlo, los
astrónomos habían creado al mismo tiempo el medio para desarrollar una seudo-ciencia: la astrología horoscópica,
que había de ser la ciencia por excelencia del mundo greco-romano; sus
comienzos fueron lentos y modestos en el mundo babilonio: el primer horóscopo
astrológico, fundado en la observación de los planetas, su valor y su posición
en relación con los signos del Zodíaco, data del 410.
La determinación de un calendario y la
creación de un sistema práctico de referencias no fueron las únicas conquistas
de aquellos siglos oscuros; se inventaron diversos métodos de cálculo, así como
también se redactaron las tablas en que se consignaban las relaciones
periódicas entre los movimientos de la luna y los de los planetas. Del 500 al
300, aproximadamente, los astrónomos se crearon, pues, los instrumentos sin los
cuales no habría sido posible el desarrollo de la astronomía matemática en la
época helenística; pero lo mismo que ignoramos las etapas de esos
descubrimientos, ignoramos los nombres de quienes los hicieron. Los griegos y
los latinos nos han transmitido a este respecto tradiciones que nos hizo
rechazar recientemente el conocimiento profundo de los textos cuneiformes. Se
colocaban en el siglo V los trabajos de Naburianos,
cuyo nombre se creía encontrar en el nombre acadio de Naburimannu,
y se le atribuía uno de los sistemas de determinación de las fases de la luna.
Hoy se juzga insegura la lectura del nombre de Naburimannu;
se ha hecho imposible atribuir una fecha cualquiera a los trabajos que se creía
deberle, e incluso atribuirle la paternidad de algún descubrimiento. La
identificación de Kidenas, contemporáneo de Artajerjes,
con un Kidinnu, redactor de una serie de tabletas astronómicas,
parece, por el contrario, bien establecida. Es posible, como se le ha atribuido,
que haya descubierto el fenómeno de la precesión de los equinoccios; pero nada
permite afirmar que haya sido el inventor de un segundo sistema de
determinación de las fases de la luna, rival del que se atribuía a Naberimannu. Las tablillas que nos informan de esos
descubrimientos pueden ser, en efecto, copias de trabajos anteriores, y la
mención del nombre del escriba puede no significar nada en cuanto al autor del
descubrimiento.
El primero de octubre del 331 en Gaugamela,
en del norte de Asiria, Alejandro aplastaba el último ejército del Gran Rey. En
las semanas siguientes se apoderaba de toda la Mesopotamia y entraba en
Babilonia, que le fue entregada sin resistencia, tanto por sus habitantes como
por el sátrapa Mazeo. El conquistador fue saludado
con himnos; humeaba el incienso en los altares y las calles estiben alfombradas
de flores. Agradecido, juzgando quizás que haría de ella le capital de su
imperio, Alejandro ordenó la reconstrucción de los templos de la ciudad, y,
ante todo, del templo de Marduk. ¿Qué era el joven conquistador para los
babilonios? ¿El vengador de Jerjes? ¿El que devolvería a Babilonia su esplendor
de antaño? ¿Un hombre del que cualquier decisión valdría más que el marasmo en
que se entumecía un pueblo viejo? Sin duda todo eso a la vez.
Los babilonios pensaban quizás que iban
a entrar en un mundo nuevo, que trataba de organizarse en ventaja suya; en
realidad, los dos siglos de dominación griega no habían de cambiar nada
fundamental en la situación de Babilonia, si se considera lo que había llegado
a ser desde fines del siglo V. Rica aún, seguiría siéndolo durante mucho
tiempo, pero sin volver a encontrar la preponderancia económica de que había
gozado hasta el reinado de Darío I; importante por su posición en el Próximo
Oriente, por el número de sus habitantes, nunca más había de revestir una
importancia política de primer orden; la composición de su población había sido
profundamente modificada; la superioridad del arameo y de la escritura
alfabética iba a reducir progresivamente a una minoría a los que todavía podían
comprender y conservar el tesoro de su antigua cultura.
Era aquélla una civilización demasiado
grande y demasiado antigua para que muriese de un golpe. Durante el oscuro
siglo IV, había hecho bastante para que lo mejor dé ella misma pudiera
salvarse, y ser continuado; tal fue la realización de un enorme trabajo de
compilación, la salvaguarda de un pensamiento jurídico, la conquista de los
medios de un pensamiento científico que había de crear la primera astronomía
matemática. La época helenística debía ver el final de todo ello.
18. El judaismo palestino en el
período persa
El Libro de Esdras dice que Ciro el
Grande en su primer año (o sea, después de haber conquistado Babilonia en el
539) promulgó un decreto que permitía a todo el pueblo, de Yavé que vivía en
sus dominios regresar a Jerusalén y construir el templo. Regresaron unas 50.000
personas bajo la jefatura de Zorobabel, gobernador del distrito persa de Judea,
y dé Josué, el alto sacerdote. Construyeron un altar, empezaron las ofrendas regulares
y al año siguiente pusieron los cimientos del templo. Esdras fecha estos acontecimientos
hacía el 537/6. Contradicen esta fecha las profecías de Ageo, que declaran que
antes del año segundo de Darío I (520) «no se puso una sola piedra sobre otra
en el templo de Yavé». En la lista de los desterrados repatriados en Esdras 2
se usaron fuentes discrepantes (dos genealógicas y una territorial). El decreto
de Ciro aparece en forma diferente en 6, 3 ss. Por consiguiente procedía cuando
menos de la tradición: si lo hubiera inventado el autor, habría usado la misma
invención en los dos lugares. No obstante, la segunda forma del decreto, en la
que Ciro ordena su construcción y concede fondos para ella, difícilmente puede
ser legítima, ya que dicha orden nunca fue dada. La autenticidad del primer
decreto también es dudosa, por lo tanto. (Ciro devolvió muchos mesopotamios a sus patrias, y pudo haber hecho lo mismo con
los judíos, pero la mera posibilidad no es una prueba).
Aunque los detalles del regreso de los
desterrados son, pues, oscuros, la situación creada por su repatriación puede
reconstruirse a base de los indicios que ofrece la historia primitiva. Durante
las monarquías se había producido un conflicto entre los que creían que Yavé
exigía a los israelitas que le adorasen a él solo y los que creían que se le
podía adorar juntamente con otras deidades. El primer partido (monólatra) está
representado por los documentos del Antiguo Testamento, y el segundo partido (sincretista)
contaba con más masa popular y habitualmente controlaba tanto el gobierno como
el templo. Con el destierro (587-539), la jefatura ilustrada del partido
monólatra le fue arrebatada a Babilonia. Al período babilonio se atribuye
plausiblemente el desarrollo de varias características conspicuas en el
material judío posterior al destierro, pero raras en el anterior al destierro:
un extremado interés por la «pureza» (amenazada por el mundo circundante) y por
la circuncisión, y la observancia del sábado (sabbath) como signos distintivos
del verdadero judío; el culto de la sinagoga (oración, loanza, lectura y
exposición de las leyes del culto) como centro de vida comunitaria; un cuerpo
de literatura del partido —códigos legales, historias, profecías— probablemente
conservado en las sinagogas y ampliado allí con salmos, plegarias y material
homilético, todo lo cual recibía forma de la posición del partido según la cual
la exclusiva adoración de Yavé llevaba a la prosperidad, y la adoración de
otras deidades al desastre. Como las sinagogas formaban una red para la ayuda y
el estímulo, su reacción teológica contra el mundo circundante llegó a ser
extremada. La prohibición de adorar a otras deidades llevó a negar la
existencia de éstas, motivo que antes se convirtió en el tema dominante de un
trabajo fundamental en las profecías del Segundo Isaías (Is,
40-45 ) que anunciaban la conquista de Babilonia por Ciro.
Por contraste, el culto de Yahvé que
sobrevivió en Judea fue principalmente sincrético. En el 585 Ezequiel profetizó
contra los judíos: «Esto dijo el Señor Yavé: ‘Coméis carne sanguinolenta y
levantáis los ojos hacia vuestros ídolos. ¿Habréis, pues, vosotros de poseer la
tierra?’». En el siglo siguiente, el Tercer Isaías (Is.,
56-66) ataca a quienes «arden de lujurias entre las encinas; ...matan niños en
los valles»; derraman libaciones y llevan ofrendas a los aerolitos, hacen
sacrilegios en lo alto de las montañas; practican la prostitución ritual y
adoran ídolos; «se sientan en tumbas y pasan la noche en lugares secretos;
...comen carne de cerdo y caldos de cosas abominables; ... ponen mesa a la
Fortuna y llenan copas mezcladas para el Destino», etc. La consulta de los teraphim (deidades domésticas) y la adoración de otros
dioses continuaron hasta el tiempo de las adiciones a Zacarías. La arqueología
palestina nos da una serie de sellos sincréticos con nombres yavetianos, figuritas de «Astarté», discos alados del sol,
etc. ininterrumpida hasta el período helenístico.
Este culto sincrético de Yahvé no se
limitaba a Palestina. Se estableció en Damasco en el siglo IX (II Reyes, 5, 15
ss.; 8. 8). En el siglo VIII fue llevado a Mesopotamia', en el siglo VII o VI a
Egipto, y a Babilonia con los desterrados de Nabucodonosor. En el siglo V pudo
declarar Malaquías que desde Oriente a Occidente era grande el nombre de Yavé
entre los gentiles y que en todas partes se ofrecían a su nombre tortas e
incienso. A partir de esta época hay muchas huellas de la adoración de Yahvé
por gentes que adoraban también a otros dioses. Esta diáspora sincretista
estaba en relación con los centros palestinos del culto; se puede suponer una
influencia mutua.
Los miembros del partido monólatra
tenían mayores motivos para volver a Palestina que los sincretistas. El código
deuteronómico exigía un culto con sacrificios para Yavé, pero lo limitaba a
Jerusalén. Consecuentemente, los documentos del Antiguo Testamento posteriores
al destierro (todos del partido monólatra) se refieren a veces a los individuos
repatriados del partido como «los desterrados regresados» y a la población
sincretista de Judea y los territorios vecinos como «la(s) gente(s) de la
tierra»’. Pero había sincretistas ocasionales entre los desterrados regresados
y el partido monólatra se ganó un pequeño número de seguidores entre la
población local (Esdras, 6. 21). Finalmente, hubo un tercer grupo: los
sacerdotes del templo de Jerusalén tenían un interés económico en su
conservación. Teológicamente, eran adaptables: en el pasado habían cooperado
tanto en la reforma deuteronómica (II Reyes, 22. 8
ss.) como en el culto sincretista. Su adaptabilidad probablemente fue forzada
por los conflictos entre los otros partidos. Antes de la construcción del
templo no había seguridad en la ciudad porque la mano de cada hombre se
levantaba contra su vecino (Zac, 8. 10).
Emprendieron la reconstrucción en el
segundo año de Darío (520) el gobernador persa de Judea, Zorobabel, y el alto
sacerdote Josué, alentados por los profetas Ageo y Zacarías. Ambos profetas
eran del partido monólatra. Como veían en Zorobabel al Mesías que debía llegar
(es decir, el rey «ungido» a quien Yavé enviaría para salvar a su pueblo),
probablemente éste era el jefe del partido. En Zacarías (6. 915) se hallan las
condiciones da un acuerdo entre Zorobabel y Josué. Zorobabel debe ser coronado
como gobernante civil y ha de reconstruir el templo; Josué debe seguirle en
jerarquía y «habrá entre ellos un plan para la paz» ( versículo 13), es decir,
cada uno de ellos respetará los derechos del otro (prueba de desacuerdos
anteriores). Algunos seguidores de Zorobabel harán una contribución para el
templo (los desterrados que habían regresado, versículos 10-1 y 14).
Este acuerdo lo reflejan también
Zacarías, 3, y Ageo, 2, 10-19. Parece, por éstos, que previamente el alto
sacerdote Josué y el culto con sacrificios en el altar restaurado en Jerusalén
habían sido atacados por el partido monólatra como «impuros». Esos ataques
debieron olvidarse. El cambio en la línea del partido es excusado por la visión
del profeta de la intervención de Yahvé para cambiar la situación de Josué. Se
le asegura al alto sacerdote que si quiere guardar la ley (entiéndase como
interpretada por el partido monólatra) se le reconocerá como autoridad legal
sobre el templo.
El acuerdo no exige una purga de los
cultos de otros dioses. Evidentemente, éstos fueron practicados oficialmente
durante mucho tiempo. Ahora la cuestión es la pureza. Aparentemente, el partido
monólatra sostenía que un ídolo era impuro como un cadáver. En consecuencia,
los sacerdotes que adoraban a otros dioses en privado, o que se asociaban con
adoradores de otros dioses, se harían impuros y harían las
ofrendas del culto oficial impuras e inaceptables para Yahvé. De ahí los ataques
contra el culto y el alto sacerdote por impuros y la exigencia de que el alto
sacerdote observe la ley de pureza tal como la ampliaba el partido monólatra.
Como los sacerdotes eran las autoridades en pureza y en la ley del culto, dicha
exigencia muestra una invasión de su dominio. De ahora en adelante los conflictos
de partido en Jerusalén se centran en la pureza, y los convertidos al
partido monólatra son descritos como «los que se
habían
separado de la impureza de los pueblos de la tierra», es decir,
los que habían aceptado la ley de pureza del partido.
El tono exhortatorio y apologético de
los oráculos sobre el acuerdo entre Zorobabel y Josué indica que no todos los
miembros del partido monólatra aprobaban el pacto. Había diferentes tradiciones
legales dentro del partido, como lo demuestra el contradictorio material legal
que se ha conservado: elementos deuteronómicos y
sacerdotales, la legislación de Ezequiel, etc. Como un ejemplo más, Ageo
apremiaba a «todos los pueblos de la tierra» a que ayudasen en la
reconstrucción del templo (2, 4), pero cuando alguien prefería ayudar a
Zorobabel rehusaba su aportación (Esdras, 4. 1 ss.).
Aquí el editor de Esdras confundió las
materias identificando «el pueblo de la tierra» con los samaritanos (4. 2b y
4), reflejo de su propio tiempo (después de Nehemías)
Pero la reconstrucción del templo por
Zorobabel era asunto judío y no hay prueba (salvo Esdras, 4. 2b) de que los
samaritanos lo conocieran. Sí hay pruebas de la hostilidad entre los judíos y
el partido monólatra en Jerusalén. La ruptura «por Zacarías» del estado de
unión se dice que significa la separación de Judea de Jerusalén. Los resultados
de esa ruptura fueron profetizados por Zacarías. Al fin, «la gente de Judá
estará también en el sitio contra Jerusalén», pero Yavé les abrirá los ojos; se
dirán a sí mismos: «Los moradores de Jerusalén han prevalecido contra mí
mediante el Yavé de los ejércitos, su dios»; y se pasarán a los jerosolimitanos
y destruirán a los gentiles. Entonces Yavé dará la victoria a los judíos
primero, pero protegerá a los jerosolimitanos y hará al más débil de ellos como
David y la casa de David como un dios.
La prominencia que esta profecía da a la
casa de David sugiere la época de Zorobabel, la última figura importante de
dicha casa. Y la súbita desaparición de Zorobabel constituye la prueba que
puede explicar por qué la profecía, en el momento de triunfo,
concluye: «Y verteré sobre la casa de David y los
habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia, y alzarán sus ojos a
mí; y
aquél a
quien taladraron le llorarán como se llora al unigénito». Zorobabel quizás fue
asesinado por conspiradores mandados por otros individuos de la familia de
David, Sus pretensiones mesiánicas los habría arruinado si fracasaba, y, lo que
podría pasar, si triunfaba.
La muerte de Zorobabel probablemente
llevó a la investigación por los funcionarios de la satrapía persa, registrada
en Esdras, 5, 3-6; (evidentemente no había gobernador en la ciudad en aquel
tiempo). El consejo de la ciudad sostenía que la reconstrucción había sido
autorizada por Ciro. Un decreto no sólo autorizándola, sino subsidiándola, se
encontró en los archivos imperiales (donde pudo haberlo metido algún
funcionario judío de la secretaría) y . el templo se terminó en el sexto año de
Darío (516) y no sólo con la ayuda de los judíos sincretistas, sino también con
la de los funcionarios paganos (. Poco después, sin embargo, el legajo persa
sobre Jerusalén registró un intento de revolución
El período 515-458 parece haber sido una
época de dominio sincretista. Las denuncias de idolatría del Tercer Isaías y de
Zacarías probablemente corresponden. a él, así como la queja en Zacarías de que hay «cananeos» en el
templo, quizás como un reparo a la tolerancia de los sacerdotes para los
matrimonios con palestinos. Malaquías denuncia los matrimonios con gentiles y
la falsa interpretación de la ley por los sacerdotes. Malaquías es el «último
de los profetas» no porque con él terminase la profecía, sino porque el partido
monólatra no conservó deliberadamente ninguna colección posterior de profecías.
Tenía todo lo que necesitaba para fines homiléticos, y otros pronósticos del
día de Yavé (como el caso de Zorobabel había demostrado) causarían
probablemente dificultades con el gobierno persa.
Sin embargo, el gobierno persa tenía sus
propias dificultades. A principios del reinado de Artajerjes I, Egipto se
sublevó. Los atenienses apoyaban la rebelión y tomaron Dor,
en la costa palestina, a unos 97 Kms. de Jerusalén,
como base en el camino a Egipto. Si una ciudad como Jerusalén se rebelara y
pidiera ayuda a los atenienses, las comunicaciones persas con Egipto quedarían
cortadas, se perdería Egipto y es posible que Palestina. Por lo tanto, la corte
persa estaba ansiosa de complacer a sus súbditos palestinos. Pero fue mal
informada por el partido monólatra sobre la situación en Jerusalén. Por
consiguiente, en el año 458 envió a Jerusalén a un sacerdote judío llamado
Esdras que desempeñaba el oficio de escriba en el gobierno persa y ahora iba
comisionado para llevar a cabo en Judea una reforma legal que el gobierno creía
que el pueblo deseaba.
Esdras llegó a Jerusalén con una
compañía de apoyo, ofreciendo atraerse a los sacerdotes y a la plebe, y un
texto que él llamaba «El Libro de la Ley de Moisés» (no el actual Pentateuco,
puesto que no prescribía la observancia del día de la expiación). Esdras trató
de hacer de la promulgación de la ley nueva un festival público, pero su
contenido hizo llorar «a todo el pueblo». Entre las causas de su aflicción
figuraba la prohibición de matrimonios con no judíos... Esdras fue «informado»
en seguida de que se habían celebrado muchos de tales matrimonios. Cayó en una
aflicción ostensible, atrajo a tina muchedumbre, movió a llanto con su
elocuencia y obligó a los jefes del pueblo a jurar que se divorciarían de sus
esposas extranjeras para la purificación de Israel. Se convocó una asamblea con
tal objeto, la cual nombró un comité pata investigar, y el comité presentó una
lista de delincuentes.
Aquí se interrumpe el texto. No dice lo
que se hizo. Lo más probable es que Esdras fuese llamado por el gobierno persa.
Su programa de divorcios pudo haber causado inquietud aún más allá de Judea.
Las esposas extranjeras eran hijas de personas acomodadas de las provincias
vecinas que sumaron sus quejas a las de los judíos. Finalmente, quizás Esdras
trató de reconstruir la muralla de Jerusalén. Esdras contiene un relato mal
situado de semejante intento, realizado en el reinado de Artajerjes y detenido
por haber sido denunciado a los persas. Como quiera que haya sido, las murallas
no se terminaron y los matrimonios no se disolvieron. Cuando Nehemías llegó a
la ciudad, unos catorce años después, encontró aquélla en reinas y éstos
vigentes.
Nehemías fue un copero de Artajerjes I
que obtuvo permiso para volver a fortificar Jerusalén. Esto ocurrió en el 444.
Los atenienses habían sido expulsados de Palestina, la rebelión egipcia había
sido reprimida, y Jerusalén parece que había sufrido a causa de incursiones
beduinas. Así, pues, el permiso estaba justificado por las circunstancias.
Nehemías era del partido monólatra. En consecuencia, las clases acomodadas de
los territorios vecinos recordando a Esdras, le fueron hostiles apenas hubo
llegado, aunque (o, más bien, porque) tenían las relaciones más estrechas con
las clases superiores de Jerusalén. Sus parientes políticos de Jerusalén
probablemente eran aún más hostiles, lo cual explica el secreto de Nehemías en
cuanto a sus planes y la rapidez de sus acciones. Como gobernador persa,
contaba con que la guarnición persa le apoyaba, pero para realizar las reformas
que deseaba tenía que ganarse al pueblo, que hasta entonces había estado del
lado de los sincretistas.
En consecuencia, empezó con la
restauración, de interés común, de las murallas de la ciudad. Los sacerdotes y
la clase alta, obligados por la opinión pública, cooperaron. Todo lo que sus
adversarios en Judea se atrevieron a hacer fue una escasa resistencia pasiva y
el poner en circulación versos derrotistas. Estaban en contacto con los
forasteros, y éstos pudieron haber pensado en una acción militar, pero no se
atrevieron a arriesgarla. Para compensar la carga impuesta a la población con
la construcción, Nehemías emprendió después la única reforma deuteronómica que con seguridad era popular entre la plebe:
impuso la supresión de los intereses en los préstamos, la devolución de la
propiedad embargada por deudas y el perdón de éstas. No hizo esto por orden
oficial (como pudo hacerlo). Por el contrario, hizo de ello un gran espectáculo
público en el que actuó contra los ricos prestamistas de dinero como campeón de
los pobres. Después condenó los impuestos para el sostenimiento del gobernador,
pero agasajaba diariamente a ciento cincuenta «judíos» (probablemente jefes de
los clanes locales) y modestos funcionarios. Y reforzó la ciudad estableciendo
en ella a personas de las poblaciones vecinas, probablemente partidarios suyos.
Aquí se interrumpen las memorias. En otra parte se habla algo sobre una fiesta
al terminarse las murallas, de una colección de libros sobre los reyes y los
profetas y de una construcción adicional en el templo.
Las memorias se reanudan después de
haber regresado Nehemías de una visita a la corte persa en el año 432. Evidentemente,
confiado en el apoyo de Susa y en su popularidad en Jerusalén, empezó ahora sus
reformas religiosas. Primero expulsó del templo a Tobías, aliado del partido
sincretista y gobernador de Ammón, a quien el alto sacerdote había dado
habitación allí. Además, tenía una habitación purificada. El nombre de Tobías y
el de su hijo Yehohanan demuestran que la familia adoraba a Yavé.
Nehemías lo expulsó no por pagano, sino por sincretista. Así, pues, tenemos
aquí de nuevo el conflicto con el sacerdocio acerca de la ley de pureza.
Nehemías, un profano, confiando en la tradición legal de su partido, contradijo
al alto sacerdote en una cuestión de pureza.
Después, Nehemías atacó el control del
sacerdocio sobre el templo. Estableció a los levitas en el templo y los ayudó
con un impuesto del diez por ciento sobre la producción agrícola de Judea. Los
levitas eran sacerdotes a quienes había dejado sin empleo la destrucción de los
santos lugares provinciales durante la conquista por Babilonia y la negativa
del sacerdocio de Jerusalén a permitirles oficiar en la ciudad. Nehemías,
asegurándoles un ingreso, ganó para él y para su partido un grupo de abnegados
y útiles partidarios. En el templo podían imponer a los sacerdotes la
observancia de su ley de pureza, en la ciudad podían ayudar a imponer la observancia
del sabbath, descuidada hasta entonces por la gente del mercado con la
protección, una vez más, de la clase alta local.
Con los levitas, con su guarnición y con
su apoyo popular, Nehemías pudo al fin atacar la cuestión de los matrimonios
mixtos. Con vapuleos y torturas hizo jurar a sus adversarios que de allí en
adelante no permitirían tales matrimonios, y desterró a un nieto del alto
sacerdote que se había casado con una hija de Sanballat,
gobernador de Samaría, y a otros sacerdotes y levitas que habían hecho
matrimonios análogos. Como los sacerdotes suelen estar divididos en facciones,
Nehemías probablemente tenía algún apoyo sacerdotal y reforzó su posición con
medidas para hacer ofrendas al templo.
También aquí el motivo de la acción de
Nehemías fue la creencia de que, por el matrimonio con adoradores sincretistas
de Yavé, tanto los sacerdotes como el culto se harían impuros. En este caso el
sincretismo es seguro. Sanballat dio nombres
derivados del de Yavé a sus hijos Delaiah y Shelemiah, pero su propio nombre atestigua la adoración de
Sin (el dios lunar mesopotámico), y Delaiah y Shelemiah contribuyeron a la restauración del templo de Elefantina,
en Egipto, donde una colonia de mercenarios judíos adoraba a Yavé, Anath y Bethel.
Con estos acontecimientos y una oración
terminan las memorias de Nehemías. Fueron escritas para defender sus actos,
pues seguía siendo la oposición fuerte. No se sabe cuánto tiempo permaneció en
el poder. No se le menciona en una carta dirigida a las autoridades judías en
el 411. Su conversión del populacho de Jerusalén al partido monólatra y la
introducción en el templo de dicho partido, representado por los levitas,
detuvo la tendencia del sacerdocio hacia el sincretismo. Mas para esto el culto
monólatra había sobrevivido, si habría de sobrevivir, como una religión de
diáspora, relacionada con Palestina sólo por la tradición. La conservación de
los lazos territoriales del judaismo, con sus enormes consecuencias históricas,
fue, pues, obra de Nehemías.
Así, en Jerusalén había vencido el culto
monólatra, el sincretismo oficial quedaba ahora descartado y el privado fue
desde entonces clandestino. Ahora el conflicto se desarrollaba entre el partido
de Nehemías, «los separatistas», y el partido de los adversarios de Nehemías,
«los asimilacionistas». En el lado separatista estaban algunos sacerdotes, la
mayor parte de los levitas y la plebe de Jerusalén; en el lado asimilacionista
estaban la mayor parte de los sacerdotes, las clases altas y posiblemente el
campesinado judío. De esos grupos, las clases altas, los levitas y los
sacerdotes están representados por material del Antiguo Testamento que revela
sus caracteres e historias.
De las clases altas proceden
probablemente las colecciones de Proverbios tan ricas en experiencia del mundo,
y seguramente los restos del Job original, fechados en el siglo V por
relaciones estilísticas y teológicas con el Segundo Isaías y por analogías sorprendentes
con la tragedia griega, especialmente con Prometeo encadenado. La falta de
temperancia de Job le llevó a pedir justicia de Dios. La esencia del
Eclesiastés, escrito un siglo más tarde, ridiculizó la pretensión humana de
especular sobre esas materias. Los relatos cortos, Ruth, Jonás, Judith y Tobías
reflejan opiniones asimilacionistas y probablemente proceden de las clases
altas, lo mismo que la exquisita poesía amorosa de El Cantar de los Cantares.
Todos ellos se distinguen, como obras literarias, de las leyendas y las
historias nacionales, de las leyes y las profecías conservadas por el partido
monólatra. Este material literario es prueba de una clase profana culta, en
contacto con la cultura del mundo circundante. Sus productos literarios cambian
con la moda internacional: versos gnómicos en el siglo VI, drama poético en el
V, reflexiones filosóficas en el IV (la analogía del Eclesiastés con
Epicuro ha sido señalada con frecuencia), relatos románticos breves, y poesía
erótica en el III y siguientes. Esa misma serie de obras demuestra que tal
clases altas llegaban a un arréelo con el judaísmo. El anterior material de los Proverbios y Job, ignoran el ritual y la tradición de los judíos.
El Eclesiastés, como muchos filósofos griegos, conoce una piedad popular
que practica, pero en la que no cree. Ruth celebra matrimonio con un
moabita; Jonás representa a los gentiles instruidos por Yavé y
recompensados por su obediencia. Pero Ruth arguye desde el punto de
vista de la leyenda nacional, etcétera) y Jonás se interesa por la
gloria del templo de Jerusalén. Judith y Tobías son judíos
meticulosos, pero las dos obras, son defensas de los israelitas del norte y
Judith celebra la conversión de un ammonita (prohibida por el Deuteronomio. Así, pues, la clase alta mantuvo sus alianzas
con los pueblos vecinos y no sólo se adaptaron ellas al judaismo, sino que
adaptaron el judaismo a ellas.
Excepto los Proverbios, estas obras de
las clases altas son composiciones originales, fechables aproximadamente y
(salvo las interpolaciones) expresan consecuentemente las opiniones de los
distintos autores. Los restos literarios de los levitas y de los sacerdotes son
compilaciones de material viejo y nuevo, reeditado con tanta frecuencia que su
formación se discute aún. Esto indica su diferente lugar en la vida.
De los levitas tenemos las Crónicas, Estiras, Nehemías y los Salmos, mientras que acerca de ellos
tenemos un cuerpo de material sacerdotal en Éxodo, Levítico y Números.
Este se refiere a la obra de los levitas como «montar la guardia» en torno del
templo, para protegerlo de la impureza. Esta terminología militar y este deber
policíaco reflejan el uso que Nehemías hace de ellos para imponer sus leyes de
pureza y del sabbath. Además de esto, llevan de un lado a otro la tienda de
campaña y sus utensilios, sobre todo «el arca de la alianza». Esto refleja la
práctica típica del Próximo Oriente de llevar en procesión una caja sagrada que
representaba o contenía una deidad. Los sacerdotes levitas de Jerusalén habían,
pues, sacado el arca hasta el siglo VII (II Crónicas) y, probablemente a partir
de la tradición levítica, la práctica fue adoptada por la sinagoga, aunque
ahora la caja contenía la ley divina. Manifiestamente, los levitas se mostraron
activos en la sustitución general del Servicio de la sinagoga por un sacrificio
que hacia aquel tiempo transformó el culto palestino de Yavé. De ahí el
material homilético de las Crónicas y su representación de los levitas como
maestros de misión y como intérpretes de la ley (un servicio de la sinagoga).
En el templo los levitas intentaron
desempeñar algunas funciones sacerdotales, pero los sacerdotes lo impidieron.
Después perdieron su poder policial y se fusionaron gradualmente con los
cantores y los porteros. Así, los «levitas litúrgicos» desaparecen de las
Crónicas, y en el decreto de Antíoco III los levitas se convirtieron en cantores.
La importancia de los salmos en la sinagoga y en las Crónicas, lo mismo que el
Salterio refleja este cambio. El interés del Salterio por los pobres
probablemente no sólo refleja la pobreza de los levitas, sino también la
política de Nehemías y el hecho de que el partido separatista confiaba
principalmente en la plebe de Jerusalén. Los héroes de la historia de su
partido (Crónicas-Esdras-Nehemías) son David, que estableció a los levitas, y
Nehemías, que los restableció!. Con el Salterio los levitas quizás produjeron
la obra más influyente de la literatura occidental, el único libro de la Biblia
que se ke en casi todos los servicios cristianos y judíos, y la lectura
cotidiana de la piedad privada. Más de las tres cuartas partes de los salmos
tratan de la liberación por Yavé de enemigos que no suelen especificarse. La
identificación histórica (si la hay) de los enemigos es un enigma; las
consecuencias para la religión occidental de esta preocupación por los enemigos
y por la liberación no podemos estudiarlas, aquí.
En contraste con el material levítico,
el Pentateuco sacerdotal es sorprendentemente contradictorio. Esto refleja las
divisiones internas del sacerdocio, algunos miembros de los cuales habían sido
prominentes en los partidos sincretista y monólatra. Al desterrar a un opositor
del alto sacerdocio, Nehemías había ayudado a otro, probablemente a uno que
seguía la línea del partido separatista y esperaba el apoyo, después de la
muerte de Nehemías, de los levitas y de la plebe. En consecuencia, en el 411,
cuando los judíos de Elefantina escribieron a Jerusalén pidiendo ayuda para la
reconstrucción de su templo sincretista, no recibieron contestación del alto
sacerdote Yehohanan. Los levitas estaban en la cumbre
de su poder. Contaban con el apoyo popular que se había ganado Nehemías, el
sacerdocio estaba dividido y el alto sacerdote dependía de ellos, muchos
asimilacionistas habían sido desterrados, y el nuevo gobernador, un persa,
tenía que ser cauto al principio. En este momento fecharíamos el intento que
realizaron los levitas de desempeñar funciones sacerdotales en el templo. La
inquietud causada por ello probablemente contribuyó a la decisión del
gobernador persa, de sustituir a Yehohanan por su
hermano, muy probablemente el hermano que se había casado con la hija de Sanballat y, tenía el apoyo de las autoridades samaritanas,
que eran amigos del gobernador. Cuando su decisión fue impedida por el asesinato
de su candidato, se vengó poniendo un impuesto sobre los sacrificios en el
templo. Esto y el escándalo del asesinato contribuyeron sin duda a que el
partido separatista perdiese poder hacia fines de siglo V. Sin embargo, todavía
contaban con el fuerte apoyo de la plebe, no sólo gracias al recuerdo de Nehemías y a las
leyes deuteronómicas para los pobres, sino también a las populares enseñanzas y predicaciones de los
levitas.
Los asimilacionistas, al recobrar el
control, fueron moderados. Los levitas siguieron siendo subordinados en el
templo, pero permanecieron en él. Las Crónicas y los Salmos los
muestran reconciliados con sus superiores sacerdotales Y los sacerdotes
recopilaron una nueva edición de las leyes y añadieron leyendas,
substancialmente el actual Pentateuco, que incluye material de los dos partidos
y se ganó la fidelidad de ambos.
Dicha recopilación, que comprende
códigos con preceptos contradictorios, presupone una exegesis armonizadora. Los
exégetas eran primordialmente los sacerdotes, las autoridades, por gracia del
Gran Rey, en cuestiones de ley del culto. (La ley pentatéutica es ley cultual: los preceptos que deben observar los adoradores de Yavé; sólo
raramente se tocan cuestiones de derecho civil y criminal). Sin embargo, el
partido separatista siguió su propia tradición exegética. Las Crónicas hacen jueces a los levitas (lo que quizás es falso) y maestros de la ley.
Ateniéndose a dicha tradición del partido, hasta un profano podía contradecir a
un alto sacerdote. Nehemías lo había hecho, y lo harían los Macabeos, los
esenios, los fariseos y los cristianos. Esta tradición de exégesis profana
había de convertirse en una de las características más importantes del
judaismo.
Volvamos al texto interpretado: los
levitas fueron propiciados con la inclusión (como apéndice) de su amado código
deuteronómico con sus muchas disposiciones en beneficio de los pobres. Con esto
vino la orden de que la ley debía ser estudiada constantemente (fundamento de
la práctica rabí nica) y el mandamiento de amar a Yavé (nexo entre las
tradiciones jurídica y mística). Otro elemento deuteronómico fue la limitación
de los sacrificios a Jerusalén y el consiguiente permiso, para matar animales
domésticos no como sacrificio. Los sacerdotes de los santuarios rurales de Yavé,
oponiéndose a la limitación de los sacrificios a Jerusalén, habían recopilado
un contra-código y puesto a la cabeza del mismo (y
esta enfática posición indica un propósito polémico) la vieja prohibición de
matar sin sacrificio. Este «código de santidad» lo incluyeron también los
editores sacerdotales en su colección.
Los intereses de Jos editores mismos están
representados por el grueso de las leyes: ritual diario y festivales, sacrificios,
diezmos, promesas y otras fuentes de ingresos para el templo, leyes de pureza
(y, por consiguiente, leyes matrimoniales). Como aristocracia hereditaria
estimaban las genealogías y añadieron a la leyenda nacional algunas falsas.
Otras adiciones reflejan el creciente poder y las pretensiones a la realeza del
alto sacerdote (pretensiones escasamente posibles hasta la caída de la administración
provincial persa en el siglo IV), que culminó en la rebelión de los sátrapas. Pero
otras representaban los intereses del partido asimilacionista: hay indulgencia
para los antiguos ritos populares y, al mismo tiempo, se introducen nuevos
elementos, con frecuencia de inspiración babilónica: cada año los pecados de la
gente se descargarán sobre un chivo que se enviará del templo al desierto para Azazel. Hay mucha más amistad hacia los pueblos vecinos
Particularmente importante es la creación de un nuevo concepto jurídico, el de
«prosélito»: el extranjero que ha aceptado la ley está sujeto a todas sus
exigencias y goza de todos sus beneficios. El sometimiento de los residentes
extranjeros a los preceptos de la ley del culto había comenzado con el código
de santidad, pero los privilegios de la ley (participación en los
beneficios de los israelitas, expiación y purificación) sólo se les
concedía ahora. Esto hizo posible para los no judíos ser purificados.
Así,
inmediatamente, se contestó a la objeción del partido separatista al matrimonio
mixto como contaminación y remotamente, a fines del período helenístico, el
judaismo se convirtió en una gran religión proselitizante y preparó sus auditorios para el cristianismo. La consecuencia inmediata demuestra
la fecha de la legislación: ni Esdras ni Nehemías conocieron la posibilidad de
que pudieran ser prosélitas las esposas extranjeras.
El éxito del Pentateuco como código de
compromiso llegó a su clímax al ser aceptado en Samaria. Para procurar esto (ya
que los samaritanos podían haber tenido su propio culto sacrificial de Yavé),
los preceptos deutoronómicos que prohibían los
sacrificios fuera de Jerusalén tuvieron que ser «explicados», pero tal exégesis
ya se había desarrollado para conciliar : el código deutoronómico con el de santidad. La aceptación samaritana del código de Jerusalén fue
motivada, por consideraciones políticas. En la desintegración del imperio de
Artajerjes II, una unión cultual en Yavé de los judíos y los samaritanos podía
constituir un importante poder. Sin embargo, a causa del séquito popular de los
separatistas en Judea, tal unión no podía ser segura a menos que los
samaritanos aceptasen la ley de Jerusalén. La aceptación fue facilitada por el
parentesco de las poblaciones. Hasta los autores de las Crónicas, cuando
no escribían polémicamente, se referían despreocupadamente a los palestinos
septentrionales como «israelitas». Finalmente el Pentateuco estaba compuesto en
gran parte de obras que encarnaban tradiciones israelitas comunes a Samaría y
Judea. Su aceptación a lo sumo revivió algunas costumbres casi extintas, como
la observancia del sabbath y contribuyó a la desaparición de otras, como el
culto con sacrificios en los santuarios locales. El santuario local no podía
competir con la sinagoga local; la oración y la loanza eran más baratas que el
sacrificio. En Samaria la imposición era laxa; seguía habiendo allí nombres
sincretistas en tiempo de Alejandro. También tenemos monedas de Jerusalén de
aquel período con cabezas de hombres y el búho de Atenea, y una de ellas con
una deidad, quizá Yavé a la manera griega, sentada en un trono alado y mirando
hacia una máscara dionisíaca .
El poder político formado por la nueva
unión de cultos (e indicado por la nueva acuñación) probablemente se alió con
Egipto cuando Taco, con ayuda espartana, invadió Palestina en el 360. La unión
de los judíos con los espartanos puede datar de este tiempo. Artajerjes III
recobró la ciudad a fines del 350 y desterró a muchos miembros del partido anti-persa. los libros de los profetas, que fueron coleccionados
hacia este tiempo, tienen brotes de pasajes más o menos interpolados que
denuncian la alianza con Egipto ex eventu. El
cambio de partidos en Jerusalén pudo haber enfriado temporalmente las
relaciones con Samaría. Pero ello fue pasajero. A los veinte años llegó
Alejandro.
19. Siria bajo los persas
La historia de Siria durante los dos
siglos de dominación persa no está en absoluto completa. Mientras la evolución
religiosa del judaismo se deja seguir en sus grandes líneas, gracias sobre todo
al Antiguo Testamento y a los documentos originales que allí se contienen, sólo
han llegado hasta nosotros, en cambio, algunos detalles de la historia de
Siria, y más o menos por azar. Por Siria entendemos aquí la región comprendida
entre Poseidón, al norte, y la frontera egipcia. Es el V nomo (distrito fiscal)
de Heródoto, la tierra que unía a Egipto y Mesopotamia, que desde los primeros
tiempos ha desempeñado un importante papel intermediario en la historia de Asia
Menor.
Lo característico de Siria, en términos
geográficos, es su enorme longitud, pues el país se extiende por más de 700
kilómetros, desde la desembocadura del Orontes hasta la región situada al sur
de Gaza. Es mucho menor su anchura, ya que, en su lugar más ancho, no pasa de
250 kilómetros. Las regiones más importantes de Siria son, empezando en el
norte, la tierra entre el mar Mediterráneo y el curso medio del Eufrates; es
ésta la Siria propiamente dicha, llamada Seleucis en la época helenística; a continuación, hacia el sur, la Koilosyria,
cuyo nombre griego significa la «Siria hueca», lo que constituye probablemente
una deformación etimológica popular de un antiguo nombre autóctono; más hacia
el sur está Palestina, que toma su nombre del de los antiguos filisteos. El
borde litoral, entre Arados al norte y Acco, la
futura Tolemaida, al sur, la ocupan las grandes metrópolis mercantiles
fenicias, de las que Biblos, Sidón y Tiro son las más importantes. Por lo
demás, la delimitación recíproca de las diversas regiones es en gran parte
variable y a menudo constituye un tema de discusión; baste decir aquí, por
ejemplo, que el sentido del término Celesiria (Koilosyria) ha sufrido en el curso del tiempo varias
transformaciones, y que designaba primitivamente una región mucho más extensa,
más o menos toda Siria (con excepción de Fenicia). En la época helenística
pertenecía también a Siria la Comágene (la
región situada entre los montes Amano, las estribaciones orientales del Tauro y
el Eufrates). Sin embargo, la Comágene perteneció con
toda probabilidad hasta fines del siglo V a. C. al estado vasallo persa de
Cilicia. De su destino durante el siglo IV nada sabemos.
Las poblaciones de Siria son tan
distintas como sus regiones. En la parte norte del V nomo de Heródoto habitan
arameos, a los que encontramos también en vastas regiones de Mesopotamia. Están
etnográficamente emparentados con los cananeos. La población de Palestina fue
en una época cananea, pero, al ocupar la tierra los pueblos israelitas, los
cananeos les tuvieron que ceder el terreno, aunque en muchos lugares se unieron
con ellos. Al grupo de los cananeos pertenecen también los fenicios.
Según Heródoto, el V nomo, al que por lo
demás pertenecía también Chipre, había de pagar al rey de Persia un tributo
anual de 350 talentos. No cabe duda que una gran parte de éste habían de
proporcionarlo las ciudades mercantiles fenicias. En Fenicia terminaban las
rutas caravaneras procedentes del Asia central; y desde allí, cargados en
barcos fenicios, los productos de Asia, ante todo metales y especias, así como
los propiamente fenicios, especialmente vidrio y púrpura, llegaban al mundo
entero.
Poco después del hundimiento del imperio
neobabilónico (caldeo) el año 539, Siria había caído en poder de los persas,
probablemente el año 534. Siria y Fenicia pertenecieron primero a la gran
satrapía de Babilu u Ebir-nari («Babilonia y la tierra del otro lado del río», esto es, Siria). Sin embargo,
la administración de una satrapía tan grande resultaba difícil; el sátrapa
tenía su residencia en la antigua ciudad real de Babilonia, lejos de Siria. Se
decidió, pues, separar las regiones situadas al oeste del Eufrates. Ebir-nari (en arameo Abar-Nahara)
se convirtió en otra provincia con un sátrapa propio.
El sátrapa residía, al parecer, en la
ciudad de Trípoli. Las ciudades-estados fenicias se consideraban más o menos
como aliadas y no como súbditas del Gran Rey, y por regla general en sus
asuntos internos no se entrometía el gobierno persa central. El resto de Siria
fue dividido en una serie de pequeñas satrapías subordinadas (en griego se
solían designar como hiparquías). De éstas
están atestiguadas por las fuentes: Samaría, Idumea, Moabitis y Amonitis.
Desde el punto de vista económico, la
satrapía de Abar-Nabara, como se la llamaba en
lenguaje persa oficial, esto es, en el arameo del reino, constituía una unidad
altamente productiva. Sin duda, no siempre fue fácil abarcar en una gran unidad
política viable los numerosos pueblos del país, que por su procedencia, su
pasado histórico, su religión y, finalmente, por sus intereses económicos, eran
diversos. Pero los persas eran extraordinariamente tolerantes, y esta
tolerancia la apreciaron los pueblos de Siria, sobre todo en materia de
religión, con particular agradecimiento. Si bien no faltaron conmociones ocasionales,
provocadas las más de las veces por los anhelos de independencia de las
metrópolis fenicias, la administración persa en conjunto logró despertar
confianza en los habitantes, incorporar Siria al imperio y, además, fomentar
cierto sentimiento de patriotismo imperial; en efecto, la población se
vanagloriaba con legítimo orgullo de pertenecer a un imperio que durante muchos
decenios había sido una verdadera potencia mundial y que era, en su época, la
única.
Los sátrapas persas se arraigaron en el
país. En Siria gobernaba la familia de Belesis, que
poseía extensos bienes raíces en el país. Jenofonte menciona un castillo y un
jardín zoológico del sátrapa, cerca de Alepo (Anabasis).
El valor particular de las ciudades fenicias consistía para el Gran Rey en su
flota, la cual participó en todas las grandes empresas y, las más de las veces,
con éxito. Los fenicios lucharon durante la sublevación jónica contra la flota
de los jonios de Asia Menor; participaron de modo decisivo en las batallas
navales de Artemisio y Salamina, y combatieron junto al Eurimedonte y en Egipto, donde contribuyeron a la derrota de los atenienses cerca de
Menfis. En Egipto lucharon bajo el mando de Megabizo,
quien más adelante fue nombrado sátrapa de Abar-Nabara (Siria) (¿454?).
Megabizo era nieto del individuo de igual nombre que aparece
como partidario de Darío I en la conspiración contra el mago Gaumata, el falso
Esmerdis. El nieto era uno de los hombres de confianza de Jerjes y fue muy
estimado también por su sucesor Artajerjes I ( 465-64 a 425). El año 448
intentó hacerse independiente, como sátrapa de Siria, de la soberanía del Gran
Rey, y en las luchas contra los persas realizó, al parecer, prodigios de valor;
sin embargo, finalmente decidió reconciliarse con su soberano. Por !o demás, se
había apoyado para su sublevación en mercenarios griegos, que eran apreciados
en el mundo entero como excelentes guerreros.
Proviene de la primera mitad del siglo V
a. C. un célebre documento arqueológico de Fenicia: el sarcófago del rey Eschumunazar de Sidón. El monumento funerario, hecho de
basalto negro, es un sarcófago de los llamados antropoides. Fue encontrado hace
más de 100 años, en 1835, cerca de la antigua Sidón (actualmente Saida). Se
trata de un trabajo inconfundiblemente egiptizante.
Pero al historiador le interesa sobre todo su inscripción en lenguaje fenico,
cuya parte más importante reza: «Y además nos dio el Señor de los Reyes Dor y Jaffa, las magníficas
tierras de trigo situadas en el llano de Sarán, en correspondencia a los hechos
formidables que realicé, y las añadimos a los territorios del país, para que
pertenecieran para siempre a los sidonios».
Hablan muchos indicios a favor de que
por «los hechos formidables» hay que entender la participación de las naves
fenicias, especialmente de las sidonias, en la expedición de Jerjes del año 480
contra la Hélade. Así, pues, Jerjes, según la inscripción, habría asignado al
rey de Sidón los fértiles campos del llano del Sarán, regalo que para los
sidonios hubo de ser particularmente valioso, dado que el territorio interior
de Sidón, muy reducido en extensión, apenas bastaba para el abastecimiento de
la población urbana. No se sabe si las otras ciudades fenicias que participaron
en la lucha contra los griegos (Tiro y Arados) fueron o no recompensadas en
esta forma.
Ya a principios del siglo V el arte
fenicio muestra, al lado de las influencias egipcias usuales, claras
influencias griegas. Constituyen un signo indiscutible de la presencia de
artistas griegos en aquel país de antigua civilización. Las dos cabezas del
sarcófago antropoide de Sidón muestran rasgos del arte del relieve griego
contemporáneo. Allí crearon escultores griegos (probablemente jonios) unos
monumentos que se apartan manifiestamente de las creaciones artísticas del
antiguo Oriente.
El vasto radio del comercio fenicio lo
atestigua un decreto ático, conservado casualmente, en honor del rey Estratón de Sidón. El rey fue contemporáneo aproximado de
Nicocles de Chipre y del macedonio Filipo II, padre de Alejandro. Los
atenienses confirieron formalmente a Estratón y sus
descendientes la proxenia, esto es, la
ciudadanía honoraria, lo que llevaba aparejados considerables privilegios. En
el decreto honorífico puede leerse que el Consejo ateniense mandó establecer symbola, es decir «comprobantes» (tesserae hospitales), como se usaban en las
relaciones entre estados amigos y ligados por tratados de hospitalidad mutua.
Desde el punto de vista de su función cabría compararlos con los anillos de
sellar (en latín symbolum significa anillo de
sellar). El decreto ático presupone la presencia de delegados que viajaban en
ambos sentidos entre las dos ciudades.
El acontecimiento más importante de la
historia de Siria y Fenicia es, a mediados de! siglo IV, la defección de Tenes,
rey de Sidón (350 ó 349 a. C.). De esta sublevación
tenemos un relato histórico relativamente completo en la Historia Universal de
Diodoro, que proporciona gran diversidad de detalles. La rebelión está
obviamente en conexión con el ataque de Artajerjes III Oco contra Egipto, del año 351 (?). No sabemos cómo transcurrió esta expedición en
detalle; lo único perfectamente seguro es que terminó en un fracaso, con lo que
provocó la defección de la ciudad mercantil fenicia. El movimiento tuvo su
origen en la ciudad de Trípoli (entre Arados y Biblos), que tenía tres
distritos, que distaban aproximadamente un estadio uno de otro: el de los
aradlos, el de los sidonios y el de los tirios.
Las ciudades fenicias solían celebrar en
Trípoli sus sesiones conjuntas de consejo, Al parecer, los sátrapas y los
estrategos persas, que vivían en el distrito sidonio, se comportaron frente a
los sidonios con altanería y presunción; provocados por tal actitud, éstos se
habían decidido en favor de la rebelión. Establecieron un enlace con el rey
Nectanebo II, de Egipto, que había rechazado el ataque de los persas. Los
rebeldes destruyeron el parque del Gran Rey cerca de Sidón y prendieron fuego a
las reservas almacenadas para el aprovisionamiento de la caballería persa. Sin
embargo, la cólera principal de los sidonios iba dirigida contra los
funcionarios persas, quienes fueron aprehendidos y entregados a la venganza del
pueblo.
El Gran Rey reunió en Babilonia un
ejército considerable y marchó hacia Fenicia, donde los sátrapas Belesis de Siria y Mazeo de
Cilicia le prestaron ayuda armada. En cambio, Nectanebo II envió a los sidonios
cuatro mil mercenarios griegos, a título de auxilio, bajo el mando de Méntor de Rodas. Con las ciudades fenicias, éste logró
vencer a los sátrapas persas, quienes se vieron forzados a evacuar grandes
zonas de Fenicia. La situación empeoró para los persas por la defección de
nueve príncipes chipriotas que hicieron causa común con los fenicios. Así,
pues, los disturbios se fueron extendiendo. Incluso Cilicia y Judea fueron
afectadas por ellos; al parecer, los judíos fueron desplazados coactivamente a
Babilonia y a la lejana Hircania, junto al mar
Caspio, Además, una tabla con escritura cuneiforme de Babilonia informa acerca
de prisioneros de Sidón (Sidanu), que llegaron
a Babilonia y Susa en octubre del 345. Sin embargo, esta fecha no señala en
modo alguno el fin de la sublevación fenicia.
La superioridad numérica persa indujo
finalmente al rey sidonio Tenes a entablar negociaciones secretas con el Gran
Rey Artajerjes III Oco. También Méntor estaba iniciado en el secreto de estos proyectos. Según se dice, Tenes se las
arregló, en forma desleal, pata que cayeran quinientos de los más distinguidos
ciudadanos de Sidón en manos del Gran Rey. La ciudad misma estaba muy bien
equipada para la defensa, pero cayó en poder de los persas por traición de su
soberano. Previamente, los sidonios habían incendiado todas sus naves para
impedir que se utilizaran para la fuga. Cuando los persas escalaron los muros y
comenzaron a prender fuego y a saquear la colmada ciudad, muchos de sus
habitantes se arrojaron con sus familia
a las llamas; se dice que perecieron unas cuarenta mil personas. El Gran Rey fue
capaz de sacar provecho de ese montón de ruinas humeantes que antes fuera una
próspera ciudad marítima: entre los escombros se encontró gran cantidad de
plata y oro, que había sido fundido por las llamas.
Sin embargo, la destrucción no parece
haber tenido las proporciones catastróficas que se pueden deducir del relato de
Diodoro, porque Sidón no tardó en volver a estar habitada. Las otras ciudades
fenicias volvieron a caer bajo el dominio de los persas (probablemente el año
344 ó 343), aunque por un período de tiempo
relativamente breve. Al parecer, a Alejandro después de la batalla de Isos el año 333/32, Sidón le hizo un recibimiento
grandioso, en tanto que Tiro se negó a abrir sus puertas al macedonio. Ya hemos
relatado en otro lugar cómo rompió Alejandro la resistencia de los tirios. La
ciudad de Sidón recibió de Alejandro un nuevo rey, Abdalónimo.
El nombre revela que se trata de un fenicio; tal vez sea el titular del célebre
sarcófago de Alejandro, aunque los historiadores han sugerido también otros
personajes históricos.
20. Arabia
«Los árabes nunca estuvieron sometidos a
los persas, pero se hicieron sus aliados cuando permitieron a Cambises el paso
hacia Egipto en el 525; porque si los árabes no hubieran estado de acuerdo, los
persas no habrían podido irrumpir en Egipto.» Así lo leemos en Heródoto. En
otro lugar dice que en la ruta a Egipto hay un enclave con establecimientos
mercantiles que pertenecen al rey de los árabes, y en una tercera referencia,
que el país de los árabes está libre de impuestos.
Esta situación tenía una historia
previa: hacia el 735 a. C., el rey de Asur había nombrado a un tal Idibil gobernador de las tribus que vivían frente a
la frontera egipcia y le había otorgado potestad sobre 15 (?) poblaciones (aquí
el texto está dañado). ¿Eran acaso éstos los antepasados de los árabes mencionados
por Heródoto? ¿O eran descendientes de la primitiva capa de árabes
septentrionales de la que se trata en el vol . 4 de esta
serie?
Entre los individuos que se enfrentaron
con hostilidad a Nehemías cuando se presentó en el 445 en Judea, por encargo de
la corte persa, para organizar la región como provincia y restaurar la muralla
de Jerusalén, había también un árabe llamado Geshem (Gashmu o Gusham). De Nehemías 4,1
se desprende que la tribu de Geshem vivía al sur, o
sea, que había avanzado desde Edom hasta la costa occidental del mar Muerto.
Un feliz hallazgo en el Uadi Tumilat, antiguo acceso a
Egipto, al sur de la ruta litoral, nos da una información mejor: dos copas de
plata, labor persa de alrededor del 400, con inscripciones arameas. En ellas se
dice: Qainu, hijo de Geshem,
rey (o: ¿y rey?) de los qedar. Hay que ver
probablemente en él a un nieto del Geshem bíblico,
pero no a éste mismo. Pero, en cualquier caso, no se los puede separar. (No
debe sorprender que Nehemías silencie el título al mencionar el nombre de Geshem, porque con el gobernador de Samaría hace lo mismo.)
En lugar «de los qedar» (tribus) podría también traducirse «de Qedar» (locativo). Ahora bien, es probable que este lugar
fuera el antecesor de la que posteriormente había de ser la célebre ciudad de
Petra.
En la Arabia noroccidental se conservó
hasta 1884 (desde entonces se encuentra en el Louvre), en el oasis de Taima
(Tema), un curioso monumento de la anterior soberanía de Asiria y Babilonia y
de la de los persas de entonces. En una estela, anterior al 450, se informa en
arameo de la entrada en la ciudad del dios Salm,
representado en indumentaria asiria, y de su acogida entre los dioses de
aquélla; en la inscripción también se fijan los ingresos de su templo y se
confirma en su cargo, como sacerdote, al hijo de un egipcio que lleva un nombre
babilonio. Así, pues, el arameo, que en muchas regiones de habla extranjera del
reino persa era de uso oficial, se había impuesto también aquí. En el vecino
Dedan se encuentra una inscripción aramea grabada en una roca, uno de los
llamados grafitos. Son de unos decenios anteriores unos grafitos e
inscripciones, entre ellas una de la tumba del rey de Dedan, escrita en una
variante posterior de Dedan de la escritura arábigo-septentrional antigua. Pero
la paz no duró mucho; en efecto, por grafitos de los alrededores de Taima se
nos informa de una guerra contra Dedan, a fines del siglo V, y de otra en las
inmediaciones. Preocupado por sus tributos y por el comercio de sus súbditos,
el gobierno persa parece haber enviado entonces a Dedan un peha,
esto es, un gobernador, a menos que lo hubiera ya anteriormente. El cargo y el
título pasaron más adelante a naturales del país.
Nagran, «el valle más ameno de la Península», fue durante un
milenio aproximadamente la frontera de Arabia meridional. En las aldeas de esta
región de oasis y, en parte también, en la ciudad del mismo nombre, vivía una
comunidad con el nombre de amir; decimos una «comunidad» y no una
«tribu», como normalmente suele decirse, porque esto podría inducir al lector a
error. En efecto, las tribus comprendían, en el campo, comunidades de
campesinos y pastores y, en la ciudad sin embargo designaba a los habitantes de
un barrio, que se dividían a su vez en clanes y familias. Además, lo que suele
designarse como «tribus», esto es, comunidades de pastores nómadas, las más de
las veces criadores de camellos, sólo se da en el sur de Arabia en el siglo II
a. C. En esta zona, entre los rebaños de los amir había camellos y aparte de
allí solamente entre los de sus parientes. A partir de estos indicios y de los
posteriores se llega a la conclusión de que servían animales para las caravanas
que llevaban incienso y mirra hacia el norte (Ghul II
433 rs.).
Dos jomadas más al sur se extiende el
oasis de Ragma, con una ciudad y numerosas aldeas.
¡Cuánto nos gustaría redescubrir en ella la Rama bíblica de Ezequiel! Ragma y Nagran aparecen por vez
primera en una larga inscripción, en donde el gobernador sabeo Karib’il Uatar
relata hacia fines de su vida, alrededor del 490, las conquistas que ha
realizado, para honra de dios y bien de su pueblo. Confiando en un oráculo,
Karib’il había sitiado durante tres años las ciudades mineas de Nashan y Nashq, hasta que se
rindieron. Nashq fue agregada a Saba, y Nashan fue convertida, en condiciones humillantes, en su
vasallo. Al rey de la ciudad minea de Kamnah y al de Haram (un distrito que ocupaba un lugar intermedio entre
las culturas mineas y las sabeas) les fue asignada parte de las tierras
conquistadas, porque se habían mantenido neutrales. Entonces Karib’il arremetió
contra Ragma y Nagran y las
venció en batalla campal. Perdieron miles, entre muertos, prisioneros y cabezas
de ganado ( incluso si borramos uno o dos ceros, como hay que hacerlo en
algunos pasajes del Antiguo Testamento y en las inscripciones de los reyes asirios). Ragma fue sometida a tributo.
Ma ’in se extiende al norte y noroeste
de los otros tres reinos del sur de Arabia, Saba, Qataban y Hadramot. Se
llamaba oficialmente «Ma’in y Yathil», los nombres de la capital y de la ciudad
que la seguía en importancia, pese a que, según acabamos de ver, comprendía
también otras ciudades Incluso los habitantes de la capital se llamaban ma’in, e igualmente el pueblo entero, en ambos sentidos
utilizamos aquí el término de «míneos». El país había
sufrido mucho bajo los sabeos y siguió siendo, hasta el fin de la época aquí
examinada, su vasallo o su aliado.
Ma'in se distinguía de los demás reinos
por la solidez de su monarquía y por su constitución urbana. También dependía
el país, más que los otros, del comercio. Este fue aumentando a partir de la
fundación de una colonia en Dedan, cuyos comienzos se sitúan a mediados del
siglo IV. Servía ésta de estación de relevo para las caravanas y estaba
fortificada. Más adelante se estableció una estación secundaria en el oasis de Higra (Egra o al-Higr), unos 15 kms. más al norte,
allí donde la ruta de Taima desemboca en la del incienso.
Los mineos crearon asimismo colonias en el sur de Arabia, en Sirwah, en Saba’, en Timna y en Shabwat (N 82), las
dos últimas eran las capitales de Qataban y Hadramot respectivamente. En Timna, y más aún en Dedan, se encuentran muchos ejemplos de la
influencia de costumbres extranjeras en los colonos. La autoridad llevaba en
Dedan el título de «Los dos Presidentes de la Colonia
y de los Míneos de
la Colonia». Allí hubieron de hacer parada, en tiempos de paz y contra
pago de derechos de paso, los sabeos, según lo muestran los sabeísmos de una
inscripción famosa. En otro caso, aquéllos habían de tomar el camino más
difícil de Yathrib (Medina), por Khaibar y Taima, a la región del Jordán oriental. Todos los colonos mineos o, mejor dicho, sus antepasados, provenían de Yathil, y casi todos tenían allí
parientes.
La inscripción real más antigua se sitúa
a fines del siglo V. La reproducimos, porque no tiene par; está dividida en
tres partes: (primera parte) «Ammiyatha’ Nabat, hijo
de Abikarib, rey de Ma’in, juntamente con los mineos y yathilos, despedazó su
faz e hizo penitencia ante ’Athtar..., porque había
eliminado de Sus Templos en la ciudad de Yathil documentos de ciertos hombres,
documentos de los mineos y de sus donativos (segunda
parte) y porque él había transgredido la disposición proclamada acerca de la
tierra ribereña de Yathil, en la que ponía la tierra ribereña bajo la
protección de los dioses, de Ma’in y Yathil, para que no fuera habitada
(tercera parte) y porque determinadas comunidades no se han preocupado por los
donativos de los mineos para el Señor (Ba’l) de Yathil para ’Athtar... y
para los (demás) dioses de Ma’in y Yathil.»
El Señor (Ba’l)
de Yathil, mencionado al final, es el mismo que el dios ’Athtar de! principio. La «tierra ribereña» eran campos regados artificialmente, en
tanto que la corriente ocasionada dos veces al año por la lluvia del monzón
llenaba los uadis. Nótese que el pasaje habla
de «sus templos», aunque sólo se nombra uno. En la segunda parte aparece la
curiosa fórmula final: «poner bajo la protección de los dioses», que aparece
posteriormente constantemente al final de las inscripciones votivas. Constituye
un testimonio del terror de los mineos y otros árabes
meridionales ante la maldición que protege, entre sus vecinos, los documentos y
sus objetos contra alteración.
En la parte 1 y 3 se habla del mismo
hecho, esto es, de que el rey, de acuerdo con los donadores y los receptores,
había alejado de varios templos ofrendas votivas, juntamente con los documentos
correspondientes. Para la comprensión del sacrilegio cometido por el rey,
recordamos que, más arriba, no hemos explicado que todos los colonos mineos provenían de Yathil. Esta explicación hay que leerla
aquí entre
líneas.
Los alrededores rurales de la ciudad de Yathil ya no podían abastecer
a una población en aumento. En consecuencia se prohibió
estrictamente el empleo con fines urbanísticos de la tierra aprovechable para
la agricultura. Así, pues, contra pago de una cantidad elevada, el rey había
violado, mediante concesión de una excepción, su propia disposición. Había
alegado para hacerlo un caso de urgencia. Los sabeos habían llevado a cabo con
éxito una expedición militar contra el sur y preparaban ahora una empresa
contra el norte, de modo, que en Ma'in había que armarse. No era ésta
ciertamente la primera vez que el derecho divino era violado en circunstancias
similares. Pero esta vez la cólera de los dioses estalló. Los mineos y sus aliados fueron derrotados. En su retirada los
sabeos sitiaron Yathil hasta que hubieron robado la cosecha, destrozado los
diques de riego y quemado las tablas de las compuertas de los canales.
Precisamente por esto el rey, al frente de una procesión de penitentes, fue en
Yathil y Ma'in de un templo a otro. Inmediatamente se anunció esta acción, por
medio de una inscripción, a los hombres y los dioses; la premura explica el
error más arriba mencionado. Pero, aún queda por explicar por qué se dice en la
primera parte ciertos hombres, y en la tercera determinadas comunidades: se
hizo así con objeto de proteger a los individuos que habían cooperado en el
sacrilegio real contra determinados castigos divinos, después que ya habían
sufrido los de la colectividad.
Constituía un nobile officium de los mercaderes enriquecidos, y de los mineos que vivían en el extranjero en general, hacer
algo por su patria, como p. ej. renovar las fortificaciones de Ma'in y Yathil.
Por supuesto, también los residentes, los reyes, jefes de familia, árbitros
judiciales, sacerdotes, etc., patrocinaban construcciones de esta clase y, más
a menudo aún, templos, altares y obras de riego. Ya en la más antigua de estas
inscripciones, de alrededor del 370 a. C., hay noticias acerca de un viaje
comercial del autor de la inscripción a Egipto, Gaza y Siria/Ashur con una copia de un antiguo protocolo en conexión con
el procedimiento a seguir en esta clase de trabajos públicos; al comienzo de la
inscripción se designa el autor a sí mismo y los suyos como súbditos leales del
rey, lo que significa que habían pagado los impuestos y no efectuaban, pues,
las buenas obras a expensas del fisco. A continuación el autor debía contraer
frente al dios, esto es, con su templo, un compromiso de pago, y cumplirlo.
Luego, entregaba al templo, que actuaba como banco e incluso como cooperativa
de mejoramiento, un impuesto de cosecha por un importe inferior al del rey y
además, en ocasiones, la décima parte del diezmo (¿acaso del producto de
plantaciones de palmeras?). Entretanto se llevaba a cabo la construcción, que
se terminaba con un sacrificio. Luego llegaba el asunto ante el rey y el consejo,
quienes acordaban a los fundadores la inmunidad (?) y la facultad de ocupar
cargos públicos. A menudo, el rey concedía también a los fundadores alguna
tierra, donativo que al principio requería una inversión de dinero y de trabajo
y sólo prometía beneficio para más adelante.
En la inscripción anteriormente
mencionada se prolonga el procedimiento por el hedió de que tanto el fundador y
sus primos como sus padres tenían deudas con los dioses, es decir, con los
templos. Así, pues, habían de ser declarados por la asamblea popular de Ma'in y
Yathil como libres de deudas antes de poder presentarse ante el rey y el
consejo.
En Saba’ el dominio de la casta
de los makrab parece haber llegado al poder alrededor del año 510 mediante un
golpe de estadio de algunos príncipes de la casa real bajo la dirección de
Karib’il Uatar. El gobierno de éstos duró aproximadamente unos doscientos años.
Se puede emplear la palabra gobierno si por ello se entiende que el poder fue
ejercido por una serie de regentes sucesivos, lo que sólo se aplica
probablemente a la segunda generación y a uno que otro miembro de las posteriores.
En efecto, dadas las tres y aun cuatro líneas en las que: simultáneamente al
menos un miembro podía hacer valer sus derechos al poder, una sucesión regular
al trono parece imposible. Sin embargo, el país era vasto, y con los bienes
reales y las conquistas de Karib’il poseían los makrab tanta tierra, que los
jefes de familia podían gobernar allí sin estorbo.
El reino que Karib’il había reunido en
incesantes campañas se fue reduciendo paulatinamente. Hacia el año 400 emprendió Sumhu’-alay Yanaf una expedición contra la otrora aliada Qataban, según
lo informa su intendente, lleno de orgullo por haber equipado la tropa. Primero
adoptó el título de rey un makrab, y luego dos parientes suyos. Juntamente con
otros tres príncipes, llevaron a cabo contra Qataban una guerra de al menos
cinco años. Siguió luego un nuevo Karib’il Uatar, pero éste no gobernó en Marib y residió, por consiguiente, en Sirwah.
El lugar del gran conquistador fue
ocupado por un gran constructor, Yada’il Dharih. Levantó en Sirwah y en otros lugares templos
dedicados a Alamqah, el dios nacional de los sabeos,
pero ante todo construyó la gran muralla oval del templo de ’Auwam (y quizás el propio templo) junto a Marib. Cabe seguir la historia de la construcción de la
parte occidental —la parte oriental sólo pudo ser objeto de un estudio superficial—
por medio de las inscripciones. Al morir Yada’il, la
obra no estaba terminada. Después de una pausa prolongada se abrió la entrada
occidental; después de un corto intervalo se elevó el lado occidental, se
construyó el mausoleo (ntà) en el lado oriental y se
erigieron dos grandes pilares (mhfd), ante la
entrada principal. Entre el 350 y el 330 quedó terminada la muralla entera, se
construyó una plataforma (mhy’) ante la entrada
principal y se empotraron en ella 16 pilares en dos hileras. También delante de
la puerta occidental había dos pilares. Todos ellos se utilizaron más adelante
en la construcción del vestíbulo. Queda libre solamente la última hilera
(obsérvese el perímetro mayor de los pilares) erigida por uno de los tres reyes.
Ya no eran príncipes de la dinastía makrab los que en el segundo período de
construcción mandaron trabajar en el templo, sino miembros de una clase de
nuevo ascenso, esto es, la de los intendentes. Estos administraban las tierras
de los propietarios principescos, y también la ciudad de Marib y el templo de ’Auwam.
Qataban se limitaba en un tiempo a la cuenca de dos uadís, que corren al noroeste y al norte desde el
altiplano del sur de Arabia al desierto. En el uadí oriental, que fue habitado muy tempranamente, se hallaba la capital Timna’, y río arriba había algunas localidades
relativamente grandes. El país lindaba al noroeste con Saba’, y al noreste con
Hadramot. El resto estaba rodeado de pequeñas regiones políticamente
independientes. Estas llegaban al suroeste hasta el lugar opuesto a la actual Adén,
y hacia el sur, por la Datina (que hoy conserva un
nombre parecido), hasta el océano Indico. Al suroeste se introducía Ausan entre Qataban y Hadramot. La capital de Aúsan se llamaba Wasr o Wusr y estaba situada al sureste de Hmna’,
en esta dirección, a medio camino entre Timna’ y el
mar.
Hacia fines del siglo VI, cuando el
sabeo Karib’il Uatar empezaba su expedición de conquista, si no antes, al país
de Ausan tuvo un rey belicoso. Se parecía a Karib’il,
de quien acostumbraba, a mofarse, en el espíritu luchador y en energía, pero no
en prudencia. Por lo demás, su base inicial de operaciones era demasiado
pequeña, aunque él se esforzara por ampliarla, Primero quitó a Hadramot los
oasis de ’Abadan (junto al Nisab o Ansab actual), y luego, al norte, los oasis de Uadi Gurdan (Jirdan)
con lo que separaban Hadramot de Qataban; ocupó una parte de ésta,
probablemente todo el sur. Al llegar la noticia de que Karib’il había penetrado
en el ángulo sudoccidental de Arabia, se hizo ceder por los dos países más directamente
expuestos, al suroeste de Qataban, varias plazas para sí y sus soldados. A
continuación salió al encuentro del sabeo, pero perdió la batalla. Karib’il le
molestaba con incursiones basta muy adentro del país, detrás de su frente;
primero dejó de lado los países más próximos y lo derrotó en Datina y ante las puertas de su capital, «hasta que hubo
barrido... Ausan y su rey». Solamente en una segunda
campaña se precipitó, con incendio y asesinato, sobre los dos países
inicialmente preservados. La paz fue dura para éstos: a Qataban y Hadramot les
fueron devueltas las regiones robadas. Todo lo que directa o indirectamente
lindaba con Saba’ fue anexionado por Karib’il de modo que sólo quedó sin tierra
uno de los reyes.
A larga, la hegemonía militar sabea no
podía mantenerse. Qataban se alió con algunos de los países subyugados, y las
dos campañas sabeas no pudieron detener el curso natural de los
acontecimientos. Todos estos países cayeron paulatinamente bajo el dominio de
Qataban, lo mismo que Ausan, que poco después de la
conquista había vuelto a ser independiente. Es cierto que sólo aparece esta
situación en el acta de un soberano de la primera mitad del siglo IIl, pero esto no puede considerarse como un terminus ad quem,
porque no hay nada más semejante en dicha acta. Hasta el 350 aproximadamente
conocemos cuatro reyes (los títulos faltan casualmente) de Qataban. Luego
aparecen, uno junto a otro, un makrab, hijo del último soberano, y un hijo de
rey, rey él mismo; finalmente, los dos aparecen en una misma inscripción Así,
pues, el título de makrab parece como un préstamo ulterior de los sabeos (¿para
designar a un príncipe sin derecho al trono?). De igual origen parece ser el
principio de la división de poderes, pero solamente entre dos personas.
Hadramot fue y sigue siendo propiamente un uadi que corre paralelo a la costa del Océano Indico, pero lejos de ella. Sin
embargo, el reino de igual nombre se extendía a ambos lados del valle, hacia el
oeste y el este. La capital, Shabwat, quedaba cerca
de la frontera de Qataban. En lengua, cultura y arte, este país iba a la zaga
de los otros y estaba abierto a la influencia sabea, que le era transmitida por
una colonia establecida en Shabwat Bajo la protección
de los reyes prosperaba, muy lejos al este, el país del incienso.
Dhofar (Zafar) es el nombre que designa propiamente una
ciudad, el que lleva el país del incienso en los mapas. Hoy en día pertenece
políticamente a Omán, pese a que lo separen de éste vastas estepas y extensos
desiertos de arena: es la única región de vegetación tropical en Arabia. En la
costa crece la palmera de coco (así lo señalaba ya Ibn Battutah,
alrededor de 1331) Las laderas de los altos montes que encierran el llano
costero están cubiertas de espesos bosques. Se precipita de ellos una gran
cascada, y en el paisaje ondulado de los valles altos prosperan fértiles
praderas. Cerca de la divisoria de las aguas, donde este paraíso se transforma
en las áridas mesetas de arenisca rojiza, se encuentra la zona del incienso, De Hadramol a Qataban se extendía en su día la zona de
las mirras. Los dos son resinas de arbustos de la
altura de un hombre, y constituían el tesoro de que se nutría la cultura
arábiga meridional.
CONCLUSION
Los dos siglos escasos de historia persa
y griega, del 520 al 323 a. C., constituyen indiscutiblemente el punto culminante
de la historia cultural del mundo antiguo. El drama, el arte y la historiografía
de los helenos alcanzaron en dicho tiempo, pero sobre todo durante el siglo V,
una cima que no se ha vuelto a alcanzar ni ha sido, mucho menos aún, superada.
Estas grandes realizaciones culturales
están indisolublemente ligadas con la institución griega de la polis
(ciudad-estado y comunidad a la vez). Surgida alrededor del 800 a. C.. la polis
también llega a su punto culminante en el siglo V. Con la concentración de la vida
política en el espacio más reducido combina la polis una receptividad
extraordinaria para las influencias culturales, de cualquier lado que
provengan. La ciudad es la patria de innumerables artistas e intelectuales que
participan casi todos ellos personalmente, como ciudadanos, en la vida política
de la comunidad. La polis se identifica en su esencia con sus politai, sus ciudadanos, y esta identidad constituye
su fuerza y su debilidad a la vez. En la polis se realizó en realidad por vez
primera la idea de la autoadministración por ciudadanos libres. Sobre este
terreno los atenienses de la época de Pericles lograron en materia de política
y de arte resultados que serán siempre modélicos.
Pero el arte de la política requiere
moderación, y esto era algo que muchos de los sucesores de Pericles eran
incapaces de practicar. Con ello no sólo se destruyó la grandeza de Atenas,
sino que se provocó además la decadencia de Grecia. En efecto, se introduce en
Grecia en muchas partes, en lugar de una ética política a la que ningún pueblo
civilizado puede renunciar, la hybris (la
«violencia»). Tenemos un ejemplo de ello en el violento Alcibíades. A partir
del fin de la guerra del Peloponeso, el mundo de la polis griega va decayendo
inconteniblemente, y en la última parte de siglo IV la ciudad-estado de los
griegos quedó sin existencia política por la monarquía de carácter macedónico.
El triunfo de la monarquía es tanto más completo cuanto que Alejandro logra
conquistar el imperio persa y establecer en Oriente una monarquía absoluta de
cuño persa-macedónico.
También Persia es un estado civilizado,
con una administración excelente sobre una base feudal. En la estructura del
estado y en la composición de la sociedad la lealtad en las relaciones entre
soberanos y vasallos desempeña un papel decisivo. Estas vinculaciones éticas no
deben olvidarse nunca, pues son las que confieren a la vida de los persas su
carácter propio. La resistencia encarnizada de los pueblos iranios contra el
conquistador Alejandro muestran que estas vinculaciones no eran solamente
obligaciones superficiales. Todos los pueblos extranjeros del imperio persa,
los babilonios, fenicios, lidios, egipcios, judíos y los otros, tuvieron la
posibilidad de desarrollarse de acuerdo con sus dotes peculiares, lo que
apreciaron y agradecieron. Pero, al igual que la polis griega, el imperio persa
empieza a estancarse por falta de fuerzas jóvenes y de nuevas ideas. Este
estado de cosas, que bajo Artajerjes II Mnemón (404-359/58) se pone claramente de manifiesto, es el principio del fin.
Al margen de los enormes cambios
políticos se sitúa el destino de los hombres como individuos (los griegos, los
persas y los demás) sujetos a la influencia de ambas naciones. ¿Cabe acaso
hablar de que éstos tuvieran ocasión de llevar una vida en consonancia con sus
respectivas facultades? Por lo que se refiere a los griegos de la época
clásica, no cabe duda de que la tuvieron. Para vivir de acuerdo con sus propios
deseos, según la propia definición de vida deseable, es decir, la idea griega
de libertad, hicieron sacrificios en defensa de ello en las guerras médicas,
pero estos sacrificios valían la pena. Un gran número de griegos pudo desplegar
sus dotes plenamente, y muchos de ellos han aportado logros extraordinarios en
los dominios de la política, del arte y de la ciencia. La época de Pericles fue
una época de florecimiento y de prosperidad no solamente para Atenas y sus
ciudadanos, sino también para muchísimos otros pueblos del mundo griego. Sin
embargo, sabemos muy poco de. las capas inferiores del pueblo griego, y lo
propio cabe decir, con contadísimas excepciones, de la población del reino de
los Aqueménidas.
La obra de Alejandro produce un cambio
total de las condiciones sociales. Con su victoria sobre los persas abrió a los
griegos y macedonios un nuevo mundo, pero sin quitar a los vencidos, a los
persas, la posibilidad de organizar su vida según sus deseos. Sin duda, la
libertad y la autonomía, pilares angulares de la polis griega, se vieron muy
restringidas, y en el duelo desigual entre la polis y la monarquía obtuvo ésta
última una preponderancia decisiva, que ya nunca más había de perder. Pero la
enorme extensión del reino de Alejandro, sus inagotables posibilidades
económicas, militares y científicas imprimieron también otra faz al mundo de
los griegos. Las admirables realizaciones de las polis griegas encuentran en el
reino de Alejandro su coronación.
Lo que los griegos crearon en la época
de la polis no fue en vano. Las nuevas monarquías de Oriente surgidas del imperio
de Alejandro se basaron en ello y, gracias al vehículo de la cultura
helenística, los romanos recibieron también la impronta del espíritu griego y,
en no menor grado, también el mundo del cristianismo. Nuestras ideas de lo
humano y del humanismo son aún esencialmente griegas. El espíritu griego no
dejará de influir sobre la formación de los individuos, mientras exista la
cultura occidental.
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