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EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA.

PERSAS Y GRIEGOS.

 

TERCERA PARTE. LA GUERRA DEL PELOPONESO.

8. La guerra del Peloponeso (431-404 a. C.)

A las victorias de los griegos sobre los persas en Salamina y Platea siguió la pentecontecia, esto es, un período de aproximadamente cincuenta años (478-431). En el curso de este período ascendieron los griegos al rango de primer pueblo en el ámbito del Mediterráneo. Con la paz de Calias (449/48) se alcanzó un punto de reposo en la prolongada contienda bélica que permitió a ambos contrincantes, tanto a los persas como a los atenienses, volver a dedicarse a sus problemas respectivos. La pentecontecia («período de cincuenta años», ‘cincuentenio’; la palabra proviene de Tucídides) es aquel periodo en que el dualismo entre los dos estados griegos principales se fue agudizando cada vez más, para descargar finalmente, en forma de crisis, en la primera guerra del Peloponeso (457-446/45). Sin embargo, esta guerra no se tradujo en resultados decisivos. La paz de los treinta años (446-45) había atenuado, sin duda, los roces entre Atenas y los peloponesios, pero no había logrado eliminarlos por completo.

La segunda guerra del Peloponeso es el tema de la obra histórica del ateniense Tucídides. Pero, ¿quién fue este individuo? Sin duda, de su vida se conoce muy poco, pero lo suficiente, con todo, para poder comprender el origen de su obra y la actitud interna del autor. Tucídides provenía del demo de Halimunte, en el Asia, y era hijo de Oloro; este nombre (si la tradición es correcta) conduce hacia Tracia, y es probable, en efecto, que la rama materna de su familia descienda de una familia principesca tracia. Tucídides hubo de nacer alrededor del año 460, o tal vez algo más tarde. El año 424 era uno de los estrategos atenienses que mandaban en Tracia, En esto tuvo la mala suerte de no poder cubrir a Anfípolis, la importante ciudad en el curso inferior del Estrimón, contra el espartano Brásidas, y sólo pudo conservar el puerto de Eón. Como sabía lo que le esperaba en Atenas, Tucídides se fue voluntariamente al destierro. No sabemos dónde residió durante los veinte años siguientes; tal vez vivió en Escapta-Hila, en Tracia, donde tenía una posesión familiar; después de la guerra fue llamado a Atenas por decreto de la asamblea y, al parecer, murió pocos años después, aunque ignoramos la fecha exacta de su muerte.

De sus facultades, pero también de su filosofía, nos da testimonio su obra histórica, que ha conferido inmortalidad a su nombre. Tucídides nos ha dejado su obra inconclusa; ésta se detiene de repente en medio del relato de la guerra de Jonia, el año 411, y confirma la antigua tradición, en el sentido de que el autor habría muerto de muerte repentina. La obra, tal como la poseemos, proviene de sus escritos póstumos. Es imposible saber cuál sería en ella la parte del redactor, cuestión muy debatida por la crítica filológica. Como indicio del carácter inconcluso de la obra cabe aducir, ante todo, el hecho de que en el libro octavo, el último, no se encuentra ninguno de los discursos reproducidos, tan característicos de los libros anteriores.

Tucídides empieza con una historia griega primitiva, en la que, según un método que tiene cierto aire moderno, se trata de llegar a enunciados positivos acerca de los primeros tiempos del helenismo. Después de una exposición de las causas y ocasiones de la guerra del Peloponeso, sigue la descripción de la pentecontecia. El libro segundo empieza con la descripción detallada de la guerra y, concretamente, con el asalto nocturno de Platea por los tebanos en la primavera del 431 a. C.

Lo que Tucídides escribe es ante todo la historia de la guerra y, de modo general, lo militar y lo político figuran en el primer plano del interés. En cambio, los acontecimientos diplomáticos sólo se mencionan en la medida en que son necesarios para la exposición. Esto constituye el carácter unilateral pero también la fuerza de su obra histórica, altamente admirada tanto en los tiempos antiguos como en los modernos. Es un enorme drama el que Tucídides deja transcurrir ante los ojos del lector. A diferencia de Heródoto, para quien la intervención de los dioses es perfectamente natural, Tucídides renuncia a toda explicación sobrenatural. No sin acierto se le ha designado por esto como el «naturalista» entre los historiadores. No era ajeno a las corrientes ideológicas de su época. Las ideas de los sofistas se encuentran en el célebre diálogo de los melios, del libro quinto, pero también en varios otros pasajes de los discursos entretejidos en la obra. Actualmente está ya de acuerdo todo el mundo en que estos discursos no se pronunciaban tal como hoy los leemos. Sirven más bien para ilustrar las respectivas situaciones desde diversos lados y bajo puntos de vista distintos. Esto llega al extremo de que Tucídides intercala discursos incluso donde nunca los hubo. Debemos admitir, pues, que los discursos en la forma transmitida por Tucídides no son auténticos. La cosa es distinta por lo que se refiere a los documentos incorporados por él a su obra. Aunque, de acuerdo con la práctica antigua, no cabe esperar la reproducción literal de los textos, los documentos poseen, ante todo, gran interés histórico. Únicamente Tucídides nos ha proporcionado, por ejemplo, los documentos de los tratados concertados entre Persia y Esparta en los años 412/411, de valor inapreciable para todo historiador.

Se relaciona con la obra histórica de Tucídides un importante problema científico, que Franz Wolfgang Ullrich, profesor del Johanneum de Hamburgo, fue el primero en plantear en el año 1845/46. Desde entonces, todo trabajo sobre la obra de Tucídides cae bajo la sombra de la cuestión planteada por Ullrich. Según éste, Tucídides se había propuesto inicialmente describir solamente la guerra de Arquidamo (431-421), esto es, la primera parte de la segunda guerra del Peloponeso. Sostiene aquél que es a la guerra de Arquidamo a la que se alude en el libro I, cap. 1. Solamente en el curso ulterior de la guerra Tucídides se fue dando cuenta de la conexión entre las diversas partes de la guerra del Peloponeso, de la guerra de Arquidamo, de la expedición a Sicilia y de las guerras de Decelia y Jonia. Habría resultado de aquí una concepción totalmente distinta, que según el citado autor ha hallado expresión en la obra. Ullrich y sus partidarios, entre los que hay que contar en primer término al gran filólogo Eduard Schwtartz, creían encontrar un apoyo decisivo para su tesis en el llamado segundo proemio de Tucídides. Presupone éste, en efecto, la totalidad de la guerra. Entre los analíticos, como Ullrich, y los unitarios, como Eduard Meyer, H. Patzer y otros, el péndulo sigue oscilando todavía de un lado a otro y, si bien la hipótesis de Ullrich no se deja demostrar por completo en el estado actual de los conocimientos, lo cierto es que ha proporcionado a la investigación varias sugerencias sumamente valiosas. La cuestión acerca de cómo la obra se haya ido formando en detalle probablemente seguirá presentando también en el futuro un problema apenas susceptible de dejarse resolver con absoluta seguridad.

Al decir Tucídides, en el umbral de su obra, que ha descrito la guerra del Peloponeso con la idea de que se trataba del acontecimiento mayor y más importante de la historia griega, tiene toda la razón. Sólo la enorme extensión del escenario de la guerra es notable. Este va desde el Asia Menor y a través del Egeo hasta Grecia, y de aquí hasta Sicilia e Italia meridional. También Persia intervino en la guerra fratricida griega y decidió, a fin de cuentas, la lucha, gracias a sus subsidios en favor de Esparta. Son enormes las fuerzas que las dos partes llevaron a la guerra. Condujo a Atenas hasta el agotamiento total de sus medios materiales, habiendo sido decenas de millares de sus hombres, entre ellos Pericles, arrebatados ya por la gran peste del año 430/29. Y si además tenemos presente que la guerra duró toda una generación, en cuyo curso tuvieron lugar en Grecia cambios internos y externos de las mayores proporciones, y que al final de la guerra se ponen de manifiesto no sólo grandes destrucciones, sino también fenómenos de decadencia intelectual como el mundo griego no los había visto antes ni los volvió a ver después, entonces veremos en la guerra del Peloponeso la gran crisis, la gran peripecia de la historia griega en la época clásica. La guerra constituye un ejemplo grandioso de la acción de fuerzas destructoras o incluso aniquiladoras en la historia de los pueblos. No son únicamente individualidades, como Cleón, Alcibíades y otros, los que participaron en ella, sino que también las masas fueron presa, tanto más cuanto más duraba la guerra, de la pasión del poder, con lo que acabaron cavando su propia tumba.

Después de la muerte de Pericles el año 429, es imposible encontrar ni a un solo político que, con ideas constructivas, estuviera capacitado para imponer un fin al caos de la vida política. Sin embargo, destaca de esta lamentable imagen de la política griega el espectáculo militar. Tanto por mar como por tierra cabe consignar una serie de brillantes hazañas bélicas, de las que aquí sólo mencionaremos la expedición de Brásidas a través de Grecia y Macedonia hasta la Calcídica. Gracias a los precisos datos de Tucídides se encuentran en las operaciones de la guerra ejemplos eminentes para la historia de ésta, pero además muchas pruebas de la guerra psicológica, que aún hoy no han perdido nada de su valor.

Tucídides fue el primero que trató de distinguir entre las causas profundas y las ocasiones exteriores de la guerra. Entre las causas de la guerra del Peloponeso figura indudablemente el dualismo entre Esparta y Atenas. La oposición encarna también en el modo y la manera en que las dos grandes potencias de Grecia ejercieron la hegemonía; en efecto, mientras Atenas mantuvo a la Liga marítima bajo su estricta dependencia, Esparta, en cambio, dejó a los miembros de la Liga del Peloponeso, dirigida por ella, una amplia libertad interna. También los peloponesios consideraban como amenaza el hecho de que la idea democrática, partiendo de Atenas, irradiara una fuerza de propaganda cada vez mayor, a la que, incluso los estados peloponesios, sólo lograban sustraerse con dificultad. Es fundamental, sin embargo, la oposición irreductible entre Atenas y Corinto, la reina del istmo, cuyos intereses chocaron en dos lugares: en el mar occidental, el Adriático, y en la Calcídica, en Potidea. Corinto debió ver la expansión del comercio occidental ateniense con grave preocupación, y hubo de celebrar ciertamente con manifiesto alivio el hecho de que la colonia Turios rompiera los lazos que la ligaban a Atenas y se aliara con la colonia espartana de Tarento.

La ocasión de la guerra la proporcionaron ciertas dificultades que habían surgido entre Corinto y sus colonias en el Adriático. Hay. que saber, en efecto, que desde la época de los tiranos Corinto se había creado un extenso imperio colonial. Mientras en los demás casos las colonias griegas fueron por regla general ciudades-estados autónomos, no fue así en el caso de las colonias corintias, en las que seguía imperando la voluntad de la metrópoli, que a menudo intervenía también en sus asuntos internos. En la colonia corintia y corcirense de Epidamno (Dirraquio) se había llegado a disensiones internas, y los demócratas pidieron la ayuda de Corintio, que ocupó Epidamno con una guarnición (435). Sin embargo, los oligarcas no se dieron por vencidos y se aseguraron el apoyo de Corcira, cuya flota emprendió el sitio de Epidamno. Corinto, con cierto número de ciudades aliadas, se enfrentó a los corcirenses por mar, pero el encuentro terminó con la derrota de Corinto frente al promontorio de Leucimna (en Corcira). El mismo día firmó Epidamno una capitulación con Corcira. Con todo, este éxito de Corcira no lograba disimular el hecho de que, a causa de las fuerzas superiores de Corinto, la situación de la isla seguía siendo muy difícil. Por consiguiente, los corcirenses establecieron relaciones con Atenas, llegándose a la conclusión de una llamada epimachia («alianza defensiva). En ésta se comprometía Atenas a una ayuda parcial (433). En efecto, si querían respetarse las estipulaciones de la paz de los treinta años, del 446/45, habría sido imposible para los atenienses concertar con Corcira una verdadera alianza ofensiva y defensiva. Según la concepción griega, en cambio, estaba perfectamente permitido ayudar a un tercero sin tener en cuenta los tratados existentes y sin encontrarse en estado de guerra, por ello, con los firmantes originales de éstos. Hay que conceder a los atenienses, pues, que procedieron con mucha cautela y que evitaron también, provisionalmente, enojar a los peloponesios.

A continuación Atenas envió a Corcira sólo una pequeña escuadra (de diez naves); es obvio que esta ayuda apenas alteraba la posición de las fuerzas, pero revelaba que Atenas estaba dispuesta a cumplir su tratado con los corcirenses. Junto a las islas Sibota estaban enfrentadas las flotas de los corintios y los corcirenses, los primeros de los cuales tenían la superioridad numérica (150 barcos de guerra contra 110); cuando estaban a punto de conseguir la victoria en la batalla naval, intervinieron los atenienses, reforzados entre tanto hasta 30 naves, y quitaron a los corintios un triunfo que creían tener ya en las manos (433).

¿Ha de considerarse casual que en el invierno siguiente (433/32) Atenas renovara sus anteriores tratados con Regio y Leontinos? Eran éstos tan importantes para las relaciones de Atenas con el Occidente como para el caso de una contienda bélica con Corinto.

Lo mismo que en el mar occidental, así chocaban también los intereses atenienses y corintios en el norte del Egeo. La ciudad de Potidea, fundación del tirano Periandro, era miembro de la Liga marítima délico-ática, pero había mantenido siempre las relaciones con su metrópoli, y Corinto seguía mandando a Potidea a su magistrado supremo, el epidamiurgo. No es de extrañar, pues, que a Atenas le entrara desconfianza y pidiera a Potidea que derribara la muralla de la ciudad del lado del mar y que en adelante no siguiera aceptando los epidamiurgos corintios. Potidea encontró apoyo en el rey de los macedonios, Pérdicas II y, después que se hubo asegurado el concurso de Esparta, proclamó, juntamente con una serie de comunidades tracias y calcídicas, su retirada de la Liga marítima (432). Los corintios enviaron a Potidea una fuerza auxiliar, mientras los atenienses empezaban a sitiar la ciudad por mar y tierra.

El responsable de la política ateniense era Pericles. ¿Es puramente casual que directamente antes del inicio de la segunda guerra se incoara una serie de procesos contra partidarios suyos, incluida Aspasia? ¿Está justificado ver en estos procesos la expresión de una oposición contra el estadista ático? Dejando de lado el hecho de que el inicio temporal de estas acusaciones (procesos contra Anaxágoras y contra Fidias) no consta con seguridad (el proceso contra Anaxágoras se sitúa ciertamente en una época anterior), la absolución de Aspasia, a quien se había acusado de impiedad y lenocinio, muestra, con todo, que la posición de Pericles se mantenía incólume. Estos acontecimientos, pues, no tuvieron repercusión alguna sobre la política exterior.

La situación es distinta en lo que se refiere al llamado psephisma («decreto») o resolución popular sobre Mégara, solicitado por Pericles el año 432, que decretó sobre esta ciudad del istmo un severo bloqueo mercantil y le cerró por completo el acceso a los mercados de Atenas y del dominio de la Liga marítima. Hubieron de utilizarse como justificación algunos incidentes fronterizos, cuya importancia fue exagerada mucho por Pericles. Detrás de este agresivo procedimiento contra Mégara se encuentra el antiguo resentimiento de Atenas contra la ciudad vecina, cuyos caminos se habían separado de ella en el 446/45 y había vuelto a ser, desde entonces, un miembro activo de la Liga del Peloponeso.

Fue Corinto la que ahora empujó a la guerra. A solicitud de los corintios y los megarenses decretó la apella, la asamblea de los ciudadanos espartanos de pleno derecho, que Atenas había violado los tratados (se aludía con esto a la paz de los treinta años). También el congreso de los miembros de la Liga del Peloponeso se decidió por una gran mayoría en favor de la guerra, pese a que les sentimientos estuvieran divididos (otoño del 432). Por lo demás, también Delfos se puso del lado de los peloponesios: no sólo animó a los espartanos a la guerra, sino que incluso les dejó entrever con seguridad la victoria y el concurso del dios délfico. No cabe lugar a duda: desde la sesión de la Liga del Peloponeso la guerra con Atenas era un asunto decidido. Con todo, sólo estalló en la primavera siguiente (431). El tiempo intermedio fue aprovechado por ambos lados, pero especialmente por los espartanos, para efectuar negociaciones: éstas tenían por objeto demostrar la culpabilidad del adversario. Por lo demás, dichas negociaciones constituyen un ejemplo categórico del hecho de que ya entonces se tenía en cuenta, en Grecia, la opinión pública internacional.

La primera exigencia de Esparta consistió en pedir la expulsión de los descendientes de los individuos que habían participado en el asesinato sacrílego de Cilón. Con esto se apuntaba en primer lugar a Pericles, pues descendía por línea materna de los Alcmeónidas, quienes en su día habían atraído sobre sí, por violación del derecho de asilo, la maldición. Atenas presentó contrademandas; pidió a los espartanos que eliminaran la maldición que pesaba sobre ellos por la matanza de ilotas que había tenido lugar en el santuario de Posidón de Tenaro y a causa de la muerte de Pausanias en el templo de Atenea Calcieco. A estas peticiones de carácter religioso no tardaron en seguir las de carácter político. Así, por ejemplo, pidieron los lacedemonios que Atenas suspendiera la empresa contra Potidea, devolviera la libertad a Egina, anulara el decreto contra Mégara y garantizara la autonomía de los griegos. Según Tucídides, a continuación Pericles había declarado a los lacedemonios como agresores y violadores de la paz, pues vulneraban las estipulaciones del tratado de paz del 446/45, según las cuales, en caso de divergencia, había que recurrir al arbitraje.

¿Habría podido Atenas evitar la guerra, dando satisfacción al menos en algunos puntos a los lacedemonios? La respuesta a esta pregunta ha de ser forzosamente negativa. También la opinión de que Pericles, para eludir dificultades de política interior, habría trabajado deliberadamente en favor de la guerra, reproche que ya le hizo en su día Aristófanes y ha renovado en tiempos recientes K. J. Beloch, se revela como totalmente infundada y se ve refutada, además, por el plan de guerra del ateniense. Es cierto, en efecto, que Pericles no quiso la guerra, pero tampoco se arredró ante ella cuando se vio claramente que la paz sólo podía mantenerse al precio de una humillación de Atenas. La pregunta acerca del culpable puede responderse aquí de forma inequívoca: fue Corinto la que arrastró consigo a los lacedemonios, que se resistían, y encendió así la antorcha de una guerra que había de iniciar la decadencia político-militar del helenismo.

¿Qué es lo que estaba en juego en esta guerra? Para Atenas el predominio en el Egeo, la hegemonía sobre la Liga marítima y una continuada expansión de su economía y su comercio, que en todo el ámbito mediterráneo no tenía par. Esparta y los peloponesios afirmaban, por su parte, que desenvainaban la espada por la libertad de los mares y por la autonomía de los estados griegos, que se habrían visto restringidas por los abusos de Atenas.

 

 

La distribución de las fuerzas de los dos bandos es muy ilustrativa. Esparta era la potencia más fuerte, por tierra, en Grecia. Juntamente con los miembros de la Liga del Peloponeso podía movilizar un ejército considerable de hoplitas, un total de 40.000 individuos, a los que se añadían además los contingentes de la Liga beocia, de los focenses y los locrios, de la Grecia central. En el Peloponeso sólo permanecieron neutrales Argos y Acaya. Argos estaba ligada a Esparta por medio de un tratado). La flota de los peloponesios era muy inferior a la de los atenienses. Eran ante todo las ciudades marítimas de Corinto, Mégara y Sición las que contribuían esencialmente a la flota, con sus barcos, pero aún así no se pasaba de cien trirremes. Por lo que se refiere a la situación conjunta, los enemigos de Atenas tenían en su favor una gran ventaja estratégica: podían operar con la masa principal de las fuerzas desde el Peloponeso y, mediante la movilización de los aliados de Grecia central, especialmente de Beocia, atacar a los atenienses también desde el norte, tomándolos en tenaza.

Frente a la movilización en masa de la Liga del Peloponeso los atenienses eran manifiestamente inferiores por tierra, pues Atenas sólo logró juntar 13.000 hoplitas para el ejército terrestre de campaña, ya que los demás, aproximadamente 16.000 individuos de los reemplazos anteriores, sólo podían tomarse en cuenta para fines de guarnición o de defensa. En cambio, la flota, con sus 300 trirremes, constituía una máquina de guerra formidable, a la que se añadían además los contingentes de Quíos y Lesbos y de los nuevos aliados del mar Jónico, esto es, de Corcira, Cefalonia y Zacinto (Zante). La flota mantenía abiertas fácilmente las vías marítimas hacia Atenas y aseguraba, en esta forma, la importación de las mercancías indispensables.

La intención de Pericles consistía en mantenerse a la defensiva por tierra y en tomar la ofensiva por mar; quería intranquilizar a los peloponesios mediante desembarcos por sorpresa en sus costas. Por supuesto, este plan requería por parte de los atenienses gran disciplina y devoción. Dado que había que contar con una invasión del ejército peloponesio federado superior, se habían adoptado disposiciones para la evacuación del Ática. Toda la población rural había de ser alojada en el espacio existente entre ambos lados de los Muros Largos, mientras que la tierra llana, con excepción de un par de castillos, había de cederse a los lacedemonios. Atenas, los Muros Largos y el puerto del Pireo formaban una sola fortaleza gigantesca, cuya defensa fue confiada a los hoplitas de los reemplazos más antiguos, en tanto que el ejército de campaña quedaba libre para las operaciones contra los peloponesios. Con la flota también se podía transportar el ejército a regiones ultramarinas, si la situación lo requería. En Atenas nadie pensaba en una derrota del enemigo y solamente una estrategia de desgaste podía conducir al objetivo perseguido.

La guerra del Peloponeso es una guerra civil griega. Nada cambia en este hecho el que también intervinieran potencias extranjeras (primero Macedonia, y luego Persia), Pero observamos con sorpresa y decepción, con todo, que la idea de la solidaridad étnica de todos los griegos no fue esgrimida por ninguna de las partes durante los casi tres decenios de duración de la contienda. Esto encuentra su explicación ante todo, en la autonomía de las comunidades griegas y en el estrecho patriotismo de sus habitantes. Las violentas oposiciones entre los griegos fueron las que decidieron el conflicto, esto es, los celos de Corinto en relación con el comercio, la opresión de Megara y, en general el miedo de los peloponesios ante una nueva expansión de Atenas, que, comparable al imperio colonial británico, se había asegurado por doquier bases importantes: en Tesalia, en Tracia, en el Helesponto y el Bósforo, en la costa occidental de Asia Menor, en las islas del mar Egeo, en el mar Jónico, e incluso en el estrecho de Mesina y en Sicilia. Hasta donde alcanzaba el mar, hasta allí llegaba la bandera ateniense: era respetada y temida en el mundo entero. No se podía ocultar a ningún peloponesio, y menos aún a los lacedemonios, que llegaría un momento en que nada podría hacerse en el mundo griego sin la conformidad o la aprobación expresa de Atenas. También en Esparta había políticos clarividentes que consideraban su deber oponerse a semejante evolución mientras era tiempo todavía. Vista la cosa desde Esparta y desde el punto de vista de los demás peloponesios, aquélla era una guerra preventiva: el poder de Atenas había de reducirse a una medida que resultara soportable para los peloponesios. Por lo demás, apenas hubo de contarse allí desde el principio con una victoria completa de las armas peloponesias.

El primer capítulo, esto es, la guerra de Arquidamo, duró diez años, del 431 al 421. Lleva el nombre del rey espartano Arquidamo que condujo el contingente de los peloponesios al Ática, pese a que él mismo no era un entusiasta de la guerra. Las acciones empezaron con un poderoso ataque de los tebanos contra Platea (marzo del 431). Entre las dos ciudades existían desde hacía tiempo fuertes tensiones. Tebas perseguía la ampliación y la perfección de la Liga beocia, que ella capitaneaba, y no quería renunciar a Platea, que tenía amistad con Atenas. Las intenciones de los peloponesios se veían favorecidas por la existencia en Platea de un grupo amigo. Sin embargo, el ataque fracasó, los tebanos que habían penetrado en la ciudad, 180 en número, fueron capturados y, contrariamente a la promesa dada, fueron ejecutados. A una demanda de auxilio de los plateenses, los atenienses establecieron en Platea una guarnición, evacuaron a las mujeres y los niños, y la dudad misma se preparó para el sitio. Los acontecimientos de Platea, constituían una violación flagrante de la paz de los treinta años.

En mayo del 431, o sea, solamente dos meses después, hizo su aparición el ejército peloponesio sobre el suelo ático. Arquidamo, rey de los lacedemonios, hizo un nuevo intento de llevar a los atenienses a hacer concesiones. Pero Pericles se mantuvo firme, e incluso se había promulgado una resolución popular que prohibía negociar con el enemigo bajo la presión de las armas. Los atenienses pusieron sus familias y sus bienes más valiosos en seguridad en el espacio comprendido entre los Muros Largos. Allí fue alojada toda la población ática, en alojamientos improvisados, apelmazada en un espacio reducido. Hubo de constituir una dura prueba de esta resolución contemplar desde las almenas de las murallas cómo los trigales del Ática eran pasto de las llamas y cómo los viñedos y los olivares eran destruidos por los peloponesios. Al escasear los víveres de los peloponesios, éstos se acercaron más a Beocia y emprendieron finalmente la retirada, siendo licenciados los contingentes de los diversos estados para que pudieran volver los hombres a sus casas. La campaña no había durado más de un mes. La réplica de Atenas consistió en el envío de una escuadra de 100 trirremes contra la costa del Peloponeso. En los barcos iban 1.000 hoplitas y 400 arqueros. Fracasó un ataque contra Metona, porque los espartanos tenían en ella, en la persona de Brásidas, a un excelente general; pero los atenienses fueron más afortunados, en cambio, con un desembarco en la región de Elide. Fue mucho más peligrosa que esta política de alfilerazos la incursión de la flota ateniense en el mar Jónico, donde la isla de Cefalenia no tardó en ponerse del lado de Atenas. En el golfo Sarónico, Pericles expulsó a los habitantes de Egina quienes, con el beneplácito de los espartanos, pudieron establecerse en la región de Tirea. Este cambio de residencia constituye un punto luminoso de humanitarismo griego en medio de los horrores de la guerra del Peloponeso. De modo totalmente distinto se comportaron los atenienses más adelante, el año 424, cuando Nicias desembarcó en Tirea, hizo prisioneros a los eginetas y se los llevó a Atenas, donde fueron ejecutados.

Las acciones por tierra de los atenienses fueron insignificantes. Pericles devastó extensas regiones de Mégara, y en el norte. seguía luchándose frente a la ciudad de Potidea. Los atenienses la habían cercado y su caída era solamente cuestión de tiempo. Potidea encontró apoyo en el rey Pérdicas II de los macedonios, en tanto que los atenienses encontraban un valioso aliado, en Sitalces, rey de los odrisos tracios. Mediante su unión con el soberano tracio se abrió a los atenienses un vasto territorio interior que, sobre todo gracias a su abundancia en materias primas y esclavos, fue de un valor incalculable para la economía de su ciudad. Sin embargo, las grandes esperanzas que Atenas había puesto en el nuevo aliarlo no se realizaron.

A principios del verano del año 430 aparecieron los peloponesios por segunda vez en el Ática. Sólo pocos días después hizo también su aparición otro huésped indeseable: era la peste que, importada del otro lado del mar, causó en Atenas los más terribles estragos. En la ciudad hacinada, la epidemia encontró un terreno abonado. Tucídides ha descrito la enfermedad con todo detalle, y cuenta que la sufrió él mismo y vio a otros que la sufrían. Si hemos de otorgarle crédito, la peste se habría iniciado primero en Etiopía, habría pasado luego a Egipto y Libia, se habría mostrado a continuación en Asia Menor y habría sido llevada por barco al Pireo. Gracias a la descripción de Tucídides conocemos perfectamente el curso de la enfermedad. Empezaba ésta con un gran calor en la cabeza y escozor en los ojos, a continuación de lo cual no tardaban en presentarse náuseas, con fuertes convulsiones y un tragar seco. La piel se cubría de tumores, los enfermos padecían una fiebre muy alta y sufrían desasosiego e insomnio. En la mayoría de los casos, la crisis se presentaba en el séptimo o el noveno día. En aquél que la sobrevivía, la enfermedad pasaba al vientre; los individuos se veían atormentados por supuraciones y diarrea y morían de debilidad. Y el que pasaba también esta etapa quedaba con huellas de la enfermedad en las extremidades, y algunos perdían incluso algún miembro o la vista, en tanto que otros perdían la memoria. No parece que se produjeran recaídas. Frente a la peste, todo auxilio médico se revelaba como inútil. Incluso hoy la ciencia no está todavía en condiciones de definir la enfermedad exactamente. Parece que la peste bubónica y el tifus exantemático han quedado excluidos, y sólo puede decirse que hubo de tratarse de una grave enfermedad infecciosa.

La peste hizo estragos en Atenas durante dos años y se extendió también a otras regiones; así, por ejemplo, para la lejana Roma está atestiguada en el año 436 una peste: que es idéntica, no cabe duda, a la de Atenas. Por lo demás, se desprende de aquí que la cronología vulgar de está anticipada en seis años. En Atenas, la peste se llevó en cuatro años (430, 429, 426 y 425) una tercera parte de la población ática. Tan grave como la pérdida en vidas fue el efecto sobre la moral de los atenienses. Cuanto más se extendía la enfermedad, tanto más se apoderaba de los individuos la indiferencia y el desconcierto, pero por otra parte también la frivolidad y el afán de placeres.

Al enterarse de la aparición de la epidemia, los peloponesios evacuaron inmediatamente el Ática. Con excepción de unos pocos casos (Figalia), la peste no apareció en el Peloponeso en parte alguna. Por supuesto, se había recurrido allí a medidas preventivas categóricas, ya que todo ateniense y todo miembro de la Liga marítima que caía en manos de los peloponesios era ejecutado en el lugar mismo. En Atenas la ira de la población se dirigió contra Pericles, cuyo plan de guerra, mediante el hacinamiento de la población ática en la zona de los Muros Largos, había proporcionado a la peste, se decía, un terreno abonado. Primero se intentó llegar a la paz con Esparta, pero al fracasar esto ante las exigencias de los lacedemonios, la oposición emprendió el ataque principal, con el apoyo de la población, contra Pericles. Por decreto de la asamblea, fue depuesto de su cargo de estratego y acusado además de desfalco del erario, por lo que se le condenó a una multa pecuniaria. Por lo demás, este reproche hubo de ser, con la mayor probabilidad, absolutamente infundado, porque si alguien se guardó de enriquecerse en Atenas a expensas de la colectividad fue Pericles.

Con la capitulación de Potidea, después de dos años de sitio, se anotó Atenas en la primavera del 429 un éxito importante en el norte del Egeo. Las condiciones que se concedieron a Potidea fueron muy benignas: a sus habitantes se les permitió abandonar la ciudad, pudiendo llevarse cada hombre un vestido y dos las mujeres, así como algo de dinero para el camino. Podían escoger la residencia libremente. Sin embargo, el éxito de los atenienses se vio contrarrestado por el hecho de que, pocos meses después, el ejército ático de hoplitas fue derrotado en lucha contra los calcídeos junto a Espartolo. Es éste el primer encuentro en que la caballería y los peltastas (soldados de infantería ligera) se imponían a los hoplitas.

En ocasión de las elecciones de estrategos de la primavera del año 429, Pericles se había vuelto a imponer. Pero era demasiado tarde, porque, marcado por la enfermedad, era ya, después de la muerte de sus dos hijos legítimos, un individuo acabado, y falleció a los tres meses de haber obtenido el cargo (en verano del año 429). Con él bajó a la tumba toda una época a la que él había imprimido el carácter de su genio. Pericles no dejó herederos políticos en sentido propio. Pasaron a ocupar su lugar unos políticos del tipo de Eucrates, Lisicles y Cleón, individuos todos ellos que, en cuanto hombres de oficio, sufrían menos de los males de la guerra que los campesinos, cuyos campos volvían a ser constantemente incendiados por los peloponesios. Eucrates explotaba un molino y un negocio de cáñamo. Lisicles, con quien más adelante se casó Aspasia, era tratante en ganado, y Cleón, el más importante de este triunvirato, poseía un taller de curtido y un negocio de cuero. A estos tres individuos se agregó más adelante también Nicias, hijo de Nicerato, quien se distinguió reiteradamente en la guerra de Arquidamo. Peto tampoco Nicias era un Pericles y, en particular, no estaba en condiciones de ejercer en el terreno político aquella influencia que habría sido necesaria para terminar la guerra con un resultado favorable para Atenas.

Entre las hazañas más brillantes de la historia naval ática figuran las operaciones de Formión en el golfo de Corinto (429). En efecto, pese a la superioridad numérica de los adversarios, Formión logró establecer y mantener un bloqueo marítimo en el estrecho de Río, encerrando en el golfo la mayor parte de la flota peloponesia, con lo que quedó descartada para las operaciones navales. Después de un rodeo por Acarnania, donde ocuparon el poder en diversas localidades los partidarios de Atenas, como en Estrato, Formión regresó por Naupacto (Lepanto) a Atenas. Pese a sus éxitos indiscutibles, fue acusado poco después ante los tribunales y condenado a una multa pecuniaria. Como no pudo pagarla, cayó en atimía («deshonor») y no pudo volver a ocupar cargo alguno.

El año 428 llevó aparejada para Atenas una crisis muy grave. La rica isla de Lesbos se separó, con excepción de la ciudad de Metimna, de los atenienses. Lesbos había sido durante medio siglo uno de los aliados más fieles de Atenas. Para ésta, la defección se producía en un mal momento, porque podía arrastrar fácilmente a otros círculos y hacer peligrar el dominio ático en la costa asiática y el Helesponto. Lesbos se asoció a Esparta e incluso fue admitida con las debidas formalidades en la Liga del Peloponeso. Sin embargo, los peloponesios dejaron de prestar una ayuda eficaz, en tanto que los atenienses, por el contrario, enviaron a Lesbos al estratego Paquete. Este llevó consigo 1.000 hoplitas en las naves; por lo visto no había remeros, ya que los hoplitas tuvieron que remar. Paquete cercó la ciudad de Mitilene con un muro. La expedición costó mucho dinero; por vez primera hubo que recurrir a un impuesto directo sobre la fortuna, a una eisphorá ( «contribución» ), que produjo 200 talentos. También los tributos de los aliados fueron recaudados con particular severidad. Ya en ocasión de la resolución relativa al impuesto sobre la fortuna intervino Cleón activamente, y la primavera siguiente fue elegido como helenotamías (recaudador de los impuestos de la Liga marítima), en tanto que aparecen en otros cargos importantes Nicias, Eurimedonte y Demóstenes, estrategos los tres. En Mitilene esperaban en vano la ayuda de los peloponesios. Al jefe de su flota, Alcides, le faltó el valor necesario y, por otra parte, el sistema de comunicaciones falló por completo; únicamente cerca de Eritras, en la costa de Asia Menor, obtuvieron los peloponesios noticia cierta de que Mitilene había capitulado una semana antes (en julio de 427). El tratado concertado entre Paquete y los mitilenios es, en su redacción, perfectamente inocuo; sin duda, los mitilenios se rendían incondicionalmente, pero Paquete se comprometía a no ejecutar, dar en esclavitud o meter en la cárcel a ninguno de ellos antes de que volviera de Atenas la embajada de los mitilenios. Mientras tanto, en Atenas los ánimos se caldeaban. En una asamblea popular dramática se decretó, a propuesta de Cleón, que todos los mitilenios adultos fueran ejecutados y que las mujeres y los niños fueran vendidos como esclavos. Al día siguiente se revisó la monstruosa resolución: sólo habían de morir los mitilenios enviados por Paquete a Atenas, en conjunto unos mil. El elevado número que figura en el texto de Tucídides siempre ha sido motivo de reparo; se ha pensado en un error de escritura y que en lugar de A (1.000), había de leerse Δ (30). La cuestión habrá de permanecer indecisa, a menos que se pueda decidir algún día basándose en material documental. Las ciudades de Lesbos, con excepción de Metimna que había permanecido fiel a los atenienses, perdieron su independencia; sus tierras fueron expropiadas y distribuidas por sorteo entre clerucos atenienses

Poco tiempo después, en pleno verano del año 427, tocó a su fin el sitio de Platea; desde el verano del año 429 la desgraciada ciudad había sido sitiada por peloponesios y beocios, y Atenas no había estado en condiciones de ayudar a su aliada. Sólo quedaba en ésta una pequeña hueste, después que, en un intento afortunado, la mitad de la guarnición, 214 individuos en total, habían logrado atravesar las líneas enemigas y abrirse paso hacia Atenas (invierno del 428/27). Los espartanos habrían podido tomar la ciudad sin gran esfuerzo, pero temían hacerlo porque contaban con que, al concertarse la paz, las localidades tomadas por la fuerza habrían de ser devueltas a sus propietarios anteriores. Los espartanos se habían comprometido de antemano a constituir un tribunal y castigar solamente a los habitantes de la ciudad que fueran criminales. Sin embargo, nunca tuvo lugar un verdadero procedimiento judicial, sino que los jueces espartanos hicieron a cada prisionero una pregunta capciosa: si durante la guerra hablan hecho algún favor a los peloponesios; como ninguno pudo contestarla afirmativamente, los ejecutaron a todos, es decir, a unos 200 plateenses y a unos 25 atenienses. La actitud de los espartanos constituye un ejemplo elocuente de la psicosis de guerra. Es obvio que el tratamiento infligido a los plateenses era contrario a todos los principios del derecho internacional. Pero no debe olvidarse que también los plateenses habían cometido una violación flagrante de dicho derecho al ejecutar, contrariamente a su promesa, a los tebanos que habían penetrado en su ciudad (. La ciudad de Platea pasó a ser propiedad de los tebanos; fue destruida por completo y borrada de la lista de las ciudades griegas.

El año 427 se distingue por el hecho de que estalló una revolución oligárquica en Corcira. La isla se había aliado con Atenas, pero el retorno del cautiverio corintio de aquellos prisioneros corcirenses que habían sido capturados durante la batalla de las islas Sibota, habían preparado el terreno para una subversión. Las luchas internas de Corcira, libradas por ambas partes con el mayor encarnizamiento, constituyen una prueba del odio enorme que se había acumulado en ambos lados, tanto entre los oligarcas como entre los demócratas. La intervención de las fuerzas navales atenienses bajo el mando del estratego Nicóstrato tampoco condujo a una solución. Corcira concertó una alianza formal con Atenas que sustituía a la antigua epimaquia, pero las luchas de los partidos volvieron a avivarse y, bajo la tolerancia tácita del ateniense Eurimedonte, la sed de sangre de los demócratas, de la que caían víctimas numerosos miembros del partido contrario, hacía estragos en Corcira.

Apenas quedó restablecida la influencia de los atenienses en Corcira, éstos enviaron una escuadra de veinte naves a Sicilia. Se trata de la primera expedición siciliana de los atenienses que, en otoño del año 427, había dejado el Pireo bajo el mando de Laques. Precede a esta empresa la célebre embajada en Atenas del sofista Gorgias de Leontinos. Esta estaba entonces en guerra con la poderosa Siracusa. Del lado de Leontinos estaban las ciudades calcídeas de Sicilia y, además, la doria Camarina y, finalmente, Regio. Los siracusanos, por su parte, estaban apoyados por cierto número de ciudades dorias (Gela, Selinunte, Mesina, Hímera) y, en el sur de Italia, por Locros Epicefiros.

La escuadra ateniense ancló en el puerto de la aliada Regio, pero no logró gran cosa a causa del reducido número de trirremes disponibles. Entre otras acciones, se emprendió una expedición de saqueo contra las islas Líparas (hoy Lípari), aliadas de Siracusa. En el año siguiente (426) también Mesina se pasó a la coalición ateniense con lo que resultó que Atenas y sus aliados controlaban los estrechos entre Italia y Sicilia. Halicias (en Sicilia occidental) concertó con Atenas un tratado de alianza del que se ha conservado parte. También el tratado con Egesta (Segesta) fue renovado por Laques.

¿Qué buscaban los atenienses en Occidente? No cabe duda que querían ante todo atacar las comunicaciones entre Corinto y Siracusa. Por otra parte, los atenienses habían de contar siempre con la posibilidad de que los siracusanos se decidieran a mandar barcos de guerra a los peloponesios, lo que habría constituido un refuerzo esencial de la flota contraria. La tarea de Laques consistía, pues, en fijar a los siracusanos en la isla de Sicilia, y en minimizar la influencia de los peloponesios, sobre todo de los corintios, en Occidente.

El año 426 los espartanos establecieron en Grecia una base central, cerca de las Termópilas: fue ésta la colonia Heraclea, en el monte Eta; sin embargo, sus deseos sólo se cumplieron en parte, pues los tesalios combatieron la colonia encarnizadamente. En general, dicho año se caracteriza por la extensión de la guerra a nuevos escenarios. Bajo el mando de Demóstenes y Proeles, los atenienses penetraron en Etolia; sin embargo, los éxitos fueron inicialmente tan exiguos que Demóstenes no se atrevió a volver a Atenas al terminar el periodo de su cargo. Pero luego, en alianza con los acarnianos y los anfílocros, logró derrotar en una batalla a campo abierto a los ambraciotas y los peloponesios. Con todo, no pudo conseguirse un éxito categórico, porque los griegos occidentales, hasta entonces enemistados entre sí, concertaron en el invierno del 426 una alianza por cien años, con objeto de evitar el predominio de Atenas .

El año 425 constituyó un punto crítico en la guerra. En la primavera se hizo a la mar una flota ateniense de cuarenta naves, con la misión de llevar refuerzos a Sicilia. También se encontraba a bordo, aunque sin mando, Demóstenes. Este, que reunía dotes de estratego, apreció la oportunidad de perjudicar a los espartanos mediante un desembarco en la costa de Mesenia. Cuando se tuvo que refugiar la flota en la bahía de Pilos a causa de un temporal, persuadió a los dos estrategos con mando, Eurimedonte y Sófocles, hijo de Sostrátidas, para que ocuparan la península de Corifasio a fin de entrar desde ella en comunicación con los mesenios. Mientras el grueso de las naves proseguía la navegación hacia Corcira, Demóstenes se quedó atrás con cinco barcos de guerra y algunos hoplitas. Los espartanos no estuvieron afortunados en su réplica. Sin duda, pudieron ocupar la isla rocosa de Esfacteria, al sur de Pilos, pero la flota ateniense, regresando de Zacinto (Zante), bloqueó las dos entradas de la bahía de Pilos y aisló a 420 hoplitas lacedemonios, entre ellos a unos 200 espartanos, en aquella isla. Ante la amenaza inminente de la pérdida de aquellos guerreros absolutamente insustituibles, Esparta concertó un armisticio para la región de Pilos, y estaba dispuesta a entablar con Atenas negociaciones de paz. Si en ésta hubiera habido entonces un verdadero político, no cabe duda que habría aprovechado el favorable momento para llegar con Esparta y el Peloponeso a una paz tolerable. La guerra se encontraba ya en su séptimo año. Por desgracia, sin embargo, el poder político estaba en Atenas en manos de los radicales, sobre todo de Cleón. Como no se lograba hacer prisioneros a los lacedemonios aislados en Esfacteria, la asamblea popular ateniense encargó finalmente al propio Cleón, que había fanfarroneado mucho, que liquidara el asunto. Los atenienses desembarcaron en la isla un número de guerreros muy superior al de los enemigos y obligaron a rendirse a los que quedaban en ella, esto es, 292 hoplitas, entre ellos 170 espartanos. Este éxito debe atribuirse principalmente a Demóstenes, que aconsejó a Cleón muy acertadamente.

Sin embargo, los frutos de la jornada los cosechó Cleón. Fue colmado de honores y supo aprovechar el favor del momento para recaudar nuevos fondos a fin de proseguir la guerra. Cleón hizo triplicar los tributos de los aliados: la suma importaba ahora 1,460 talentos. Por otra parte, se aumentaron las dietas de los jurados de dos a tres óbolos.

En la lucha contra los peloponesios los atenienses estuvieron también afortunados en otros lugares. En el mismo año, 425, ocuparon la península de Metana, cerca de Trecén, y al año siguiente Nicias conquistó la isla de Citera, con lo que se infligió un gran daño al comercio de los peloponesios, y, finalmente, cayó también en manos de los atenienses el puerto de Nísea, junto a Mégara. Proyectó una sombra sobre estos éxitos la derrota ateniense en Delión (424). Aquí, en Beocia, tuvo lugar la única batalla en campo abierto que se libró entre ambos rivales, y los beocios se mostraron superiores a los hoplitas atenienses. El resultado de la batalla constituye una prueba contundente de lo acertado del plan de guerra de Pericles, quien había previsto mantener en tierra una estrategia estrictamente defensiva.

También en Sicilia estaba declinando la influencia ateniense. En presencia de los refuerzos atenienses los siciliotas se decidieron por la paz (424), animados en tal sentido por el siracusano Hermócrates. En un congreso celebrado en Gela se concertó una paz general, y los siciliotas invitaron a los atenienses a formar parte del tratado. Esto tuvo efectivamente lugar, y a continuación la flota ateniense abandonó Sicilia: una empresa iniciada con grandes esperanzas se había revelado como ineficaz. Por lo demás, la rivalidad interna entre los griegos de Sicilia no tardó en reavivarse.

La guerra tomó un nuevo giro gracias al espartano Brásidas. Este individuo se había distinguido ya reiteradamente por su gran audacia y decisión; en las luchas, por Pilos había sido herido de gravedad. A él le debían los peloponesios el que, pese a la pérdida de Nisea, Megara pudiera conservarse. Brásidas dio a la estrategia una nueva concepción. Hasta entonces, los peloponesios habían asolado el Ática casi cada año, manteniéndose en el propio Peloponeso a la defensiva, sin que se emprendieran grandes acciones de ataque. No podía pasarse por alto, con todo, que Atenas tenía un talón de Aquiles, y éste se encontraba en Tracia y en la península Calcídica. Si se aplica la palanca aquí, podía conseguirse, en unión con Macedonia, un éxito mayor. Con 1.700 hoplitas, Brásidas se trasladó, en el otoño de 424, desde el , Istmo y a través de Grecia central, hacia la base espartana de Heraclea, y desde allí, a través de Tesalia y Macedonia, a la península Calcídica. Las primeras ciudades que se pusieron de su lado fueron Acanto y Estagira; sin embargo, el éxito, más importante lo constituyó la conquista de Anfípolis. Con los antiguos miembros de la Liga marítima procedió Brásidas en forma extraordinariamente benigna. Los tratados de capitulación seducen por su magnanimidad excepcional. Se relaciona con la pérdida de Anfípolis el destino personal del historiador Tucídides, pero falta el material necesario para poder juzgar acerca de su culpa o inocencia. Mediante la toma de otras localidades, especialmente de Torona, en la península de Sitonia, la posición de Atenas en Tracia se vio muy debilitada. Numerosas comunidades, disgustadas y enojadas por la elevación del tributo, sólo esperaban un signo para hacer defección.

En Atenas y Esparta el anhelo de paz se hacía cada día más fuerte. Los exponentes de esta tendencia eran ante todo Nicias en Atenas, y el rey Plistoanacte en Esparta. En esta última se estaba muy preocupado por la suerte de los prisioneros de Pilos, que los atenienses consideraban como una prenda en su poder: se había amenazado a los espartanos con ejecutarlos si el ejército peloponesio se atrevía a volver a invadir el Ática. Así se llegó en la primavera del 423 a un armisticio entre Atenas y Esparta, en el que fueron incluidos los aliados de ambas partes. El documento, que se ha conservado en Tucídides, pone de manifiesto, en forma interesante, las prácticas diplomáticas de los griegos. En el tratado se fijaban varias líneas locales de demarcación entre ambas fuerzas; por lo demás, se confirmaba la existencia dé las posesiones territoriales de los dos beligerantes y, en relación con las cuestiones controvertidas, se preveía un procedimiento de arbitraje.

Pero se frustraron las esperanzas de llegar prontamente a un tratado de paz formal. Dos días después de haber sido firmado el tratado de armisticio hizo defección, en el lado de Palena de la península Calcídica, la dudad de Esciona. Hubiera debido ser devuelta a los atenienses, pero Brásidas se negó a hacerlo. Así, pues, siguió la guerra adelante y, mediante una alianza con el inestable rey Pérdicas II de Macedonia y el príncipe Arrabayo, de Lincestas, los atenienses lograron cierta ventaja en el norte. En esto Cleón apareció con un fuerte contingente en el escenario septentrional de la guerra, y a la reconquista de Torona siguieron otros éxitos notables. Sin embargo, desgraciadamente, Cleón se dejó inducir a un ataque contra Anfípolis en el que fue sorprendido por Brásidas y totalmente derrotado. Además de Cleón, murieron 600 hoplitas en el campo de batalla. Se dice que el enemigo sólo perdió siete hombres, pero entre estos siete se encontraba también Brásidas (otoño de 422).

Tanto en Esparta como en Atenas los partidarios de la guerra habían perdido a sus respectivos jefes, y el anhelo de paz crecía intensamente en ambos estados. Esparta tenía dificultades en el Peloponeso y estaba además preocupada por la suerte de los prisioneros que se encontraban en poder de los atenienses. Nicias fue el principal responsable de haber creado en Atenas, contra la resistencia de los elementos radicales, los supuestos para la conclusión de la paz. Entró ésta en vigor a principios de' abril del año 421. Fue concertada para un período de cincuenta años. Sus estipulaciones nos son conocidas por un documento conservado en Tucídides. El tratado preveía esencialmente el restablecimiento de la situación anterior a la guerra: Anfípolis revertió a Atenas, y los habitantes de las comunidades que volvían a ésta obtenían el derecho de elegir nueva residencia. Cierto número de ciudades calcídicas fueron declaradas autónomas, aunque con la obligación de pagar a Atenas el antiguo tributo (no las cuotas de la imposición de Cleón) fijado por Arístides. Atenas hubo de abandonar los puntos ocupados en la costa del Peloponeso. Delfos y su santuario fueron proclamados autónomos expresamente.

La paz de Nicias ponía fin a una lucha llena de vicisitudes, de diez años de duración, y sin una decisión clara. Los dos adversarios habían conservado esencialmente sus posesiones anteriores, pero no podía ocultarse a nadie que Atenas salía de la guerra debilitada. No se había recuperado todavía de las grandes pérdidas de vidas a causa de la peste, y la muerte de Pericles había dejado un vacío imposible de llenar. Estas pérdidas no quedaban en modo alguno compensadas por la situación que Atenas se había creado en el mar Jónico mediante la adhesión de Corcira, Cefalenia y Zacinto. Estas islas constituían, sin duda, los eslabones para la comunicación entre Grecia e Italia, pero cualquiera habría previsto que Corinto haría todo lo posible para anular nuevamente el dominio ateniense en el mar Jónico.

De hecho, Corinto no era la única que estaba en contra de la paz concertada por Esparta; también se negaron a sumarse a ella Mégara, Elide y Beocia. Esparta se sintió aislada por la conducta de sus aliados y concertó con Atenas una alianza defensiva por cincuenta años. Los contratantes se comprometían, en caso de un ataque de terceros, a ayudarse mutuamente. En el supuesto de un levantamiento de ilotas, Atenas también había prometido su ayuda a Esparta. Es posible que hubiera individuos, de uno y otro lado, que esperaran un dominio común de ambos estados sobre toda Grecia.

La réplica de Jos anteriores aliados de Esparta se puso de manifiesto en la firma de una extensa alianza peloponésica. Pertenecían a la misma, al lado de Argos, que hasta entonces se había mantenido fuera del conflicto, Corinto, Elide, Mantinea y, además, los calcideos. Esta alianza produjo un efecto positivamente explosivo. Desgarraba la península en dos partes separadas, porque ni Mégara ni Tegea estaban dispuestas a romper con Esparta. Por lo demás, tampoco los beocios se fiaban mucho de Argos.

También para los atenienses era desafortunado el curso de los acontecimientos. Los espartanos simplemente no estaban en posición, aun de haberlo querido, de cumplir las condiciones de la paz de Nicias. Ante todo, Esparta no podía tomar sobre sí, ante la faz del mundo, la tarea de obligar a sus propios aliados renuentes, ante todo a Corinto y los calcideos, a aceptar, por la fuerza de las armas, las condiciones de la paz. Se añadía a esto el hecho de que en Atenas iba ganando terreno una tendencia que distaba mucho de ser moderada. En la primavera del 420 había sido elegido estratego Alcibíades, hijo de Clinias. Alcibíades, educado en casa de Pericles, es el prototipo del hombre violento para el que tanto en su vida personal como en la política, todos los medios eran buenos con tal de que favorecieran sus fines egoístas. Marcado por el espíritu de los sofistas, adornado con ricas dotes, cautivador y afable en su trato con las personas, Alcibíades logró ganar para su causa, con el encanto que emanaba de su persona, incluso a contemporáneos suyos de pensar muy objetivo. Su fin era arruinar totalmente a Esparta, cuya capacidad de resistencia subestimaba. Había de servir de medio para ello la colaboración política entre Atenas, Argos y los demás peloponesios descontentos.

El vaivén político condujo primero a una alianza entre Esparta y Beocia en el año 420, y, finalmente, a instancia de Alcibíades y para sobrepujar aquélla, a un tratado de alianza por cien años entre Atenas, Argos, Mantinea y Elide. Es significativo de estos tratados su carácter meramente transitorio, pues la constelación política cambiaba en cierto modo de un mes al otro. La tensión se descargó en la batalla de Mantinea (418): bajo el mando del rey Agis, el ejército espartano quedó victorioso sobre la coalición de la federación opuesta, con lo que el predominio de los lacedemonios en el Peloponeso se volvió a afirmar. El cambio se puso de manifiesto en los tratados de alianza que Esparta concertó con Argos, Pérdicas II de Macedonia y los calcideos por una parte, y por otra parte con Mantinea. Es probable que los dos convenios se sitúen en el año 418. Para la política belicista de Alcibíades, el nuevo ascenso de Esparta representaba un rudo golpe. No cabe la menor duda de que fue precisamente su política la que recondujo a los peloponesios al lado de los espartanos.

En Atenas, el antagonismo entre Nietas y Alcibíades parecía insuperable. Guerra o paz, tal era la cuestión. En esto se decidió buscar la decisión en materia política por medio del ostracismo. El resultado apenas habría sido dudoso, porque los campesinos, que en caso de guerra habían de temer por sus campos, habrían hecho indudablemente inclinar la balanza contra Alcibíades. Que no ocurriera así fue única y exclusivamente culpa de Nicias quien, engañado por las promesas de Alcibíades, se ligó con éste en un cartel electoral; en esta forma, los votos de los partidarios de Nicias y de Alcibíades fueron dirigidos contra un tercero, Hipérbolo, quien fue efectivamente condenado al destierro. Este ostracismo de! año 417 constituye sin duda el signo de una grave crisis interior del estado y de la ciudadanía ática. Con razón ha dicho Eduard Meyer: «La decisión no sólo fue tal para el curso ulterior de la política, sino también por lo que se refiere a la esencia misma del estado ático. En efecto, la válvula de seguridad que hasta allí lo había conservado en todas las crisis se había vuelto inutilizable. La personalidad había triunfado sobre el conjunto del estado. Al revelarse incapaz de tomar una gran decisión, la democracia ática había pronunciado su propia sentencia».

La política de Atenas estaba en manos de Alcibíades y de Nicias, elegidos estrategos los dos para el año 417/16. Fue la ambición ateniense de poder la que llevó en el año 416 a la isla de Melos a la ruina. Melos había sido hasta entonces neutral; aunque figura en una lista del tributo del año 425, probablemente sólo hay que ver en esto una pretensión ficticia de Atenas. Este testimonio carece de fuerza frente a la indicación expresa de Tucídides. ¿Cómo había merecido Melos ser tratada por Atenas de forma tan ignominiosa? Los hombres fueron muertos, y las mujeres y los niños fueron vendidos como esclavos. En el célebre diálogo de los melios, Tucídides ha expresado que, para Atenas, el poder pasaba aquí ante la justicia y que los melios imploraron ayuda a los dioses en vano; ni siquiera Esparta iba a mover un solo dedo en favor de la desgraciada isla. Con razón la crítica histórica considera la expedición contra Melos como una encarnación brutal de la voluntad de poder ateniense, de la que no hay otro ejemplo parecido. Alcibíades, o quien quiera que aconsejara en tal sentido, no prestó a su patria ningún buen servicio, sino que cubrió de ignominia a su ciudad y a las armas que en su día forjara Pericles para su defensa.

Si la expedición contra Melos cayó pronto en el olvido, se debió a que otro acontecimiento, aún más memorable, había de eclipsarla al poco tiempo. Este acontecimiento fue la gran expedición de los atenienses a Sicilia (415-413). ¿Cómo se llegó a esta empresa fatal? En Sicilia, Siracusa había vuelto a restablecer su hegemonía sin gran dificultad: había dominado Leontinos y, en una disputa con Egesta (Segesta) había salido victoriosa. La demanda de ayuda de Leontinos y de Egesta encontró en Atenas oídos propicios. Ya anteriormente habían concebido vastos proyectos de conquista otros políticos atenienses como Cleón e Hipérbolo. Así, por ejemplo, los dos políticos mencionados habían considerado seriamente la posibilidad de una guerra de conquista contra Cartago. En Atenas, la perspectiva de poder adquirir en Sicilia grandes riquezas despertaba en la muchedumbre las esperanzas más extravagantes. Leemos en Plutarco (Vida de Nicias) que en Atenas todos, jóvenes y viejos, sometían a discusión la intervención siciliana. En las palestras, los talleres y las plazas había grupos que discutían; se esbozaban mapas de la isla de Sicilia, se dibujaban planos de sus puertos y localidades. En el fondo se encontraba la esperanza de poner no sólo a Cartago, sino a toda la región occidental del Mediterráneo bajo el poder de Atenas. Al parecer no se le ocurría a nadie que estos proyectos rebasaran con mucho las posibilidades de Atenas.

¿Era realmente posible obtener un éxito contundente lejos de Atenas, cuando ni siquiera en la vecina Tracia se había logrado poner las cosas en orden? Atenas todavía tenía mucho que hacer en la Calcídica, y Anfípolis seguía sin haberse reintegrado a la Liga marítima. Nicias apelaba con toda seriedad al buen sentido de sus compatriotas. Sin embargo, se envió una embajada a Egesta, quo regresó con grandes esperanzas y con promesas aún mayores. La causa de Alcibíades había triunfado, y la asamblea popular acordó conceder a Egesta la ayuda solicitada contra Selinunte. El mando de la expedición se confió a Alcibíades, Nicias y Lámaco; a los tres estrategos se les concedieron poderes especiales para la empresa. En Atenas se estaba seguro de la victoria; únicamente algunos pesimistas empedernidos, de los que se dice que formaba parte Sócrates, tenían sus dudas. El viaje de Atenas a Regio duraba diez días, si se efectuaba con tiempo favorable. Sin embargo, en invierno había que contar generalmente con una interrupción de varios meses.

Justamente antes de la salida de la flota para Sicilia se produjo en Atenas el sacrilegio de los hermes. Al amparo de la oscuridad, los hermes erigidos en las plazas públicas y en las calles habían sido mutilados. Es muy probable que los autores obraran sin la menor intención política y que se tratara de un grupo de gente joven que, en un estado de humor travieso y después de una francachela, las habría emprendido contra los hermes. En condiciones normales habría sido competencia de los tribunales ordinarios el ocuparse de aquella chiquillada. Pero en el hervor de la alta tensión política se husmeó en Atenas detrás de dicho acto un verdadero «golpe de estado», y se hizo nombrar por el consejo una comisión de investigación formada por diez individuos; pero no pudo aclarar nada en relación con los autores. En cambio se denunció a Alcibíades por haber profanado en su casa los sagrados misterios de Eleusis; ha de considerarse como dudoso que esta acusación fuera fundada, pero el hecho de que se considerara a Alcibíades capaz de semejante sacrilegio es significativo. Pese a que por su parte solicitara que la cuestión se aclarara cuanto antes, lo cierto es que se difirió la acción hasta el regreso de la flota siciliana. Así, pues, conservó Alcibíades su mando.

En verdad era una fuerza bélica imponente la que emprendía el largo viaje a Sicilia por mar. Se trataba en conjunto de 134 trirremes, con una dotación de unos 20.000 hombres aproximadamente. Además, la flota tenía a bordo 5.100 hoplitas y unos 1.500 hombres de tropas ligeras. Por supuesto, el ejército de tierra no era suficiente para una gran guerra, pero la flota, en cambio, era muy superior al enemigo potencial, los siracusanos, y los atenienses llevaban una ventaja decisiva en cuanto a armamento.

En Occidente los atenienses fueron acogidos con mucha frialdad; las ciudades de Tarento y Locros, en la baja Italia, se mostraron hostiles, y tampoco en Regio se les dio una bienvenida particularmente cordial. Las ciudades griegas de Sicilia vacilaban en declararse abiertamente en favor de Atenas. Solamente cuando Catania les abrió las puertas pudo trasladarse la flota de Regio a Sicilia, y empezaron las primeras luchas con los siracusanos. Fue fatal que se destituyera a Alcibíades, que había sido el alma de la empresa. Tésalo, el hijo de Cimón, lo había denunciado a causa del sacrilegio de los misterios, y los atenienses enviaron el barco- despacho ‘Salaminia’ con la orden de traer a Alcibíades de regreso. Pero no habían contado con la astucia de éste, quien siguió efectivamente a la ‘Salaminia’ en una trirreme propia hasta Turios, en donde desembarcó y, pasando por Elide, llegó a Argos; cuando los espartanos le hubieron hecho saber que nada había de temer de ellos, se trasladó a Lacedemonia.

En Sicilia, la flota ateniense desembarcó en la gran bahía situada al sur de Siracusa. Pero, después de un encuentro desafortunado con los siracusanos, en que se puso de manifiesto la falta de caballería de parte de los atenienses, aquella posición hubo de ser abandonada. Mientras tanto, en Siracusa los ciudadanos se seguían armando con celo redoblado y se mandaron mensajeros a Esparta con la exhortación de reemprender inmediatamente la campaña contra Atenas. Pero los males no habían terminado todavía. Nicias empezó, después de una victoria sobre los siracusanos, con el sitio de la ciudad, a la que mediante un sistema de obras de asedio aisló del resto de la península. Los siracusanos se defendieron, por su parte, con otras obras, pero sin poder liberarse del cerco.

Había de revelarse como fatal la intervención simultánea de Atenas en Caria, donde apoyó la sublevación del dinasta Amorgas contra el Gran Rey persa. Violó en esta forma, a la faz del mundo, la paz de Calias. Pero los atenienses no parecían tener el más mínimo escrúpulo en este sentido.

Ante la demanda de ayuda de Siracusa, del invierno del 415/414, Esparta se decidió a emprender la guerra contra Atenas. A los espartanos no les resultaba nada fácil tomar semejante decisión, y fue ante todo Alcibíades quien los convenció para que la adoptaran. Efectivamente, si Esparta toleraba que Atenas dominara en Sicilia a la dórica Siracusa, y además que adquiriera la hegemonía sobre toda la isla, el prestigio de Esparta entre sus aliados quedaba desacreditado para siempre; esto equivalía para los lacedemonios a abdicar como gran potencia y a quedar relegados al papel de un pequeño estado del Peloponeso. Por otra parte, ya en el 414, mientras Esparta estaba en guerra contra Argos, los atenienses se hicieron culpables de varios ataques a ciudades de la costa espartana.

Los espartanos enviaron a Siracusa a Gilipo, lo que fue una gran ayuda para los sitiados. Este logró atravesar el estrecho de Mesina antes que los atenienses, desembarcó en Hímera y los rechazó, con tropas auxiliares, hacia Siracusa, donde Nicias no se atrevió a presentarle batalla. A partir de este momento, a los atenienses les fueron las cosas en Siracusa de mal en peor. A principios del invierno del 414 llegó a Atenas un mensaje de Nicias en el que éste pedía que se suspendiera la empresa o que se enviaran a Siracusa fuerzas suficientes.

Para los atenienses esta noticia fue un duro golpe, pero al principio no permitieron que flaquearan sus esperanzas. Mientras en Atenas resonaban los arsenales y astilleros con el ruido de los armamentos que se preparaban para Sicilia, el ejército de los peloponesios penetró en el Ática, en la primavera del año 413, bajo el mando del rey Agis; los peloponesios fortificaron la localidad de Decelia y establecieron en ella una guarnición. Esto tenía lugar por consejo de Alcibíades, el cual anteponía sus deseos de venganza a cualquier otra consideración. Atenas dejó de ser ama en su propia casa, y las incursiones de los peloponesios mantenían a toda el Ática inquieta; únicamente pudieron ser defendidas Eleusis y Salamina. A la devastación de la campiña ática se añadía un sensible retroceso de la actividad manufacturera; unos 20.000 esclavos se escaparon, la mayoría de ellos de las minas de Laurión, y para los víveres se dependía por completo de la importación.

La poca estima que se daba entonces a la dignidad humana y al sentido de humanidad lo revelan los acontecimientos que tuvieron lugar el año 413 en la pequeña localidad de Micaleso. Los atenienses habían reclutado una tropa mercenaria tracia de un total de 1.300 hombres. Destinada originariamente a embarcar con Demóstenes para Sicilia, se mandó regresar esta tropa porque su manutención resultaba demasiado costosa y porque ya se disponía de gente suficiente. Después de haber atravesado el estrecho entre Beocia y Eubea, la tropa fue dirigida por el ateniense Diítrefes a Micaleso (anteriormente había causado daños en las inmediaciones de Tanagra) y se adueñó de dicha localidad, cuyos muros estaban en mal estado y ni siquiera las puertas, con ligereza culpable, estaban cerradas. Los tracios mataron literalmente a la población entera, sin respetar a mujeres y niños y ni siquiera al ganado. Se nos dice que los tracios penetraron en una escuela y mataron a todos los niños, sin excepción. Los tebanos, que acudieron a toda prisa, persiguieron a los bandidos tractos hasta el Eurípo, donde muchos de ellos hallaron la muerte al tratar de llegar a los barcos porque no sabían nadar. El que lea en Tucídides este informe experimentará algo del enojo del historiador por este sacrilegio repugnante que, por desgracia, no constituye en modo alguno un caso aislado en la guerra del Peloponeso.

Entretanto, los dos bandos mandaban refuerzos a Sicilia. El contingente de los atenienses era extraordinariamente vistoso. Demóstenes pudo reunir bajo su manido 73 trirremes, con 5.000 hoplitas y numerosa infantería ligera a bordo de ellas, o sea, en conjunto, un contingente de unos 20.000 hombres aproximadamente. Sin duda, con esta expedición de auxilio se lo jugaba Atenas todo en una carta, y si no ganaba no sólo se había perdido la expedición siciliana, sino que estaba perdida la propia Atenas.

Entretanto, frente a Siracusa la situación había cambiado (primavera del 413). Gilipo había efectuado un ataque nocturno contra las fortalezas construidas por los atenienses en el lugar llamado Plemirion, y éstos se habían visto reducidos a la defensiva. Por otra parte, Demóstenes no tuvo suerte con un ataque nocturno contra la fortaleza situada en la colina, ya que los siracusanos, después de un pánico inicial, se recobraron y rechazaron a los atenienses. Entonces Demóstenes hubiera querido abandonar completamente la empresa, pero su compañero de mando, Nicias, se opuso, de modo que transcurrieron varias semanas en plena inactividad. Cuando Nicias estuvo finalmente de acuerdo, se produjo un eclipse de luna (27 de agosto del 413), a consecuencia del cual el supersticioso Nicias pospuso la salida durante un mes.

En un intento de romper el cerco enemigo, casi la mitad de la flota ateniense se perdió en el puerto; tal vez otro intento habría logrado su propósito, pero los atenienses estaban tan desanimados que ya no querían luchar más por mar. Así, pues, sólo quedaba el camino por tierra y, si bien las dificultades eran grandes, se habría podido salvar una parte considerable del ejército a condición de haber procedido inmediatamente a la ejecución del proyecto. Pero se dejaron transcurrir horas preciosas, durante las cuales los siracusanos lograron efectivamente bloquear los caminos hacia el interior de la isla. Seguía siendo un ejército muy numeroso (Tucídides lo calcula en 40.000 hombres) el primero que emprendió el camino hacia el oeste, siguiendo el curso del Anapo. Sin embargo, a causa de la oposición de los siracusanos, hubo que cambiar pronto la dirección de la marcha y, en la noche del sexto día, desviarse hacia el sur. Un intento de llegar al mar fracasó por completo.

Primero fue alcanzado Demóstenes con el grueso de la fuerza de su ejército que se iba disolviendo cada vez más; dos días después fue hecho prisionero el resto de los atenienses, con Nicias, junto al río Asínaro (otoño del 413). Se echó a los prisioneros en las canteras de Siracusa y allí perdieron la vida la mayoría de ellos por el rigor de la intemperie. Nicias y Demóstenes fueron ejecutados. Este es el fin de la gran expedición siciliana, que los atenienses habían emprendido, por consejo de Alcibíades, con tan grandes esperanzas.

El resultado de la campaña constituye un ejemplo de las consecuencias de una dirección política y militar insuficiente. Sin duda, Nicias no es el responsable del fracaso, pero lo es del hecho de no haberse suspendido la expedición cuando todavía era tiempo. Su comportamiento suele disculparse en parte porque el año 415 la expedición se había emprendido en cierto modo a ciegas. En Atenas no se estaba enterado de la situación objetiva, y lo que se hallaba a la base de la resolución de la asamblea popular no eran más que ilusiones, esperanzas y especulaciones. Resulta trágico ver que Nicias, con su demanda bien intencionada de aumentar considerablemente el número de las naves y de las tropas, contribuyó de modo decisivo a agrandar el fracaso de la empresa que estaba ya condenada desde su origen. A la causa de la Liga marítima y de su relación con Persia, Atenas tenía motivos sobrados para proceder con cautela. Una empresa que costó finalmente la vida o la libertad a casi 50.000 individuos se encuentra tanto menos justificada cuanto que falta desde el principio todo objetivo claro. Sin duda, hubo varios acontecimientos desafortunados que perjudicaron a los atenienses y también la deisidaimonia (la superstición) de Nicias produjo un efecto desastroso, pero, en el fondo, hay que reprochar en pleno al demos de Atenas y a sus demagogos por haber cavado la tumba a la grandeza de su ciudad paterna, con ceguera incomprensible.

Fue un azar feliz para Atenas que la catástrofe de Sicilia tuviera lugar a fines de la buena estación, porque así pudieron emprenderse durante el invierno siguiente (413/12) nuevos armamentos. Sin duda, la pérdida de la gran flota no se podía compensar, pero mediante la movilización de los últimos recursos financieros pudieron ponerse en grada nuevos barcos. Así, por ejemplo, se gravaron todas las mercancías importadas y exportadas en el área de la Liga marítima con unos derechos aduaneros del cinco por ciento, impuesto que a los aliados les resultó particularmente opresivo.

Mientras tanto, se habían producido en Persia ciertos cambios que anunciaban el inicio de una nueva era política con respecto a Grecia. Ya en el invierno del 425/24 había muerto el Gran Rey Artajerjes I; su reinado de cuarenta años (465/64-425) había sido poco glorioso, aunque había podido rechazar la incursión de los griegos en Egipto y conservar para el imperio la isla de Chipre. Su sucesor fue su hijo Jerjes II, quien, sin embargo, sólo reinó un mes y medio. Fue derrotado por su hermano Sogdiano. Pero tampoco éste pudo mantenerse en el trono; el sátrapa de HircaniaOco, su hermanastro, le hizo asesinar y tomó posesión del trono con el nombre de Darío II (424). De la historia interna de Persia en esta época no se sabe gran cosa, ya que las fuentes sólo suelen consignar las intrigas de harén que, efectivamente, son características del imperio de los persas. Para los griegos era mucho más importante que el Gran Rey en la remota Susa, su representante en Asia Menor, el sátrapa, de Sardes. El año 412 lo fue Tisafernes, quien se conoce sobre todo a partir de la Anábasis de Jenofonte como contrincante de Ciro el Joven.

A Tisafernes le debía Persia grandes servicios. Ya antes de ser nombrado sátrapa se había distinguido en la lucha contra su predecesor Pisutnes. Se volvió contra Amorgas, un descendiente de Pisutnes, que se había levantado en Caria contra el Gran Rey; los atenienses habían sido lo bastante imprudentes como para apoyar el levantamiento. Cuando se conoció en Persia la derrota de los atenienses en Sicilia en toda su extensión, el Gran Rey exigió a las ciudades griegas de Asia Menor el tributo atrasado, es decir, las consideró como formando parte del imperio. Se aliaban con las pretensiones del rey persa las ambiciones de los lacedemonios, que ahora, después de la catástrofe siciliana, encontraban eco en todas partes. Euboea, Lesbos, Quíos, Eritras y otras ciudades de Jonia entablaron negociaciones con Esparta, en las que intervinieron también los sátrapas persas Tisafernes de Sardes y Farnabazo de Dascilio. El rey de Persia era un aliado muy importante; aunque fuera de Asia sus fuerzas no pesaran mucho, el oro persa, en cambio, era siempre apreciado, y, con objeto de someter a Atenas definitivamente, a los espartanos les resultaba bueno cualquier medio. 

Después que Mileto hubo caído en manos de los espartanos, firmaron éstos, en la primavera del 412, un convenio con el Gran Rey. El documento lo transmite Tucídides literalmente, y es el primero de los tratados concertados entre Esparta y Persia. Las condiciones no son satisfactorias para Esparta: los lacedemonios habían de renunciar a las ciudades y a toda la tierra que había estado en posesión del Gran Rey o de sus predecesores; se comprometían además a impedir, juntamente con los persas, toda intervención de los atenienses en Asia Menor; la guerra contra Atenas la habían de proseguir Persia y Esparta juntas, y quedaba prohibido concertar una paz por separado.

La mención de Tisafernes, cuyo nombre figura en el documento del tratado detrás del nombre del rey, pone de manifiesto a quién se debía el tratado. Efectivamente, Tisafernes fue el vencedor real. Los peloponesios le ayudaron a obtener la victoria sobre el dinasta de Amorgas en laso (Caria). Sin embargo, no tardaron en presentarse las primeras diferencias entre los nuevos aliados y, concretamente, a causa del importe del pago de las soldadas por parte de los persas. Hubo que formular las estipulaciones del tratado con mayor precisión. Esto tuvo lugar en el segundo tratado, pero tampoco éste fue de mucha duración. Entretanto, Alcibíades, que anteriormente había patrocinado la aproximación entre Esparta y los persas, empleaba ahora una nueva táctica. Había convencido a Tisafernes de que no beneficiaba en modo alguno a los persas el que se pusieran incondicionalmente del lado de los espartanos y que les convenía, antes bien, mantener cierto equilibrio entre Esparta y Atenas.

Las figuras sobresalientes de los acontecimientos que tuvieron lugar a partir de 412, son indiscutiblemente Alcibíades y el sátrapa persa Tisafernes. En Atenas, en cambio, cada vez se ponía de manifiesto con mayor claridad la falta de una concepción definida; pero faltaba al propio tiempo el jefe capaz de aunar una vez más las fuerzas de la ciudad y de aplicarlas a un objetivo concreto. La pérdida de la mayor parte de Jonia en el año 412 constituyó un rudo golpe para Atenas y, además, también se pasaron al enemigo Cnido y Rodas, de modo que a aquélla sólo le quedaban unas pocas islas, entre ellas Lesbos y Samos, y un par de ciudades del litoral, ante todo Halicarnaso y Clazómenas.

Atenas estaba tan agotada a principios del año 411 que hubiera bastado un pequeño esfuerzo de los peloponesios, los siracusanos y los persas pata destruirla definitivamente. ¿Y a quién cabía achacar la responsabilidad de esta serie de desastres sino a la democracia ateniense? Nada tenía de extraño, pues, que los enemigos de la democracia levantaran en Atenas la cabeza, con Antifonte de Ramnunte, un célebre orador, al frente. Ya anteriormente, probablemente a fines del 413 o principios del 412, se había instituido en Atenas una autoridad de diez probulos (consejeros previos), que se hizo cargo de una parte de las funciones anteriores del consejo. Las actividades oligárquicas en Atenas no desagradaban a Alcibíades, pues esperaba que la oligarquía le permitiera el retorno a la ciudad paterna. Así, pues, se comprometió a mediar entre Atenas y Persia para lograr un tratado entre ambas, aunque, por supuesto, bajo la condición de que la democracia quedara eliminada en aquélla. Pero parece que Alcibíades había sobreestimado su influencia sobre Tisafernes, porque precisamente ahora se concertó el tercer tratado decisivo entre Persia y Esparta. Los subsidios persas aparecían por primera vez en este tratado, así como el compromiso de los persas de hacer intervenir su flota en el Egeo, lo que, como es sabido, nunca tuvo lugar por las razones que fuera.

En Atenas se llegó, con todo, al cambio de régimen, aunque es difícil pensar que tuviera lugar en la forma ordenada que reflejan los documentos reproducidos por Aristóteles. La democracia fue enterrada; desde entonces sólo tuvieron derechos políticos cinco mil ciudadanos, y el Consejo de los Quinientos fue disuelto (mayo del 411). La autoridad más importante era ahora el Consejo de los Cuatrocientos, de cuyo seno se elegían los estrategos y los demás funcionarios: era, en realidad, el que ejercía la jefatura del estado ático. Se abolieron los sueldos, lo que representó un alivio considerable de las finanzas públicas. La caída de la democracia constituye un corte profundo en la vida constitucional de Atenas; el ordenamiento de Clístenes estaba abolido, y Atenas se había convertido en oligarquía. Sólo en el futuro se podría saber si era o no prudente cambiar la Constitución en aquellos momentos críticos. De hecho, también había graves dificultades en Samos, donde estalló una revolución oligárquica que, sin embargo, no fue aprobada por la masa de la tripulación de la flota ateniense y fue reprimida fácilmente.

La inestabilidad de la situación en Samos se manifiesta por el hecho de que Alcibíades fue elegido estratego por las tripulaciones de la flota que allí estaba. La personalidad fascinadora del individuo, la desgraciada situación en la guerra y las condiciones políticas confusas en la patria, contribuyeron ciertamente a que la gente se lanzara en brazos de Alcibíades. A éste no le importaba demasiado de hecho el régimen del estado ateniense, lo único que le molestaba era el nuevo Consejo de los Cuatrocientos, cuya abolición pidió, solicitando el restablecimiento del antiguo Consejo de los Quinientos de la Constitución de Clístenes. En Atenas, la situación empezaba a ser insegura para los. oligarcas. Uno de sus jefes, Frínico, fue asesinado en la ciudad. Los oligarcas y los demócratas llegaron a un compromiso: se iba a conservar el dominio de los cinco mil, pero eligiendo de su seno un nuevo Consejo. Los nuevos fracasos en el escenario de la guerra y, ante todo, la pérdida de las comunidades del Helesponto, así como la de la rica isla de Tasos y, finalmente, la de Euboea, absolutamente imprescindible para la alimentación de Atenas, contribuyeron de modo decisivo a la caída de los oligarcas.

A partir de entonces todas las decisiones estaban en manos de los cinco mil ciudadanos que estaban en condiciones de equiparse con armas. Estos elegían un Consejo de cuatrocientos miembros, dividido en cuatro secciones, que despachaba los asuntos corrientes. De este Consejo se extraían todos los funcionarios dirigentes del estado. Además se formó una comisión para la redacción de las leyes, a la que se le confirió el encargo de redactar el derecho vigente en Atenas, tarea, sin embargo, que sólo cumplió de modo insuficiente y con una gran pérdida de tiempo. La nueva Constitución favorecía decididamente el Consejo de los Cuatrocientos, al que hay que considerar como verdadero regente de Atenas. Por lo demás, y gracias a la moderación de Terámenes, la modificación de la Constitución tuvo lugar sin violencia. Aún suscita nuestra admiración ver con qué energía Atenas, gravemente afectada por la guerra, volvió a enderezarse pata proseguir la lucha con todas sus fuerzas. Sin duda, se contaba ahora con el concurso de Alcibíades, quien infligió a las flotas de los peloponesios, en Abidos (otoño del 410) y Cícico (mayo del 410) sendas sensibles derrotas. En particular las pérdidas sufridas junto a Cícico hicieron que los espartanos se mostraran inesperadamente dispuestos a hacer la paz (verano del 410). Esparta llegó al extremo de ofrecer a los atenienses la paz sobre la base de que cada parte conservaba las posesiones que tenía en aquel momento. Estaba dispuesta a ceder Decelia a cambio de Pilos y Citera. Sin duda, hubiera sido duro para Atenas renunciar a todas las comunidades que se habían separado de ella desde la reanudación de la guerra, pero aun con la mejor buena voluntad no cabía esperar más y, además, Atenas quedaba todavía con una posesión considerable, ante todo con Samos y Lesbos, así como con el dominio sobre las Cicladas y el Quersoneso tracio, lo que no constituía una salida tan mala, después de todo, de la guerra que tan a la ligera había provocado.

Pero a causa de las victorias en el Helesponto se había fortalecido nuevamente en Atenas la tendencia democrática, siendo su jefe Cleofonte, un fabricante de liras. El dominio de los cinco mil había tocado a su fin, y volvió a introducirse la democracia. Terámenes, que tantos méritos tenía contraídos por la reconciliación entre los. oligarcas y los demócratas, había partido anteriormente, al frente de una escuadra, hacia Jonia. En esta forma quedaba concluido el interludio oligárquico, pues a partir de julio del 410 volvía a reunirse el Consejo de los Quinientos, y también los comités del tribunal popular reanudaron su actividad, como si ni en el interior ni en los teatros de operaciones hubiera ocurrido nada importante. Por un decreto introducido por Demofonte, los ciudadanos hubieron de prestar un juramento especial de fidelidad a la Constitución. Pero como sin dietas no hay democracia, Cleofonte volvió a introducirlas para los miembros del Consejo y de los tribunales populares. A esto se añadía además un pago de dos óbolos a cada ciudadano que no percibía ninguna otra dieta. Resulta fácil imaginar que la situación financiera de la ciudad, ya apurada, quedó con ello aún más agravada.

Su gran día lo tuvo la democracia ateniense recién recobrada el día de las Plinterias (en junio) del año 408. En dicho día regresó Alcibíades a su ciudad paterna. Esta le dispensó una recepción triunfal. Se había olvidado todo lo que le había hecho a la patria, ya nadie hablaba de su traición, las maldiciones formuladas en contra suya fueron retractadas, las lápidas sobre las que estaba grabada su sentencia fueron destrozadas y se le compensaron los bienes embargados mediante una donación honorífica del estado. Además, el pueblo ateniense le confirió el manido supremo sobre las fuerzas de mar y tierra, de modo que se convirtió en una especie de generalísimo (hegemón autokrátor). Sin embargo, las grandes esperanzas que se habían puesto en su persona no eran más que ilusión y estaban en contradicción flagrante con la situación de Atenas.

Respecto a Esparta, Alcibíades debía enfrentarse ahora a un contrincante que no solamente estaba a su altura, sino que, en muchos aspectos, incluso lo superaba. Se trataba del espartano Lisandro. Este individuo había consagrado sus energías durante toda su vida al servicio de su patria. De origen humilde poseía, lo mismo que Alcibíades, la facultad de atraerse a los hombres y de utilizarlos para sus proyectos; además, era absolutamente insobornable, una cualidad que vale la pena destacar especialmente entre los griegos. Constituyó para Atenas otro infortunio el que se produjera en la política persa un cambio. Darío II decidió poner fin a la política pendular entre Atenas y Esparta. Su autor, el sátrapa Tisafernes, fue alejarlo de Sardes y destinado a la satrapía de Caria. Su lugar en el Asia Menor occidental pasó a ocuparlo el segundo hijo del Gran Rey, Ciro el Joven, quien en adelante había de intervenir activamente, en calidad de comandante supremo (káranos) de todas las fuerzas persas en Asia Menor y de sátrapa de Sardes, en la política occidental. La colaboración de Cito y de Lisandro no tardó en llevar rápidamente a Atenas al borde del abismo. Gracias a los subsidios persas, los espartanos estuvieron en condiciones de pagar a la tripulación de la flota un sueldo mayor (cuatro óbolos en lugar de tres) que los atenienses. Al conseguir Lisandro una victoria naval junto a Notion sobre uno de los subcomandantes de Alcibíades ( primavera del 407), la carrera de éste tocó a su fin. Dado que no estaba en condiciones de realizar el milagro que en Atenas se esperaba de él, fue depuesto de su cargo. Alcibíades se fue a continuación al Quersoneso tracio, donde vivió como un gran señor independiente. Después de terminada la guerra fue nuevamente desterrado por los atenienses, y tampoco podía ya esperar nada de los espartanos. Se refugió, pues, en la corte del sátrapa Farnabazo de Dascilio, el cual, a instancias de Lisandro, le hizo asesinar (otoño del 404).

En el año 406 Atenas había vuelto a armar una gran flota, lo que sólo fue posible porque los atenienses no respetaron ya ni siquiera las ofrendas votivas del Partenón. Efectivamente, obtuvieron una victoria junto a las islas Arginusas (en el canal entre Lesbos y Asia Menor) en agosto del 406. Esta fue la última gran victoria naval de los atenienses: cayó allí el almirante espartano Calicrátides y 70 de sus naves fueron apresadas. Pero a causa de un temporal procedente del norte que se había levantado de repente, no fue posible salvar a los náufragos atenienses. Por esta razón, los estrategos con mando, seis en conjunto, fueron llevados ante el tribunal y, mediante un procedimiento a todas luces irregular, y además no por el tribunal ordinario sino por la asamblea popular, fueron condenados a muerte y ejecutados. Entre ellos se encontraba también el hijo de Pericles y Aspasia, que llevaba el nombre de su padre. Aun suponiendo que los estrategos y sus subordinados no hicieran todo lo que hubiera podido hacerse para salvar a los náufragos de los restos de las naves a la deriva, no deja de ser ésta una sentencia injusta; con ella la democracia se condenó a sí misma. La ceguera de los dirigentes, especialmente de Cleofonte, también se pone de manifiesto en el hecho de que fuera rechazada sin más una nueva oferta de paz de los espartanos.

El golpe final lo asestó la derrota de los atenienses junto a Egospótamos (literalmente: «los ríos de la cabra»), en el Quersoneso tracio. En este lugar Lisandro asaltó los barcos atenienses que habían sido sacados a la playa y los destruyó junto con sus tripulaciones (en el verano del año 40'5). Los atenienses prisioneros, unos tres mil hombres en total, fueron ejecutados en Lámpsaco, una matanza monstruosa cuya plena responsabilidad recae sobre Lisandro. La ejecución de los prisioneros trató de justificarse invocando las crueldades cometidas por los atenienses.

Al recibirse la noticia de la derrota, Atenas se puso en estado de defensa. Lisandro apareció con la flota frente al puerto del Pireo, mientras el contingente del ejército peloponesio al mando del rey Pausanias se reunía en el Ática con la guarnición de la fortaleza de Decelia. A causa del bloqueo total, los víveres no tardaron en escasear en Atenas y se enviaron negociadores para parlamentar con los peloponesios, pero sólo pudo llegarse a un acuerdo con éstos después que los atenienses se hubieron desembarazado de Cleofonte e intervino en las negociaciones Terámenes.

Para honra de Esparta hay que decir que se opuso decididamente a sus aliados sedientos de venganza, ante todo a los corintios, y que no permitió la destrucción total de Atenas que aquéllos postulaban. Sin embargo, las condiciones concedidas por los espartanos no fueron benignas: los Muros Largos y los del Pireo hubieron de derribarse, es decir, que todas las obras de fortificación de Atenas fueron completamente destruidas; todas las naves, con excepción de doce unidades, hubieron de entregarse; a los desterrados se les permitió el retorno, y todas las posesiones exteriores, incluidas las cleruquías de Lemnos, Imbros y Esciros, hubieron de evacuarse. Con la aceptación de esta paz, en abril del 404, Atenas dimitió como gran potencia: no sólo había perdido el dominio sobre la Liga marítima, sino que hubo de renunciar también a las cleruquías, territorios de soberanía ática allende el mar, y fue además obligada a ingresar en la Liga del Peloponeso y a prestar ayuda militar a los espartanos. Leemos en Jenofonte (Helénicas II) : «Una vez aceptadas por los atenienses las condiciones de paz, Lisandro penetró con la flota en el Pireo, los desterrados regresaron, al son de la música de mujeres flautistas se derribaron con alegría los muros, creyendo que aquel día había empezado la libertad para Grecia». 

 

9. Los griegos occidentales en el siglo V a. C.

 

Al declinar Atenas, hizo su aparición en Sicilia otra potencia: Cartago, que durante setenta años, desde su derrota en la batalla de Hímera (480) y pese a que seguía teniendo algunas bases en el oeste de la isla, se había abstenido de toda intervención en los asuntos sicilianos. Los elimios de Egesta, envueltos en una lucha con Selinunte, fueron los que solicitaron la ayuda de los cartagineses (409). Con la intervención de éstos empieza para la isla una nueva época. La lucha de los siciliotas con los cartagineses duró más de una generación. El gran adversario de los cartagineses fue el tirano Dionisio I de Siracusa. Su época señala el último florecimiento del helenismo occidental.

Entre la caída de la dinastía gobernante en Siracusa, la de los Dinoménidas, en el año 466, y los comienzos de la expedición siciliana de los atenienses del año 415 transcurre medio siglo en el que, desde el punto de vista político, ocurrieron ciertos cambios de primera importancia en la historia del helenismo occidental. Igual que en Siracusa, en la mayoría de las grandes ciudades sicilianas había seguido a la época de los tiranos un período de discordias internas. Algunas ciudades griegas tuvieron graves disputas con los mercenarios que anteriormente habían sido el soporte de los tiranos. En Siracusa, a la tiranía siguió una democracia (el punto de vista de que a la tiranía habría seguido un dominio de los «terratenientes», no concuerda con los hechos) y, a imitación del ostracismo ático, se introdujo el petalismós (de pétalon, pétalo u hoja de planta, porque el nombre del individuo a desterrar se escribía sobre una hoja de olivo). También en Mesina y Regio se instauraron democracias. En Acragante (Agrigento), Empédocles ejerció una gran influencia sobre sus conciudadanos, no sólo como filósofo, sino también como político. Junto con el fortalecimiento de las tendencias democráticas se da el desarrollo de la oratoria (Gorgias de Leontinos).

Pero, ante todo, el período de cincuenta años que transcurre entre la caída de las antiguas tiranías y la aparición de los atenienses en Sicilia es una época de gran auge cultural: numerosas ciudades se adornan con magníficos templos, sobre todo Acragante, donde aún se estaba trabajando en los santuarios de la muralla meridional cuando ya los cartagineses se disponían a asaltar la ciudad. Lo mismo cabe decir de Selinunte. En conjunto, se prosiguieron acertadamente durante este período los esfuerzos culturales de los tiranos; las comunidades obtuvieron los medios para ello principalmente de su intenso comercio con Cartago, así como del efectuado con Italia y con Grecia.

Reviste un gran interés histórico el levantamiento de Ducetio. Por primera vez se puso de manifiesto la reacción contra los griegos de los nativos sículos. Hasta entonces, en efecto, los naturales del país habían aceptado, sin oposición, el dominio de los griegos, y si en ello se produce ahora un cambio, hay que atribuirlo ante todo a las disensiones entre las ciudades griegas. Ducetio, el jefe de los sículos, les dio harto que hacer en la isla a los griegos entre los años 460 y 440. Sus cuarteles generales estaban en Palice, donde había un templo de los Palicos, que eran adorados como dioses protectores por los sículos. Parece que las ciudades griegas sólo se percataron gradualmente de la verdadera extensión del peligro, pues de otro modo resultaría difícil comprender que Siracusa y Acragante no se aliaran hasta el año 450 para defenderse de Ducetio. Este fue derrotado en una batalla campal y, al no sentirse ya seguro entre sus compatriotas, se dirigió a los siracusanos, quienes lo enviaron a Corinto, fuera del país. Sin embargo, Ducetio regresó nuevamente y trató de establecer en la costa septentrional de Sicilia la localidad de Caleacte. Esto condujo a tensiones entre Acragante y Siracusa, y es posible que los siracusanos no sólo aprobaran el establecimiento sino que incluso lo fomentaran. Pero Ducetio murió el año 440/39.

Su intento de agrupar a los sículos nativos tuvo paralelos en Italia. También aquí fueron despertando gradualmente en el curso del siglo V los naturales del país. Así, por ejemplo, los tarentinos sufrieron el año 473 una grave derrota en lucha contra los yapigios y los mesapios, batalla que Heródoto designa como la mayor matanza que sufrieron los griegos. También la rica ciudad griega de Cumas, en Campania, cayó el año 421 bajo el dominio de los samnitas; una parte de sus habitantes griegos se refugió entonces en Neápolis (Nápoles), Por lo demás, los acontecimientos de Italia se sustraen en gran parte a nuestro conocimiento, toda vez que las fuentes sólo se refieren a ellos ocasionalmente. Con todo, estas evoluciones son muy importantes, porque demuestran que el elemento griego se encontraba a la defensiva en estas regiones.

Después del aniquilamiento de la expedición siciliana de los atenienses, Siracusa había puesto a disposición de los peloponesios un fuerte contingente de barcos. Tenía el mando de ellos el siracusano Hermócrates, pero no se registraron grandes éxitos; por el contrario, muchas de sus naves se hundieron en la batalla de Cícico. Incluso después del año 413 continuaron las luchas en Sicilia, principalmente en Catania, a donde había logrado llegar una pequeña parte del ejército ateniense, y donde siguieron ofreciendo resistencia a los siracusanos.

A la vanguardia de los cartagineses que el año 409 había comenzado a hostigar a los griegos en suelo siciliano siguió en el 408 un gran ejército, formado por cartagineses, libios y mercenarios de todo el mundo. En poco tiempo Selinunte fue dominada, y lo propio le ocurrió a Hímera. En ambas ciudades habían cometido los cartagineses graves excesos. Los prisioneros griegos de Hímera llegaron a ser sacrificados por el general cartaginés Aníbal como víctimas funerarias para su abuelo. Finalmente, en el invierno del 406/05, los griegos hubieron de evacuar también Acragante. En las luchas por esta ciudad, el general siracusano Dafneo no estuvo muy acertado, siendo destituido oficialmente, junto con sus compañeros de mando.

 

 

En Siracusa llegó al poder un partido; al frente de él se encontraban Hiparino y Filisto, el futuro historiador. Estos individuos favorecieron decididamente el ascenso del joven Dionisio. Este consiguió elevarse, a través del cargo de estratego con plenos poderes, a la jefatura del estado (405). Se rodeó de una guardia personal y se apoderó de la ciudad. De modo perfectamente deliberado reanudó la política de Hermócrates (muerto el 407), con cuya hija se casó. Dionisio es sin duda alguna una figura eminente no sólo de la historia siciliana, sino de toda la griega. El historiador Timeo lo ha descrito como un individuo grande y fornido, de pelo rubio rojizo y con cara pecosa. El éxito lo debe Dionisio única y exclusivamente a su audacia y su decisión, pero el ascenso le fue facilitado por la difícil situación de su ciudad nativa, situación que no era posible dominar con medidas ordinarias.

Gracias a la aparición de una epidemia en su ejército, los cartagineses se dispusieron, de forma completamente inesperada, a concertar la paz. Esta fue convenida el año 405, sobre la base de que cada parte conservaría las posesiones que tenía en el momento de firmar el convenio. Esto significaba que Cartago no sólo había tomado pie en Sicilia, sino que disponía prácticamente de la mitad de la isla griega. Porque además de sus antiguas posesiones territoriales, con las ciudades de MotiaPanormo (Palermo) y Solunte, se hallaban ahora también bajo protectorado cartaginés los pueblos de los elimios y los sicanos. A los habitantes de las ciudades griegas conquistadas, esto es, de Selinunte, Hímera, Acragante y Camarina, les fue permitido el retorno a la patria, aunque con la obligación de pagar tributo a sus amos, los cartagineses. En el este de la isla habían de permanecer autónomas Leontinos y Mesina. Dionisio fue reconocido como señor de Siracusa. La paz del 405 reviste especial importancia porque consagró el dominio de los cartagineses sobre la mitad de la isla tanto como porque en ella se reconoció la autonomía de todos los sículos, lo que constituía para los griegos, y en particular para Siracusa, un rudo golpe.

El año 406 los atenienses habían tratado de establecer relaciones con los cartagineses en Sicilia. Es probable que estos esfuerzos estén en conexión con la aparición de una embajada cartaginesa en Atenas a principios de dicho año. Una inscripción fragmentaria indica que los atenienses solicitaron una alianza con Cartago, pero los esfuerzos en tal sentido no llegaron a buen fin.

En esta época, tanto en Oriente como en Occidente el poder de una gran personalidad individual fue el que decidió el curso de la historia. En Oriente fue el espartano Lisandro, el que derrotó a Atenas y la obligó a firmar la paz. Cuán alto ascendió entonces Lisandro, nos lo muestra el monumento que mandó erigir en Delfos después de su victoria en Egospótamos: fue la llamada Galería de Lisandro, con nada menos que 37 estatuas, en las que estaban representados los Dióscuros, Zeus, Apolo, Artemis, Poseidón, Lisandro mismo y treinta de sus colaboradores, que habían contribuido a la victoria de modo decisivo. Poco después las samios tributaron a Lisandro honores divinos.

En Siracusa no se había llegado tan lejos, pero el joven Dionisio, que no contaba todavía treinta años, reforzó con incomparable energía su posición en la ciudad. Ortigia, llamada también Nasos (la «Isla»), fue convertida en fortaleza y quedó aislada del resto de la ciudad por medio de un alto muro. Sobre el istmo que une la isla con la ciudad se construyó la Acrópolis, residencia de Dionisio. Se decretó una importante revisión de las leyes sobre la ciudadanía, así como una parcial redistribución de la tierra. Numerosos esclavos fueron liberados y formaron, al lado de los amigos de Dionisio y de los mercenarios, el más firme soporte de su dominio. Esta reestructuración social sin precedente fue el trasfondo de la posterior historia política de Siracusa y de Sicilia. Por supuesto, las reformas no se impusieron sin la resistencia de los ciudadanos de Siracusa. Del motín de los hoplitas frente a la ciudad siciliana de Herbeso surgió una sublevación general de los siracusanos, que llevó a Dionisio, asediado en Ortigia, al borde de la ruina. Hasta que llegaron en su ayuda los mercenarios de Campania no logró dominar el levantamiento. Después de su victoria sobre Atenas, los espartanos habían quedado libres para intervenir en Siracusa. Esparta se puso del lado de Dionisio, con lo que contradijo sin duda su política tradicionalmente hostil a los tiranos, pero rindió homenaje, en cambio, a la vigorosa personalidad del individuo que, en adelante, había de ser y seguir siendo un fiel aliado de los espartanos (primavera del 403).

 

10. La hegemonía de Esparta y la guerra de Corinto (404-386 a. C.)

 

La capitulación de Atenas en abril del 404 marca el fin de la guerra del Peloponeso; únicamente Samos siguió resistiendo por algún tiempo a los peloponesios, hasta que abrió sus puertas, en el verano del 404, a Lisandro. La victoria de los peloponesios fue completa y Lisandro fue el hombre más conspicuo de Grecia. Sin duda, el éxito sólo se había alcanzado con la ayuda de Persia: el oro persa había contribuido de modo decisivo a la ruina de Atenas y de su Liga marítima. La hegemonía naval ática había sido sustituida ahora por la supremacía de los espartanos. En todas partes se expulsó a los partidarios de Atenas y se introdujeron constituciones oligárquicas. Como órganos del poder ejecutivo Lisandro estableció en las diversas localidades comisiones de diez individuos ( decarquías) que, junto con los gobernadores militares espartanos, los harmostas, ejercían el gobierno. La vida y los bienes de los ciudadanos estaban en sus manos.

Poco tiempo después este sistema de dominio espartano produjo un odio inmenso contra  los lacedemonios, y muchas localidades, que se habían pasado voluntariamente del lado de Esparta, añoraban ahora el dominio de Atenas. De una verdadera autonomía de los diversos estados no podía ni hablarse: lo que Lisandro ordenaba era ley. En muchos lugares se produjeron terribles escenas de horror, por ejemplo en Tasos, donde se atrajo a los adversarios de Esparta de sus asilos en los templos y, violando la palabra dada, se los mató. En todo caso, se estaba muy lejos de la libertad anterior en el ámbito de la Liga marítima. Lisandro en realidad había establecido una dictadura militar. Unos pocos miles de espartanos dominaban sobre un número gigantesco de  súbditos, que llegaba probablemente al límite del millón, si no lo rebasaba. De igual modo que Atenas, también Esparta recaudó un tributo, al parecer de 1.000 talentos al año.

Es exacto que nuestros informes sobre el dominio espartano a partir del año 404 provienen ante todo del orador ático Isócrates, y no puede pasarse por alto, en él, su actitud antiespartana. Pero, aun teniéndola en cuenta, algunos hechos hablan en contra de Esparta y, sobre todo, en contra de Lisandro. Con la ruina de Atenas, Grecia había perdido su centro mercantil más importante. Esto condujo a fuertes trastornos en el intercambio de mercancías y el aprovisionamiento, y en los mares volvió a aparecer la piratería, un mal que Atenas había suprimido anteriormente casi por completo. Las consecuencias de ello fueron la inseguridad por mar, los fletes marítimos más elevados, y, por tanto, una subida de precios en los mercados griegos.

Tampoco se libró Atenas de la subversión interior. En el tratado de paz se había recalcado que en Atenas había que restablecer la «constitución heredada de los padres» (patrios politeia). Con el apoyo de Lisandro, los oligarcas atenienses trataron de interpretar este concepto de acuerdo con su manera de sentir. Bajo la protección de la guarnición espartana de la Acrópolis, los oligarcas, ante todo Critias,  el tío de Platón, establecieron en Atenas un régimen de terror desenfrenado. Se nos habla de verdaderas proscripciones de las que habrían sido víctimas numerosos ciudadanos, al parecer unos 500 y, además, muchos metecos. También Terámenes, quien a su manera había vuelto a mediar entre demócratas y oligarcas fue hecho asesinar por Critias. Todo el poder se concentraba en Atenas en manos de treinta individuos, a quienes la voz popular designaba como los «treinta tiranos». Constituye un título de gloria de la historia ática el que numerosos ciudadanos que vivían desterrados en el extranjero pusieran su vida en peligro para eliminar el régimen de terror de los «treinta». Al frente de esta valiente hueste estaba Trasíbulo. Este grupo se apoderó primero de la fortaleza de File, en las alturas del monte Parnés, y desde allí avanzó contra Atenas, sin arredrarse siquiera ante la lucha con la tropa de ocupación espartana. El Pireo, y el fuerte de Muniquia cayeron en sus manos y, en las luchas callejeras fue muerto Critias. Las tumbas de los espartanos caídos (fueron trece muertos, heridos de flecha algunos de ellos) han sido puestas al descubierto durante las excavaciones realizadas en el Cerámico. Ocupó ahora el lugar de los «treinta» una asamblea de tres mil ciudadanos, quienes eligieron de su seno un comité de diez para que compusieran una constitución. Pero no todos los ciudadanos estaban de acuerdo con el nuevo sesgo de los acontecimientos; los oligarcas convencidos dejaron Atenas y fundaron en Eleusis una comunidad separada, que se mantuvo hostil a la democracia ática reinstaurada.

Corresponde al rey espartano Pausanias la gloria de haber actuado en favor de una reconciliación entre los dos partidos en pugna (septiembre del 403). Era, en términos epónimos, el arcontado de Euclides (403/02), año durante el cual se introdujo en las inscripciones de los documentos públicos el alfabeto jonio, que pronto reemplazó tanto en las inscripciones públicas como en las privadas al alfabeto ático arcaico. Bajo Euclides se promulgó asimismo una amnistía de la que sólo fueron excluidos los oligarcas más comprometidos, esto es, los miembros de los comités de los «treinta». Por lo demás, la unidad completa no se consiguió hasta el año 401/400, al reunirse con Atenas el estado oligárquico independiente de Eleusis.

La actitud de Pausanias frente a los atenienses era totalmente irreconciliable con la política de violencia de Lisandro, Apenas cabe dudar que entretanto se había impuesto en Esparta un partido que desaprobaba la política de Lisandro de la manera más categórica. De hecho, Esparta no podía permitirse seguir ignorando las quejas que de todas partes llovían contra Lisandro. Se relaciona con la caída de Lisandro la eliminación de las decarquías establecidas por él en las ciudades dependientes. Esparta había abandonado su política; demasiado tarde porque ya había irritado a toda Grecia contra ella. Tampoco la opinión pública estaba ya del lado de los espartanos. Con Lisandro sucumbió también la política espartana de dominio, y se volvió a la tradicional política peloponésica. Por supuesto, constituía un problema aparte la situación de las ciudades griegas de Asia Menor. A cambio de los subsidios persas, los lacedemonios habían debido cederlas al Gran Rey, lo que era poco honroso para el prestigio de Esparta. El problema de la libertad de dichas ciudades está siempre presente, a partir de entonces, en la historia griega del siglo IV.

En forma inteligente, los persas renunciaron por entonces a hacer valer sus derechos sobre las ciudades griegas de Asia Menor estipulados en los tratados con Esparta. Resultó de ello una situación fluctuante que se prolongó por espacio de varios años. Los motivos del comportamiento de los persas son obvios. En efecto, el imperio había de hacer frente, como en tantas ocasiones, a dificultades y tensiones intestinas, lo que se puede apreciar en la Anábasis de Ciro el Joven (401/400 a. C.)

En la primavera del año 404 había muerto Darío II. Ocupó su lugar su hijo mayor Arsaces, quien con el nombre de Artajerjes II reinó durante más de cuarenta años (414-359/58). El nuevo rey, a quien los griegos dieron el apodo de Mnemón, se hizo cargo de una herencia que nada tenía de fácil. El año 405 había estallado en Egipto septentrional una rebelión a cuyo frente se encontraba un individuo llamado Amirteo. Este reinó durante seis años, pero, incluso después de su muerte, Egipto siguió siendo independiente, y no pudo volver a ser sometido totalmente hasta el 343/42. La pérdida del país, rico en cereales, fue extraordinariamente sensible para los persas, y nada tiene de extraño, pues, que se hicieran repetidos intentos de reprimir la rebelión en cuestión.

Si hemos de prestar crédito a las fuentes griegas, Artajerjes II habría ascendido al trono contra la resistencia de su madre Parisatis, quien favorecía a su hijo más joven, Ciro. Los dos hijos eran muy distintos uno de otro y habían estado enemistados desde la infancia. Al parecer, Ciro había atentado en vano contra la vida de su hermano mayor, pero Artajerjes le permitió volver a su satrapía de Sardes. Por lo demás Persia no era en absoluto un estado unificado. Los sátrapas estaban enemistados unos con otros y se hacían verdaderas guerras, como la de Ciro contra Tisafernes, en la que estaba en juego la rica dudad griega de Mileto. El Gran Rey sólo se preocupaba por estos conflictos cuando peligraba la existencia del imperio. En las luchas entre los sátrapas los mercenarios griegos jugaban un papel importante; desde el fin de la guerra del Peloponeso se habían quedado sin empleo, y estaban dispuestos a alquilarse a quien mejor pagara.

La Anábasis de Ciro el joven, su expedición a Bibilonia para sustituir a su hermano por la fuerza de las armas, es esencialmente un episodio de la historia persa. Pero, como quiera que participaron en la expedición numerosos mercenarios griegos, sobre todo del Peloponeso, y dado que un griego, Jenofonte de Atenas, la ha descrito en calidad de partícipe, el acontecimiento forma parte asimismo de la historia de Greda. Por lo demás, también los espartanos participaron en la empresa con un cuerpo auxiliar bajo el mando de Quirísofo, pese a que luego trataran de desmentirlo. Gracias a la experiencia de los hoplitas griegos, la Anábasis («ascensión») habría logrado indudablemente su objetivo, si en la batalla decisiva de Cunaxa, cerca de Babilonia, Ciro el Joven no hubiera sido muerto (otoño del 401). La empresa había perdido así su finalidad. Con razón se considera la retirada de los griegos de Babilonia, a través del país montañoso e inhospitalario de Armenia, hasta el Mar Negro, adonde llegaron en marzo del año 400, cerca de Trapezunte (Trebisonda), como una brillante hazaña de la historia griega. En efecto, ni la superioridad numérica de los bárbaros, ni las dificultades del país, ni las inclemencias del tiempo lograron abatir el ánimo de los griegos. Además de la descripción de los acontecimientos militares, la Anábasis de Jenofonte proporciona, sobre todo en sus últimos libros, una gran abundancia de material cultural e histórico. Nos ilustra acerca de las prácticas y costumbres de los pueblos de Armenia y Anatolia, así como sobre el estado de las remotas ciudades griegas del Mar Negro, todo ello con un realismo que dice mucho en favor de Jenofonte como escritor. Nada tiene de particular, pues, que su exposición haya relegado a segundo término otras descripciones de la expedición de los diez mil (en realidad eran 13.000 hombres, de los que regresaron 8.600), como la de Sofeneto de Estinfalo.

Si los espartanos se decidieron a renunciar a la política de la fuerza, vinculada a la persona de Lisandro, los motivos decisivos del cambio no fueron necesariamente consideraciones de prestigio. En efecto, más importante era la clara visión de los dirigentes del estado de que el número de los espartanos no bastaba para mantener a la larga un sistema de dominio que en toda Grecia encontraba una repulsa unánime. Cuando se nos dice, por ejemplo, que el año 402 los ciudadanos no eran más que dos mil, siendo todos los demás ilotas, periecos, hypomeiones (de condición inferior) o neodamodas (admitidos recientemente como ciudadanos), comprendemos el intento de Cinadón (398), quien se proponía aumentar el número de ciudadanos mediante la admisión de periecos e ilotas. Sin embargo, este intento fracasó, y Cinadón, cuya propuesta podría haber socavado los cimientos del estado, fue ejecutado.

Entonces los griegos de Asia Menor se dirigieron a Esparta, con la súplica de que les ayudara contra los persas. Con el retorno de Tisafernes a Asia Menor, donde se hizo cargo del puesto de Ciro el Joven, la cuestión jónica había entrado en otra fase. Tisafernes trató de someter las ciudades griegas, para lo que, basándose en los tratados greco-persas del 412/11, estaba perfectamente facultado. Pero, ¿se podía permitir Esparta, vencedora de Atenas y potencia rectora en Grecia, poner a los griegos de Asia Menor en manos de los bárbaros? Si se negaba a atender la demanda de los jonios, Esparta abdicaba de hecho de su posición de potencia hegemónica, pues habría demostrado así a todo el mundo que no tenía capacidad ni voluntad para asumir el papel de Atenas como defensora del helenismo en Asia Menor.

Esparta se precipitó en la empresa asiática con muy pocas fuerzas, esto es, con 1.000 neodamodas, 4.000 peloponesios y 300 jinetes atenienses, que fue todo lo que envió a Jonia. En general, esa guerra perso-espartana de Asia Menor (397-394) sólo se llevó a cabo con muy pocas fuerzas por ambos lados. Por lo demás, no tardó en ponerse de manifiesto la superioridad de los espartanos, quienes habían atraído al resto de los diez mil griegos de Ciro. Los sátrapas persas Tisafernes y Farnabazo rehuyeron los encuentros decisivos, de modo que los generales espartanos, primero Tibrón y luego Derquílides, no hubieron de vencer grandes dificultades. Se produjo un cambio en el curso de la guerra por el hecho de que los persas, por consejo del ateniense Conón, se decidieron a buscar la solución por mar, en vez de por tierra. Después de la batalla de Egospótamos, Conón no había regresado a Atenas, sino que había hallado refugio en la corte del rey Evágoras de Salamina, en Chipre. Así, con todo sigilo se fue armando en Chipre una gran flota persa. Los espartanos no tuvieron conocimiento durante mucho tiempo de lo que se preparaba, hasta que se enteraron casualmente de los armamentos navales persas por un comerciante de Siracusa que había ido a Fenicia por cuestión de negocios.

Mientras tanto, el rey espartano Agesilao, que había ascendido al trono con la ayuda de Lisandro, había pasado en el 396, con un ejército, de Euboea a Éfeso, y el año 385 consiguió una gran victoria sobre la caballería persa cerca de Sardes. Los persas trataron de demorar a Agesilao por medio de negociaciones diplomáticas, sobre todo desde que Tisafernes hubo sido eliminado y reemplazado por Titraustes. Para los persas, aquella guerra no revestía gran importancia, pues se trataba de una guerra fronteriza cuyo mando dejaba el Gran Rey a los sátrapas de Asia Menor.

Poco sabemos acerca de las operaciones navales a partir del 396. En su historia de Grecia (Helénicas), Jenofonte ha pasado por alto totalmente la guerra marítima, tal vez porque deseaba proyectar más luz sobre las hazañas de Agesilao, a quien admiraba, en Asia Menor. De hecho, sin embargo, la decisión no tuvo lugar por tierra, sino por mar; fue efecto de la batalla de Cnido, que se libró a principios de agosto del año 394. Las naves chipriotas, las de Rodas y las fenicias, bajo el mando del ateniense Conón y del persa Farnabazo, fueron las que obtuvieron aquí una victoria decisiva sobre el navarca espartano Pisandro. En Cnido se hundió el imperio marítimo espartano, después de una duración de diez años exactamente. Todas las islas de la costa occidental de Asia Menor, desde Cos en el sur hasta Lesbos al norte, se habían perdido, y también las ciudades griegas del continente asiático se separaron de Esparta en gran número y muchas de ellas abrieron sus puertas a los persas. La superioridad naval de los persas era tal que su flota podía incluso emprender incursiones de saqueo contra la costa griega, lo que no había vuelto a tener lugar desde la época de la invasión persa del año 480.

En ocasión de su partida para Asia, Agesilao, que se proponía ofrendar unos sacrificios en Aulide, fue invitado a dejar la región por el beotarca, el magistrado jefe de Beocia (396). Fue ésta la primera vez que los beocios cometían un acto hostil contra Esparta. Esta actitud del beotarca es por lo demás muy significativa de los sentimientos de los estados de Grecia central, que distaban mucho de estar satisfechos con Esparta y su política, ya que la victoria de ésta sobre Atenas no les había proporcionado ventaja alguna o sólo muy poca. Estos sentimientos eran fomentados por los persas, cuyos emisarios recorrían Grecia y pagaban con dinero contante para soliviantar a los helenos del interior de Grecia contra Esparta. Uno de estos agentes persas fue Timócrates de Rodas; por encargo de Farnabazo de Dascilio trabajó en Tebas, Corinto, Argos y Atenas y no fue en absoluto parco con el oro persa.

El año 395 había vuelto a estallar la guerra en Grecia. Se había originado a partir de una disputa entre los focenses y los locrios, aunque no podemos decidir aquí si se trató de los locrios de Ozola o de los de Opunte. En todo caso, sin embargo, los locrios fueron los agresores y encontraron ayuda en los tebanos, en tanto que los focenses se dirigieron a Esparta. Atenas no quería arriesgar nada en esta contienda, pero se puso inicialmente del lado de Tebas, y el documento de la alianza defensiva, que se concertó a perpetuidad, se ha conservado en parte. Apenas cabe dudar que también en ello intervino el oro persa.

Con su campaña contra Beocia, Esparta fue poco afortunada. El nombramiento de Lisandro y Pausanias como generales se reveló como un error, puesto que ambos individuos no estaban en condiciones de colaborar entre sí. Después de la victoria de los beocios junto a Haliarto (en otoño del 395), en la que cayó Lisandro, el rey Pausanias evacuó el territorio de Beocia. En Esparta reinaba gran indignación contra el rey, que tuvo que ponerse en seguridad en Tegea. Ahora sólo podía ayudar Agesilao, y los espartanos, sintiéndolo mucho, lo hicieron regresar de Asia Menor. «Son 30.000 arqueros persas (en las monedas persas estaba representado el Gran Rey como arquero hincado de rodillas) los que me expulsan de Asia», había dicho, al parecer, Agesilao. Como  quiera que la flota persa dominaba el mar, Agesilao hubo de regresar a Grecia por la difícil ruta que atravesaba Tracia; a la batalla del arroyo de Nemea (junto a Corinto), en julio de 394, llegó tarde, pero participó, en cambio, en Coronea (agosto de 394) y contribuyó a la victoria de los espartanos. Pero esa victoria no fue decisiva; la coalición contraria no logró romperse y la guerra, aunque sin grandes batallas campales, siguió en pie en Grecia.

También para Atenas se aproximaban tiempos mejores. En la primavera (o el verano) del año 393 regresó a la patria Conón, el vencedor de la batalla junto a Cnido. La ciudad paterna lo honró como hacía ya decenios que no había honrado a nadie: le erigió una estatua de bronce, «porque había llevado la libertad a los aliados de Atenas». Era ésta la primera vez desde los tiranicidas que se erigía en Atenas una estatua a un individuo. Además, concedieron a Conón la atelía (exención de tributos), pues había dado a Atenas algo más que la gloria: puso a disposición de los atenienses el dinero necesario para la reconstrucción de los Muros Largos y de la muralla del Pireo.

En esta época tuvo lugar la reconquista de las cleruquías de Lemnos, Imbros y Esciros que eran de la mayor importancia para asegurar tierra a la población ática. Bajo la protección de la flota de Conón, Atenas se dispuso a reanudar sus relaciones con una serie de islas del Egeo. Con algunas de las que en su día habían sido miembros de la Liga marítima délico-ática, como con Eteocárpatos, Cos, Cnido, Rodas, y además con Mitilene, en Lesbos, y con Quíos. Incluso es posible que Atenas reanudara entonces la comunicación con las ciudades griegas de Asia Menor. Por supuesto, no cabe hablar de un restablecimiento del antiguo imperio marítimo ateniense. Todas estas alianzas sólo fueron posibles con el beneplácito o, al menos, con la tolerancia tácita de los persas. Por lo demás, el propio Conón distó mucho de ser un jefe político de primer orden; era más bien un típico forjador de proyectos. Por ejemplo, quería establecer un enlace entre Evágoras de Chipre y Dionisio I de Siracusa, proyecto fantasioso condenado de antemano al fracaso y que falló también a causa del ataque de los cartagineses contra Sicilia.

En Grecia se iba abriendo paso la idea de que había que agruparse para lograr grandes objetivos políticos. Esto lo pone de manifiesto la fusión de los estados de Corinto y Argos el año 392, un acontecimiento único en su género en la historia, porque, según nuestros conocimientos, aquí se superan por primera vez los límites de la polis. En tal ocasión se llegaron a arrancar los mojones que marcaban la frontera entre ambos estados. Por lo demás, este doble estado no fue de larga duración, ya que, seis años después, fue disuelto en base a las disposiciones de la «paz del Rey». El mismo año (392) Atenas había efectuado por primera vez ciertos sondeos para la paz. Se trasladó a Esparta una embajada, de la que formaba parte el retórico Andócides, provista de poderes especiales. Andócides en su «discurso de la paz» (el informe que presentó a su regreso), fue el primero en exponer públicamente la idea de la koiné eirene, esto es, la idea de una paz griega general, que a partir de este momento desempeñó un papel importante en la historia griega del siglo IV.

Efectivamente, había de resultar claro para todo político providente que las incesantes guerras interiores entre los griegos no podían durar indefinidamente. La Hélade estaba dividida en dos campos; de un lado estaban Esparta y sus aliados, y, del otro, los adversarios de Esparta, es decir, Tebas, Atenas, Corinto, Argos, etc. El comercio estaba paralizado, la reconstrucción consecutiva a la gran guerra del Peloponeso estaba estancada, los mares eran inseguros, e incluso las comunicaciones con Sicilia resultaban perturbadas a causa de la nueva guerra de los cartagineses. Fue una fatalidad que, para salvar su hegemonía, Esparta volviera a mantener una idea que ya había defendido durante la guerra del Peloponeso y que en los últimos años había contribuido de modo decisivo a la decadencia del orden político griego. Esparta pedía que todas las polis griegas fueran libres y autónomas. Para asegurarse en esto la ayuda de los persas, los espartanos no tuvieron reparo en entregar de hecho a los griegos de Asia Menor al Gran Rey. Pero los atenienses protestaron contra la entrega de sus hermanos jonios; el congreso de la paz reunido el año 392 en Sardes, bajo la presidencia del sátrapa persa Tirabazo, no obtuvo ningún resultado. Tirabazo, sátrapa de Lidia, había favorecido a los espartanos, por lo que entró en conflicto con el Gran Rey y fue relevado de su cargo. Pasó a ocupar su lugar Autofradates, y las ciudades jonias fueron separadas de la satrapía de Lidia y sometidas a un sátrapa propio, Estrutas. Caria la obtuvo el dinasta Hecatomno de Milasa. Estos cambios efectuados en el Asia Menor occidental permiten apreciar claramente que lo que interesaba ante todo al Gran Rey era eliminar la posición eminente del sátrapa de Sardes.

Los años 391 y 390 fueron años aciagos para Esparta. El año 391 fracasó una nueva expedición espartana a Asia Menor: el espartano Tibrón cayó en una emboscada del sátrapa Estrutas y fue aniquilado junto con ocho mil hombres. El año siguiente las tropas ligeras de infantería atenienses (peltastas) en colaboración con los hoplitas asaltaron, bajo el mando del jefe de mercenarios Ifícrates, un regimiento espartano (una mora) en Lequeo cerca de Corinto. Constituyó esto un rudo golpe para Esparta, que perdió en la batalla unos 250 espartanos, pérdida que resultaba irreparable.

Atenas, por otra parte, cosechó por mar éxitos sorprendentes. Fueron obtenidos por Trasíbulo, el jefe que había restablecido la democracia ateniense. Atenas, una vez más, trató de restablecer su dominio sobre los estrechos, el Helesponto y el Bósforo. Aunque Bizancio pudo ser reconquistada y los atenienses reanudaron las relaciones con Calcedonia, no se logró, con todo, expulsar a los espartanos de sus posiciones clave en el Helesponto: Sesto y Abidos. Sin los éxitos de Trasíbulo fueron considerables. En efecto, junto con Tasos y Samotracia había conquistado, en la primavera del 389, Lesbos, Halicarnaso y Clazómenas; además, recaudaba de todas has mercancías que por barco el Bósforo un impuesto del diez por ciento. No obstante, no cabe hablar ni con mucho de un restablecimiento de la Liga marítima délico-ática. Los éxitos de Trasíbulo eran de naturaleza transitoria y se debían únicamente a la debilidad del dominio naval espartano, que se había venido abajo tras la derrota de Cnido.

El fin de Trasíbulo constituye un signo de la volubilidad del demos ático. En efecto, llamado a Atenas para rendir cuentas, Trasíbulo se negó a obedecer y prosiguió por su cuenta su actividad en el ámbito del Egeo. Durante una incursión a la lejana Panfilia, en la costa sur de Asia Menor, perdió la vida: fue asesinado por los habitantes sublevados de la ciudad de Aspendo (388). La muerta de este individuo fue para Atenas una gran pérdida. En cuanto demócrata convencido había prestado dos veces a su patria los mayores servicios: primero, el año 411 al defender decididamente en Samos la democracia ática, y luego, el año 404/03, al conseguir la liberación de Atenas del despotismo oligárquico. No obstante, cae también sobre su persona una sombra oscura, pues en cuestiones de dinero distaba mucho de ser desinteresado, y las quejas contra sus extorsiones estaban suficientemente justificadas. Sea como fuere, va ligado a su nombre el nuevo ascenso de Atenas una vez superadas las consecuencias de la guerra del Peloponeso.

Entre tanto se habían percatado en Esparta de que una decisión clara en la lucha con sus adversarios griegos, sobre todo con Argos, Beocia y Atenas, no podía alcanzarse. El momento era propicio para entablar negociaciones de paz. En forma significativa, éstas tuvieron inicio en Persia, no en Grecia. En Sardes había sido depuesto el sátrapa Estrutas y había sido reemplazado otra vez por Tirabazo. Este era amigo de los espartanos, quienes enviaron a Sardes, en calidad de negociador, a AntálcidasTirabazo y Antálcidas emprendieron juntos el viaje a la lejana Susa, para enterarse de las condiciones del Gran Rey para la conclusión de la paz. Estas condiciones eran desastrosas para los adversarios de Esparta. Nada tiene de extraño que se negaran a aceptarlas.

En Susa se concertó la paz entre Persia y Esparta. Para obligar también a los demás griegos a aceptar los términos de la paz persa, los espartanos bloquearon, con la ayuda de un contingente naval siracusano, el paso, a través del Helesponto, del trigo destinado a Atenas. Al producirse en ésta dificultades de aprovisionamiento, la población ática se dispuso a aceptar la paz. Así, pues, el año 387 se reunió en Sardes un gran congreso de la paz, al que concurrieron embajadores de todos los estados que se encontraban en guerra. Allí se leyó un edicto imperial que contenía las condiciones que el Gran Rey Artajerjes II había, dado a conocer a Antálcidas en Susa a principios del año 387. Decía como sigue: «Artajerjes, el Gran Rey, considera justo que las ciudades de Asia Menor le pertenezcan a él y, de las islas, Clazómenas y Chipre, en cuanto a las demás ciudades griegas, grandes y pequeñas, han de ser autónomas, con excepción de Lemnos, Imbros y Esciros, las cuales, como en tiempos antiguos, han de pertenecer a los atenienses. Pero a aquél que no acepte esta paz le haré la guerra, con los aliados, por tierra y por mar, con movilización de barcos y de dinero».

Este documento, conservado en Jenofonte, Helénicas, constituye un testimonio sumamente interesante de la actitud del rey de Persia y de la diplomacia persa. En efecto, quien podía dar tales órdenes a los griegos había de estar realmente convencido de su posición eminente. Desde el punto de vista técnico, este documento es un extracto del Instrumento de Paz que había sido convenido el año 387 entre Antálcidas y el Gran Rey en Susa. Este extracto había sido refundido en un edicto del rey de Persia, con adición de una fórmula de sanción en la que se amenazaba con la guerra a todos aquellos que se negaran a aceptar a paz. La «paz del Rey» o la llamada «paz de Antálcidas», como se la designa en la tradición griega, fue aceptada por los griegos en el congreso de paz que posteriormente se celebró en Esparta. Complementaba esta paz una «paz general», una koiné eirene, que ha de considerarse , como uno de los efectos de la paz de Antálcidas.

Indudablemente, entre los perdedores figuraban Tebas y Argos. En estos estados es donde el principio de la autonomía, que la paz del rey establecía, producía sus peores efectos. Tebas perdió su hegemonía sobre la Liga Beocia. Argos hubo de renunciar a su fusión con Corinto. Atenas, en cambio, no tuvo relativamente grandes perjuicios: estaba indudablemente mejor que el año 404, porque había recobrado sus cleruquías. En conjunto, sin embargo, la paz constituye un signo del predominio de Persia, que alcanzaba ahora el punto culminante de su influencia sobre Grecia. Nadie se atrevió en la Hélade a oponerse al edicto del Gran Rey, y Esparta había descendido directamente a la condición de alguacil de los persas. Se comprometió a cuidar de que se cumplieran las condiciones del tratado en Grecia. Nada tiene de particular, pues, que los decenios siguientes de la historia griega estén de modo inequívoco bajo el signo del predominio persa. Con la aceptación de la «paz del Rey», del año 386, se sometieron los griegos, incluidos los espartanos, al mandato del rey de Persia. El coloso del este había ampliado su esfera de influencia hasta el mar Jónico; el partido persa de Grecia era dueño de la situación y se veía apoyado, en ello, por el dinero persa. De Conón conduce una línea recta a Antálcidas y al tebano Pelópidas, los cuales no sólo recibieron dinero persa, sino que defendieron además los intereses persas en Grecia. Sin duda, algún progreso representaba Ja conclusión de una paz general. Aunque en los años y décadas siguientes aún hubo distintas guerras en la Hélade, la idea de una paz que comprendiera a todos los griegos siempre volvió a ser acogida: constituía la estrella de la esperanza para un pueblo que, más que cualquier otro, hubo de sufrir guerras incesantes.