HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
CAPITULO PRIMERO
CONQUISTA
DE ESPAÑA POR LOS ÁRABES
Del
711 al 713
¿De dónde procedían estos nuevos conquistadores que invadieron
nuestra España, y por qué encadenamiento de sucesos han venido esas
gentes a plantar los pendones de una nueva religión en las cúpulas
de los templos cristianos españoles? ¿Qué causa los movió a dejar
los campos del Yemen, y quién fue ese hombre o ese genio prodigioso
a quien invocan por profeta?
Hay allá en el Asia una vasta península que circundan el mar Rojo
y el Océano Indico, entre la Persia, la Etiopia, la Siria y el Egipto
: país en que se reúnen, más aun que en España, todos los climas;
donde hay comarcas en que la lluvia del cielo está empapando los campos
seis meses del año seguidos, y otras en que por años enteros suple
a la falta de lluvia un ligerísimo rocío: heladas eminencias, y planicies
abrasadas por un sol de fuego: vastísimos desiertos e inmensos arenales
sin agua y sin vegetación, donde se tiene por dichoso el viajero que
al cabo de algunas jornadas encuentra una palma a cuya sombra se guarece
de los ardientes rayos de aquel sol esterilizador, si antes no ha
perecido ahogado en un remolino de arena, o caído en manos de alguna
tribu de beduinos, únicos que de aquellos inmensurables yermos han
podido hacer una patria movible; y también risueñas campiñas, fertilísimos
valles, frondosos y amenos bosques, verdes y abundosos prados, regados
por mil arroyos de cristalinas aguas, donde estuvo, dicen, el Edén,
el paraíso terrenal criado por Dios para cuna del primer hombre. Este
país tan diversamente variado es la Arabia, que Tolomeo y los antiguos
geógrafos dividieron en Desierta, Pétrea y Feliz.
Preciábanse los árabes de descender de la tribu de Joctán,
cuarto nieto de Sem, hijo de Noé, y también
de Ismael, hijo de Abraham y de Agar, y de aquí los nombres de Agarenos
y de Ismaelitas. Los habitantes del Yemen o Arabia Feliz, y de una
parte del desierto, o labraban sus campos, o comerciaban con las Indias
Orientales, la Persia, la Siria y la Abisinia. Pero los más hacían
una vida nómada, vagando en grupos de familias con sus rebaños y plantando
sus movibles tiendas allí donde encontraban agua y pastos para sus
ganados. Teniendo que ser a un tiempo pastores y guerreros, ejercitábanse y se adiestraban desde jóvenes en el manejo
de las armas y del caballo para defender su riqueza pecuaria. Especie
de campeones rústicos, los fuertes hacían profesión de defender a
los débiles, y montados en caballos ligeros como el viento, protegían
las familias y sostenían su agreste libertad y ruda independencia
contra toda clase de enemigos. Así resistieron a los más poderosos
reyes de Babilonia y de Asiría, del Egipto y de la Persia. Vencidos
una vez por Alejandro, pronto bajo sus sucesores recobraron su independencia
antigua. Aunque los romanos extendieron sus dominios hasta las regiones
septentrionales de la Arabia, nunca fue ésta una provincia de Roma.
Defendida la Arabia Feliz por los abrasados arenales del Desierto,
cuando ejércitos extranjeros amenazaban su libertad como en tiempo
de Augusto, aquellas tribus errantes aparejaban sus camellos, recogían
sus tiendas, cegaban los pozos, se internaban en el desierto, y los
invasores, hallándose sin agua y sin víveres, tenían que retroceder
si no habían de sucumbir ahogados entre nubes de menuda y ardiente
arena y sofocados por la sed sin poder dar alcance a aquellos ligeros
y fugitivos hijos del desierto.
Así se defendió por miles de años esta nación belicosa, protegida
por los desiertos y los mares, y como aislada del resto del mundo.
Pero divididas entre sí sus mismas tribus, no se libertaron de sostener
sangrientas guerras intestinas de que fue principal teatro la Arabia
Central, y cuyas hazañas suministraron materia a multitud de poesías
y cantos nacionales, a que tanto se presta el genio de Oriente.
En los tiempos de su ignorancia,
como ellos los llamaban después, aquellas tribus, acampadas en las
llanuras, adoraban los astros que les servían de guía en el desierto.
Cada tribu daba culto a una constelación, y cada estrella y cada planeta
era objeto de una veneración particular. Mas desde los primeros tiempos
del cristianismo la religión cristiana había hecho también prosélitos
en la Arabia. Cuando los herejes fueron desterrados del imperio de
Oriente, se refugiaron muchos en aquella península, especialmente
monofisitas y nestorianos. Acogiéronse allí
igualmente después de la destrucción de Jerusalén muchos judíos, y
el último rey de la raza homeirita se había
convertido al judaísmo, lo cual le costó perder la corona y la vida
en una batalla. Con esto y con distinguirse los árabes, en árabes
primitivos, árabes de la pura raza de Joctán y árabes mixtos o descendientes de la posteridad de Ismael, hallábase
el país dividido en una confusa multitud de sectas y de cultos, cuando
nació Mahoma en la Meca, ciudad de un cantón de la Arabia Feliz, hacia
el año 670 de Jesucristo.
Pertenecía la Meca a la tribu de los Coraixitas, que se suponían
descendientes en línea recta de Ismael, hijo de Abraham. Gobernábanse por una especie de magistrados nombrados por ellos mismos, que eran
al propio tiempo los sacerdotes y guardianes del templo de la Kaaba,
que decían construido por el mismo Abraham. A los dos años de su nacimiento
quedó Mahoma huérfano de su padre Abdallah,
el hombre más virtuoso de su tribu. A poco tiempo le siguió al sepulcro
su esposa Amina, que dejó a Mahoma por toda herencia cinco camellos
y una esclava etíope. El huérfano fue confiado a una nodriza, hasta
que le recogió su tío Abutalib, que hizo
con él veces de padre, y le dedicó al comercio, llevándole consigo
a todos los mercados. Púsole después en
clase de mancebo en casa de Jadiya, viuda de un opulento mercader,
que prendada del ingenio, de la gracia, de la elocuencia y del noble
continente del joven, le ofreció su fortuna y su mano. Tenía entonces
Mahoma 25 años, y la que se hizo su esposa 40, y a pesar de la diferencia
de edad no quiso Mahoma, dicen los árabes, en todo el tiempo que vivió
con ella, usar de la ley que le permitía tener otras mujeres. Dueño
ya de una inmensa fortuna prosiguió algunos años dedicado a la vida mercantil , corriendo las ferias de Bostra,
de Damasco, y de otros pueblos aún más lejanos, al frente de sus criados
y sus camellos. No era esta, sin embargo, la ocupación a que Mahoma
se sentía llamado. Otros y más elevados eran sus pensamientos. Por
espacio de quince años, al regreso de cada viaje, y después de reposar
en los brazos de Jadiya, se retiraba a una gruta del monte Ara a entregarse
a sus silenciosas meditaciones. Allí fue donde se le apareció (al
decir suyo) una noche el ángel Gabriel con un libro en la mano: «Mahoma,
le dijo, tú eres el apóstol de Dios, y yo soy Gabriel.» Su libro estaba
hecho: Mahoma comenzaba su misión: de allí salió proclamándose el
Profeta, el Enviado de Dios. No hay más Dios que Dios, decía, y Mahoma
es su Profeta. He aquí su gran principio. Daba a su nueva religión
el nombre de islamismo, consagración a Dios. Proponíase acabar con la anarquía religiosa que reinaba en Arabia, y principalmente
con la idolatría, que había llegado al mayor grado de desconcierto.
En sólo el templo de la Kaaba se adoraba a más de trescientos ídolos,
representados muchos de ellos en ridículas figuras de tigres, de perros,
de culebras, de lagartos, y de otros animales inmundos, a los cuales
se sacrificaban hombres y niños, y bajo este concepto la religión
de Mahoma, que predicaba la unidad de Dios, era un verdadero progreso.
Escaso fue, no obstante, el número de prosélitos que en los primeros
años logró hacer Mahoma. Fueron éstos su mujer Jadiya, Alí, a quien
dio en matrimonio a Fátima, su hija, Abubekr,
con cuya hija se casó él cuando murió Jadiya, Omar, Zaid y algunos
otros. Cuando ya contó con adeptos entusiastas que le ayudaran en
la obra de su misión, comenzó a hacer lectura pública de su libro,
Corán o Alcorán, que significa la lectura. Mas aunque tenía va su
libro acabado, ni le leía ni le revelaba todo do una vez, sino por
páginas sueltas y gradualmente según las escribía y entregaba el ángel
Gabriel, recitando en las plazas públicas con aire y voz de hombre
inspirado los versos más maravillosos de su Corán, los más a propósito
para herir las ardientes imaginaciones orientales, aquellos en que
prometía a los buenos y justos la posesión de un paraíso de delicias,
de una mansión de deleites, embalsamada de suavísimos aromas y perfumes,
donde descansarían en los purísimos senos de hermosísimas huríes que
los embriagarían de placer. Pero al paso que con tan seductora doctrina
halagaba la sensualidad de aquellas gentes y ganaba secuaces, excitaba
más los celos de los Coraixitas, sacerdotes del templo de la Meca,
que no podían consentir su predicación que daba al traste con su influjo
y sus riquezas. Se conjuraron contra tan peligroso innovador, y se
pusieron de acuerdo para asesinarle una noche. Fue avisado de ello
Mahoma, y burló a los conspiradores fugándose con su discípulo y amigo Abubekr, con el cual llegó felizmente a Yatreb, llamada desde entonces Medina-at- Nabi, ciudad del Profeta, y después
por excelencia Medina (la ciudad). Esta huida memorable fue la que
sirvió de cómputo para la cronología de los árabes. Llámanla hégira,
que significa huida.
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La hégira comienza en el primer día de moharren,
primer mes del año árabe, que corresponde al 16 de julio de 622 de
J. C. Aunque la fuga de Mahoma se verificó el 8 de rabie primera de
este año, y su llegada a Medina fue el 16 del mismo mes, los árabes
comenzaron a contar su era desde el primer día del año en que tuvo
lugar la huida, no del día mismo en que se realizó. Para buscar la
relación éntrelos años árabes y los cristianos, hay que comparar los
dos calendarios, comenzando a contar el primero de los árabes por
el 16 de julio de 622 de Cristo, teniendo presente que el año arábigo
no es solar como el cristiano, sino lunar de 354 días, 8 horas y minutos,
y que la diferencia de diez ú once días
en un año, viene a ser considerable a la vuelta de un siglo, puesto
que 97 años solares equivalen casi a 100 lunares. Estas diferencias
no bien conocidas de nuestros antiguos cronistas, dieron ocasión a muchas equivocaciones cronológicas,
que han ido desapareciendo desde que se fijaron con la posible exactitud
las correspondencias. Hoy tenemos ya tablas bastante minuciosas y
exactas.
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Tenía entonces Mahoma 54 años, y era el decimocuarto de su apostolado.
Contaba en Medina con partidarios numerosos, y la antigua rivalidad
entre Medina y la Meca favoreció los designios del gran reformador.
Se le unieron allí muchas familias principales, y los emires o jefes
de las más poderosas tribus. La espada de Dios vino luego en ayuda
del Profeta, como decían sus sectarios, y en pocos años logró señalados
triunfos contra sus perseguidores los Coraixitas, contra los incrédulos,
los idólatras y los judíos. Fuerte y poderoso, púsose a la cabeza de sus fieles, que le siguieron entusiasmados, y acometió
la Meca; rindió a los Coraixitas, se apoderó de la ciudad, abatió
los ídolos del templo, le purificó y consagró al verdadero culto que
él decía. Mahoma fue proclamado sobre la colina de Al-Safah primer jefe y soberano pontífice de los islamitas. Pendida
la Meca, todas las tribus de la Arabia se agruparon en derredor de
sus estandartes, todas las kabilas se fueron
inclinando ante el Corán, y la Persia y la Siria se veían amenazadas
del proselitismo. Volvió Mahoma a Medina, y entonces fue cuando dispuso
la famosa peregrinación a la Meca. Ochenta mil peregrinos le siguieron
en aquella célebre expedición: él ejecutó escrupulosamente todas las
ceremonias del Corán; dio siete vueltas alrededor de la Kaaba, besó
el ángulo de la misteriosa piedra negra, inmoló sesenta y tres víctimas,
tantas como eran los años de su edad, y se rasuró la cabeza: Khaled recogió sus cabellos, a los cuales atribuyó sus victorias posteriores.
Hecho todo esto, regresó a Medina, y ya se disponía a llevar la guerra
santa a la Siria y la Persia, cuando le arrebató la muerte hallándose
en la casa de su amada Aisha.
¿Quién había de sospechar entonces que la naciente religión de
Mahoma había de propagarse por la mitad del globo, y que había de
venir no tardando a aclimatarse en la España cristiana por espacio
de ocho siglos? Veamos cómo se verificó tan grande e impensado suceso.
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Los árabes, en su fanatismo religioso, han llenado de relaciones
maravillosas y hasta de anécdotas absurdas toda la vida de Mahoma.
Según ellos, a su nacimiento se derramó por el horizonte un resplandor
inusitado: el lago de Sawa se secó de repente, y el fuego sagrado
de los persas, conservado mil años hacía, se apagó por sí mismo. Cuando
Abraham e Israel edificaron el templo de la Meca, un ángel les llevó
un jacinto blanco, que con el tiempo se petrificó: un día le tocó
con su mano una mujer adúltera, y la piedra mudó de color y se hizo
negra. Tocóle a Mahoma enterrar en el templo
esta piedra misteriosa, signo de la nueva religión que iba a fundar.
Las apariciones del ángel Gabriel fueron frecuentes: él fue quien
le enseñó a leer y escribir, el que le infundió la ciencia y le nombró
apóstol de Dios, el que le inspiró el Corán. Un día, durmiendo Mahoma
en el monte Merva, el ángel Gabriel le despertó
con un soplo. A su lado estaba el cuadrúpedo gris Elborak, cuyo galope era más vivo que el relámpago. El ángel
echó a volar, y Mahoma le siguió en la famosa yegua. Llegaron a Jerusalén,
donde Mahoma halló a Abraham, a Moisés y a Jesús; los saludó, los
llamó sus hermanos, y oró con ellos. Desde allí se remontaron ambos
viajeros a los cielos: setenta mil ángeles estaban entonando alabanzas
a Dios, el cual ordenó a Mahoma las oraciones que había de hacer cada
día; de cincuenta que le prescribió diarias, fue rebajando, a ruegos
de Mahoma, hasta cinco, que son las que manda el Corán. Después de
haber recibido las órdenes de Dios, volvió Mahoma a montar en su veloz
yegua Elborak y regresó a la tierra. Por
este orden se contaban de él mil ridículas visiones y maravillas.
A pesar del entusiasmo que el impostor supo inspirar a sus adeptos,
hubo ocasiones en que sus escándalos estuvieron a punto de hacerle
perder toda su autoridad. La ley de su mismo Corán no permitía a los
musulmanes tener más de cuatro mujeres. Mahoma, luego que murió su
primera esposa Jadiya, pasando por encima de su propia ley, tuvo doce
a un tiempo y se jactaba de ello. Hizo más: llevó a su lecho a Zainab,
estando casada con Zaid, lo cual produjo entre los árabes gravísimo
escándalo. «Dios (decía) ha dado a los hombres dos cosas buenas, los
perfumes y las mujeres.» A pesar de todo, tuvo astucia y maña para
acallar todas las murmuraciones, y logró que la misma Zainab fuese reconocida y saludada por mujer legítima del Profeta. La mayor
prueba del ascendiente y prestigio que Mahoma alcanzó sobre los árabes, fue haber conseguido hacerlos renunciar al uso del vino.
Cuando examinemos el Corán, juzgaremos del mérito de Mahoma como
legislador, y como reformador religioso.
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Muerto Mahoma sin sucesión, fue nombrado jefe de los creyentes
su discípulo Abubekr, el cual levantó el
pendón de la guerra en Medina, dispuesto a propagar con las armas
la fe del Profeta por todas las naciones. Los moradores de las ciudades
y los pastores de las praderas del Yemen y del Hejiaz,
todos acudieron entusiasmados, y vióse en
poco tiempo la ciudad de Medina inundada de una muchedumbre inmensa
de voluntarios, desarmados, descalzos y medio desnudos, de flacos
y denegridos rostros, pero llenos de fe y de entusiasmo, pidiendo
lanzas y cimitarras con que seguir al califa y ayudarle en su santa
empresa. Abubekr convirtió aquel entusiasmo
en un verdadero vértigo o frenesí, prometiendo a aquellos hombres
la posesión del paraíso en premio de la muerte que recibieran en el
campo de batalla peleando por la santa causa de Dios y del Profeta.
«Habitaréis, les dijo, oh creyentes, anchos y fresquísimos vergeles,
plantados en un suelo de plata y perlas, y variados con colinas de
ámbar y esmeralda. El trono del Altísimo cobija aquella mansión de
delicias, en la cual seréis amigos de los ángeles y conversaréis con
el Profeta mismo. El aire que allí se respira es una especie de bálsamo
formado con el aroma del arrayán, del jazmín y del azahar, y con la
esencia de otras flores. Frutas blancas y de jugo delicioso penden
de los árboles, cuyas hojas y ramas son una labor de menuda filigrana.
Las aguas murmuran entre márgenes de metal bruñido Allí está la tuba, o el árbol de la felicidad, que plantado en los jardines del
Profeta, extiende una de sus ramas hacia la mansión de cada musulmán,
cargado de sabrosas frutas que vienen a tocar los labios de los que
las apetecen. Cada uno de los creyentes será dueño de alcázares de
oro, y poseerá en ellos tiernas doncellas de ojos negros y rasgados
y tez alabastrina: sus miradas, más agradables que el iris, no se
fijarán sino en vosotros: aquellas huríes nunca se marchitarán, y
serán tales sus encantos, tan aromático su aliento y tan dulce el
fuego de sus labios, que si Dios permitiera que apareciese la menos
hermosa en la región de las estrellas durante la noche, su resplandor,
más agradable que el de la aurora, inundaría al mundo entero. El menor
de los creyentes tendrá una morada aparte, con setenta y dos mujeres
y ochenta mil servidores Su oído será regalado con el canto de Israfil,
que entre todas las criaturas de Dios es el que tiene la voz más dulce;
y campanas de plata pendientes de los árboles, movidas por la suave
brisa que saldrá del trono de Allah, entonarán
con una melodía divina las alabanzas del Señor. La cimitarra es la
llave del paraíso: una noche de centinela es más provechosa que la
oración de dos meses: el que perezca en el campo de batalla será elevado al cielo en alas de los ángeles;
la sangre que derramen sus venas se convertirá en púrpura, y el olor
que exhalen sus heridas se difundirá como el del almizcle. Pero ¡ay
del incrédulo que vacile, que no abrigue en su pecho la verdadera
fe, y que desmaye por miedo a los peligros y a las fatigas! No hay
palabras para deciros los martirios que sufrirá por los siglos de
los siglos en las hogueras del infierno. Marchad a proclamar por el
mundo: No hay Dios sino Dios, y Mahoma es su profeta».
¿Cómo con tan vivas y halagüeñas imágenes no habían de foguearse
los ánimos ya exaltados de aquellos hijos del desierto y las vivas
imaginaciones de aquellos fanáticos, ya de por sí propensas a dejarse
arrastrar de lo maravilloso? ¿Qué no acometerían aquellos pobres y
desnudos soldados de la fe a trueque de ganar el paraíso? ¿Qué peligros
no arrostrarían, qué brechas no asaltarían, qué temor podría infundirles
la muerte, cuando en pos de ella les esperaba una mansión de tantas delicias, una
embriaguez de bienaventuranza?
Después de esto el califa dio el mando general de las tropas que
habían de ir a conquistar la Siria a Yezid ben Abi Sofián:
hizo una corta oración a Dios para que auxiliase a los suyos, y dirigiéndose
a Yezid, escuchando todos con el más profundo silencio: «Yezid, le
dijo en alta y sonora voz, a tus cuidados confío la ejecución de esta
santa guerra: a tí te encomiendo el mando y dirección de nuestro ejército:
ni le tiranices ni le trates con dureza ni altivez: mira que todos
son musulmanes: no olvides que te acompañan caudillos prudentes y
bravos; consúltales cuando se ofrezca; no presumas demasiado de tu
opinión, aprovecha sus consejos, y cuida de obrar siempre sin precipitación,
sin temeridad, con reflexión y prudencia; sé justo con todos, porque
el que no ama la equidad y la justicia, no prosperará.»
En seguida, dirigiéndose a las tropas, les habló de esta suerte:
«Cuando encontréis a vuestros enemigos en las batallas, portaos como
buenos musulmanes, y mostraos dignos descendientes de Ismael: en el
orden y disposición de los ejércitos y en las lides, seguid vuestros
estandartes, seguid a vuestros jefes y obedecedles. Jamás cedáis ni
volváis la espalda al enemigo; acordaos que combatís por la causa
de Dios; no os muevan otros viles deseos; así no temáis jamás arrojaros
a la pelea, y no os asuste el número de vuestros adversarios. Si Dios
os da la victoria, no abuséis de ella, ni tifiáis vuestras espadas
con la sangre de los rendidos, de los niños, de las mujeres y de los
débiles ancianos. En las invasiones y correrías, no destruyáis los
árboles, ni cortéis las palmeras, ni abatáis los vergeles, ni asoléis
sus campos ni sus casas; tomad de ellos y de sus ganados lo que os
haga falta. No destruyáis nada sin necesidad, ocupad las ciudades
y las fortalezas, y arrasad aquellas que puedan servir de asilo a
vuestros enemigos. Tratad con piedad a los abatidos y humildes; Dios
usará de la misma misericordia con vosotros. Oprimid a los soberbios,
a los rebeldes y a los que sean traidores a vuestras condiciones y
convenios. No empleéis ni doblez ni falsía en vuestros tratos con
los enemigos, y sed siempre para con ellos fieles, leales y nobles;
cumplid religiosamente vuestras palabras y vuestras promesas. No turbéis
el reposo de los monjes y solitarios, y no destruyáis sus moradas;
pero tratad con un rigor a muerte a los enemigos que con las armas
en la mano resistan a las condiciones que nosotros les impongamos»
Después de estas arengas, en que se revela el genio muslímico,
y el carácter a la vez pontifical, militar y político de los califas,
que desde la Meca y Medina dirigían las conquistas y los ejércitos,
ordenó Abubekr que la mitad de sus tropas marchase a la Siria, y
la otra mitad al mando de Khaled ben Walid
hacia los confines de la Persia. ¿Quién será capaz de detener estos
torrentes, que se creen impulsados por la mano de Dios, ni qué imperio
podrá resistir al soplo del huracán del desierto? Las ciudades de
la Siria se rinden a la impetuosidad de los ejércitos musulmanes: Bostra, Tadmor, Damasco, dan entrada a los
sectarios y a los estandartes del Profeta. Si alguno recibe la muerte,
su jefe le señala el camino del paraíso, y una sonrisa de anticipada
felicidad acompaña su último suspiro. Khaled,
el más intrépido de los jinetes árabes, llamado la
Espada de Dios, lleva delante de sí el terror, y no encuentra
quien resista el impulso de su brazo. La Persia sucumbe a la energía
religiosa de los hijos de Ismael. Abubekr muere, y le sucede Omar. Bajo Omar el torrente se dirige hacia el
Egipto; la enseña muslímica tremola en los muros de Alejandría y de
Menfis; los árabes del desierto reposan a la sombra de las pirámides.
Pero estos soldados misioneros no pueden detenerse: un soplo que parece
venir de Dios los empuja, los hace arrastrar tras sí a sus jefes más
bien que ser regidos por ellos: el verdadero jefe que los manda es
el fanatismo; es Dios, dicen ellos, el que da impulso a nuestros brazos,
y el que afila el corte de nuestras espadas; es el Profeta el que
nos lleva por la mano a la victoria; si morimos, gozaremos más pronto
de Dios y del paraíso, hablaremos con el Profeta, y nos acariciarán
las huríes que no envejecen nunca. ¿Quién puede vencer a un ejército
que pelea con esta fe? Del Egipto el torrente se desborda de nuevo.
¿Qué dique podrá oponerle el África, devastada por los vándalos, sometida
por Belisario, y arruinada y empobrecida por la tiranía de los emperadores
griegos? Desde las llanuras de Egipto hasta Ceuta y Tánger, desde
el Nilo hasta el Atlántico, había una línea de poblaciones, poderosas
y florecientes en otro tiempo, yermas y pobres ahora. Berenice, la
ciudad de las Hespérides; Cirene, la antigua rival de Cartago; Cartago,
la ciudad de Aníbal y de Escipión; Utica e Hipona, las ciudades de
Catón y de San Agustín; todas las poblaciones de las dos Mauritanias,
teatro sucesivo de las conquistas de los cartagineses, de los romanos,
de los vándalos, de los godos y de los griegos, se someten a las armas
de ese pueblo nuevo, poco antes o desconocido o despreciado. Sólo
los moros agrestes, aquellas hordas salvajes que, o bien apacentaban
ganados en las llanuras siendo el azote de los aduares agrícolas,
o bien vivían entre sierras y breñas disputando sus pieles a las fieras
de los bosques, fueron los que opusieron a los árabes invasores una
resistencia ruda y porfiada. Pero la política, la astucia y la perseverancia
de los agarenos triunfaron al fin de todos los esfuerzos de los berberiscos.
En medio del desierto y a unas treinta leguas de Cartago fundaron
la ciudad de Cairwan, que unos suponen poblada por Okbah y otros por Merwan. El intrépido caudillo Okbah, después de haber penetrado por el desierto en que se
levantaron más adelante Fez y Marruecos, cuéntase que detenido por la barrera del Océano, hizo entrar su caballo hasta
el pecho en las aguas del mar, y exclamó: «¡Allah!
¡Oh Dios! Si la profundidad de estos mares no me contuviese, yo iría
hasta el fin del mundo a predicar la unidad de tu santo nombre y las
sagradas doctrinas del Islam!»
A principios del octavo siglo fue encargado Muza ben Nosseir, el futuro conquistador de España, de la reducción
completa de Al-Magreb, o tierra de Occidente, que así llamaban entonces
los árabes al África entera por su posición relativamente a la Arabia.
Muza llenó cumplidamente su misión; y el undécimo califa de Damasco,
Al Walid, le dio el título de walí con el gobierno supremo de toda
el África Septentrional. Muza logró con la persuasión y la dulzura
mitigar la ruda fiereza de los moros; y las tribus mazamudas, zanhegas, ketamas, howaras y otras de las más antiguas y poderosas
de aquellas comarcas, fueron convirtiéndose al islamismo y abrazando
la ley del Corán. Llegaron los árabes a persuadirlos de la identidad
de su origen, y los moros se hicieron musulmanes como sus conquistadores,
llegando a formar como un solo pueblo bajo el nombre común de sarracenos.
En tal estado se hallaban las cosas en África en 711, cuando ocurrieron
en España los sucesos que dejamos referidos. Estaba demasiado inmediata
la tempestad y soplaba el huracán demasiado cerca para que pudiera
libertarse de sufrir su azote nuestra Península. Los desmanes de Rodrigo,
las discordias de los hispano-godos, y la traición de Julián, fueron
sobrados incentivos para que Muza, jefe de un pueblo belicoso, ardiente,
victorioso, lleno de entusiasmo y de fe, resolviera la conquista de
España. De aquí la expedición de Tarik y la tristemente famosa batalla
de Guadalete que conocemos ya, y en la cual suspendimos nuestra narración,
para dar mejor a conocer el pueblo que concluía y el pueblo que venía
a reemplazarle.
Los califas sucesores de Mahoma hasta la conquista de España fueron
Abu-bekr, Omán, Othmán y Alí, que residieron en la Meca y Medina desde 632 hasta 660. Hacia
el fin del reinado de Alí, Moaviah ben Abi Sofián, de la casa de Omniyah,
walí de Siria, con pretexto de vengar la muerte de Othmán,
le disputó el poder, y se siguió una guerra civil. A la muerte de
Alí le sucedió su hijo Hassán en el Hejiaz, pero Moaviah tomó el título de califa de Damasco, y fué el origen de los Ommiadas que después habían de fundar
un imperio en España. Siguiéronle Yezid
I, Moaviah II, Merwán, Abdelmelek y Walid, sexto de los Ommiadas, en cuyo califato
fue conquistada España.
La fama del vencedor de Guadalete corría por África de boca en
boca. Picóle a Muza la envidia de las glorias
de su lugarteniente, y temiendo que acabara de eclipsar la suya, resolvió
él mismo pasar a España. Por eso al comunicar al califa el triunfo
del Guadalete calló el nombre del vencedor, como si quisiera atribuirse
a sí mismo el mérito de tan venturosa jornada, y dio orden a Tarik
para que suspendiera todo movimiento hasta que llegara él con refuerzos,
a fin de que no se malograra lo que hasta entonces se había ganado.
Comprendió el sagaz moro toda la significación de tan intempestivo
mandato, mas no queriendo aparecer desobediente, reunió consejo de
oficiales, y les informó de la orden del walí, manifestando que se
sometería a la deliberación que el consejo adoptase. Todos unánimemente
opinaron por proseguir y acelerar la conquista, aprovechando el terror
que se había apoderado de los godos, y no dando lugar a que pudieran
reponerse de la sorpresa, y Tarik aparentó ceder a una deliberación
que ya esperaba y que él mismo había buscado. Ordenó, pues, sus haces
para la campaña; hizo alarde de sus huestes; nombró caudillos, otorgó
premios y arengó a sus soldados, recomendándoles, según costumbre
de los musulmanes, que no ofendiesen a los pueblos y vecinos pacíficos
y desarmados, que respetaran los ritos y costumbres de los vencidos
y que sólo hostilizasen a los enemigos armados.
Con esto dividió su ejército en tres cuerpos: el primero bajo la
dirección de Mugueiz el Rumí fue enviado a Córdoba; el segundo al mando de Zaide ben Kesadi recibió orden de marchar a Málaga; y el tercero, guiado
por él mismo, partió al interior del reino por Jaén a Tolaitola, que así llamaban ellos la ciudad de Toledo.
Muza por su parte, resuelto a venir a España, organizó sus tropas,
en número de diez mil caballos y ocho mil infantes; arregló las cosas
de África, dejó en ella de gobernador a su hijo Abdelaziz, y trayendo
consigo a otros dos hijos menores, Abdelola y Meruán con algunos jóvenes coraixitas,
y varios árabes ilustres, pasó el Estrecho y desembarcó en Algeciras
en la luna de Regeb del año 93 (712). Allí
supo con indignación y despecho que Tarik, desobedeciendo sus órdenes,
proseguía la conquista. Desde entonces concibió el proyecto de perderle
tan pronto como hallase oportuna ocasión.
Entretanto la primera hueste de Tarik, al mando de Zaide, tomó Écija, no sin resistencia; le impuso un tributo,
encomendó la guarnición de la plaza a los judíos, dejando también
algunos árabes; se posesionó después, sin dificultad, de Málaga y
Elvira, armó también a los judíos, procuró inspirar confianza a los
pueblos y marchó a incorporarse en Jaén con la división de Tarik.
El segundo cuerpo, regido por Mugueiz el Rumí (el romano), acampó delante de Córdoba, e intimó la rendición bajo
condiciones no muy dura. Los godos que defendían la ciudad negáronse a admitirlas. Entonces informado Mugueiz por un pastor de la poca
gente de armas que la ciudad encerraba, y también de que el muro tenía
un punto de fácil acceso por la parte del río, dispuso en una noche
tempestuosa y de lluvia pasar el río a la cabeza de mil jinetes que
llevaban a la grupa otros tantos peones. El pastor que les servía
de guía los condujo sin ser sentidos al lugar flaco de la muralla.
Las ramas de una enorme higuera, que al pie de ella crecía, sirvieron
a un árabe para escalarla, y el turbante desplegado de Mugueiz sirvió
a otros para subir a lo alto del muro. Cuando ya hubo sobre el adarve
el número suficiente, degollaron los centinelas, abrieron la puerta
inmediata, y entraron todos los sarracenos en la ciudad derramando
en ella el terror con sus gritos y alaridos. El gobernador y unos
cuatrocientos hombres se refugiaron en un templo bastante fortificado,
donde se defendieron por algunos días obstinadamente, hasta que Mugueiz
mandó aplicarle fuego, y perecieron todos, quedándole al templo el
nombre de iglesia de la Hoguera.
Dueño el Rumí de la plaza, tomó rehenes a su arbitrio, confió una
parte de su guarnición a los israelitas, dejó el gobierno de la ciudad
a los más principales de ella, y partió con su ejército a correr la
comarca, llenando de asombro el país con su maravillosa actividad
y rápidos movimientos.
Mientras Mugueiz se enseñoreaba de Córdoba, los dos ejércitos reunidos
de Tarik y Zaide avanzaban hacia Toledo.
Pronto estuvieron delante de la corte de los visigodos, porque la
noticia del suceso de Guadalete, la fama del valor y la ligereza de
la caballería árabe, y hasta la vista de los turbantes muslímicos,
todo había difundido el pavor en las poblaciones, los nobles y el
clero huían despavoridos, las reliquias de los soldados godos andaban,
dispersas, y las familias abandonaban sus hogares a la aproximación
de los invasores. Lo mismo había sucedido en Toledo. Aunque la posición
de la ciudad la hacía apropósito para la defensa, fuese terror, flaqueza,
falta de provisiones, escasez de guarnición, o todo junto, los toledanos
pidieron capitulación. Tarik recibió a los parlamentarios con firmeza
y bondad, y concertóse la rendición, a condición
de entregar todas las armas y caballos que hubiese en la ciudad, que
los que quisiesen abandonarla pudieran hacerlo dejando todos sus bienes,
que los que quedaran serían respetados en sus personas e intereses,
sujetos sólo a un moderado tributo, con el libre ejercicio y goce
de su religión y de sus templos, mas sin
poder edificar otros sin permiso del gobierno, ni hacer procesiones
públicas, y, por último, que se regirían por sus propias leyes y jueces,
pero que no impedirían ni castigarían a los que quisiesen hacerse
musulmanes. Con estas condiciones se abrió a Tarik la ciudad de Toledo;
eran casi las mismas que imponían a todas las ciudades.
El caudillo moro se hospedó en el suntuoso palacio de los monarcas
visigodos, donde halló, dicen, muchos tesoros y preciosidades, entre
ellos veinticinco coronas de oro guarnecidas de jacintos y otras piedras
preciosas y raras, porque veinticinco, dicen estos autores, eran los
reyes godos que había habido en España, y era costumbre que cada uno
a su muerte dejara depositada una corona en que escribía su nombre,
su edad y los años que había reinado. Veamos lo que hacía entretanto
Muza.
Determinado Muza a continuar la conquista de España por las partes
en que no hubiera estado Tarik, tomó guías fieles (que dicen las historias
arábigas que nunca le engañaron), y recorrió el condado de Niebla
apoderándose de varias ciudades, y mientras algunos cuerpos de caballería
berberisca discurrían por las vecinas comarcas, detúvose él delante de Sevilla, cuya ciudad capituló después de un mes de resistencia.
Muza entró en ella triunfante, tomó rehenes, y encomendando la custodia
de la ciudad al caudillo Isa ben Abdila,
pasó a Lusitania, donde tampoco halló resistencia de consideración,
y vino a acampar delante de Mérida. A la vista de esta ciudad, dicen
los historiadores árabes que se sorprendió el viejo musulmán de su
grandiosidad y magnificencia, y exclamó: «¡Dichoso el que pudiera
hacerse dueño de tan soberbia ciudad!» Desde luego reconoció Muza
la dificultad de reducirla y confirmóle en ello la altiva respuesta que recibió a su primera intimación. Tanto
que desesperanzado de rendirla con las fuerzas que acaudillaba, mandó
a su hijo Abdelaziz que de África viniese en su ayuda con cuanta gente
de armas allegar pudiera. Cada día se empeñaba un combate entre sitiadores
y sitiados: los mejores oficiales árabes iban pereciendo
: Muza discurrió lograr por medio de un ardid lo que por la
fuerza veía serle imposible. Escondió de noche gran parte de su gente
en una caverna. A la alborada de la mañana siguiente presentóse Muza como de costumbre a atacar la ciudad; los
cristianos salieron a rechazarlos; los árabes fingieron retirarse
dejándose perseguir hasta la celada, y creyendo los cristianos aquella
huida obra de su bravura y esfuerzo, llegaron hasta más allá de la
gruta; salieron entonces los emboscados, y se trabó una reñida y brava
pelea que duró muchas horas : acometidos los cristianos de frente
y de espalda, después de pelear valerosamente y vender caras sus vidas,
fueron la mayor parte degollados. Pronto vengaron el ultraje, pues
a pocos días, habiéndose apoderado los árabes de una de las torres
de la ciudad, asaltáronla los españoles
tan denodadamente, que ni uno solo de los musulmanes que la defendían
quedó vivo. Llamaron desde entonces los árabes a aquella torre la
Torre de los Mártires.
Pero he aquí que a este
tiempo llega el joven Abdelaziz de África con siete mil caballos y
cinco mil ballesteros berberíes. Viendo los meridanos acrecentado
el campo de los árabes con tan poderoso refuerzo, escasos ya de guarnición
y de provisiones, determinaron pedir capitulación. El viejo walí recibió
a los mensajeros en su tienda, y acordó con ellos las bases del convenio.
Muza acostumbraba a teñir su blanca barba, lo que dio ocasión á que en el segundo recibimiento que hizo al siguiente día a los diputados
de Mérida, se sorprendieran estos de hallarle como rejuvenecido. Duras
fueron las condiciones que les impuso Muza; la entrega de todas las
armas y caballos, de los bienes de los que habían huido, de los que
se retirasen de la ciudad, de los muertos en la celada, las alhajas
y riquezas de los templos, la mitad de las iglesias para convertirlas
en mezquitas, y por rehenes las más ilustres familias que se habían
refugiado allí después de la batalla de Jerez, entre las cuales se
hallaba la reina Egilona, viuda de Rodrigo.
Muza hizo su entrada triunfal en Mérida el 11 de julio de 712, el
día de Alfitra o de la
Pascua que termina el Ramadán.
Tarik desde Toledo hizo una excursión por los pueblos de lo que
forma hoy el territorio de las dos Castillas, de donde, noticioso
de que Muza se encaminaba desde Mérida a la antigua corte de los godos,
regresó a Toledo cargado de ricos despojos, entre ellos la célebre
y preciosa mesa llamada de Salomón, guarnecida de jacintos y esmeraldas.
Desde allí salió a recibirle a Talavera (Medina Talbera);
y conociendo las desfavorables disposiciones que para con él traería,
llevó consigo algunas preciosas joyas que ofrecer a Muza, con las
cuales esperaba templar su enojo. Tan luego como el vencedor de Guadalete
vio al anciano walí, apeóse respetuosamente
de su caballo. La entrevista fue fría y severa. «¿Por qué no has obedecido
mis órdenes? le preguntó Muza con altivez. — Porque así lo acordó
el consejo de guerra, le respondió Tarik, a fin de no dar tiempo a
los enemigos para reponerse de su derrota, y porque así creía servir
mejor la causa del Islam». Y le present las
alhajas que llevaba, y que el codicioso Muza aceptó. Pasaron luego
juntos a Toledo. Allí, en presencia de todos los caudillos, preguntó
Muza a Tarik dónde estaba la preciosa mesa verde de Sulemain. Presentósela el africano, pero falta de un pie, que de intento
le había hecho quitar, ya veremos con qué singular previsión, diciendo,
no obstante, que en tal estado había sido hallada. El término de estas
conferencias fue la destitución de Tarik en nombre del califa, nombrando
en su lugar a Mugueiz el Rumí, el cual tuvo la generosa valentía de
constituirse en defensor del exonerado caudillo, pero sin poder evitar
el que fuese reducido a prisión. Estas reyertas de los dos jefes dejaron
hondas huellas de división entre las dos razas de árabes y africanos,
como en el discurso de la historia habremos de ver.
En este tiempo, el joven Abdelaziz, que de orden de su padre había
ido a Sevilla a sosegar un motín popular que contra la guarnición
musulmana había estallado, pacificado que hubo la ciudad, salió hacia
la costa del Mediterráneo, defendida por el cristiano Teodomiro (llamado
por los árabes Tadmir), el mismo que había intentado rechazar la primera
invasión de los árabes, y que después había hecho proezas en la batalla
de Guadalete. Retirado allí con las reliquias del destrozado ejército
godo, había sido proclamado rey de aquella tierra. Llevaba Abdelaziz
a sus órdenes varios jóvenes entusiastas de las más nobles familias
árabes, entre ellos Otmán, Edris y Abulcacín. Noticioso Teodomiro de la aproximación de Abdelaziz, apostóse con su gente en los desfiladeros
de Cazlona y Segura, con ánimo de hostilizar
al enemigo desde aquellas asperezas, sin exponer sus mal pertrechados
soldados al rudo empuje de los lanceros árabes. Pero Abdelaziz combinó
tan diestramente sus movimientos, que obligó a los españoles a replegarse
a la provincia de Murcia. Persiguiéronles los escuadrones musulmanes hasta las áridas
campiñas de Lorca, donde los lancearon y acuchillaron. Teodomiro se
encerró con muy pocos en Orihuela, en cuyas puertas se presentó en
seguida Abdelaziz. Grande fue la sorpresa de éste al ver las murallas
coronadas de muchedumbre de guerreros. Preparábase,
no obstante, a dar el asalto, cuando vio salir de la ciudad un gallardo
mancebo, que dirigiéndose a él, solicitaba hablarle en nombre del
caudillo godo. El árabe le admite en su tienda, y escucha con la mayor
cortesanía las proposiciones de paz del caballero cristiano, y en
esta célebre entrevista se ajusta un convenio que original nos ha
conservado la historia, y que es uno de los documentos más curiosos
de esta época. He aquí su contexto :
«En el nombre de Dios, clemente y misericordioso: rescripto de
Abdelaziz, hijo de Muza, para Tadmir ben Gobdos (Teodomiro hijo de los godos) : séale otorgada la paz,
y sea para él una estipulación y un pacto de Dios y de su Profeta,
a saber : que no se le hará guerra ni a él ni a los suyos: que no
se le desposeerá ni alejará de su reino: que los fieles (así se nombraban
a sí mismos los árabes), no matarán, ni cautivarán, ni separarán de
los cristianos sus hijos ni sus mujeres, ni les harán violencia en
lo que toca a su ley (su religión); que no serán incendiados sus templos;
sin otras obligaciones de su parte que las aquí estipuladas. Entiéndase
que Teodomiro ejercerá pacíficamente su poder en las siete ciudades
siguientes : Auriola (Orihuela), Balentila (Valencia), Lecant (Alicante),
Muía, Biscaret, Aspis y Lurcat (Lorca): que él no tomará las nuestras,
ni auxiliará ni dará asilo a nuestros enemigos, ni nos ocultará sus
proyectos : que él y los suyos pagarán un dinhar o áureo por cabeza cada año, cuatro medidas de trigo, cuatro de cebada,
cuatro de mosto, cuatro de vinagre, cuatro de miel y cuatro de aceite:
los siervos o pecheros pagarán la mitad. — Fecho el 4 de redjeb del año 94 de la hégira (abril de 713). Signaron el
presente rescripto Otmán ben Abi Abdah,
Habib ben Abi Obeida, Edris ben Maicera, y Abulcacín el Mozeli.»
Concluido el tratado, y manifestando Abdelaziz deseos de conocer
a Teodomiro, el caballero cristiano se descubrió al joven árabe; era
él, el mismo Teodomiro en persona. Sorprendió a los árabes tan impensado
descubrimiento, celebráronlo mucho, y diéronle un
banquete, en que comieron los dos caudillos juntos como si hubieran
sido amigos toda la vida. Al día siguiente entraron Abdelaziz y Otmán en Orihuela con la gente más vistosamente ataviada, y preguntando
a Teodomiro dónde estaban aquellos tantos guerreros que el día anterior
coronaban los muros de la ciudad, tuvieron
que admirar una nueva estratagema y ardid del caudillo cristiano.
Aquellos soldados, pertrechados de cascos y lanzas, que habían visto
sobre los muros, eran mujeres que Teodomiro había hecho vestir de
guerreros; sus cabellos los habían dispuesto de manera que imitaran
la barba larga de los godos. Aplaudieron los árabes la ingeniosa ocurrencia, riéronse de su mismo engaño, y todo contribuyó
a que se entablara una especie de confraternidad entre Teodomiro y
el hijo de Muza.
Pacificada toda la tierra de Murcia y Valencia, Abdelaziz retrocedió á las comarcas de Sierra Segura, descendió
a Baza, ocupó Guadix y Jaén, tomó Granada (Garnathat),
colonia judía y arrabal de la antigua Illiberis (Elvira), entró en Antequera, y prosiguió a Málaga sin hallar resistencia,
y dejando en las ciudades judíos y árabes de guarnición.
A este tiempo recibió Muza órdenes del califa, preceptuándole devolver
a Tarik el mando de las tropas que tan gloriosamente había conducido,
diciéndole que no inutilizase una de las mejores espadas del Islam.
Muza obedeció, aunque bien a pesar suyo, pero con gran contento de
los muslimes. Fingió, no obstante, una reconciliación sincera, y concertóse que Tarik con sus tropas marchase al Oriente de España, mientras él
con las suyas se dirigía a reducir las regiones del Norte. Tarik recorrió
el Sur y el Este de Toledo, la Mancha, la Alcarria, Cuenca, y descendió
a las vegas y campos del Ebro hasta Tortosa. Muza giró hacia Salamanca
y Astorga, que se le rindieron sin resistencia, y volviendo y remontando
el curso del Duero, haciendo después una conversión hacia el Ebro,
vino a incorporarse con el ejército de Tarik, que sitiaba ya a Zaragoza
(Medina Saracusta). Obstinada resistencia
había encontrado Tarik en Zaragoza, pero la llegada de Muza, coincidiendo
con el apuro de víveres de la plaza, desalentó a los sitiados, y fue
causa de que se propusiese su entrega bajo las condiciones ordinarias.
Muza, valiéndose de la ocasión y dejándose llevar de la codicia, impuso
a los habitantes de Zaragoza una contribución extraordinaria de guerra,
para cuya satisfacción tuvieron que vender sus alhajas y las joyas
de los templos. Muza tomó en rehenes la más escogida juventud, y dejando
el gobierno de la ciudad a Hanax ben Abdala,
que luego edificó allí una suntuosa mezquita, prosiguió sometiendo
el Aragón y Cataluña. Huesca, Lérida, Barcelona, Gerona, Ampurias,
todas fueron reducidas a la obediencia del Islam.
De allí volvió y enderezóse á Galicia por
Astorga, entró en la Lusitania, y en todas partes fue recogiendo riquezas
que no repartía con nadie.
Tarik, por el contrario, siguiendo otra ruta, y encaminándose por
Tortosa a Murviedro, Valencia, Játiva y Denia hasta los límites del
pequeño reino de Teodomiro, observaba también muy opuesto comportamiento.
Trataba a los pueblos con dulzura, partía con sus soldados los despojos
de la guerra, y con mucha escrupulosidad reservaba el quinto de todo
el botín para el califa. Comunicaba a éste directamente sus operaciones
sin entenderse con Muza. Éste por su parte no perdía ocasión de desacreditar
a su rival ¡Dará con el califa, ponderándole su espíritu de insubordinación
y sus prodigalidades.
Estos enconos de parte de los dos conquistadores fueron causa de
que el califa de Damasco escribiera a ambos mandándoles comparecer
a su presencia, dejando el gobierno de España encomendado a personas
de confianza. Tarik obedeció al momento : Muza lo hizo con más repugnancia, mas al
fin, después de haber nombrado a su hijo Abdelaziz walí o gobernador
en jefe de España, partió con los despojos de sus felices expediciones,
con la famosa mesa verde, y con inmensa cantidad de oro y pedrería.
Pasó el Estrecho, y atravesó el Magreb, primer teatro de sus campañas
y de sus glorias. En su comitiva iban cuatrocientos jóvenes de las
familias godas más ilustres, que tomó para que sirvieran de ostentación
a su marcha triunfal, y con este aparato fue costeando el litoral
de África.
Tarik había llegado antes que él a Damasco, y expuesto ante el
califa sencillamente y con lealtad su conducta. Cuando llegó Muza,
Walid se hallaba gravemente enfermo; Suleiman,
su hermano, designado para sucederle, hizo comparecer a los dos rivales.
La historia de esta entrevista es de un género enteramente oriental.
Muza creyó adquirir gran mérito a los ojos del califa presentándole
la célebre mesa de oro y esmeraldas. «Emir de los creyentes, dijo
entonces Tarik, esa mesa soy yo quien la ha encontrado. — He sido
yo, replicó Muza, este hombre es un impostor. — Preguntadle, repuso
Tarik, qué se ha hecho el pie que falta a la mesa. — Estaba así cuando
se encontró, respondió Muza. — Emir de los fieles, exclamó Tarik,
ahora juzgarás de la veracidad de Muza.» Y sacando el pie de la mesa
que llevaba escondido, le presentó al califa, el cual quedó convencido
de que era Muza el verdadero calumniador. Y como ya deseaba tomar
severa satisfacción de su conducta, le castigó teniéndole un día entero
expuesto a un sol abrasador, haciéndole azotar y condenándole a una
multa de cien mil mitcales, que Rasis y Ebn Kalkan hacen subir a doscientos mil. Así pagó el conquistador de África y
de España la envidia y rencor con que había perseguido á Tarik.
Quedó, pues, sometida la España a las armas sarracenas. Rápida,
breve, veloz fue la conquista. Lo que costó a los poderosos romanos
siglos enteros de porfiada lucha, lo hicieron los árabes en menos
de dos años. Diestros, políticos, activos, valerosos y entendidos
capitanes eran los jefes de la conquista. El estupor se había apoderado
de los españoles después del desastre de Guadalete, y no les dieron
tiempo para recobrarse. El principio religioso, único que hubiera
podido reanimar los abatidos ánimos, tuvieron los conquistadores la
política de aparentar por lo menos que le respetaban, dejando a los
vencidos el libre ejercicio de su culto. Sin perjuicio de juzgar más
adelante la conducta de estos primeros invasores, obsérvase desde luego que no fue ni tan ruda, ni tan cruel, ni tan bárbara como
nos la pintaron nuestros antiguos cronistas, impresionados por las
calamidades inherentes a tan brusca invasión, y como guiados por ellos
la han representado después otros historiadores. A ser auténticas,
como no se duda ya, las capitulaciones de Córdoba, de Toledo, de Mérida,
de Orihuela, y aún la de Zaragoza, revélase en ellas más la política de un proselitismo religioso que el afán
de exterminio, y algunas de sus condiciones fueron más humanitarias
de lo que podía esperarse de un pueblo invasor que ocupaba por conquista
un país donde hallaba diferente religión y distintos hábitos y costumbres:
creemos que en este punto no puede compararse la conducta de los árabes
a la de los romanos y godos; si bien se comprende también que a nadie
tanto como a los conquistadores convenía, pocos como eran, no exasperar
a una nación grande y vasta, que aunque amilanada entonces, hubiera
podido en un arranque de cólera serles terrible.
Veamos cómo se condujeron los que sucedieron a Tarik y a Muza en
el gobierno de España.
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Después de leer las crónicas cristianas y árabes, nos quedamos
sin saber con certeza qué fue del conde Julián, del obispo Oppas y de los demás parientes de Witiza, o causadores o cómplices de la
pérdida de España. Los unos suponen al conde Julián alentando a Tarik
en el consejo de oficiales a que se apresurara a apoderarse de Toledo,
los otros le hacen servir de guía a Muza desde su desembarco y en
casi toda la expedición: otros, y son los más, guardan profundo silencio.
El Pacense dice que Muza condenó a muerte a varios nobles de Toledo
por causa de Oppas que se había fugado de
la ciudad, lo cual probaría que los árabes no habían correspondido
muy bien con los mismos que les invitaron o auxiliaron en la empresa
de la conquista. De todos modos la suerte de la familia de Witiza
ha quedado envuelta en bastante misterio.
CAPÍTULO IIGOBIERNO
DE LOS PRIMEROS EMIRES
Del
713 al 732
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