|
EDAD MEDIA - LIBRO QUINTO - DOMINIO
MUSULMÁN
|
CAPÍTULO
II
GOBIERNO
DE LOS PRIMEROS EMIRES
Del
713 al 732
Encargado Abdelaziz del gobierno de España, y habiendo fijado su
asiento en Sevilla, dedicóse a regularizar
la administración de las ciudades sometidas; nombró perceptores o
recaudadores de los impuestos, que por regla general consistían en
el quinto de las rentas, si bien le rebajó hasta el diezmo a algunas
poblaciones y distritos; creó un consejo o diván, con el cual compartía
la dirección de los negocios de España; estableció magistrados con
el nombre de alcaides; dejó a los españoles sus jueces, sus obispos,
sus sacerdotes, sus templos y sus ritos, de tal manera que los vencidos
no eran tanto esclavos como tributarios de los vencedores. Indulgencia
admirable, ni usada en las anteriores conquistas, ni esperada de tales
conquistadores. Los que así quedaban y vivían denomináronse Mozárabes, nombre ya de antes usado en otros países por el pueblo
vencedor.
Habíase señalado ya Abdelaziz por su clemencia y su moderación
para con los cristianos. Una circunstancia notable vino a hacer todavía
más suave la suerte y condición de los vencidos bajo el gobierno del
joven emir, a estrechar más las relaciones entre árabes e indígenas,
si bien fue al propio tiempo la causa de su ruina y perdición.
Dijimos en el anterior capítulo, que entre los prisioneros hechos
en Mérida se hallaba la reina Egilona, la
viuda del desventurado Rodrigo. Era joven y bella, Abdelaziz lo era
también, y prendóse apasionadamente de su ilustre y hermosa cautiva.
El generoso hijo de Muza logró hacerse amar de la viuda del último
monarca godo, y con sorpresa de musulmanes y cristianos los que comenzaron
por amantes se convirtieron luego en esposos. Abdelaziz no exigió
de Egilona que abrazase el islamismo, la
permitió seguir siendo cristiana, y le dio el nombre árabe de Ommalisam,
que quiere decir la de los lindos collares. Desde entonces por amor
a su nueva esposa fueron en aumento las consideraciones del ya tolerante
emir para con los cristianos, al paso que se hizo sospechoso a los
fervorosos musulmanes, que murmuraban la mansedumbre con que trataba
a los pueblos conquistados, tan opuesta al rigor que con ellos había
empleado su padre. Suponíanle ya algunos traidor a la fe del Islam, avanzando a decir que en
secreto se había hecho idólatra, que así llamaban ellos a los cristianos. Atribuíanlo todo al influjo de Egilona la infiel, mujer ambiciosa y de corazón altivo, y añadían que todas
las mañanas colocaba en la cabeza de Abdelaziz una corona semejante
a la que llevaba su primer marido Euderik el romano, como para incitarle a que se alzara con el señorío de España.
Tales rumores fueron tomando consistencia, pasaron los mares y
llegaron hasta el califa Suleiman, sucesor
de Walid, hombre orgulloso y sombrío, que irritado ya contra el padre
de Abdelaziz, y temiendo el resentimiento de sus hijos, emires todos
tres, los dos en África y el uno en España, acogió con avidez la acusación
y resolvió deshacerse de todos. La orden de muerte para Abdelaziz
la comunicó a los cinco principales caudillos de esta tierra. El primero
que la recibió fue Habib ben Obeidah el Fehri, el más fiel amigo
y compañero de Abdelaziz. Grande fue la aflicción de Habib. «¿Es posible,
exclamó, que la envidia y el odio paguen de esta manera los más gloriosos
servicios? Pero Dios es justo, y nos manda obedecer al califa» Tal
era el deber de un musulmán sumiso, y Habib se resignó.
Habitaba Abdelaziz una casa de recreo en las afueras de Sevilla;
a su lado había hecho construir una mezquita donde se congregaba el
pueblo a la oración. Resueltos los cinco jefes a ejecutar las órdenes
del califa, entraron una mañana en la mezquita, conducidos por Zeyad,
cuando el desventurado y desprevenido Abdelaziz rezaba la oración
del alba. Echáronse los conjurados, y aunque muchos amigos pugnaron
todavía por defenderle, acribilláronle con
sus lanzas (año 97 de la hégira, 715 y 716 de J. C). Cortáronle la cabeza, y enterraron su cuerpo en el patio de la casa. La cabeza
alcanforada la enviaron al califa de Damasco. Tocóle á Habib ser el conductor del funesto presente. Cuéntase que habiendo llegado Muza al palacio del califa al tiempo que éste
examinaba la cabeza de su víctima, tuvo la horrible crueldad de preguntarle:
«¿Conoces, Muza, esta cabeza? — Sí, contestó altivamente el anciano
walí, la reconozco: la maldición de Dios caiga sobre el asesino de
mi hijo, que valía más que él» Y salió del palacio, y partió para Waltichora, su patria, donde á poco tiempo
murió oprimido de pesar. Los hermanos de Abdelaziz sufrieron la misma
suerte que él. Justo castigo, dicen los cronistas cristianos, con
que Dios hizo expiar á Muza sus crueldades para con los fieles
: indigna recompensa, dicen los escritores árabes, de los distinguidos
servicios que había prestado al imperio tan notable familia.
Abdelaziz había gobernado la España con prudencia cerca de diez
y ocho meses. En las inmediaciones de Antequera hay un valle que llaman
todavía de Abdelaziz; nombre sin duda conservado por los árabes en
memoria de aquel desgraciado emir. Ignórase lo que fue de Egilona. Parece que la Providencia quiso cubrir con el velo
de la oscuridad el término de los principales personajes godos de
la última familia real. En cuanto a Teodomiro, al tiempo que la cabeza
de Abdelaziz le fue enviada al califa, despachó también emisarios
para suplicar a Suleiman que respetara las estipulaciones hechas con el emir,
y consiguió que el califa las mandara observar.
No había nombrado el califa sucesor á Abdelaziz. En su virtud reuniéronse en consejo los principales caudillos y eligieron
walí á Ayub ben Habib el Gahmi, primo hermano
de Abdelaziz, guerrero experimentado y administrador entendido. Trasladó
el nuevo emir el asiento del gobierno a Córdoba, como punto más central.
Disidió la Península en cuatro grandes partes, con los nombres de
Norte, Mediodía, Oriente y Occidente. Visitó a Toledo y Zaragoza,
oyó las quejas de los pueblos sobre las injurias de los alcaides y
gobernadores, destituyó a muchos, puso orden en la administración,
y se captó el afecto de cristianos, judíos y musulmanes. Entre Toledo
y Zaragoza, y sobre las ruinas de la antigua Bilbilis,
erigió una fortaleza, que se llamó Calatayud, castillo de Ayub. Ibanse reparando en lo posible los desastres de la guerra, pero gozó poco
tiempo España las ventajas de un gobierno reparador. Depúsole el califa por ser pariente de Muza, y nombró en su lugar a Alhaur ben Abderramán, llamado comúnmente El Horr,
y Alahor en nuestras crónicas cristianas.
Violento y duro el nuevo emir, hizo pesar una opresión igualmente
ruda sobre cristianos y musulmanes. Belicoso y emprendedor, fue el
primero que se atrevió a llevar las armas sarracenas del otro lado
de los Pirineos, o por lo menos el primero que, al frente de una expedición
formal, franqueó la barrera oriental de aquellas montañas y penetró
en la Galia gótica, en aquella Septimania que había constituido una parte integrante del
reino godo-hispano, y que después de la catástrofe había tenido que
ponerse bajo la tutela de los duques de Aquitania. Habíase refugiado
en ella gran número de cristianos de la Península. Difundió El Horr el espanto por aquellos ricos y semi abandonados países. Narbona no
pudo resistir al ímpetu de las huestes sarracenas, y la antigua capital
de la Septimania gótica fue convertida en capital de la Septimania árabe. Por espacio de tres años recorrió, según
algunos, por un lado hasta Nimes y el Ródano, por otro hasta el Garona,
hasta que le obligó a regresar la noticia de una victoria de los cristianos
del Norte de la Península sobre un ejército musulmán.
Debió ser el primer triunfo de los refugiados en Asturias, suceso
de que daremos cuenta en lugar separado, así por merecerlo su importancia,
como por no interrumpir la narración cronológica de lo que acontecía
en todo el resto de España.
Las injustas exacciones de El Horr y
sus violencias contra los alcaides y walíes que no se prestaban a
cooperar en sus iniquidades, sobre todo contra los moros y berberiscos,
levantaron contra él universal clamor, y movieron al califa Yezid
a enviar en su reemplazo a Alsamah ben Melek, el Zama de nuestras
crónicas (727), que se consagró a reparar los males causados por la
avidez y la dureza de su predecesor. Hábil y entendido en administración Alzama, arregló los tributos, hizo una distribución por suerte
de los bienes que habían quedado sin dueños, estudió las provincias,
y fue el primero que hizo y envió al califa una estadística de la
población del país y sus riquezas de todo género, con una descripción
de sus ciudades, sus ríos, sus costas y sus puertos.
Guerrero también Alsamah como todo buen
musulmán de aquel tiempo, no quiso ceder en gloria a ninguno de sus
predecesores, y con numerosa hueste avanzó, no ya sólo a la Septimania,
sino a la Aquitania misma, centro de los vastos dominios del conde Eudón, y puso cerco a Tolosa. A punto de rendirse estaba ya
la ciudad, cuando acudió Eudón con un ejército
considerable. «La muchedumbre de los enemigos era tanta, dice un historiador
árabe, que el polvo que levantaba con sus pies oscurecía el cielo».
Los dos ejércitos se acometieron con el ímpetu de dos torrentes que
bajan de las cumbres: dudosa estuvo mucho tiempo la batalla; corría Alzama a todas partes como un bravo león;
cuando levantaba su espada, fluía la sangre y destilaba por su brazo:
pero la lanza de un cristiano le atravesó el cuerpo y le dio el martirio.
Con esto desmayó la caballería árabe; el campo quedó sembrado de cadáveres,
y los restos del desbaratado ejército se retiraron a Narbona, y nombraron
su jefe y emir al valiente Abderramán, el Gafeki (721), cuya elección confirmó el emir superior de África.
No hizo poco Abderramán en contener a los cristianos de la Galia,
y en reprimir a los de la frontera oriental española, que alentados
con el triunfo de sus correligionarios de Tolosa se habían removido
y alterado. Perdióle a Abderramán su excesiva liberalidad para con los
soldados: repartíales todo el botín, sin
exceptuar más que el quinto que la ley mandaba reservar el califa: amábanle con esto las tropas, pero los jefes
le representaron como corrompedor de las costumbres frugales y sencillas
de los musulmanes, y bastó para que el emir de África le reemplazara
con Ambiza ben Sehim, de su misma tribu y familia.
Casi todos los emires comenzaban por organizar la administración. Ambiza hizo una nueva y equitativa distribución
de los terrenos baldíos entre los veteranos del ejército y los musulmanes
pobres que acudían a establecerse en España. Recargaba o aliviaba
el impuesto a las poblaciones, según era mayor su sumisión o su resistencia
a recibir la ley del Islam. Hacía constantemente justicia a todos, sin mirar que
fuesen musulmanes o cristianos, y cuando visitaba las provincias llenábanle los pueblos de bendiciones. Propúsose después vengar el desastre de Tolosa, e invadió resueltamente la Galia
gótica. Carcasona, Bézier, Agda, Magalona,
Nimes, todas las ciudades de la Septimania,
además de Narbona que pertenecía ya a los árabes, cayeron en su poder.
Penetró hasta el Ródano y tomó
Lyon;
avanzó hasta la Borgoña y saqueó Autún.
La conducta de los conquistadores de la Galia era casi idéntica a
la que habían observado en España. No imponían el islamismo; dejaban
a los cristianos su culto, y el tributo a que los sujetaban era más
o menos crecido según la mayor o menor resistencia de los pueblos
conquistados. Murió, no obstante, allí Ambiza de resultas de heridas recibidas en un combate (725),
designando antes de morir para sucederle a Hodeirah ben Abdallah, cuyo nombramiento no fue ratificado
por el emir de África, el cual envió en su lugar a Yahia ben Salemah,
hábil y bravo general, pero de un rigor inflexible.
Agriados por la severidad de Yahia los mismos jefes que habían
influido en su nombramiento pidieron luego su destitución, y el emir
de África, condescendiendo a los caprichos de aquellos caudillos,
les dio a Hodeifa ben Alhaus, hombre sin talento,
que sólo pudo sostenerse algunos meses, y hubo de ser reemplazado
por Otmán ben Abu Neza, el Munuza de
las crónicas cristianas, que a su vez fue pronto víctima de la inconstancia
de aquellos turbulentos y descontentadizos jefes y sustituido a los
seis meses por Alhaitam ben Obeid.
Desacertada elección fue también la de Alhaitam.
Su avaricia y sus tiranías con musulmanes y cristianos, sus tormentos,
suplicios y confiscaciones le hicieron tan aborrecible, que informado
el gobierno de Damasco de sus excesos, hubo de despachar a España
a Mohamed ben Abdallah con la misión de averiguar lo que de cierto hubiese
en los desmanes que se atribuían al emir, y de imponerle el conveniente
castigo si resultase culpable. Poco trabajo le costó al enviado apurar
la verdad; públicas eran sus vejaciones: el tirano fue preso; y despojado
de sus insignias de jefe, con la cabeza desnuda y las manos atadas
a la espalda, hízole pasear montado en un asno por las calles de Córdoba,
teatro principal de sus maldades, embarcándole en seguida cargado
de cadenas a África a disposición del
emir
(728). Así vigilaban los califas de Damasco por la suerte de su nueva
dependencia de España, siempre que a tan larga distancia podían llegar
las quejas de los oprimidos. Dos meses permaneció Mohamed en España
gobernando con justicia y equidad, al cabo de los cuales partió dejando
nombrado walí al guerrero Abderramán; aquel mismo que por su excesiva
liberalidad para con los soldados había sido antes depuesto. Recibido
fue este nombramiento con general aplauso: sólo los berberiscos vieron
con enojo su elevación, porque como árabe que era, distinguía y apreciaba
con preferencia a los de su raza. Munuza,
el africano, revoltoso y altivo, tramó pronto una traición contra
el jefe de pura raza árabe.
Muchas injusticias reparó Abderramán; afable y justo con cristianos y muslimes, depuso a los
alcaides opresores, y los reemplazó con otros de conocida probidad;
restituyó a los cristianos las iglesias que les habían quitado faltando
a las estipulaciones, y destruyó las que por soborno y a precio de
oro habían permitido levantar de nuevo algunos gobernadores. Empleó
los dos primeros años en reconocer y visitar las provincias, y en
restablecer el orden por todas partes. Pero lo que hizo célebre a
Abderramán fue su famosa expedición a la Galia, aunque de fatal resultado
para él y para los árabes. Extraordinarios fueron los preparativos;
tribus enteras de Arabia, de Siria, de Egipto y de África vinieron
a España a alistarse bajo las banderas de Abderramán para la guerra
santa; pero antes de emprenderla, érale preciso al emir deshacerse
de Munuza, que envidioso de sus glorias,
de carácter inquieto y díscolo, pero belicoso y bravo, se había aliado
con Eudón, duque de Aquitania, y casádose con su hija. Abderramán conoció lo que podía temer
de Munuza que ambicionaba su puesto, si
le daba lugar a encender una guerra civil entre los musulmanes, de
concierto con su aliado. Despacha, pues, a un jefe sirio llamado Gedhi ben Zeyan, con orden expresa de buscar a Munuza y traérsele vivo o muerto. Gedhi en cumplimiento
de su misión marcha al frente de un fuerte destacamento hacia la residencia
de Munuza: apenas tuvo éste tiempo para huir con su esposa Lampegia; Gedhi le persigue por
los desfiladeros de las montañas: Munuza fatigado se detiene a reposar en un fresco y frondoso valle al pie
de una fuente de agua viva que se desgajaba de una roca: el murmullo
de las aguas y las caricias de su cautiva bien amada, como la llama
el autor árabe, no le permiten oír el ruido de los pasos de su perseguidor: Munuza es sorprendido, Gedhi se apodera de Lampegia, Munuza cae a los golpes de las lanzas, córtanle la cabeza, y llevan ambos presentes a Abderramán. Admirado quedó el
emir de la hermosura de Lampegia; la cabeza
de Munuza la envió al califa, según costumbre,
exponiéndole las causas que le habían movido a esta rápida ejecución.
Desembarazado de este rival, Abderramán se pone en marcha con su
gran ejército, el mayor que se había visto jamás en España bajo los
estandartes blancos de los Ommiadas. Dirígese por Pamplona y el Bidasoa a los Pirineos, franquea esta inmensa barrera,
penetra por los fértiles valles de Bigorra y el Bearnés en los Estados
de Eudón, duque de Aquitania. El inmenso
ejército se derrama como un torrente devastador; Burdeos intenta resistirle,
pero es tomada y saqueada, el conde que la defendía cae prisionero,
y tomándole por Eudón, los árabes le cortan
la cabeza para enviarla a Damasco. Prosigue el ejército sarraceno
su marcha terrorosa, pasa el Garona y el
Dordoña y encuentra al fin a Eudón con considerables
fuerzas de cristianos; Abderramán no duda un momento en arremeter
a Eudón, y el ejército aquitanio queda destrozado. Los sarracenos victoriosos, cargados de botín, marchan
sin otro obstáculo que el inmenso despojo, y se presentan delante
de Poitiers: penetran en un arrabal y le incendian, pero el centro
fortificado de la ciudad se prepara a resistirlos. Abderramán duda
si atacar Poitiers o marchar contra Tours, cuando vienen a anunciarle
que numerosas huestes mandadas por Carlos, hijo de Pepino, duque soberano
de los franco-austrasios, marchan a su encuentro
unidas con las reliquias del destrozado ejército de Eudón. Los francos y los árabes se encuentran en las vastas
llanuras que se extienden entre Tours y Poitiers. Seis días maniobran
los dos ejércitos en presencia uno de otro; al séptimo u octavo se
empeña seriamente el combate; Abderramán, confiado en su fortuna,
acomete el primero impetuosamente con un cuerpo de caballería, la
pelea se hace general, horrible la matanza para ambas partes, y pasa
el día sin declararse la victoria. Reempréndese al siguiente día la batalla; Abderramán arremete con rabioso brío,
y rompe la espesa línea de los austrasios;
los robustos soldados del Norte pelean cuerpo a cuerpo con los tostados
árabes y africanos , un tumulto se levanta en las tiendas de los sarracenos:
eran las tropas del duque de Aquitania que habían hecho una irrupción
por aquel lado: los árabes, temiendo perder las riquezas de su botín,
hacen un movimiento retrógrado para defender su campo; este movimiento
introduce la confusión; en vano Abderramán intenta restablecer el
orden; cae del caballo atravesado de infinitas lanzas; estaba anocheciendo
y las tinieblas vienen a economizar alguna sangre mahometana. Los
árabes se retiran silenciosamente del campo del combate: al día siguiente
los cristianos hallan las tiendas desiertas, los árabes habían ido
en retirada hasta Narbona; el famoso Carlos, llamado después Martel,
que quiere decir martillo, pone cerco a Narbona, pero los ismaelitas
la defienden con valor, y le obligan a levantar el sitio con gran
pérdida.
La derrota de Poitiers, acaecida en 732, puso término al engrandecimiento
de los árabes en Occidente, y acaso les impidió hacerse los dominadores
de toda Europa, que tal había sido el pensamiento de muchos de sus
caudillos. Ella completó también el abatimiento de la casa real de
Clodoveo, y fue el principio y cimiento del imperio franco-germano
de Occidente, y la base sobre que Carlos Martel fundó la soberanía
de la Galia para los herederos de Pepino de Herestall.
CAPÍTULO III
PELAYO. —COVADONGA. — ALFONSO
|