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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA
 

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA.

HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA

 

CAPITULO IX.

DESTITUCIÓN DE GODOY Y PERSECUCIÓN CONTRA JOVELLANOS

 

 

Hemos visto a Godoy en la cumbre del poder y de la fortuna, y ahora vamos a ver a esta diosa redoblar en él sus favores, enlazándole nada menos que con la familia real y haciéndola esposo de doña María Teresa de Borbón y Vallabriga, hija mayor del infante D. Luis, si bien no produjo este enlace la realización de los designios que Carlos IV se había propuesto al proyectarlo. El solo recuerdo de himeneo tan singular exige una pequeña digresión y retroceso a los tiempos del reinado anterior.

El infante D. Luis , hijo menor de Felipe V, había sido destinado por su padre a la carrera eclesiástica, y obtuvo la administración de los arzobispados de Toledo y Sevilla, habiendo sido a los diez años de edad creado cardenal, con el título de Santa María de la Scala; pero conociendo el infante la falta de fuerzas en que se hallaba para desempeñar su ministerio con la pureza y santidad de costumbres, que el estado eclesiástico exige, creyó un deber de conciencia renunciar todas sus dignidades, como así lo hizo en 1754 , en cuya época contaba 27 años de edad. El príncipe sentía una vocación irresistible al matrimonio, pero Fernando VI no pensó en casarle, lo cual dio lugar a que D. Luis cometiese algunos desórdenes amorosos, no pudiendo satisfacer sus deseos de un modo legítimo. Créese generalmente que el no haber pensado Fernando VI en hacer contraer matrimonio a su hermano, tuvo en gran parte su causa en la influencia de la corte de Nápoles, cuyo rey (que después lo fue nuestro con el nombre de Carlos III) viendo próximo el día de su sucesión a la corona de España , estaba interesado en asegurarla para sus hijos de un modo más estable y seguro de lo que podía esperar si el infante se casara. Cuando Felipe V varió la sucesión a la corona en 1713, estableció por principio que todos los que hubieran de suceder en ella hubiesen de ser nacidos y educados en España, y como el hijo de Carlos, llamado inmediatamente a suceder, no reuniese ninguna de las dos circunstancias referidas, temió su padre que llegado el caso de abandonar el trono de Nápoles para ocupar el de Castilla, pudiera algún día la descendencia de D. Luis alegar la incapacidad legal del príncipe de Asturias para sucederle. Muerto Fernando VI, y habiéndole sucedido en efecto Carlos III, siguió este la misma conducta que aquel en lo perteneciente al matrimonio del infante. Este por su parte continuaba en sus desórdenes, y habiéndoselos reprendido el rey con alguna severidad, le manifestó D. Luis lo imposible que le era el remedio sino le casaban. Reprendido igualmente por su confesor, le dio una y otra vez por escrito la misma respuesta, visto lo cual fue indispensable de todo punto acceder a sus justas demandas. Carlos III consintió, pues, en el enlace de su hermano, pero con la condición indispensable de que la esposa que eligieron no hubiese de pertenecer a familia real. De esta manera los hijos que de su unión tuviese quedaban inhabilitados de suceder; y para que no pudiera caber ninguna duda sobre el particular, hizo Carlos III promulgar en 23 de marzo de 4 776 una pragmática sanción, en la cual se determinaba entre otras cosas que los infantes y grandes de España que casasen con personas inferiores en jerarquía, aun cuando fuese con aprobación del rey, no pudiesen comunicar a sus consortes sus honores, prerrogativas y títulos, ni suceder los hijos habidos en dichos matrimonios en las dignidades, honores, sustituciones o bienes emanados de la corona, ni usar las armas de la casa cuya sucesión les estaba inhibida. El infante D. Luis hubo de someterse a la voluntad de su hermano, el cual le amaba entrañablemente en medio del forzado rigor que sus designios políticos le hacían desplegar; y en 1776 casó con la ilustre señora aragonesa doña María Teresa de Vallabriga y Rozas, sobrina del marqués de S. Leonardo, hermano del duque de Veraguas y nieto del mariscal de Berwich, descendiente por consecuencia de la ilustre y desgraciada familia de los Estuardos. Esta señora reunía todas las circunstancias de virtud, instrucción y hermosura que podían pedirse para justificar la elección del infante. Verificado el enlace, quedó fijada fuera de la corte la residencia de los dos esposos, no viniendo el infante a Madrid sino en los días de besamanos o en otras ocasiones extraordinarias, y para eso sin que le acompañasen jamás ni su mujer ni sus hijos, a quienes estaba prohibido venir con él a la corte y a los sitios reales. Los hijos de este matrimonio fueron el infante D. Luis, creado después cardenal de Borbón, arzobispo de Toledo y administrador del arzobispado de Sevilla; otro infante que murió muy niño, y dos hijas que fueron doña María Teresa y doña María Luisa de Borbón. Al morir el infante en 1785, tuvo el consuelo de oír de los labios de Carlos III las seguridades mas explicitas en todo lo perteneciente á la educación y establecimiento de sus hijos, pero por lo que toca al punto principal de la política del rey, de considerar aquella familia como una rama desgajada del árbol regio, Carlos III continuó inflexible. Quedó, pues, encargado el gobierno de procurar a los hijos del infante difunto la educación mas conveniente a las miras del monarca. D. Luis quedó al cuidado del cardenal Lorenzana, arzobispo de Toledo, a quien sucedió después de su muerte. Las dos hijas fueron educadas de orden del rey en el convento de religiosas Bernardas llamado de San Clemente en la ciudad de Toledo, no siendo muy aventurado decir que acaso entraba en las miras de Carlos III inspirarles el deseo de quedarse en el claustro, preparándolas a tomar el velo, así como su hermano había abrazado la carrera eclesiástica. Las cosas empero se disponían de otra manera, como vamos a ver.

Carlos IV no estaba satisfecho con ver nombrado a Godoy príncipe de la Paz, duque de la Alcudia, señor del Soto de Roma y del estado de Albalá, grande de España de primera clase, regidor perpetuo de Madrid, Santiago, Cádiz, Málaga y Écija, Veinticuatro de Sevilla, caballero del Toisón de Oro, gran Cruz de Carlos III, de la orden de Cristo y de la religión de S. Juan, comendador de Valencia del Ven­toso, Rivera y Aceuchal en la de Santiago, consejero de Estado, primer secretario del Despacho, secretario de la Reina, superintendente general de Correos y Caminos, protector de la academia de Nobles Artes y de los gabinetes de Historia Natural, Jardín Botánico, Laboratorio Químico y Observatorio Astronómico, gentilhombre de cámara con ejercicio, capitán general de los reales ejércitos, inspector y sargento mayor de Guardias de Corps, etc. etc.; Carlos IV, decimos, no creía bastantes tantas dignidades, honras y títulos para distinguir y ensalzar a su favorito: era necesario que este se enlazase también con su propia familia para acabar de identificarse los dos por los lazos del parentesco. Pero como no le hubiera sido posible al monarca unir a Godoy con ninguna de las princesas de su familia propiamente tales, sin excitar el escándalo y la reprobación general, no parece sino que vino de molde, como decirse suele, la circunstancia de existir como fuera de la órbita regia una parte de esa misma familia. Acorde Carlos IV, como no podía menos de estarlo, con las miras políticas de su padre, había permanecido igualmente adherido al principio de exclusión proclamada en la pragmática de 1796; pero en lo demás se mostró menos rígido desde el momento en que proyectó la unión de su favorito con la hija mayor del infante. Se verificó, pues, el enlace de esta con D. Manuel Godoy, en 1797, quedando su esposa autorizada por Carlos IV, lo mismo que su hermana y el cardenal D. Luis, para llevar el apellido y las armas de su padre, siendo igualmente declarados grandes de España todos tres, transmisible perpetuamente esta dignidad a la descendencia de las dos hermanas. (La hermana menor casó con el duque de San Fernando).

Este enlace ordenado por Carlos IV, según el príncipe de la Paz , con el designio de colocarle en una altura donde al parecer no debían alcanzarle ya los tiros de la animadversión y de la envidia, produjo un efecto diametralmente opuesto, redoblándose en todas partes el odio con que se miraba una privanza tan asombrosa y tan poco justificada, y que excedía a todas las que refiere nuestra historia, tan fecunda por cierto en validos. Las costumbres del príncipe de la Paz no eran las más morigeradas entonces, y se llegó a creer que para contraer su enlace había tenido que romper otros vínculos, especie de que se apoderó el tribunal de la inquisición, acusando a Godoy de herejía y bigamia, si bien se estrelló la acusación en la omnipotencia del favorito, y en la misma injusticia e inverosimilitud del segundo de los dos supuestos. Nosotros al menos no estamos dispuestos a creer la existencia de ese doble enlace de que tanto entonces se habló; pero el tiempo ha venido a demostrar la certeza de las voces que se propalaron acerca de las rela­ciones ilegítimas de Godoy con la persona que dio motivo a una suposición tan odiosa. Bastaba esto para producir escándalo en una nación tan timorata como la nuestra en aquellos días, y más existiendo ya anteriormente el que forzosamente debían producir las relaciones de Godoy con María Luisa.

El casamiento de Godoy con la prima de su rey produjo además en los ánimos la general creencia de que lo que aquel buscaba en su unión, y María Luisa con él, era el medio ni más ni menos de preparar la opinión a verle en altura mayor todavía, especie alarmante que los enemigos del príncipe de la Paz explotaron en su contra más de una vez, y que por más absurda que fuese en un principio, la consideración de la rapidez con que Godoy había conseguido elevarse al puesto en que se hallaba, la hacían más creíble de lo que convenía en tan turbados tiempos: y si bien es verdad que el enlace del favorito con la familia de su soberano había sido efecto del deseo o mas bien del mandato de este, no por eso dejó de creerse como debido a la desmesurada ambición del privado y a los designios y miras de la reina. Todo esto, unido al disgusto con que fue recibida por las personas sensatas la funesta alianza de S. Ildefonso, al mal talante que presentaban los primeros sucesos de la guerra con los ingleses, a los apuros del erario y al desgobierno que reinaba, acabó de convertir a Godoy en objeto del odio público, no fallando quien le hiciese temer una caída espantosa si no trataba de buscar a todo trance los medios y los hombres mas a propósito para calmar el descontento general. Ya desde 1795 se había observado algún chispazo de conspiración contra el valido. El brigadier de marina D. Alejandro Malespina y el padre Gil, de clérigos menores, se habían coaligado en dicho año con la marquesa de Matallana y con otras personas cuyos nombres no tenemos presentes, para derribarle del poder; y si bien pudo libertarse de aquella tormenta haciendo prender y procesar a los dos principales conjurados, siendo el resultado quedar destituido el primero de sus empleos y honores y condenado a diez años de encierro, cuya última pena se hizo también ostensiva al segundo; si bien, decimos, no tuvo efecto aquella conjuración cuyos detalles no han llegado a nuestra noticia, no por eso dejaba de ser dicha intriga un hecho alarmante para la tranquilidad del privado. Vióse, pues, precisado Godoy a adoptar el consejo que le dieron de rodearse de personas que pudiesen restablecerle en su opinión herida de muerte, haciéndolas partícipes del poder y dando así esperanzas mas lisonjeras a la nación. De aquí el nombramiento de D. Francisco Saavedra para el ministerio de Hacienda, y de D. Gaspar Melchor de Jovellanos para el de Gracia y Justicia. El solo nombre de este último y eminente español es una razón mas que suficiente para detenernos en él.

D. Gaspar Melchor de Jovellanos era natural de Gijón, en cuya villa nació por el año de 1744. Fue su padre D. Francisco Gregorio Jovellanos y Carreño , regidor y alférez mayor de la villa y concejo de Gijón, caballero ilustre en el principado de Asturias y de gran talento a instrucción en las humanidades y bellas letras; y su madre doña Francisca Apolinaria Jove Ramírez, hija del marqués de S. Esteban del Puerto, señora demérito sobresaliente en virtud y hermosura. Tuvo cuatro hermanos y cuatro hermanas, habiendo sido educados todos con esmerada solicitud y diligencia. Acorde D. Gaspar con los deseos de sus padres, que le destinaban a la carrera eclesiástica, pasó a Oviedo con objeto de continuar sus estudios de filosofía en aquella universidad, en la cual dio relevantes muestras de sus sobresalientes talentos. Ordenado de primera tonsura a los 43 años de edad, obtuvo un beneficio simple, cuyos emolumentos le proporcionaron los medios de continuar su carrera, hasta recibir los grados de bachiller y licenciado en cánones, como así lo verificó en la ciudad de Ávila, pasando después á la universidad de Alcalá de Henares, donde obtuvo una beca en el colegio mayor de S. Ildefonso, beca que le fue proporcionada por su protector que mucho le amaba, D. Bernardo Velarde y Cienfuegos. Allí continuó Jovellanos su brillante carrera; y habiendo sido nombrado colegial mayor en 1764, resolvió después a finales de 1766 salir del colegio para hacer oposición a la canonjía doctoral de la iglesia de Tuy. Detúvose con este objeto en Madrid a recoger las cartas de recomendación que consideró necesarias; y estando ya para partir a Galicia, le disuadieron de abrazar el estado eclesiástico sus primos los marqueses de Casa-Tremañes, juntamente con algunos de sus amigos de colegio, y especialmente D. Juan Arias de Saavedra, los cuales le consideraron mas á propósito para la carrera de la toga, en atención a su talento, instrucción, prendas personales y otras circunstancias que indicaban la utilidad que de abrazar otra carrera podría sacar Jovellanos en bien de la nación y de su propia persona. Interrumpió, pues, su marcha a Galicia, y decidido abrazar la carrera de la magistratura, fue nombrado en 34 de octubre de 4767 alcalde de la Cuadra de la real audiencia de Sevilla. Distinguióse en el desempeño de tan honorí­fico encargo, tanto en la sala del crimen como en la civil a que ascendió después, dedicando el tiempo que le dejaban vacante sus tareas al continuo estudio de las ciencias políticas y económicas y de la literatura. Más tarde pasó a ser oidor en el mismo tribunal, y después en 4778 fue nombrado alcalde de casa y corte. Llegado a Madrid , fue visitado por las personas más notables de la corte, y considerado en ella como uno de los hombres más ilustres del país. Entre los que más se esmeraron en obsequiarle se distinguía el sabio fiscal del consejo D. Pedro Rodríguez Campomanes, por cuyo medio entró en relación con los hombres más instruidos de la época, y entre ellos con el fundador del banco de San Fernando D. Francisco Cabarrús, cuya amistad conservó constantemente. La sociedad patriótica de Madrid le nombró su individuo de mérito; la de la historia le dio cabida también como individuo supernumerario, y la de lengua en fin y la de nobles artes de San Fernando le abrieron igualmente sus puertas. En 1780 obtuvo la plaza de consejero de órdenes, nombramiento que le causó el mayor placer por verse libre de la carga de alcalde de corte cuyo desempeño miraba con tedio. En esta plaza dio cima con el mayor tino y solicitud a varias y honrosas comisiones que se le confiaron, contándose entre ellas algunas en su país, en las cuales tuvo ocasión de desplegar la gran filantropía, beneficencia y patriotismo de que se hallaba animado. En 1783 fue nombrado individuo de la junta de comercio. Muerto Carlos III, cambió algún tanto la favorable suerte que hasta entonces había tenido. Enlazado como hemos dicho con relaciones de amistad con el conde de Cabarrús, le alcanzó una parte de las persecuciones suscitadas a este con motivo del Banco, y Jovellanos salió en consecuencia políticamente desterrado de la corte, bajo el pretexto de visitar y arreglar los colegios mayores de Salamanca.

Dícese que la causa fundamental de este destierro fue la ligereza, imprudencia, o como se quiera llamar, con que en la severidad de costumbres que le distinguía dejó caer confidencialmente entre sus amigos algunas palabras que acusaban la liviana conducta de la Reina, palabras que, habiendo llegado a oídos de ésta, la convirtieron desde entonces en mortal enemiga suya, clave y dato importante con los cuales se acaba de explicar la inhumana persecución de que más adelante fue victima este hombre eminente, y que constituirá siempre un borrón y una mengua en el reinado de Carlos IV.

Jovellanos pasó de Salamanca a Madrid, por haber llegado a su noticia el arresto de su amigo el conde de Cabarrús, a quien deseaba salvar, habiendo impetrado licencia del Rey para trasladarse a la corte, dando por causal de su viaje la necesidad en que se hallaba de enterar personal y reservadamente al consejo de órdenes del estado en que dejaba las comisiones que le habían llevado a Salamanca. Le concedió el Rey la licencia que con este motivo pedía, y Jovellanos se puso en camino para Madrid en 20 de agosto de 1790, habiendo sido vanos los esfuerzos que para retraerle de su generoso propósito de socorrer al conde le hizo su amigo D. Juan Agustín Ceán Bermúdez, que le salió al encuentro con objeto de detenerle. Cean le manifestó los verdaderos motivos de la prisión del conde, reducidos todos a resentimientos personales de la Reina, por las expresiones que tanto a él como al mismo Jovellanos se atribuían, siendo los negocios del Banco un mero pretexto para disfrazar la verdadera causa de la persecución. Jovellanos, cuya grandeza de alma no podía quedar desmentida a vista del peligro, continuó su marcha entrando denodado en Madrid en alas de su lealtad y de la magna­nimidad de sus sentimientos. A las pocas horas de haberse apeado en su casa, recibió una orden del ministerio de Gracia y Justicia, en que se le mandaba a nombre del Rey restituirse a Salamanca inmediatamente, fundándose un mandato tan desabrido y tan seco en el supuesto de haber venido a la corte sin real permiso. Jovellanos manifestó en contestación dada sobre la marcha, hallarse pronto a partir a Asturias, según anteriormente se le había prevenido; pero expuso igualmente la circunstancia de haber venido a Madrid con el permiso correspondiente, no debiendo de ser pequeña la sorpresa de la Reina y del ministro de Hacienda conde de Lerena (coligado con ella contra él), al ver que realmente era así. Erales don Gaspar sin embargo, demasiado odioso en la corte, y no era posible que dejasen de poner todo su empeño en sacarle de allí sin dilación. Dirigiósele, pues, al siguiente día nueva real orden para que, evacuado sin dilación el informe reservado que tenia que dar al consejo de las órdenes, se trasladase a Asturias inmediatamente para desempeñar la comisión que en aquel principado tenía. Hubo de obedecer Jovellanos a tan áspera disposición, habiendo sido vanas en los tres solos días que permaneció en Madrid cuantas diligencias hizo para avistarse con su amigo, el cual permanecía incomunicado en el cuartel de la calle del Prado, de donde después fue trasladado al castillo de Batres. Salió, pues, D. Gaspar de Madrid el 28 de agosto de 1790, y pasando a Asturias, fijó su residencia allí por espacio de siete años continuos, habiendo sido esta la época en que se dedicó de lleno a la felicidad de su país natal visitando las minas de carbón de piedra, fomentando su elaboración, trazando caminos, instruyendo a sus paisanos, y creando entre otros establecimientos de instrucción y beneficencia, el célebre Instituto Asturiano, destinado al fomento de las ciencias naturales y exactas, y al de la geografía, historia, gramática , retórica, dialéctica y poesía.

Entonces fue cuando en medio de la proscripción que le perseguía, acabó de darse á conocer este grande hombre. Ya antes había dado brillantes pruebas de sí en el cultivo de las bellas letras y en una buena porción de escritos económicos, sobresaliendo en el primer sentido su Delincuente honrado, varias de sus poesías sueltas, y no pocos discursos de notable mérito; y en el segundo aquel célebre y luminoso informe sobre la ley agraria que tanta nombradla le dio; pero faltaba coronar estas eminentes prendas científicas y literarias con el completo desarrollo de las demás que le adornaban y ennoblecían como hombre filantrópico y como gran patricio. Su residencia en Asturias le proporcionó larga y cumplida ocasión de hacer contrastar el desdén que merecía a la corte con aquel espíritu de ilustración y beneficencia que tan notablemente llenaba su alma. Al establecimiento del Instituto que le debía el ser, y que tantos beneficios auguraba al país, deben añadirse otros mil servicios incansablemente prestados con motivo del desempeño de varias y frecuentes comisiones que le encarga­ron tanto el gobierno como el consejo de órdenes y otros tribunales, recorriendo las provincias de León, Astorga, Zamora, Salamanca, Valladolid, Palencia, Burgos, Rioja, Santander, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa. De todo lo que halló en estos viajes, relativo a los reinos animal, vegetal y mineral, a la población de las ciudades, villas y lugares, al cultivo de las tierras, al curso y riego de los ríos, al comercio, industria y fábricas, a los usos y costumbres de los naturales, a la dirección  conservación o abandono de los caminos, y al estado y forma de los monumentos antiguos, puentes, templos, otros edificios públicos y demás ramos de las bellas artes, escribió exactas descripciones en sus preciosos diarios, como dice el Sr. Ceán Bermúdez en sus Memorias, habiéndose dedicado igualmente a examinar y copiar una multitud de documentos pertenecientes a los archivos de las cate­drales, monasterios y ayuntamientos que visitó en estos viajes. Así Jovellanos parecía un genio civilizador y benéfico que cuanto veía o tocaba, otro tanto ponía a tributo para la cultura, para la gloria o para el bien material del país. Su retrato se halla admirablemente bosquejado en las siguientes palabras del Sr. Qui­tana: «El pertenecía, dice, a la elocuencia por sus bellos elogios; a la historia por su discurso sobre los espectáculos, y por mil investigaciones históricas sobre nuestras antigüedades; a las nobles artes por su pasión, por su gusto exquisito en ellas y por la protección que las daba; a la economía por su admirable ley Agraria; a la elíptica por sus elocuentes Memorias; a las ciencias por el Instituto que fundó; a la filosofía por el grande espíritu que animó todos sus trabajos; a la virtud por los ejemplos de dignidad, de justicia , de entereza y de amor a su patria y a los hombres, que toda su vida dio con el anhelo más vivo y con la constancia más noble. Era, por cierto, un espectáculo tan bello y grato como raro y singular ver la afluencia de todos los estudios, de todos los talentos a aquella casa que parece el asilo y el templo de las musas. El artista, del mismo modo que el orador, el historiador y el poeta, el jurisconsulto y el economista, el hombre de letras consumado, y el alumno que apenas empezaba; todos eran entendidos y contestados en su lengua y en su ramo: los unos recibían avisos, los otros lecciones, otros fomento, algunos auxilio, y todos placer y honor. El respeto y el amor que se conciliaba con este atractivo general era consiguiente al bien que las letras y las artes y los que las cultivaban recibían de esta conducta grande y generosa. Todos le amaban , todos le veneraban , y una mirada de aprobación, una sonrisa de Jovino era la recompensa más grata que entonces podían recibir la aplicación y el ingenio.»

Vivía Jovellanos feliz en su simulado destierro, y Asturias debe agradecer a su proscripción una multitud de beneficios que sin ella no hubiera tenido ocasión de experimentar. Sentía D. Gaspar sin embargo que la opinión de las gentes le tuviese por desterrado, siendo así que en nada había dado motivo para ello, ni su conciencia le acusaba de la falta más pequeña. Al salir de Madrid en 1790 había manifestado al ministro que tan duramente le impone la orden de partir, el sentimiento que le causaba un proceder tan severo como poco merecido, pidiéndole hiciese presente al rey su inmediata partida, para que aquel testimonio de su celo añadido a los muchos que tenia dados en 23 años de servicios le restituyesen la real confianza, único premio a que aspiraba. El gobierno guardó silencio con él hasta noviembre de 1794, en cuyo tiempo recibió Jovellanos por el ministerio de Marina una real orden en que refiriéndose S. M. al Instituto Asturiano, manifestaba a su fundador que quedaba completamente satisfecho de su celo, y le estimulaba a que continuase en aquella residencia perfeccionando el establecimiento, mérito que se tendría presente con los que anteriormente había contraído, a cuyo efecto se pasaba oficio al ministerio de Gracia y Justicia para que allí tuviese la debida recompensa. El ministro que tan satisfactoriamente le hablaba era D. Antonio Valdés, y Jovellanos agradeció el consuelo que con tales palabras le daba, consuelo tanto mas de estimar cuanto en la prevención que contra él reinaba en la corte, era natural que hubieran tenido que vencerse no pequeños obstáculos para alcanzarle una comunicación tan satisfactoria. D. Gaspar, sin embargo, si bien se hallaba contentísimo con ver aprobada la fundación de aquel Instituto querido, objeto de toda su predilección, hubiera deseado además alguna distinción o gracia pública que acreditase la aceptación que pudiesen haber merecido sus servicios ; pero no habiéndola pedido, dijo, no puedo quejarme. Pocos días después recibió los honores y antigüedad del consejo de Castilla, según le participó su amigo D. Eugenio Llaguno, ministro de Gracia y Justicia, con fecha 2o del propio mes. Esto, como dice el escritor a quien nos referimos en estas noticias, sorprendió á Jovellanos, y le incomodó sobremanera. ¡Brava cosa! decía. Avergonvaríame de haberla pretendido. ¿No pude haber tenido plaza en aquel consejo hace diez años? Dicen que en atención a los importantes servicios hechos aquí. Esto vale más que ellas pero más que una recompensa tan vulgar valía mi honrada y noble desgracia. ¡Qué dicha para mí haber moderado mi ánimo para no depender de tales miserias! Y en 2 de diciembre respondió al Sr. Llaguno lo siguiente : Amigo y señor: doy a vd. muy finas y cordiales gracias: no por la pobre y vulgar distinción de los honores, sino por la fineza conque aprovechó la ocasión de obtenerlos, y dispuso en mi favor el ánimo del rey. Esto solo basta para hacerlos apreciables, y para cautivar la amistosa gratitud conque se repite de vd. etc.

¿Habrá, continúa el mencionado biógrafo, quien gradúe de orgullosa esta respuesta? Solamente una alma servil la reputará por tal. Si el orgullo es un vicio detestable, se eleva al grado de virtud cuando le dicta el honor, y entonces es digno de un héroe que desprecia lo que otros ambiciosos apañan.

Dos años después de esta gracia, y seis de estar don Gaspar en Gijón, sus amigos de Madrid, y especialmente D. Juan Arias de Saavedra, en cuyas manos y dirección había puesto desde un principio sus intereses y su propia voluntad, no pudiendo tolerar tan larga ausencia, suspiraban por su vuelta a la corte, y a fin de conseguirla, no dejaban piedra por mover. Mas él tranquilo en su retiro decía : «Según Arias, es tiempo de pensar en volver a Madrid. No lo deseo: lo repugno. Concibo que allí no gozaré de la mas pequeña parte de felicidad que aquí gusto. No negaré, que deseo alguna pública señal del aprecio del gobierno, para ganar en aquella especie de sanción que necesita el mérito de la opinión de algunos necios. Veo que esto es sugestión del amor propio, y que la posteridad no me juzgará por mis títulos, sino por mis obras. Mi conducta ha sido pura, honesta y sin mancha, y espero que tal sea reputada. Si es así, este testimonio me debe consolar de cualquiera desaire de la fortuna. Sino, debo contentarme con el testimonio de mi conciencia, que solo me acusa de aquellas flaquezas, que son tan propias de la condición humana. Resuelvo en mi ánimo una obrita sobre la instrucción pública, para la cual tengo hechos algunos apuntamientos y observaciones. He meditado mucho sobre esta importante materia, y pienso empezar a escribir este año, si la salud y el tiempo lo permitieren. Pero si volviese a Madrid, debo renunciar a ella. Allí no habrá gusto ni vagar, y cuando ningún encargo extraordinario lo estorbase, los ordinarios del consejo de Ordenes y junta de Comercio, los que no podría evitar de academias y juntas ¿cuánto no estorbarían? Todo bien combinado, ¿no debo concluir, que continuando aquí puedo ser más útil al público que allá? Y siendo así, ¿no es mi primera obligación prolongar cuanto pueda esta residencia? Así lo haré sin importunar a nadie; aunque tampoco puedo atar las manos a mi buen amigo Aria , porque desde el principio me resigné en las suyas. Favor, influjo, amistad, opinión, si algo tuviese, quiero consagrarlo todo al bien de este nuevo establecimiento que está a mi cargo, a la mejora de esta provincia en que nací y cuento morir, y al consuelo de los infelices y de los hombres de bien.»

Hemos creído no deber omitir unos pormenores que tanto conducen a formar idea de la pundonorosa y elevada alma de Jovellanos, hombre más grande todavía en virtudes que en talentos, con ser estos bastantes para dejar cumplidamente satisfecho el orgullo español. Pero mientras aquel austero y filósofo magistrado hacia consistir toda su felicidad en su retiro y en su alejamiento de la corte, el cielo disponía las cosas de un modo bien contrario a sus esperanzas y deseos. En 16 de julio de 1797 le dirigió un oficio el príncipe de la Paz, en el cual le pedía un informe sobre varios puntos de instrucción y economía pública, oficio que sorprendió notablemente a Jovellanos, no sabiendo a qué atribuir la elección que de él hacia Godoy para confiarle un cargo que debía suponerle capacidad en el sujeto elegido. Supo después que por una de aquellas alternativas de favor y desgracia tan comunes en las cortes de los reyes, había recobrado su amigo el conde de Cabarrús la favorable posición que antes tenía, habiendo llegado a ejercer un ascendiente notable en el ánimo del príncipe de la Paz. Era este entonces, según hemos dicho, objeto de la animadversión general, y los esfuerzos de Carlos IV para colocarle en una altura donde no pudieran alcanzarle los tiros, como hemos dicho también, habían sido de todo punto infructuosos. Vióse, pues, el príncipe de la Paz en la necesidad de tender los ojos a personas cuya reputación y nombradla pudiesen ayudarle a rehabilitar su opinión, dándoles parte en la dirección de los negocios públicos. Cabarrús, autor del consejo, le designó también las personas que podían en su concepto hacer el bien del país y llenar completamente el voto público, y de aquí el nombramiento de Saavedra y Jovellanos para los ministerios de Hacienda y Gracia y Justicia, según queda referido. La elección de Jovellanos no se verificó, sin embargo, sin haberse tenido que vencer los inconvenientes que naturalmente debían resultar del tedio con que le miraba la reina, quien, sabida la elección que Godoy acababa de hacer, se opuso tenazmente a la realización de un paso que tan enojoso le era. El príncipe de la Paz, que, si hemos de dar crédito a lo que la tradición nos dice, en tanto trataba de complacer a la autora de su elevación en cuanto su complacencia pudiera conciliarse con su seguridad en tan alto puesto, manifestó un empeño formal en lo tocante a un nombramiento que tan útil le podía ser; pero como quiera que la reina ejerciese sobre el ánimo de Carlos IV un ascendiente que por sabido parece escusado encarecer, pudo entonces más que el favorito, y hubo este de perder el pleito, aunque por pocos días. María Luisa, que nada deseaba tanto como tener a Jovellanos lo más lejos de su presencia que le fuese posible, hizo que se le nombrase embajador de Rusia en octubre de 1797. Hallábase Jovellanos a la sazón evacuando el informe que el príncipe de la Paz le había pedido, y en nada pensaba menos que en lo que pasaba en la corte, cuando oye que acaban de llegar de Oviedo su sobrino D. Baltasar de Cienfuegos y el oficial Linares, los cuales le dan, abrazándole, la enhorabuena por su nombramiento de embajador. Jovellanos no sabe lo que le pasa y recibe la noticia como si fuera un pistoletazo, según la expresión de Ceán. Llega después un propio, enviado por el administrador de correos de Oviedo, y le presenta el nombramiento. Cuanto más lo piensa, dice el biógrafo citado, más crece su desolación. Por un lado se le representa lo que deja, por otro el destino a que va. La consideración de su pobreza, de su inexperiencia en negocios políticos y de su hábito en una vida dulce y tranquila le destroza el corazón, y pasa una noche cruel.

Aquí comenzaron, según observa el mismo autor, las desgracias de Jovellanos; pues aunque algunos las cuentan desde que salió honestamente desterrado de Gijón en 1790, juzgándole infeliz, nunca fue más dichoso, ni vivió más contento que en aquella residencia. La villa de Gijón, adonde llegó para disponerse á su viaje, le preparó juntamente con su comercio regocijos y fiestas, habiendo salido a recibirle los diputados de la villa, del clero y del comercio, y todos los caballeros sus amigos, con salvas de artillería, cohetes y vivas. Todo es enhorabuenas en los primeros días de su llegada a aquella población: varias diputaciones vienen a cumplimentarle, entre otras una del claustro de la universidad de Oviedo, que le presenta la borla de doctor. El obsequiado se llena de tristeza con la consideración de tener que dejar un pueblo que tanto le ama; y decidido a pedir al gobierno otra colocación mas análoga a sus conocimientos y más tranquila sobre todo, le hace desistir su hermano de semejante propósito, y le obliga a obedecer y a dar gracias. Jovellanos, que al partir de Gijón dejaba en aquel pueblo su alma y su vida, como que allí quedaba su idolatrado Instituto, no quiso emprender su marcha sin colocar antes la primera piedra de aquel establecimiento. Verificóse así en medio de una fiesta solemne el día 12 de noviembre de 1797, y cuando su ilustre fundador se preparaba a la partida, llega al día siguiente la inesperada noticia de su nombramiento para el ministerio de Gracia y justicia. Godoy había conseguido vencer la repugnancia de María Luisa, y la embajada a Rusia se había desvanecido. Nueva sorpresa para Jovellanos y nueva alegría en el pueblo, que repite sus iluminaciones y salvas, reproduciéndose igualmente las felicitaciones de los diputados, los obsequios particulares y las visitas. Jovellanos arranca de Gijón el día 45 a las cuatro de la mañana, no sin verter abundantes lágrimas, llegando a los seis días al puerto de Guadarrama, donde se abrazó con su amigo el conde de Cabarrús, que había abandonado Madrid para salirle al encuentro. Refirióle el conde lo que había pasado con motivo de sus dos nombramientos de embajador y ministro, reducido todo a lo que ya hemos dicho acerca del consejo dado a Godoy por el mismo Cabarrús de buscar prontamente dos sujetos que le dirigiesen y ayudasen a restablecer su opinión y la confianza del reino, proponiéndole para ello a Jovellanos y a Saavedra, con todo lo demás de haber desechado la reina al primero, de lo que resultó destinarle a Rusia, visto lo cual volvió a insistir Cabarrús en su primera propuesta, intimidando de nuevo al príncipe de la Paz con la perspectiva de su ruina inevitable y siendo el resultado final el nombramiento aquel hubo de condescender la reina por no descontentar a Manuel. D. Gaspar, dice Ceán, se estremece con esta relación. Determina volverse desde allí a Asturias sin entrar en la corte. Cabarrús se sorprende con tan extraña resolución. Le expone las fatales consecuencias. Ninguna teme; todo lo desprecia; y el conde lo arrastra a la mañana siguiente al Escorial a consumar el sacrificio. Carlos IV recibió a Jovellanos con marcadas muestras de afabilidad; y el príncipe de la Paz por su parte le convidó a comer obsequioso. Jovellanos en aquel banquete experimento la mortificación que es de inferir de las siguientes palabras que Ceán le atribuye: «Todo amenaza, dice, una ruina próxima que nos envuelve a todos. Crece mi confusión y aflicción de espíritu. El príncipe (de la Paz) nos llama a comer a su casa: vamos mal vestidos. A su lado derecho la princesa: al izquierdo en el costado la Pepita Tudó... Este espectáculo acaba mi desconcierto, mi alma no puede sufrirle. Ni comí, ni hablé, ni pudo sosegar mi espíritu. »«Huyó de allí, continúa el biógrafo, y estuvo en casa toda la tarde inquieto y abatido, queriendo hacer algo , y perdiendo el tiempo. Por la noche pasó a la secretaria de Estado , donde tuvo una conversación acalorada sobre su repugnancia con Cabarrús, y después con el Sr. Saavedra. Se fue a su cuarto y paso la noche sin dormir, en el colmo del abatimiento.»

Muchos disgustos tenia que experimentar naturalmente en la corte de Carlos IV quien tan pundonoroso se mostraba y tan vidrioso era en materia de decoro público y privado. Estas palabras que acaban de retratar el modo de pensar y de ver del nuevo ministro, unidas a los antecedentes que sobre la severidad de sus costumbres y sobre su miedo excesivo y casi pueril a los negocios públicos tenemos expuestos, muestran bien lo poco á propósito que era Jovellanos para el desempeño de un cargo que exigía un espíritu más determinado y más resuelto que el suyo, juntamente con cierta flexibilidad de genio a que su alma no podía prestarse, y que es sin embargo esencial para sobresalir en sentido político. Jovellanos en nues­tro concepto no había nacido para hombre público, y todo lo que fuese sacarle de sus libros y de la soledad de su gabinete, era ponerle en una situación violenta y contraria a su modo de ser y existir. Grande sobre toda ponderación por los elevados sentimientos de su alma, y grande por su inmensa capacidad y por la universalidad de conocimientos que poseía, hubiera podido ser un excelente ministro, a no necesitarse para ello cierta táctica particular para conducirse con los hombres y hasta para contemporizar con el vicio, cuando no se puede obrar el bien de otro modo; pero Jovellanos hubiera creído contaminarse con la maldad en el mero hecho de separarse una línea de la inflexible severidad que le caracterizaba, y esta prenda tan propia de un magistrado virtuoso y que siempre aspira a la rectitud, no puede bastar por sí sola para salir sin avería del torbellino de la corte, cuyo nombre indica bastante, que lo que menos hay que esperar en ella es cos­tumbres severas y puras, u hombres de virtud espartana. Y como la corte de Car­los IV tuviera ocasión y menos modelos que otras para aspirar á la calificación de pura, dicho se está lo que podía esperarse de la falsa posición en que Jovellanos y aun el mismo Saavedra se hallaban, atendido su carácter y la índole particular de su genio.

Carlos IV recibió a Jovellanos con marcadas muestras de aprecio, según hemos dicho, siendo muy natural tan buena acogida, porque su alma era buena también, y los hombres virtuosos tienen que simpatizar entre sí, mientras no se interponga una mano o sobrevenga cualquiera otra circunstancia fatal que los fascine y desuna. Iguales muestras de agrado, aunque aparente, mereció también María Luisa, reina harto hábil para fingir lo que no sentía en el fondo de su corazón, y para transigir con el tiempo mientras no se pudiese pasar por otro camino. El príncipe de la Paz, cuyo fondo era naturalmente bueno, y cuyos extravíos fueron consecuencia irremediable de su rápida elevación y del desvanecimiento de su cabeza al verse improvisado en una altura tan poco justificada por su capacidad y merecimientos, manifestó igualmente un contento singular, y que nosotros creemos sincero en los primeros días, al ver a su lado a Jovellanos; pero la suerte de este se hallaba decidida, y bastaba considerar un momento la diversa índole de ambas almas para augurar desde luego lo poco que podría sostenerse su buena inteligencia y lo corta que debía ser la duración del ministerio combinado por Cabarrús.

La multitud de gentes que acudían a felicitar á Jovellanos por su exaltación al poder, las diputaciones de las sociedades, academias y otros cuerpos que le cumplimentaban con el mismo motivo y las fiestas y regocijos públicos con que se le rendía tributo, en la sociedad y universidad de Oviedo, en los colegios mayores de Salamanca y Valladolid, en el de San Ildefonso de Alcalá y en otras partes comenzaron a degustar a Godoy, que en la elevada posición en que se hallaba necesitaba del incienso como de un elemento de vida: de manera que este hombre, invulnerable a los tiros de la envidia por su elevación sobre los demás hombres, fue en aquella ocasión el juguete de ella, como observa oportunamente Ceán. Con semejante disposición de ánimo, el más insignificante incidente bastaba a hacerle odiosa la compañía de un hombre como Jovellanos, incidente que no tardó en realizarse. Tratando el valido con el nuevo ministro de los asuntos de gobierno, le dijo entre otras cosas que era necesario despojar de su mitra a cierto obispo de América, contra el cual se hallaba muy irritado, porque no daba pronto cumplimiento a las órdenes que le enviaba y por otros motivos, de que Ceán , a quien debemos esta noticia, no hace mención. Jovellanos le respondió que todo se remediaría (como en efecto lo remedió mas adelante) sin el escándalo que años anteriores se causó en Valencia con poca meditación y madurez, y sin que fuera necesaria la deposición, para la cual debían preceder gravísimos motivos comprobados y decididos por otra autoridad. Esta respuesta le incomodó mucho, si bien reprimió su resentimiento por entonces, viéndose frustrados desde un principio los buenos deseos del con­de de Cabarrús al asociarle dos hombres cuyo modo de ver y de obrar tenia que estar precisamente en desacuerdo con el de su jefe. Jovellanos y Saavedra conocieron desde los primeros días la imposibilidad en que se hallaban de hacer el bien del país, mientras Godoy continuase interviniendo en los negocios. Ni uno ni otro se habían tratado antes de su concolegato en el ministerio; pero desde el momento en que su cargo les hizo avistarse y conocerse mutuamente, se estableció entre los dos una amistad verdadera que se hizo mas estrecha de día en día, a medida que se iban conociendo más. Constituidos en el deber de consultar todos los medios posibles de hacer la felicidad de los gobernados, conocieron bien pronto que la primera diligencia que para ello deben hacer consiste en informar a S. M. con ingenuidad y franqueza acerca del verdadero estado de las cosas, pues no conociéndose la dolencia no es fácil aplicar el remedio. El monarca escuchaba con gusto las observaciones que los nuevos ministros le hacían; y la confianza que en ellos comenzaba a depositar hacia progresos cada vez mayores en su corazón, naturalmente propenso al bien y deseoso de la felicidad de sus pueblos. Entusiasmado con las observaciones de Jovellanos y Saavedra, corría a contar a la reina cuanto sus ministros le hablaban, y la reina lo apoyaba y celebraba todo, disimulando el disgusto que en el fondo de su corazón debía naturalmente sentir, conociendo que el resultado final de las conferencias que el bueno de su esposo ponía en su noticia, tenia que ser inevitablemente la ruina de su favorito. La penetración de la reina era demasiada para que pudiera desconocer el peligro, y trató de evitarlo a todo trance. Vanos hubieran sido sin embargo su esfuerzo y diligencia, a tener Saavedra y Jovellanos mas resolución, o menos honradez si se quiere para dar completa cima a la atrevida empresa que concibieron. Uno y otro proyectaron el medio de lanzar á Godoy del poder, y uno y otro desgraciaron su proyecto por la misma hidalguía de sentimientos que tan altamente los distinguía. El ánimo de Carlos IV comenzaba a manifestarse marcadamente desfavorable al príncipe de la Paz, y este se vio en precisión de resignarse por aquellos días a su mala estrella, haciendo dimisión de la secretaria de Estado y de la sargentía mayor de Guardias de Corps. Saavedra y Jovellanos pudieron aprovechar de un modo mas áspero aquel intervalo de disfavor con que el rey comenzaba a mirar al valido; pero habían debido su elevación al hombre mismo a quien trataban de derribar, y la gratitud les hizo contentarse con separarle de los negocios, sin echar mano del decreto de proscripción que, según opinión común, estuvo en manos de Saavedra, extendido por el propio puño de Carlos IV. Satisfechos con verle fuera de la secretaría del Despacho, creyeron que esta sola medida bastaba a conciliar el bien del país con lo que a sí mismos se debían como hombres agradecidos; pero su virtud les hizo olvidar que si Carlos IV había conseguido empezar a desimpre­sionarse de la ilusión con que hasta entonces había mirado al valido, el menor incidente podía influir después en hacerle recobrar su gracia, no solo por la difi­cultad que hay en acostumbrar el corazón a otros sentimientos de los que por mucho tiempo le han hecho latir, sino porque teniendo Godoy al lado del monarca una valedora tan hábil y que tanto ascendiente ejercía sobre su esposo como María Luisa, nada era mas fácil que reconquistar Godoy su influencia en la primera ocasión que se presentase.

El príncipe de la Paz no habla nada de Saavedra ni de Jovellanos como autores o promotores de su momentánea caída; y lejos de presentar su dimisión del ministerio como efecto del disfavor real, la pinta como debida a su sola voluntad de retirarse, vistas las intrigas que sus enemigos ponían en juego para desacreditarle con el monarca. Carlos IV, según él, se había negado tenazmente a alejarle de los negocios a pesar de las reiteradas instancias que para ello le hizo desde el momento en que fue ajustada la paz de Basilea, hasta que en 1798, no pudiendo resistir a su empeño, le otorgó finalmente esta gracia. El silencio que guarda Godoy, cuando al hablar de sus adversarios no cuenta en el número de los que trabajaban para derribarle a los ministros de Hacienda y de Gracia y Justicia, es en nuestro concepto estudiado, para evitar así que se considere como obra de ven­ganza o resentimiento la persecución suscitada después a Jovellanos; y por lo que respeta a su negativa relativa a haber caído, aunque por breve tiempo, de la gracia del rey, creemos que tampoco habla con sinceridad. Don Agustín Ceán, cuyas íntimas conexiones con Jovellanos y la parte que tuvo en el desempeño de los negocios de su ministerio le ponían en el caso de estar bien informado de todo lo que pasaba, dice terminantemente que tanto aquel como Saavedra fueron con sus consejos la causa principal de la desconfianza que Carlos IV comenzó a mostrar a su primer ministro, asegurando igualmente que se contentaron con su separación de los negocios y no intentaron su ruina, por creer aquella bastante para el bien del país , y no permitirles la segunda medida los motivos de gratitud y de honradez referidos. Por lo demás, y aun sin necesidad de recurrir a la autoridad de Ceán, el mismo príncipe de la Paz al hablar de su retiro del mando y de la corte en el capitulo XLVII, parte I de sus memorias , deja caer alguna que otra expresión de la cual se deduce que el rey titubeó más de una vez en me­dio de la confianza que en su favorito tenia puesta. «Su postrer recurso (dice Godoy refiriéndose a sus enemigos) fue inspirar temor a Carlos IV del poder y la altura en que me había constituido. Hablar a un rey del peligro que podía venirle de un vasallo ambicioso, es un medio casi cierto de perder a este. Entonces fue, cuando los mismos que poco antes me suponían odiado en el reino, no hablaban de otra cosa que de la aura popular que yo gozaba, de los amigos que contaba en todas las clases, de las personas elevadas en todas las carreras que me rodeaban y me asistían con su influencia, de los grandes que me hacían la corte, de los hombres de letras que llenaban mi casa, de los aplausos y vivas que me daban las plebes, del afecto que me mostraban los cuerpos del ejército, del poder y ascen­diente que tenia sobre las tropas de casa real, de mi protección a las ciencias y a los estudios nuevos, de mis largos proyectos de mejoras y reformas , de mis ideas, en fin, que las pintaban como novedades peligrosas al sistema religioso y al siste­ma monárquico. Estas voces las hacían llegar hasta el rey, tan pronto por anónimos, tan pronto por intrigas y sutiles maniobras de palacio. A estos ruines manejos respondió Carlos IV nombrándome coronel general de los regimientos de infantería suiza. No podía darse mayor prueba con que mostrar su confianza; mas su espíritu titubeaba algunas veces. Yo no podía dejar de conocerlo y me afirmaba mas en mi resolución de retirarme»

Estas palabras manifiestan bien claramente que la retirada de Godoy tuvo gran parte, según su propia confesión, en la vacilación que él mismo notó en el ánimo del rey; y siendo así, su alejamiento de los negocios no fue tan espontáneo de su parte como lo quiere persuadir. Pero dejando esto a un lado, convenimos desde luego en que las solas observaciones hechas al rey por Jovellanos y Saavedra, no hubieran bastado tal vez para apear de su gracia al favorito, sino se hubieran añadido otros motivos que juntos a aquellos contribuyeron a obrar aquella especie de milagro, pues por tal puede reputarse la tibieza comenzada a mostrar por Carlos IV. Tales fueron los anónimos y demás medios de que otros enemigos menos honrados que los ministros de Hacienda y Gracia y Justicia echaron mano para calumniarle; el siniestro influjo del gabinete inglés que trabajaba también contra él; el momentáneo enojo de María Luisa, si es cierto el incidente a que nos referimos en la última nota; y el enfado, en fin, con que el Directorio vio la negativa de Godoy a conceder paso a las tropas francesas para la invasión de Portugal, no menos que su oposición a ejecutar medidas de rigor contra los emigrados franceses que se habían refugiado en España a consecuencia del 18 fructidor, enfado que honra ciertamente al príncipe de la Paz si su oposición a los dos mencionados estrenaos fue tal como él pinta, pero enfado que debió de serle entonces funesto, toda vez que Carlos IV era objeto del descontento general , tanto dentro como fuera del país. Solo así era posible que aquel débil y fascinado monarca pudiera abrir los ojos por la sola y única vez de su vida, aunque para volver a fascinarse después y para no desengañarse jamás.

Carlos IV, según Godoy, se negó a destituirle cuando el embajador Truguet intentó conseguirlo en audiencia particular que tuvo con el rey; pero luego intentaron los enemigos del favorito otro ataque que él mismo refiere, reducido á hacer concebir al monarca serios temores acerca del número de tropas que el ministro de Estado tenia en pie, número que pintaron al rey como peligroso. Tal fue la causa inmediata de la dimisión definitivamente verificada por el príncipe de la Paz, según él; y como el incidente a que se refiere y en que tuvo lugar su última resolución de retirarse sirva para acabar de manifestar hasta qué punto había comenzado a cambiar con él Carlos IV, cuando por la primera vez de su vida osaba contrariar la opinión de su favorito en pleno consejo, creemos oportuno re­ferirlo con las mismas palabras de D. Manuel Godoy.

—He aquí, dice este, que tratándose un día en consejo de los medios de economía que podrían adoptarse para disminuir los apuros de la hacienda , D. Francisco Saavedra indicó la especie de licenciar una parte de las tropas, caso que esta medida mereciera adoptarse sin que fuese comprometida la defensa del Estado. Yo me opuse y hablé largamente de los dos peligros, a cual más grave, que amenazaban a España, o de que los ingleses ocupasen el Portugal sin tener nosotros medio de estorbarlo, o que Francia, renovando sus pretensiones de cerrar aquel reino a Inglaterra, y encontrándonos desprevenidos a nosotros para acometer en caso necesario aquella empresa, nos exigiese el paso por España. Si la paz general no se realiza (dije yo aquel día por la postrera vez de muchas que lo tenía dicho) cosa que veo distante, no podrá menos de llegar uno de estos dos extremos que yo temo, y quizá los dos juntos. ¿Quién fía en ninguna paz hoy día? Sean nuestros sacrificios los que fueren, necesitamos contar con un ejército bien completo, bien aguerrido y bien dispuesto para todo trance que ofreciese el tiempo con Inglaterra o con Francia. Tal es el motivo por el cual tengo propuesta al rey una medida, desusada por desgracia entre nosotros, pero necesaria enteramente en las presentes circunstancias, la de mantener nuestras tropas en continuas fatigas militares y formar campos de instrucción con las que estén ociosas. Yo seguía, pero el rey me interrumpió diciendo: No; los campos de instrucción no convienen de ningún modo.»

Yo no hablé más, y los demás ministros observaron igual silencio: cesó el consejo sin resolverse cosa alguna. Después, en el mismo día, pedí al rey con instancias vivas mi retiro. «Tú te has lastimado, me dijo, de mi réplica en el consejo ; tú eres joven y tu ardor te lleva lejos.»—«Por lo mismo , señor , le contesté , dígnese V. M. reemplazarme por un viejo que tenga más sentido» No, repuso el rey, pero sigue el juicio de los viejos.— Mi retiro, señor, le porfié, mi retiro... Yo tengo muchos enemigos, y nada que yo hiciere en adelante será bueno. Hoy puedo retirarme con el testimonio general de haber servido bien a V. M. Más tarde si viniera un contratiempo, yo sería el culpado en boca de ellos: V. M. lo sabe, más que nadie, que los tengo.»—«Piénsalo mas despacio todavía, dijo el rey; por lo que es hoy, no me avengo a concederte lo que pides: todos pensarían que lo ocurrido en el consejo te habría tenido una caída.»

«En los días que siguieron , continúa el príncipe de la Paz , insistí en los mismos ruegos y pedí a mas al rey que se sirviese exonerarme, no tan solo del ministerio , sino también de la plaza de sargento mayor de los guardias de la real persona. El rey me preguntó más de una vez que sujetos pensaba yo que podían convenirle. Yo le hablé de Mazarredo, de Ofarril, de D. Bernardo Iriarte, de D. Antonio Porcel , de D. Juan Pérez Villamil, D. Eugenio Llaguno, y no me acuerdo qué otros varios que hiciesen buena liga con Jovellanos y Saavedra. Yo me atreví á indicarle la necesidad de crear un ministerio de administración interior y de fomento público. Pero nada fue hecho de esto, ni ninguno de los que yo dije fue nombrado. La fantasma de una revolución había turbado el corazón de aquel buen rey; D. José Antonio Caballero, de quien hablaré otra vez mas largamente, le tenia en sus mañosa escondidas. Supe en fin por un acaso que el rey tenia extendido de su mano el real decreto accediendo a mis ruegos : aun así se pasaron otros días más sin hacer uso de él, por más que le rogaba. «Pero V. M. lo tiene escrito y ya firmado, me atreví á decirle un día (28 de marzo), ¿a qué fin retardarme por mas tiempo mi descanso?» Carlos IV lo sacó en fin de su bolsillo con los ojos humedecidos, me alargó la mano de la amista, me dio el decreto, y sin hablar ni una palabra se salió a otro aposento. He aquí el decreto real escrito todo de su nota y de su letra: «Atendiendo a las reiteradas súplicas que me habéis hecho, así de palabra como por escrito, para que os eximiese de los empleos de secretario de Estado y de sargento mayor de mis reales Guardias de Corps, he venido en acceder a vuestras reiteradas instancias, eximiéndoos de dichos dos empleos, nombrando interinamente a D. Francisco de Saavedra para el primero, y para el segundo al marqués de Ruchena, a los que podréis entregar lo que a cada uno corresponda, quedando vos con todos los honores, sueldos , emolumentos y entradas que en el día tienes, asegurándoos que estoy sumamente satisfecho del celo, amor y acierto con que habéis desempeñado todo lo que ha ocurrido bajo vuestro mando, y que os estaré sumamente agradecido mientras viva, y que en todas ocasiones os daré pruebas nada equivocas de mi gratitud a vuestros singulares servicios. Aranjuez y marzo 28 de 1798.—Carlos. Al príncipe de la Paz».

La relación que de las Memorias de D. Manuel Godoy, acabamos de transferir podrá merecer mas o menos crédito en cuanto a algunos de sus pormenores: lo que no cabe duda es, que según las palabras del personaje a que nos referimos, consiguió D. Francisco Saavedra un triunfo completo sobre él en el debate que hubo en el consejo , y que ese triunfo, o sea el desaire sufrido por Godoy al verse contradicho por el rey, le lastimó en su amor propio, siendo el resultado de todo la porfiada petición de su retiro. Hacemos mención de estas particularidades, por­que creemos que bastan a demostrar por sí solas, aun prescindiendo de lo que Ceán y la común opinión tienen dicho, el menos favorable rostro que Carlos IV comenzó amostrar al valido por aquellos días, por más que este sostenga constantemente que nunca desmereció de su confianza en un ápice; y lo mencionamos también, porque a pesar del artificio con que el príncipe de la Paz trata de evitar cuidadosamente todo loque sea nombrar a Jovellanos o Saavedra como hombres que contribuyeron a su caída , no ha sido tan feliz el disimulo que no se trasluzca la parle que en ella tuvieron, siguiéndose de todo esto, que la relación de D. Agus­tín Ceán es harto digna de crédito en cuanto llevamos referido.

En medio de todo, no deja de parecer contradictorio a primera vista ver caer a Godoy de la gracia del Rey, y merecer sin embargo un decreto de destitución tan honorífico. Pero no es la primera vez que se destituye a un ministro manifestándose el jefe del Estado completamente satisfecho de la conducta del mismo a quien retira su confianza; y por otra parte, en algo había también de distinguirse la retirada de Godoy de la de otros ministros, una vez supuestos los vínculos que le unían al Rey bajo otros conceptos. Téngase presente además que ese decreto que de tantas honras y distinciones llenaba al valido, fue debido a la generosidad de sus nobles adversarios, como indica Ceán, los cuales no se permitieron obrar de otro modo por las razones tantas veces indicadas.

«A esta generosidad no correspondió la gratitud, dice el mismo : al contrario, se buscaron modos eficaces para deshacerse de los dos celosos ministros.» Godoy halló medio de volver a la gracia del Rey, como no podría menos de verificarse en la primera ocasión que le permitiesen explotar su acceso á la real persona y el favor de María Luisa, ya reconciliada con él; contribuyendo no poco al éxito feliz de sus artes la aguda enfermedad de que Saavedra se vio acometido en S. Ildefonso, y de cuyas resultas estuvo en los últimos momentos de su vida, habiendo enfermado también Jovellanos aunque de menos gravedad. Dos almas que han estado íntimamente unidas e identificadas la una en la otra, no pueden vivir separadas largo tiempo sin experimentar un vacío espantoso y que nada es capaz de llenar. La de Carlos IV sentía la melancolía y el tedio que naturalmente son de inferir al ver interrumpi­das sus antiguas y caras relaciones; y el débil corazón hizo su oficio. Godoy alcanzó un triunfo completo y María Luisa con él, siendo exonerado Jovellanos en agosto de 1798, y siguiendo igual suerte Saavedra en febrero del año siguiente, sucediendo al primero el infausto marqués de Caballero, y D. Mariano Luis de Urquijo al segundo. El príncipe de la Paz huye el cuerpo, digámoslo así, en todo lo que dice relación a la caída y persecuciones de Jovellanos , atribuyendo uno y otro a su sucesor Caballero. Nosotros sentimos decir que en esta parte le creernos igualmente falto de sinceridad que en muchos otros puntos, pues por más que sea cierta la acusación que sobre el tal marqués se fulmina, el solo hecho de haber consentido Godoy lo que tan evidentemente pudo impedir, manifiesta bastante su intervención y beneplácito , o cuando menos su ciencia y paciencia, en el grave asunto que nos ocupa. Además que no es esta la sola vez que Godoy se escuda con Caballero, con grave peligro de que la falsedad con que lo hace, contribuya a hacer sospechosa al lector la lectura de sus Memorias en otros puntos de mayor gravedad e importancia. También dice Godoy v. gr. que el ministro de Marina D Juan de Lángara fue lanzado de su silla por el mencionado marqués, y sin embargo, nosotros tenemos datos irrecusables por los cuales sabemos la parte que en su caída tuvieron los repetidos consejos del mismo que así se parapeta con los muertos, los cuales si hoy pudieran hablar, nos dirían acaso mil cosas que seria curioso escucharles.

Verificada la destitución de Jovellanos, fue nombrado consejero de Estado con la correspondiente dotación, y confinado a Asturias a proseguir en las comisiones que antes del ministerio tenia a su cargo. Al despedirse del Rey, le dijo este que quedaba satisfecho de su celo y buen desempeño, y la Reina que no había tenido parte alguna en su exoneración, pudiendo decidir el lector hasta qué punto pueda ser digno de crédito el aserto de aquella señora, en el mero hecho de hacerlo. Divul­góse por palacio y por el sitio que Jovellanos había caído por hereje, especie insi­diosa y que no podía menos de ejercer un influjo fatal en el ánimo de Carlos IV. La suspicacia de los adversarios de Jovellanos llegó a tal extremo, que el marqués de Ca­ballero echó del real sitio de S. Ildefonso al amigo del ilustre destituido D. Agustín Ceán, según dice este, teniéndole por sospechoso y por espía de su amigo. Antes de partir Jovellanos para su país natal, fue visitado en Madrid por sus buenos amigos, sin temor de ser notados por ello. Fue después a tomar los baños de Trillo, previa la correspondiente real licencia, para restablecerse de su salud quebrantada, y por exigirlo así el impedimento que sentía en su mano derecha, del cual no tuvo mucha mejoría. Durante este tiempo se dedicó a escribir cuanto encontraba digno de atención, juntamente con la continuación de sus Diarios largo tiempo interrumpidos. Vuelto a Madrid el 15 de setiembre , permaneció en la corte hasta el 14 de octubre, en cuyo día que salió definitivamente para Asturias, entrando en Gijón el 27. Allí le visitaron en ceremonia los diputados de Gijón, los de Villaviciosa, Oviedo y otros pueblos; los de la junta del Principado, los de la universidad literaria y los de la sociedad patriótica, el regente interino de la audiencia, y algunos oidores, como particulares. Desembarazado de los obsequios y ordenados los asuntos de su casa, de que era el solo heredero por la muerte del único hermano que le había quedado y que falleció por aquellos días, volvió á reiterar el sistema de vida que había ob­servado antes de su ministerio, fijando su primera atención en la enseñanza y adelantamientos del Instituto Asturiano, cuyo edificio, bastante adelantado ya, le pareció bien, aunque mandó suspender las obras hasta la primavera para proveerse entretanto de materiales. Su plan era comenzar con el año 1799 el estudio de la geografía histórica y el de los elementos de la historia universal, como así se veri­ficó, dándose igualmente principio en 19 de abril a los segundos certámenes del Instituto, en que se ejercitaron sus alumnos con gran lucimiento, durando los exámenes hasta el 6. El 7 se abrió la enseñanza de las ciencias naturales, las cuales sirvieron de tema al sabio y elocuente discurso que D. Gaspar pronunció sobro su estudio el primer día de los exámenes, y el 8 prosiguió la cátedra de física con el auxilio de las máquinas eléctrica y neumática y de otros instrumentos de que aquel establecimiento se hallaba ya provisto. Pocos días después tuvo la satisfac­ción de ver nombrado director del Instituto a su sobrino D. José Cienfuegos, sujeto de recomendación por sus prendas y por sus conocimientos en las ciencias exactas. En febrero de 1800 tuvieron lugar los terceros certámenes públicos, que Jovellanos inauguró con un discurso sobre el estudio de la geografía histórica. Concurrie­ron a este certamen los niños de la escuela gratuita de primeras letras, fundada en Gijón por el mismo Jovellanos, habiendo sido muy lucidos los ejercicios de estos y los de los alumnos del Instituto. Adjudicáronse premios a los más sobresalientes en cada clase, y se vistieron varios discípulos pobres de la escuela gratuita.

Así pasaba su vida este hombre ilustre y bienhechor, haciendo todas sus delicias de los adelantos de su establecimiento, y sin que pasase un solo día que no dedicase a su fomento o a la realización de alguna nueva idea relativa a la ilus­tración, habiendo propuesto en noviembre del mismo año la formación de una especie de academia, en la que juntándose los amantes de las letras los jueves de cada semana se tuviesen conferencias literarias, idea que imitada después por la juventud de nuestros días ha dado lugar a la erección de nuestros Liceos, Ateneos, institutos y Museos, con la sola diferencia de tener en estos por punto general más parte la amenidad que la instrucción, y ser esta la sola que en las conferencias o sesiones ideadas por Jovellanos, debía tener lugar.

Lejos estaría de persuadirse el exministro, que permaneciendo en aquel retiro, y dedicándose á un género de vida tan útil é inofensivo bajo lodos conceptos , pu­diera ser objeto de persecución por parte del gobierno. Lo fue sin embargo, y la guerra que se le hizo tuvo poco de noble seguramente. En los dos años que después de su caída del ministerio permaneció en Gijón, luchó continuamente con la penu­ria y falta de recursos para el sostén del establecimiento, cuya existencia, unida íntimamente a la personal de su fundador, atormentaba el alma de este, sin poder consolarle de su pérdida. Esta conducta hostil al Instituto, es tanto mas de extrañar cuanto las letras eran deudoras de mas de un beneficio a D. Ma­nuel Godoy, y no debía esperarse de su influencia (de su influencia deci­mos, por más que en la apariencia estuviese retirado de los negocios), un modo de obrar tan poco generoso; pero esto mismo prueba el encono con que se miraba a Jovellanos, cuando por medios tan rateros se le afligía. El año 1801 comenzó presagiando la ruina del Instituto, cuyos trabajos para la continuación del edificio quedaron reducidos al mínimo, no pudiendo sostenerse apenas. Los auxilios que el fundador demandaba para la conservación de aquel Liceo, consis­tentes en la continuación de la pensión del Nalón, y en otras cantidades consigna­das sobre el fondo del consulado, recibieron una cruel negativa  a lo cual se añadía la circunstancia de estarse debiendo 40000 reales pertenecientes a la pensión del año anterior. Al referir nosotros estos pormenores que de Ceán tomamos, hemos hecho un esfuerzo por interpretar la conducta de la corte en el mejor sentido posible, atribuyendo a los apuros del erario y a las graves y perennes atenciones de la guerra, la falta de recursos que tan útil establecimiento experimentó; pero el desdeñoso silencio que por toda respuesta se daba a las instancias del ilustre fundador; las siniestras voces que contra él se esparcieron aquel año, y el tono de amargura y desconsuelo con que el mismo Jovellanos se expresa cuando habla acerca del particular, no nos dejan la menor duda de que todo fue plan concertado por sus enemigos , que solo esperaban un incidente favorable para poder completar su obra de persecución. Este incidente no tardó en presentarse, y por cierto que parece inconcebible que de él se tomase protesto para acabar de decidir la ruina de Jovellanos. Habíanse esparcido por Asturias a principios de 1801 algunos ejempla­res de una traducción castellana del Contrato social de Juan Jacobo Rousseau, impresa en Londres dos años antes, en la cual elogiaba el traductor a D. Gaspar de Jovellanos en una nota. Habiendo llegado esto a noticia del ilustre proscrito, se incomodó en extremo, e hizo las diligencias más eficaces para adquirir uno de los ejemplares; lo que no pudo verificar por el miedo que sin duda tendrían de ser delatados los que en aquellos tiempos habían contribuido a esparcir entre nosotros una obra de tal índole y de tal autor.

«En esta amargura, dice Ceán, sospechoso Jovellanos de que fuese algún lazo tendido que le armasen sus enemigos, escribió inmediatamente al ministro de Es­tado loque le pasaba. Se le contestó que procurase recoger los ejemplares que pudiese, y no habiendo logrado ninguno, lo avisó. Las resultas fueron prevenirle que se abstuviese en adelante de escribir a ningún ministro; el haberle sorprendido en su cama pocos días después la madrugada del 13 de marzo; y el llevarle públicamente como reo de Estado a la isla de Mallorca.

«Encargaron la prisión al regente de la audiencia de Oviedo D. Andrés de Lasauca, ministro de probidad y de buenos sentimientos, pero los términos en que estaba concebida la orden le obligaron a ejecutarla con rigor. Sorprendido el señor D. Gaspar en su cama antes de salir el sol, le hicieron vestirse y que entregase sus papeles. Todos se pusieron en dos baúles, excepto los del archivo de su casa, y se remitieron a la secretaría de Estado. Se le prohibió el trato con sus amigos y parientes que deseaban verle y consolarle, y solo se le permitió el preciso con algunos criados para disponer lo que había de llevar en su viaje, y prevenir lo conveniente al arreglo de su casa. Estuvo encerrado en ella el día 13 , presenciando el acto de sellar su selecta librería; y antes de amanecer el día 14 le sacaron de Gijón, dejando a sus habitantes anegados en lágrimas y penetrados de gran sen­timiento, especialmente muchas familias pobres a quienes socorría  y dejó mandado siguiesen socorriéndolas á su costa. Fue conducido con escándalo y escolta de tropa, sin entrar en Oviedo hasta León, y le depositaron en el convento de los religiosos recoletos de S. Francisco, sin comunicación, ni aun de los parientes que allí tenia, por espacio de diez días, esperando nuevas órdenes de la corte. Al cabo de ellos le condujeron por Burgos, Zaragoza y otros pueblos a Barcelona , sin permitir que nadie le hablase en el camino, a pesar de que lo solicitaban personas respetables y condecoradas, compadecidas de su inocencia, que le estimaban por su buen nom­bre y opinión. Le hospedaron en el convento de la Merced con el mismo rigor y privación de trato; y allí se despidió con lágrimas de Lasauca, que le había acom­pañado en el coche, admirado de la grandeza de ánimo con que había sufrido unas vejaciones que no había podido evitar; y después le embarcaron en el bergantín correo de Mallorca.

«Habiendo llegado a Palma , capital de aquella isla, antes de mediodía, fue llevado a la antesala del capitán general, y recibidas sus órdenes, le condujeron inmediatamente a la Cartuja de Jesús Nazareno, que está en el valle de Valdemuza, distante tres leguas de aquella ciudad; y entró en el monasterio el día 18 de abril a las tres de la tarde y a los 36 de un viaje largo, molesto y vilipendioso. Los monjes le dispusieron una habitación decente como correspondía á su carácter, y le recibieron con toda la humanidad y atención, propias de tan ejemplar ins­tituto.

«Como no se había dirigido a Jovellanos ninguna de las órdenes que se expidieron para este arresto, viaje y reclusión, y como en ellas se mandase viviese allí privado de comunicación exterior, sin señalar término ni plazo, le pareció preciso y conveniente formar una representación, que ya el público conoce por las muchas copias que de ella se sacaron, y por haberse impreso con otra en Madrid el año de 1808. La dirigió á su amigo y apoderado D. Juan Arias de Saavedra, a quien el marqués de Valdecarzana, sumiller del rey y primo de Jovellanos, había ofrecido entregarla a S. M., pero habiéndola recibido, no se atrevió el buen señor a presentársela.

«Se la había dirigido desde Sigüenza Arias de Saavedra, donde estaba confinado en odio de su amigo, y no teniendo en Madrid el pobre D. Gaspar otro sujeto de su entera confianza, pues que también yo estaba desterrado en Sevilla por el mismo motivo, determinó extender otra representación en 8 de octubre de aquel año, y enviarla con copia de la anterior a su capellán D. José Sampil, que había quedado en Gijón cuidando de su casa y haciendas, para que pasase a la corte a proporcionar el modo de ponerlas en las reales manos de S. M.

«Hubo de traslucirse este encargo en Asturias, donde había gentes que velaban sobre la conducta de los amigos del padre y bienhechor de aquel principado, que avisaban a otras residentes en Madrid todo lo que podían averiguar ; de manera que inmediatamente se dispararon dos postas al camino de León y al de Sigüenza en busca de Sampil. No le hallaron; pero si los satélites de Marquina al entrar en Madrid, que le condujeron a la cárcel de la corona, donde le molestaron con amenazas y malos tratamientos por espacio de siete meses, y le llevaron después a Oviedo con la precisión de presentarse todos los días al reverendo obispo. Igual tratamiento hicieron en Barcelona con D. Antonio Arango, mayordomo del marqués de Campo-sagrado, por haber hallado entre los papeles de Sampil una carta suya, creyendo que pudiese haber tenido parte en la dirección de las representaciones; mas no habiendo resultado ningún indicio de esta sospecha, le pusieron en libertad, después de cuatro meses y medio de rigurosa prisión, y otras injustas y tiránicas vejaciones.

«Mientras el despotismo comedia tales atentados contra estos inocentes en Madrid y Barcelona, proseguía encerrado en la cartuja de Valdemuza, el objeto de su rabia y encono, a quien se le había hinchado las piernas. Atribuíanlo el prior y los monjes a la continua comida de pescado, y deseosos de su alivio , sin contar con él, pidieron al papa se dignase dispensarle el uso de las carnes saludables; y habiendo accedido a ello Su Santidad, se las presentaron. Asustado, preguntó : ¿có­mo se alteraba tan antigua, y venerable costumbre? y sin embargo de haberle pre­sentado también la bula, no quiso probarlas, asegurando que no las gustaría mien­tras permaneciese en aquella clausura.

«Reconocido a este obsequio y a la generosidad con que la comunidad le trataba, sin permitir que satisficiese el gasto que hacían él y sus criados, presentó en la biblioteca del monasterio, que él mismo había arreglado y ordenado, algunas obras que consideró necesarias para la instrucción de los monjes: contribuyó con creci­das cantidades a la construcción de la nueva iglesia; y costeó un paseo con su cal­zada, que trazó desde la puerta que sale a la huerta, adornado de árboles que regaba con sus manos. Además socorría con pensiones a los pobres jóvenes en el estudio de la latinidad, y con limosnas diarias a los vecinos necesitados de Valde­muza, que no olvidarán su caridad mientras permanezcan el pueblo y el monaste­rio. Y para hacer mas dulce, útil y entretenida aquella solitaria residencia empren­dió estudiar la botánica, aprovechándose de las luces y conocimientos en esta ciencia del religioso boticario del convento que había conocido en el del Paular en el año de 1780, cuando le llevó allí la comisión que se refiere en el capitulo IV de esta primera parte. Trabó aquí con él estrecha amistad , y paseando juntos por aquellos montes y amenos valles en busca de plantas y yerbas, explicaba el religioso sus figuras, virtudes y demás propiedades ; y ordenando D. Gaspar esta explicación en forma de elementos , llegó a ser esta obra muy preciosa e interesante a la salud pública en aquel país.

«Ocupado tan dignamente en aquella santa y tranquila reclusión, desde donde veía con desprecio la vanidad del mundo y sus deleznables atractivos, y en donde estaba persuadido haber hallado la verdadera felicidad, le arrancó de allí el día 5 de mayo de 1802 el sargento mayor de los dragones de Numancia, dejando a los venerables monjes y al agradecido pueblo en la mayor consternación , y le llevó con estrépito y tropa al castillo de Bellver, situado en un alto cerro a media legua de la capital de aquella isla.

«Ya se deja conocer que el motivo de esta traslación fue el haberse encontrado en poder de Sampil las dos representaciones; pero el del rigor y mayor estrechez con que fue tratado después, dimanó de la imprudencia de un sujeto descono­cido, que movido de caridad, y condolido de la dura situación en que se hallaba Jovellanos, sin contar con él, sacó una copia en Madrid de las dos representaciones que ya andaban en manos de todos y la presentó en las del rey.

«El mismo día 14 de octubre en que se celebraba el cumpleaños del príncipe de Asturias, señalado para celebrar también su boda, y para difundir gracias y perdones entre los mayores delincuentes, y en el momento en que la plaza de Mallorca anunciaba esta solemnidad con salvas de artillería, y los buques de su puerto tre­molaban sus banderas y gallardetes con alegría, subía el alto cerro un destaca­mento para relevar el antiguo, y subía asimismo un nuevo gobernador a reempla­zar al que antes mandaba el castillo de Bellver. Inmediatamente que entraron en él, hicieron el más escrupuloso registro del cuarto, cama y muebles del desgraciado D. Gaspar: se le estrechó el encierro con mayor dureza y vigilancia: se culpó al capitán general y al anterior gobernador del descuido que se supuso habían tenido con el preso; y se les dieron órdenes mas rigurosas que las primeras, infringidas, según creía el inhumano ministro de la Guerra, por la copia de las representacio­nes que el incógnito había entregado al rey.

«Llegó entonces a tal punto el encono y la rabia del cruel gobierno, que olvidando los sagrados derechos de humanidad, que las leyes conceden a los mayores forajidos, no permitió al inocente é ilustre Jovellanos el auxilio y desahogo que necesitaba en la enfermedad que padeció de resultas de la inflamación de una carótida, de la dolorosa operación de abrirla, y de una larga y molesta curación para cerrar la herida: todo efecto del calor, por falta de ventilación de la pieza en que estaba encerrado, y de la privación del ejercicio a que estaba acostumbrado.

«A estas dolencias se siguió un principio de cataratas , para cuyo remedio con­vinieron los médicos en ser necesarios los baños de mar. Se los concedió el gobier­no; pero ¿dónde y cómo? En medio del pasco público , y con unas precauciones tan ignominiosas, que le presentaban como un espectáculo de lástima y desprecio a la vista de las gentes. Indignado el pundonoroso caballero, antepuso la privación de la de sus ojos a la vergonzosa del público. Al fin se le permitieron los baños en lugar más retirado, pero con las mismas prevenciones, y desde entonces consiguió con ellos algún alivio y con el paseo que daba con este motivo por las tardes, de­bido mas bien a la reflexión del general de la isla que a la sensibilidad de los fieros enemigos, los que arrepentidos de esta condescendencia le dirigieron órdenes inde­centes e indecorosas para que pudiese confesar, hacer testamento, y escribir cartas abiertas, solamente sobre negocios de su casa y de familia, y con la precisa cir­cunstancia de pasar por sus impías manos.

«En este estado de privación y de abatimiento, la filosofía y la afición a las ciencias y bellas artes le inspiraron recursos inocentes para hacer más tolerable tan amarga situación. Pidió a un religioso que le consolaba le proporcionase algunos libros y manuscritos de las bibliotecas de Palma, y el caritativo y prudente religioso, considerando cuánto contribuiría la lectura y examen a distraer su negra imaginación, le llevó dos códices de los siglos XIV y XVI, que existían en la librería del convento de S. Francisco. Copió de ellos el Sr. D. Gaspar una geometría que había compuesto en latín Raimundo Lullio, estando en París en el año de 1299, y enseguida la tradujo al castellano el mismo D. Gaspar en un tomo en folio, que es muy apreciable por su antigüedad y rareza. También le presentó otro códice original de mano de nuestro célebre arquitecto Juan de Herrera , que contiene un discurso suyo sobre la figura cúbica, siguiendo el arte del dicho Lullio. Le hizo copiar magníficamente con todas las figuras geométricas que contenía, y le añadió una larga y erudita advertencia, que el mismo Jovellanos extendió sobre el origen y demás circunstancias de este códice, según refiero en el capítulo XVII de la se­gunda parte.

«Hallábame yo entonces desterrado por su causa en Sevilla, y como los que bien se quieren, a pesar de los mayores estorbos y de las más estrechas prohibi­ciones no pueden dejar de corresponderse  nos escribíamos por conductos que el amor procura proporcionar. Sabía muy bien el Sr. D. Gaspar que yo me ocupaba en adicionar las Noticias de los arquitectos y arquitectura de España que había trabajado el Sr. D. Eugenio Llaguno, y me había dejado por su muerte; y deseoso de complacerme se tomó el trabajo de formar las descripciones artísticas del castillo de Bellver en que estaba encerrado; de sus vistas, de la lonja y de otros edificios de Palma con diseños y apéndices que componen cinco volúmenes , y una carta sobre la arquitectura inglesa y la llamada gótica, de las que habló mas largamente en el citado capítulo, y en los respectivos de la misma segunda parte de otras obras de erudición y poesía, que también compuso en la prisión del propio castillo.

«En estos entretenimientos pasaba el tiempo sin otro trato que el del centinela y el del criado que entraba a servirle; y martirizado con el sentimiento de ignorar la causa y fin de su cautiverio , pues no se le había tomado declaración alguna, y con la idea de lo que padecían sus caros amigos, destituidos unos de sus empleos, desterrados otros, y algunos encarcelados, sin otro delito que el de su honrosa adhesión. Pero la inescrutable, sabia y justa Providencia, que jamás desampara a los inocentes perseguidos, rompió las cadenas de su prisión por unos medios que no estaban en el alcance de los miserables políticos, exaltando al trono de España a Fernando VII.

«En 15 de abril de 1808 recibió el Sr. Jovellanos en el castillo la primera real orden que se le comunicó después de su prisión en Asturias, y decía así :

«Excmo. Señor.=El rey nuestro señor D. Fernando VII, se ha servido alzar a V. E. el arresto que sufre en ese castillo de Bellver, y S. M. permite a V. E. que pueda venir a la corte. Lo que comunico a V. E. de real orden para su inteligencia y satisfacción. Dios guarde a V. E. muchos años. Aranjuez 22 de marzo de 1808. EI marques de Caballero. Sr. D. Gaspar Melchor de Jovellanos.»

Lo demás que refiere Ceán excede los límites de la época que nos hemos propuesto narrar en la presente Introducción. ¿Qué podremos añadir nosotros al som­brío y lúgubre cuadro de la persecución fulminada contra aquel hombre ilustre y digno de mejor fortuna ? Nada seguramente, sino es la obvia reflexión de que tanto el relato que acabamos de transcribir, como las demás noticias que de dicho autor hemos sacado, deben de ser harto dignas de crédito, cuando el príncipe de la Paz no se toma el trabajo de refutarle en tantas y tan graves aserciones como en­cierra su obra, y que tan poco redundan en honra y pro del valido; siendo el silencio de este tanto mas denotar cuanto no perdona ocasión de refutar en otros autores especies de menor gravedad que las que dicen relación á la caída y persecución de Jovellanos.

Otra reflexión hay también muy propia de este lugar, y que por lo mismo no nos es posible omitir. ¿Cómo es que no habiendo sido Godoy cruel, según el común sentir de sus mas enérgicos depresores, pareció serlo sin embargo, y de un modo bien marcado por cierto contra el ilustre Jovellanos? Pero esta pregunta tiene más de una contestación. En primer lugar, Jovellanos, si bien con justicia, se había declarado enemigo suyo de un modo harto mas formidable que el conde de Aranda , como que este se había limitado al mero hecho de hacerle una opo­sición enérgica y razonada, y aquel pasó a poner en ejecución el designio de derribarle del poder, y esto no lo perdona jamás quien como Godoy entonces, no tiene otro medio ya para conservarse en su puesto, o para reconquistar su vali­miento perdido, que la persecución llevada a un extremo rigurosos. En segundo lugar, no debe olvidarse la circunstancia, harto funesta para Jovellanos, de tener a la reina irritada por las poco prudentes expresiones de aquel en lo relativo a la conducta de dicha Señora; y en tercero y último, debe igualmente traerse a colación la ya indicada especie de haberse puesto en juego para la caída del ilustre asturiano rumores poco favorables a su piedad y a su fe, rumores que por mas injustos que fuesen no podían menos de producir un efecto siniestro en el ánimo de Carlos IV, acabado de turbar después con la nota laudatoria de la traducción del Contrato social que tenemos referida, y con los sucesos relativos a la corte de Roma de que hablaremos después, y que vinieron a coincidir con la deportación y encierro final de Jovellanos. Tantas causas reunidas son más que suficientes, ya que no para legitimar la persecución , porque esto de ningún modo es posible, para explicarla por lo menos, aun sin añadir la parte que en ella pudo tener el marqués de Caballero, a quien estamos muy lejos de justificar en lo más mínimo, por mas que rechacemos la idea de echarle a él solo una culpa cuyos autores por lo menos son tres: Godoy, María Luisa, y el mismo con quien el primero pretende escudarse.