cristoraul.org

SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA
 

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA.

HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA

 

CAPITULO VIII.

Ojeada sobre nuestra política exterior con Inglaterra desde la elevación DE Godoy en adelante.—Tratado de S. Ildefonso.—RUPTURA y guerra con Gran Bretaña.

 

Acabada la guerra con Francia, dice el Sr. Tapia en su Historia de la civilización española, tomo 4.°, capitulo 10 , parecía lo más natural que el gobierno español se dedicase a cultivar las artes de la paz, evitando todo compromiso político que le enredase en nuevas dificultades y peligros. Mas por una triste fatalidad celebró con la república francesa un tratado de alianza en 18 de agosto de 1796, y la Inglaterra enconada cometió contra nosotros muchos actos de hostilidad, que dieron motivo a  una formal declaración de guerra.

Estas pocas palabras, mesuradas y circunspectas como lo son, encierran sin embargo una acriminación contra el gobierno español de aquellos días. Nosotros vamos a examinar hasta qué punto es fundado el cargo que en ellas se le hace, pasando en seguida a manifestar los sucesos de nuestra primera lucha con Gran Bretaña, aunque refiriéndolos con rapidez, tanto porque así lo exige la necesidad en que nos vemos de tender una mirada detenida al palacio de Carlos IV y a la marcha de nuestro gobierno interior, como por no ser preciso para nuestro plan fijar la consideración en los pormenores de nuestros combates navales, salvo en alguno que otro caso, del modo prolijo y detenido que lo hemos hecho hablando de la guerra con Francia. De esta nos vino el mal en 1808 y esta es por consiguiente la nación que, juntamente con las intrigas de palacio, debe llamar nuestra atención con preferencia en todo el discurso de la presente introducción. Al tratarse empero, de nuestra ruptura con Gran Bretaña en 1796, no nos es posible prescindir de indagar con toda la detención posible las causas que influyeron en un acontecimiento que tan funestas consecuencias produjo, debiendo resultar de este examen la confirmación de los cargos que se nacen al príncipe de la Paz por la celebración del tratado de San Ildefonso, o bien la absolución de su conducta política, como pretende en sus Memorias.

Ante todo debe tenerse presente que Inglaterra se hallaba resentida con nosotros desde el reinado de Carlos III, cuyos ministros hicieron cometer a este monarca un gravísimo desacierto en la cooperación que le inclinaron a prestar a la insurrección americana del Norte. Esta insurrección, cuyo último resultado fue la emancipación e independencia de los Estados Unidos, hirió de muerte a Inglaterra en la más rica y floreciente de sus colonias, guardándonos desde enton­ces un odio reconcentrado y siniestro, y que era de temer influyese en la emanci­pación y pérdida de nuestras posesiones de América, cuando se le presentase al gobierno inglés ocasión oportuna de volvernos las tornas.

Hecha esta advertencia importante, y de que no puede prescindirse si se han de examinar con imparcialidad todas y cada una de las causas que motivaron nuestra ruptura con aquella potencia en 1796, debemos ahora fijar la vista en otra consideración que el príncipe de la Paz pasa como desapercibida, por no importarle tanto como la que antecede (aunque en el caso presente nos importa a nosotros mucho), para el loable y justo deseo que le anima de vindicarse de los cargos que por la alianza de San Ildefonso se le han hecho. Esa consideración de que hablamos dice relación a los primeros días del ministerio de aquel, y de ella se deriva otra, encarnada, por decirlo así, en la paz celebrada con Francia, siendo ambas a cada cual más poderosa para poder apreciar en su justo valor hasta qué punto es o no responsable el Godoy de las causas que más inmediatamente determinaron la guerra, y de la pérdida de los últimos restos de nuestro poderío en los mares. Resentida como Inglaterra se hallaba ya con nosotros, según hemos dicho, uno de los primeros deberes de los ministros de Carlos IV, consistía en evitar por todos los medios posibles que Gran Bretaña añadiese un nuevo resentimiento al antiguo, y tanto más, cuanto aquella nación no es de las que necesitan razones fundadas y justas para romper con los demás pueblos, si de verificarlo así le puede resultar utilidad. Porque esa utilidad es la base esencial de su política en todas sus operaciones, siendo el pensar así tan característico en aquellos isleños, que hasta el mismo Bentham considera en lo útil la única fuente de moralidad y jus­ticia en la administración y en las leyes.

Volviendo a nuestro asunto, sentimos tener que decir que cuando Godoy fue elevado al poder, su falla de previsión y de cálculo no le dejó meditar con la detención que el negocio exigía el gravísimo compromiso que atraía sobre su patria en el mero hecho de entablar su alianza con Inglaterra en 1793 para combatir q la república. Justificado el valido, como lo está en nuestro concepto, en cuanto a la necesidad inevitable que en nuestra delicada posición monárquica nos obligó entonces a romper con la Francia en revolución, no puede estarlo, por más esfuerzos que para justificarle hacemos, en lo que dice relación a aquel tratado, tanto porque la necesidad de entablar esa alianza no es para nosotros una cosa demostrada, co­mo porque los antecedentes que existían cuando se hizo debieron dar justísimos motivos de desconfianza al ministro que a pesar de todo, no tuvo aprensión de ninguna especie en coaligarse con un gobierno, de cuya buena fe en aquellos días era justo y prudente recelar.

Nuestros lectores tendrán presente que antes de verificarse la catástrofe de Luis XVI, procuró el gobierno español impedirla por cuantos medios estuvieron en su mano, habiendo sido uno de ellos solicitar del gobierno inglés la cooperación de sus buenos oficios en favor de la desgraciada víctima; y tendrán presente también que en medio de la diligencia y del afán extraordinario con que Pitt procuraba arrastrar las naciones del continente a una liga general contra la república , lo que menos pensó fue apoyar los generosos sentimientos de nuestro ministro relativamente a la causa personal de Luis. Rival eterna Gran Bretaña de aquella Francia que tan entregada se hallaba entonces a los primeros furores de la revolución, los trastornos que en lontananza amenazaban caer sobre ella  no podían menos de lisonjear en secreto a su terrible y constante enemiga; y convencido Pitt del inmenso partido que de la anarquía podía sacar en favor de la preponderancia ulterior de su país, dejó rugir la tormenta sin pensar conjurarla en manera alguna, y no solo sin conjurarla, sino contribuyendo en cuanto pendió de su mano a reunir todos los elementos posibles para arreciarla y hacerla estallar en toda su violencia. De aquí la tibieza mostrada por el gabinete británico en lo relativo a los oficios de mediación que el ministro español anhelaba, y de aquí el desaire, por no decir otra cosa, con que fue contestada por Pitt tan noble y generosa propuesta.

La conducta del ministro inglés, tan significativa y elocuente en un asunto de tanta consecuencia para el reposo y tranquilidad del mundo, debiera haber hecho conocer al hombre que dirigía nuestros destinos las miras torcidas y siniestras de aquella nación con quien a pesar de tan sospechosos antecedentes iba a darse la mano; y he aquí una falta capital en que los historiadores no han reparado bastante, y cuya trascendencia sin embargo fue poco menos que decisiva en nuestras desgracias ulteriores.

Nosotros nos hemos preguntado más de una vez cuál pudo serla precisión en que nuestro ministro se vio de coaligarse con Inglaterra, y nunca hemos podido darnos una contestación capaz de satisfacernos. Si el honor español exigía, como ya hemos visto que sí, el rompimiento con la Francia republicana, ¿qué clase de razón pudo haber para no hacer la guerra por nosotros mismos, independientemente de toda liga con otra nación? Se dirá tal vez que siendo necesarias las alianzas en los casos más comunes de guerra, debía serlo más la nuestra en la conflagración terrible de aquellos días; pero esa misma contestación nos presenta los medios de replicar, que por lo mismo de ser excepcional el caso en que las naciones se encontraban entonces, nuestra alianza con Inglaterra no debe sujetarse a las reglas comunes, debiendo considerarse por el contrario con relación a esa mismo excepcionalidad de que hablamos. Francia se encontraba sola y aislada en el mapa polí­tico, teniendo por enemigos, ya a las claras, ya ocultamente, a todos los países con quienes antes de la revolución estaba en buena armonía; y siendo esto así, ¿qué necesidad teníamos de buscar apoyos extraños para hostilizar a un país que tan combatido se hallaba? Si se nos contestare diciendo que no habiendo salido vencedores con el apoyo de una coalición, menos hubiéramos podido conseguir la victoria luchando solos, nosotros diremos que habiéndonos sido el tal apoyo más perjudicial que útil, es muy dudoso que nuestro aislamiento hubiera llegado a producirnos los reveses que la liga nos hizo experimentar; y si se dijere que semejante resultado no era de aquellos que la previsión humana prevé, responderemos que lejos de ser eso exacto, ninguno tenía los motivos que nuestros ministros para augurar lo que su alianza con la Inglaterra podía dar de sí, una vez supuestos los antecedentes de su mediación, tan cruelmente escarnecida. Se dirá tal vez que cuando todas las naciones del continente pensaban en aliarse contra Francia, no era mucho pensase lo mismo el hombre que tenía en su mano el timón de nuestros negocios; pero aun a eso contestaremos, que las razones que en los demás países mediaban para realizar sus respectivos tratados, estaban muy lejos de militar en la nuestra. Austria, Rusia y Prusia tenían los ojos clavados en Polonia; Inglaterra en su preponderancia marítima; todos en la desmembración de Francia, y ninguno en el solo designio de restaurar la monarquía. Con miras como las que acabamos de referir, nada más natural que la explicación de esa alianza general y recíproca formada por aquellos países; pero ni esas razones tenían cabida en nosotros, los únicos tal vez que hacíamos la guerra sin ambición de ninguna especie, ni es lógico por consiguiente apoyar nuestro tratado con Inglaterra en el ejemplo de las demás naciones, las cuales sabían muy bien hasta qué punto hacían o podían hacer su negocio en el mero hecho de aliarse. ¿Se dirá que ignorando nuestro ministro esos motivos de ambición en las naciones de que hablamos: ningún motivo podía tener recelar de los proyectos de la coalición?  Pero esos proyectos no podían serle desconocidos, sabiéndose como por todos los gabinetes enemigos de Francia el tratado firmado en Pavía en julio de 1791 y el de Berlín en febrero de 1792; en el primero de los cuales, había una cláusula en la cual se comprometía el buen nombre de España, suponiéndola participe de los proyectos de desmembración meditados por Austria y Prusia: nuevo y poderoso motivo para que Godoy anduviese con tiento y desconfianza en lo de asociarse a la liga. ¿Se dirá por último que si el tratado con Inglaterra no produjo los resultados que nuestro ministro se propone, culpa fue de la bastardía británica y no del ministro español, el cual no hizo otra cosa que pecar de honrado y de bueno, confiando en la sinceridad de la cooperación a que aquella se comprometía? Pero responda cualquiera si era o no necedad llevar la ilusión hasta ese punto, y si es disculpable un hombre de Estado que con los antecedentes que dejamos expuestos, asi se dejaba engañar.

Lo repetimos: por más esfuerzos que nos hemos hecho para justificar a Godoy del primero de sus desaciertos, no nos ha sido posible convencernos de la necesidad de sujetarse a los compromisos de aquella coalición. Harto más prudente y más cauto hubiera sido, en nuestro concepto, inaugurar la guerra con nuestros solos recursos, ya porque las fuerzas marítimas con que entonces contábamos eran más que suficientes para medirnos con las de la Francia, ya porque no era de temer que combatida esta por todas partes, pudiese revolverse con éxito contra nosotros durante la primera campaña, ya en fin porque el aislamiento en aquellas circunstancias podía sernos muy útil, quedando como hubiéramos quedado en libertad de seguir o no seguir la guerra, según las circunstancias lo exigiesen, sin tener que guardar ninguna clase de miramientos a los compromisos que nacen de la bélica unión con otro pueblo, y quedando por lo mismo dueños absolutos de todas nuestras operaciones. Pero ya que por creernos mas débiles que el enemigo, se considerase necesario el apoyo de una alianza cualquiera, hubiese debido entablarse al menos con otro país y no con Inglaterra, de cuya buena fe, como tantas veces hemos repetido, había tan poco que esperar. Estas consideraciones que tan naturales nos parecen ahora, fueron sin embargo de muy poco peso en aquellos días a los ojos del favorito; y ora fuese por exceso de una ciega confianza en sus fuerzas; ora porque la misma buena fe de sus intenciones (pues estas no las hemos culpado hasta ahora) contribuyese a cegarle más y más en negocio de tanta trascendencia; ora porque en el ardor de su juventud no comprendiese la necesidad de regular los impulsos del corazón por las combinaciones reflexivas de la cabeza; ora en fin porque habiendo subido al poder derribando a un hombre que se reputaba enemigo de los ingleses, y que lo era en efecto, quisiera señalar su marcha política con pasos en todo y por todo diametralmente opuestos á los de su antecesor, el hecho es que la alianza con Inglaterra quedó definitivamente entablada, y que las naves de aquel país combatieron a Francia en unión con las nuestras, según hemos visto.

Cuáles fuesen los frutos que produjo esta unión no es necesario repetirlo, habiendo hablado como lo hemos hecho del completo desacuerdo que desde los primeros días de la ocupación de Toulon comenzó a existir entre los jefes españoles e ingleses. Dios me sea testigo, dice el Príncipe de la Paz en el capítulo 17, parte primera de sus Memorias, de que el gabinete español no tuvo nunca otro designio, que jamás entró en sus proyectos oprimir a Francia, ni desmembrar su territorio, ni afligirla con reacciones y venganzas. Desgraciadamente falló un jefe común que hubiese dirigido aquella vasta conspiración de las provincias y que aunase sus pretensiones: desgraciadamente la ocupación de Toulon coincidió con la postrer derrota de los insurgentes provenzales en Marsella: desgraciadamente la política inglesa resistió las intenciones generosas de los jefes españoles que por sus instrucciones eran dueños de concertar toda suerte de medidas que pudieran favorecer la reacción del mediodía: desgraciadamente los ingleses prefirieron encerrarse en Toulon, que a la larga o a la corta, oprimido que hubiese sido el alzamiento de los pueblos, era fuerza evacuarla: desgraciadamente la gran medida que los touloneses ansiaban y en favor de la cual moví en vano cielo y tierra en más de un gabinete, la de hacer vea aquel punto al conde de Provenza, no se pudo lograr que la adoptaran los ingleses: bastaba ciertamente a Inglaterra destruir un puerto y quemar o llevarse una armada de Francia: convenía sobre todo a su política prolongar los trabajos de aquel pueblo cuyo poder hacia sombra a su fortuna.

La expedición tan solo de Toulon, dice también en el capítulo 30, cuyo fin deplorable de nadie es ignorado, aquella expedición que, dirigida y esforzada cual España había tratado, pudo haber cambiado el semblante de Francia, ella sola bastaría para prueba de las justas quejas de España, que jamás se habría asociado a tal empresa para quemar un puerto y robar su marina. Ésta llaga fue común a España y a Francia; el honor español sufrió en ella todos los tormentos de su lealtad comprometida y sonrojada, mas por desgracia no era tiempo de romper la alianza, ni de hablar a Europa y sincerarse.

Dos verdades se desprenden naturalmente de estos dos párrafos que, omitiendo otros muchos en el mismo sentido, acabamos de citar: una la de haber tenido que sujetarse nuestra armada al capricho de la inglesa, puesto que si nuestros soldados se encerraron en Toulon, fue porque el almirante inglés determinó hacerlo así; primer inconveniente del compromiso nacido de la liga: segunda, que a pesar de conocer el ministro español la mala fe de la Inglaterra, y no obstante el sonrojo que de estar asociadas a ella les resultaba a nuestras armas, le era forzoso a aquel echar el freno y devorar en silencio sus iras, por no ser tiempo de romper por entonces la alianza, ni de hablar a Europa y sincerarse. ¿Y por qué no era tiempo? preguntaremos nosotros. No por otra razón sino porque comprometidos una vez en la causa de la coalición, cualquier retirada que consultando nuestro interés hubiéramos hecho, se habría considerado como una deserción vergonzosa; y he aquí un segundo inconveniente en la alianza , y algo peor que el primero , verificándose lo que ya hemos dicho de habernos atada respetos y consideraciones de puro compromiso, sin sernos posi­ble volver él paso atrás cuando más nos interesaba volverlo. Tal fue en nuestro concepto la razón principal que obligó a Godoy a llevar adelante la guerra des­pués de la primera campaña. Él sabía mejor que nadie las siniestras miras de que se hallaba animada Gran Bretaña: él sabía también los proyectos de ambición y despojo que constituían la base de operaciones en todas las demás potencias: él sabia por último lo mucho que tenía que complicarse nuestra difí­cil posición en medio de tales e interesadas miras; pero había contraído una alianza y se hallaba enredado en sus redes, y por más que quisiese romper­las, se presentaba a sus ojos el terrible fantasma político del qué dirán, y no era fácil así que pudiese tener la suficiente fuerza de resolución para tomar otro rumbo.

Pero las circunstancias consiguen casi siempre lo que los consejos de la prudencia y de la sabiduría no bastan a recabar de los hombres públicos. El desgraciado éxito de la segunda campaña y el hecho de no haber podido recuperar a pesar de todos nuestros esfuerzos, el territorio que teníamos perdido, pudieron en el ánimo de Godoy lo que esos mismos males en profecía no habían conseguido poder; y convencido de la necesidad imprescindible de hacer la paz con Francia, se resolvió a entablarla por último, haciéndolo de la manera honorífica que en el capítulo anterior hemos visto. Pero véase aquí un inconveniente terrible por lo que respecta a nuestra armonía con Inglaterra. ¿ Cómo podía ser que siguiendo esta en su lucha contra Francia, dejase de mirar resentida la deserción de su aliada, por más justos que fueran los motivos que España pudiera tener para volver en mejor acuerdo? En el sistema de política de Gran Bretaña la consecuencia inmediata de semejante paso tenía que ser el mirar como enemigos a lodos los países que, habiendo combatido en unión con ella, acababan por reconocer el gobierno de su aborrecida rival: ¿cuál no había de ser por consiguiente su ira contra nosotros, y máxime si se tiene presente el mal disimulado encono que desde antiguo nos guardaba? Mucho hubiéramos ganado por lo tanto en haber evitado una liga que, si salía bien, tenía que ceder exclusivamente en ventaja de la preponderancia británica,  si salía mal, y en su vista entablábamos la paz, llevaba consigo el germen de otra lucha en sentido opuesto, acabando de decidir para mucho tiempo la insufrible y cruel alternativa a que nos tiene condenados la suerte o aguantar la influencia francesa, o sufrir en defecto suyo el predominio del gobierno inglés.

La situación era por lo tanto difícil después de la paz de Basilea, y si este acontecimiento importante podía lisonjearnos bajo el punto de vista que hemos tenido presente en el capítulo anterior, mirado ahora en sus relaciones con nuestra posición respecto de Inglaterra, la escena varía de un modo que nos satisface algo menos. La tormenta sin embargo podía conjurarse aun: ¿pero a quién se fiaba el cargo de ahuyentar la maléfica nube? Colocados entre una nación resentida y otra que pretendía atraernos a su amistad y a su alianza más allá de lo que los celos de la primera podían sufrir, nunca más que entonces hubiera podido sernos útil un ministro de genio y de cálculo que esquivando con habilidad los peligrosos halagos de la una, evitase nuevos motivos de encono a la irritabilidad de la otra. Godoy empero carecía de esa prenda feliz, y no era posible pedirle lo que hubiera fatigado las fuerzas de cabeza mejor que la suya. Su intimidad con la Francia republicana, al paso que formaba un contraste de los más chocantes con su espíritu de hostilidad anterior, indispuso mas y mas con nosotros a esa nación suspicaz y recelosa, que así como se distingue entre todas por el maquiavelismo peculiar de su política, sobresale igualmente por la maravillosa felicidad de vista con que descubre los más distantes objetos. Inglaterra conoció desde un principio que el ministro español no había de contentarse, en la veleidad que tan altamente le caracterizaba, con una paz pura y simple; y previendo el resultado final de su más que amigable correspondencia con los hombres que regían Francia, co­menzó con nosotros aquella guerra sorda y traicionera de que habla el príncipe de la Paz, y que a haberse conducido este con otra habilidad y otro tino, se hu­biera evitado tal vez. Carga, pues, sobre él una responsabilidad no pequeña en cuanto a la ruptura con Gran Bretaña; y si es verdad que la fuerza de las circunstancias hicieron imposible en 1796 la neutralidad armada, como él mismo dice, no es menos cierto por eso lo mucho que cooperó el favorito con su errada marcha a crear aquella situación angustiosa y difícil, en la cual no tuvimos mas medio entre dos extremos que lidiar con la Inglaterra, aceptando la alianza de la Francia, o combatir a esta última, aliándonos con aquella. De estos dos extremos, a cual más espinoso y terrible, el que se adoptó fue el primero, y ciertamente que en la equívoca posición a que tantos desaciertos nos habían traído, ni podía ni debía hacerse otra cosa. No seremos nosotros, pues, los que recriminemos ni la justicia ni el acto del rompimiento en sí mismo: culpamos solo la falta de previsión y de tino del que, por no haber calculado la cruel alternativa que su modo de obrar nos guardaba, acabó de decidir el conflicto que Carlos III había tenido la fatalidad de inaugurar. Así se fueron enlazando unas a otras las causas de nuestra actual nulidad política; así sucedieron al error del padre los errores y las faltas del hijo; así la alianza con Inglaterra en 1793 contribuyó a la prolongación de la guerra con la república hasta 1795; así dio motivo esa unión de la discordia entre los jefes españoles e ingleses, como augurio triste y siniestro del rompimiento formal que había de suceder después; así la paz de Basilea, tan satisfactoria como era en sí misma, nos indispuso más de lo que antes estábamos con el gabinete británico; así la armonía con Francia, dirigida con menos política de la que hubiera sido de desear, hizo comunicar nuevos bríos al encono siniestro de aquel; así fue preciso elegir entre el uno o la otra; así vinimos insensiblemente a parar en el tratado de S. Ildefonso; así se necesita por último seguir el hilo de los sucesos, so pena de perderse en su marcha quien pretenda salir sin su auxilio del que, si antes era laberinto enredado y tortuoso, no ha dejado de ser lo que era después de la publicación de las Memorias del hombre cuya conducta examinamos.

Hemos dicho al hablar de la paz de Basilea, que entre los motivos que tuvo la Junta de Salud pública para celebrar el tratado, fue uno, y el más poderoso sin duda, la esperanza que tenía de explotar España en beneficio propio, convirtiéndola insensiblemente en ciego satélite suyo, como por último vino a suceder.

Conocedor el gobierno francés de nuestra difícil posición entre él y el británico, y seguro de que no había de sernos posible evitar el uno de los dos predominios, trabajó con todo el ahínco que es de suponer para imponernos el suyo. La conducta observada por los ingleses en Toulon nos tenia justísimamente indignados, y los sucesos, por otra parte, de la guerra que hicimos a la república, no eran de tal naturaleza que pudiesen inspirar a nuestro ministro el gusto de tentarla otra vez. Con semejante disposición de ánimo, a pocos esfuerzos que Francia pusiese de su parte para atraer a Godoy a sus miras, no era ciertamente difícil la realización de su empeño. Francia insistió; Francia presentó las ventajas que podía traernos su alianza, pintándola con los colores mas gratos y más a propósito para cautivar al valido; Francia ofreció a su consideración , si hemos de dar crédito a la mayoría de los historiadores, la utilidad que de su apoyo podría resultarle para conservarse en el poder, en donde se le miraba con tedio; Francia, en fin, acabó de fascinarle hasta por medio de esperanzas las más quiméricas, tal como la de hacerle creer la posibilidad de colocar en el trono de Francia (abolida por supuesto la república) un individuo cualquiera de la familia real de España. El ministro español cayó en el lazo, y las negociaciones caminaron derecha y aceleradamente a su ajuste definitivo. Sometida a la deliberación del consejo la gravedad de nuestra situación, opinó unánimemente, según el autor de las Memorias, que en el caso de haber de romper con Inglaterra o con Francia, era preferible lo primero; y puesto a discusión si podía o no ser posible contrarrestar a Gran Bretaña con nuestros solos recursos, fue de parecer que no, como no podía menos de serlo; quedando reconocida por consiguiente la necesidad de una alianza con la república, cuyas fuerzas unidas a las nuestras eran las únicas que en aque­lla situación podían hacer frente a las de aquella. Pero esa alianza era una cuestión en extremo delicada, cuestión de independencia o de yugo para nuestro país, y cuestión por otra parte de honor y decoro también. ¡Carlos IV aliado de aquella república, cuya primera víctima había sido el jefe de la rama primogénita de su familia! Que la España monárquica hubiese hecho la paz con Francia, nada tenía de particular, porque nada se opone a que las monarquías y las repúblicas transijan sus querellas entre sí; ¡pero pasar de la paz a la alianza; pasar del mero hecho de no ser hostil a la que acababa de ser su enemiga, a darle el ósculo de fraternidad y de amor, enlazando sus manos con ella poco menos que sobre el cadalso de Luis! Ciertamente que el cuadro tenía muy poco de lisonjero, y que al verlo el león español, tendría que reconcentrar sus iras y volver la cabeza a otra parte. Pero las circunstancias habían llegado al extremo de no ser posible otra cosa, y menguada o no aquella alianza, fue preciso arrostrar el desdoro. El hombre que había puesto antes toda su vanidad y su orgullo en hacer la guerra a Francia, y el que con pretexto de no ser posible tratar con asesinos y verdugos, se negó con la tenacidad que los lectores han visto al mero y simple acto de terminar las hostilidades con la república, puesto ahora de acuerdo con los herederos de las consecuencias creadas por el regicidio, prescindió enteramente de todo, cargando con el vergonzoso empeño, vergonzoso en él mas que en nadie, de sostener aquellas mismas consecuencias contra la porfía y tenacidad de su más terrible contraria. Francia, enemiga de los reyes y de los papas, y la España del catolicismo y de la monarquía, se dieron el ósculo al fin, y se firmó el tratado de S. Ildefonso.

Tratado de S. Ildefonso.

S. M C. el rey de España y el Directorio ejecutivo de la república francesa, animados del deseo de estrechar los lazos de la amistad y buena inteligencia que restableció felizmente entre España y Francia el tratado de paz concluido en Basilea el 22 de julio de 4795 (4 thermidor año III de la república), han resuelto hacer un tratado de alianza ofensiva y defensiva, comprensivo de todo loque interesa a las ventajas y defensa común de las dos naciones; y han encargado esta negociación importante y dado sus plenos poderes para ella a saber: S. M. C. el rey de España al excelentísimo señor D. Manuel de Godoy y Alvarez de Faria, Ríos, Sánchez, Zarzosa; príncipe de la Paz; duque de Alcudia; señor del Soto de Roma y del Estado de Albalá; grande de España de primera clase; regidor perpetuo de la villa de Madrid y de las ciudades de Santiago, Cádiz , Málaga y Écija y Veinticuatro de la de Sevilla; caballero de la insigne orden del Toison de Oro, gran cruz de la real y distinguida española de Carlos III; comendador de Valencia del Ventoso, Ribera, y Aceuchal en la de Santiago; caballero gran cruz de la real orden de Cristo y de la religión de S. Juan; consejero de Estado; primer secretario de Estado y del Despacho; secretario de la reina; superintendente general de correos y caminos; protector de la real academia de las Nobles Artes, y de los reales gabinetes de Historia Natural, Jardín Botánico, Laboratorio Químico y Observatorio Astronómico; gentil-hombre de cá­mara con ejercicio; capitán general de los reales ejércitos; inspector y sargento mayor del real cuerpo de Guardias de Corps etc.; y el Directorio ejecutivo de la república francesa al ciudadano Domingo Catalina Perignon, general de división de los ejércitos de la misma república, y su embajador cerca de S. M. C. el rey de Es­paña; los cuales, después de la comunicación y cambio respectivos de sus plenos poderes, de que se inserta copia al fin del presente tratado, han convenido en los artículos siguientes:

1º. Habrá perpetuamente una alianza ofensiva y defensiva entre S. M. C. el rey de España y la república francesa.

2º. Las dos potencias contratantes se garantizarán mutuamente sin reserva ni excepción alguna, y en la forma mas auténtica y absoluta, todos los estados, territorios, islas y plazas que poseen y poseerán recíprocamente, y si una de las dos se viese en lo sucesivo amenazada o atacada bajo cualquier pretexto que sea, la otra promete, se empeña y obliga a auxiliarla con sus buenos oficios y a socorrerla de ser requerida, según se estipulará en los artículos siguientes.

3º. En el término de tres meses, contados desde el momento de la requisición, la potencia requerida tendrá prontas y a la disposición de la potencia demandante 45 navíos de línea, tres de ellos de tres puentes o de 80 cañones, y 42 de 70 ó 72. 6 fragatas de una fuerza correspondiente y cuatro corbetas o buques ligeros, todos equipados y armados, provistos de víveres para seis meses y de aparejos para un año. La potencia requerida reunirá estas fuerzas navales en el puerto de sus domi­nios que hubiese señalado la potencia demandante.

4º. En el caso de que para principiar las hostilidades juzgase a propósito la potencia demandante exigir solo la mitad del socorro que debe dársele en virtud del artículo anterior, podrá la misma potencia en todas las épocas de la campaña pedir la otra mitad de dicho socorro, que se le suministrará del modo y dentro del plazo señalado; y este plazo se entenderá contando desde la nueva requisición.

5º. La potencia requerida aprontará igualmente, en virtud de la requisición de la potencia demandante, en el mismo término de tres meses, contados desde el momento de dicha requisición. 48,000 hombres de infantería y 6,000 de caballería, con un tren de artillería proporcionado; cuyas fuerzas se emplearán únicamente en Europa , o en defensa de las colonias que poseen las partes contratantes en el golfo de Méjico.

6º. La potencia demandante tendrá facultad de enviar uno o mas comisarios, a fin de asegurarse si la potencia requerida con arreglo a los artículos antecedentes se ha puesto en estado de entrar en campaña en el día señalado, con las fuerzas de mar y tierra estipuladas en los mismos artículos.

7º. Estos socorros se pondrán enteramente a la disposición de la potencia demandante, bien para que los reserve en los puertos o en el territorio de la potencia requerida, bien para que los emplee en las expediciones que le parezca conveniente emprender; sin que esté obligada a dar cuenta de los motivos que la determinen a ellas.

8º. La requisición que haga una de las potencias de los socorros estipulados en los artículos anteriores, bastará para probar la necesidad que tiene de ellos, y para imponer a la otra potencia la obligación de afrontarlas, sin que sea preciso entrar en discusión alguna de si la guerra que se propone hacer es ofensiva o defensiva, o sin que se pueda pedir ningún género de explicación dirigida a eludir el más pronto y más exacto cumplimiento de lo estipulado.

9º. Las tropas y navíos que pida la potencia demandante quedarán a su dispo­sición mientras dure la guerra , sin que en ningún caso puedan serle gravosas. La potencia requerida deberá cuidar de su manutención en todos los parajes donde su aliada los hiciese servir, como si las emplease directamente por sí misma. Y solo se ha convenido que durante todo el tiempo que dichas tropas y navíos permaneciesen dentro del territorio, o en los puertos de la potencia demandante, deberá esta franquear de sus almacenes o arsenales todo lo que necesiten, del mismo modo y a los mismos precios que si fuesen sus propias tropas o navíos.

10º. La potencia requerida reemplazará al instante los navíos de su contingente que pereciesen por los accidentes de la guerra o del mar; y reparará también las pérdidas que sufriesen las tropas que hubiere suministrado.

11º. Si fuesen o llegasen a ser insuficientes dichos socorros, las dos potencias contratantes pondrán en movimiento las mayores fuerzas que les sea posible, así de mar como de tierra, contra el enemigo de la potencia atacada, la cual usará de dichas fuerzas, bien combinándolas, bien haciéndolas obrar separadamente; pero todo conforme a un plan concertado entre ambas.

12º. Los socorros estipulados en los artículos antecedentes se suministrarán en todas las guerras que las potencias contratantes se viesen obligadas a sostener, aun en aquellas en que la parte requerida no tuviese interés directo, y solo obrase como puramente auxiliar.

13º. Cuando las dos partes llegasen a declarar la guerra de común acuerdo a una o mas potencias, porque las causas de las hostilidades fuesen perjudiciales a ambas, no tendrán efecto las limitaciones prescritas en los artículos anteriores, y las dos potencias contratantes deberán emplear contra el enemigo común todas sus fuerzas de mar y tierra, y concertar sus planes para dirigirlas hacia los puntos más con­venientes, bien separándolas o bien reuniéndolas. Igualmente se obligan en el caso expresado en el presente artículo a no tratar de paz sino de común acuerdo, y de manera que cada una de ellas obtenga la satisfacción debida.

14º. En el caso de que una de las dos potencias no obrase sino como auxiliar, la potencia solamente atacada podrá tratar separadamente por si la paz; pero de modo quede esto no resulte perjuicio alguno a la potencia auxiliar del modo y del tiempo convenido para abrir y seguir las negociaciones.

15º. Se ajustará muy en breve un tratado de comercio fundado en principios de equidad y utilidad recíproca a las dos naciones , que asegure a cada una de ellas en el país de su aliada una preferencia especial a los productos de su suelo y a sus manufacturas, o a menos ventajas iguales a las que gozan en los Estados respectivos las naciones más favorecidas. Las dos potencias se obligan desde ahora a hacer causa común, así para reprimir y destruir las máximas adoptadas por cualquier país que sea que se opongan a sus principios actuales y violen la seguridad del pabellón neutral y respeto que se le debe, como para restablecer y poner el sistema colonial de España sobre el pie en que ha estado o debido estar según los tratados.

16º. Se arreglará y decidirá al mismo tiempo el carácter y jurisdicción de los cónsules por medio de una convención particular: y las anteriores al presente tra­tado se ejecutarán interinamente.

17º. Á fin de evitar todo motivo de contestación entre las dos potencias, se han convenido que tratarán inmediatamente y sin dilación de explicar y aclarar el articulo 7º del tratado de Basilea, relativo a los limites de sus fronteras, según las instrucciones, planes y memorias que se comunicarán por medio de los mismos plenipotenciarios que negocian el presente tratado.

18º. Siendo Inglaterra la única potencia de quien España ha recibido agravios directos, la presente alianza solo tendrá efecto contra ella en la guerra actual, y España permanecerá neutral respecto a las demás potencias que están en guerra con la república.

19º. El canje de las ratificaciones del presente tratado se hará en el término de un mes, contado desde el día en que se firme.

Hecho en San Ildefonso a diez y ocho de agosto de mil setecientos noventa y seis.=(L. S.) El príncipe de la Paz.—(L. S.) Perignon.

--------------

El príncipe de la Paz ha negado que España se hubiese comprometido por esta alianza a sostener a Francia y la revolución, dando por razón de su negativa la circunstancia de ser la revolución un hecho ya consumado cuando aquella alianza se hizo. Débil refutación de un aserto que constituyen fortísimo todos los renglones del testo de aquel convenio. La revolución era en efecto un hecho consumado, pero contra cuya existencia había enemigos interiores y exteriores que trabajaban sin descanso porque dejara de ser tal hecho: ¿cómo, pues, negar que la alianza era un verdadero empeño en lo que toca a sostenerla? Ha dicho Godoy también que es falsa la desigualdad que todos los escritores atribuyen a aquella alianza, y falso que fuese más beneficiosa a la república que no a nosotros: ¿pero cuál de las dos naciones tenia entonces contra si mayor número de enemigos? ¿Francia; contra la cual continuaba la guerra de principios, unida a la de ambición y a la de intereses, o España cuyo único contrario, y para eso sin romper con ella formalmente, era Gran Bretaña? ¿Cuál de las dos naciones contratantes tenía en aquella época me­nos recursos para salir airosa en la guerra de los mares? ¿ Cuál de ambas por último se hallaba más necesitada de apoyo material y moral con relación a sus circunstancias? Si pues Francia tenia un número de contrarios infinitamente mayor que nosotros, y si su marina tan mal parada desde los sucesos de nuestra primera cam­paña se hallaba también en un estado inferior a la nuestra, ¿quién ganaba sobre quién en la celebración del tratado? Ha dicho Godoy, además, que lejos de haberle reportado a Francia mayores beneficios que a nosotros, perdió ella sus colonias y nosotros conservamos las nuestras; pero si es verdad que las conservamos durante el reinado de Carlos IV, ¿no perdió en cambio en ese mismo reinado la brillante marina de Carlos III? ¿no era esa marina una cuestión de vida o muerte para la conservación ulterior de nuestras colonias? ¿no la perdimos en nuestras luchas con Gran Bretaña? ¿no tienen finalmente ningún punto de contacto esos terribles desastres con el tratado de S. Ildefonso? Nosotros sentimos en el alma tener que expresarnos así, y tener que reproducir unos cargos cuyo recuerdo quisiéramos evitar; pero cómo escribir de otro modo después de publicadas las Memorias de un hombre que así se santifica, y que nunca confiesa que erró? Ha dicho finalmente el príncipe de la Paz, que habiendo sido resuelta la alianza de S. Ildefonso, lo mismo por él que por el consejo de Estado, de este lo mismo que suya debería ser la culpa que a sus hombros pretende cargarse; y ha dicho además, o así lo ha querido decir, que algo deben también tenerse en cuenta la turbación de la época y la fatali­dad de los tiempos en que aquel tratado se hizo; pero el consejo que opinó lo que no podía menos de opinar, atendida la situación de España en aquellos días entre dos potencias rivales, ¿deberá ser responsable de los desaciertos cometidos por quien ejercía el poder y que tanto contribuyeron a agravar esa situación? Y de haber habido algún consejero que hubiese osado oponerse con vigor y con energía a lo que acaso se consultaba por mera fórmula, ¿hubiera estado seguro dé no experimentar igual suerte que el conde de Aranda? Y en cuanto a la fatalidad de la época, ¿cómo hemos de ser tan ciegos que no le concedamos la parte que tan de justicia le toca en la realización de nuestras desgracias? Pero por eso cabalmente hubiéramos querido otra mano más experimentada que la del príncipe de la Paz para dirigir el timón de nuestros negocios, otra sagacidad para penetrar las intenciones de los gabinetes, otra previsión para ver las cosas desde lejos, otra cabeza en fin, pues otras cabezas había, para sustituir la del hombre que ni por sus estudios, ni por su genio se hallaba en el caso de medirse con las dificultades de la situación. Dése, pues, a esta lo que en justicia le toque; pero dése también al historiador, cuya primera obligación es exponer la verdad, la procedencia y la filiación de los hechos; désele, decimos, el derecho de manifestar la parte que los hombres pudieron tener en hacer más difícil una situación tan espinosa de suyo y que todo contribuye a creer que no se hizo lo bastante por mejorar. Solo así puede ser útil la historia, y solo así puede dar lecciones que enseñen a los venideros el modo mejor de evitar los errores de los que les han precedido.

El directorio francés, que así como había sucedido a la junta de Salud pú­blica, había heredado también su proyecto de asociarnos a la alianza, con objeto de servirse de España como de una amiga dócilmente sujeta a sus exigencias, puso un empeño más que regular en que la susodicha alianza fuese la reproducción, ni más ni menos, del antiguo pacto de familia, a cuyo efecto no se descuidó en explotar la ocasión oportuna que para ello le brindaba la conducta marcadamente hostil con que Gran Bretaña vengaba sordamente sus iras al observar nuestras relaciones cada vez más estrechas con el mismo directorio. El consejo de Estado, según Godoy, opinó en su mayoría por la renovación de aquel pacto; pero conociendo el valido, si hemos de dar crédito a lo que él mismo dice, los in­finitos compromisos que nos había de crear un paso de tanta trascendencia en circunstancias tan diferentes de las de los tiempos de Carlos III, fue de opinión que el tratado con la república francesa debía restringirse al solo caso de combatir en unión con ella contra Gran Bretaña. Comunicada al directorio la resolución del gabi­nete español en este sentido, respondió que no le parecía eso bien, pues si se limitaba la alianza al solo hecho de la mencionada guerra, estaría muy lejos de aparecer el tratado con todas las señales de importancia que convenía darle , y por lo mismo , y siendo útil al interés de las dos naciones mostrarse a los ojos de la Europa bajo idéntico pie que en 1761, la alianza debía aparecer con toda la extensión del pacto que el directorio deseaba reproducir, salvo empero el dejarlo limi­tado a la guerra contra Gran Bretaña por medio de un artículo secreto. Carlos IV contestó, y contestó bien, que ese artículo secreto podría servir en buena hora para que Francia no pudiese exigir lo que ostensiblemente se pactase en los restantes; pero eso no quitaría que Europa la considerase comprometida real y efectiva­mente contra las demás potencias que estaban en guerra con la república. Para evitar esto, pues, y para que no se creyese una cosa tan opuesta a las miras y designios de S. M., manifestó Godoy en su ultimátum que la resolución de Carlos IV era irrevocable por lo que toca a este punto, y que lo único que podía hacer era ajustar con la república un tratado en el cual se contuviesen los ar­tículos del antiguo pacto de familia que fuesen compatibles con las circunstancias del tiempo y con las intenciones y miras de limitarlo a la guerra marítima con los ingleses, en obsequio de las cuales exigía de un modo formal que el artículo que el directorio deseaba secreto fuese patente lo mismo que los otros. El directorio recurrió entonces a una treta en que cayeron Carlos IV y su ministro, y accediendo a que fuese patente el artículo en cuestión, propuso como una benévola correspondencia de nuestra parte (palabras terminantes del príncipe de la Paz) que el texto del articulo fuese concebido de tal modo que la excepción pareciera limitarse a la neutralidad con las potencias amigas de España durante aquella guerra, con el único objeto que del artículo en cuestión no debieran inferir los enemigos de Francia que España sería neutral en cualesquiera otras guerras posteriores que se suscitasen a la república y tuviesen por ilusoria la alianza. Esto, como se ve, producía siempre el efecto de presentar a Carlos IV ostensiblemente comprometido mas de lo que realmente lo estaba; y habiendo sido el deseo de evitar tal creencia la razón principal para negarse aquel a hacer secreto el artículo, la misma razón existía siempre para no consentir su redacción en sentido equívoco y susceptible de ser interpretado de un modo mas lato de lo que era en sí. Hizóse sin embargo lo que el directorio quería , y el artículo (que es el decimoctavo de la alianza) quedó redactado de esta suerte: Siendo Inglaterra la única potencia de quien España ha recibido agrarios directos, la presente alianza solo tendrá efecto contra ella en la guerra actual, y España permanecerá neutral con respecto a las demás potencias que están en guerra con la república. Estas palabras bastaban, como se ve, a tranquilizar las potencias que estaban en guerra con Francia, en cuanto a no temer hostilidades por parte de España durante la guerra entonces existente; pero ni esa seguridad era extensiva a las guerras que pudieran suscitarse después, ni Europa por consiguiente dejó de considerar el tratado de S. Ildefonso como una reproducción embozada del antiguo pacto. Nuestro compromiso moral fue el mismo en el uno que en el otro; y a pesar de las diferencias características que entre ambos señala el príncipe de la Paz, no por eso creemos que vayan desacertados los autores que dan al tra­tado en cuestión el mismo y aun mayor valor que al celebrado por Carlos III, aten­didas las diferentes circunstancias y la diversa índole de los tiempos en que uno y otro se hicieron. Nuestra causa a los ojos del mundo quedó confundida por él con la causa de la revolución; nuestras fuerzas quedaron desde aque­lla alianza poco menos que a disposición del directorio; el contrato fue desigual y leonino, como dice Mr. de Pradt; los males políticos que de él se nos ocasionaron fue­ron sin cuento y de los mas terribles, como veremos en el discurso de nuestra nar­ración; aquella alianza, en fin, fue un contraste irrisorio y menguado con el sistema de política seguido anteriormente por Carlos IV y su hechura, y el lector nos habrá de disimular si le hemos parecido prolijos al hablar de un tratado de tan fatal trascendencia, que si salía bien tenia que aumentar, como dice Foy, el poder relativo de Francia, mientras sucediendo al contrario, había de aumentar el de Inglater­ra. Nosotros siempre debajo.

La nación británica que hasta la celebración del tratado de S. Ildefonso se había contenido sin declararnos la guerra, nos la declaró en el momento que tuvo noticia de él. La corte de España hizo también la declaración de la suya, publicando el siguiente documento, en el cual se exponen los justes motivos de irritación que nos animaban contra Inglaterra:

«Uno de los principales motivos que me determinaron a concluir la paz con la república francesa, luego que su gobierno empezó a tomar una forma regular y sólida, fue la conducta que Inglaterra había observado conmigo durante todo el tiempo de la guerra, y la justa desconfianza que debía inspirarme para lo sucesivo la experiencia de su mala fe. Esta se manifestó desde el momento más critico de la primera campaña en el modo con que el almirante Hood trató a mi escuadra en Toulon, donde solo atendió a destruir cuanto no podía llevar consigo; y en la ocupación que hizo poco después de Córcega, cuya expedición ocultó el mismo almirante con la mayor reserva a D. Juan de Lángara cuando estuvieron juntos en Toulon. La demostró luego el ministerio inglés con su silencio en todas las negociaciones con otras potencias, especialmente en el tratado que firmó en 24 de noviembre de 1794 con los Estados Unidos de América, sin respeto o consideración alguna a mis derechos, que le eran bien conocidos. La noté también en su repugnancia a adoptar los planes o ideas que podían acelerar el fin de la guerra, y en la respuesta vaga que dio milord Grenville a mi embajador marqués del Campo cuando le pidió socorros para conti­nuarla. Acabó de confirmarme en el mismo concepto la injusticia con que se apropió el rico cargamento de la represa del navío español el Santiago o Aquiles, que debía haber restituido, según lo convenido entre mi primer secretario de Estado y del despacho príncipe de la Paz, y el lord Saint Helens, embajador de S. M. Británica; y la detención de los efectos navales que venían para los departamentos de mi marina a bordo de buques holandeses, difiriendo siempre su remesa con nuevos pretextos y dificultades. Y finalmente, no me dejaron duda de la mala fe con que procedía Inglaterra las frecuentes y fingidas arribadas de buques ingleses a las costas del Perú y Chile, para hacer el contrabando y reconocer aquellos terrenos bajo la apariencia de la pesca de la ballena, cuyo privilegio alegaban por el convenio de Nootka. Tales fueron los procederes del ministerio inglés para acreditarla amistad, buena correspondencia e íntima confianza que había ofrecido a España en todas las operaciones de la guerra, por el convenio de 25 de mayo de 1793. Después de ajustada la paz con la república francesa, no solo he tenido los más fundados motivos para suponerle a Inglaterra intenciones de atacar mis posesiones de América, sino que he recibido agravios directos que me han confirmado la resolución formada por aquel ministerio de obligarme a adoptar un partido contrario al bien de la humanidad, destrozada con la sangrienta guerra que devasta Europa , y opues­to a los sinceros deseos que le he manifestado en repetidas ocasiones de que termi­nase sus estragos por medio de la paz, ofreciéndole mis oficios para celebrar su conclusión. Con efecto, ha patentizado Inglaterra sus miras contra mis dominios en las grandes expediciones y armamentos enviados a las Antillas, destinados en parte contra Santo Domingo, a fin de impedir su entrega a Francia, como demuestran las proclamaciones de los generales ingleses en aquella isla; en los establecimientos de sus compañías de comercio, formados en la América septentrional a la orilla del río Missouri, con ánimo de penetrar por aquellas regiones hasta el mar del Sur. Y últimamente en la conquista que acaba de hacer en el continente de la América Meridional de la colonia y rio Demerari, perteneciente a los holandeses, cuya ventajosa situación les proporciona la ocupación de otros impor­tantes puntos. Pero son aun más hostiles y claras las que ha manifestado en los repetidos insultos a mi bandera, y en las violencias cometidas en el Mediterráneo por sus fragatas de guerra, extrayendo de varios buques españoles los reclutas de mis ejércitos que venían de Génova a Barcelona; en las piraterías y vejaciones con que los corsarios Corsos y Anglo-corsos, protegidos por el gobierno inglés de la isla, destruyen el comercio español en el Mediterráneo hasta dentro de las ensenadas de la costa de Cataluña; y en las detenciones de varios buques españoles cargados de propiedades españolas, conducidos a los puertos de Inglaterra bajo los mas frívolos pretextos, con especialidad en el embargo del rico cargamento de la fragata española la Minerva, ejecutado con ultraje del pabellón español, y detenido aun a pesar de haberse presentado en tribunal competente los documentos más auténticos que demuestran ser dicho cargamento propiedad española. No ha sido menos grave el atentado hecho al carácter de mi embajador D. Simón de las Casas por uno de los tribunales de Londres que decretó su arresto, fundado en la demanda de una cantidad muy corta que reclamaba un patrón de barco. Y por último han llegado, a ser intolerables las violaciones enormes del territorio es­pañol en las costas de Alicante y Galicia por los bergantines de la marina real inglesa el Camaleón y el Kingeroo; y aun más escandalosa e insolente la ocurrida en la isla de la Trinidad de Barlovento, donde el capitán de la fragata de guerra Alarma, D. Jorge Vaughan, desembarcó con bandera desplegada y tambor batiente a la cabeza de toda su tripulación armada para atacar a los franceses y vengarse de la injuria que decía haber sufrido, turbando con un proceder tan ofensivo de mi soberanía la tranquilidad de los habitantes de aquella isla. Con tan reiterados e inauditos insultos ha repelido al mundo aquella nación ambiciosa los ejemplos de que no reconoce más ley que la del engrandecimiento de su comercio por medio de un despotismo universal en la mar; ha apurado los limites de mi moderación y sufrimiento, y me obliga, para sostener el decoro de mi coro­na y atender a la protección que debo a mis vasallos, a declarar la guerra al rey de Inglaterra, a sus reinos y súbditos, y a mandar que se comuniquen a todas las partes de mis dominios las providencias y órdenes que corresponden y conduz­can a la defensa de ellos y de mis amados vasallos, y a la ofensa del enemigo. Se tendrá entendido en el consejo para su cumplimiento en la parte que le toca. En S. Lorenzo a 3 de octubre de 1796.=A .obispo gobernador del consejo.

Publicado este real decreto en el consejo pleno de 6 del mismo mes, acordó su cumplimiento, y para ello es pedir esta mi cédula. Por la cual os mando a todos y a cada uno de vos en vuestros lugares, distritos y jurisdicciones que luego que la recibáis, veáis mi real deliberación contenida en el decreto que va inserto, y la guardéis, cumpláis y ejecutéis, y hagáis guardar, cumplir y ejecutar en todo y por todo, como en ella se contiene, dando las órdenes y providencias correspon­dientes, a fin de que conste a todos mis vasallos, y se corte toda comunicación, trato o comercio entre ellos e Inglaterra y sus posesiones y habitantes, etc.»

-----------------

Los principios de nuestra lucha con Gran Bretaña fueron de mal agüero para el pabellón español. Habiendo salido de Cádiz nuestra escuadra, compuesta de 27 navíos de línea, siete, de ellos de tres puentes, 10 fragatas, 3 corbetas y otros buques menores, y mandada por el comandante general D. José de Córdoba, encontró junto al cabo de S. Vicente el día 11 de febrero de 1797 la armada enemiga, mandada por el almirante Jerwis, inferior en número a la nuestra; pero habiéndose reunido a Jerwis con otra escuadra el almirante Parker, se vio precisada la nuestra a batirse con ambas. Las esperanzas de buen éxito por nuestra parte eran fundadas todavía, pues a pesar de la reunión de los dos almirantes, nuestra escuadra era superior a la de ambos, y Córdoba pudo haberlos balido; pero habiendo este ordenado mal la extensión de su línea, proporcionó a Jerwis la ocasión de separar de ella seis de nuestros navíos, sobre los cuales cargó el enemigo con todas sus fuerzas, apresándonos cuatro de ellos, que fueron el S. José, el Salvador, el S. Isidro y el S. Nicolás, habiendo sido inútil la valerosa defensa que hicieron, y no habiendo cedido sino desarbolados y casi destruidos. Jerwis se retiró con la presa que acababa de hacer, evitando nuevos combates, y Córdoba volvió a Cádiz con los restos de la escuadra vencida.

COMBATE NAVAL DEL CABO DE SAN VICENTE.

Este desgraciado suceso eclipsó la brillante reputación que hasta entonces había gozado el general Córdoba. Puesto este en consejo de guerra, se le acusó de no haber impedido la unión de Jerwis y Parker, habiendo podido hacerlo, con lo demás que hemos dicho acerca de la demasiada extensión que dio malamente a su línea, cuya consecuencia inmediata fue quedar cortada una parte de la escuadra, y la derrota que después sufrimos. El consejo le condenó a la pérdida de su empleo, inhabilitándole de obtener ningún mando en lo sucesivo, y prohibiéndole habitar en la corte y en las capitales de los departamentos de marina.

Menos afortunados los ingleses en las indias occidentales, enviaron en abril del mismo año una expedición contra Puerto-Rico, compuesta de 68 buques de transporte, sostenidos por un navío de tres puentes, otros cuatro de sesenta a cincuenta, dos bombardas y un crecido número de lanchas cañoneras, desembarcando 40,000 hombres en la costa de Cangrejos. La plaza no contaba para su defensa sino 973 hombres del regimiento fijo, la mayor parte de ellos reclutas, 4,600 de milicias disciplinadas, 200 de urbanas y 300 pardos y negros libres y esclavos presentados por sus amos; pero el gobernador Castro había anticipado en tales términos sus disposiciones y providencias, y fue de tal manera secundado en ellas por sus oficiales y tropa, que a pesar de la gran superioridad del enemigo, experimento este en el desembarco una pérdida considerable, ocasionada por las partidas de un pequeño campo volante que le observaba. Los invasores establecieron su campamento en paraje que no podía ser visto de la plaza, y se adelantaron a formar el ataque de los castillos de S. Gerónimo y cabeza del puente de S. Antonio, que defiende el paso por el caño del mismo nombre al islote en donde está situada la plaza de Puerto-Rico; y sin embargo de que contra estos débiles y reducidos fuertes levantaron baterías con artillería de superior calibre a la que aquellos tenían, y a pesar de haber sido batido también por mar el de S. Gerónimo por los buques enemigos, el valor y constancia con que se defendieron reparando incesantemente sus ruinas, hicieron inútiles los esfuerzos del sitiador, causándole no­table estrago sus fuegos y los de los gánguiles, pontones y lanchas que se habili­taron por falta de otros buques. No le molestaron menos las salidas que con escasí­sima fuerza, aunque resuella y valerosa, se hicieron contra el enemigo, obligán­dole a desistir de las vejaciones con que al principio afligía a los habitantes de la campaña, y a encerrarse dentro de su campo, sin atreverse a salir de él. Últimamente habiéndose llegado a juntar en el cuerpo volante hasta 800 hombres, acometieron por la retaguardia al contrario, y le provocaron a la salida, que rehusó, resultando de esto batirse la generala en el campamento enemigo, ponerse todo su ejército sobre las armas y resolver finalmente su reembarco con tan precipitada fuga, que dejó en el campo la artillería, municiones, tiendas, víveres, caballos y demás efectos que habían desembarcado, perdiendo 2,000 hombres entre muertos y prisioneros. Cubriéronse de gloria en la defensa de Puerto-Rico el intrépido brigadier D. Ramón de Castro, comandante de la misma y todos los oficiales y soldados que en ella había, sin excluir los mismos negros.

DERROTA DE LOS INGLESES EN PUERTO-RICO

La escuadra británica se presentó a principios de julio del mismo año delante de Cádiz, bloqueando su puerto y bombardeando la plaza, habiendo sido el resul­tado igualmente sin fruto para las naves inglesas. Los gaditanos se defendieron con un valor y heroísmo a toda prueba, habiéndose trabado muchos y obstinados combates entre las lanchas de las dos naciones. La noche del 3 de dicho mes fue tomado y traído a remolque por nuestros botes un queche bombardero destinado por los ingleses a disparar contra la ciudad, habiéndose verificado ésta presa cuando no había podido arrojar sino tres bombas sobre el casco de la población. La noche del 5 fue gloriosa a nuestras armas lo mismo que la del 3. Los ingleses acercaron a la ciudad un bombo, dos bombardas y una obusera, aprovechando la oportunidad que les ofreció para ello la marea creciente; pero habiendo disparado durante tres horas sin tino y sin acierto, no consiguieron hacer llegar a la población un solo proyectil. Los fuegos de la ciudad y de nuestras cañoneras obligaron a los buques enemigos a verificar su retirada a remolque y a remo, lo cual consiguieron con suma dificultad en medio de una destrucción casi completa. Intentado otro ataque por los ingleses en la mañana del 10, les fue imposible realizarlo, merced a los nuevos medios de defensa que se prepararon en la plaza, viéndose en su virtud obligada la armada enemiga a limitarse al bloqueo marítimo, renunciando al bombardeo. Brillaron en esta defensa el comandante general de la escuadra del Océano, D. José de Mazarredo y el teniente general D. Federico Gravina, el mayor general D. Antonio Escaño, los jefes de escuadra D. Domingo de Nava y D. Juan Villavicencio, el capitán de fragata D. Antonio Miralles, el teniente de navío D. Miguel Irigoyen y los oficiales de igual clase D. Pedro Ferriz y D. Juan Cabaleri. El vecindario de Cádiz cooperó a la defensa de la población con un donativo de cien mil pesos fuertes, habiendo añadido además los fondos necesarios para aumentar los medios de defensa que obliga­ron a los ingleses a renunciar al bombardeo. El consulado ofreció igualmente de su parte cuatro millones, destinados a premiar los individuos de tropa y mari­neros que más se habían distinguido, y el obispo D. Antonio Martínez de la Plaza señaló treinta mil reales sobre las rentas de su mitra para pensiones de los estropea­dos y de las viudas e hijos de los que perecieron en aquella memorable defensa. Tuvo esta de notable también la circunstancia de haber sido el contra-almirante Nelson el jefe de las naves enemigas. Rechazado este de Cádiz, se dirigió a Tenerife con una división de cuatro navíos, tres fragatas, una bombarda y una multitud de buques menores. Verificado el primer ataque inútilmente, repitió otro el día 24 de julio, embistiendo el mu­lle y la ciudad a las once de la noche, y poniéndose él mismo a la cabeza de sus tropas. Habiendo llegado con 2000 hombres a medio tiro de cañón de Paso-Alto, dieron los ingleses el grito general de acometida, al cual respondió nuestra artillería, compuesta de 60 piezas, con torrentes de metralla. El temerario Nelson, al tocar el muelle, recibió un tiro que le rompió un brazo, cayendo mortalmente herido su segundo Andrevos.

DERROTA DE NELSON EN TENERIFE.

El enemigo tuvo en aquella acción 500 muertos, entre los cuales se contaron el capitán Bowen y varios oficiales. Un gran número de lanchas que no atinaron con el muelle, se estrellaron en la costa, yendo a pique el Cutter Fox, acribillado de balas a flor de agua. Malograda la expedición, era imposible el reembarco, porque arreciaba el mar, circunstancia que puso al comandante de las islas, D. Francisco Gutiérrez, en el caso de poder hacer prisioneros a todos los ingleses quo quedaban. Viéndose Nelson en el mayor apuro, llegó al extremo de suplicar al gobernador le permitiese reembarcarse, prometiéndole en cambio no intentar en lo sucesivo empresa alguna contra Tenerife ni contra las demás islas Canarias. Gutiérrez, que ignoraba las fuerzas con que Nelson podría contar, aceptó la propuesta, llevando su caballerosidad hasta el punto de enviar a Nelson muchas cosas necesarias para su curación, a cuya galantería correspondió el jefe enemigo encargándose de dirigir á España por sí mismo la correspondencia de la plaza. Reem­arcáronse los ingleses, y quedaron convertidos en humo los proyectos de aquella expedición. Entre los que contribuyeron a la defensa de la isla, se contaron los marineros franceses que se hallaban en el puerto.

Estos felices sucesos alentaron el espíritu público, notablemente decaído desde la derrota naval del Cabo de S. Vicente; pero el año 1798 experimentamos dos reveses sensibles y que volvieron a excitar la ansiedad : tales fueron la pérdida de la isla de Menorca en Europa y la de la Trinidad en América. Esta última, situada enfrente de la desembocadura del Orinoco, estuvo poco menos que abandonada y desierta hasta que el ministro Gálvez se dedicó a fomentarla, concediendo a sus puertos franquicias ilimitadas, entre ellas la de recibir extranjeros. Todos los descontentos de los demás gobiernos de las islas vecinas acudían a la Trinidad con sus fondos y sus negros, habiendo llegado a hacerse una colonia flore­ciente, gracias a la protección del gobierno y al celo y eficacia con que contribu­yó a su prosperidad el gobernador D. José María Chacón. La pérdida de la isla provino de la misma causa que había ocasionado su prosperidad; del extranjerismo de tantos individuos como allí se acogieron. Adictos a sus intereses y pro­piedades mas bien que al interés de la monarquía, cedieron los habitantes a las primeras amenazas que les hizo el enemigo de despojarlos de sus bienes si llegaba a tomar la isla por fuerza. El gobernador Chacón, aturdido y desconcertado al ver la vergonzosa defección de aquellas gentes que tanto había protegido, cedió malamente al tumulto, y perdió la isla sin que su toma costase a los in­gleses sino algunos tiros. D. Sebastián Ruiz de Apodaca, encargado de la defensa marítima de la isla, tanto o mas turbado que Chacón, quemó su escuadra, compuesta de cuatro navíos, una fragata y otros buques menores, para evitar que cayese en poder del enemigo. Ambos jefes fueron destituidos de sus empleos, quedando además Chacón condenado a destierro perpetuo de todos los dominios españoles.

La toma de Menorca se verificó en noviembre del mismo año, habiéndose apoderado los ingleses de ella en número de 7 a 8,000 hombres. Este suceso ofr­ció a Gran Bretaña una escala en el Mediterráneo tanto más ventajosa, cuanto más necesaria le era para contrariar los planes del general Bonaparte, ocupado entonces en la famosa expedición de Egipto. Este revés, dice el príncipe de la Paz, no fue en el tiempo de mi mando; y esta observación parece querer indicar que no debe hacérsele responsable de él: el lector decidirá lo que corres­ponda en justicia.

El año 1800 fue brillante para las armas españolas, y superior con mucho al de 1797. Habiéndose propuesto los ingleses destruir el puerto del Ferrol o apoderarse de él, juntamente con el departamento de marina, se presentaron en sus aguas con 40 navíos de línea, cuatro de ellos de tres puentes, siete fragatas, siete balandras y un gran número de buques menores y transportes, desembarcando 45,000 hombres en la playa de Dóñinos. Era comandante del departamento do marina D. Francisco Melgarejo, y de la escuadra que estaba en el puerto D. Joaquín Moreno, siendo jefe de los campos volantes (establecidos en las costas por el príncipe de la Paz, antes de retirarse del ministerio), el mariscal de campo conde de Donadío. Estos campos contribuyeron de un modo decisivo a la defensa de la plaza. Donadío venció al enemigo en dos batallas, obligándole a reembarcarse en la noche del 27 al 28 de agosto.

Malparados los ingleses de su empresa contra el Ferrol, trataron de vengar su desaire en Cádiz, a cuya plaza (afligida entonces por la terrible epidemia de tifo-icteroides, que hizo ascender a 400,000 las víctimas en Sevilla durante aquel año), se dirigieron con una escuadra de 60 buques de guerra y un gran nú­mero de transportes que desembarcaron 20,000 hombres al mando del general Abercombrie. Esta armada, mandada por el almirante Keith, fondeó en la pequeña bahía del Placer de Rota el día 4 de octubre. Afligida Cádiz con todo el peso del terrible azote que tenia sobre sí, era una empresa tan inhumana como vergonzosa añadirle la calamidad de la guerra y del bombardeo. El comandante de la plaza, D. Tomás de Moria , hizo presente por escrito esta observación al almirante inglés, invitándole a socorrer a Cádiz en su infortunio como enemigo generoso, prefiriendo esta gloria a la de hostilizar a un pueblo moribundo. Keith contestó a la carta del jefe español pidiendo la escuadra y bombardeando la ciudad. Nuestros soldados y marinos la defendieron sin embargo con el mayor heroísmo, y los ingleses tuvieron por fin que retirarse ni más ni menos que en 1797.

Tales fueron los principales acontecimientos de nuestra primera lucha con los ingleses hasta la paz de Amiens en 1802, dejando aparte otros menos importantes. No es justo omitir sin embargo que las diversas tentativas del gobierno británico para sublevar nuestras posesiones de América se frustraron enteramente, habiendo sido desgraciados en Caracas y lanzados de la costa de Guatemala a poco tiempo de haber desembarcado en ella. La fortuna no favoreció tampoco la costosa expedición que intentaron contra las Filipinas, y que pereció casi totalmente por las tormentas. Eso no obstante, el resultado de la lucha fue más bien honroso a las ar­mas españolas que útil a los intereses nacionales. La paz de Amiens nos restituyó la isla de Menorca, mas no la de la Trinidad : el comercio sufrió quebrantos horribles y quedó herida de muerte nuestra industria: las presas que los españoles y los ingleses se hicieron vinieron a ser iguales, y bien echada la cuenta, el éxito tenia que ser desfavorable al mas débil. El déficit de las rentas públicas fue espantoso, y el erario quedó completamente exhausto: el desgobierno, en fin, fue horroroso por lo que respecta al interior, y cansados y enflaquecidos como nos encontrábamos al cabo de seis años de lucha, no era la mejor nuestra situación para inaugurar la guerra otra vez sin dar motivo a nuevas pérdidas y a acrecer el descontento universal.

Volvamos ahora los ojos al palacio de Carlos IV.