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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

CAPÍTULO X.

Ojeada sobre la revolución francesa durante la dominación del Directorio.—Victorias de Napoleón Bonaparte en Italia.—Expedición de Egipto.—Atentado del 18 Brumario. —Elevación de Bonaparte al primer puesto del Estado. — Segunda elevación del príncipe de la Paz.

 

No siendo posible apreciar en su justo valor las circunstancias políticas de nuestro país a fines del siglo pasado, sin tener juntamente presentes las del país vecino durante la misma época, preciso será tender un momento la vista sobre el periodo transcurrido entre la convención y el consulado, bien que omitiendo pormenores y atendiendo solo a la marcha general de la revolución, como ya lo hemos hecho otra vez.

La constitución del año III de la república, o sea la que después de la caída del terror tuvo lugar en Francia en 1795, confiaba el poder legislativo, según hemos dicho en una nota, a dos consejos elegidos por los ciudadanos y renovables anualmente por terceras partes. Estos consejos eran: el de los Quinientos, compuesto de igual número de diputados, de edad de treinta años, a cuyo cargo estaba la iniciativa y discusión de las leyes, y el de los Ancianos, cuyos diputados, de cuarenta años de edad , eran doscientos cincuenta, con el solo derecho de desecharlas o de adoptarlas y darles sanción. Los diputados para ambos consejos eran nombrados por los electores, y estos por las asambleas primarias, compuestas de todos los ciudadanos que pagaban una contribución cualquiera. Para ser elector se necesitaba poseer como propietario, usufructuario o mero inquilino una finca que redituase sobre cincuenta francos de imposiciones; pero para ejercer el cargo de diputado no era necesaria otra cualidad que la de ciudadano francés. Los consejos no podían ser disueltos por el gobierno, ni le era permitido á este tener tropas dentro del radio de doce leguas del punto donde aquellos verificaban sus sesiones, salvo la guardia particular de los mismos consejos, a cual se componía de unos mil quinientos hombres elegidos por la nacional de todos los departamentos. El poder ejecutivo estaba confiado al Directorio, compuesto de cinco miembros elegidos por los consejos, renovable cada año por quintas parles, sujeto á responsabilidad y obligado á obrar por medio de ministros. Su guardia se componía de doscientos cuarenta hombres, debiendo ser su residencia el Luxemburgo, o en su defecto la morada que el consejo de los Ancianos le señalase. Los jueces y los administradores de los ayuntamientos y de los departamentos eran electivos, lo mismo que los oficiales de la Guardia nacional. La constitución por último podía ser revisada, y estaba determinado el modo de verificar la revisión.

Tal fue el gobierno republicano que sucedió al convencional, gobierno recibido generalmente con grandes esperanzas , habiendo sido aceptada la constitución por el pueblo en las asambleas primarias por un millón cincuenta y siete mil trescientos noventa votos. El Directorio, sin embargo, no bastó a hacer la felicidad de la Francia, habiendo experimentado desde su principio multitud de obstáculos que parecían hacer imposible su consolidación definitiva. Fatigado el pueblo con los trastornos anteriores, exhausto completamente el tesoro, paralizada la circulación de los asignados, hecho imposible el medio de acudir a las requisiciones, no existiendo ya el máximum, y hallándose el ejército desprovisto de todo, la marcha de los directores comenzaba con los peores auspicios; pero no se arredraron por eso, y a fuerza de energía, de talento y de tino consiguieron dominar las primeras dificultades. Las pasiones, sin embargo, se hallaban todavía en efervescencia, y al hacerse crudamente la guerra los partidos realista y demócrata ponían en perene conflicto al gobierno , que empeñado en establecer un sistema de justo medio entre los dos, lo único que consiguió fue concitarse el aborrecimiento de ambos, sin serle dado poner un coto definitivo a la exageración republicana, ni privar al partido retrógrado de los medios de turbar incesantemente el estado de las cosas. Semejante al bajel que combatido por recios y encontrados vientos, viene a naufragar por último después de haber agotado inútilmente las extenuadas fuerzas del piloto, tal el Directorio francés se vía condenado a sucumbir entre los bandos opuestos que le ponían en perene conflicto, llevándole de escollo en escollo y de una en otra reacción no interrumpidas. Obligado a dar el sabido golpe de estado del 18 fructidor con el objeto de salvar la constitución contra los realistas que hasta en los mismos consejos trabajaban por derribarla, se vio luego reducido a la triste necesidad de dar otro contra los republicanos exagerados, siendo el resultado de lodo acabar con el prestigio de una constitución tan frecuentemente violada por los mismos que más interés deben tener en conservarla ilesa. La república se hallaba ya en su agonía, y el espíritu reaccionario hacía entretanto formidables prosélitos. La autoridad del Directorio era Dula; los partidos estaban reducidos al triste papel de dañarse recíprocamente, sin tener ninguno de ellos fuerza ni prestigio bastante para dominar la situación y hacerla suya ; el pueblo, cada vez mas cansado de revoluciones y trastornos, había perdido la energía de que aquella misma revolución le había dotado; el vértigo de libertad que antes trastornaba todas las cabezas se había convertido, generalmente hablando, en la mas espantosa indiferencia política; todo en fin indicaba la próxima e inevitable muerte de las instituciones republicanas y la elevación sobre sus ruinas de un solo poder que los destinos de la Francia llamaban a ejercer al célebre y no bien juzgado todavía Napoleón Bonaparte.

Este hombre que por cualquier lado que se mire aparece siempre como un coloso, excitaba entonces por sus victorias la admiración de Francia y de Europa entera. Nosotros le hemos visto de repente en Toulon, recobrando para la república, merced a sus eminentes talentos, aquella plaza importante cuya ocupación terminó la insurrección del Mediodía. Nombrado entonces jefe de batallón , se le encargó una expedición contra Córcega, en la que no fue feliz, pues fueron inútiles las tentativas que hizo para apoderarse de Ajaccio, su patria , y volvió sin fruto a Provenza en el momento en que la caída de Robespierre y demás partidarios suyos terminaba en Francia los espantosos días del terror. Este suceso fue por el pronto contrario a los designios ambiciosos del Corso, siendo destituido Napoleón como terrorista, y habiendo sido vanas sus diligencias para hacer revocar dicha orden. Pidió entonces permiso para salir de Francia y marchar a servir a Turquía, y se le negó también esta gracia, quedando reducido a un estado el más crítico y sin saber qué partido tomar. Verificóse luego la insurrección de París contra la Convención nacional, y este suceso vino a sacar a Napoleón de la inacción en que yacía. La asamblea llamó en su socorro a los soldados del ejército revolucionario, a los incendiarios de la Vendeé, a los demoledores de Lyon y de Toulon, y para decirlo de una vez, a todo lo más exagerado de la turba demócrata. Siendo necesario nombrar un jefe a este ejército verdaderamente espantoso, Napoleón fue designado para este cargo por su amigo Barras, cargo que fue aceptado por aquel con inequívocas muestras de satisfacción. Esperó las secciones a quemarropa, y ametrallándolas sin compasión de ninguna especie, salvó la convención con una hazaña que nunca podrá tener derecho a los elogios de la historia. La convención entonces premió el importante servicio que acababa de hacerle, nombrándole general en jefe del ejército del interior. Vino después el Directorio, y viéndose desde un principio combatido en su marcha, según acabamos de decir, trató de buscar en las armas y en el prestigio de la victoria una parte de la fuerza moral de que carecía. De aquí la expedición a Italia en 1798 , expedición ideada por Bonaparte, según algunos historiadores, con el objeto de llamar hacia sus futuros laureles la atención de sus conciudadanos , o por el mismo Directorio, según otros, llevado de la razón arriba insinuada y de la necesidad en que se vía de alejar de su lado un súbdito que creía peligroso y cuyos ambiciosos proyectos tenia. Sea de esto lo que quiera, lo cierto es que Napoleón obtuvo el mando de las tropas destinadas a someter Italia. Este ejército tenia por generales hombres eminentes sin duda; pero todas aquellas capacidades se oscurecieron ante el precoz talento de un joven de 26 años, animado de los más ardientes deseos de igualar a los mejores capitanes de los tiempos antiguos. Napoleón en aquella portentosa campaña salió vencedor en una multitud de combates, en los cuales desplegó no solo sus admirables talentos como gran capitán, sino su reconocida pericia como político. Su marcha fue una serie no interrumpida de victorias desde el Apenino hasta el Brenta, siendo el resultado final de sus victorias arrojar a los austríacos de la Lombardía, obligando al rey de Cerdeña y al Papa á hacer la paz, y formando de los países conquistados un nuevo satélite de Francia con el nombre de República Cisalpina. Hecho esto y firmada también con Austria la paz de Campo Formio, se restituyó a Francia en medio de las aclamaciones con que el pueblo le vitoreaba.

La llegada de Napoleón a París llenó de cuidado al Directorio, temeroso del hombre a quien había procurado tan cumplida ocasión de señalarse, convirtiendo al que antes era súbdito suyo en un rival tanto más temible, cuanto más vacilante era el poder del gobierno. Los directores sin embargo le recibieron con gran pompa y con todas las demostraciones de admiración y de aprecio a que los importantes servicios que acababa de prestar a su país le hacían acreedor. El gobierno trató luego de quitárselo de delante, enviándole a Rastadt como encargado de negocios, pero el genio de Bonaparte se avenía mal con la lentitud de las negociaciones diplomáticas, y volvió inmediatamente a París, aterrando de nuevo con su presencia a los jefes de la República. Entonces fue cuando con el objeto de alejar de la Francia a Bonaparte, ideó el Directorio la memorable expedición de Egipto, expedición que el joven guerrero aceptó con gusto, tanto porque su deseo era acabar de acreditarse, como porque habiendo sido siempre una de sus dotes el talento de comprender lo que según el curso de las cosas le convenía obrar mejor, conoció desde luego no ser todavía llegado para él el caso de apoderarse del poder supremo, proyecto que revolvía por entonces en su imaginación y que dejó para ocasión más favorable. La escuadra francesa al mando del almirante Brueys se dio a la vela en Toulon el 19 de mayo de 1798, y constaba de 15 navíos de línea, 14 fragatas y un gran número de buques menores El ejército de Napoleón se componía de los célebres veteranos de Italia, imponentes por su valor y por su arrojo y por el prestigio de sus victorias. Habiendo desembarcado en Egipto a la vista de Alejandría el día 1 de julio, después de haberse apoderado de Malta y burlado la vigilancia de los cruceros y escuadras inglesas, el ejército expedicionario ratificó su renombre con un sinnúmero de proezas a cual mas brillante. Los hombres y el clima le oponían obstáculos imposibles de superar al parecer, pero el genio de Bonaparte los venció todos, y combatiendo a la vista de las pirámides, derrotó a Murad-bey, apoderándose de aquellas regiones, y echando por tierra la dominación de los mamelucos. Napoleón entonces concibió el gigantesco proyecto de renovar en Asia el imperio de Alejandro; pero las enfermedades de su ejercito, unidas a la constancia con que los ingleses defendieron S. Juan de Acre, le obligaron a desistir de su propósito. La escuadra del almirante Brueys que había quedado en las aguas de Abukir, fue también derrotada por Nelson en la célebre victoria del mismo nombre, quedando así convertidas en humo las esperanzas del Directorio, que al idear aquel la expedición se había propuesto, según hemos dicho, lo mismo que en la de Italia, conservar su vacilante poder por medio do sus victorias en el exterior. Napoleón vio igualmente echados por tierra sus proyectos de invadir la India, pero este hombre extraordinario había llegado al caso de no arredrarse por ninguna clase de contratiempos y le bastaba volver los ojos a Europa para comprendida la situación de Francia conocer que en ella y solo en ella so hallaban su porvenir y su fortuna.

Era entonces el Directorio, según hemos visto, objeto de la animadversión general, sin que las victorias conseguidas sobre la segunda coalición de que hablaremos después, bastasen a darle la fuerza de que tan necesitado se hallaba. Estas victorias habían servido para salvar otra vez a Francia de sus enemigos exteriores, mas no del cáncer que interiormente la corroía. Combatida la constitución directorial por todos los partidos, tenia la desgracia también de ser atacada por Siéyès, uno de los directores, si bien era defendida por otros dos individuos del Directorio, por la mayoría de los Quinientos, por la minoría de los Ancianos y por el club del picadero. Los jacobinos mientras tanto se manifestaban inquietos en el Midi de Francia, y los realistas por su parte agitaban la parte occidental. El resto de los ciudadanos se hallaba en la más angustiosa incertidumbre, y la Francia era un caos. Siéyès, a quien no se puede negar el talento de haber comprendido el estado del país, atribuía sus desgracias a la constitución entonces vigente cuando acaso no debía considerarlo sino como resultado lógico de los trastornos anteriormente acaecidos y del cansancio y desaliento que la exageración democrática había producido en los ánimos Como quiera que sea, Siéyès creyó necesaria una reforma en la constitución, reforma deseada también por la mayoría de los ancianos; pero como los Quinientos se opusiesen a ella, se redujo a conspirar en secreto, buscando un general dotado del suficiente prestigio para poner en ejecución su propósito. El lector comprenderá fácilmente que el guerrero buscado por Siéyès no era ni podía ser otro que Napoleón Bonaparte.

Advertido este del cambio de cosas que se preparaba, ya fuese porque así se lo diese a entender la marcha de los acontecimientos, ya porque se lo indicasen así su hermano Luciano, presidente entonces del consejo de los Quinientos, o el mismo director de quien hablamos, lo cierto es que Napoleón abandonó repentinamente Egipto, embarcándose con el mayor secreto la noche del 23 do agosto de 1799, y llevando consigo algunos de sus oficiales más adictos, tales como Lannes, Mural, Berthier y otros. Habiendo arribado a Frejus 9 de octubre, se dirigió en posta a París, llenando de asombro al Directorio con su aparición repentina. Sus victorias excitaban la admiración y el entusiasmo del pueblo. Fatigados, descontentos y llenos de inquietud, todos los partidos fijan la vista en él, todos esperan, todos le temen y le halagan. Las realistas se figuran ver en el nuevo huésped al futuro restaurador de los Borbones; los republicanos más exagerados se asustan en la consideración de que pueda aspirar a la dictadura militar; la fracción republicana moderada le cree de los suyos, y últimamente le cercan todos llenos de inquietud y esperanzas. Bonaparte entretanto se avista con Siéyès, y se pone de acuerdo con él para la ejecución de sus proyectos. La mayoría de los generales y del ejército se halla dispuesta a secundar el atentado que se prepara, y todos esperan y temen, sin saber a punto fijo lo que la venida de Napoleón va a dar de si. Amanece finalmente el 18 brumario (10 de noviembre de 1799), y el consejo de los Ancianos es convocado repentinamente por la mañana. Los conjurados denuncian el regreso de los jacobinos, del gobierno revolucionario y del terror, y los peligros de la patria, pidiendo en consecuencia que los dos consejos sean trasladados inmediatamente a Saint Cloud, como así se verifica al día siguiente. Encargado Bonaparte del mando de la división militar que debe proteger el traslado, elije por su lugarteniente a Lefebre, comandante de la guardia del Directorio, dejando sin este apoyo a los directores que no entraban en la conspiración. Bonaparte acompañado de Siéyès se presenta en el nuevo local donde se reúnen los Ancianos, cuya mayoría le presta su apoyo; pero al entrar a la cabeza de algunos granaderos en la sala del consejo de los Quinientos, es recibido por ellos con furibundos gritos de reprobación, y hasta es amenazado de muerte por algunos da los más arrojados. El dictador sale entonces de la asamblea escudado por sus granaderos, monta a caballo y se refugia entre sus tropas, siguiéndole su hermano Luciano, el cual, en calidad de presidente del cuerpo que va a ser disuelto, arenga a los soldados, manifestándoles engañosamente que la mayoría del mismo se encuentra avasallada por los facciosos, los cuales acaban de amenazar al general con los puñales. Bonaparte les arenga en el mismo sentido, y los granaderos vuelven a entrar en el salón al ruido de tambor y con bayoneta calada, notificando al consejo la orden de dispersarse. Vanamente se alza una voz llamando la atención de los soldados hacia la escandalosa infracción constitucional de que se les hace instrumento; pues entrando nuevos granaderos con el general Leclerc a la cabeza, vuelven a intimar al cuerpo legislativo la orden de su disolución. La voz de los legisladores queda ahogada entre el estrépito de las armas: la fuerza de las bayonetas que Mirabeau había dicho diez años antes ser la única a que los diputados podrían ceder, viene ahora a cumplir aquella especie de siniestra profecía, y la representación nacional es disuelta sin mas razón que la fuerza brutal y el haberlo querido así un conspirador ambicioso.

Tal fue la jornada del 18 brumario, y tal la caída del Directorio francés, después de haber arrastrado una vida raquítica y constantemente contrariada por espacio de cuatro años. En el estado en que Francia se hallaba es indudable que no podía durar la existencia de aquel gobierno un solo día sin exponer el país a nuevos trastornos; pero el modo insolente é indigno con que Napoleón le echó por tierra, la ley de la fuerza que de una manera tan indecorosa se ejerció en la representación nacional, el papel algo más de medroso que de alentado que el jefe conspirador representó aquel día, todas las circunstancias en fin que acompañaron aquel hecho tan escandaloso como memorable, harán siempre que los amantes de la causa de la libertad, de cualquier país que sean, contemplen la fechoría del guerrero del siglo con la justa irritación que debe inspirarles un atentado semejante, por más que por otra parte estén dispuestos a rendir el debido homenaje a su genio y a las grandes prendas tanto políticas como militares de que se hallaba revestido. Si la elevación de Bonaparte se hubiera debido a la aclamación de los pueblos, dueño siempre de darse la clase de gobierno que más les conviene, su gloria hubiera sido sin duda tan envidiable como sólida; pero la usurpación con que aquel día mancilló sus laureles será siempre un borrón y una mengua para su memoria, mientras haya corazones que abriguen sentimientos de honradez y de libertad.

Siéyès había caído en la inocentada de creer que Bonaparte adoptaría su proyecto de constitución; pero se engañó completamente. No era hombre Napoleón para trabajar en obsequio de nadie sino de sí propio, y el feliz resultado que la conspiración había tenido no era tampoco para sacrificado a la sola libertad de Francia, cuando podía convertirlo juntamente en provecho de sus miras. El proyecto de Siéyès quedó reducido a una constitución que con el nombre de republicana encubría la dictadura de Bonaparte. Todo el poder residía en las manos de un primer cónsul, nombrado por diez años e indefinidamente reelegible, mientras otros dos cónsules debían servirle de compañeros, aunque solo con voz consultiva. Los proyectos de ley y los reglamentos de administración pública estaban confiados a un consejo de Estado nombrado por el primer cónsul y revocable por él. Un tribunal, compuesto de cien miembros y cuyo nombramiento debía durar cinco años, debía dar su parecer, vana formalidad que tardó poco tiempo en ser suprimida. El cuerpo legislativo se componía de trescientos individuos, nombrados por cinco años, y tenia la atribución de votar las leyes sin discusión, mientras un senado compuesto de ochenta miembros, cuyo cargo era vitalicio, debía velar por la conservación de la constitución consular. Despojados los ciudadanos del derecho electoral, su único cargo era redactar por trienios las listas de los candidatos entre los cuales debía elegir el gobierno los funcionarios públicos. Tal fue en pocas palabras la constitución llamada republicana de 1799. Bonaparte fue nombrado primer cónsul, y Cambacérès y Lebrun segundo y tercero. Siéyès y Roger-Ducos, los dos directores que habían elegido a Bonaparte como instrumento de la reforma constitucional que anhelaban, quedaron convertidos en instrumentos suyos y fueron nombrados senadores. Talleyrand y Fouché, ministros del Directorio que acababa de espirar, lo fueron también del nuevo gobierno, dando una prueba harto significativa de la flexibilidad de genio con que se doblegaban a toda clase de cambios.

Así coincidió en Francia la agonía del siglo XVIII con la de la libertad democrática. La república se convertía insensiblemente en la monarquía de que había salido. La usurpación de Bonaparte quedó reconocida por tres millones ciento diez mil y siete votos del pueblo francés, a cuya aceptación se sometió la constitución nuevamente formada, número ficticio probablemente; pero los pueblos en estas materias otorgan cuando callan, y puesto que la Francia consintió tácitamente en la elevación del gran hombre, en el mero hecho de no contrariarla legalizó la situación. Bajo este concepto y prescindiendo de los medios con que el dictador se apoderó de la primera magistratura del Estado, fuerza será convenir en que, pues Francia lo consintió y toleró, Napoleón fue en ella por último un poder tan legitimo o tan legitimado por lo menos como cualquiera otro.

La elevación de este hombre extraordinario que tan señaladas muestras de habilidad y pericia en todos sentidos acaba de dar, debía producir necesariamente en todos los estados de Europa una situación enteramente nueva, siéndoles necesario tener al frente hombres dotados de capacidad reconocida, so pena de caer en una infinidad de escollos. España sobre todo lo necesitaba en el más alto grado, puesto que enredada en los lazos de la alianza de S. Ildefonso, nunca más que entonces le eran indispensables la discreción y sabiduría de sus hombres de Estado, cuya principal misión por ventura era tener a raya los proyectos que relativamente a nuestra independencia pudiera intentar el nuevo jefe de Francia. El que así había sabido elevarse sobre las ruinas de libertad política de su país, y el que tan significativas muestras había dado ya de no estar muy dispuesto á respetar la independencia de los otros, debía considerarse como un peligro continuo para el resto de las naciones que se hallaban frente a él; peligro tanto mayor cuanto mas débiles o menos capaces de resistencia eran los pueblos llamados a medirse con él. La estrella que tan fatalmente ha presidido casi siempre a los destinos de nuestra nación, ejerció entonces entre nosotros su maléfico influjo, y Godoy fue llamado de nuevo al poder. No parecía sino que Carlos IV se empeñaba siempre en oponer pigmeos a colosos. ¡El príncipe de la Paz nuevamente en escena! Preciso será que veamos los medios que le proporcionaron esta segunda elevación, y esto es lo que vamos a examinar en el capitulo siguiente.

 

CAPITULO XI.

 

Segunda coalición contra la república en 1798 y 99.—Atrevido proyecto de Urquijo relativo a reformas eclesiásticas.—Intervención del príncipe de la Paz en favor del nuncio apostólico.—Caída de Urquijo y elevación de Cebadlos.—Persecuciones político-religiosas.—Paz de Luneville.—Cesión de la Luisiana a Napoleón