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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

CAPITULO ÚLTIMO DE LA INTRODUCCIÓN.

 

Sublevación de Aranjuez.—Prisión del Príncipe de la Paz.—Abdicación de Carlos IV y exaltación de Fernando VII al trono.—Fin de la Introducción

 

Cualesquiera que fuesen los motivos de descontento y aun de indignación a que daba lugar la marcha de los negocios públicos durante el reinado de Carlos IV, y por más que la prepotencia de Godoy, basada en la profanación del tálamo real, hiciese bramar de ira a los honrados pechos españoles, la patria imponía a los hombres de Fernando en marzo de 1808 el deber de calmar las pasiones en vez de excitarlas, aun cuando solo fuese por la consideración de la terrible crisis en que nos veíamos envueltos, y cuya solución, si seguía la discordia, no podía menos de ser favorable al emperador que nos inundaba con sus tropas. Los partidarios del príncipe de Asturias no podían alegar ignorancia respecto al peligro en que nuestras disensiones intestinas ponían la independencia nacional, pues por mas que Napoleón los halagase por medio de Beauharnais con el enlace tantas veces decantado y con promesas las más lisonjeras relativas a la felicidad del país, bastábales echar una ojeada sobre la conducta constantemente observada con otros pueblos por el jefe de Francia para calcular lo que en último resultado podían prometerse de una cooperación tan sospechosa y tan ocasionada al desmán. Si Napoleón hubiera sido hombre en cuya palabra pudiera fiarse, bastaba para arredrarlos en admitir sus ofertas la sola consideración de ser un monarca extranjero el que las hacía, porque ¡ay de los pueblos que deben su salud a los extraños, o que no sabiendo valerse a si mismos, se atreven a confiar la mejora de sus destinos a la intervención de otro pueblo! La conducta de los fernandistas sobre ser impolítica y torpe, era contradictoria además. Ellos acusaban al valido, y le acusaban con razón, de haber sacrificado los intereses del país a los de la política extranjera, falto siempre de habilidad y de tino para resistir con prudencia, y mientras hubo oportunidad para ello, las sugestiones o exigencias del gabinete más interesado en nuestra ruina; y a pesar de esa acusación, venían a caer en la misma falta que con tanta acrimonia habían censurado, con la particularidad de hacerlo en los momentos mas críticos v en los que menos excusa había para dejarse arrastrar de tamaña aberración. Tal es, empero, la conducta de los partidos, poco aprensivos en materia de contradicciones e inconsecuencias, lo mismo que en la adopción de toda clase de medios, a trueque de conseguir el objeto que una vez se proponen. La historia pintará siempre el reinado de Carlos IV con colores bien tristes, haciendo al monarca responsable de su ceguedad inconcebible en confiar los destinos del país a uno de los hombres menos a propósito para regirlo en tan turbados tiempos; mas no por eso dará la razón a los que justamente indignados con la prepotencia del valido, se mostraron sin embargo menos patriotas que él en los últimos días de su mando. La salvación del país, en el extremo a que habían llegado las cosas, consistía en la unión del padre y del hijo, dando al olvido, mientras los franceses ocupasen nuestro territorio, las tristes disensiones anteriores. Carlos IV y su favorito, ora fuese por convencimiento, ora por no poder pasar por otro camino, se habían prestado a esa unión, proponiendo a Fernando una transacción ventajosa, tras la cual no hubieran sido difíciles ni su elevación al poder por medios legítimos, ni el retiro de Godoy a la vida privada, quitando así de en medio la piedra de escándalo que el predominio de este constituía en la nación, y los motivos o pretextos que nuestras discordias podían dar a Napoleón para intervenir en nuestros negocios. Fernando empero se negó, o sus consejeros hicieron que se negase, a la transacción propuesta; y mirando en ella una muestra de debilidad, como lo era tal vez, y alentados por el buen efecto que el primer amago de sedición había producido en el ánimo del monarca, obligado en su miedo a los tumultos a demandar el viaje, resolvieron proseguir adelante en su empeño, recurriendo a la repetición de los alborotos para conseguir por su medio lo que legítimamente, repetimos, hubieran podido alcanzar de otro modo. El pueblo español mientras tanto se dejaba arrastrar por sus directores, falto enteramente de datos para poder convencerse de que la causa del país era en aquellos momentos la de Carlos IV y no la de su hijo, y engañado más y más cada vez con la esperanza de mejorar de suerte, merced al nuevo reinado, sin sospechar ¡parece increíble! que el emperador aguardase su vez para devorarnos a todos.

La marcha de Murat por Aranda hacia Somosierra y Madrid, y la de Dupont por su derecha a Segovia y al Escorial, tenían por objeto, según el conde de Toreno, intimidar a la familia real para obligarla a precipitar su viaje; pero la conducta de Beauharnais que tanto trabajó en unión con los partidarios de Fernando para impedirlo, no parece estar en armonía con el aserto del ilustre historiador a que hacemos referencia. A nuestro modo de ver, no es probable que el embajador francés se opusiese a la salida de la familia real sin obrar de acuerdo con las instrucciones recibidas de su amo, o caso de ignorar los intentos de este, como se inclina a creer el mencionado escritor, que ignorase al menos lo que a sus intereses convenia. Los de Napoleón, en nuestro concepto, exigían la permanencia de Carlos IV y de su corte en el real sitio, o la de Fernando a lo menos, mas bien que su retirada al interior, porque esa marcha podía tener el peligro, grande para el emperador, de que hijo y padre se aviniesen y hablasen tal vez a los españoles, diciéndoles desde un punto mas seguro lo (jue hasta entonces no se había atrevido el monarca a revelar, pudiendo de todo esto originarse complicaciones de consecuencia y opuestas a los deseos de Napoleón de dirigir nuestros destinos por medio de la política, mas bien que recurriendo a las armas. La quietud de la corte no ofrecía estos inconvenientes. Tanto el padre como el hijo habían implorado en época bien reciente la mediación del jefe de Francia en beneficio de sus causas respectivas, y pudiendo Napoleón dominar al uno y al otro a título de mediador entre ambos, no es de presumir que prefiriese a este recurso, tan inofensivo al parecer como poderoso en el fondo, el de un rompimiento formal y sujeto a mil contingencias. En Portugal había favorecido las miras de Napoleón la marcha de sus príncipes; pero en España militaban en contra de esta medida razones de política y de conveniencia para el emperador, no siendo la menor su interés en aparecer justo y equitativo a los ojos de Europa, evitándole todo motivo de recelo acerca del modo con que podría tratar a otros países quien de tal manera rompía, caso de romper, con un aliado tan fiel y tan sumiso como Carlos IV. Quieto este en su sitio, y no habiendo ocurrido el tumulto que hizo después variar de plan al guerrero coronado, hubiéranse avistado ambas Majestades tal vez, resultando de esta conferencia la realización de los designios que el emperador revolvía en su mente (designios de predominio por su parte, y no de protección y de cariño hacia España, como cándidamente supone Mr. Carné), y todo sin estrépito de guerra, todo con la facilidad que es de inferir, atendida la debilidad del monarca español y la elevada capacidad de su aliado; todo, en fin, como procediendo de acuerdo con Carlos IV y con su hijo, medio conciliable con el amor que los españoles tenían a este, y preferible por lo tanto a cualquiera otro. Estas reflexiones nos hacen creer que si Beauharnais se opuso al viaje de la familia real, sabía muy bien lo que se hacía; pero las cosas tomaron en breve un rumbo precipitado; los consejeros del príncipe de Asturias no tuvieron paciencia; el tumulto final estalló; la abdicación de Carlos IV complicó la marcha de los negocios; Napoleón varió de plan y atentó directamente al trono español; la nación volvió sobre si, y alzándose como un solo hombre contra las huestes del tirano, convirtió sus proyectos en humo, aunque con la desgracia de hacer añicos un déspota para elevar sobre su dosel el de otro, el de su adorado Fernando.

Obligado el rey a dar su proclama del 16 para tranquilizar los ánimos, y no siéndole posible partir sin peligro de un alboroto, encargó al príncipe de la Paz que escribiese al gran duque de Berg cumplimentándole de parte del monarca, y procurando al mismo tiempo sondear sus designios respecto a la marcha y dirección de las tropas francesas. Godoy escribió su carta en los términos con el rey convenidos, haciendo que partiese con ella el secretario de estado mayor don Pedro Velarde, el mismo que tanto se distinguió después en la heroica y para siempre memorable jornada del 2 de mayo. Velarde habló con Murat; pero cuando trajo su respuesta había dejado ya de reinar el anciano monarca. Las palabras del generalísimo francés fueron estudiadamente evasivas, reduciéndose su contestación a decir que hasta aquella fecha (18 de marzo) no había recibido orden ninguna del emperador para entrar en Madrid; pero que esperaba instrucciones nuevas al día siguiente, las cuales participaría desde Buitrago. Dijo también que su dirección era Cádiz; pero que no siendo imposible que verificase su tránsito por la capital de España, en la cual podría detenerse algunos días, no lo haría sin embargo sin ponerse antes de acuerdo con el monarca para determinar el número de tropas que deberían entrar en la corte. Respecto de las miras de Napoleón, manifestó que esperaba publicarlas en San Agustín, añadiendo que aquel llegaría á España a los cuatro o cinco días, en cuyo ínterin pedía se diesen por el gobierno español las disposiciones oportunas para que no faltase nada al ejército francés.

Mientras Velarde desempeñaba su comisión , ocurrían en Aranjuez sucesos de la mayor consecuencia. La alegría que momentáneamente se había manifestado en los pechos al ver desmentida la idea del viaje, quedó desvanecida en breve al observar que los preparativos de este continuaban al parecer, puesto que la guarnición que se había hecho salir de Madrid continuaba su marcha al real sitio, llegando a él parte de ella en la noche del 17 y esperándose el resto al día siguiente. Las gentes que llenaban a Aranjuez, compuestas de los moradores del pueblo y de multitud de forasteros venidos de la capital y de los alrededores, se manifestaban inquietas y llenas de ansiedad, cuidando los fernandistas de aumentar la alarma por medio de sus emisarios repartidos entre la muchedumbre. Las tropas que acababan de llegar al real sitio, y gran parte de las que antes había en él, manifestaban un espíritu igualmente hostil al viaje de los reyes, anunciando todo la proximidad de la tormenta si se insistía en realizarlo. El infante D. Antonio, uno de los seres mas nulos de que habla la historia de aquellos tiempos, era no obstante uno de los secretos caudillos del partido fernandista, y tenia empleada su servidumbre y sus adeptos en alarmar los ánimos, ya irritados de suyo y dispuestos a cualquier desmán. Esparcido con estudio o sin él un nuevo rumor acerca de la marcha, y diciéndose que debía esta verificarse en la noche del 17, se acercó el infante al monarca, preguntándole lo que había sobre el particular. El rey le contestó que si llegaba a realizarse la partida, le dejaba en libertad de quedarse si no le acomodaba seguirle; pero de todos modos, añadió, «puedes estar descansado esta noche, porque caso de decidirme a salir, no lo haré jamás entre las sombras, sino a la clara luz del día, manifestando antes a mis vasallos los motivos que impulsen mi determinación.»

Esta respuesta, referida casi en los mismos términos por el príncipe de la Paz, manifiesta claramente que a pesar de la proclama del 16 no había Carlos IV renunciado a su partida si podía realizarla; no siendo posible que el infante quedase muy satisfecho, por más que su hermano le protestase que el viaje no se haría de noche, pues si bien es de creer que hablaba con sinceridad en aquellos momentos, nadie aseguraba que no le obligasen de un instante a otro a variar de determinación los que la opinión designaba como tiranos de su voluntad. La vista de la muchedumbre estaba fija en Godoy, y los conspiradores por su parte acrecentaban la irritación general. Puestos de acuerdo con Beauharnais, insistió este más que nunca en la necesidad de impedir la marcha a todo trance, procurando libertar al rey de la influencia del favorito; pero recomendándoles al mismo tiempo la moderación y la templanza, sin llevar el alboroto mas allá de lo que por entonces convenía, que era obligar a huir a Godoy, cuya existencia, por lo demás, no debía atentarse en manera alguna. El resultado del conciliábulo fue quedar decidido el allanamiento de la casa del príncipe de la Paz en aquella misma noche, quedando todo quieto hasta que llegase la hora convenida. La tranquilidad continuó en efecto lodo el día 17, saliendo como de costumbre a pasear el rey, la reina, el príncipe de Asturias y todos los infantes, sin que notasen en el pueblo otra cosa que la ansiedad natural en circunstancias tan críticas. Llegada la noche, y manifestándose todo en calma, se acostaron tranquilamente los reyes, fiados en la seguridad que les dieron los ministros, y entre ellos Caballero, de que la tranquilidad no sería alterada. Godoy no obstante había observado en las gentes que llenaban el real sitio, y aun en una parte de la tropa, síntomas que parecían anunciar la proximidad de un desmán, y así lo manifestó a Carlos IV poco antes de acostarse; pero el rey creyó sus temores hijos de una vana aprensión y se retiró a descansar, diciendo al valido que hiciese lo mismo y que durmiese sin cuidado. Godoy regresó a su casa atravesando el pueblo en su carruaje á las diez de la noche, sin otra compañía que la de sus lacayos. No viendo por ningún lado corrillos ni cosa alguna que le infundiese sospecha, llegó a persuadirse que sus temores eran exagerados, como el rey le había dicho, y entrando en su casa se sentó a cenar con su hermano D. Diego, coronel de guardias españolas, y con el brigadier Truyols, comandante de los húsares destinados a guardar y acompañar la persona del favorito. Concluida la cena, se retiraron los tres a acostarse cuando era ya la media noche.

Si estos pormenores, cuyo relato debemos al mismo príncipe de la Paz, son ciertos, como creemos, no hay duda que deberemos convenir en que por más que el valido insistiese en la idea de verificar la marcha, nada anunciaba la resolución de partir aquella misma noche; pero eso no obstante, los historiadores aseguran que el príncipe Fernando dijo a un guardia de corps de su confianza: esta noche es el viaje, y yo no quiero ir; y este aserto parece estar en contradicción con los del príncipe de la Paz. Pudo suceder sin embargo que el heredero del trono profiriese las mencionadas palabras, persuadido de ser así lo que decía, por habérselo hecho creer alguno de los conjurados, o por mera aprensión suya; y no sabemos si sería excedernos sospechar que lo dijo a sabiendas y con intención de alarmar, aun cuando no creyese en lo mismo que aseguraba. Sea de esto lo que quiera, lo que no tiene duda es que las palabras de Fernando debieron contribuir a que los conspiradores se ratificasen en la idea de allanar la casa del príncipe de la Paz en aquella misma noche, según se había resuelto en la sesión tenida con el embajador francés, sesión cuyo resultado no nos consta en verdad de una manera evidente; pero que aparece muy verosímil, tanto por estar en armonía con la conducta observada después por el mencionado embajador, como porque siendo Godoy entonces el que principalmente contrariaba los designios del jefe de Francia, a cuyos intereses bien entendidos hemos visto que se oponía la partida de la familia real, nada es tan natural como creer que Beauharnais fomentase la idea de su estrepitosa caída, al par que la moderación en no pasar mas allá, ya por no exasperar demasiado el animo de Carlos IV, ya porque una vez desenfrenada la plebe, podían complicarse los negocios más de lo que convenia a las miras del emperador.

La calma que el príncipe de la Paz había observado al retirarse a su casa era solo aparente, puesto que el paisanaje estaba en vela y rondaba las calles del pueblo, siendo de creer que cuando el valido salió de palacio dejase despejado el tránsito con objeto de no infundirle sospechas. Componían parte de la turba los palafreneros del infante D. Antonio, varios manchegos venidos a Aranjuez y alguna tropa de su guarnición, capitaneándolos a todos disfrazado con traje popular, y bajo el nombre de El tío Pedro, el revoltoso conde de Montijo. Esta gente patrullaba por el pueblo, verificando sus rondas con particular cuidado por delante de la casa del valido, cuando entre once y doce de la noche vieron salir de ella (según los historiadores aseguran, si bien lo niega terminantemente el autor de las Memorias), un coche que llevaba una dama muy tapada y que se supuso ser doña Josefa Tudó, amiga del favorito, la cual iba custodiada por los guardias de honor destinados a este. Acercóse una de las patrullas a aquella señora, y queriendo descubrir su rostro y resistiéndose ella y los que la acompañaban, originóse con este motivo un pequeño alboroto, disparándose al aire un tiro, atribuido por unos al brigadier Truyols, que acompañaba a doña Josefa, y por otros al guardia Merlo para dar a los conjurados la señal de alarma. Sea o no cierto el incidente de la dama, no cabe duda en que cualquiera que fuese el motivo, se oyó un tiro en el silencio de la noche, y que al tiro sucedió un toque de corneta que puso en alarma a la población, corriendo todos, inclusas las tropas, a ocupar las salidas de palacio y los caminos por donde temían que pudiera verificarse el viaje. El autor o autores de la Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España dicen que apenas se oyó sonar el tiro puso el heredero del trono una de las luces de su cuarto en la ventana que miraba a aquella parte, y que esta era la señal convenida para que comenzase el tumulto. La gente corría desbandada por todas partes, y unida con multitud de soldados salidos de sus cuarteles, acometieron con terrible estrépito la casa del príncipe de la Paz, forzando su guardia compuesta de solo nueve hombres, y derramándose por los salones en busca del objeto de su furor. No hallándole en parte alguna, creyeron que se había fugado por alguna puerta secreta, alejándose de la población o guareciéndose tal vez en palacio. La furia popular entonces no pudiendo desahogarse en la persona, satisfizo su ansia de devastación y exterminio en lo que a esta pertenecía, viéndose en breve hechos pedazos, arrojados a la calle y entregados a las llamas cuantos objetos embellecían aquella suntuosa mansión, siendo de notar que la plebe, pobre y desaliñada como era, no guardó para sí cosa alguna entre tantas preciosidades. Cayeron también en manos del pueblo las medallas, collares y distintivos con que el valido había sido condecorado, y en vez de enviarlos con los demás objetos a la hoguera que ardía en la plaza, fueron entregados al rey, como para significarle que la furia popular no tenía nada que ver con su augusta persona, prueba inequívoca, cuando otras no hubiera, de la combinación de un plan para hacer estallar el tumulto, y prueba también de que los directores de este, o sus emisarios al menos, se hallaban presentes en la ejecución. Otra cosa hubo también notable en medio de los excesos y demasías de aquella noche, y fue la conducta de los amotinados con la princesa de la Paz, llevada en triunfo a palacio en unión con su hija, y tirando la multitud del carruaje, formando un contraste tan raro como cruel la deferencia y galantería que a aquella señora se tributaban, con la irritación y el encono en que hervían los ánimos contra su esposo. La voz común acusaba a este de malos tratamientos respecto a su consorte, y esto explica la razón de un procedimiento tan hidalgo con la que en el mero hecho de ser contada entre las que la opinión designaba como víctimas del valido, tenia suficientes motivos de recomendación para ser querida del pueblo.

El tumulto de aquella noche duró cinco horas. Carlos IV y María Luisa habían saltado del lecho desde los primeros momentos en que comenzaron a resonar las atronadoras voces que se levantaban por todas partes contra su querido Manuel, siendo fácil de inferir la terrible agonía de sus almas al considerar aquel cuadro de devastación, sin tener seguridad la más pequeña de que su amigo se hubiera salvado, esperando de un momento a otro la noticia de su muerte, y careciendo de todo recurso para libertarle del furor popular. El monarca quería salir a apaciguar el tumulto; pero contuviéronle los que le rodeaban, manifestándole las consecuencias que semejante paso podía traer. Insistiendo en su propósito de no permanecer inactivo en aquellos momentos, quiso hablar a los soldados de su guardia; pero tampoco se le permitió, ora fuese por el temor de un choque cuyos resultados no era fácil calcular, ora porque se temiera la fuga de la real familia en medio de la confusión y el desorden, ora por el interés que los conspiradores tenían en el exterminio del privado, como es mas probable. Así estuvo el monarca sufriendo indecibles congojas, hasta que acercándose el día, hicieron que el príncipe de Asturias se asomase a la ventana para calmar el alboroto. Díjose entonces  a Carlos IV que Godoy se había salvado, y que probablemente habría partido con dirección a Andalucía; oído lo cual, dio el rey orden al comandante Espejo, en quien tenia gran confianza, para que con los carabineros de su mando saliese  buscar y proteger al valido. Cediendo poco después a los consejos de los ministros, expidió en la madrugada del 18 el siguiente decreto, a fin de calmar la irritación de los ánimos.

«Queriendo mandar por mi persona el ejército y la marina, he venido en exonerar  a don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, de sus empleos de generalísimo y almirante, concediéndole su retiro donde más le acomode. Tendréislo entendido, y lo comunicareis a quien corresponda. Aranjuez 48 de marzo de 1808—A don Antonio Olaguer Feliú.»

Este decreto, bien que dado a despecho del rey por la sola fuerza de las circunstancias, consideróse sin embargo como una verdadera concesión a la opinión pública, y el pueblo corrió entusiasmado a victorear a la familia real, la cual se asomó a los balcones, viéndose obligados Carlos IV y María Luisa á aparentar satisfacción y contento cuando sus corazones estaban cubiertos de luto. Las demostraciones del pueblo pudieron hacer conocer a los reyes hasta qué punto había estado ciegos, empeñándose en sostener al frente de los destinos de la nación un hombre reprobado por todos y que en tales conflictos les puso; no habiendo cosa tan fácil como haberlos evitado a su debido tiempo, quitando de en medio la piedra de escándalo sin correr peligro el país, y no como entonces se verificaba, convirtiéndose en verdadera desgracia para los súbditos lo que en otro caso y en circunstancias menos lamentables hubiera podido contribuir tanto a la felicidad general. En desgracia, sí, porque ahora caía el valido, y la nación no ganaba nada, antes perdía mucho, en trocar su dominación por la de los hombres que le sucedieron; en desgracia, volvemos a repetir, porque con todos los vicios, con toda la incapacidad y con todos los errores de don Manuel Godoy, ni esos errores, ni esa incapacidad, ni esos vicios que nosotros hemos sido los primeros en censurar, impidieron que en los últimos días de su mando se manifestase patriota y mejor español que los caudillos de la facción fernandista, infinitamente más ciegos de lo que respecto a Napoleón lo había sido su contrario, y miserablemente vendidos al extranjero, sin cuya cooperación y anuencia no se atrevían a dar un solo paso. La historia debe ser justa , y dar a cada uno lo que buenamente le toque. Funesto fue Godoy al país; pero lo fueron mas sus enemigos, entendiendo por estos los que se mostraron tales por espíritu de pandillaje y de intriga, no los hombres de buena fe y que constituyendo la inmensa mayoría de la nación se habían declarado adversarios suyos con tanta razón y justicia. Estos deseaban el bien, y aquellos anhelaban el mando: los unos arrimaron el hombro a sostener el edificio del Estado cuando con mas estrépito se desmoronaba; los otros contribuyeron a hacerlo caer, removiéndolo con su propio peso : el nombre de los unos va unido a los gratos y sublimes recuerdos de sus virtudes cívicas y del patriotismo en que ardían sus corazones; el de los otros merecerá constantemente el anatema de la historia por su miserable egoísmo, y por su constante y no interrumpido empeño de hacer retrogradar el país, no ya a tiempo como los de Carlos IV, sino a la ominosa época en que con mas cuidado se redoblaban las cadenas de los españoles, y en que con más furia ardían las hogueras de la inquisición. Nuestra suerte, empero, se hallaba escrita, y la revolución de Aranjuez (¡tales eran los elementos con que contaba!) no era ni podía ser otra cosa que una irrisoria y triste reproducción de la tan sabida fábula de las ranas, narrada por Pedro. Cayeron Carlos IV y Godoy; pero subieron Fernando y Escoiquiz, y cuando después de la inmortal resistencia opuesta por la nación en masa a las huestes del guerrero del siglo, nos hallamos en el caso de decir «somos grandes, felices y libres» vímonos envueltos de nuevo en la degradación y en el fango, reapretadas nuestras cadenas con más fuerza que nunca, perdida la esperanza de poner término a las divisiones y banderías, y llegando al extremo de envidiar los tiempos de Carlos IV si se comparaban con los de su hijo. ¿Por qué triunfaron, Dios mío, los hombres personificados en Caballero, y no los que tenían por tipo al ilustrado, al justo, al libre y sin par Jovellanos?

Carlos IV había firmado la destitución del valido; pero sin nombrarle sucesor, reasumiendo en su real persona los cargos de generalísimo y almirante, en lo cual quiso darle una prueba de la amistad que le tenia y que le acompañó hasta la tumba, resistiéndose a escribir una sola línea que le humillase, y ofreciéndole así una de las pruebas que tan rara vez presenta la historia acerca de la constancia en el afecto de los reyes. Expedido el decreto, y no siendo posible , en el extremo a que habían llegado las cosas, dejar de participar a Napoleón las últimas novedades ocurridas , lo hizo así en la carta siguiente, en la cual merecen elogio la circunspección y buen tacto con que refiere la caída del privado, no empero la resolución que declara haber hecho de conservarle en su gracia, si bien es disimulable ese desahogo en quien escribía la carta en la misma mañana del 18. Este documento decía así:

«Señor, mi hermano : Hacía bastante tiempo que el príncipe de la Paz me había hecho reiteradas instancias para que le admitiese la dimisión de los encargos de generalísimo y almirante, y he accedido a sus ruegos : pero como no debo poner en olvido los servicios que me ha hecho, y particularmente los de haber cooperado a mis deseos constantes e invariables de mantener la alianza y la amistad intima que me une a V.M.I. y R., yo le conservaré mi gracia.

Persuadido yo de que será muy agradable a mis vasallos , y muy conveniente para realizar los importantes designios de nuestra alianza, encargarme yo mismo del mando de mis ejércitos de tierra y mar, he resuelto hacerlo así, y me apresuro a comunicarlo a V. M. I. y R., queriendo dar en esto nuevas pruebas de afecto a la persona de V. M. de mis deseos de conservar las íntimas relaciones que nos unen, y de la fidelidad que forma mi carácter, del que V. M. I. y R. tiene repelidos y grandes testimonios.

La continuación de los dolores reumáticos que de un tiempo a esta parte me impiden usar de la mano derecha, me privan del placer de escribir por mí mismo a V. M.I.y R. 

Soy con los sentimientos de la mayor estimación y del más sincero afecto de V. M. I. y R. su buen hermano—Carlos.»

El resto del día 18 pasó sin novedad particular, salvo el arresto del hermano del generalísimo, don Diego Godoy, suceso que alteró momentáneamente la tranquilidad pública; pero que por aquel día no tuvo consecuencias ulteriores. Don Diego fue despojado de sus insignias por la tropa, y llevado al cuartel de guardias españolas, de cuyo cuerpo era coronel: «pernicioso ejemplo, dice el conde de Toreno, entonces aplaudido, y después desgraciadamente renovado en ocasiones más calamitosas.» Los reyes temieron la reproducción de otro alboroto nocturno, y mandaron a Caballero y a los demás ministros que pasasen la noche en palacio. Nada turbó el sosiego de aquellas horas que se resbalaron tranquilas hasta la mañana siguiente, renovándose los temores del rey como entre ocho y nueve de la misma, en que saliendo Caballero de la real cámara, se encontró, según él mismo ha dejado escrito, con el príncipe de Castelfranco y con los capitanes de guardias de corps conde de Villariezo y marques de Albudeyte, los cuales le detuvieron y le hicieron volver atrás, manifestando en presencia de SS. MM. que dos oficiales de guardias, bajo el secreto y palabra de honor, acababan de prevenirles que para la noche de aquel día se preparaba otro tumulto más serio que el de la precedente. Caballero les hizo presente (ignoramos si con sinceridad o sin ella) que la autoridad del rey había sufrido mucho con el último alboroto; pero que el objeto de este había sido el príncipe de la Paz  el cual no existía ya en el real sitio; supuesto lo cual, y faltando ya ese pretexto, la nueva alteración a que el conde y marques se referían no podía tener otro objeto que las personas de SS. MM. Preguntándoles a continuación si respondían o no de su tropa, se encogieron de hombros, y respondieron que solo el príncipe de Asturias podía componerlo todo. En vista de aquella contestación, mandó Carlos IV a Caballero que pasase a ver a S. A., quien trasladándose a la cámara de sus augustos padres, les ofreció impedir por medio de los segundos jefes, según se había indicado al ministro, la repetición de nuevos alborotos, y «que mandaría a varias personas (son expresiones del conde de Toreno), cuya presencia en el sitio era sospechosa, que regresasen a Madrid, disponiendo al mismo tiempo que criados suyos se esparciesen por la población para acabar de aquietar el desasosiego que aun existía.» «Estos ofrecimientos del príncipe (continúa el mencionado historiador) dieron cuerpo a la sospecha de que en mucha parte obraban de concierto con él los sediciosos, no habiendo habido de casual sino el momento en que comenzó el bullicio, y tal vez el haber después ido mas allá de lo que en un principio se habían propuesto.» La casualidad a que Toreno se refiere es sin duda el incidente del coche y de la dama tapada que, a lo que hemos visto, salió según se asegura de la casa del favorito en la noche del 17; pero prescindiendo de que el príncipe de la Paz desmiente semejante rumor, hemos visto también los graves indicios que hay para creer que el allanamiento de la casa de aquel estaba previamente dispuesto con independencia absoluta de toda casualidad, y hemos visto por último que el heredero del trono, al decir del historiador o historiadores de su vida, puso en su ventana una luz cuando se oyó el tiro disparado al aire, como para ratificar a los conjurados en que aquella era la señal del tumulto. En cuanto a haber estos ido mas allá de lo que en un principio se habían propuesto, y ser esto otra casualidad, puede ser que sea así; pero todos los indicios contribuyen a hacer sospechar que los conspiradores se propusieron desde luego no solo impedir el temido viaje y lanzar de la privanza a Godoy, sino arrebatar el cetro de las manos del iluso y anciano rey, como complemento del plan. «Toda la escena referida (dice el príncipe de la Paz, hablando de la entrevista que Caballero, Villariezo y Albudeyte tuvieron con las personas reales) no fue en realidad sino una tentativa concertada, por si el temor de un alboroto nuevo contra sus majestades y la idea del partido y del poder que su hijo disfrutaba entre los sublevados podrían bastar para inducir al rey a traspasarle la corona. No habiendo esto bastado, dispusieron la intriga del coche de colleras, y realizaron por la tarde el movimiento que debía estallar aquella noche. «Si este modo de discurrir es acertado (y nosotros creemos que sí), el marqués de Caballero infunde también sospechas gravísimas de no haber desempeñado un papel tan leal a sus reyes como el de que se jacta, y esas sospechas pasan a ser casi casi realidades, considerando la circunstancia de haber sido conservado en el poder por Fernanda cuando subió al trono, «en atención a sus buenos servicios, y particularmente al mérito que había contraído en las últimas ocurrencias del reinado de su augusto padre.»

Poco después de haber Fernando prometido a los reyes interponer su mediación en obsequio de la pública tranquilidad, esparcióse con la velocidad del rayo la noticia de haber caído Godoy en manos de sus enemigos, ocasionándose con este motivo un nuevo tumulto que no fue debido a la intriga, sino a la casualidad mencionada. El príncipe de la Paz, a quien todos creían en salvo, había estado escondido en su casa desde la noche del 17, en que oyendo sonar el tiro que fue disparado juntamente con el toque de alarma y la vocería que iba creciendo por instantes, tomó un capote y se subió al último piso, siguiéndole su ayuda de cámara. El objeto del valido era, según él mismo nos dice, buscar una ventana desde la cual pudiera descubrir las avenidas del palacio y de su casa. Llevado de este deseo entró en el cuarto de un mozo de cuadras, el primero que halló abierto; mas como la ventana diese al interior, y no pudiese desde ella descubrir cosa alguna, iba ya a salir y a buscar otro cuarto, cuando oyéndose ya el ruido y la vocería dentro de la casa, asustóse el criado del príncipe, y torciendo la llave sin saber qué hacerse, dejó encerrado a su amo en aquel miserable domicilio. Dirigiéndose abajo a continuación, y hallándose con las turbas, se fingió enemigo del hombre cuya casa invadían, y pudo deslumbrarlas diciendo que el príncipe de la Paz había bajado a escaparse precipitadamente por la puerta que comunicaba con la casa de la viuda de Osuna. Oyendo esto los amotinados, se agolparon todos en aquel punto en busca del objeto de su rabia, debiéndose al error en que los puso aquel doméstico la casualidad de haber sido mayor el ataque y más escrupuloso el registro en los pisos bajos que no en los altos donde Godoy se hallaba. El ayuda de cámara procuró avisar al monarca el peligro del privado; pero halló interceptado el acceso a la real persona, siendo cogido y apaleado por los sediciosos, y puesto en la cárcel por último. El príncipe de la Paz mientras tanto continuaba encerrado en su desván, sin más escudo que le libertase de la enfurecida plebe que el débil que podía prestarle la puerta que de ella le separaba, esperando por momentos la muerte, ni más ni menos que la espera el desgraciado náufrago, que oyendo rugir la tormenta en torno suyo, no tiene más defensa contra la furia de los vientos y contra el embate de las olas que la mísera tabla interpuesta entre el mar y su vida. Pero al modo que en la borrasca suelen a veces desaparecer escuadras enteras, salvándose tan solo una lancha o una débil barquilla, de la misma manera cedió todo al furor de la plebe en aquella terrible noche, siendo rotas y destrozadas todas las puertas, sin más excepción que la del cuarto en que se guarecía el valido, siendo abandonados en breve aquellos desvanes que ningún desahogo podían ofrecer a la ira popular, y dirigiéndose la turba a los cuartos principales, donde se cebó en destruir cuantos objetos cayeron en sus manos. Libre Godoy del primer riesgo, gracias al aliciente con que brindaba al estrago su opulenta mansión, y acabado el destrozo después de entrada la mañana, abrigó por algunos momentos la esperanza de que su fiel criado volviese y coronase la obra de caridad con él ejercida; pero viéndole tardar tanto tiempo sin embargo de haberse concluido el tumulto, sospechó su prisión o su muerte, entregándose á las ideas mas lúgubres, e imaginando que pues nada disponía el monarca en su auxilio, o no se hallaba en libertad de hacerlo, o había dejado de ser rey. Al caer de la tarde y casi oscureciendo, sintió el príncipe pasos que se acercaban a la puerta. Era la inquilina del cuarto, que lamentándose de la desaparición de su marido, a quien suponía preso y venia a recoger sus prendas y su baúl. Un hombre que con ella venía hizo sallar la cerradura, y entraron los dos. Asustado el valido, colocóse en un ángulo del cuarto, donde esperó la solución de aquella escena. La mujer hablaba afectada de compasión hacia el príncipe; el hombre no. Hecho el hato por aquella, salieron ambos del cuarto sin ver al que estaba escondido, tornando de nuevo la mujer a recoger un jarro que se dejaba olvidado, y que dijo a los de afuera ser suyo. El príncipe de la Paz había podido tomar algún alimento, merced al pan y algunas pasas que halló en el cajón de la mesa, y matar en parte su sed con un poco de agua que había en el jarro. Ahora se le desvanecía enteramente el último recurso para entretener su existencia. El cuarto había quedado abierto, y el príncipe procuró buscar otro asilo en medio de las sombras de la noche, dando con un desván mas cómodo que el que abandonaba; pero desprovisto de todo alimento, y falto sobre todo de agua para aplacar el terrible tormento que sufría. « ¡Oh, larga noche!.... eterna!.... (dice él en sus Memorias)! noche de desvarío y de soñar despierto, ardiendo en calentura, la calentura de la sed, la peor de todas, la más brava , más aguda y más punzante!... la que Dios no quiera que mis mayores enemigos nunca sufran!»

A tal extremo se veía reducido el que pocos momentos antes nadaba en la opulencia, el que por espacio de diez y seis años había tenido en sus manos las riendas del poder y la suerte de la nación Llegada la mañana del 19, y no siéndole posible resistir por más tiempo la horrible sed que le abrasaba, se decidió a poner término a tan espantosa situación, procurando tantear los soldados que habían pasado abajo la noche jugando y bebiendo. Puesto en expectativa y a manera de acecho para ver si se acercaba alguno por cuyo medio pudiera hacer llegar a Carlos IV la noticia de su paradero, vio subir un artillero que se sentó á fumar en medio de la escalera, medio echado en ella, cabizbajo, hablando solo y contando después unas monedas que había sacado del bolsillo. El príncipe que no se había atrevido a descubrirse a unos valones que habían subido antes, creyó poder hacerlo a un español que pertenecía a un cuerpo militar fomentado por él; y cuando el artillero se iba, salió el valido de su aposento, haciéndole señal de que esperase y diciéndole en voz baja: «escucha , aguarda, yo sabré serte agradecido.» El soldado, cuyo primer movimiento fue un impulso favorable, manifestóse al segundo poseído del miedo; y acto seguido, diciéndole «no puedo,» bajó la escalera pronunciando el nombre de Godoy con pasmada voz,  lo cual se siguió ruido de armas, pasos acelerados y vocería. Descubierto el valido, no dio este lugar a que los de abajo subiesen, sino que dirigiéndose a su encuentro se resolvió a aventurarlo todo. Al observar los rostros de los soldados, únicos que había en la casa, vio en ellos toda suerte de impresiones: en unos el respeto, la ofuscación en otros, la enemistad en pocos, la compasión en muchos, la indecisión en todos. «Sí, yo soy , amigos míos (les dijo, según él mismo refiere), y vuestro soy: disponed de mí como queráis; pero sin ultrajar al que había sido vuestro padre», y caminaba en medio de ellos, y nadie le ofendía, y atravesó de esta manera algunas piezas de su casa, ni libre, ni arrestado. En esto comenzó a entrar y a derramarse por las habitaciones multitud de gente de la ínfima plebe, entre la cual acababa de extenderse la noticia de haber sido descubierto el valido. Godoy suplicó a los soldados que le llevasen al rey si les era posible, y enderezó sus pasos entre ellos bajando la escalera y atravesando hacia la puerta. El paso era difícil y sobremanera peligroso, creciendo como crecía la irritada muchedumbre, cuyos insultos y amenazas indicaban lo que el desgraciado podía esperar de semejantes demostraciones. Una partida de los guardias de la real persona, venida a rienda suelta, pudo llegar a tiempo de impedir un asesinato  aunque no fue bastante poderosa para evitar horribles atropellos. Puesto el príncipe de la Paz en medio de los guardias de corps, caminaba asido a los arzones de la sillas, viéndose precisado a seguir el trote de los caballos, y siendo llevado así hasta el cuartel de Guardias. Enfurecido el populacho le asestaba por entre estos y los caballos cuantos golpes podía, acometiéndole con palos, chuzos, piedras y toda clase de armas, cual si fuera bestia dañina. El temor de herir a la escolta que conducía al preso hizo que los que le acometían descargasen sus furibundos golpes con más vacilación de la que en su furia deseaban, lo cual no quitó que le maltratasen distintas veces, y que le causasen en la frente una herida peligrosa. Godoy vio entre la chusma, según él mismo refiere, dos criados del infante D. Antonio: los demás eran lacayos, cocheros y gente advenediza de la plebe que llenaba el real sitio.

Carlos IV entretanto, sabiendo que acababa de ser cogido el que juzgaba salvo y libre, quiso salir personalmente a reprimir el tumulto; pero cediendo a los consejos de los que le rodeaban, hizo que su hijo el príncipe de Asturias corriera sin tardanza a salvar la vida de su desgraciado amigo, dándole palabra de cumplir el decreto de la exoneración del privado, y de hacerle salir donde le conviniera, lejos de la corte. Fernando se dirigió al cuartel de Guardias, donde Godoy había sido llevado, y conteniendo a la multitud que seguía gritando enfurecida, se acercó al valido que con los que le ayudaban a sostenerse subía la escalera principal, y le dijo que le perdonaba la vida. Oído esto por Godoy, se manifestó sorprendido y preguntóle con entereza si era ya rey, á lo cual respondió Fernando : todavía no; pero lo seré muy pronto. Palabras notables, dice el conde de Toreno, y que demuestran cuan cercana creía su exaltación al solio. Godoy preguntó todavía al príncipe si sus augustos padres estaban buenos; pero no recibió respuesta. El heredero del trono se volvió hacia la turba que interceptaba el paso, y dirigiéndole la palabra, prometió repetidas veces que el valido seria juzgado y castigado con arreglo a las leyes; oído lo cual comenzó la muchedumbre a victorear al príncipe, dispersándose a continuación y retirándose cada cual por su lado. El preso quedó cuidadosamente guardado en el cuartel que le había servido de morada antes de su elevación, y en el cual venia a cerrarse ahora el círculo de sus destinos de un modo harto formidable y terrible para que deje de constituir una de las lecciones más tremendas que puede darnos la historia.

Al hablar de la caída de un hombre tan funestamente célebre en los fastos de la historia nacional, no será inoportuno reasumir en pocas palabras los principales pasos en que de una manera tan triste señaló su carrera política. Nosotros hemos censurado el afrentoso origen de su elevación con una energía proporcional a la intima convicción en que estamos de haber sido el tal modo de encumbrarse la fuente principal de nuestras desgracias, el hinc mali labes de nuestro país, cuyos destinos no podían menos de resentirse en medio del escándalo universal producido por la profanación del tálamo de Carlos IV, cuando nunca más que en aquella época se necesitaba poner a cubierto de toda mancha el honor y el prestigio de los reyes. La moral y la virtud tienen derecho a creer que a pesar de la turbación de los tiempos, y del estado verdaderamente excepcional en que todas las naciones se hallaron desde el primer estallido de la revolución francesa, España habría podido evitar gran parte de sus infortunios, si el escándalo a que nos referimos no hubiera sido la piedra fundamental de la división de la regia familia , dando todas las apariencias de justa a la causa del heredero del trono, ofreciendo a los parciales de Fernando los medios de atraerse el entusiasmo popular, enajenando las voluntades respecto al monarca, y produciendo por fin la catástrofe a que en circunstancias como aquellas y con un hombre como Napoleón dispuesto a explotarlas, no podía menos de dar lugar la discordia. Pero dejando a un lado consideraciones que el rubor no permite esplanar con más detención, la elevación de Godoy tuvo el inconveniente además de no haber estado basada en los conocimientos y experiencia del elegido, confiando el bajel del Estado a manos incapaces de regirle con acierto cuando más necesidad tenía de hábiles y entendidos pilotos. La marcha del favorito fue siempre vacilante e incierta: tímida cuando as circunstancias exigían resolución; arrebatada en los momentos en que la prudencia pedía calma y detenimiento; contradictoria, en fin, las más veces, y opuesta hoy diametralmente á lo que ayer había sentado como regla de su conducta. Perseguidor del conde de Aranda por haber osado exponer los peligros que traía a su patria la continuación de la guerra contra la República, se ve sin embargo precisado a caer en la cuenta, poniendo tanto empeño en realizar la paz como antes lo había puesto en llevar adelante la lucha, siendo de notar la condenación que, sin apercibirse de ello, viene últimamente a hacer él mismo de sus pasos anteriormente seguidos, según hemos tenido ocasión de observar en las páginas 126, 127 y 128 de la presente introducción. Aliado con Gran Bretaña, y aliado con harta imprevisión cuando nuestra ruptura con Francia, se hace luego uña y carne con esta, variando de conducta con una ligereza la más chocante; y en vez de contentarse con la paz pura y simple, manteniéndose en un estado de prudente equilibrio como las circunstancias pedían, se echa ciegamente en los brazos de los herederos de la revolución, abraza decididamente su causa, y celebra con ellos el tratado de San Ildefonso, cuyo primer resultado es hacer estallar el encono de Inglaterra, comprometiéndonos con ella en una guerra cruel, que aunque no desprovista de gloria, acaba por hundir nuestro poderío marítimo en Trafalgar, mientras el resto de las fuerzas españolas está sacrificado a Francia. Amarrado por esta más y más cada vez, le es imposible romper las cadenas que a ella le unen, ni aun cuando su jefe el primer cónsul comete la bastardía de vender la Luisiana contra el tenor expreso de la cesión hecha en cambio del reino de Etruria (cuya erección, entre paréntesis, no sirvió para otra cosa sino para dar motivo a nuevas complicaciones y para familiarizar al gobierno con la desmembración de nuestras fuerzas); poro los folletos que se esparcen en el país vecino contra las dinastías borbónicas, el destronamiento del rey de Nápoles y las amenazas de Bonaparte respecto a la casa de España , le hacen abrir los ojos y caer en conocimiento del yerro que comete en seguir la marcha empezada. Acalorado entonces con la idea del rompimiento, comete la imprudencia de hacer resonar el clarín Guerrero antes de dejar madurar el plan convenido con Strogonoff, siendo el resultado venir todo al suelo al saberse la victoria de Jena, echándose el favorito a las plantas del emperador como único medio de calmar su enojo. España desde entonces queda definitivamente convertida en esclava del guerrero coronado, a quien es preciso complacer y cuyas órdenes no hay aliento para resistir. Decretada la desaparición del reino de Portugal, destinase a Godoy una parte en aquel inicuo despojo, y el tratado de Fontainebleau, digna corona del de san Ildefonso, abre a los franceses de par en par las puertas del país. Los sucesos del Escorial vienen a complicar la situación, y la imprudencia con que se procede en la causa aumenta hasta lo que no es creíble la suma de las aberraciones cometidas por el valido. Pero ese lamentable suceso da lugar a un descubrimiento importante, al de las intrigas del embajador francés y a la gravísima y fundada sospecha de que Fernando y demás conspiradores obran de concierto con el emperador. ¿Cómo fiar ya en él, o cómo no desvanecerse en vista de todo la ilusión producida en la mente del privado por la soberanía de los Algarbes? Entonces comienza para él otra era : la venda que cubría sus ojos ha caído ya para siempre; mas por desgracia ha caído tarde, y ni la exaltación de su patriotismo irritado, ni sus esfuerzos para cegar la sima que a sus pies se acaba de abrir, pueden ser parte a evitar el trágico desenlace de situación tan complicada y tan angustiosamente difícil.

Tales son en resumen los principales rasgos que caracterizan la vida pública del valido, dejando aparte otros que llevamos expuestos en lugar oportuno. No es posible sin embargo omitir su gravísima culpa en haber conservado en el poder al funesto marques de Caballero, al enemigo implacable de toda reforma política, al que no solo no se contentó con tener la nación estacionaria respecto a este punto, sino que procuró hasta borrar de su memoria el recuerdo de sus leyes más santas, arrancándolas sacrílegamente de sus augustos y venerandos códigos. Las excusas del príncipe de la Paz cuando descarga la responsabilidad de este y otros hechos sobre el ministro de Gracia y Justicia, están muy lejos de ser satisfactorias; y mientras no nos aduzca otras pruebas que su sola palabra, difícilmente podrá desarraigar una opinión tan extendida como la que supone a Caballero instrumento suyo hasta los días en que siguiendo los estímulos del interés y pasándose al bando fernandista, vendió traidoramente a su rey y al hombre que había tenido el poco pudor de conservarle en el mando. Un escritor de nota acusa también a Godoy de haber puesto en venta los empleos, las magistraturas, las dignidades, los obispados, ya para sí, ya para sus amigas, o ya para saciar los caprichos de la reina, no menos quede haber entregado la hacienda a arbitristas más bien que a hombres profundos en este ramo, teniéndose que acudir a cada paso a ruinosos recursos para salir de los continuos tropiezos causados por el derroche de la corte y por gravosas estipulaciones. Respecto a este último punto nos reservamos emitir nuestra opinión en el Cuadro comparativo de los reinados de Carlos IV y Fernando VII con que pensamos terminar la presente obra; y por lo que toca al primero, creemos que si bien habría deslices, han debido ser notablemente exagerados por el espíritu de partido: la pobreza, o la indigencia más bien, que tan duramente ha pesado sobre el príncipe de la Paz durante su larga emigración, se avienen mal con la idea de semejantes escándalos, deponiendo altamente en favor del desterrado la circunstancia de no haber depositado en los bancos extranjeros, cuando tan cerca veía su caída, las cantidades que tan útiles le podían ser, y que a haber sido él tan sórdidamente avaro como se supone, no se hubiera descuidado en guardar. Su ambición se dirigió principalmente a los honores, dignidades y empleos; y los inmensos recursos que estos le producen debían ponerle al abrigo de esos manejos ilícitos, manejos que aun cuando solo fuera por orgullo había de mirar como menos dignos de su elevación y de su rango. Tal es al menos nuestro modo de ver; ni nuestra conciencia nos permite pensar de otro modo, mientras no veamos pruebas terminantes y justificativas de lo contrario. Godoy fue imprevisor en todo, hasta en mirar pecuniariamente por sí, en lo que lícitamente constituía su lujo y su fausto, para los tiempos de la desgracia.

Las faltas que tan altamente caracterizaron el mando del valido no se oponen a que nosotros le concedamos más de un acierto, ni nos cegarán hasta el punto de negar la invencible influencia que la situación excepcional de los tiempos y la herencia de pasados siglos debieron ejercer en muchas de ellas. Tristes fueron sin duda las consecuencias que nos trajo nuestro rompimiento con la República en 1793; pero sí es responsable Godoy de haber continuado la guerra más tiempo del que la prudencia exigía, no lo es en nuestro concepto por su resolución en darle principio, mereciendo disculpa su primer arrebato, atendidas las circunstancias y la difícil posición del gobierno en aquellos días de prueba. La paz de Basilea, censurable en buena hora por tardía, no es tampoco acreedora a la calificación de afrentosa y degradante que de ella ha hecho la mayoría de los escritores; ni esa paz fue la causa inmediata de nuestra humillación ante el poder de Francia, como tantas veces se ha dicho; lo fue la alianza que siguió un año después, según hemos tenido también ocasión de observar. La primera campaña contra Portugal ofrece seguramente pocos motivos de elogio respecto al privado; pero eso no quita el mérito que contrajo por la adquisición de Olivenza y por su resolución en tratar la paz en piezas separadas, resistiendo las exigencias de Napoleón con una energía que podría haberle hecho eternamente acreedor al aprecio nacional, si a ese y a otros rasgos parciales de oposición a las exageradas pretensiones del jefe de Francia hubiera añadido la perseverancia sensatamente oportuna para no caer de bruces por último, arrastrando consigo al país a su última ruina. Esta fue debida en gran parte, preciso es confesarlo, a la triste coincidencia de la conspiración fernandista con la circunstancia harto crítica de la entrada de los franceses en la Península; pero si se examina el origen, progresos y último resultado de esa conspiración, preciso es también confesar que a la manera de los males y desgracias humanas en la caja de Pandora, se halla todo virtualmente encerrado en la prepotencia del valido, sin que nosotros creamos por eso ni en los proyectos de usurpación que se le atribuyeron, ni en la opresión que al decir de sus enemigos personales ejerció constantemente en la persona del príncipe de Asturias. La permanencia de Godoy en el poder cuando tanto contribuía al encono de la parcialidad contraria y tantos y tan plausibles pretextos ofrecía a la conspiración misma, será siempre uno de los mayores cargos que le haga la historia, sin que le sirva de excusa la precisión de continuar en que pudo en buena hora ponerle Carlos IV; porque antes que servir los caprichos de este, era servir al país que tan imperiosamente exigía su alejamiento del mando. Altamente patriota en los últimos instantes de este, no es posible negarle el mérito de su constante adhesión a la causa de sus reyes, ni el de sus esfuerzos por reconciliar al padre y al hijo, ni lo bien ideado del plan, frustrado por los tumultos, de retirarse tierra adentro, y aun de pasar los mares tal vez con la regia familia en vez do venderla al emperador como caso de haber querido oír la sola voz de su interés personal podría haberlo hecho; pero ninguna de esas prendas, desplegadas a la manera del último chispazo de la luz cuando se apaga, bastan a ponerle a cubierto de la desfavorable impresión producida por la suma total de sus extravíos, siendo a nuestro modo de ver imposible que el nombre de Godoy sea al fin pronunciado por la posteridad sin enojo y sin tedio.

Cuando presentemos al fin de la obra el Cuadro comparativo de los reinados de Carlos IV y Fernando VII de que hablamos arriba, tendremos ocasión de ocuparnos detenidamente en una porción de medidas tomadas por el favorito, las cuales, aun cuando sean incapaces de hacer olvidar los desastres producidos por su dominación, deponen no obstante en favor suyo, conciliándole más de una vez la gratitud nacional. El ominoso tribunal del Santo oficio, mal contenido en sus atrocidades aun en los mismos tiempos del ilustrado y benéfico Carlos III, se vio refrenado en los de su hijo y sucesor de un modo harto notable para ser pasado por alto. Godoy luchó con él a brazo partido, habiéndose debido a esa pugna, no menos que al vigor con que atacó de frente los abusos de la inmunidad sacerdotal, el odio conque le miró constantemente el partido apostólico, el cual habría perdonado con gusto los vicios y la inmoralidad que en el palacio reinaban, si en vez de atreverse aquel a minar por su base la prepotencia del clero, la hubiera mantenido en su auge , como anhelaban los que tenían interés en medrar a su sombra. De esto no se deduce que Godoy se hallase animado del más pequeño deseo de hacer adelantar la nación en sentido político. Su lucha con la inquisición y su empeño en arrancar a las manos muertas una parte de su inmensa propiedad, debidos fueron al anhelo de aumentar las prerrogativas personales del rey, no al de dar el menor ensanche a los derechos del pueblo. El absolutismo del monarca y el absolutismo del clero estaban mirándose frente a frente; y entre la prepotencia del uno y la prepotencia del otro, Godoy se decidió por la primera, sin más objeto que el de quitarle embarazos que le impidiesen obrar a sus anchuras, porque de haber sido otro el espíritu que presidió aquellas medidas, ni la nación hubiera continuado siendo gobernada, como lo fue, en sentido exclusivamente realista, ni habrían desaparecido de la Novísima Recopilación las leyes que, aunque solo en lo escrito, consagraban las garantías populares. El poder del clero no obstante era más ominoso al país que el poder del monarca, y la nación ganaba o podría prometerse ganar en aquella lucha; resultando de todo que cualesquiera que fuesen las ideas del privado sobre las reformas políticas, era ya un bien notable el mero hecho de comenzar, como lo hizo, la importante reforma clerical.

Extraño el valido a las artes de la guerra, reformó no obstante el ejército; y esa reorganización indica al menos su deseo de corregir abusos y de obrar el bien. Su popularidad estaba interesada en conciliarse el aprecio del vulgo, y eso no obstante se le vio desdeñar sus preocupaciones más de una vez, como lo prueban su empeño en hacer observar la prohibición de Carlos III sobre enterrar los cadáveres en las iglesias, y el decreto expedido en 1805 contra las corridas de toros, esas corridas que tan altamente excitan, aun en los tiempos presentes, el entusiasmo de los españoles. Revestido de un poder cual ninguno de los favoritos de los reyes ha conseguido tenerlo, cometió demasías sin duda; pero su fondo era naturalmente compasivo y bueno, y salvo ciertas excepciones que no le honran seguramente, rara vez abusó de su prepotencia para vejar u oprimir. Los defectos que en ese sentido se observaron en él debidos fueron a la posición en que tan lastimosamente se había colocado, y al origen tal vez de su elevación, no a su carácter ni a la índole normal de sus sentimientos. Hombres había que no estaban acordes con su marcha, y sin embargo de ser adversarios suyos, fueron conservados por él al frente de sus destinos; siendo de notar igualmente que en medio de la abyección con que, sin él notarlo muchas veces, obedecía humildemente las órdenes y las inspiraciones de  Francia, tenia sin embargo en los asuntos interiores del país un sentimiento de nacionalidad que le honraba sobremanera, no habiéndosele visto jamás conferir cargos de importancia a los extranjeros, los cuales fueron constantemente para él objeto de desdén, por no decir de menosprecio, en comparación de los españoles.

Otra de las prendas que hacen acreedor al valido de Carlos IV al aprecio y gratitud de sus conciudadanos, fue el celo con que se decidió a fomentar la industria, las ciencias y las artes en los diez y seis años de su valimiento. Las universidades y colegios comenzaron a perder desde los primeros días de su ministerio el carácter exclusivamente aristotélico que distinguía aun la enseñanza; las escuelas primarias se aumentaron considerablemente, y fueron protegidas por él; la medicina, la cirugía , la veterinaria y demás ciencias físicas auxiliares de las de curar le merecieron notable atención; él fue el fundador del cuerpo de ingenieros cosmógrafos de Estado y del Semanario de agricultura y artes; la escuela de Sordomudos fue erigida a su sombra también; la agricultura, base primera de la riqueza nacional, mereció desde 1793 su protección y amparo contra las invasiones de la ganadería; las bellas artes continuaron los progresos comenzados en el reinado anterior, siendo de notar sobre todo la reforma total del gusto en la arquitectura y escultura; las bellas letras dieron cima completa durante su mando a la obra de su restauración, elevándose la poesía a una altura que no habían conseguido alcanzar (tal es al menos nuestra opinión) los inmortales vates del siglo XVI; su privanza, en fin, se distinguió por numerosos rasgos de protección a notables expediciones científicas y filantrópicas, sobresaliendo entre todas la de la vacuna que tan bellos y sentidos versos supo inspirar a uno de los primeros poetas, no ya de nuestro país, sino de todos los países del mundo, don Manuel José Quintana.

Considerado el valido de Carlos IV bajo este punto de vista, no hay duda que merece en gran parte los elogios que le tributaron varios de los escritores de nombradía que florecieron en su época; pero nada de esto se opone al juicio general que acerca de su dominación tenemos emitido. No seremos nosotros los que rebajemos el mérito que pudo contraer Godoy, atribuyendo exclusivamente los bienes que obró en ese sentido al impulso dado a las artes y las ciencias durante los dos reinados anteriores, pues por más que estemos persuadidos de la influencia que tanto estos como el espíritu del siglo debieron ejercer en los progresos de la razón y de la imaginación, no por eso desmerece la gloria del que no habiendo tenido la fortuna de inaugurar la marcha, favorece y secunda el arranque, cuando tiene el poder de entorpecerlo. La cuestión, por lo que respecta al hombre que nos ocupa, está reducida a términos bien sencillos : ¿los bienes producidos por Godoy en sentido literario y artístico fueron tantos y tales que basten a borrar de la memoria, o a equilibrar por lo menos, los males que fueron consecuencia de su privanza y de su marcha política? La contestación desgraciadamente está muy lejos de ser satisfactoria. Los males superaron con mucho a los bienes; y el nombre del privado (sensible es tener que repetirlo) no puede ser pronunciado nunca en último resultado sin que la aversión prepondere. Por otra parte, reflexionando con alguna detención acerca de la índole y naturaleza de los rasgos que en él merecen encomio, vemos que se concilian perfectamente con su empeño en tenerla nación estacionaria políticamente hablando, negándose a toda reforma o progreso en ese sentido. «Las ciencias y las artes, dice Madame Slael, constituyen una parle importantísima de los trabajos intelectuales; pero sus descubrimientos y resultados no ejercen influencia inmediata en esa opinión pública que decide del destino de las naciones.» «Los descubrimientos de las ciencias (continúa más adelante) deben sin duda a la larga dar nueva fuerza a esa alta filosofía que juzga a los pueblos y a los reyes; pero ese lejano porvenir no asusta a los tiranos. Muchos de ellos han protegido las ciencias y las artes; pero todos han temido a los enemigos naturales de la protección misma, a los pensadores y a los filósofos.» «La poesía, dice también, es entre todas las artes la que más de cerca pertenece á la razón; y la poesía entre tanto no admite ni el análisis; ni el examen que conduce a descubrir y propagar las ideas filosóficas La poesía se ha consagrado a elogiar el poder despótico con mas frecuencia que a censurarlo. Las bellas artes, en general, pueden a veces contribuir por su halago mismo a formar los súbditos tales cuales los tiranos los desean. Las artes pueden distraer el alma, por los placeres que diariamente proporcionan, de todo pensamiento dominante : ellas vuelven a encerrar al hombre en el círculo de las sensaciones, e inspiran al alma una filosofía voluptuosa, una indiferencia razonada, un amor a lo presente y un olvido del porvenir sobremanera favorable a la tiranía.» Este modo de discurrir es amargo sin duda; pero no menos cierto por eso. El príncipe de la Paz protegió las artes; pero España continuó gobernándose con los mismos vicios, con las mismas rutinas, con los mismos abusos de poder, con la misma nulidad por parte del pueblo que dos siglos antes. Las ciencias también le debieron impulso; pero la persecución de Jovellanos basta a indicar por si sola lo que los sabios de cierto temple podían esperar del privado en medio del mérito que en este punto le concedemos, y que, lejos de querer combatirlo, no hacemos más que explicar.

El juicio que hacemos de la administración del valido de Carlos IV debe ser terminado por pluma mejor que la nuestra. «Si Godoy, dice un escritor francés, hubiera aparecido en España tres siglos antes, la alta nobleza se habría coaligado y armado contra el error y ceguedad de Carlos, enviando aquel la aristocracia a la muerte como envió a don Álvaro de Luna, salido de menos humilde esfera y elevado a altura menor; o habríase debido a las comunidades la coalición y alzamiento contra ese error y ese envilecimiento del trono, levantándose como lo hicieron contra el cardenal Jiménez y contra los gobernantes extranjeros, los cuales, en medio de serlo, humillaban menos que Godoy el orgullo nacional. Si hubiera vivido un poco más tarde, en el siglo XVII o a principios del XVIII, cuando las instituciones aristocráticas y democráticas habían quedado absorbidas por el poder real, y cuando nada de ellas restaba en España, el gobierno de Godoy habría sido tranquilo, y la historia pública y oficial habría hablado con entusiasmo de sus talentos, de sus virtudes y de los establecimientos útiles fundados o protegidos por él, hallando en los actos de su gobierno pruebas de la bondad de su corazón y de la rectitud de su entendimiento: las crónicas escandalosas hubieran al mismo tiempo trazado como a hurtadillas las torpezas de su vida privada, y los publicistas imparciales habrían, por último, revelado después de su muerte las funestas consecuencias de su administración, juzgando con rigor su persona. Pero el príncipe de la Paz no fue llamado al gobierno ni en las tormentas de los siglos bárbaros, ni en la calma de un despotismo tranquilo: él tomó en sus manos el timón de un bajel enorme, lleno de pesantez, mal armado, mal dirigido y peor velero, encargándose de su gobernalle en medio de la tempestad más espantosa que haya nunca agitado y echado por tierra las sociedades políticas. No estamos ya en los tiempos en que un respeto ciego pueda bastará cubrir las faltas de los monarcas y de los que los representan, siendo en vano que el clero haga decir a la religión que los reyes son la imagen de Dios en la tierra, porque esto es predicar en desierto y nadie cree en ello ahora. Los gobernantes tienen que dar cuenta a las naciones no solo del mal que ellos hacen, sino del que con ellos y por ellos se verifica; y esa cuenta no se ajusta con favorable prevención hacia ellos. Los contemporáneos de Godoy han acumulado sobre su cabeza los abusos que le habían precedido, las calamidades que no evitó, y las que ni él ni nadie en el mundo hubiera podido evitar; y aumentando así el peso de los cargos, le han hecho responsable de todos los males públicos. Al pronunciar los pueblos sentencia de ese modo, no son injustos sin embargo, pues si en los tiempos prósperos recogen los reyes y sus ministros la gloria y el provecho del bien que no han realizado, justo es también que en la adversidad sucumban y perezcan bajo el peso total de las miserias públicas.»

El tumulto a que había dado lugar el inesperado encuentro del príncipe de la Paz era efecto de la casualidad exclusivamente, faltando aun la explosión del alboroto anunciado a Carlos IV en la mañana del mismo día por Villariezo y Albudeyte. Los conjurados no estaban satisfechos con ver al valido derribado del poder, bañado en su propia sangre, y cuidadosamente guardado en el cuartel que le servía de prisión; era preciso que el monarca descendiese también del trono y que pasase la corona a las sienes de su hijo. A las dos de la tarde del día 19 apareció a la puerta del cuartel de Guardias un coche con seis mulas, y empezó a extenderse la voz de que aquel carruaje tenia por objeto sacar al preso del cuartel y conducirle a Granada. La estratagema surtió el previsto efecto de encender nuevamente la irritación popular, y corriendo el vulgo por todas partes, precipitóse furioso sobre la puerta del cuartel, cortando los tirantes de las mulas y destrozando el coche. Carlos IV y María Luisa, cuyas almas estaban sobrecogidas de espanto con los sucesos anteriores, acabaron de ceder al terror en vista de aquella última demostración de la ira popular; y persuadidos de que ni la tranquilidad pública ni la suya propia eran compatibles con su permanencia al frente de los destinos del país, cedieron a la poderosa insinuación con que, explotando los que los rodeaban el estado moral de sus ánimos, se les indicó la conveniencia de la abdicación. Mientras el príncipe Fernando salía a calmar el alboroto, quiso el rey que se convocase el consejo de Castilla, para ante él, o al menos ante una diputación de sus individuos, minutar la renuncia desde luego, reservándose para otro día extenderla con las formalidades necesarias. La ambición, empero, no quería dilaciones que bien miradas eran en su propio provecho, y con pretexto de ser conveniente pasar al acto sin demora para evitar inquietudes en los ánimos, se hizo precipitar un documento tan grave y de tanta consecuencia, convocando el monarca para las siete de aquella misma noche a todos los ministros del despacho, en cuya presencia firmó la abdicación, suscribiendo el decreto que le presentaron, el cual estaba concebido en los términos siguientes:

«Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado después de la más seria deliberación abdicar mi corona en mi heredero y mi muy caro hijo el príncipe de Asturias. Por tanto es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como rey y señor de lodos mis reinos y dominios; y para que este mi real decreto de libre y espontánea abdicación tenga su éxito y debido cumplimiento, lo comunicareis al consejo y demás a quien corresponda.—Dado en Aranjuez a 19 de marzo de 1808.—Yo el rey.—A don Pedro Cebados. »

Firmado el acto de renuncia, entró Fernando a ser reconocido y declarado rey por su augusto padre, retirándose acto continuo el nuevo monarca a su cuarto, y siguiéndole los ministros, los individuos de la grandeza que se hallaban en palacio, los jefes de la guardia y numerosa clientela de gentes afectas al nuevo poder, o como se dice ahora, a la nueva situación. Loco el pueblo de júbilo al difundirse por el sitio tan grata noticia, corrió exhalado a la plazuela del real alcázar, prorrumpiendo en unánimes y repelidos vivas a Fernando VII, a aquel rey tan deseado y que tan mal había de corresponder a las esperanzas que su elevación hacía concebir.

El ministerio del nuevo rey fue el mismo por el pronto que el que momentos antes tenia Carlos IV, siendo de notar el decreto en cuya virtud se conservaba en el poder a Caballero, atendido el mérito que había contraído en las últimas ocurrencias, no menos que el expedido a favor de Ceballos para que no le perjudicase la circunstancia de estar casado con una prima del valido. Cortesanos a todos vientos, aduladores del poder cuando lo juzgan estable, y poco escrupulosos en volverle la espalda auguran su ruina. Ceballos no obstante, como dice el conde de Toreno, pasó en la corrompida corle de Carlos IV por hombre de bien. En cuanto a Caballero, no creemos que haya ahora un solo hombre honrado que no recuerde su memoria con indignación y con asco. Los demás ministros, excepto Soler, participaron, cual más, cual menos, de la misma debilidad que Cebados, si bien no fue en ninguno tan notable como en este por la posición particular que ocupaba entro el monarca y el valido. Poco después fueron removidos del poder los más de ellos.

La primera noche del nuevo reinado quedaron acordadas casi todas las providencias que en los días inmediatos fueron apareciendo, siendo la primera de ellas la cesación de las ventas de bienes eclesiásticos, y echando así por tierra una de las medidas mas útiles tomadas por el favorito , para justificar sin duda una de las profecías con que los frailes habían celebrado el nacimiento de Fernando. Suprimióse un impuesto que en el reinado anterior se había decretado sobre el vino, y esa supresión no tenía otro objeto que captarse el nuevo poder el aura popular, debiendo decirse lo mismo de la útil disposición por la cual se permitía destruir en los sitios y bosques reales los animales destinados a la montería. Llamóse al servicio de Fernando a los reos del Escorial, y los mismos que pocos días antes se habían contado en el número de los servidores del valido inauguraron su sistema de reacción contra personas que habiéndole sido afectas tenían sin embargo el pudor de no renegar de él en la desgracia. Las minutas de las cartas en que debía Carlos IV participar a Napoleón y demás soberanos de Europa el acto de su renuncia fueron extendidas también aquella misma noche, junto a la real orden dirigida el día siguiente al gobernador del consejo, en la cual se manifestaba la disposición del nuevo reinado a no variar lo más mínimo el sistema político seguido por el anterior en las relaciones de amistad y estrecha alianza seguidas con el imperio francés. Tal conducta observaban los hombres que tanto afectaban escandalizarse en vista de la sumisión y dependencia en que desde el tratado de San Ildefonso estábamos respecto a Francia. Los partidos serán siempre partidos.

La noticia de la prisión del favorito se supo en Madrid al anochecer del 19, dando motivo a la tumultuosa reunión de la plebe en la plazuela del Almirante, donde aquel tenía su casa junto al palacio de los duques de Alba. Repitiéronse allí los excesos que la noche del 17 habían tenido lugar en Aranjuez, siendo destrozadas las preciosidades pertenecientes a Godoy, y lanzadas por las ventanas a la calle, donde las esperaba la hoguera. El populacho dividido en grupos y alumbrado con hachas se dirigió tras esto a la casa de la madre del príncipe de la Paz, a la de su hermano don Diego, a la de su cuñado el marques de Branciforte, a la del jefe de la caja de consolidación don Manuel Sixto Espinosa, a la del coronel don Francisco Amorós, a las de los ex-ministros Alvarez y Soler y otras varias pertenecientes a personas que eran o pasaban por ser afectas al privado; y en todas ellas tuvo lugar la misma escena. Amorós se vio amenazado de perder la vida a manos de los sublevados, habiéndosele puesto en prisión y mandádole formar causa por haberle encontrado un legajo que contenía la correspondencia de Godoy con Badia y otros papeles curiosos relativos a la expedición de Marruecos, hallazgo que dio motivo a extenderse por el vulgo la voz de que el príncipe de la Paz tenia tramada la entrega de su patria a los mahometanos, reproduciendo la traición que nuestras crónicas atribuyen al conde don Julián, con otros dislates por el estilo. Aquella misma noche se supo en Madrid la abdicación de Carlos IV; pero no se divulgó por la población hasta la mañana siguiente, en que se confirmó la noticia por medio de los carteles en que manifestaba el consejo la exaltación del nuevo rey. Locos de alegría los habitantes, prorrumpieron en vivas y aclamaciones, llevando en triunfo por las calles el retrato de Fernando VII, y volviendo a reproducirse algunos de los excesos anteriores, que el consejo se vio precisado a reprimir. La alegría fue igual en todas las provincias de España, siendo pocos los casos de júbilo y regocijo universal que puedan compararse al de aquellos días. A las fiestas con que en todas partes se celebraba la noticia, iban unidos a veces los excesos como en Aranjuez y en Madrid, quitando los pueblos de sus casas consistoriales el retrato de Godoy para arrastrarlo por las calles, y darlo por fin a las llamas. Y era tal el odio que universalmente excitaba la memoria del favorito, que ni aun los establecimientos útiles fundados o protegidos por él respetaba a veces la plebe, como sucedió con el jardín de aclimatación de Sanlúcar de Barrameda, que fue destrozado por la sola circunstancia de haber sido obra del ministerio de aquel.

La renuncia de Carlos IV había sido firmada en medio de la efervescencia de una sedición  y aun cuando se le había oído decir que nada había hecho en su vida con más gusto, no era sin embargo verdad. Para la tranquilidad ulterior del reino y para seguridad del nuevo poder, hubiera convenido que el monarca verificase su abdicación con las solemnidades prescritas por las leyes, o ya que el acto no hubiese sido desde un principio tan espontáneo como era de desear, que lo ratificara a lo menos con la libertad consiguiente a su trascendencia. Los consejeros y amigos de Fernando lo atropellaron todo, y en vez de prestarse a una dilación tan útil a su misma causa, obligaron al consejo a publicar el acto de renuncia, sin consentirle que según formulario lo pasase al informe fiscal. Carlos IV esperaba de sus antiguos ministros alguna mayor deferencia, tanto más cuanto se había convenido el día 20 con Caballero en extender nuevamente la escritura de abdicación, arreglado un plan de condiciones que pensaba imponer a su heredero, reducidas a exigir la observancia exclusiva de la religión católica; la integridad e indivisibilidad de los dominios españoles; la buena armonía con Francia y demás gobiernos con quienes España se hallaba en paz; el restablecimiento de la sucesión a la corona, tal cual se había acordado en las corles de 1789, en que fue derogada la pragmática de Felipe V; la buena administración del reino; la libertad de establecerse el rey abdicante en compañía de su esposa donde mejor le acomodase; el señalamiento de una renta anual fija para el mantenimiento suyo y de su casa; el de la que debia darse a la reina en el caso de fallecer él; la designación de un palacio y parque real para habitarlo y disfrutarlo S. M.C. durante su vida; la extensión de otra escritura por parte de Fernando, en la cual se obligase este a recibir el trono bajo dichas condiciones, cuyo acto fuese semejante en la sustancia y en su expresión al que el príncipe don Luis había hecho para su augusto padre el señor Felipe V aceptando su renuncia; y que ambos dos actos fuesen consolidados por todas las formalidades y requisitos legales que fuesen compatibles con las circunstancias y la urgencia del tiempo en aquellos días. A estas condiciones pensaba añadir varias recomendaciones en favor de los infantes y de las personas de su real servidumbre, y el encargo de evitar Fernando toda suerte de novedades y reacciones que pudiesen turbar la paz y unión de los españoles; exigiéndole además la ejecución y pleno cumplimiento del decreto de 18 de marzo, por el cual se concedía a Godoy su retiro adonde mejor le acomodase, sin que debieran pararle perjuicio los últimos acontecimientos.

Tales eran, según el príncipe de la Paz, los propósitos de Carlos IV, siendo bien notable por cierto que tratando de hacer valedero y legítimo lo que no lo era, prescindiese de imponer a Fernando la obligación de reunir las Cortes, cuyo concurso era el más esencial, contentándose con referirse al caso de la renuncia de Felipe V, ilegítima en rigor de derecho, pues en ella se prescindió de igual requisito. Verdad es que Carlos invocaba las demás formalidades que fuesen compatibles con las circunstancias; pero en el mero hecho de poner esta cortapisa yen el de no referirse a la representación nacional en los mismos y explícitos términos que lo hacía al hablar de la abdicación de Felipe, se ve bien que el modo de pensar del monarca no estaba acorde en este punto con la estricta legalidad que el caso requería, cosa sobre la cual si bien hemos querido llamar la atención de los lectores, estamos muy lejos de estragar en un rey que, lo mismo que el favorito, consintió a Caballero ejecutar a su anchura la tantas veces citada supresión de leyes fundamentales, ejecutada en la Novísima Recopilación. El nuevo poder por su parte estaba igualmente lejos de querer lo que Carlos IV no quería, y de ahí puede inferirse la legalidad que en último resultado hubiera venido a tener la abdicación del último, aun cuando Fernando se hubiera convenido con su augusto padre en aceptar las condiciones que le proponía. Hoy o mañana que a Carlos le hubiera convenido decir que su renuncia a la manera de Felipe V no tenia el carácter de validez que la de don Ramiro de Aragón, v. gr., habría podido hacerlo sin duda alguna; y cuando él no pensase en tal cosa, ahí estaba Napoleón para aprovechar el olvido de nuestras antiguas prácticas en perjuicio del padre y del hijo. La abdicación, pues, de cualquier modo que se hiciera, no siendo con el concurso de las Cortes, hubiera tenido siempre inconvenientes de gran tamaño, sin ser las formalidades a medias bastante poderosas a alejar del país el resultado final que las cosas tuvieron. Sea de esto lo que quiera, el caso es que Fernando no quiso ni aun esas formalidades, y que Carlos IV se vio burlado en sus esperanzas con la publicación de su renuncia, mandada hacer al consejo a paso de carga.

Esto unido a la extrañeza que tanto él como María Luisa notaban en los semblantes de sus antiguos senadores, a las noticias que recibían de los alborotos y excesos de Madrid, a la angustia que les causaba la deplorable situación del príncipe de la Paz, y a la intimación que el nuevo gobierno les hizo de retirarse a Badajoz, les puso en el caso de conocer la diferencia que existía entre su posición actual y la que acababan de perder; y el primer sentimiento de sus corazones fue el anhelo de reconquistar el antiguo brillo, anhelo que fue progresivamente aumentándose, y que por último hizo caer a Carlos IV en el mas funesto de todos los yerros que hasta entonces había cometido. Nosotros nos ponemos en su caso y disculpamos el primer movimiento de su mortificado amor propio, de su corazón resentido; ¿pero excusaremos por eso la gravísima falta con que vino por último a afrentar su nombre, implorando el auxilio de Bonaparte contra su hijo en aquellas terribles circunstancias? ¿Para cuándo es la filosofía, para cuándo reservaba el piadoso Carlos IV su cristiana resignación a los decretos de la suerte? Si la posición en que se veía era dura , ¿no la merecía en castigo de su culpable abandono, de su ceguedad sin ejemplo? Y mereciéndola o no, ¿tan pronto volvía a olvidar que el hombre en cuyas manos se ponía era el enemigo de su casa, como él mismo dijo al quejarse de la misiva de Fernando? Nosotros que tan enérgicamente hemos acusado a este por un paso tan impolítico y degradante como el que dio entonces, sin servirle de escusa a nuestros ojos ni lo joven de su edad, ni la humillación en que se le tenía, ¿disculparemos ahora a su padre en un paso infinitamente peor, o deberá atenuar nuestros cargos la consideración del estado moral de su alma en aquellos días de desolación y amargura? El último de los súbditos no merecería la indulgencia de la historia si en las tribulaciones que sufre le fuera permitido buscarles remedio en perjuicio de la patria; y nosotros no debemos hacer a la moral y a la justicia el insolente agravio de conceder a los monarcas la menor dispensa en el cumplimiento de los deberes que se exigen al último ciudadano. Escribir a Napoleón en los términos que van a ver los lectores, y escribirle así en circunstancias tan críticas como las en que se hallaba el país, hecho fue de cuya perpetración debía arredrarse Carlos IV, dando más valor que al grito de su orgullo ultrajado o de su autoridad escarnecida, al penetrante grito de la patria interpuesta entre él y su hijo. Alma que obraba de esa manera no tenia ni la dignidad ni la elevación de sentimientos que el príncipe de la Paz le atribuye.

 

Carta de Carlos IV al emperador de los franceses.

 

«Señor mi hermano : V. M. sabrá sin duda con pena los sucesos de Aranjuez y sus resultados, y no verá con indiferencia a un rey que forzado a renunciar la corona acude a ponerse en los brazos de un grande monarca aliado suyo, SUBORDINÁNDOSE TOTALMENTE A LA DISPOSICION DEL ÚNICO QUE PUEDE DARLE SU FELICIDAD, I.A DE TODA SU FAMILIA Y LA DE SUS FIELES VASALLOS. Yo no he renunciado en favor de mi hijo sino por la fuerza de las circunstancias, cuando el estruendo de las armas y los clamores de una guardia sublevada me hacían conocer bastante la necesidad de escoger la vida o la muerte, pues esta última hubiera sido seguida de la de la reina. Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magnanimidad y el genio del gran hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío, he tomado la resolución de conformarme con todo lo que este mismo gran hombre quiera disponer de nosotros y mi suerte, de la de la reina y la del príncipe de la Paz. Dirijo a V. M. I. y R. una protesta contra los sucesos de Aranjuez y contra mi abdicación. Me entrego y enteramente confió en el corazón y amistad de V. M., con lo cual ruego a Dios que os conserve en su santa y digna guarda. De V. M. I. y R, su más afecto hermano y amigo—Carlos—Aranjuez 27 de marzo de 1808.»

 

Protesta.

 

«Protesto y declaro que mi decreto de 19 de marzo, en el que he abdicado la corona en favor de mi hijo, es un acto a que me he visto obligado para evitar mayores infortunios y la efusión de sangre de mis amados vasallos; y por consiguiente debe ser considerado como nulo—Carlos—Aranjuez 21 de marzo de 1808.»

La fecha de 27 de marzo que se observa en la carta, y con la cual fue publicada en el Monitor francés, parece que fue alterada por miras particulares del emperador, debiendo ser la del 22, acaso del 23, como aparece en la traducción que de dicho documento se ve en la Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España, traducción que hemos adoptado nosotros. En cuanto a la fecha de la protesta, Carlos IV, según el príncipe de la Paz, no se acordaba del día preciso que llevaba, y aun dudaba si fue puesta; pero siendo la protesta real, es de muy poca monta para el juicio que se pueda formar de aquel acto la diferencia de uno o de dos días. No debe omitirse, sin embargo, una circunstancia importante, y es la de que ambos escritos fueron, a lo que parece, extendidos bajo la influencia del general francés Monthion, enviado por el príncipe Murat para entenderse con los reyes padres, a consecuencia de las comunicaciones que en nombre de Carlos IV le dirigió la reina de Etruria, autorizada por este para ello. Damos el nombre de importante a la circunstancia indicada, no porque deba tenerse en cuenta para disminuir la culpabilidad de Carlos IV al producirse en términos tan indecorosos e indignos, sino porque no se pierda jamás de vista la inspiración de Francia en todos nuestros negocios públicos, ora fuera Fernando, ora su padre, el que en ellos interviniese. Por lo demás, pretender minorar por eso el gravísimo yerro de Carlos, como el príncipe de la Paz se esfuerza en hacerlo, cosa es que en el autor de las Memorias nos parece laudable; pero desgraciadamente es inútil. El destronado monarca se vio precisado en buena hora a expresarse de un modo que acaso hubiera evitado si el general Monthion no ejerciera en su alma la coacción moral consiguiente a su intervención en aquel asunto ; ¿pero no sabía Carlos IV que la primer consecuencia de implorar el auxilio francés tenía que ser irremediablemente sujetarse a su férula? ¿no sabía que entrar en inteligencias con Murat era lo mismo que abdicar en sus manos la facultad de obrar de otro modo que el que el mismo Murat le impusiese? Vano es, pues, disculpar la protesta y la carta, porque el rey no las escribiese de movimiento suyo propio, sino inspirado por aliento ajeno. El que se ata los pies para andar, no merece disculpa si cae.

Otro rey más digno de serlo hubiera devorado en silencio la amargura de su corazón, haciéndose superior a la desgracia, y dando a la causa del país más importancia que a la suya propia. El colmo de su gloria, dice el príncipe de la Paz (y estas palabras pronuncian la sentencia de Carlos IV) «el colmo de su gloria (¡oh  rey amado mío!) hubiera sido no haber doblado nunca su cerviz augusta para implorar el patrocinio del emperador de los franceses, ceder a la violencia de aquel golpe irremediable que arrancó el cetro de sus manos, abandonar la escena, retirarse a Badajoz como querían sus enemigos o en un extremo a Cádiz , dejarlos a ellos solos responsables de sus obras, y mantenerse en guarda y en reserva para el caso en que su autoridad y presencia hubiesen sido necesarias para salvar sus reinos de la ruina adonde aquellos los llevaban. Si hubiera estado al lado suyo, yo se lo hubiera aconsejado, como le aconsejé pocos días antes de los sucesos de Aranjuez que a su hijo le nombrase su lugarteniente, y que S. M. se retirase a Badajoz para guardarle las espaldas y guardar el reino si aconteciese una desgracia. Nada tan fácil en aquellas circunstancias como entrever el precipicio en que la nueva corte iba a lanzarse y a lanzar a España poniéndose a merced de Bonaparte; y ¡ah, cómo habría corrido entonces el pueblo castellano a invocar a Cárlos IV y a ampararse con su nombre y defenderse contra la usurpación que meditaba aquel tirano!»

Nosotros creemos que el desacreditado nombre de Carlos IV no hubiera nunca podido erigirse en escudo de salvación relativamente al país que con tanta alegría celebraba la exaltación de su sucesor; pero ya que eso fuese imposible, abstuviérase al menos de acelerar la ruina de la patria nombrando a Bonaparte juez, árbitro sin apelación, absoluto, en tan lamentable querella, y dando así mejorada la segunda edición de la oprobiosa carta que cinco meses antes había con tanta justicia anatematizado en su hijo. La suerte de los españoles está ya entregada al francés. A las palabras de Fernando en que tan bajamente decía que solo el respeto del emperador podría hacer felices a sus padres. A la nación española y a si mismo, se añade ahora la ratificación de Carlos IV, subordinado totalmente a la disposición del único que puede darle su felicidad, la de toda su familia, y la de sus fieles vasallos. El círculo de la degradación y de la ignominia se halla ya recorrido en toda su vergonzosa extensión. ¿Qué falla por añadir a la ceguedad y miserias del padre, y a la ceguedad y miserias del hijo? Decidirse Napoleón de una vez; asirse a la protesta que el uno le pone en las manos como medio el más a propósito para paliar su usurpación a los ojos de Europa, y declararse en contra del otro como detentador injusto de un cetro que no le pertenece, para que lo devuelva a su padre, y para que este se lo confiera a él, y para que él lo entregue después a cualquiera de sus hermanos, haciendo así rodar por los suelos la corona de España, y llevándola y trayéndola de unas manos en otras cual si fuera juguete de niño.

Mientras Carlos IV andaba en secretas inteligencias con los emisarios del príncipe Murat, y mientras él y María Luisa y la ex-reina de Etruria inauguraban con el gran Duque aquella débil y vergonzosa correspondencia que el emperador después hizo pública para justificarse por este medio del inicuo alentado que hacía tanto tiempo tramaba, las tropas francesas, que según dejamos dicho, iban avanzando a Madrid por Aranda y Somosierra, habían conseguido enseñorearse de la capital de España sin oposición de ninguna especie, verificando Murat su entrada el 23 de marzo al frente de su brillante estado mayor, de la caballería de la guardia imperial y de lo mas lucido de su tropa Su objeto era imponer a los habitantes con el aparatoso espectáculo de sus guerreros; pero los infantes desdecían del resto. Los madrileños recibieron a sus huéspedes con marcadas señales de agasajo, aunque no sin experimentar algún recelo acerca de sus intenciones; pero la idea de que venían a proteger a su adorado Fernando prevaleció todavía.

Este por su parte, ignorante de los tratos en que andaba su augusto padre, y sin recelar el efecto que la desatención e insolencia usada con él pudieran producir en su ánimo, resolvió también trasladarse a Madrid, donde en concepto de sus consejeros debía quedaren breve definitivamente asegurada su exaltación al trono con el reconocimiento del emperador, a quien aquellos ilusos esperaban en la corte no menos que dentro de dos días y medio, o de tres a lo sumo. La noticia de la traslación de Fernando a la capital llenó de indecible alegría a los madrileños y a todos los pueblos del tránsito o cercanos a él, viéndose salir de la corte un inmenso gentío la noche de la víspera, mientras los lugareños se apresuraban por todas partes a dirigirse al camino por donde debía pasar el nuevo monarca. A los saludos de despedida con que resonaron los aires al salir Fernando de Aranjuez, sucedieron sin interrupción hasta su llegada a Madrid las entusiastas aclamaciones de las gentes que encontraba en el tránsito, siendo imposible describir la frenética alegría que en los corazones reinaba. Rodeado del impotente acompañamiento de sus fieles y entusiasmados súbditos, y sin llevar apenas otra escolta que ellos, llegó el nuevo rey a las Delicias en compañía de su tío y hermano los infantes D. Antonio y D. Carlos , montando después a caballo y entrando por la puerta de Atocha, desde la cual se dirigió á Palacio por el paseo del Prado, calle de Alcalá y calle Mayor. Seis horas tardó en hacer su travesía, no siéndole posible caminar desembarazadamente por entre la muchedumbre apiñada, la cual le detenía a cada paso para abrazarle y bendecirle. Pocos casos cuenta la historia de entusiasmo tan general, de tan sincero y ardiente frenesí: pocos igualmente, ninguno tal vez, en que las esperanzas de un gran pueblo quedasen tan amargamente frustradas como aquellas lo fueron.

Un día antes de la entrada de Fernando en Madrid, y en los mismos momentos acaso en que el resentimiento y la ira y el deseo de salvar a todo trance a Godoy obligaban a Carlos IV a escribir la malhadada carta con que enviaba su protesta a Bonaparte, fue extraído el privado del cuartel de Guardias, donde había permanecido en la más estrecha incomunicación, siendo trasladado por orden de la nueva corte al castillo de Villaviciosa, en cuyo oratorio quedó como herméticamente cerrado. Fernando había prometido a la plebe que el preso sería juzgado con arreglo a las leyes, y en cumplimiento de esta promesa mandó a los cuatro días de su elevación empezar el ruidoso proceso que a pesar de las reclamaciones del príncipe de la Paz se halla por fallar todavía. Con él fueron puestos en juicio su hermano D. Diego, el ex-ministro D. Miguel Cayetano Soler, el antiguo corregidor de la Habana D. Luis Viguri, el de Madrid D. José Marquina, el director de la caja de consolidación D. Manuel Sixto Espinosa, el tesorero general D. Antonio Noriega, el fiscal de la causa del Escorial D. Simón de Viegas , y el canónigo don Pedro Estala. «Para procesar a muchos de ellos, dice el conde de Toreno, no hubo «otro motivo que el haber sido amigos de D. Manuel Godoy, y haberle tributado esmerado obsequio; delito, si lo era, en que habían incurrido todos los cortesanos y algunos de los que todavía andaban colocados en dignidades y altos puestos. Se confiscaron por decreto del rey los bienes del favorito, aunque las leyes del reino entonces vigentes autorizaban solo el embargo y no la confiscación, puesto que para imponer la última pena debe preceder juicio y sentencia legal, no exceptuándose ni aquellos casos en que el individuo era acusado del crimen de lesa majestad. Además conviene advertir que no obstante la justa censura que merecía la ruinosa administración de Godoy, en un gobierno como el de Carlos IV, que no reconocía limite ni freno a la voluntad del soberano, difícilmente hubiera podido hacérsele ningún cargo grave, sobre todo habiendo seguido Fernando por la pésima y trillada senda que su padre le había dejado señalada. El valido había procedido en el manejo de los negocios públicos autorizado con la potestad indefinida de Carlos IV, no habiéndosele puesto coto ni medida, y lejos de que hubiese aquel soberano reprobado su conducta después de su desgracia, insistió con firmeza en sostenerle y en ofrecer a su caoid amigo el poderoso brazo de su patrocinio y amparo. Situación muy diversa de la de D. Alonso de Luna, desamparado y condenado por el mismo rey a quien debe su ensalzamiento. D. Manuel Godoy escudado con la voluntad expresa y absoluta de Carlos, solo otra voluntad opresora e ilimitada podría atropellarle y castigarle; medio legalmente atroz e injusto, pero debido pago a sus demasías y correspondiente á las reglas que le habían guiado en tiempo de su favor.» Estas reflexiones son justas; y amantes nosotros del cumplimiento exacto de las leyes, quisiéramos en medio del rigor con que histórica y políticamente tratamos al príncipe de la Paz, ver terminado su proceso con arreglo a estas, distinguiéndose de este modo el gobierno constitucional de nuestros días del arbitrario y despótico que antes pesaba sobre el país, y a cuyas consecuencias parece ser estrella de esta desgraciada nación no poder nunca evadirse del todo.

Pero nosotros vamos pasando los limites naturales de nuestra introducción, y es preciso terminar de una vez esta primera parte de la obra. El lector habrá podido seguir una por una las causas que en diversos sentidos nos fueron insensiblemente amarrando al ominoso yugo de Francia, contribuyendo a ponernos en tan deplorable estado de humillación así los hombres de Carlos IV como los hombres de Fernando VII. Justos nosotros con todos, a nadie exceptuamos de la parte de culpabilidad que respectivamente le toca en haber conducido el país a su última ruina. La inconcebible ceguedad del padre en confiar la dirección de nuestros destinos á un hombre que por ningún título podría aspirar al elevado puesto en que tan desatinadamente le colocó, excitó desde los primeros días el descontento y la murmuración de los súbditos, siguiendo uno y otra en creciente y gigantesca proporción, a medida que el monarca premiaba con nuevas distinciones y honras los nuevos desvaríos del privado. La profanación del tálamo regio, de ninguno ignorada en España, tenía dispuestos los ánimos a cualquier desmán, si tal puede llamarse el deseo de rechazar la humillación a que tan sensibles se muestran los honrados pechos españoles. Esta indignación, justa en si, fue explotada después diestramente como arma de partido; y el príncipe Fernando, sobre cuya cabeza pesaban mas directamente los efectos de la fascinación de su augusto padre, concibió poco a poco el deseo de sacudir un yugo que consideraba afrentoso, y que lo era en realidad. Para desgracia del país, el Mentor de quien se asesoraba principalmente carecía de las virtudes y del talento necesario para hacer fructuosa una conspiración que conducida de otro modo hubiera podido tener un carácter hidalgo, conviniéndola en medio de salud para el monarca y para la nación cuyos destinos regía. Carlos IV es responsable de los celos que tantas honras y distinciones acumuladas sobre la cabeza del privado excitaron en el corazón de su hijo, y Escoiquiz lo es por su parte de la dirección que sus siniestras inspiraciones comunicaron al justo resentimiento del desairado y abatido príncipe. Pero el arcediano de Alcaraz no habría podido nunca hacer nada, si el desmesurado poder de Godoy y sus relaciones con la reina no le hubiesen puesto en las manos la ocasión de crear en Fernando el jefe de un partido que nos fue después tan funesto; y siendo esto así, no es mucho que al referirnos a tan escandalosa privanza la hayamos considerado siempre como la causa más influyente en los males que consecuencia unos de otros se fueron eslabonando sucesivamente. Desapareciendo Godoy de la escena, desaparecen también los motivos de resentimiento en Fernando, la explotación que de ese resentimiento hace Escoiquiz, la carta que aquel escribe a Napoleón, el malhadado proceso del Escorial, los tumultos de Aranjuez, la violenta abdicación de Carlos IV y el pretexto que la discordia de palacio ofrece a Bonaparte para intervenir en nuestros negocios. De esta manera, por poco que reflexionemos y hagamos uso de la observación y del raciocinio, vendremos siempre a parar en que la catástrofe de 1808 no puede menos de retrotraerse, en el modo al menos con que fue elaborándose, a esa funesta trinidad de causas de que tantas veces hemos hablado en el curso de nuestra introducción : la inmoralidad de María Luisa , la ceguedad de Carlos IV y la prepotencia del favorito.

El reinado de ese débil monarca será siempre de funesto recuerdo, sin que las útiles medidas que en él tuvieron lugar, ni el impulso dado a las ciencias, a las letras y a las artes basten a borrar de la memoria los errores y desvaríos que en otros sentidos le caracterizan, y de que hemos hablado ya largamente al juzgar al valido. Carlos IV dejó de ser rey, de hecho al menos, por la abdicación de su trono; pero antes de esa renuncia había dejado de serlo moralmente por la abdicación de otra cosa mas preciada sin fin que la diadema, la de su voluntad y libre albedrio en manos de su esposa y en las de Godoy. Su reinado bajo este concepto puede considerarse como una perpetua renuncia, siendo tan impía la estrella que le arrastraba continuamente a convertirse en esclavo de voluntades ajenas, que aun al protestar contra la abdicación de Aranjuez no supo hacerlo sin entregarse al capricho de Napoleón, conformándose con todo lo que este quisiera disponer sobre él, y sobre la suerte de su familia, y lo que era todavía más, sobre la suerte de la nación. ¡Buen medio de reclamar los derechos del albedrío violentado, el de renunciarlos de nuevo, sin más diferencia que cambiar de nombre el tirano de su voluntad! Si alguna que otra vez se le vio hacer uso de su razón con independencia del dictamen ajeno, bien pronto volvía de nuevo a su estado normal de indolencia y de reprensible abandono, y estas rarísimas excepciones no destruyen por tanto la regla. Su ocupación constante, en invierno y en verano, era según lo que él mismo dijo a Napoleón, ir a cazar hasta las doce, comer después, y volver a la caza hasta que caía la tarde: Godoy le informaba luego cómo iban las cosas, y oído el relato se iba a acostar para volver al mismo género de vida al día siguiente, no habiendo algún acto o ceremonia importante que se lo impidiera. Tal fue su sistema de gobierno en la época mas difícil que para regir los destinos de un pueblo refiere acaso la historia; tal la dejadez con que hizo completamente inútiles para el país su natural expedición para los negocios y las buenas dotes de memoria , instrucción y capacidad que le adornaban, si bien su cabeza, por bien organizada que se suponga, era inferior con mucho a las difíciles circunstancias conque por espacio de veinte años se vio precisado a luchar. Otra de las prendas que brillaban en él eran su moralidad y amor a la justicia : falto empero de tesón y de nervio, no sabía hacerlas prevalecer en los momentos de prueba, como se vio en su coalición con Bonaparte para el inicuo despojo del Portugal, pecando otras veces de nimio y hasta de ridículo en lo que él llamaba virtud, cuando esta no merece tal nombre faltándole el regulador de la prudencia. Sus sentimientos religiosos eran puros; candoroso y apacible su genio; genéticamente pronunciados su miedo a los tumultos y su aversión al derramamiento de sangre; grande y sin ejemplo en los reveses su consecuencia en la amistad, como lo probo con Godoy , aun después de lanzado del poder. Visionario con bastante frecuencia, no lo fue nunca tanto corno en la ilimitada y ciega confianza que tuvo en las virtudes de Napoleón, aun en los momentos mismos en que Godoy la había totalmente perdido. Falto de dignidad muchas veces en los tiempos de prosperidad, lo fue mas en la época de su desgracia, mostrándose digno de ella en el hecho de no saber sobrellevarla y en el de hacer desaparecer de su alma los sentimientos de rey, para ostentarse hombre puramente , con todas las flaquezas de tal. Carlos IV en una palabra hubiera sido un buen rey en tiempos normales y con mejores consejeros que los que tuvo; pero las turbaciones de su época y el deplorable uso que Godoy y María Luisa hicieron de su proverbial dejadez y de la ilimitada confianza que en ellos tenía puesta, desgraciaron completamente las prendas que en otro caso hubieran podido hacer digno de eterna loa el gobierno de aquel monarca. Las virtudes de este quedaron oscurecidas con la liviandad de su esposa; el trono se vio degradado y sin brillo; la cohesión y la fuerza monárquica de esta desventurada nación sufrieron el primero y más rudo de los ataques que después debían seguirles; la mano del extranjero acabó de forjar las cadenas con que las dos parcialidades contrarias tenían atado al país; y un esfuerzo colosal por parte del pueblo era ya el solo medio de dominar con honra, ya que no con provecho, el espantoso estado a que nos habían traído la turbación de los tiempos, los abusos de un régimen arbitrario, la discordia de los partidos y la degradación de los reyes.

 

FIN DEL LIBRO INTRODUCTORIO

 

 

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO PRIMERO

 

Palabras de Napoleón al duque de Rovigo y a Izquierdo, cuando supo la sublevación de Aranjuez.—Carta de Bonaparte a su hermano Luis, ofreciéndole el trono español.—Palabras de Izquierdo al jefe de Francia.—Correspondencia de María Luisa con el príncipe Murat.—Preparativos de los fernandistas para recibir al emperador.—Cambio de la opinión pública respecto a los franceses.—Llegada de Escoiquiz.— Ultimátum de Napoleón.—Entrega de la espada de Francisco I.—Salida del infante D. Carlos para recibir a Bonaparte.— Nombramiento de una junta suprema de gobierno. Conmoción popular en Vitoria.—Sale Fernando de esta ciudad para dirigirse a Bayona.—Segunda entrevista de Fernando con Bonaparte en el palacio de Marrac.

 

 

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

 

Manuel Godoy retratado como vencedor de la guerra de las Naranjas, por Goya. 1801. Real Academia de San Fernando, Madrid.