CAPITULO
ÚLTIMO DE LA INTRODUCCIÓN.
Sublevación
de Aranjuez.—Prisión del Príncipe de la Paz.—Abdicación de Carlos IV y
exaltación de Fernando VII al trono.—Fin de la Introducción
Cualesquiera
que fuesen los motivos de descontento y aun de indignación a que daba lugar la
marcha de los negocios públicos durante el reinado de Carlos IV, y por más que
la prepotencia de Godoy, basada en la profanación del tálamo real, hiciese
bramar de ira a los honrados pechos españoles, la patria imponía a los hombres
de Fernando en marzo de 1808 el deber de calmar las pasiones en vez de excitarlas,
aun cuando solo fuese por la consideración de la terrible crisis en que nos veíamos
envueltos, y cuya solución, si seguía la discordia, no podía menos de ser
favorable al emperador que nos inundaba con sus tropas. Los partidarios del
príncipe de Asturias no podían alegar ignorancia respecto al peligro en que
nuestras disensiones intestinas ponían la independencia nacional, pues por mas
que Napoleón los halagase por medio de Beauharnais con el enlace tantas veces
decantado y con promesas las más lisonjeras relativas a la felicidad del país, bastábales echar una ojeada sobre la conducta
constantemente observada con otros pueblos por el jefe de Francia para calcular
lo que en último resultado podían prometerse de una cooperación tan sospechosa
y tan ocasionada al desmán. Si Napoleón hubiera sido hombre en cuya palabra
pudiera fiarse, bastaba para arredrarlos en admitir sus ofertas la sola
consideración de ser un monarca extranjero el que las hacía, porque ¡ay de los
pueblos que deben su salud a los extraños, o que no sabiendo valerse a si
mismos, se atreven a confiar la mejora de sus destinos a la intervención de otro
pueblo! La conducta de los fernandistas sobre ser
impolítica y torpe, era contradictoria además. Ellos acusaban al valido, y le acusaban
con razón, de haber sacrificado los intereses del país a los de la política extranjera,
falto siempre de habilidad y de tino para resistir con prudencia, y mientras
hubo oportunidad para ello, las sugestiones o exigencias del gabinete más
interesado en nuestra ruina; y a pesar de esa acusación, venían a caer en la
misma falta que con tanta acrimonia habían censurado, con la particularidad de
hacerlo en los momentos mas críticos v en los que menos excusa había para
dejarse arrastrar de tamaña aberración. Tal es, empero, la conducta de los
partidos, poco aprensivos en materia de contradicciones e inconsecuencias, lo
mismo que en la adopción de toda clase de medios, a trueque de conseguir el
objeto que una vez se proponen. La historia pintará siempre el reinado de Carlos
IV con colores bien tristes, haciendo al monarca responsable de su ceguedad
inconcebible en confiar los destinos del país a uno de los hombres menos a
propósito para regirlo en tan turbados tiempos; mas no por eso dará la razón a
los que justamente indignados con la prepotencia del valido, se mostraron sin
embargo menos patriotas que él en los últimos días de su mando. La salvación
del país, en el extremo a que habían llegado las cosas, consistía en la unión
del padre y del hijo, dando al olvido, mientras los franceses ocupasen nuestro
territorio, las tristes disensiones anteriores. Carlos IV y su favorito, ora
fuese por convencimiento, ora por no poder pasar por otro camino, se habían
prestado a esa unión, proponiendo a Fernando una transacción ventajosa, tras
la cual no hubieran sido difíciles ni su elevación al poder por medios
legítimos, ni el retiro de Godoy a la vida privada, quitando así de en medio la
piedra de escándalo que el predominio de este constituía en la nación, y los
motivos o pretextos que nuestras discordias podían dar a Napoleón para
intervenir en nuestros negocios. Fernando empero se negó, o sus consejeros
hicieron que se negase, a la transacción propuesta; y mirando en ella una
muestra de debilidad, como lo era tal vez, y alentados por el buen efecto que
el primer amago de sedición había producido en el ánimo del monarca, obligado
en su miedo a los tumultos a demandar el viaje, resolvieron proseguir adelante
en su empeño, recurriendo a la repetición de los alborotos para conseguir por
su medio lo que legítimamente, repetimos, hubieran podido alcanzar de otro
modo. El pueblo español mientras tanto se dejaba arrastrar por sus directores,
falto enteramente de datos para poder convencerse de que la causa del país era
en aquellos momentos la de Carlos IV y no la de su hijo, y engañado más y más
cada vez con la esperanza de mejorar de suerte, merced al nuevo reinado, sin
sospechar ¡parece increíble! que el emperador aguardase su vez para devorarnos a
todos.
La marcha de
Murat por Aranda hacia Somosierra y Madrid, y la de Dupont por su derecha a
Segovia y al Escorial, tenían por objeto, según el conde de Toreno, intimidar a
la familia real para obligarla a precipitar su viaje; pero la conducta de
Beauharnais que tanto trabajó en unión con los partidarios de Fernando para
impedirlo, no parece estar en armonía con el aserto del ilustre historiador a
que hacemos referencia. A nuestro modo de ver, no es probable que el embajador
francés se opusiese a la salida de la familia real sin obrar de acuerdo con las
instrucciones recibidas de su amo, o caso de ignorar los intentos de este, como
se inclina a creer el mencionado escritor, que ignorase al menos lo que a sus
intereses convenia. Los de Napoleón, en nuestro concepto, exigían la
permanencia de Carlos IV y de su corte en el real sitio, o la de Fernando a lo
menos, mas bien que su retirada al interior, porque esa marcha podía tener el
peligro, grande para el emperador, de que hijo y padre se aviniesen y hablasen
tal vez a los españoles, diciéndoles desde un punto mas seguro lo (jue hasta
entonces no se había atrevido el monarca a revelar, pudiendo de todo esto
originarse complicaciones de consecuencia y opuestas a los deseos de Napoleón
de dirigir nuestros destinos por medio de la política, mas bien que recurriendo
a las armas. La quietud de la corte no ofrecía estos inconvenientes. Tanto el
padre como el hijo habían implorado en época bien reciente la mediación del jefe
de Francia en beneficio de sus causas respectivas, y pudiendo Napoleón dominar
al uno y al otro a título de mediador entre ambos, no es de presumir que
prefiriese a este recurso, tan inofensivo al parecer como poderoso en el fondo,
el de un rompimiento formal y sujeto a mil contingencias. En Portugal había
favorecido las miras de Napoleón la marcha de sus príncipes; pero en España
militaban en contra de esta medida razones de política y de conveniencia para
el emperador, no siendo la menor su interés en aparecer justo y equitativo a
los ojos de Europa, evitándole todo motivo de recelo acerca del modo con que
podría tratar a otros países quien de tal manera rompía, caso de romper, con un
aliado tan fiel y tan sumiso como Carlos IV. Quieto este en su sitio, y no
habiendo ocurrido el tumulto que hizo después variar de plan al guerrero
coronado, hubiéranse avistado ambas Majestades tal
vez, resultando de esta conferencia la realización de los designios que el
emperador revolvía en su mente (designios de predominio por su parte, y no de
protección y de cariño hacia España, como cándidamente supone Mr. Carné), y
todo sin estrépito de guerra, todo con la facilidad que es de inferir, atendida
la debilidad del monarca español y la elevada capacidad de su aliado; todo, en
fin, como procediendo de acuerdo con Carlos IV y con su hijo, medio conciliable
con el amor que los españoles tenían a este, y preferible por lo tanto a
cualquiera otro. Estas reflexiones nos hacen creer que si Beauharnais se opuso
al viaje de la familia real, sabía muy bien lo que se hacía; pero las cosas tomaron
en breve un rumbo precipitado; los consejeros del príncipe de Asturias no
tuvieron paciencia; el tumulto final estalló; la abdicación de Carlos IV
complicó la marcha de los negocios; Napoleón varió de plan y atentó
directamente al trono español; la nación volvió sobre si, y alzándose como un
solo hombre contra las huestes del tirano, convirtió sus proyectos en humo,
aunque con la desgracia de hacer añicos un déspota para elevar sobre su dosel
el de otro, el de su adorado Fernando.
Obligado el
rey a dar su proclama del 16 para tranquilizar los ánimos, y no siéndole
posible partir sin peligro de un alboroto, encargó al príncipe de la Paz que
escribiese al gran duque de Berg cumplimentándole de
parte del monarca, y procurando al mismo tiempo sondear sus designios respecto a
la marcha y dirección de las tropas francesas. Godoy escribió su carta en los
términos con el rey convenidos, haciendo que partiese con ella el secretario de
estado mayor don Pedro Velarde, el mismo que tanto se distinguió después en la
heroica y para siempre memorable jornada del 2 de mayo. Velarde habló con Murat;
pero cuando trajo su respuesta había dejado ya de reinar el anciano monarca.
Las palabras del generalísimo francés fueron estudiadamente evasivas,
reduciéndose su contestación a decir que hasta aquella fecha (18 de marzo) no había
recibido orden ninguna del emperador para entrar en Madrid; pero que esperaba
instrucciones nuevas al día siguiente, las cuales participaría desde Buitrago.
Dijo también que su dirección era Cádiz; pero que no siendo imposible que
verificase su tránsito por la capital de España, en la cual podría detenerse
algunos días, no lo haría sin embargo sin ponerse antes de acuerdo con el
monarca para determinar el número de tropas que deberían entrar en la corte.
Respecto de las miras de Napoleón, manifestó que esperaba publicarlas en San
Agustín, añadiendo que aquel llegaría á España a los cuatro o cinco días, en
cuyo ínterin pedía se diesen por el gobierno español las disposiciones oportunas
para que no faltase nada al ejército francés.
Mientras
Velarde desempeñaba su comisión , ocurrían en Aranjuez sucesos de la mayor
consecuencia. La alegría que momentáneamente se había manifestado en los pechos
al ver desmentida la idea del viaje, quedó desvanecida en breve al observar que
los preparativos de este continuaban al parecer, puesto que la guarnición que
se había hecho salir de Madrid continuaba su marcha al real sitio, llegando a
él parte de ella en la noche del 17 y esperándose el resto al día siguiente.
Las gentes que llenaban a Aranjuez, compuestas de los moradores del pueblo y de
multitud de forasteros venidos de la capital y de los alrededores, se
manifestaban inquietas y llenas de ansiedad, cuidando los fernandistas de aumentar la alarma por medio de sus emisarios repartidos entre la
muchedumbre. Las tropas que acababan de llegar al real sitio, y gran parte de
las que antes había en él, manifestaban un espíritu igualmente hostil al viaje
de los reyes, anunciando todo la proximidad de la tormenta si se insistía en
realizarlo. El infante D. Antonio, uno de los seres mas nulos de que habla la
historia de aquellos tiempos, era no obstante uno de los secretos caudillos del
partido fernandista, y tenia empleada su servidumbre
y sus adeptos en alarmar los ánimos, ya irritados de suyo y dispuestos a
cualquier desmán. Esparcido con estudio o sin él un nuevo rumor acerca de la
marcha, y diciéndose que debía esta verificarse en la noche del 17, se acercó
el infante al monarca, preguntándole lo que había sobre el particular. El rey
le contestó que si llegaba a realizarse la partida, le dejaba en libertad de
quedarse si no le acomodaba seguirle; pero de todos modos, añadió, «puedes
estar descansado esta noche, porque caso de decidirme a salir, no lo haré jamás
entre las sombras, sino a la clara luz del día, manifestando antes a mis
vasallos los motivos que impulsen mi determinación.»
Esta
respuesta, referida casi en los mismos términos por el príncipe de la Paz,
manifiesta claramente que a pesar de la proclama del 16 no había Carlos IV
renunciado a su partida si podía realizarla; no siendo posible que el infante
quedase muy satisfecho, por más que su hermano le protestase que el viaje no se
haría de noche, pues si bien es de creer que hablaba con sinceridad en aquellos
momentos, nadie aseguraba que no le obligasen de un instante a otro a variar de
determinación los que la opinión designaba como tiranos de su voluntad. La
vista de la muchedumbre estaba fija en Godoy, y los conspiradores por su parte
acrecentaban la irritación general. Puestos de acuerdo con Beauharnais,
insistió este más que nunca en la necesidad de impedir la marcha a todo trance,
procurando libertar al rey de la influencia del favorito; pero recomendándoles
al mismo tiempo la moderación y la templanza, sin llevar el alboroto mas allá
de lo que por entonces convenía, que era obligar a huir a Godoy, cuya
existencia, por lo demás, no debía atentarse en manera alguna. El resultado del
conciliábulo fue quedar decidido el allanamiento de la casa del príncipe de la
Paz en aquella misma noche, quedando todo quieto hasta que llegase la hora
convenida. La tranquilidad continuó en efecto lodo el día 17, saliendo como de
costumbre a pasear el rey, la reina, el príncipe de Asturias y todos los
infantes, sin que notasen en el pueblo otra cosa que la ansiedad natural en
circunstancias tan críticas. Llegada la noche, y manifestándose todo en calma,
se acostaron tranquilamente los reyes, fiados en la seguridad que les dieron
los ministros, y entre ellos Caballero, de que la tranquilidad no sería
alterada. Godoy no obstante había observado en las gentes que llenaban el real
sitio, y aun en una parte de la tropa, síntomas que parecían anunciar la
proximidad de un desmán, y así lo manifestó a Carlos IV poco antes de
acostarse; pero el rey creyó sus temores hijos de una vana aprensión y se
retiró a descansar, diciendo al valido que hiciese lo mismo y que durmiese sin
cuidado. Godoy regresó a su casa atravesando el pueblo en su carruaje á las diez
de la noche, sin otra compañía que la de sus lacayos. No viendo por ningún lado
corrillos ni cosa alguna que le infundiese sospecha, llegó a persuadirse que sus
temores eran exagerados, como el rey le había dicho, y entrando en su casa se
sentó a cenar con su hermano D. Diego, coronel de guardias españolas, y con el
brigadier Truyols, comandante de los húsares
destinados a guardar y acompañar la persona del favorito. Concluida la cena, se
retiraron los tres a acostarse cuando era ya la media noche.
Si estos
pormenores, cuyo relato debemos al mismo príncipe de la Paz, son ciertos, como
creemos, no hay duda que deberemos convenir en que por más que el valido
insistiese en la idea de verificar la marcha, nada anunciaba la resolución de
partir aquella misma noche; pero eso no obstante, los historiadores aseguran
que el príncipe Fernando dijo a un guardia de corps de su confianza: esta noche
es el viaje, y yo no quiero ir; y este aserto parece estar en contradicción con
los del príncipe de la Paz. Pudo suceder sin embargo que el heredero del trono
profiriese las mencionadas palabras, persuadido de ser así lo que decía, por
habérselo hecho creer alguno de los conjurados, o por mera aprensión suya; y no
sabemos si sería excedernos sospechar que lo dijo a sabiendas y con intención
de alarmar, aun cuando no creyese en lo mismo que aseguraba. Sea de esto lo que
quiera, lo que no tiene duda es que las palabras de Fernando debieron
contribuir a que los conspiradores se ratificasen en la idea de allanar la casa
del príncipe de la Paz en aquella misma noche, según se había resuelto en la
sesión tenida con el embajador francés, sesión cuyo resultado no nos consta en
verdad de una manera evidente; pero que aparece muy verosímil, tanto por estar
en armonía con la conducta observada después por el mencionado embajador, como
porque siendo Godoy entonces el que principalmente contrariaba los designios
del jefe de Francia, a cuyos intereses bien entendidos hemos visto que se oponía
la partida de la familia real, nada es tan natural como creer que Beauharnais
fomentase la idea de su estrepitosa caída, al par que la moderación en no pasar
mas allá, ya por no exasperar demasiado el animo de Carlos IV, ya porque una
vez desenfrenada la plebe, podían complicarse los negocios más de lo que
convenia a las miras del emperador.
La calma que
el príncipe de la Paz había observado al retirarse a su casa era solo aparente,
puesto que el paisanaje estaba en vela y rondaba las calles del pueblo, siendo
de creer que cuando el valido salió de palacio dejase despejado el tránsito con
objeto de no infundirle sospechas. Componían parte de la turba los palafreneros
del infante D. Antonio, varios manchegos venidos a Aranjuez y alguna tropa de
su guarnición, capitaneándolos a todos disfrazado con traje popular, y bajo el
nombre de El tío Pedro, el revoltoso conde de Montijo. Esta gente patrullaba por
el pueblo, verificando sus rondas con particular cuidado por delante de la casa
del valido, cuando entre once y doce de la noche vieron salir de ella (según
los historiadores aseguran, si bien lo niega terminantemente el autor de las
Memorias), un coche que llevaba una dama muy tapada y que se supuso ser doña Josefa Tudó, amiga del favorito, la cual iba custodiada por
los guardias de honor destinados a este. Acercóse una
de las patrullas a aquella señora, y queriendo descubrir su rostro y
resistiéndose ella y los que la acompañaban, originóse con este motivo un pequeño alboroto, disparándose al aire un tiro, atribuido
por unos al brigadier Truyols, que acompañaba a doña
Josefa, y por otros al guardia Merlo para dar a los conjurados la señal de
alarma. Sea o no cierto el incidente de la dama, no cabe duda en que cualquiera
que fuese el motivo, se oyó un tiro en el silencio de la noche, y que al tiro
sucedió un toque de corneta que puso en alarma a la población, corriendo todos,
inclusas las tropas, a ocupar las salidas de palacio y los caminos por donde
temían que pudiera verificarse el viaje. El autor o autores de la Historia de
la vida y reinado de Fernando VII de España dicen que apenas se oyó sonar el
tiro puso el heredero del trono una de las luces de su cuarto en la ventana que
miraba a aquella parte, y que esta era la señal convenida para que comenzase el
tumulto. La gente corría desbandada por todas partes, y unida con multitud de
soldados salidos de sus cuarteles, acometieron con terrible estrépito la casa
del príncipe de la Paz, forzando su guardia compuesta de solo nueve hombres, y
derramándose por los salones en busca del objeto de su furor. No hallándole en
parte alguna, creyeron que se había fugado por alguna puerta secreta,
alejándose de la población o guareciéndose tal vez en palacio. La furia popular
entonces no pudiendo desahogarse en la persona, satisfizo su ansia de
devastación y exterminio en lo que a esta pertenecía, viéndose en breve hechos
pedazos, arrojados a la calle y entregados a las llamas cuantos objetos
embellecían aquella suntuosa mansión, siendo de notar que la plebe, pobre y
desaliñada como era, no guardó para sí cosa alguna entre tantas preciosidades.
Cayeron también en manos del pueblo las medallas, collares y distintivos con
que el valido había sido condecorado, y en vez de enviarlos con los demás
objetos a la hoguera que ardía en la plaza, fueron entregados al rey, como para
significarle que la furia popular no tenía nada que ver con su augusta persona,
prueba inequívoca, cuando otras no hubiera, de la combinación de un plan para
hacer estallar el tumulto, y prueba también de que los directores de este, o
sus emisarios al menos, se hallaban presentes en la ejecución. Otra cosa hubo
también notable en medio de los excesos y demasías de aquella noche, y fue la
conducta de los amotinados con la princesa de la Paz, llevada en triunfo a
palacio en unión con su hija, y tirando la multitud del carruaje, formando un
contraste tan raro como cruel la deferencia y galantería que a aquella señora
se tributaban, con la irritación y el encono en que hervían los ánimos contra
su esposo. La voz común acusaba a este de malos tratamientos respecto a su
consorte, y esto explica la razón de un procedimiento tan hidalgo con la que en
el mero hecho de ser contada entre las que la opinión designaba como víctimas
del valido, tenia suficientes motivos de recomendación para ser querida del
pueblo.
El tumulto
de aquella noche duró cinco horas. Carlos IV y María Luisa habían saltado del
lecho desde los primeros momentos en que comenzaron a resonar las atronadoras
voces que se levantaban por todas partes contra su querido Manuel, siendo fácil
de inferir la terrible agonía de sus almas al considerar aquel cuadro de
devastación, sin tener seguridad la más pequeña de que su amigo se hubiera
salvado, esperando de un momento a otro la noticia de su muerte, y careciendo
de todo recurso para libertarle del furor popular. El monarca quería salir a
apaciguar el tumulto; pero contuviéronle los que le
rodeaban, manifestándole las consecuencias que semejante paso podía traer.
Insistiendo en su propósito de no permanecer inactivo en aquellos momentos,
quiso hablar a los soldados de su guardia; pero tampoco se le permitió, ora
fuese por el temor de un choque cuyos resultados no era fácil calcular, ora
porque se temiera la fuga de la real familia en medio de la confusión y el
desorden, ora por el interés que los conspiradores tenían en el exterminio del
privado, como es mas probable. Así estuvo el monarca sufriendo indecibles
congojas, hasta que acercándose el día, hicieron que el príncipe de Asturias se
asomase a la ventana para calmar el alboroto. Díjose entonces a Carlos IV que Godoy se había
salvado, y que probablemente habría partido con dirección a Andalucía; oído lo
cual, dio el rey orden al comandante Espejo, en quien tenia gran confianza,
para que con los carabineros de su mando saliese buscar y proteger al valido. Cediendo poco
después a los consejos de los ministros, expidió en la madrugada del 18 el
siguiente decreto, a fin de calmar la irritación de los ánimos.
«Queriendo
mandar por mi persona el ejército y la marina, he venido en exonerar a don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, de
sus empleos de generalísimo y almirante, concediéndole su retiro donde más le
acomode. Tendréislo entendido, y lo comunicareis a
quien corresponda. Aranjuez 48 de marzo de 1808—A don Antonio Olaguer Feliú.»
Este
decreto, bien que dado a despecho del rey por la sola fuerza de las
circunstancias, consideróse sin embargo como una
verdadera concesión a la opinión pública, y el pueblo corrió entusiasmado a
victorear a la familia real, la cual se asomó a los balcones, viéndose
obligados Carlos IV y María Luisa á aparentar satisfacción y contento cuando
sus corazones estaban cubiertos de luto. Las demostraciones del pueblo pudieron
hacer conocer a los reyes hasta qué punto había estado ciegos, empeñándose en
sostener al frente de los destinos de la nación un hombre reprobado por todos y
que en tales conflictos les puso; no habiendo cosa tan fácil como haberlos
evitado a su debido tiempo, quitando de en medio la piedra de escándalo sin
correr peligro el país, y no como entonces se verificaba, convirtiéndose en
verdadera desgracia para los súbditos lo que en otro caso y en circunstancias
menos lamentables hubiera podido contribuir tanto a la felicidad general. En
desgracia, sí, porque ahora caía el valido, y la nación no ganaba nada, antes
perdía mucho, en trocar su dominación por la de los hombres que le sucedieron;
en desgracia, volvemos a repetir, porque con todos los vicios, con toda la
incapacidad y con todos los errores de don Manuel Godoy, ni esos errores, ni
esa incapacidad, ni esos vicios que nosotros hemos sido los primeros en
censurar, impidieron que en los últimos días de su mando se manifestase
patriota y mejor español que los caudillos de la facción fernandista,
infinitamente más ciegos de lo que respecto a Napoleón lo había sido su
contrario, y miserablemente vendidos al extranjero, sin cuya cooperación y
anuencia no se atrevían a dar un solo paso. La historia debe ser justa , y dar a
cada uno lo que buenamente le toque. Funesto fue Godoy al país; pero lo fueron
mas sus enemigos, entendiendo por estos los que se mostraron tales por espíritu
de pandillaje y de intriga, no los hombres de buena fe y que constituyendo la
inmensa mayoría de la nación se habían declarado adversarios suyos con tanta
razón y justicia. Estos deseaban el bien, y aquellos anhelaban el mando: los
unos arrimaron el hombro a sostener el edificio del Estado cuando con mas
estrépito se desmoronaba; los otros contribuyeron a hacerlo caer, removiéndolo
con su propio peso : el nombre de los unos va unido a los gratos y sublimes
recuerdos de sus virtudes cívicas y del patriotismo en que ardían sus
corazones; el de los otros merecerá constantemente el anatema de la historia
por su miserable egoísmo, y por su constante y no interrumpido empeño de hacer
retrogradar el país, no ya a tiempo como los de Carlos IV, sino a la ominosa
época en que con mas cuidado se redoblaban las cadenas de los españoles, y en
que con más furia ardían las hogueras de la inquisición. Nuestra suerte,
empero, se hallaba escrita, y la revolución de Aranjuez (¡tales eran los
elementos con que contaba!) no era ni podía ser otra cosa que una irrisoria y
triste reproducción de la tan sabida fábula de las ranas, narrada por Pedro.
Cayeron Carlos IV y Godoy; pero subieron Fernando y Escoiquiz, y cuando después
de la inmortal resistencia opuesta por la nación en masa a las huestes del
guerrero del siglo, nos hallamos en el caso de decir «somos grandes, felices y
libres» vímonos envueltos de nuevo en la degradación
y en el fango, reapretadas nuestras cadenas con más fuerza que nunca, perdida
la esperanza de poner término a las divisiones y banderías, y llegando al extremo
de envidiar los tiempos de Carlos IV si se comparaban con los de su hijo. ¿Por
qué triunfaron, Dios mío, los hombres personificados en Caballero, y no los que
tenían por tipo al ilustrado, al justo, al libre y sin par Jovellanos?
Carlos IV había
firmado la destitución del valido; pero sin nombrarle sucesor, reasumiendo en
su real persona los cargos de generalísimo y almirante, en lo cual quiso darle
una prueba de la amistad que le tenia y que le acompañó hasta la tumba,
resistiéndose a escribir una sola línea que le humillase, y ofreciéndole así
una de las pruebas que tan rara vez presenta la historia acerca de la
constancia en el afecto de los reyes. Expedido el decreto, y no siendo posible
, en el extremo a que habían llegado las cosas, dejar de participar a Napoleón
las últimas novedades ocurridas , lo hizo así en la carta siguiente, en la cual
merecen elogio la circunspección y buen tacto con que refiere la caída del
privado, no empero la resolución que declara haber hecho de conservarle en su
gracia, si bien es disimulable ese desahogo en quien escribía la carta en la
misma mañana del 18. Este documento decía así:
«Señor, mi
hermano : Hacía bastante tiempo que el príncipe de la Paz me había hecho
reiteradas instancias para que le admitiese la dimisión de los encargos de
generalísimo y almirante, y he accedido a sus ruegos : pero como no debo poner
en olvido los servicios que me ha hecho, y particularmente los de haber
cooperado a mis deseos constantes e invariables de mantener la alianza y la
amistad intima que me une a V.M.I. y R., yo le conservaré mi gracia.
Persuadido
yo de que será muy agradable a mis vasallos , y muy conveniente para realizar
los importantes designios de nuestra alianza, encargarme yo mismo del mando de
mis ejércitos de tierra y mar, he resuelto hacerlo así, y me apresuro a
comunicarlo a V. M. I. y R., queriendo dar en esto nuevas pruebas de afecto a
la persona de V. M. de mis deseos de conservar las íntimas relaciones que nos
unen, y de la fidelidad que forma mi carácter, del que V. M. I. y R. tiene
repelidos y grandes testimonios.
La
continuación de los dolores reumáticos que de un tiempo a esta parte me impiden
usar de la mano derecha, me privan del placer de escribir por mí mismo a V. M.I.y R.
Soy con los
sentimientos de la mayor estimación y del más sincero afecto de V. M. I. y R.
su buen hermano—Carlos.»
El resto del
día 18 pasó sin novedad particular, salvo el arresto del hermano del
generalísimo, don Diego Godoy, suceso que alteró momentáneamente la
tranquilidad pública; pero que por aquel día no tuvo consecuencias ulteriores.
Don Diego fue despojado de sus insignias por la tropa, y llevado al cuartel de
guardias españolas, de cuyo cuerpo era coronel: «pernicioso ejemplo, dice el
conde de Toreno, entonces aplaudido, y después desgraciadamente renovado en
ocasiones más calamitosas.» Los reyes temieron la reproducción de otro alboroto
nocturno, y mandaron a Caballero y a los demás ministros que pasasen la noche
en palacio. Nada turbó el sosiego de aquellas horas que se resbalaron
tranquilas hasta la mañana siguiente, renovándose los temores del rey como
entre ocho y nueve de la misma, en que saliendo Caballero de la real cámara, se
encontró, según él mismo ha dejado escrito, con el príncipe de Castelfranco y con los capitanes de guardias de corps conde
de Villariezo y marques de Albudeyte,
los cuales le detuvieron y le hicieron volver atrás, manifestando en presencia
de SS. MM. que dos oficiales de guardias, bajo el secreto y palabra de honor,
acababan de prevenirles que para la noche de aquel día se preparaba otro
tumulto más serio que el de la precedente. Caballero les hizo presente
(ignoramos si con sinceridad o sin ella) que la autoridad del rey había sufrido
mucho con el último alboroto; pero que el objeto de este había sido el príncipe
de la Paz el cual no existía ya en el
real sitio; supuesto lo cual, y faltando ya ese pretexto, la nueva alteración a
que el conde y marques se referían no podía tener otro objeto que las personas
de SS. MM. Preguntándoles a continuación si respondían o no de su tropa, se encogieron
de hombros, y respondieron que solo el príncipe de Asturias podía componerlo
todo. En vista de aquella contestación, mandó Carlos IV a Caballero que pasase a
ver a S. A., quien trasladándose a la cámara de sus augustos padres, les
ofreció impedir por medio de los segundos jefes, según se había indicado al
ministro, la repetición de nuevos alborotos, y «que mandaría a varias personas
(son expresiones del conde de Toreno), cuya presencia en el sitio era
sospechosa, que regresasen a Madrid, disponiendo al mismo tiempo que criados
suyos se esparciesen por la población para acabar de aquietar el desasosiego
que aun existía.» «Estos ofrecimientos del príncipe (continúa el mencionado historiador)
dieron cuerpo a la sospecha de que en mucha parte obraban de concierto con él
los sediciosos, no habiendo habido de casual sino el momento en que comenzó el
bullicio, y tal vez el haber después ido mas allá de lo que en un principio se habían
propuesto.» La casualidad a que Toreno se refiere es sin duda el incidente del
coche y de la dama tapada que, a lo que hemos visto, salió según se asegura de
la casa del favorito en la noche del 17; pero prescindiendo de que el príncipe
de la Paz desmiente semejante rumor, hemos visto también los graves indicios
que hay para creer que el allanamiento de la casa de aquel estaba previamente
dispuesto con independencia absoluta de toda casualidad, y hemos visto por
último que el heredero del trono, al decir del historiador o historiadores de
su vida, puso en su ventana una luz cuando se oyó el tiro disparado al aire,
como para ratificar a los conjurados en que aquella era la señal del tumulto.
En cuanto a haber estos ido mas allá de lo que en un principio se habían
propuesto, y ser esto otra casualidad, puede ser que sea así; pero todos los
indicios contribuyen a hacer sospechar que los conspiradores se propusieron
desde luego no solo impedir el temido viaje y lanzar de la privanza a Godoy,
sino arrebatar el cetro de las manos del iluso y anciano rey, como complemento
del plan. «Toda la escena referida (dice el príncipe de la Paz, hablando de la
entrevista que Caballero, Villariezo y Albudeyte tuvieron con las personas reales) no fue en
realidad sino una tentativa concertada, por si el temor de un alboroto nuevo
contra sus majestades y la idea del partido y del poder que su hijo disfrutaba
entre los sublevados podrían bastar para inducir al rey a traspasarle la
corona. No habiendo esto bastado, dispusieron la intriga del coche de colleras,
y realizaron por la tarde el movimiento que debía estallar aquella noche. «Si
este modo de discurrir es acertado (y nosotros creemos que sí), el marqués de
Caballero infunde también sospechas gravísimas de no haber desempeñado un papel
tan leal a sus reyes como el de que se jacta, y esas sospechas pasan a ser casi
casi realidades, considerando la circunstancia de haber sido conservado en el
poder por Fernanda cuando subió al trono, «en atención a sus buenos servicios,
y particularmente al mérito que había contraído en las últimas ocurrencias del
reinado de su augusto padre.»
Poco después
de haber Fernando prometido a los reyes interponer su mediación en obsequio de
la pública tranquilidad, esparcióse con la velocidad
del rayo la noticia de haber caído Godoy en manos de sus enemigos,
ocasionándose con este motivo un nuevo tumulto que no fue debido a la intriga,
sino a la casualidad mencionada. El príncipe de la Paz, a quien todos creían en
salvo, había estado escondido en su casa desde la noche del 17, en que oyendo
sonar el tiro que fue disparado juntamente con el toque de alarma y la vocería
que iba creciendo por instantes, tomó un capote y se subió al último piso,
siguiéndole su ayuda de cámara. El objeto del valido era, según él mismo nos
dice, buscar una ventana desde la cual pudiera descubrir las avenidas del
palacio y de su casa. Llevado de este deseo entró en el cuarto de un mozo de
cuadras, el primero que halló abierto; mas como la ventana diese al interior, y
no pudiese desde ella descubrir cosa alguna, iba ya a salir y a buscar otro
cuarto, cuando oyéndose ya el ruido y la vocería dentro de la casa, asustóse el criado del príncipe, y torciendo la llave sin
saber qué hacerse, dejó encerrado a su amo en aquel miserable domicilio. Dirigiéndose
abajo a continuación, y hallándose con las turbas, se fingió enemigo del hombre
cuya casa invadían, y pudo deslumbrarlas diciendo que el príncipe de la Paz había
bajado a escaparse precipitadamente por la puerta que comunicaba con la casa de
la viuda de Osuna. Oyendo esto los amotinados, se agolparon todos en aquel
punto en busca del objeto de su rabia, debiéndose al error en que los puso
aquel doméstico la casualidad de haber sido mayor el ataque y más escrupuloso
el registro en los pisos bajos que no en los altos donde Godoy se hallaba. El
ayuda de cámara procuró avisar al monarca el peligro del privado; pero halló
interceptado el acceso a la real persona, siendo cogido y apaleado por los
sediciosos, y puesto en la cárcel por último. El príncipe de la Paz mientras
tanto continuaba encerrado en su desván, sin más escudo que le libertase de la
enfurecida plebe que el débil que podía prestarle la puerta que de ella le
separaba, esperando por momentos la muerte, ni más ni menos que la espera el
desgraciado náufrago, que oyendo rugir la tormenta en torno suyo, no tiene más
defensa contra la furia de los vientos y contra el embate de las olas que la
mísera tabla interpuesta entre el mar y su vida. Pero al modo que en la
borrasca suelen a veces desaparecer escuadras enteras, salvándose tan solo una
lancha o una débil barquilla, de la misma manera cedió todo al furor de la
plebe en aquella terrible noche, siendo rotas y destrozadas todas las puertas,
sin más excepción que la del cuarto en que se guarecía el valido, siendo
abandonados en breve aquellos desvanes que ningún desahogo podían ofrecer a la
ira popular, y dirigiéndose la turba a los cuartos principales, donde se cebó
en destruir cuantos objetos cayeron en sus manos. Libre Godoy del primer
riesgo, gracias al aliciente con que brindaba al estrago su opulenta mansión, y
acabado el destrozo después de entrada la mañana, abrigó por algunos momentos
la esperanza de que su fiel criado volviese y coronase la obra de caridad con
él ejercida; pero viéndole tardar tanto tiempo sin embargo de haberse concluido
el tumulto, sospechó su prisión o su muerte, entregándose á las ideas mas
lúgubres, e imaginando que pues nada disponía el monarca en su auxilio, o no se
hallaba en libertad de hacerlo, o había dejado de ser rey. Al caer de la tarde
y casi oscureciendo, sintió el príncipe pasos que se acercaban a la puerta. Era
la inquilina del cuarto, que lamentándose de la desaparición de su marido, a
quien suponía preso y venia a recoger sus prendas y su baúl. Un hombre que con
ella venía hizo sallar la cerradura, y entraron los dos. Asustado el valido, colocóse en un ángulo del cuarto, donde esperó la solución
de aquella escena. La mujer hablaba afectada de compasión hacia el príncipe; el
hombre no. Hecho el hato por aquella, salieron ambos del cuarto sin ver al que
estaba escondido, tornando de nuevo la mujer a recoger un jarro que se dejaba
olvidado, y que dijo a los de afuera ser suyo. El príncipe de la Paz había
podido tomar algún alimento, merced al pan y algunas pasas que halló en el
cajón de la mesa, y matar en parte su sed con un poco de agua que había en el
jarro. Ahora se le desvanecía enteramente el último recurso para entretener su
existencia. El cuarto había quedado abierto, y el príncipe procuró buscar otro
asilo en medio de las sombras de la noche, dando con un desván mas cómodo que
el que abandonaba; pero desprovisto de todo alimento, y falto sobre todo de
agua para aplacar el terrible tormento que sufría. « ¡Oh, larga noche!....
eterna!.... (dice él en sus Memorias)! noche de desvarío y de soñar despierto,
ardiendo en calentura, la calentura de la sed, la peor de todas, la más brava ,
más aguda y más punzante!... la que Dios no quiera que mis mayores enemigos
nunca sufran!»
A tal extremo
se veía reducido el que pocos momentos antes nadaba en la opulencia, el que por
espacio de diez y seis años había tenido en sus manos las riendas del poder y
la suerte de la nación Llegada la mañana del 19, y no siéndole posible resistir
por más tiempo la horrible sed que le abrasaba, se decidió a poner término a
tan espantosa situación, procurando tantear los soldados que habían pasado
abajo la noche jugando y bebiendo. Puesto en expectativa y a manera de acecho
para ver si se acercaba alguno por cuyo medio pudiera hacer llegar a Carlos IV
la noticia de su paradero, vio subir un artillero que se sentó á fumar en medio
de la escalera, medio echado en ella, cabizbajo, hablando solo y contando
después unas monedas que había sacado del bolsillo. El príncipe que no se había
atrevido a descubrirse a unos valones que habían subido antes, creyó poder
hacerlo a un español que pertenecía a un cuerpo militar fomentado por él; y
cuando el artillero se iba, salió el valido de su aposento, haciéndole señal de
que esperase y diciéndole en voz baja: «escucha , aguarda, yo sabré serte
agradecido.» El soldado, cuyo primer movimiento fue un impulso favorable, manifestóse al segundo poseído del miedo; y acto seguido,
diciéndole «no puedo,» bajó la escalera pronunciando el nombre de Godoy con
pasmada voz, lo cual se siguió ruido de
armas, pasos acelerados y vocería. Descubierto el valido, no dio este lugar a
que los de abajo subiesen, sino que dirigiéndose a su encuentro se resolvió a
aventurarlo todo. Al observar los rostros de los soldados, únicos que había en
la casa, vio en ellos toda suerte de impresiones: en unos el respeto, la ofuscación
en otros, la enemistad en pocos, la compasión en muchos, la indecisión en
todos. «Sí, yo soy , amigos míos (les dijo, según él mismo refiere), y vuestro
soy: disponed de mí como queráis; pero sin ultrajar al que había sido vuestro
padre», y caminaba en medio de ellos, y nadie le ofendía, y atravesó de esta
manera algunas piezas de su casa, ni libre, ni arrestado. En esto comenzó a
entrar y a derramarse por las habitaciones multitud de gente de la ínfima
plebe, entre la cual acababa de extenderse la noticia de haber sido descubierto
el valido. Godoy suplicó a los soldados que le llevasen al rey si les era
posible, y enderezó sus pasos entre ellos bajando la escalera y atravesando hacia
la puerta. El paso era difícil y sobremanera peligroso, creciendo como crecía
la irritada muchedumbre, cuyos insultos y amenazas indicaban lo que el
desgraciado podía esperar de semejantes demostraciones. Una partida de los
guardias de la real persona, venida a rienda suelta, pudo llegar a tiempo de
impedir un asesinato aunque no fue
bastante poderosa para evitar horribles atropellos. Puesto el príncipe de la
Paz en medio de los guardias de corps, caminaba asido a los arzones de la
sillas, viéndose precisado a seguir el trote de los caballos, y siendo llevado así
hasta el cuartel de Guardias. Enfurecido el populacho le asestaba por entre
estos y los caballos cuantos golpes podía, acometiéndole con palos, chuzos,
piedras y toda clase de armas, cual si fuera bestia dañina. El temor de herir a
la escolta que conducía al preso hizo que los que le acometían descargasen sus
furibundos golpes con más vacilación de la que en su furia deseaban, lo cual no
quitó que le maltratasen distintas veces, y que le causasen en la frente una
herida peligrosa. Godoy vio entre la chusma, según él mismo refiere, dos
criados del infante D. Antonio: los demás eran lacayos, cocheros y gente
advenediza de la plebe que llenaba el real sitio.
Carlos IV
entretanto, sabiendo que acababa de ser cogido el que juzgaba salvo y libre,
quiso salir personalmente a reprimir el tumulto; pero cediendo a los consejos
de los que le rodeaban, hizo que su hijo el príncipe de Asturias corriera sin
tardanza a salvar la vida de su desgraciado amigo, dándole palabra de cumplir
el decreto de la exoneración del privado, y de hacerle salir donde le
conviniera, lejos de la corte. Fernando se dirigió al cuartel de Guardias,
donde Godoy había sido llevado, y conteniendo a la multitud que seguía gritando
enfurecida, se acercó al valido que con los que le ayudaban a sostenerse subía
la escalera principal, y le dijo que le perdonaba la vida. Oído esto por Godoy,
se manifestó sorprendido y preguntóle con entereza si
era ya rey, á lo cual respondió Fernando : todavía no; pero lo seré muy pronto.
Palabras notables, dice el conde de Toreno, y que demuestran cuan cercana creía
su exaltación al solio. Godoy preguntó todavía al príncipe si sus augustos
padres estaban buenos; pero no recibió respuesta. El heredero del trono se
volvió hacia la turba que interceptaba el paso, y dirigiéndole la palabra,
prometió repetidas veces que el valido seria juzgado y castigado con arreglo a
las leyes; oído lo cual comenzó la muchedumbre a victorear al príncipe,
dispersándose a continuación y retirándose cada cual por su lado. El preso
quedó cuidadosamente guardado en el cuartel que le había servido de morada
antes de su elevación, y en el cual venia a cerrarse ahora el círculo de sus
destinos de un modo harto formidable y terrible para que deje de constituir una
de las lecciones más tremendas que puede darnos la historia.
Al hablar de
la caída de un hombre tan funestamente célebre en los fastos de la historia
nacional, no será inoportuno reasumir en pocas palabras los principales pasos
en que de una manera tan triste señaló su carrera política. Nosotros hemos
censurado el afrentoso origen de su elevación con una energía proporcional a la
intima convicción en que estamos de haber sido el tal modo de encumbrarse la
fuente principal de nuestras desgracias, el hinc mali labes de nuestro
país, cuyos destinos no podían menos de resentirse en medio del escándalo
universal producido por la profanación del tálamo de Carlos IV, cuando nunca más
que en aquella época se necesitaba poner a cubierto de toda mancha el honor y
el prestigio de los reyes. La moral y la virtud tienen derecho a creer que a
pesar de la turbación de los tiempos, y del estado verdaderamente excepcional
en que todas las naciones se hallaron desde el primer estallido de la
revolución francesa, España habría podido evitar gran parte de sus infortunios,
si el escándalo a que nos referimos no hubiera sido la piedra fundamental de la
división de la regia familia , dando todas las apariencias de justa a la causa
del heredero del trono, ofreciendo a los parciales de Fernando los medios de
atraerse el entusiasmo popular, enajenando las voluntades respecto al monarca,
y produciendo por fin la catástrofe a que en circunstancias como aquellas y con
un hombre como Napoleón dispuesto a explotarlas, no podía menos de dar lugar la
discordia. Pero dejando a un lado consideraciones que el rubor no permite
esplanar con más detención, la elevación de Godoy tuvo el inconveniente además
de no haber estado basada en los conocimientos y experiencia del elegido,
confiando el bajel del Estado a manos incapaces de regirle con acierto cuando más
necesidad tenía de hábiles y entendidos pilotos. La marcha del favorito fue
siempre vacilante e incierta: tímida cuando as circunstancias exigían
resolución; arrebatada en los momentos en que la prudencia pedía calma y
detenimiento; contradictoria, en fin, las más veces, y opuesta hoy
diametralmente á lo que ayer había sentado como regla de su conducta.
Perseguidor del conde de Aranda por haber osado exponer los peligros que traía a
su patria la continuación de la guerra contra la República, se ve sin embargo
precisado a caer en la cuenta, poniendo tanto empeño en realizar la paz como
antes lo había puesto en llevar adelante la lucha, siendo de notar la
condenación que, sin apercibirse de ello, viene últimamente a hacer él mismo de
sus pasos anteriormente seguidos, según hemos tenido ocasión de observar en las
páginas 126, 127 y 128 de la presente introducción. Aliado con Gran Bretaña, y
aliado con harta imprevisión cuando nuestra ruptura con Francia, se hace luego
uña y carne con esta, variando de conducta con una ligereza la más chocante; y
en vez de contentarse con la paz pura y simple, manteniéndose en un estado de
prudente equilibrio como las circunstancias pedían, se echa ciegamente en los
brazos de los herederos de la revolución, abraza decididamente su causa, y
celebra con ellos el tratado de San Ildefonso, cuyo primer resultado es hacer
estallar el encono de Inglaterra, comprometiéndonos con ella en una guerra
cruel, que aunque no desprovista de gloria, acaba por hundir nuestro poderío
marítimo en Trafalgar, mientras el resto de las fuerzas españolas está
sacrificado a Francia. Amarrado por esta más y más cada vez, le es imposible
romper las cadenas que a ella le unen, ni aun cuando su jefe el primer cónsul
comete la bastardía de vender la Luisiana contra el tenor expreso de la cesión
hecha en cambio del reino de Etruria (cuya erección, entre paréntesis, no
sirvió para otra cosa sino para dar motivo a nuevas complicaciones y para
familiarizar al gobierno con la desmembración de nuestras fuerzas); poro los
folletos que se esparcen en el país vecino contra las dinastías borbónicas, el
destronamiento del rey de Nápoles y las amenazas de Bonaparte respecto a la
casa de España , le hacen abrir los ojos y caer en conocimiento del yerro que
comete en seguir la marcha empezada. Acalorado entonces con la idea del
rompimiento, comete la imprudencia de hacer resonar el clarín Guerrero antes de
dejar madurar el plan convenido con Strogonoff, siendo el resultado venir todo
al suelo al saberse la victoria de Jena, echándose el favorito a las plantas
del emperador como único medio de calmar su enojo. España desde entonces queda
definitivamente convertida en esclava del guerrero coronado, a quien es preciso
complacer y cuyas órdenes no hay aliento para resistir. Decretada la
desaparición del reino de Portugal, destinase a Godoy una parte en aquel inicuo
despojo, y el tratado de Fontainebleau, digna corona del de san Ildefonso, abre
a los franceses de par en par las puertas del país. Los sucesos del Escorial
vienen a complicar la situación, y la imprudencia con que se procede en la
causa aumenta hasta lo que no es creíble la suma de las aberraciones cometidas
por el valido. Pero ese lamentable suceso da lugar a un descubrimiento
importante, al de las intrigas del embajador francés y a la gravísima y fundada
sospecha de que Fernando y demás conspiradores obran de concierto con el
emperador. ¿Cómo fiar ya en él, o cómo no desvanecerse en vista de todo la
ilusión producida en la mente del privado por la soberanía de los Algarbes? Entonces comienza para él otra era : la venda que
cubría sus ojos ha caído ya para siempre; mas por desgracia ha caído tarde, y
ni la exaltación de su patriotismo irritado, ni sus esfuerzos para cegar la
sima que a sus pies se acaba de abrir, pueden ser parte a evitar el trágico
desenlace de situación tan complicada y tan angustiosamente difícil.
Tales son en
resumen los principales rasgos que caracterizan la vida pública del valido,
dejando aparte otros que llevamos expuestos en lugar oportuno. No es posible
sin embargo omitir su gravísima culpa en haber conservado en el poder al
funesto marques de Caballero, al enemigo implacable de toda reforma política,
al que no solo no se contentó con tener la nación estacionaria respecto a este
punto, sino que procuró hasta borrar de su memoria el recuerdo de sus leyes más
santas, arrancándolas sacrílegamente de sus augustos y venerandos códigos. Las
excusas del príncipe de la Paz cuando descarga la responsabilidad de este y
otros hechos sobre el ministro de Gracia y Justicia, están muy lejos de ser
satisfactorias; y mientras no nos aduzca otras pruebas que su sola palabra,
difícilmente podrá desarraigar una opinión tan extendida como la que supone a
Caballero instrumento suyo hasta los días en que siguiendo los estímulos del interés
y pasándose al bando fernandista, vendió
traidoramente a su rey y al hombre que había tenido el poco pudor de
conservarle en el mando. Un escritor de nota acusa también a Godoy de haber
puesto en venta los empleos, las magistraturas, las dignidades, los obispados,
ya para sí, ya para sus amigas, o ya para saciar los caprichos de la reina, no
menos quede haber entregado la hacienda a arbitristas más bien que a hombres
profundos en este ramo, teniéndose que acudir a cada paso a ruinosos recursos
para salir de los continuos tropiezos causados por el derroche de la corte y
por gravosas estipulaciones. Respecto a este último punto nos reservamos emitir
nuestra opinión en el Cuadro comparativo de los reinados de Carlos IV y
Fernando VII con que pensamos terminar la presente obra; y por lo que toca al
primero, creemos que si bien habría deslices, han debido ser notablemente
exagerados por el espíritu de partido: la pobreza, o la indigencia más bien,
que tan duramente ha pesado sobre el príncipe de la Paz durante su larga
emigración, se avienen mal con la idea de semejantes escándalos, deponiendo altamente
en favor del desterrado la circunstancia de no haber depositado en los bancos extranjeros,
cuando tan cerca veía su caída, las cantidades que tan útiles le podían ser, y
que a haber sido él tan sórdidamente avaro como se supone, no se hubiera
descuidado en guardar. Su ambición se dirigió principalmente a los honores,
dignidades y empleos; y los inmensos recursos que estos le producen debían
ponerle al abrigo de esos manejos ilícitos, manejos que aun cuando solo fuera
por orgullo había de mirar como menos dignos de su elevación y de su rango. Tal
es al menos nuestro modo de ver; ni nuestra conciencia nos permite pensar de
otro modo, mientras no veamos pruebas terminantes y justificativas de lo
contrario. Godoy fue imprevisor en todo, hasta en mirar pecuniariamente por sí,
en lo que lícitamente constituía su lujo y su fausto, para los tiempos de la
desgracia.
Las faltas
que tan altamente caracterizaron el mando del valido no se oponen a que
nosotros le concedamos más de un acierto, ni nos cegarán hasta el punto de
negar la invencible influencia que la situación excepcional de los tiempos y la
herencia de pasados siglos debieron ejercer en muchas de ellas. Tristes fueron
sin duda las consecuencias que nos trajo nuestro rompimiento con la República
en 1793; pero sí es responsable Godoy de haber continuado la guerra más tiempo
del que la prudencia exigía, no lo es en nuestro concepto por su resolución en
darle principio, mereciendo disculpa su primer arrebato, atendidas las
circunstancias y la difícil posición del gobierno en aquellos días de prueba.
La paz de Basilea, censurable en buena hora por tardía, no es tampoco acreedora
a la calificación de afrentosa y degradante que de ella ha hecho la mayoría de
los escritores; ni esa paz fue la causa inmediata de nuestra humillación ante
el poder de Francia, como tantas veces se ha dicho; lo fue la alianza que
siguió un año después, según hemos tenido también ocasión de observar. La
primera campaña contra Portugal ofrece seguramente pocos motivos de elogio
respecto al privado; pero eso no quita el mérito que contrajo por la
adquisición de Olivenza y por su resolución en tratar la paz en piezas
separadas, resistiendo las exigencias de Napoleón con una energía que podría
haberle hecho eternamente acreedor al aprecio nacional, si a ese y a otros
rasgos parciales de oposición a las exageradas pretensiones del jefe de Francia
hubiera añadido la perseverancia sensatamente oportuna para no caer de bruces
por último, arrastrando consigo al país a su última ruina. Esta fue debida en
gran parte, preciso es confesarlo, a la triste coincidencia de la conspiración fernandista con la circunstancia harto crítica de la
entrada de los franceses en la Península; pero si se examina el origen,
progresos y último resultado de esa conspiración, preciso es también confesar
que a la manera de los males y desgracias humanas en la caja de Pandora, se
halla todo virtualmente encerrado en la prepotencia del valido, sin que
nosotros creamos por eso ni en los proyectos de usurpación que se le atribuyeron,
ni en la opresión que al decir de sus enemigos personales ejerció
constantemente en la persona del príncipe de Asturias. La permanencia de Godoy
en el poder cuando tanto contribuía al encono de la parcialidad contraria y
tantos y tan plausibles pretextos ofrecía a la conspiración misma, será siempre
uno de los mayores cargos que le haga la historia, sin que le sirva de excusa
la precisión de continuar en que pudo en buena hora ponerle Carlos IV; porque
antes que servir los caprichos de este, era servir al país que tan
imperiosamente exigía su alejamiento del mando. Altamente patriota en los
últimos instantes de este, no es posible negarle el mérito de su constante
adhesión a la causa de sus reyes, ni el de sus esfuerzos por reconciliar al
padre y al hijo, ni lo bien ideado del plan, frustrado por los tumultos, de
retirarse tierra adentro, y aun de pasar los mares tal vez con la regia familia
en vez do venderla al emperador como caso de haber querido oír la sola voz de
su interés personal podría haberlo hecho; pero ninguna de esas prendas,
desplegadas a la manera del último chispazo de la luz cuando se apaga, bastan a
ponerle a cubierto de la desfavorable impresión producida por la suma total de
sus extravíos, siendo a nuestro modo de ver imposible que el nombre de Godoy
sea al fin pronunciado por la posteridad sin enojo y sin tedio.
Cuando
presentemos al fin de la obra el Cuadro comparativo de los reinados de Carlos
IV y Fernando VII de que hablamos arriba, tendremos ocasión de ocuparnos
detenidamente en una porción de medidas tomadas por el favorito, las cuales,
aun cuando sean incapaces de hacer olvidar los desastres producidos por su
dominación, deponen no obstante en favor suyo, conciliándole más de una vez la
gratitud nacional. El ominoso tribunal del Santo oficio, mal contenido en sus
atrocidades aun en los mismos tiempos del ilustrado y benéfico Carlos III, se
vio refrenado en los de su hijo y sucesor de un modo harto notable para ser
pasado por alto. Godoy luchó con él a brazo partido, habiéndose debido a esa
pugna, no menos que al vigor con que atacó de frente los abusos de la inmunidad
sacerdotal, el odio conque le miró constantemente el partido apostólico, el
cual habría perdonado con gusto los vicios y la inmoralidad que en el palacio
reinaban, si en vez de atreverse aquel a minar por su base la prepotencia del
clero, la hubiera mantenido en su auge , como anhelaban los que tenían interés
en medrar a su sombra. De esto no se deduce que Godoy se hallase animado del más
pequeño deseo de hacer adelantar la nación en sentido político. Su lucha con la
inquisición y su empeño en arrancar a las manos muertas una parte de su inmensa
propiedad, debidos fueron al anhelo de aumentar las prerrogativas personales
del rey, no al de dar el menor ensanche a los derechos del pueblo. El
absolutismo del monarca y el absolutismo del clero estaban mirándose frente a
frente; y entre la prepotencia del uno y la prepotencia del otro, Godoy se
decidió por la primera, sin más objeto que el de quitarle embarazos que le
impidiesen obrar a sus anchuras, porque de haber sido otro el espíritu que
presidió aquellas medidas, ni la nación hubiera continuado siendo gobernada,
como lo fue, en sentido exclusivamente realista, ni habrían desaparecido de la
Novísima Recopilación las leyes que, aunque solo en lo escrito, consagraban las
garantías populares. El poder del clero no obstante era más ominoso al país que
el poder del monarca, y la nación ganaba o podría prometerse ganar en aquella
lucha; resultando de todo que cualesquiera que fuesen las ideas del privado
sobre las reformas políticas, era ya un bien notable el mero hecho de comenzar,
como lo hizo, la importante reforma clerical.
Extraño el
valido a las artes de la guerra, reformó no obstante el ejército; y esa
reorganización indica al menos su deseo de corregir abusos y de obrar el bien.
Su popularidad estaba interesada en conciliarse el aprecio del vulgo, y eso no
obstante se le vio desdeñar sus preocupaciones más de una vez, como lo prueban
su empeño en hacer observar la prohibición de Carlos III sobre enterrar los
cadáveres en las iglesias, y el decreto expedido en 1805 contra las corridas de
toros, esas corridas que tan altamente excitan, aun en los tiempos presentes,
el entusiasmo de los españoles. Revestido de un poder cual ninguno de los
favoritos de los reyes ha conseguido tenerlo, cometió demasías sin duda; pero
su fondo era naturalmente compasivo y bueno, y salvo ciertas excepciones que no
le honran seguramente, rara vez abusó de su prepotencia para vejar u oprimir.
Los defectos que en ese sentido se observaron en él debidos fueron a la
posición en que tan lastimosamente se había colocado, y al origen tal vez de su
elevación, no a su carácter ni a la índole normal de sus sentimientos. Hombres había
que no estaban acordes con su marcha, y sin embargo de ser adversarios suyos,
fueron conservados por él al frente de sus destinos; siendo de notar igualmente
que en medio de la abyección con que, sin él notarlo muchas veces, obedecía
humildemente las órdenes y las inspiraciones de Francia, tenia sin embargo en los asuntos
interiores del país un sentimiento de nacionalidad que le honraba sobremanera,
no habiéndosele visto jamás conferir cargos de importancia a los extranjeros,
los cuales fueron constantemente para él objeto de desdén, por no decir de
menosprecio, en comparación de los españoles.
Otra de las
prendas que hacen acreedor al valido de Carlos IV al aprecio y gratitud de sus
conciudadanos, fue el celo con que se decidió a fomentar la industria, las
ciencias y las artes en los diez y seis años de su valimiento. Las
universidades y colegios comenzaron a perder desde los primeros días de su
ministerio el carácter exclusivamente aristotélico que distinguía aun la
enseñanza; las escuelas primarias se aumentaron considerablemente, y fueron
protegidas por él; la medicina, la cirugía , la veterinaria y demás ciencias
físicas auxiliares de las de curar le merecieron notable atención; él fue el
fundador del cuerpo de ingenieros cosmógrafos de Estado y del Semanario de
agricultura y artes; la escuela de Sordomudos fue erigida a su sombra también;
la agricultura, base primera de la riqueza nacional, mereció desde 1793 su
protección y amparo contra las invasiones de la ganadería; las bellas artes
continuaron los progresos comenzados en el reinado anterior, siendo de notar
sobre todo la reforma total del gusto en la arquitectura y escultura; las
bellas letras dieron cima completa durante su mando a la obra de su
restauración, elevándose la poesía a una altura que no habían conseguido
alcanzar (tal es al menos nuestra opinión) los inmortales vates del siglo XVI;
su privanza, en fin, se distinguió por numerosos rasgos de protección a
notables expediciones científicas y filantrópicas, sobresaliendo entre todas la
de la vacuna que tan bellos y sentidos versos supo inspirar a uno de los
primeros poetas, no ya de nuestro país, sino de todos los países del mundo, don
Manuel José Quintana.
Considerado
el valido de Carlos IV bajo este punto de vista, no hay duda que merece en gran
parte los elogios que le tributaron varios de los escritores de nombradía que
florecieron en su época; pero nada de esto se opone al juicio general que
acerca de su dominación tenemos emitido. No seremos nosotros los que rebajemos
el mérito que pudo contraer Godoy, atribuyendo exclusivamente los bienes que
obró en ese sentido al impulso dado a las artes y las ciencias durante los dos
reinados anteriores, pues por más que estemos persuadidos de la influencia que
tanto estos como el espíritu del siglo debieron ejercer en los progresos de la
razón y de la imaginación, no por eso desmerece la gloria del que no habiendo
tenido la fortuna de inaugurar la marcha, favorece y secunda el arranque,
cuando tiene el poder de entorpecerlo. La cuestión, por lo que respecta al
hombre que nos ocupa, está reducida a términos bien sencillos : ¿los bienes
producidos por Godoy en sentido literario y artístico fueron tantos y tales que
basten a borrar de la memoria, o a equilibrar por lo menos, los males que
fueron consecuencia de su privanza y de su marcha política? La contestación
desgraciadamente está muy lejos de ser satisfactoria. Los males superaron con
mucho a los bienes; y el nombre del privado (sensible es tener que repetirlo)
no puede ser pronunciado nunca en último resultado sin que la aversión
prepondere. Por otra parte, reflexionando con alguna detención acerca de la
índole y naturaleza de los rasgos que en él merecen encomio, vemos que se
concilian perfectamente con su empeño en tenerla nación estacionaria políticamente
hablando, negándose a toda reforma o progreso en ese sentido. «Las ciencias y
las artes, dice Madame Slael, constituyen una parle
importantísima de los trabajos intelectuales; pero sus descubrimientos y
resultados no ejercen influencia inmediata en esa opinión pública que decide
del destino de las naciones.» «Los descubrimientos de las ciencias (continúa más
adelante) deben sin duda a la larga dar nueva fuerza a esa alta filosofía que
juzga a los pueblos y a los reyes; pero ese lejano porvenir no asusta a los
tiranos. Muchos de ellos han protegido las ciencias y las artes; pero todos han
temido a los enemigos naturales de la protección misma, a los pensadores y a
los filósofos.» «La poesía, dice también, es entre todas las artes la que más
de cerca pertenece á la razón; y la poesía entre tanto no admite ni el
análisis; ni el examen que conduce a descubrir y propagar las ideas
filosóficas La poesía se ha consagrado a elogiar el poder despótico con
mas frecuencia que a censurarlo. Las bellas artes, en general, pueden a veces
contribuir por su halago mismo a formar los súbditos tales cuales los tiranos
los desean. Las artes pueden distraer el alma, por los placeres que diariamente
proporcionan, de todo pensamiento dominante : ellas vuelven a encerrar al
hombre en el círculo de las sensaciones, e inspiran al alma una filosofía
voluptuosa, una indiferencia razonada, un amor a lo presente y un olvido del
porvenir sobremanera favorable a la tiranía.» Este modo de discurrir es amargo
sin duda; pero no menos cierto por eso. El príncipe de la Paz protegió las
artes; pero España continuó gobernándose con los mismos vicios, con las mismas
rutinas, con los mismos abusos de poder, con la misma nulidad por parte del
pueblo que dos siglos antes. Las ciencias también le debieron impulso; pero la
persecución de Jovellanos basta a indicar por si sola lo que los sabios de
cierto temple podían esperar del privado en medio del mérito que en este punto
le concedemos, y que, lejos de querer combatirlo, no hacemos más que explicar.
El juicio
que hacemos de la administración del valido de Carlos IV debe ser terminado por
pluma mejor que la nuestra. «Si Godoy, dice un escritor francés, hubiera
aparecido en España tres siglos antes, la alta nobleza se habría coaligado y
armado contra el error y ceguedad de Carlos, enviando aquel la aristocracia a
la muerte como envió a don Álvaro de Luna, salido de menos humilde esfera y
elevado a altura menor; o habríase debido a las
comunidades la coalición y alzamiento contra ese error y ese envilecimiento del
trono, levantándose como lo hicieron contra el cardenal Jiménez y contra los
gobernantes extranjeros, los cuales, en medio de serlo, humillaban menos que
Godoy el orgullo nacional. Si hubiera vivido un poco más tarde, en el siglo
XVII o a principios del XVIII, cuando las instituciones aristocráticas y
democráticas habían quedado absorbidas por el poder real, y cuando nada de
ellas restaba en España, el gobierno de Godoy habría sido tranquilo, y la
historia pública y oficial habría hablado con entusiasmo de sus talentos, de
sus virtudes y de los establecimientos útiles fundados o protegidos por él,
hallando en los actos de su gobierno pruebas de la bondad de su corazón y de la
rectitud de su entendimiento: las crónicas escandalosas hubieran al mismo tiempo
trazado como a hurtadillas las torpezas de su vida privada, y los publicistas
imparciales habrían, por último, revelado después de su muerte las funestas
consecuencias de su administración, juzgando con rigor su persona. Pero el
príncipe de la Paz no fue llamado al gobierno ni en las tormentas de los siglos
bárbaros, ni en la calma de un despotismo tranquilo: él tomó en sus manos el
timón de un bajel enorme, lleno de pesantez, mal armado, mal dirigido y peor
velero, encargándose de su gobernalle en medio de la tempestad más espantosa
que haya nunca agitado y echado por tierra las sociedades políticas. No estamos
ya en los tiempos en que un respeto ciego pueda bastará cubrir las faltas de
los monarcas y de los que los representan, siendo en vano que el clero haga
decir a la religión que los reyes son la imagen de Dios en la tierra, porque
esto es predicar en desierto y nadie cree en ello ahora. Los gobernantes tienen
que dar cuenta a las naciones no solo del mal que ellos hacen, sino del que con
ellos y por ellos se verifica; y esa cuenta no se ajusta con favorable
prevención hacia ellos. Los contemporáneos de Godoy han acumulado sobre su
cabeza los abusos que le habían precedido, las calamidades que no evitó, y las
que ni él ni nadie en el mundo hubiera podido evitar; y aumentando así el peso
de los cargos, le han hecho responsable de todos los males públicos. Al
pronunciar los pueblos sentencia de ese modo, no son injustos sin embargo, pues
si en los tiempos prósperos recogen los reyes y sus ministros la gloria y el
provecho del bien que no han realizado, justo es también que en la adversidad
sucumban y perezcan bajo el peso total de las miserias públicas.»
El tumulto a
que había dado lugar el inesperado encuentro del príncipe de la Paz era efecto
de la casualidad exclusivamente, faltando aun la explosión del alboroto
anunciado a Carlos IV en la mañana del mismo día por Villariezo y Albudeyte. Los conjurados no estaban satisfechos
con ver al valido derribado del poder, bañado en su propia sangre, y
cuidadosamente guardado en el cuartel que le servía de prisión; era preciso que
el monarca descendiese también del trono y que pasase la corona a las sienes de
su hijo. A las dos de la tarde del día 19 apareció a la puerta del cuartel de
Guardias un coche con seis mulas, y empezó a extenderse la voz de que aquel carruaje
tenia por objeto sacar al preso del cuartel y conducirle a Granada. La
estratagema surtió el previsto efecto de encender nuevamente la irritación
popular, y corriendo el vulgo por todas partes, precipitóse furioso sobre la puerta del cuartel, cortando los tirantes de las mulas y
destrozando el coche. Carlos IV y María Luisa, cuyas almas estaban sobrecogidas
de espanto con los sucesos anteriores, acabaron de ceder al terror en vista de
aquella última demostración de la ira popular; y persuadidos de que ni la
tranquilidad pública ni la suya propia eran compatibles con su permanencia al
frente de los destinos del país, cedieron a la poderosa insinuación con que,
explotando los que los rodeaban el estado moral de sus ánimos, se les indicó la
conveniencia de la abdicación. Mientras el príncipe Fernando salía a calmar el
alboroto, quiso el rey que se convocase el consejo de Castilla, para ante él, o
al menos ante una diputación de sus individuos, minutar la renuncia desde
luego, reservándose para otro día extenderla con las formalidades necesarias.
La ambición, empero, no quería dilaciones que bien miradas eran en su propio
provecho, y con pretexto de ser conveniente pasar al acto sin demora para
evitar inquietudes en los ánimos, se hizo precipitar un documento tan grave y
de tanta consecuencia, convocando el monarca para las siete de aquella misma
noche a todos los ministros del despacho, en cuya presencia firmó la
abdicación, suscribiendo el decreto que le presentaron, el cual estaba
concebido en los términos siguientes:
«Como los
achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso
del gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un
clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado
después de la más seria deliberación abdicar mi corona en mi heredero y mi muy
caro hijo el príncipe de Asturias. Por tanto es mi real voluntad que sea
reconocido y obedecido como rey y señor de lodos mis reinos y dominios; y para que
este mi real decreto de libre y espontánea abdicación tenga su éxito y debido
cumplimiento, lo comunicareis al consejo y demás a quien corresponda.—Dado en
Aranjuez a 19 de marzo de 1808.—Yo el rey.—A don Pedro Cebados. »
Firmado el
acto de renuncia, entró Fernando a ser reconocido y declarado rey por su
augusto padre, retirándose acto continuo el nuevo monarca a su cuarto, y
siguiéndole los ministros, los individuos de la grandeza que se hallaban en
palacio, los jefes de la guardia y numerosa clientela de gentes afectas al
nuevo poder, o como se dice ahora, a la nueva situación. Loco el pueblo de
júbilo al difundirse por el sitio tan grata noticia, corrió exhalado a la
plazuela del real alcázar, prorrumpiendo en unánimes y repelidos vivas a
Fernando VII, a aquel rey tan deseado y que tan mal había de corresponder a las
esperanzas que su elevación hacía concebir.
El
ministerio del nuevo rey fue el mismo por el pronto que el que momentos antes
tenia Carlos IV, siendo de notar el decreto en cuya virtud se conservaba en el
poder a Caballero, atendido el mérito que había contraído en las últimas ocurrencias,
no menos que el expedido a favor de Ceballos para que no le perjudicase la
circunstancia de estar casado con una prima del valido. Cortesanos a todos
vientos, aduladores del poder cuando lo juzgan estable, y poco escrupulosos en
volverle la espalda auguran su ruina. Ceballos no obstante, como dice el conde
de Toreno, pasó en la corrompida corle de Carlos IV por hombre de bien. En
cuanto a Caballero, no creemos que haya ahora un solo hombre honrado que no
recuerde su memoria con indignación y con asco. Los demás ministros, excepto
Soler, participaron, cual más, cual menos, de la misma debilidad que Cebados,
si bien no fue en ninguno tan notable como en este por la posición particular
que ocupaba entro el monarca y el valido. Poco después fueron removidos del
poder los más de ellos.
La primera
noche del nuevo reinado quedaron acordadas casi todas las providencias que en
los días inmediatos fueron apareciendo, siendo la primera de ellas la cesación
de las ventas de bienes eclesiásticos, y echando así por tierra una de las
medidas mas útiles tomadas por el favorito , para justificar sin duda una de
las profecías con que los frailes habían celebrado el nacimiento de Fernando. Suprimióse un impuesto que en el reinado anterior se había
decretado sobre el vino, y esa supresión no tenía otro objeto que captarse el
nuevo poder el aura popular, debiendo decirse lo mismo de la útil disposición
por la cual se permitía destruir en los sitios y bosques reales los animales
destinados a la montería. Llamóse al servicio de
Fernando a los reos del Escorial, y los mismos que pocos días antes se habían
contado en el número de los servidores del valido inauguraron su sistema de
reacción contra personas que habiéndole sido afectas tenían sin embargo el
pudor de no renegar de él en la desgracia. Las minutas de las cartas en que debía
Carlos IV participar a Napoleón y demás soberanos de Europa el acto de su
renuncia fueron extendidas también aquella misma noche, junto a la real orden dirigida
el día siguiente al gobernador del consejo, en la cual se manifestaba la
disposición del nuevo reinado a no variar lo más mínimo el sistema político
seguido por el anterior en las relaciones de amistad y estrecha alianza
seguidas con el imperio francés. Tal conducta observaban los hombres que tanto
afectaban escandalizarse en vista de la sumisión y dependencia en que desde el
tratado de San Ildefonso estábamos respecto a Francia. Los partidos serán
siempre partidos.
La noticia
de la prisión del favorito se supo en Madrid al anochecer del 19, dando motivo a
la tumultuosa reunión de la plebe en la plazuela del Almirante, donde aquel tenía
su casa junto al palacio de los duques de Alba. Repitiéronse allí los excesos que la noche del 17 habían tenido lugar en Aranjuez, siendo
destrozadas las preciosidades pertenecientes a Godoy, y lanzadas por las
ventanas a la calle, donde las esperaba la hoguera. El populacho dividido en
grupos y alumbrado con hachas se dirigió tras esto a la casa de la madre del
príncipe de la Paz, a la de su hermano don Diego, a la de su cuñado el marques
de Branciforte, a la del jefe de la caja de consolidación don Manuel Sixto
Espinosa, a la del coronel don Francisco Amorós, a las de los ex-ministros Alvarez y Soler y
otras varias pertenecientes a personas que eran o pasaban por ser afectas al
privado; y en todas ellas tuvo lugar la misma escena. Amorós se vio amenazado
de perder la vida a manos de los sublevados, habiéndosele puesto en prisión y mandádole formar causa por haberle encontrado un legajo que
contenía la correspondencia de Godoy con Badia y otros papeles curiosos
relativos a la expedición de Marruecos, hallazgo que dio motivo a extenderse
por el vulgo la voz de que el príncipe de la Paz tenia tramada la entrega de su
patria a los mahometanos, reproduciendo la traición que nuestras crónicas
atribuyen al conde don Julián, con otros dislates por el estilo. Aquella misma
noche se supo en Madrid la abdicación de Carlos IV; pero no se divulgó por la
población hasta la mañana siguiente, en que se confirmó la noticia por medio de
los carteles en que manifestaba el consejo la exaltación del nuevo rey. Locos
de alegría los habitantes, prorrumpieron en vivas y aclamaciones, llevando en
triunfo por las calles el retrato de Fernando VII, y volviendo a reproducirse
algunos de los excesos anteriores, que el consejo se vio precisado a reprimir.
La alegría fue igual en todas las provincias de España, siendo pocos los casos
de júbilo y regocijo universal que puedan compararse al de aquellos días. A las
fiestas con que en todas partes se celebraba la noticia, iban unidos a veces
los excesos como en Aranjuez y en Madrid, quitando los pueblos de sus casas
consistoriales el retrato de Godoy para arrastrarlo por las calles, y darlo por
fin a las llamas. Y era tal el odio que universalmente excitaba la memoria del
favorito, que ni aun los establecimientos útiles fundados o protegidos por él
respetaba a veces la plebe, como sucedió con el jardín de aclimatación de Sanlúcar
de Barrameda, que fue destrozado por la sola circunstancia de haber sido obra
del ministerio de aquel.
La renuncia
de Carlos IV había sido firmada en medio de la efervescencia de una
sedición y aun cuando se le había oído
decir que nada había hecho en su vida con más gusto, no era sin embargo verdad.
Para la tranquilidad ulterior del reino y para seguridad del nuevo poder,
hubiera convenido que el monarca verificase su abdicación con las solemnidades
prescritas por las leyes, o ya que el acto no hubiese sido desde un principio
tan espontáneo como era de desear, que lo ratificara a lo menos con la libertad
consiguiente a su trascendencia. Los consejeros y amigos de Fernando lo
atropellaron todo, y en vez de prestarse a una dilación tan útil a su misma
causa, obligaron al consejo a publicar el acto de renuncia, sin consentirle que
según formulario lo pasase al informe fiscal. Carlos IV esperaba de sus
antiguos ministros alguna mayor deferencia, tanto más cuanto se había convenido
el día 20 con Caballero en extender nuevamente la escritura de abdicación,
arreglado un plan de condiciones que pensaba imponer a su heredero, reducidas a
exigir la observancia exclusiva de la religión católica; la integridad e
indivisibilidad de los dominios españoles; la buena armonía con Francia y demás
gobiernos con quienes España se hallaba en paz; el restablecimiento de la
sucesión a la corona, tal cual se había acordado en las corles de 1789, en que
fue derogada la pragmática de Felipe V; la buena administración del reino; la
libertad de establecerse el rey abdicante en compañía
de su esposa donde mejor le acomodase; el señalamiento de una renta anual fija
para el mantenimiento suyo y de su casa; el de la que debia darse a la reina en el caso de fallecer él; la designación de un palacio y
parque real para habitarlo y disfrutarlo S. M.C. durante su vida; la extensión
de otra escritura por parte de Fernando, en la cual se obligase este a recibir
el trono bajo dichas condiciones, cuyo acto fuese semejante en la sustancia y
en su expresión al que el príncipe don Luis había hecho para su augusto padre
el señor Felipe V aceptando su renuncia; y que ambos dos actos fuesen
consolidados por todas las formalidades y requisitos legales que fuesen
compatibles con las circunstancias y la urgencia del tiempo en aquellos días. A
estas condiciones pensaba añadir varias recomendaciones en favor de los
infantes y de las personas de su real servidumbre, y el encargo de evitar
Fernando toda suerte de novedades y reacciones que pudiesen turbar la paz y
unión de los españoles; exigiéndole además la ejecución y pleno cumplimiento
del decreto de 18 de marzo, por el cual se concedía a Godoy su retiro adonde
mejor le acomodase, sin que debieran pararle perjuicio los últimos
acontecimientos.
Tales eran,
según el príncipe de la Paz, los propósitos de Carlos IV, siendo bien notable
por cierto que tratando de hacer valedero y legítimo lo que no lo era,
prescindiese de imponer a Fernando la obligación de reunir las Cortes, cuyo
concurso era el más esencial, contentándose con referirse al caso de la
renuncia de Felipe V, ilegítima en rigor de derecho, pues en ella se prescindió
de igual requisito. Verdad es que Carlos invocaba las demás formalidades que
fuesen compatibles con las circunstancias; pero en el mero hecho de poner esta
cortapisa yen el de no referirse a la representación nacional en los mismos y explícitos
términos que lo hacía al hablar de la abdicación de Felipe, se ve bien que el
modo de pensar del monarca no estaba acorde en este punto con la estricta
legalidad que el caso requería, cosa sobre la cual si bien hemos querido llamar
la atención de los lectores, estamos muy lejos de estragar en un rey que, lo
mismo que el favorito, consintió a Caballero ejecutar a su anchura la tantas
veces citada supresión de leyes fundamentales, ejecutada en la Novísima
Recopilación. El nuevo poder por su parte estaba igualmente lejos de querer lo que
Carlos IV no quería, y de ahí puede inferirse la legalidad que en último
resultado hubiera venido a tener la abdicación del último, aun cuando Fernando
se hubiera convenido con su augusto padre en aceptar las condiciones que le
proponía. Hoy o mañana que a Carlos le hubiera convenido decir que su renuncia a
la manera de Felipe V no tenia el carácter de validez que la de don Ramiro de
Aragón, v. gr., habría podido hacerlo sin duda alguna; y cuando él no pensase
en tal cosa, ahí estaba Napoleón para aprovechar el olvido de nuestras antiguas
prácticas en perjuicio del padre y del hijo. La abdicación, pues, de cualquier
modo que se hiciera, no siendo con el concurso de las Cortes, hubiera tenido
siempre inconvenientes de gran tamaño, sin ser las formalidades a medias
bastante poderosas a alejar del país el resultado final que las cosas tuvieron.
Sea de esto lo que quiera, el caso es que Fernando no quiso ni aun esas
formalidades, y que Carlos IV se vio burlado en sus esperanzas con la
publicación de su renuncia, mandada hacer al consejo a paso de carga.
Esto unido a
la extrañeza que tanto él como María Luisa notaban en los semblantes de sus
antiguos senadores, a las noticias que recibían de los alborotos y excesos de
Madrid, a la angustia que les causaba la deplorable situación del príncipe de
la Paz, y a la intimación que el nuevo gobierno les hizo de retirarse a
Badajoz, les puso en el caso de conocer la diferencia que existía entre su
posición actual y la que acababan de perder; y el primer sentimiento de sus
corazones fue el anhelo de reconquistar el antiguo brillo, anhelo que fue
progresivamente aumentándose, y que por último hizo caer a Carlos IV en el mas
funesto de todos los yerros que hasta entonces había cometido. Nosotros nos
ponemos en su caso y disculpamos el primer movimiento de su mortificado amor
propio, de su corazón resentido; ¿pero excusaremos por eso la gravísima falta
con que vino por último a afrentar su nombre, implorando el auxilio de
Bonaparte contra su hijo en aquellas terribles circunstancias? ¿Para cuándo es
la filosofía, para cuándo reservaba el piadoso Carlos IV su cristiana
resignación a los decretos de la suerte? Si la posición en que se veía era dura
, ¿no la merecía en castigo de su culpable abandono, de su ceguedad sin
ejemplo? Y mereciéndola o no, ¿tan pronto volvía a olvidar que el hombre en
cuyas manos se ponía era el enemigo de su casa, como él mismo dijo al quejarse
de la misiva de Fernando? Nosotros que tan enérgicamente hemos acusado a este
por un paso tan impolítico y degradante como el que dio entonces, sin servirle de
escusa a nuestros ojos ni lo joven de su edad, ni la humillación en que se le
tenía, ¿disculparemos ahora a su padre en un paso infinitamente peor, o deberá
atenuar nuestros cargos la consideración del estado moral de su alma en
aquellos días de desolación y amargura? El último de los súbditos no merecería
la indulgencia de la historia si en las tribulaciones que sufre le fuera
permitido buscarles remedio en perjuicio de la patria; y nosotros no debemos
hacer a la moral y a la justicia el insolente agravio de conceder a los
monarcas la menor dispensa en el cumplimiento de los deberes que se exigen al
último ciudadano. Escribir a Napoleón en los términos que van a ver los
lectores, y escribirle así en circunstancias tan críticas como las en que se
hallaba el país, hecho fue de cuya perpetración debía arredrarse Carlos IV,
dando más valor que al grito de su orgullo ultrajado o de su autoridad
escarnecida, al penetrante grito de la patria interpuesta entre él y su hijo.
Alma que obraba de esa manera no tenia ni la dignidad ni la elevación de
sentimientos que el príncipe de la Paz le atribuye.
Carta
de Carlos IV al emperador de los franceses.
«Señor mi
hermano : V. M. sabrá sin duda con pena los sucesos de Aranjuez y sus resultados,
y no verá con indiferencia a un rey que forzado a renunciar la corona acude a
ponerse en los brazos de un grande monarca aliado suyo, SUBORDINÁNDOSE
TOTALMENTE A LA DISPOSICION DEL ÚNICO QUE PUEDE DARLE SU FELICIDAD, I.A DE TODA
SU FAMILIA Y LA DE SUS FIELES VASALLOS. Yo no he renunciado en favor de mi hijo
sino por la fuerza de las circunstancias, cuando el estruendo de las armas y
los clamores de una guardia sublevada me hacían conocer bastante la necesidad
de escoger la vida o la muerte, pues esta última hubiera sido seguida de la de
la reina. Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza
en la magnanimidad y el genio del gran hombre que siempre ha mostrado ser amigo
mío, he tomado la resolución de conformarme con todo lo que este mismo gran
hombre quiera disponer de nosotros y mi suerte, de la de la reina y la del
príncipe de la Paz. Dirijo a V. M. I. y R. una protesta contra los sucesos de Aranjuez
y contra mi abdicación. Me entrego y enteramente confió en el corazón y amistad
de V. M., con lo cual ruego a Dios que os conserve en su santa y digna guarda.
De V. M. I. y R, su más afecto hermano y amigo—Carlos—Aranjuez 27 de marzo de
1808.»
Protesta.
«Protesto y
declaro que mi decreto de 19 de marzo, en el que he abdicado la corona en favor
de mi hijo, es un acto a que me he visto obligado para evitar mayores
infortunios y la efusión de sangre de mis amados vasallos; y por consiguiente
debe ser considerado como nulo—Carlos—Aranjuez 21 de marzo de 1808.»
La fecha de
27 de marzo que se observa en la carta, y con la cual fue publicada en el Monitor
francés, parece que fue alterada por miras particulares del emperador, debiendo
ser la del 22, acaso del 23, como aparece en la traducción que de dicho
documento se ve en la Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España,
traducción que hemos adoptado nosotros. En cuanto a la fecha de la protesta,
Carlos IV, según el príncipe de la Paz, no se acordaba del día preciso que
llevaba, y aun dudaba si fue puesta; pero siendo la protesta real, es de muy
poca monta para el juicio que se pueda formar de aquel acto la diferencia de
uno o de dos días. No debe omitirse, sin embargo, una circunstancia importante,
y es la de que ambos escritos fueron, a lo que parece, extendidos bajo la
influencia del general francés Monthion, enviado por
el príncipe Murat para entenderse con los reyes padres, a consecuencia de las
comunicaciones que en nombre de Carlos IV le dirigió la reina de Etruria,
autorizada por este para ello. Damos el nombre de importante a la circunstancia
indicada, no porque deba tenerse en cuenta para disminuir la culpabilidad de
Carlos IV al producirse en términos tan indecorosos e indignos, sino porque no
se pierda jamás de vista la inspiración de Francia en todos nuestros negocios
públicos, ora fuera Fernando, ora su padre, el que en ellos interviniese. Por
lo demás, pretender minorar por eso el gravísimo yerro de Carlos, como el
príncipe de la Paz se esfuerza en hacerlo, cosa es que en el autor de las
Memorias nos parece laudable; pero desgraciadamente es inútil. El destronado
monarca se vio precisado en buena hora a expresarse de un modo que acaso
hubiera evitado si el general Monthion no ejerciera
en su alma la coacción moral consiguiente a su intervención en aquel asunto ;
¿pero no sabía Carlos IV que la primer consecuencia de implorar el auxilio
francés tenía que ser irremediablemente sujetarse a su férula? ¿no sabía que
entrar en inteligencias con Murat era lo mismo que abdicar en sus manos la
facultad de obrar de otro modo que el que el mismo Murat le impusiese? Vano es,
pues, disculpar la protesta y la carta, porque el rey no las escribiese de
movimiento suyo propio, sino inspirado por aliento ajeno. El que se ata los
pies para andar, no merece disculpa si cae.
Otro rey más
digno de serlo hubiera devorado en silencio la amargura de su corazón,
haciéndose superior a la desgracia, y dando a la causa del país más importancia
que a la suya propia. El colmo de su gloria, dice el príncipe de la Paz (y
estas palabras pronuncian la sentencia de Carlos IV) «el colmo de su gloria (¡oh rey amado mío!) hubiera sido no haber doblado
nunca su cerviz augusta para implorar el patrocinio del emperador de los
franceses, ceder a la violencia de aquel golpe irremediable que arrancó el
cetro de sus manos, abandonar la escena, retirarse a Badajoz como querían sus
enemigos o en un extremo a Cádiz , dejarlos a ellos solos responsables de sus
obras, y mantenerse en guarda y en reserva para el caso en que su autoridad y
presencia hubiesen sido necesarias para salvar sus reinos de la ruina adonde
aquellos los llevaban. Si hubiera estado al lado suyo, yo se lo hubiera
aconsejado, como le aconsejé pocos días antes de los sucesos de Aranjuez que a
su hijo le nombrase su lugarteniente, y que S. M. se retirase a Badajoz para
guardarle las espaldas y guardar el reino si aconteciese una desgracia. Nada
tan fácil en aquellas circunstancias como entrever el precipicio en que la
nueva corte iba a lanzarse y a lanzar a España poniéndose a merced de
Bonaparte; y ¡ah, cómo habría corrido entonces el pueblo castellano a invocar a Cárlos IV y a ampararse con su nombre y defenderse
contra la usurpación que meditaba aquel tirano!»
Nosotros
creemos que el desacreditado nombre de Carlos IV no hubiera nunca podido
erigirse en escudo de salvación relativamente al país que con tanta alegría
celebraba la exaltación de su sucesor; pero ya que eso fuese imposible, abstuviérase al menos de acelerar la ruina de la patria
nombrando a Bonaparte juez, árbitro sin apelación, absoluto, en tan lamentable
querella, y dando así mejorada la segunda edición de la oprobiosa carta que
cinco meses antes había con tanta justicia anatematizado en su hijo. La suerte
de los españoles está ya entregada al francés. A las palabras de Fernando en
que tan bajamente decía que solo el respeto del emperador podría hacer felices a
sus padres. A la nación española y a si mismo, se añade ahora la ratificación
de Carlos IV, subordinado totalmente a la disposición del único que puede darle
su felicidad, la de toda su familia, y la de sus fieles vasallos. El círculo de
la degradación y de la ignominia se halla ya recorrido en toda su vergonzosa extensión.
¿Qué falla por añadir a la ceguedad y miserias del padre, y a la ceguedad y
miserias del hijo? Decidirse Napoleón de una vez; asirse a la protesta que el
uno le pone en las manos como medio el más a propósito para paliar su
usurpación a los ojos de Europa, y declararse en contra del otro como detentador
injusto de un cetro que no le pertenece, para que lo devuelva a su padre, y
para que este se lo confiera a él, y para que él lo entregue después a
cualquiera de sus hermanos, haciendo así rodar por los suelos la corona de
España, y llevándola y trayéndola de unas manos en otras cual si fuera juguete
de niño.
Mientras Carlos
IV andaba en secretas inteligencias con los emisarios del príncipe Murat, y
mientras él y María Luisa y la ex-reina de Etruria
inauguraban con el gran Duque aquella débil y vergonzosa correspondencia que el
emperador después hizo pública para justificarse por este medio del inicuo
alentado que hacía tanto tiempo tramaba, las tropas francesas, que según
dejamos dicho, iban avanzando a Madrid por Aranda y Somosierra, habían
conseguido enseñorearse de la capital de España sin oposición de ninguna
especie, verificando Murat su entrada el 23 de marzo al frente de su brillante
estado mayor, de la caballería de la guardia imperial y de lo mas lucido de su
tropa Su objeto era imponer a los habitantes con el aparatoso espectáculo de
sus guerreros; pero los infantes desdecían del resto. Los madrileños recibieron
a sus huéspedes con marcadas señales de agasajo, aunque no sin experimentar
algún recelo acerca de sus intenciones; pero la idea de que venían a proteger a
su adorado Fernando prevaleció todavía.
Este por su
parte, ignorante de los tratos en que andaba su augusto padre, y sin recelar el
efecto que la desatención e insolencia usada con él pudieran producir en su
ánimo, resolvió también trasladarse a Madrid, donde en concepto de sus
consejeros debía quedaren breve definitivamente asegurada su exaltación al
trono con el reconocimiento del emperador, a quien aquellos ilusos esperaban en
la corte no menos que dentro de dos días y medio, o de tres a lo sumo. La
noticia de la traslación de Fernando a la capital llenó de indecible alegría a
los madrileños y a todos los pueblos del tránsito o cercanos a él, viéndose
salir de la corte un inmenso gentío la noche de la víspera, mientras los
lugareños se apresuraban por todas partes a dirigirse al camino por donde debía
pasar el nuevo monarca. A los saludos de despedida con que resonaron los aires
al salir Fernando de Aranjuez, sucedieron sin interrupción hasta su llegada a
Madrid las entusiastas aclamaciones de las gentes que encontraba en el
tránsito, siendo imposible describir la frenética alegría que en los corazones
reinaba. Rodeado del impotente acompañamiento de sus fieles y entusiasmados súbditos,
y sin llevar apenas otra escolta que ellos, llegó el nuevo rey a las Delicias en
compañía de su tío y hermano los infantes D. Antonio y D. Carlos , montando
después a caballo y entrando por la puerta de Atocha, desde la cual se dirigió
á Palacio por el paseo del Prado, calle de Alcalá y calle Mayor. Seis horas
tardó en hacer su travesía, no siéndole posible caminar desembarazadamente por
entre la muchedumbre apiñada, la cual le detenía a cada paso para abrazarle y
bendecirle. Pocos casos cuenta la historia de entusiasmo tan general, de tan
sincero y ardiente frenesí: pocos igualmente, ninguno tal vez, en que las
esperanzas de un gran pueblo quedasen tan amargamente frustradas como aquellas
lo fueron.
Un día antes
de la entrada de Fernando en Madrid, y en los mismos momentos acaso en que el
resentimiento y la ira y el deseo de salvar a todo trance a Godoy obligaban a
Carlos IV a escribir la malhadada carta con que enviaba su protesta a
Bonaparte, fue extraído el privado del cuartel de Guardias, donde había
permanecido en la más estrecha incomunicación, siendo trasladado por orden de
la nueva corte al castillo de Villaviciosa, en cuyo oratorio quedó como
herméticamente cerrado. Fernando había prometido a la plebe que el preso sería
juzgado con arreglo a las leyes, y en cumplimiento de esta promesa mandó a los
cuatro días de su elevación empezar el ruidoso proceso que a pesar de las
reclamaciones del príncipe de la Paz se halla por fallar todavía. Con él fueron
puestos en juicio su hermano D. Diego, el ex-ministro D. Miguel Cayetano Soler, el antiguo corregidor de la Habana D. Luis Viguri, el
de Madrid D. José Marquina, el director de la caja de consolidación D. Manuel
Sixto Espinosa, el tesorero general D. Antonio Noriega, el fiscal de la causa
del Escorial D. Simón de Viegas , y el canónigo don Pedro Estala. «Para
procesar a muchos de ellos, dice el conde de Toreno, no hubo «otro motivo que
el haber sido amigos de D. Manuel Godoy, y haberle tributado esmerado obsequio;
delito, si lo era, en que habían incurrido todos los cortesanos y algunos de
los que todavía andaban colocados en dignidades y altos puestos. Se confiscaron
por decreto del rey los bienes del favorito, aunque las leyes del reino
entonces vigentes autorizaban solo el embargo y no la confiscación, puesto que
para imponer la última pena debe preceder juicio y sentencia legal, no exceptuándose
ni aquellos casos en que el individuo era acusado del crimen de lesa majestad. Además
conviene advertir que no obstante la justa censura que merecía la ruinosa
administración de Godoy, en un gobierno como el de Carlos IV, que no reconocía
limite ni freno a la voluntad del soberano, difícilmente hubiera podido
hacérsele ningún cargo grave, sobre todo habiendo seguido Fernando por la pésima
y trillada senda que su padre le había dejado señalada. El valido había
procedido en el manejo de los negocios públicos autorizado con la potestad
indefinida de Carlos IV, no habiéndosele puesto coto ni medida, y lejos de que
hubiese aquel soberano reprobado su conducta después de su desgracia, insistió
con firmeza en sostenerle y en ofrecer a su caoid amigo el poderoso brazo de su patrocinio y amparo. Situación muy diversa de la
de D. Alonso de Luna, desamparado y condenado por el mismo rey a quien debe su
ensalzamiento. D. Manuel Godoy escudado con la voluntad expresa y absoluta de Carlos,
solo otra voluntad opresora e ilimitada podría atropellarle y castigarle; medio
legalmente atroz e injusto, pero debido pago a sus demasías y correspondiente á
las reglas que le habían guiado en tiempo de su favor.» Estas reflexiones son
justas; y amantes nosotros del cumplimiento exacto de las leyes, quisiéramos en
medio del rigor con que histórica y políticamente tratamos al príncipe de la
Paz, ver terminado su proceso con arreglo a estas, distinguiéndose de este modo
el gobierno constitucional de nuestros días del arbitrario y despótico que
antes pesaba sobre el país, y a cuyas consecuencias parece ser estrella de esta
desgraciada nación no poder nunca evadirse del todo.
Pero
nosotros vamos pasando los limites naturales de nuestra introducción, y es
preciso terminar de una vez esta primera parte de la obra. El lector habrá
podido seguir una por una las causas que en diversos sentidos nos fueron
insensiblemente amarrando al ominoso yugo de Francia, contribuyendo a ponernos
en tan deplorable estado de humillación así los hombres de Carlos IV como los
hombres de Fernando VII. Justos nosotros con todos, a nadie exceptuamos de la
parte de culpabilidad que respectivamente le toca en haber conducido el país a
su última ruina. La inconcebible ceguedad del padre en confiar la dirección de
nuestros destinos á un hombre que por ningún título podría aspirar al elevado
puesto en que tan desatinadamente le colocó, excitó desde los primeros días el
descontento y la murmuración de los súbditos, siguiendo uno y otra en creciente
y gigantesca proporción, a medida que el monarca premiaba con nuevas
distinciones y honras los nuevos desvaríos del privado. La profanación del
tálamo regio, de ninguno ignorada en España, tenía dispuestos los ánimos a
cualquier desmán, si tal puede llamarse el deseo de rechazar la humillación a
que tan sensibles se muestran los honrados pechos españoles. Esta indignación,
justa en si, fue explotada después diestramente como arma de partido; y el
príncipe Fernando, sobre cuya cabeza pesaban mas directamente los efectos de la
fascinación de su augusto padre, concibió poco a poco el deseo de sacudir un
yugo que consideraba afrentoso, y que lo era en realidad. Para desgracia del país,
el Mentor de quien se asesoraba principalmente carecía de las virtudes y del
talento necesario para hacer fructuosa una conspiración que conducida de otro
modo hubiera podido tener un carácter hidalgo, conviniéndola en medio de salud
para el monarca y para la nación cuyos destinos regía. Carlos IV es responsable
de los celos que tantas honras y distinciones acumuladas sobre la cabeza del
privado excitaron en el corazón de su hijo, y Escoiquiz lo es por su parte de
la dirección que sus siniestras inspiraciones comunicaron al justo
resentimiento del desairado y abatido príncipe. Pero el arcediano de Alcaraz no
habría podido nunca hacer nada, si el desmesurado poder de Godoy y sus
relaciones con la reina no le hubiesen puesto en las manos la ocasión de crear
en Fernando el jefe de un partido que nos fue después tan funesto; y siendo
esto así, no es mucho que al referirnos a tan escandalosa privanza la hayamos
considerado siempre como la causa más influyente en los males que consecuencia
unos de otros se fueron eslabonando sucesivamente. Desapareciendo Godoy de la
escena, desaparecen también los motivos de resentimiento en Fernando, la explotación
que de ese resentimiento hace Escoiquiz, la carta que aquel escribe a Napoleón,
el malhadado proceso del Escorial, los tumultos de Aranjuez, la violenta
abdicación de Carlos IV y el pretexto que la discordia de palacio ofrece a Bonaparte
para intervenir en nuestros negocios. De esta manera, por poco que
reflexionemos y hagamos uso de la observación y del raciocinio, vendremos
siempre a parar en que la catástrofe de 1808 no puede menos de retrotraerse, en
el modo al menos con que fue elaborándose, a esa funesta trinidad de causas de
que tantas veces hemos hablado en el curso de nuestra introducción : la
inmoralidad de María Luisa , la ceguedad de Carlos IV y la prepotencia del
favorito.
El reinado
de ese débil monarca será siempre de funesto recuerdo, sin que las útiles
medidas que en él tuvieron lugar, ni el impulso dado a las ciencias, a las
letras y a las artes basten a borrar de la memoria los errores y desvaríos que
en otros sentidos le caracterizan, y de que hemos hablado ya largamente al
juzgar al valido. Carlos IV dejó de ser rey, de hecho al menos, por la
abdicación de su trono; pero antes de esa renuncia había dejado de serlo moralmente
por la abdicación de otra cosa mas preciada sin fin que la diadema, la de su
voluntad y libre albedrio en manos de su esposa y en las de Godoy. Su reinado
bajo este concepto puede considerarse como una perpetua renuncia, siendo tan
impía la estrella que le arrastraba continuamente a convertirse en esclavo de
voluntades ajenas, que aun al protestar contra la abdicación de Aranjuez no
supo hacerlo sin entregarse al capricho de Napoleón, conformándose con todo lo
que este quisiera disponer sobre él, y sobre la suerte de su familia, y lo que
era todavía más, sobre la suerte de la nación. ¡Buen medio de reclamar los derechos
del albedrío violentado, el de renunciarlos de nuevo, sin más diferencia que
cambiar de nombre el tirano de su voluntad! Si alguna que otra vez se le vio
hacer uso de su razón con independencia del dictamen ajeno, bien pronto volvía
de nuevo a su estado normal de indolencia y de reprensible abandono, y estas
rarísimas excepciones no destruyen por tanto la regla. Su ocupación constante,
en invierno y en verano, era según lo que él mismo dijo a Napoleón, ir a cazar
hasta las doce, comer después, y volver a la caza hasta que caía la tarde:
Godoy le informaba luego cómo iban las cosas, y oído el relato se iba a acostar
para volver al mismo género de vida al día siguiente, no habiendo algún acto o
ceremonia importante que se lo impidiera. Tal fue su sistema de gobierno en la
época mas difícil que para regir los destinos de un pueblo refiere acaso la
historia; tal la dejadez con que hizo completamente inútiles para el país su
natural expedición para los negocios y las buenas dotes de memoria ,
instrucción y capacidad que le adornaban, si bien su cabeza, por bien
organizada que se suponga, era inferior con mucho a las difíciles
circunstancias conque por espacio de veinte años se vio precisado a luchar.
Otra de las prendas que brillaban en él eran su moralidad y amor a la justicia
: falto empero de tesón y de nervio, no sabía hacerlas prevalecer en los
momentos de prueba, como se vio en su coalición con Bonaparte para el inicuo
despojo del Portugal, pecando otras veces de nimio y hasta de ridículo en lo
que él llamaba virtud, cuando esta no merece tal nombre faltándole el regulador
de la prudencia. Sus sentimientos religiosos eran puros; candoroso y apacible
su genio; genéticamente pronunciados su miedo a los tumultos y su aversión al
derramamiento de sangre; grande y sin ejemplo en los reveses su consecuencia en
la amistad, como lo probo con Godoy , aun después de lanzado del poder.
Visionario con bastante frecuencia, no lo fue nunca tanto corno en la ilimitada
y ciega confianza que tuvo en las virtudes de Napoleón, aun en los momentos
mismos en que Godoy la había totalmente perdido. Falto de dignidad muchas veces
en los tiempos de prosperidad, lo fue mas en la época de su desgracia,
mostrándose digno de ella en el hecho de no saber sobrellevarla y en el de
hacer desaparecer de su alma los sentimientos de rey, para ostentarse hombre
puramente , con todas las flaquezas de tal. Carlos IV en una palabra hubiera
sido un buen rey en tiempos normales y con mejores consejeros que los que tuvo;
pero las turbaciones de su época y el deplorable uso que Godoy y María Luisa
hicieron de su proverbial dejadez y de la ilimitada confianza que en ellos tenía
puesta, desgraciaron completamente las prendas que en otro caso hubieran podido
hacer digno de eterna loa el gobierno de aquel monarca. Las virtudes de este
quedaron oscurecidas con la liviandad de su esposa; el trono se vio degradado y
sin brillo; la cohesión y la fuerza monárquica de esta desventurada nación
sufrieron el primero y más rudo de los ataques que después debían seguirles; la
mano del extranjero acabó de forjar las cadenas con que las dos parcialidades
contrarias tenían atado al país; y un esfuerzo colosal por parte del pueblo era
ya el solo medio de dominar con honra, ya que no con provecho, el espantoso
estado a que nos habían traído la turbación de los tiempos, los abusos de un
régimen arbitrario, la discordia de los partidos y la degradación de los reyes.
FIN DEL LIBRO INTRODUCTORIO
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Manuel Godoy retratado como vencedor de la guerra de las Naranjas, por Goya. 1801. Real Academia de San Fernando, Madrid. |