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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

CAPÍTULO XX.

 

Ocupación de Portugal por los ejércitos galo-hispanos, y huida de la familia real portuguesa al Brasil.—Entrada en España del segundo cuerpo de observación de la Gironda al mando del general Dupont.—Invasión del cuerpo de observación de las costas del Océano a las ordenes de Moncey.—Destronamiento de la casa de Braganza.—Sorpresa de la ciudadela de Pamplona.—Entrada del general  Duherme en Cataluña.—Entrega de San Sebastián y sorpresa de San Fernando de Figueras.—Desasosiego y alarma de la corte de Madrid.— Falsía del príncipe Fernando.—Conducta previsora y patriótica del príncipe de la Paz.—Consejo extraordinario.—Alucinamiento de Carlos IV.—Resuelve el monarca partir a Andalucía con la familia real.—Agitación de Madrid y Aranjuez.—Proclama de Carlos IV desmintiendo el viaje.—Síntomas de conmoción.

 

Mientras pasaba todo esto en la corte del Escorial, corría cada vez más peligro la independencia española. El ejército invasor había empleado veinte y cinco días en llegar a Salamanca, cuya ciudad le abrió sus puertas en los primeros de noviembre. Junot había tomado disposiciones para acantonar sus tropas alrededor de esta ciudad; pero el emperador le envió órdenes ejecutivas para que entrase en Portugal inmediatamente, evitando con la velocidad de su marcha que pudiesen prevenirla los ingleses en Lisboa. Napoleón no indicaba a Junot el camino que debía seguir; pero le prohibía diferir un solo día la continuación de la empresa bajo ningún pretexto, ni aun por falta de subsistencias, pues 20.000 hombres, decía él, pueden vivir en todas partes, aun en el desierto. Apremiado Junot con orden tan ejecutiva, se decidió a tomar el camino de Abrantes como el más corto, ignorando por lo demás la naturaleza del terreno por el cual tenía que abrirse paso.

El ejército francés salió de Salamanca el día 12 de noviembre, verificando su marcha por brigadas, a un día de distancia unas de otras, con orden de caminar en cinco jornadas las cincuenta leguas que median entre Salamanca y Alcántara. La artillería y los bagajes debían marchar con las columnas de infantería; y los puntos señalados para el itinerario fueron Ciudad-Rodrigo, el Puerto de Perales y Moraleja. El tiempo era espantoso y caían torrentes de lluvia , quedando rezagados multitud de carruajes desde el paso de Yeltes antes de llegar a Ciudad-Rodrigo, y aumentándose las dificultades de la marcha a medida que se iba avanzando. Como la corte de Madrid no había previsto la rapidez del movimiento, ni tenia noticias de su dirección, no estaban los víveres preparados, y era imposible reunirlos con prontitud en una frontera despoblada a consecuencia de las antiguas guerras entre España y Portugal. No teniendo que comer los soldados, se diseminaban a retaguardia y por los flancos de las columnas, perdiéndose por los bosques e inquietando al paisanaje, pereciendo muchos de ellos al pasar a vado el acueducto entre Fuente-Guinaldo y Peña Parda. La vanguardia del ejército llegó al Tajo en un estado desordenado y angustioso, precursor de mayores dificultades y desórdenes. El general Junot había precedido a su ejército, llegando a Alcántara con dos jornadas de anticipación, y encontrando en aquella ciudad al general Carrafa que estaba allí hacia ocho días. Como la despoblación del país no había permitido reemplazar en los almacenes los víveres que la división invasora tenia consumidos, no se pudo dar a los franceses sino una o dos raciones por individuo, cambiándoseles además con municiones nuevas sus averiados cartuchos. El cuerpo de observación de la Gironda supo por la orden del día de 17 de noviembre la determinación de Junot de entrar en Portugal antes de cuarenta y ocho horas. En otra proclama hecha el mismo día en el cuartel general de Alcántara anunciaba el general francés a los portugueses que los ejércitos de Napoleón venían a su país a hacer causa común con su muy amado soberano contra los tiranos de los mares y para salvar a Lisboa de la suerte que había cabido a la capital de Dinamarca. Al mismo tiempo invitaba a los habitantes a permanecer tranquilos en sus hogares, conminándolos con las penas de costumbre en la guerra si tomaban las armas contra sus aliados los franceses.

Esta proclama era dato bastante por sí solo para hacer abrir de una vez los ojos al gobierno español, puesto que revelaba en toda su repugnante evidencia la falsía del general francés que, dirigiéndose a destronar al soberano de un país previamente repartido, tenía sin embargo la desvergüenza de asegurar a sus súbditos que venía con el solo objeto de hacer causa común con él contra los enemigos del continente. Cuando así se trataba de engañar la buena fe de los portugueses, y cuando de tal manera se les vendía como protección y amistad lo que Carlos IV sabia con toda evidencia no ser mas que un ataque directo a la independencia lusitana, ¿cómo no temió nuestro rey ser víctima de la misma perfidia? Entre todas las ceguedades humanas acaso no haya ceguedad menos excusable que la de Carlos IV en aquellos días

El testo de la mencionada proclama decía así: «El gobernador de París, primer ayuda de campo de S. M. el emperador y rey, gran cruz de la orden de Cristo de Portugal, general en jefe, PORTUGUESES: El emperador Napoleón me envía  a país al frente de un ejército, para hacer causa común con vuestro muy amado soberano contra los tiranos de los mares, y para salvar vuestra bella capital de la suerte de Copenhague. Habitantes pacíficos de los campos, no temáis : mi ejército es tan disciplinado como valiente, y yo os respondo sobre mi honor de su buena conducta. Procurad que encuentre entre vosotros la acogida debida a los soldados del gran Napoleón, que se le suministren los víveres de que tenga necesidad, y sobre todo que el habitante de los campos permanezca tranquilo en su casa. Pongo en vuestro conocimiento las medidas tomadas para conservar la tranquilidad pública. Yo cumpliré mi palabra. Todo soldado que cometa delito de hurto será castigado en el campo de batalla con la mayor severidad. Todo individuo que se permita exigir una contribución cualquiera, será conducido ante un consejo de guerra, para que se le juzgue según el rigor de las leyes. Todo habitante del reino de Portugal, que no siendo soldado de tropas de línea, sea hallado haciendo parte de cualquiera reunión o cuerpo, será fusilado. Todo individuo convencido de ser jefe de una cuadrilla o de una conspiración que se dirija a armar a los ciudadanos contra el ejército francés, será fusilado. Toda ciudad o pueblo en cuyo territorio se cometa asesinato contra algún individuo perteneciente al ejercito francés, pagará una contribución cuyo minimun no bajará del triplo de su contribución ordinaria. Los cuatro principales habitantes servirán de rehenes para el pago de la suma; y para que la justicia sea ejemplar será quemada y arrasada completamente la primera ciudad o el primer pueblo en que haya sido asesinado un francés. Pero yo quiero persuadirme que los portugueses conocerán su interés verdadero; que secundando las miras pacíficas de su príncipe, nos recibirán como amigos, y que la ciudad de Lisboa en particular me verá con placer entrar en sus muros, al frente de un ejército que es el solo que puede preservarla de venir a ser presa de los eternos enemigos del continente.—Cuartel general de Alcántara, a 17 de noviembre de 1807.—Junot.»

El 19 de noviembre tomó una compañía posición en Segura, aldea de Portugal, y el 20 comenzó el movimiento de la vanguardia, compuesta del regimiento 72 de infantería, de dos compañías de zapadores minadores catalanes y del regimiento de húsares españoles de María Luisa bajo las órdenes del general de brigada Maurin, tras la cual marcharon el día siguiente las divisiones de infantería primera y segunda y la del general español Carrafa. Estas tropas entraron en Portugal pasando el Erjas por el puente de Segura, y se reunieron á la compañía que había sido enviada delante. El resto del ejército salió los días siguientes de Zarza Mayor, y pasó el Erjas a vado al pie de la montaña donde existen los restos de la fortaleza de Salvaterra do Estremo.

Llegadas las tropas a Castello-Branco, continuaron marchando en dos columnas, sin detenerse en esta ciudad sino una sola noche. Lo fragoso del país, la lluvia que constantemente caía, los estrechos senderos por que era preciso abrirse paso, y los ríos y torrentes que continuamente era forzoso vadear, oponían a la marcha de las columnas obstáculos sin término, fatigando la paciencia de los soldados. Privados estos de subsistencias, a causa de la pobreza y de la desprevención de los pueblos, que se hallaban sorprendidos por los franceses, sin tener noticia de su llegada hasta que se los veían encima, se desbandaban por todas partes, cometiendo multitud de excesos que no tenían otra disculpa que el hambre y la necesidad, viéndose obligados los pacíficos habitantes a huir de aquella bandada de guerreros famélicos y reducidos a la desesperación. Esta se comunicaba a los paisanos, los cuales sacrificaban a su furor a los invasores que se extraviaban demasiado de sus compañeros. El cuerpo español mandado por el general Carrafa cometió los mismos excesos, como que era una misma la necesidad que los motivaba, diferenciándose en esto de las demás tropas españolas que penetraron en Portugal por Badajoz y Galicia con más disciplina y menos motivos de desorden.

El general Junot llegó a Abrantes en la mañana del 24, habiéndole precedido su vanguardia la víspera. En esta ciudad hallaron las tropas invasoras el término de sus sufrimientos, juntamente con víveres y abundantes socorros. La incertidumbre en que hasta entonces se había hallado el ejército acerca del partido que podría tomar la corte de Lisboa y el fundado temor que se tenia tocante a algún desembarco ingles en la desembocadura del Tajo, desparecieron de un modo halagüeño para las tropas invasoras. Si el príncipe regente hubiera querido recurrir a las armas para impedir a los extranjeros que se internasen en Portugal, nadie le habría impedido oponer a los franceses más de diez mil soldados, reunidos con anticipación en los alrededores de Lisboa. Las tropas de línea y las milicias hubieran podido ocupar Abrantes, o por lo menos se las habría visto guarnecer los atrincheramientos que desde 1801 existían aun a la orilla derecha del Cecere delante de Punhelo, con lo cual hubieran podido disputar a los franceses el paso del río. Pero lejos de tomar ninguna disposición hostil contra el ejército invasor, ni aun tenia noticia el príncipe regente de que las tropas extranjeras hubiesen entrado en su territorio. El aspecto moral del país era para los franceses el más sosegado y pacifico, no siendo ya problemático a los ojos de Junot el éxito de la expedición. Él mismo anunció al primer ministro de Portugal su llegada a Abrantes. Dentro de cuatro días, le dijo, estaré en Lisboa. Mis soldados sienten no haber tenida ocasión de disparar un solo tiro; procurad empero no dársela, porque haríais muy mal en ello.

Cuando los embajadores español v francés se retiraron de Lisboa el 30 de septiembre, según en el capitulo XVIII tenemos referido, el gabinete de Lisboa se dedicó a procurar algún medio de acomodamiento con la Francia, adoptando medidas contemporizadoras, si bien insuficientes a calmar al que solo deseaba pretextos para proceder a la conquista. Después de una deliberación tanto más larga, cuanto los mismos ministros se hallaban discordes acerca del rumbo definitivo que convenía tomar (puesto que unos consideraban como único medio de salvar la independencia del país y la dinastía reinante estrechar su alianza con el emperador y romper abiertamente con Inglaterra, y otros lo hacían consistir en adherirse más y más a esta, rompiendo con aquel), se decidió aconsejar a los comerciantes que componían la factoría inglesa que no esperasen el éxito de una querella que, según todas las presunciones, no podía serles satisfactorio. Trescientas familias inglesas, consecuentes a aquella invitación, partieron de Lisboa y Oporto a mediados de octubre, llevando consigo todas sus riquezas. El gobierno portugués prometió respetar las personas y propiedades de los demás súbditos ingleses que quedaban en el país, con cuya condición y bajo concepto que las tropas galo-hispanas no entrarían en él, consintió Inglaterra que la corte de Lisboa cediese ostensiblemente a la voluntad de Napoleón. Obtenida esta licencia, escribió el príncipe regente a París manifestando que se adhería completamente y sin restricción al sistema continental, y que en su consecuencia estaba dispuesto a declarar la guerra a Gran Bretaña; pero al mismo tiempo hacía presente la mucha prudencia que exigía aquella ruptura, atendida la situación particular del país y el compromiso en que se hallaban sus intereses marítimos y coloniales. El gobierno portugués esperaba de América bajeles ricamente cargados, y una de sus escuadras, de crucero entonces delante de Argel, se exponía a caer indefectiblemente en poder de los ingleses, si se rompían las hostilidades antes que pudiese entrar en el Tajo. El Brasil estaba desprovisto de fortificaciones y de tropas, y el príncipe regente manifestaba la importancia de evitar que esa rica parte del continente americano se añadiese a las numerosas posesiones de Gran Bretaña. Para impedir que el Brasil viniese en último resultado a convertirse en colonia inglesa, ofrecía el príncipe enviar con el título de condestable a su hijo primogénito con la misión de inflamar en el amor de la patria a los súbditos del Nuevo Mundo, debiendo acompañar al infante la princesa de Boira, gobernando aquellas regiones en su nombre con asistencia del antiguo virrey D. Fernando de Portugal.

El gabinete de Lisboa esperaba que esta resolución, notificada a un mismo tiempo a la nación y a las cortes extranjeras, se conciliaría con las miras políticas de Francia; pero si esta esperanza quedaba fallida, quedaba al príncipe regente el medio, tantas veces anunciado por él, de abandonar los estados de Europa, marchando con su familia al otro lado de los mares. Entretanto iban siendo cada vez mas alarmantes las nuevas que venían de París. El embajador portugués no tenía sino vagas sospechas acerca de las maquinaciones e intrigas que habían precedido al tratado de Fontainebleau; pero veía las tropas francesas aglomerarse en Bayona, y sus cartas más alarmantes de día en día determinaron por último al gabinete de Lisboa a declarar oficialmente la guerra a Gran Bretaña. El príncipe regente en consecuencia dio con fecha 20 de octubre una proclama en la cual anunció que no pudiendo conservar por más tiempo la neutralidad que tan ventajosa había sido a sus súbditos, había resuelto acceder a la causa del continente, en cuya virtud quedaban cerrados los puertos de Portugal a los navíos ingleses tanto de guerra como de comercio. El 22 de octubre celebró el embajador portugués en Inglaterra, a nombre del príncipe regente, una convención eventual, por la cual se obligaba la corle de Londres a tolerar la clausura de los puertos lusitanos, si Francia se contentaba con eso, y a proporcionar activos socorros a la corte de Lisboa para su traslación al Brasil, si las exageradas pretensiones del emperador hacían necesaria esta medida. Vino en esto a Lisboa apresuradamente el embajador portugués en París, y sus avisos verbales añadieron nueva fuerza a los temores que su correspondencia anterior había excitado. Aquel agente había visto al regresar a su país dirigirse el cuerpo de observación de la Gironda a marchas forzadas hacia la embocadura del Tajo, y lo manifestó así a la azorada corte lusitana. En tan terrible apuro, creyó el príncipe regente poder conjurar todavía la espantosa tormenta que amenazaba al Portugal; y por duro que le fuese adoptar medidas contrarias a su honrado carácter y a las promesas hechas a Gran Bretaña, dio orden el 8 de noviembre para secuestrar todas las mercancías inglesas, poniendo bajo la vigilancia pública a los súbditos británicos que habían quedado en Portugal; pero este terrible mandato se ejecutó con lentitud, y hasta se facilitó a los ingleses el tiempo y oportunidad necesarios para poner en seguridad sus propiedades y personas. El embajador ingles Lord Strangford recibió igualmente orden de irse a bordo de la armada que a las órdenes de Sir Sidney Smith cruzaba la entrada del puerto, con el objeto de proteger la fuga del príncipe regente al Brasil, o de apoderarse de su escuadra si rehusaba la partida.

No satisfecho el príncipe regente con las medidas que acababa de tomar, determinó enviar cerca de Napoleón al marqués de Marialva, autorizándole para ofrecer al emperador algunas sumas de dinero, y para proponerle el casamiento del príncipe de Boira, heredero futuro del trono de Portugal, con una de las hijas del gran duque de Berg. Los acontecimientos de la guerra impidieron al embajador pasar de Madrid, debiendo presumirse que aun cuando hubiera conseguido verse con Napoleón, su misión habría sido siempre inútil, porque el emperador había resuelto que la casa de Braganza cesase de reinar, y era inútil empeñarse con sacrificios de ninguna especie para hacerle variar de determinación. El Monitor francés de 13 de noviembre declaraba sin rebozo el pensamiento del guerrero del Sena, desmintiendo con cuatro días de anticipación los anuncios pacíficos ele la proclama de Junot dada el 17 del mismo mes en el cuartel general de Alcántara. Este periódico fue traído a la escuadra inglesa estacionada delante de Lisboa por un mensajero enviado de Londres para poner en conocimiento del príncipe regente la noticia fatal, y para manifestarle al mismo tiempo que Gran Bretaña estaba dispuesta a protegerle si se decidía a embarcarse para el Brasil, anunciándole que en caso contrario no sufriría que la armada portuguesa cayese en poder de Francia. El susodicho mensajero llegó con tales nuevas el 24 de noviembre, coincidiendo su llegada con la de la comunicación de Junot escrita al gobierno portugués en la mañana del mismo día desde Abrantes. El príncipe D. Juan que por negligencia de su administración y por la falla de postas ignoraba la marcha del ejército francés, suponiéndole detenido en Salamanca, o avanzado hasta Alcántara cuando más, quedó asombrado y como fuera de sí al saber por el pliego del general enemigo que le tenia a 25 leguas de distancia solamente, y que dentro de cuatro días pensaba entrar en Lisboa. Preciso era tomar un partido en situación tan critica. Reunióse un consejo de estado extraordinario, al cual asistió el embajador inglés, dejando la escuadra con este objeto, y con el de garantizar a Portugal sus posesiones coloniales. Discutióse largamente en presencia del príncipe acerca del estado de la monarquía, y de los peligros que la casa de Braganza corría en su corte, respuesta a caer en las manos del enemigo. La inexorable sentencia pronunciada por el Monitor venció la irresolución que de tanto tiempo atrás combatía el ánimo del príncipe regente, y quedó decidido el embarque.

Terminado el consejo, se dirigió la familia real al castillo de Queluz, dos leguas distante de Lisboa, para estar así más próxima a la cala de Belén, donde debían hacerse los preparativos del viaje. El resultado de la deliberación que acababa de tenerse fue comunicado a los principales personajes del gobierno y de la corte, y a todos los que el príncipe regente designó por sus nombres para que le acompañasen al Brasil. La brigada de marina pasó a bordo de los bajeles. Los capitanes de los buques de guerra y de comercio fueron autorizados para recibir en los sitios de que la autoridad no había dispuesto a los súbditos fieles que quisiesen correr la suerte de emigrados, dando preferencia entre ellos a los oficiales del ejército de tierra y mar. La mayor parte de los empleados del gobierno quisieron seguir al príncipe, pero fue imposible admitirlos a todos, por no haber sitio suficiente en los bajeles para contenerlos. El todo de los emigrados que pudieron seguir á la familia real desolada ascendió a 45,000. verificándose en medio de la mayor confusión el embarque de los equipajes de la corte y de los particulares , y quedando el tránsito de Belén obstruido durante tres días con el excesivo número de coches, efectos preciosos y muebles pesados, abandonados, por decirlo así, a merced del primer ocupante.

El día 23 fue empleado por el gobierno en indicar los medios de disminuir el desorden y los quebrantos a que la marcha imprevista de los ejércitos extranjeros no podía menos de dar lugar. Se expidió orden a los magistrados civiles y a los gobernadores de las plazas y de las provincias para recibir a las tropas francesas y españolas, y el caballero Araujo por su parte envió al negociante portugués José Oliveira de Barreto (el cual tenia una parte de su familia establecida en Francia) cerca del general Junot, a fin de conferenciar con él y de procurar ganar tiempo. El 26 se anunció al pueblo portugués por medio de un decreto fijado en las calles de Lisboa la resolución tomada por el príncipe de transportarse a los estados de América con la reina, su familia y la corte. «Habiendo sido vanos, decía el príncipe, todos mis esfuerzos para conservar la tranquilidad en beneficio de mis fieles y queridos vasallos; y después de haber hecho el sacrificio de todos mis tesoros con este objeto, resolviéndome con gran perjuicio de mis súbditos al extremo de cerrar mis puertos a mi antiguo y leal aliado el rey de la Gran Bretaña, veo que se adentran en el interior de mis estados las tropas de S. M. el emperador de los franceses, de quien creía estar yo al abrigo de todo ataque en consideración a la distancia de ambos territorios. Las mencionadas tropas se dirigen sobre mi capital. Considerando yo la inutilidad de la defensa, y queriendo evitar la efusión de sangre sin probabilidad de resultado útil, y juzgando además que mis fieles vasallos sufrirán menos en estas circunstancias si me ausento del reino, he determinado partir con la reina y con toda mi familia a mis estados de América, estableciéndome en la ciudad de Rio Janeiro hasta la paz general.» A esta manifestación seguía el nombramiento de una regencia compuesta de cinco miembros, la cual debía gobernar el reino durante su ausencia, siendo su presidente el marqués de Abrantes. Encargábase a los regentes administrar justicia con imparcialidad, distribuir las recompensas y castigos según los méritos de cada uno, y gobernar a los pueblos en términos de dejar satisfecha y tranquila la conciencia del soberano. Encargóseles igualmente evitar al ejército francés todo motivo de queja, manteniendo la buena armonía entre dos naciones que no habían dejado de ser aliadas en el continente europeo, por más que la una atravesase armada el territorio de la otra.

Los que conozcan, dice un escritor francés, la compasiva ternura y el cariñoso carácter de los portugueses, podrán solos representarse la imagen de la consternación en que Lisboa quedó sumida cuando se supo la determinación irrevocable de partir la familia real al Brasil. Nunca como en aquella ocasión pareció una gran ciudad convertida en una sola familia. Al encontrarse los habitantes, se daban y apretaban las manos los unos a los otros, y pedían y recibían consuelo, como si cada uno de ellos perdiese el hijo o el padre. Los príncipes de la casa de Braganza eran buenos, sencillos y populares, y se les amaba s si no por efecto de reflexión, por el de la costumbre al menos. El 27 por la mañana quedaron llenas las calles y plazas públicas de ciudadanos cubiertos de lágrimas. La familia real salió del palacio de Queluz, dirigiéndose al lugar del embarque más pronto de lo que se había creído. Por un efecto de negligencia habíase olvidado el gobierno de colocar guardias en la ribera de Belén, y la multitud se apiñaba alrededor de las carrozas. El coche de la anciana reina, hurtada a las miras de su pueblo diez y seis años hacía, marchaba al frente del cortejo fúnebre. Condenada aquella señora a sobrevivir después de tan largo tiempo, acababa de recobrar, juntamente con una chispa de razón bastante clara para entrever las calamidades de su pueblo, los nobles sentimientos de una portuguesa y de una reina. ¡Cómo!, dijo gritando repelidas veces, ¿abandonaremos el reino sin haber combatido? Su cochero hacía apresurar el paso a los caballos para evitar el embarazo de la muchedumbre. No tan aprisa, dijo ella; se creerá que huimos. La princesa del Brasil oponía a los golpes de su mala suerte una firmeza igual. Sus numerosos hijos, vana esperanza entonces de la nación, estaban derramando lágrimas al lado de su madre. El príncipe regente vino el último, y cuando bajó del coche no podía caminar apenas, viéndose temblar sus rodillas que el pueblo abrazaba, mientras él lo separaba con sus manos, dejando correr abundantes lágrimas por sus mejillas, y dando bien a entender en su porte la alteración y tristura de su alma. Al alejarse de los lugares en que las cenizas de sus padres reposaban, pintábale su imaginación conmovida un porvenir tenebroso como las tempestades que agitan el océano, a quien se confiaba por primera vez.

El mal tiempo impidió durante cuarenta horas que la escuadra pudiese darse a la vela, y esas cuarenta horas fueron un siglo para la corte que estaba a bordo. Los franceses que tan repentinamente habían aparecido en Abrantes podían presentarse en Lisboa de un momento a otro, y temeroso el príncipe regente de las consecuencias a que podría dar lugar su retardo en partir, mandó quitar la artillería de algunos fuertes desde los cuales podría el enemigo abrasar su flota, y se comenzó a clavar los cañones de las baterías. La muchedumbre de la ciudad y los grupos de paisanos de los alrededores estuvieron durante todo el día 28 coronando continuamente las alturas de las colinas cercanas a la desembocadura del Tajo. Todas las miradas estaban fijas en la escuadra; pero el dolor público tenia ya otro carácter. Ese dolor no había sido tan expansivo la víspera, sino porque la horrible perspectiva del porvenir tenía dispuestas las almas a la melancolía; y al derramar cada uno de los habitantes sus lágrimas sobre la familia real, tenía llorada ya con anticipación su propia desgracia. Las reflexiones que ahora se presentaban a la imaginación eran de otra índole: el príncipe no hacía causa común con su pueblo, y la nación estaba conquistada sin haber sido antes vencida. Sacerdotes, soldados, nobles, plebeyos, todos dieron como una vuelta cruel sobre sí mismos, pensando solo en su seguridad personal, y huyendo muchos de ellos de una ciudad que debía ser en breve contaminada por la presencia de las tropas extranjeras.

El 29 por la mañana sopló de tierra un viento favorable, y la flota portuguesa levantó áncoras. Componíase de ocho navíos de guerra, tres fragatas y tres bricks, y de un número considerable de buques de comercio. Al salir de la barra pasó por en medio de la escuadra inglesa, que la recibió con los honores de costumbre. Apenas fueron oídos en Lisboa los 21 cañonazos de saludo real, quedó el sol eclipsado: algunos portugueses supersticiosos repitieron entonces las terribles palabras del Monitor francés: «La casa de Braganza ha dejado de reinar.»

Con la partida de la familia real quedó sumergida Lisboa en la agitación y en el desasosiego, creciendo la confusión por momentos, y amenazando estallar alguna turbulencia. Los franceses mientras tanto se acercaban a la capital a paso apresurado. Junot se había detenido en Abrantes lo absolutamente preciso para dar nueva forma a la vanguardia de su quebrantado ejército, y para superar las dificultades que las lluvias y avenidas oponían al paso de sus tropas por el Cécere, sobre cuyo río mandó echar un puente. Mientras los ingenieros terminaban su obra, púsose él al frente de su reformada vanguardia, y cruzando el río en barcas con unos seis a ocho mil hombres, apresuró su marcha a Lisboa sin esperar el resto del ejército que dejaba atrás a alguna distancia. Al llegar Junot al otro lado del Cécere, salióle al encuentro el negociante Oliveira de Bárreto, quien acorde con las instrucciones que le había dado Araujo, suplicó al general enemigo hiciese suspender la marcha del ejército, y que enviase mientras tanto a la capital persona de su confianza con quien la regencia portuguesa pudiera entenderse para dejar arreglados en beneficio de las dos naciones los detalles de ocupación del territorio lusitano. Sabido por Junot de boca de aquel mensajero que el príncipe regente había tomado la resolución de trasladarse a América con su corte, se alegró interiormente de tal acontecimiento, puesto que la fuga del soberano le libraba de la necesidad de oprimirle o de contemporizar algún tiempo con él, creando así embarazos al establecimiento definitivo de los suyos en Portugal. Junot mientras tanto continuó adelante su marcha, no porque tuviera esperanza de llegar a tiempo para apoderarse de la fugitiva armada del Tajo, sino porque le era imposible en medio de la escasez de subsistencias obligar a hacer alto a un ejército cansado de tan largas privaciones. El antiguo cónsul de Francia en Portugal, Hermán, partió del cuartel general de Punheto para conferenciar con el mensajero de Araujo. El ejército invasor encontró en Santaren abundantes víveres, llegando la vanguardia e Socaven el 29 a las diez de la noche, y siendo entregadas al saco y al pillaje las deliciosas quintas de la orilla del Tajo por aquellas tropas habituadas al desorden desde las miserias pasadas en la Beira.

Socaven dista de Lisboa dos leguas tan solo, y es un punto importante de ocupar a causa de la facilidad que su bahía ofrece a la defensa. Al llegar a este pueblo el general francés, fue cumplimentado de parte del consejo de gobierno por un teniente general y un brigadier enviados con este fin, y en nombre de la ciudad y del comercio por una diputación compuesta espontáneamente de individuos de la clase media, interesados por su posición o por sus opiniones en captarse la benevolencia del nuevo poder. Unos y otros anunciaron la partida de la familia real, poniendo en conocimiento de Junot la efervescencia del pueblo, y asegurándole que la escuadra inglesa que había quedado bloqueando el Tajo tenía a bordo tropas de desembarque, las cuales indicaban anuncios de maniobrar para forzar la entrada. Junot hizo volver a Lisboa a los oficiales generales, con el encargo de manifestar a los gobernadores del reino que debían responderle de la tranquilidad pública, recomendando igualmente a la otra diputación procurase calmar la efervescencia de sus conciudadanos, diciéndoles que Portugal iba a deber a Francia su independencia por segunda vez. Junto con esto, envió a la capital una proclama que hizo traducir al portugués, la cual, impresa en las dos lenguas, fue repartida y lijada en las calles con profusión.

He aquí su texto:

«El gobernador de París, primer ayuda de campo de S. M. el emperador y rey, gran cruz de la orden de Cristo de Portugal , general en jefe, HABITANTES de Lisboa: Mi ejército va a entrar en vuestros muros. El objeto de su venida era salvar vuestro puerto y vuestro príncipe de la influencia de Inglaterra. Ese príncipe tan respetable por sus virtudes se ha dejado arrastrar por los consejos de algunos malvados que le cercaban, y ha marchado a arrojarse en los brazos de sus enemigos. Obligado a temer por su propia persona, sus súbditos no han sido tenidos por él en cuenta para nada, y vuestros intereses han sido sacrificados a la cobardía de algunos cortesanos! ¿Habitantes de Lisboa: permaneced tranquilos en vuestras casas; no temáis ni a mi ejército ni a mí: nosotros no debemos inspirar temor sino a nuestros enemigos y a los malvados. El gran Napoleón mi amo me envía a protegeros, y os protegeré.

Cuartel general de Socaven 29 de noviembre de 1507, —Junot.»

Llegó en tanto el día 30, y Junot entró en Lisboa al frente de sus cuadros, llenando de consternación y de luto a la capital lusitana, que pareció querer indicar su indignación y asombro con el ligero terremoto que en su recinto se dejó sentir al tiempo de la entrada de los extranjeros. Era aniversario aquel día de la gran jornada en que los portugueses sacudieron el yugo español, cumpliéndose entonces ciento sesenta y siete años de independencia bajo el reinado de la casa de Braganza : consideración luctuosa en día tan triste, y que amargó los corazones de los entusiastas portugueses el regocijo y el placer con que acostumbraban a celebrar constantemente acontecimiento tan importante. Los franceses llegaron a tiempo de poder descubrir todavía las velas de la fugitiva armada real; pero era inútil intentar hacerla volver, y no entraba por otra parte su vuelta en los intereses del enemigo. Junot sin embargo hizo disparar algunos cañonazos desde Belén por mano de los artilleros del príncipe regente contra algunos buques de flota real que habían quedado rezagados y procuraban unirse á la escuadra de su soberano: los tiros los obligaron a volver atrás, y entraron en el puerto. El orden público no sufrió alteración aquel día, gracias a la consternación de los ánimos, y a las precauciones tomadas por Junot. Este conservó la regencia nombrada por el príncipe, pero agregando a ella al francés Hermán, cuyas providencias eran dictadas en nombre del emperador, mientras las de sus compañeros lo eran a nombre del príncipe regente. Lisboa se resintió desde los primeros días de las exacciones y robos ejercidos por el general y por sus tenientes, habiéndose impuesto al comercio de la ciudad una contribución arbitraria de dos millones de cruzados, sin contar el general para dar esta providencia con la intervención del gobierno. Tras esto mandó confiscar todas las mercancías de origen británico, sin exceptuar las que eran reconocidas como de propiedad portuguesa. Irritado el pueblo de una conducta tan contraria a las promesas de protección con que Junot había intentado halagarle, manifestó su descontento con señales inequívocas, creciendo su agitación en términos bastante alarmantes cuando el 13 de noviembre vio quitada del arsenal la bandera portuguesa, para reemplazarla con la de Bonaparte. Dos días después celebró Junot ostentosa revista de sus tropas en la plaza del Rocío, mandando enarbolar en el castillo de la misma la bandera francesa en medio del estrépito de las salvas que hacían los cañones El insultante alarde del general extranjero fue contestado por todas partes con unánimes murmullos de reprobación, fallando poco para romper estrepitosamente la rabia popular. Por la tarde prendieron los franceses a un soldado de la policía portuguesa, a cuya vista se alborotó el paisanaje, viniendo a las manos con los franceses para libertar al preso, y ocurriendo con este motivo muertes y desgracias por ambas partes. Las tropas imperiales no pudieron sosegar el tumulto del todo hasta el día siguiente, en cuya mañana pudieron ahogar la efervescencia del pueblo, merced a la actitud amenazadora que desplegaron. La calma era sin embargo aparente, siendo la más pequeña chispa bastante a levantar un incendio en el momento que la suerte deparase a los portugueses un hombre arrojado y audaz que los condujera a la lucha. La entrada de los franceses en Lisboa había dejado en los ánimos un germen de desprecio cuyo desarrollo podía ser funesto al enemigo. Los portugueses habían formado del ejército imperial una idea muy superior al estado en que le vieron al tiempo de entrar en sus muros: creíanle compuesto de semidioses, por decirlo así, y no vieron en él sino hombres, y estos extenuados con las fatigas de la marcha y en el mayor desorden. El terror que les tenían de oídas, convirtióse en desde cuando los vieron de cerca, y arraigado este sentimiento en los corazones, fue dando poco a poco lugar al ansia de medirse con los invasores, y de hacer pedazos el yugo.

Los españoles mientras tanto habían procedido a invadir por su parte las provincias portuguesas cuya conquista les estaba encomendada. El general D. Francisco Taranco que con solos 6.000 hombres en lugar de los 10,000 estipulados cruzó el Miño a principios de diciembre, se dirigió por Valenza a Oporto , donde completó su contingente con algunos cuerpos de la división de Carrafa que se le reunieron con este objeto en el último punto, dirigiéndose a él por Tomar y Coimbra, quedando en consecuencia sometida en muy breve tiempo la provincia de Entre-Duero y Miño. Los portugueses sujetos a la dominación de Taranco quedaron altamente prendados de la moderación, prudencia y cordura con que procedió en su conquista, tributándole todos los más sinceros elogios, y mereciendo tanto más agradecimiento de parte de aquellos naturales cuanto mayor era el odio con que miraban a Junot por su carácter arrebatado y violento y por sus escandalosas depredaciones. El marqués del Socorro D. Francisco María Solano entró igualmente al comenzar diciembre en el Alentejo, apoderándose de Yelves sin oposición, después de haber consultado el gobernador de esta plaza, sobre su entrega, a la regencia de Lisboa. El resto de la provincia, los Algarbes y la parte meridional de la Extremadura cayeron también sucesivamente en poder del marqués, que  a no haberse visto precisado a ejecutar más de una vez las arbitrarias órdenes de Junot, se hubiera atraído las simpatías de aquellos pueblos ni más ni menos que el general Taranco: tales eran las prendas de desinterés e integridad que brillaban en él, y tal la disciplina que desde antes de entrar en Portugal había hecho observar a su ejército, recomendándole el buen trato con los pueblos vencidos y manifestándole que la ferocidad no podía nunca merecer el nombre de virtud.

Napoleón había partido para Italia el 16 de noviembre, según dejamos dicho en el capítulo anterior, siendo uno de los objetos de su viaje desposeer del dominio de la Toscana a sus actuales poseedores, agregando al imperio el reino de Etruria, en conformidad con lo dispuesto en el tratado de Fontainebleau. Era gobernadora de aquellos estados la infanta doña María Luisa, en calidad de regenta desde la muerte de su esposo, e ignorante del traspaso que sin su anuencia habían procedido a pactar las cortes española y francesa, vivía segura y satisfecha al lado de su hijo, siendo notable su sorpresa cuando presentándose a ella el 23 de noviembre el ministro francés D'Aubusson le notificó, juntamente con la cesión de sus estados hecha por España al emperador, la ejecutiva orden de este para que saliese inmediatamente de Etruria. Fuera de sí la reina con el exabrupto de semejante nueva, se resistió al principio a poner en cumplimiento tan brusca intimación; pero viéndose amenazada por el agente francés, hubo de someterse a los decretos de la suerte, partiendo de Florencia el I.° de diciembre en compañía de su familia. Al pasar por Milán, donde estaba Bonaparte, se lisonjeó por un momento con la idea de que sus ruegos y súplicas serían bastantes a hacerle variar de determinación; pero la entrevista que tuvo con él no sirvió sino para convencerla más y más de lo irrevocable de aquella sentencia. La desconsolada regenta partió con dirección a España, sin dar oídos a los consejos con que Napoleón trató de inclinarla a permanecer en Turín o en Niza hasta ver el término de los sucesos del Escorial, indicó claro, dice el conde de Toreno, de que ya entonces no pensaba el emperador cumplir en nada lo que dos meses antes había pactado. Pocos días después recibió Bonaparte la carta de Carlos IV en que, según tenemos igualmente referido, trató este monarca de calmar la irritación de su aliado, manifestándose dispuesto a acceder al enlace del príncipe Fernando con una princesa de la familia imperial. Vacilante todavía Napoleón acerca del modo de poner en ejecución su proyecto de enseñorearse de España, inclinóse, a lo que parece, a admitir un enlace que, atendidas las cualidades de Fernando, podía convertir al augusto novio en feudatario del imperio. Dominado entonces de esta idea, propuso en Mantua a su hermano Luciano, según manifiesta Mr. Bourrienne en sus Memorias, el desposorio de su hija con el heredero del trono español. Aquel orgulloso republicano oyó la propuesta con gusto, manifestándose decidido a realizar el casamiento, a pesar de la repugnancia de su hija, altamente preocupada contra el príncipe Fernando. Acontecimientos posteriores obligaron después a Napoleón a mudar de plan : sin ellos es de presumir que se hubiera realizado el enlace. Al proponer esta idea, ofreció también a Luciano el trono de Portugal, manifestando con esto el ningún caso que hacía de sus pactos con la corte de España; pero Luciano que tan decididamente aplaudía el casamiento de su hija con el primogénito de Carlos IV, negóse con la misma decisión a admitir el trono portugués, ora fuese por un exceso de rigorismo democrático, ora por desconfianza en las palabras de Napoleón.

La perplejidad de Napoleón en cuanto a los medios de apoderarse definitivamente de España, consistía gran parte en el temor que le inspiraba el levantamiento de los pueblos si procedía a hostilizarlos directamente, siendo una prueba de su miedo respecto a este punto la célebre carta de instrucciones que dirigió á Murat desde París con fecha 29 de marzo de 1808. «No creáis, le decía, que vais a atacar un país desarmado, y que os basta mostrar vuestras tropas para someter a España. Tenéis que habéroslas con un pueblo nuevo, el cual desplegará todo el brío y todo el entusiasmo de que están dotados los hombres no gastados por las pasiones políticas... La aristocracia y el clero son los dueños de España, y si llegan a temer por sus privilegios y por su existencia, liarán contra nosotros levantamientos en masa que podrían eternizar la guerra. Yo tengo partidarios; pero si me presento como conquistador, los perderé todos... España tiene más de cien mil hombres sobre las armas, número más que suficiente para sostener con ventaja una guerra interior : divididos en muchas partes, pueden facilitar el levantamiento total de la monarquía. Inglaterra no perderá esta ocasión de multiplicar nuestros embarazos : esta nación da avisos continuamente a las fuerzas que mantiene en las costas de Portugal y en el Mediterráneo , y se ocupa en reclutar sicilianos y portugueses... Mi opinión es que no debemos precipitarnos, y que conviene aconsejarse de los acontecimientos... Haced de modo que los españoles no puedan sospechar el partido por que yo me huya de decidir, cosa que no será difícil, porque yo mismo no lo sé.

Haced entender a la nobleza y al clero que caso de intervenir Francia en los negocios de España, serán respetados sus privilegios e inmunidades. Les diréis que el emperador desea perfeccionar las instituciones políticas de España, para ponerla en armonía con el estado de la civilización europea, y sustraerla al dominio de los favoritos. Pintadles el estado de tranquilidad y bienandanza de que goza, la nación francesa, a pesar de las guerras en que se ve empeñada por todas partes, y el esplendor de la religión, cuyo restablecimiento es debido al concordato que he celebrado con el Papa. 

El ejército evitará todo encuentro, ora sea con los cuerpos del ejército español, ora con los simples destacamentos: es preciso que no se queme un solo cebo ni de una ni de otra parte. Si llegara a encenderse la guerra, estaría todo perdido. La política y las negociaciones son las únicas que deben decidir de los destinos de España, etc, etc.»

Quien así se explicaba en marzo de 1808 no es de presumir que pensase de otra manera tres meses antes; pero como quiera que sea, el emperador necesitaba internar poderosas fuerzas en España para el logro de cualquiera plan que en último resultado adoptase. Conocedor del estado de nuestras cosas, como acabamos de ver en los párrafos de la carta anterior, sabia a no poder dudar la persuasión en que los españoles se hallaban de que sus tropas, caso de entrar en España, vendrían a proteger al príncipe de Asturias: persuasión funesta por cierto, y que Napoleón había tenido buen cuidado en fomentar por medio de Beauharnais, para al abrigo de esta creencia poder inundar nuestro territorio con sus ejércitos, sin alarmar a los españoles. Por lo que toca al gobierno, visto el efecto que las amenazas habían producido en él, y seguro Napoleón de los embarazos que la división de la regia familia, atropelladamente reconciliada, no podía menos de crearnos, no estando basada su reciente armonía en la mutua confianza del padre y del hijo,  podría el emperador contar desde luego con que los hombres de Carlos IV no se atreverían a hacerle frente de un modo enérgico y decidido, faltos como se hallaban del apoyo de la opinión y arrastrados como empezaban a ser de la defección que cada día iba disminuyendo sus filas para engrosar las del príncipe Fernando, a quien todos los partidos volvían definitivamente los ojos, esperando todos la felicidad y la ventura del nuevo reinado, que según todas las apariencias debía tardar muy poco. De este modo y por un conjunto de circunstancias a cual más deplorable para el país, se vio Napoleón en el caso de encaminarse al logro de sus miras, sin peligro de resistencia por parte del gobierno, ni de los gobernados.

Conocida por el emperador la situación de España, determinó proseguir adelante en su plan, reducido por entonces a llenar la Península con sus tropas, para en consecuencia obrar después según aconsejasen los acontecimientos. Pidió pues adelantada la conscripción de 1808, de cuyos soldados destinó una parte para formar en Bayona un nuevo ejército al cual llamó segundo de Observación de la Gironda, y que compuesto de 24,000 infantes y 3500 caballos, y repartido en tres divisiones al mando de los generales Barbón, Vedel y Malher, mientras el de la caballería estaba a cargo del piamontés Fresia, tenía por general en jefe a Dupont. Este ejército cruzó la frontera y penetró en nuestro territorio, sin previo convenio el gabinete francés con el español, hollando descaradamente el artículo 6.° de la convención aneja al tratado de Fontainebleau, según el cual no debían entrar en España tropas ningunas después de las acaudilladas por Junot, sin ponerse antes de acuerdo para ello una y otra potencia contratante. El general Dupont llegó a Irún el 22 de diciembre de 1807, continuando lentamente su marcha hacia Valladolid , donde estableció su cuartel general en enero siguiente, destacando algunas partidas con dirección a Salamanca, para fascinar a nuestra corte, haciéndola creer que el nuevo ejército debía como el anterior dirigirse a Portugal. La marcha de Dupont ofreció justos y repetidos motivos de queja a los pueblos por donde pasaba, siendo tales los atropellos ejercidos por el general en Valladolid, que a pesar de sus protestas do amigo y de aliado, conocíase bien en la altanería y malos tratos a que se abandonaba, que el ejército acaudillado por él tenia todas las trazas de enemigo.

No había llegado este a internarse aun en Castilla, cuando en 9 del mismo mes pasó el Pirineo otro tercer cuerpo, llamado de Observación de las costas del Océano, compuesto de soldados bisoños, traídos en posta a Burdeos de los depósitos del norte, en número de 25,000 infantes y 2,700 caballos. Mandábalo el mariscal Moncey, y tenía por jefe de estado mayor al general Harispe, mientras Grouchi acaudillaba la caballería, y Musnier de la Converserie, Morlot y Gobert las tres divisiones en que se hallaba distribuido. Moncey se adelantó hasta Burgos con el grueso de sus tropas , enviando una división a Navarra, mientras el resto de sus fuerzas ocupaba las provincias de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, siendo escusado decir que la entrada de este tercer ejército fue una nueva y escandalosa infracción de los empeños que el emperador tenia contraídos con la corte de España.

Los designios del emperador no podían aparecer ya problemáticos desde el momento de esta nueva invasión; pero la funesta creencia de que las águilas francesas venían a proteger la causa de Fernando, hizo adormecer a los españoles en la más ciega confianza, siendo impropio de la honradez de nuestro carácter sospechar en el emperador la alevosía que tramaba. La corte de Madrid estaba llena de recelos y temores, no sabiendo a qué atribuir la inexplicable conducta de su aliado, de quien comenzó a sospechar algún plan contra la independencia española. Las cartas que Izquierdo y el embajador príncipe de Maserano escribían desde París, manifestando la reserva y la indiferencia con que el gabinete de Saint-Cloud los trataba, aumentaron el sobresalto del gobierno español, o a mejor decir, el de Carlos IV y el del príncipe de la Paz, puesto que los ministros estaban ganados secretamente por los fernandistas, con excepción de uno solo, según dejamos observado. Poco después apareció el Monitor de 24 de enero, en cuyas columnas se revelaban premeditados planes sobre la Península, viniendo tras esto la proclama en que Junot con fecha 1.° de febrero manifestó abiertamente que la casa de Braganza había cesado de reinar, y que el emperador Napoleón quería tener el Portugal administrado y gobernado en su totalidad en nombre suyo y por el general en jefe de su ejército. Esta nueva infracción de los tratados no dejó la menor duda a Godoy en cuanto al completo desvanecimiento de las esperanzas que todavía pudiera abrigar tocante al principado de los Algarbes, quedando igualmente echadas por tierra las de la ex-reina de Etruria en lo tocante a la indemnización que por la pérdida de los estados de su hijo se le tenía prometida. Consecuente Junot con las ideas y planes de su amo, destituyó la regencia nombrada por el príncipe D. Juan, a la cual hizo sustituir otra bajo su presidencia, imponiendo tras esto a los portugueses la exorbitante contribución extraordinaria de cien millones de francos, declarando además secuestrados todos los bienes de la familia real y los de las personas mas notables que la habían acompañado en su fuga. Tan repetidas y violentas injusticias hicieron temer a Junot que la paciencia de los portugueses llegase a su término , y para evitar que las pocas tropas nacionales que aun existían en el país secundasen algún alzamiento, o se le declarasen hostiles, formó con ellas una división de diez mil hombres escasos , enviándola a Francia á las órdenes del marqués de Alorna; pero muchos de aquellos soldados desertaron en el camino.

Napoleón se había quitado la máscara completamente por lo que toca al Portugal, y faltaba hacer otro tanto respecto de España. El general francés D'Armagnac había penetrado en el territorio español con tres batallones, entrando por las estrechuras de Roncesvalles y dirigiéndose repentinamente a Pamplona, en cuya ciudad le permitió el Virrey marques de Vallesantoro alojar sus tropas, sin sospechar la perfidia que abrigaba el jefe extranjero. Alentado este con la condescendencia del virrey, le pidió su permiso para alojar en la ciudadela dos de sus batallones que eran suizos, pretextando que no le inspiraban mucha confianza. El virrey contestó que semejante petición no era para otorgada de su parte sin autorización del gobierno. El francés que nada podía oponer a observación tan justa, aparentó quedar satisfecho, sin mostrar la más pequeña queja por aquella negativa; pero deseoso de apoderarse de la plaza, recurrió para ello a una estratagema indigna de un militar que tuviese en algo su nombre. Habíase alojado el general D‘Armagnac en casa del marqués de Besolla, poco distante de la ciudadela, y acechaba desde su posada la ocasión oportuna de poner en ejecución su atrevido provecto, aprovechando el inconcebible descuido del marqués en estar sobre aviso, puesto que permitía a los franceses ir a buscar diariamente sus raciones a la ciudadela, desatendiendo las medidas de precaución que aun en tiempo de paz aconseja la prudencia. Aprovechando el francés esta observación, introdujo disimuladamente en su alojamiento en la noche del 15 al 16 de febrero algunos granaderos armados, además de los que componían su guardia, encargando al jefe de batallón Robert que a la mañana siguiente se dirigiese disfrazado con una porción de soldados escogidos a tomar los víveres de costumbre en la ciudadela, para así poder sorprenderla con algún ardid, dando tiempo a que saliesen los granaderos escondidos y pudieran apoderarse de la entrada. Nevaba aquel día casualmente, y los soldados que el disfrazado oficial capitaneaba, pretextando aguardar a su jefe, empezaron a jugar con la nieve tirándose pellas unos a otros, con lo cual llamaron la atención de nuestros soldados, que divertidos con la broma de los franceses, salieron del cuerpo de guardia para verlos. Estos mientras tanto proseguían jugando y corriendo, y aparentando algunos huir, se refugiaron sobre el puente levadizo para impedir que le alzasen, hecho esto, acudieron los restantes a una señal convenida, y precipitándose en tropel sobre el cuerpo de guardia, sorprendieron a los centinelas, apoderándose de los fusiles colocados en el armero, y facilitando la entrada a los granaderos ocultos en la posada de Armagnac, a los cuales siguió inmediatamente la demás tropa francesa. Todo esto fue obra de un momento. Cuando acudió el virrey, estaban ya los franceses posesionados de la ciudadela. El general enemigo escribió al marqués un oficio, en el cual intentó vanamente disculpar su alevosía, pretextando la necesidad que le había obligado a obrar así por el rigor de la disciplina en que le era forzoso tener su tropa hasta recibir las órdenes que esperaba para continuar su marcha. Esta satisfacción fue acompañada con un sin número de protestas de amistad y buena armonía entre las dos naciones, añadiendo la burla y el escarnio a la villanía y traición de tal conducta.

A esta fechoría sucedió luego otra doce días después. Había tomado en Perpiñán el día 4 de febrero el mando de once mil infantes y mil setecientos caballos el general Duhesme, cuya tropa estaba compuesta de italianos a las órdenes de Lecchi, general de la misma nación, y de franceses a las de su compatriota Chabran. Pocos días después se dirigieron por la Junquera a Barcelona , pretextando pasar por esta ciudad para encaminarse a Valencia. Era capitán general de Cataluña el conde de Ezpeleta, quien noticioso de la entrada de Duhesme en el territorio español, le dirigió un oficio intimándole la suspensión de su marcha hasta que se recibiesen órdenes de la corte de Madrid. Duhesme contestó de palabra estar resuelto a ejecutar a todo trance las del emperador, manifestando que sería responsable el capitán general de Cataluña de las desavenencias que pudieran tener lugar. El conde de Ezpeleta celebró un consejo, y como consecuencia del acuerdo tomado por este entraron los franceses en Barcelona el 13 de febrero, quedando sin embargo Montjuic y la ciudadela en poder de la guarnición española. Habiendo conseguido Duhesme lo que primeramente deseaba, que era penetrar sin obstáculo en la capital del principado, pasó luego a solicitar se le permitiese, como una prueba de buena armonía, que alternasen sus tropas con las españolas en la guardia de las puertas, a lo cual accedió Ezpeleta, no sin motivo de pronto arrepentimiento, vista la conducta del general francés, que a pesar de ver la puerta de la ciudadela guardada por solo veinte soldados españoles, no se contentó con añadir un número igual de los suyos  sino que la hizo ocupar por una compañía entera de granaderos. Hizo el conde presente tan chocante desproporción, rogando a Duhesme retirase de allí aquel piquete; pero el francés se hizo el sordo, pensando solo en los medios de repetir la villanía de Armagnac en Pamplona. Fijo en este propósito, hizo esparcir la voz de que iban sus tropas a salir de Barcelona para continuar su marcha a Cádiz, según órdenes que supuso haber recibido del emperador. Con este aparente objeto, hizo el 28 de febrero pasar revista a sus tropas, reuniéndolas en la esplanada de la ciudadela, y destacando un batallón de velites italianas (infantería) al camino que conduce a la aduana, mientras el resto de las tropas distraía hacia otra parte la atención de los espectadores. El italiano Lecchi, aparentando ir a dar alguna orden al oficial de la guardia, se dirigió con su estado mayor a la puerta principal de la ciudadela, y parándose en el puente levadizo, dio lugar a que avanzase la infantería ligera (velites) resguardados por el rebellin, apoderándose del primer centinela, cuya voz de alarma quedó ahogada entre el estrépito de los tambores. Posesionado Lecchi del puente, penetró dentro de la ciudadela seguido de su estado mayor, del batallón de velites y de la compañía de granaderos suyos que guardaba la puerta principal, arrollando a los 20 españoles, y haciéndose dueño de la fortaleza con ayuda de otros cuatro batallones que acudieron a sostener a los velites. El descuido, o abandono mas bien, que el marqués de Vallesantoro habia observado en Pamplona, se vio reproducido en la capital del principado de un modo menos disculpable, visto el primer acto de perfidia cometido por los franceses en la de Navarra. Estaban destinados a guarnecer la ciudadela de Barcelona dos batallones de guardias españolas y walonas, los cuales hubieran podido tal vez desconcertarlos planes de Lecchi a haber permanecido en sus puestos; pero cuando este procedió a su embestida, hallábanse aquellos esparcidos por la ciudad, y queriendo volver a la ciudadela, halláronla ya ocupada por los franceses, los cuales les permitieron la entrada, después de haber lomado exquisitas precauciones. Al día siguiente se mandó a los españoles acuartelarse fuera, viéndose estos en precisión de evacuar la plaza por ser imposible toda resistencia contra triplicado número de enemigos. El comandante español Santilly contestó al inicuo proceder de Lecchi presentándosele como prisionero de guerra; recibiéndole este con afectado agasajo, y teniendo la desvergüenza de repetir la usada cantinela acerca de la amistad y buena armonía que debía reinar entre las dos naciones aliadas.

Restaba a los franceses apoderarse igualmente de Montjuic; pero la elevada posición del castillo no les permitió recurrir a la estratagema, puesto que habiéndose avanzado un cuerpo hacia los muros, fue conocida su intención por los españoles, los cuales alzaron el puente levadizo. El comandante francés Florestí intimó al dignísimo nuestro D. Mariano Álvarez, tan memorable después en la heroica defensa de Gerona, que le abriese las puertas; pero nada bastó a hacerle condescender. Duhesme entonces recurrió a Ezpeleta, y haciéndole responsable de las desgracias que pudiera producir su resistencia a las órdenes del emperador, consiguió con sus amenazas que expidiese la orden de entregar el castillo. Álvarez titubeó algún tiempo en obedecer semejante mandato; pero era militar, y tuvo que cumplir las órdenes de su jefe, quedando en consecuencia posesionados los franceses de Montjuic el mismo día 28 de febrero.

Pocos días después se apoderaron los enemigos, pues no debemos darles ya otro nombre, de la plaza de San Sebastián, aunque sin recurrir para ello a la felonía que en las capitales de Navarra y Cataluña. Era gobernador de dicha plaza el brigadier español Daiguillon, y el capitán Douton tenia a su mando el fuerte de Santa Cruz. Murat, gran duque de Berg, deseaba ocupar San Sebastián por la conveniencia que de ello resultaría a la seguridad de su ejército, y así lo manifestó en un oficio el cónsul de Bayona, escribiendo la noticia al comandante general de Guipúzcoa, duque de Mahon. Este consultó con el príncipe de la Paz lo que debía hacer en vista de aquella exigencia. Antes de recibir respuesta, envió a Daiguillon un pliego el general francés Monthion, jefe de estado mayor de Murat, participándole la resolución que este había tomado de transferir a San Sebastián los depósitos de infantería y caballería que estaban en Bayona, a cuyo fin pedía que en el momento que llegasen a su destino se les alojase dentro de la plaza. Dado parte de este nuevo incidente al duque de Mahon, contestó a Murat suplicándole suspendiese su resolución hasta que el gobierno de Madrid contestase, sin perjuicio de alojar mientras tanto fuera de la plaza y con toda comodidad los depósitos a que se refería. Indignóse el gran duque de Berg al recibir aquella negativa, y reiterando de nuevo su instancia, la acompañó con amenazas furibundas. Vino en esto la respuesta a la consulta que el duque de Mahon había pedido, diciendo en aquella el príncipe de la Paz que puesto que no había medio de defender la plaza, la cediese el gobernador de un modo amistoso, según se había practicado en otras partes, sin que para ello hubiese ni tantas razones, ni motivos de excusa como en San Sebastián. D. Manuel Godoy asegura que esta contestación vergonzosa fue hija de la orden del rey, que no resuelto todavía a la sola medida decisiva por la que él le instaba, de salvar su independencia en posición segura y hablar firme a Bonaparte sobre sus intentos, después de mil angustias (son expresiones del autor de las Memorias), le dijo estas palabras:

«Comprometer mis pueblos a una guerra tan desigual y desastrosa como podrá serlo en las presentes circunstancias, mientras que aun queden esperanzas de evitarla, no me lo dicta mi conciencia. Rehusarles esa plaza en el camino que han tomado los sucesos, sería poner en ocasión a Bonaparte de que me falte a los respetos que me debe, como habrá de suceder si la acomete por la fuerza. Al contrario, el abrirla será darle una lección que le avergüence de las maneras desleales con que se ha hecho dueño de las otras. Además, el duque de Mahon escribe francamente que no será posible defenderla mucho tiempo si la atacan: ¿qué habremos conseguido con negarla sino empeorar la crisis en que estamos? Dile que condescienda, y lo haga de manera que parezca concesión y gaje de amistad por parte de nosotros.»

Tal era la lógica de Carlos IV, según el príncipe de la Paz, en aquellos días de prueba. ¿Se extrañará en vista de esto la debilidad de los jefes que entregaron sus plazas, arredrados por las amenazas de los franceses, cuando tan afrentosamente transigía con estos la corte? En consecuencia de la comunicación de Godoy fue entregada la plaza de San Sebastián el día 5 de marzo, pudiendo desde entonces lisonjearse el enemigo de no tener que recurrir a la villanía para enseñorearse de cuantos puntos le placiesen, pues sin necesidad de alevosías y traiciones como las ejercidas en Pamplona y Barcelona, bastábale pedirlos con un tanto de resolución para que el rey de España no se atreviese a negarlos, porque ¿qué se conseguía con eso sino empeorar la crisis en que se estaba? Condescendiendo de modo que pareciese concesión y gaje de amistad lo que el miedo obligaba a rendir, la dignidad nacional estaba a cubierto, Bonaparte avergonzado de sus picardías, y el rey de España tan satisfecho, puesto que había evitado que el guerrero del Sena le faltase al respeto debido.

Los franceses renovaron sus malas artes en San Fernando de Figueras, intentando apoderarse de su ciudadela con la misma ruindad empleada en las otras plazas; pero los españoles que estaban en vela pudieron acudir a tiempo de desbaratar el plan comenzado a ponerse en ejecución. El gobernador del castillo, cuyo valor había amortiguado la edad, no atreviéndose a negarlo todo al coronel francés Piat, le permitió introducir en la plaza doscientos soldados escogidos con el título de conscriptos, los cuales se apoderaron de aquel castillo inexpugnable, facilitando la entrada a sus compañeros y lanzando de su recinto el escaso número de los nuestros que lo guarnecían.

Conducta era la de los franceses pérfida y villana sobre toda ponderación, y que tenia a la corte de Madrid en un estado de angustia y sobresalto imposibles de describir. Los temores del rey y del favorito los aumentó la llegada a Madrid de la desposeída reina de Etruria en los primeros días de marzo, y la del confidente Izquierdo, verificada pocos días después, con la misión secreta de proponer al rey algunas especies y cuestiones en que acababa de descorrerse el velo que encubría hasta entonces los planes del emperador. Contó la infanta el resultado de su entrevista con Napoleón en Milán a mediados de diciembre, y manifestó las dudas y zozobras que la asaltaban, oída aquella conversación tortuosa y poco menos que ininteligible. Le dijo el Francés que, deseoso de la paz universal, a la cual se oponía Inglaterra por todos los medios imaginables, se había visto en precisión de proceder al cambio del reino de Etruria por el de la Lusitania septentrional, alejando a la reina regente de un país donde podría verse comprometida por su vecindad al gobierno romano, cuyo jefe se manifestaba hostil a Francia, sirviendo de instrumento a las intrigas de Gran Bretaña. (Como consecuencia de estos recelos fundados de Napoleón, se apoderó de Roma el general Miollis el 2 de febrero de 1808, observando en su ocupación las mismas arterías que en nuestras plazas fronterizas). Manifestóle también que reinando la casa de Etruria en Portugal, creía evitar la compromisos de mucha consecuencia, aunque no por eso pensaba que en la Península dejase de haber peligros análogos, pues Inglaterra buscaba en ella el teatro de la lucha, y sus intrigas habían llegado a fermentar en la corte española; prueba de ello la disensión de la regia familia, y la idea de achacar a Beauharnais intervención en tan lamentables sucesos, todo con el objeto de inspirar desconfianza a Carlos IV respecto a la amistad del emperador. «Yo olvido , dijo este, la injuria que el rey de España vuestro padre haya podido hacerme en sospechar de mí de ese modo; mas no por eso he olvidado ni sabré olvidarme de poner los medios para impedir que esa política malvada prevalezca, o que prevaleciendo, cual pudiera, no me encuentre ocioso o desprovisto». Ponderó después sus recursos para sofocar cualquier explosión que llegara a realizarse, y aconsejó a la ex-reina hacer alto en el camino, difiriendo su marcha a Madrid  si el oscuro cuadro que en aquellos momentos ofrecía la corte de España, arredraba su ánimo; mas si prefería seguir adelante, le rogaba hablase a su padre con franqueza , inspirándole confianza en su aliado, y diciéndole que si las circunstancias exigiesen que Francia pidiese nuevos sacrificios, esperaba el emperador que España los otorgaría por grandes que fuesen. Tras esto anunció la posibilidad de adoptar medidas desusadas sin aguardar por de pronto la anuencia del gobierno español, todo con el objeto de refrenar a Inglaterra, la cual no debía reinar en el continente europeo ni directa ni indirectamente. A estas especies añadió el emperador algunas frases oscuras sobre ocupar las provincias del norte de España, a ejemplo de Carlo-Magno, que buscó en ellas un contrapeso a las fuerzas que la Península pudiera desplegar contra su imperio. Cuando soltaba estas especies, decía la infanta doña María Luisa, según manifiesta D. Manuel Godoy, que el semblante de Napoleón se alumbraba con un resplandor oscuro amedrentador como la faz de un loco: pero luego moderaba y endulzaba la expresión, tomaba otro camino, y parecía esforzarse en recoger, borrar o corregir lo que había dicho.

«En conclusión, prosigue el autor de las Memorias, decía la infanta : no me es fácil pintar lo que yo he visto en aquel rostro, ni lo que yo he sentido en sus palabras; pero de todo infiero que España corre un gran peligro, más grande o menos grande según las circunstancias se mostrasen favorables a su ambición, tal vez incierta todavía, pero la boca abierta aquí y allí y en todas partes.»

La llegada de Izquierdo, y la misión con que Napoleón le enviaba, puso más claros y patentes los planes del emperador. Las especies y cuestiones discutibles que este había dado a aquel agente para auxilio de su memoria, fueron literalmente las que expresamos a continuación, siendo deudores de tan curioso documento al príncipe de la Paz, que según nos manifiesta en el capítulo XXXI, parte II de sus Memorias, pudo conservar una traducción:

«Primera especie. Que S. M. el emperador de los franceses, después de tantas y tan sangrientas campañas sostenidas por Francia en el largo discurso de quince años contra cuatro coaliciones suscitadas y costeadas por Inglaterra, sin que los constantes triunfos de la república y del imperio hubiesen bastado a asegurar la paz tantas veces concedida después de la victoria a las potencias coligadas, conquistada esta paz de nuevo en los campos de Polonia a expensas de los más grandes sacrificios de sus pueblos, se creía sobrado de razón y de autoridad legítimamente ganada para impedir en lo sucesivo por toda suerte de medios, ordinarios o extraordinarios, regulares o irregulares, violentos o suaves, cual los sucesos podrían pedirlos, que la paz del continente pudiese ser turbada en adelante por Inglaterra, puesto a este fin de acuerdo con todos los amigos y aliados de su imperio, entre ellos el emperador de las Rusias, pronto este por su parte a cooperar de la manera mas enérgica con S. M. I. y R. para reducir a Inglaterra a la necesidad de prestarse a una paz sincera y estable con Francia y con las demás potencias sus amigas y aliadas; paz definitiva y capaz de duración, como S. M la entendía, en que todas las naciones de Europa gozasen de los beneficios y derechos comunes a que la naturaleza y la civilización las llamaba a todas indistintamente »

«Segunda. Que zanjados y asegurados los designios de S. M. I. y R. en el norte de la Europa por los tratados de Tilsit, y por la exacta y rigorosa ejecución en que desde un principio fueron puestos, sin atenderse en ellos otros intereses que los comunes de Francia y de Europa, faltaba a S. M. realizar las mismas intenciones por entero en los pueblos del mediodía, donde Inglaterra no tenia cerrados todos los caminos de su mortífera influencia, siéndole forzoso para esto, por una parte, poner Italia a cubierto de las intrigas y atentados de aquel gobierno maquiavélico; y por la otra, apartarle para siempre del funesto predominio que ejercía en Portugal, y de toda eventualidad por la cual, más pronto o más tarde, se pudiese prometer realizar en la Península lo que en el norte de Europa le era ya imposible y había ansiado tanto tiempo, que era encender las hachas de la guerra y abrir el teatro de ella en un país como España y Portugal, donde la larga extensión de sus costas debía ofrecerle más recursos para una guerra carnicera y prolongada.»

«Tercera. Que S. M. para llegar al cabo de sus designios, igualmente saludables para Italia y España, había concebido con la más pura buena fe los tratados de Fontainebleau, por los cuales, dando al rey de España una gran parte la más larga en los beneficios que debían resultar de sus proyectos y resoluciones en cuanto a Portugal, había consultado al bien común de Francia y de España, haciendo a esta participante por tal medio de los gloriosos sucesos del imperio, y contando con ella como una gran potencia que lo era, para que le ayudase largamente a asegurar la paz del continente y a destruir la tiranía marítima, doble objeto en que España, señora casi única del continente americano, tenía aun más interés que las demás potencias de Europa , e idea sobresaliente acerca de la cual había querido el emperador excitar más y más el ánimo de S. M. C., ofreciéndose y obligándose por los mismos tratados a reconocerle en tiempo oportuno como emperador de las dos Américas.»

«Cuarta. Que S. M. I., no ignorante de que en España había existido siempre un partido inglés que embarazaba más o menos la amistosa y noble concurrencia de España con Francia contra su común enemigo Inglaterra, y de que la influencia de este partido había llegado hasta a hacer titubear al gobierno de S. M. C. sobre la buena fe de las relaciones del gabinete imperial con el de España, vacilación lamentable que habría podido empeñar una guerra dolorosa entre dos naciones cuyo mutuo interés era de ser perpetuamente amigas, S. M. I., para desvanecer aquellos temores tan mal fundados, había hecho insertar, de movimiento propio suyo, la obligación en que se constituía, por el articulo XXI, de salir garante a S. M. C. de la posesión de sus estados del continente de Europa situados al mediodía de los Pirineos.»

«Quinta. Que destruida por este medio de antemano toda especie maligna que posteriormente pudiesen reproducir los ingleses contra la buena fe y la sinceridad de las relaciones del gabinete francés con el de España, ratificado apenas el tratado de Fontainebleau, y la convención a él aneja, por parte de S. M. I., y no bien seca todavía la firma que en él había puesto, tuvo el disgusto de saber la discordia que había estallado en la familia real de España, y el violento pesar de que se hubiese podido hacer creer a S. M. C. que el emperador, por medio de su propio embajador, había tenido o podido tener influjo en la desobediencia o cualquiera otra falta que hubiese cometido el príncipe heredero; ofensa gravísima que habría sido bastante para haber hecho rasgar aquel tratado y pedido una satisfacción ruidosa de tamaño agravio; pero que S. M. I., fiel todavía a la poderosa simpatía que peleaba en su corazón a favor de Carlos IV, se contentó con exigir por única reparación la de sepultar en la nada las injustas quejas que con tanto deshonor de su propia persona le habían sido dadas, prometiendo al mismo tiempo que si se llegase a presentar a S. M. I. alguna prueba convincente de que su embajador se hubiese mezclado en asuntos interiores de la España , S. M. haría justicia y daría satisfacción a S. M. C.»

«Sexta. Que posteriormente S. M. I., tanto por el tenor de algunas publicaciones hechas en Inglaterra sobre los sucesos del Escorial, como por las relaciones de algunas personas del imperio que viajaban por España en aquella actualidad, y por los avisos e informes de su embajador, había tenido el nuevo descontento de saber, que no bien sofocadas todavía las discordias de la real familia, se envenenaban en España los partidos, y que los agentes ocultos de Inglaterra hacían cundir que S. M. I. se proponía intervenir en aquellas disensiones y mostrarse favorable al príncipe heredero, hasta el grado tal vez de coronarle , o hacerle por lo menos asociar al reinado de su padre; tramas y enredos infames del gobierno inglés por cuyo medio se proponía lograr una ruptura de España con Francia, pronto a ofrecer a aquella su asistencia con armas y dinero, y arrastrarla y empeñarla en una guerra desastrosa, con tal de tener campo donde incendiar de nuevo el continente.»

«Séptima, Que con tales premisas, sabedor S. M. I. por una parte de las expediciones que con el mayor misterio preparaban los ingleses para la Península, fuese para alentarla y promover en ella el grito de la guerra contra los franceses, fuese para obligarla a entrar en sus designios, y llegando a S. M. por otra parte noticias positivas sobre el ardor y la violencia de los dos partidos que dividían la corte de S. M. C, creyó el emperador de su deber, no tanto por sí mismo, como por su aliado Carlos IV, cubrir el reino y aun la corte misma contra cualquier evento peligroso; y que así lo había verificado, sin pretender por el momento la anuencia de S. M, C., por diversas razones; la primera, de miramiento v de prudencia para evitar discusiones sobre el estado interior de España, y apartar toda idea de que el emperador se quisiese ingerir en los negocios de ella sin llamarle S, M. C.; la segunda, por no exponerse a una negativa de su parte sobre la entrada de más tropas, negativa que había sido muy posible en tales circunstancias y había comprometido los respetos de ambas partes; la tercera, para probar también hasta qué grado podía contar S. M. I. con la confianza del gobierno de Carlos IV, a quien acababa S. M. de garantizar sus estados con un tratado solemnísimo.»

«Octava. Que por los mismos motivos , advertido como se hallaba ya el emperador , por una larga experiencia, del antiguo y nunca interrumpido sistema de precaución y restricciones que el gobierno de S. M. C. había observado siempre en sus relaciones con Francia, había querido mas bien S. M. I. que se ocupasen algunas de las plazas fronterizas por medios pacíficos e inocentes, en vez de que se hiciesen las justas reclamaciones a que le daba derecho el mantenimiento de la buena disciplina y la seguridad de sus tropas con respecto a la abertura y franqueza de aquellas mismas plazas fuertes, que podría haberle sido negada con peligro de la buena inteligencia y armonía de las dos cortes; que acerca de este punto había sido mucho de extrañar para el emperador, que una vez contenida por un tratado solemne la entrada del primer ejército de operaciones, no tan solo no se le hubiese abierto plaza alguna fronteriza ni del Portugal ni de Francia, sino que se hubiesen dado órdenes terminantes para que no se abriesen ni aun a la misma curiosidad de los militares franceses, género de conducta nunca vista entre naciones amigas, aliadas y concurrentes a una misma empresa de interés recíproco, no pudiendo ocultarse al gobierno de S. M. C. la franqueza absoluta de las plazas militares, que aun con menor motivo habían disfrutado y disfrutaban las tropas de S. M. I. en los demás países aliados donde el interés común requería el paso de ellas, ni debiendo el mismo gobierno ignorar que aun en el simple paso concedido a un ejército extranjero por país neutral, suelen ofrecerse circunstancias graves en que sea necesario apoderarse de una plaza neutra, poner en ella guarnición, y ocuparla por mas o menos tiempo, para prevenirse contra un enemigo que había invadido o intentado invadir el territorio de su tránsito.»

«Novena. Que esta desconfianza del gobierno español con respecto a la invariable buena fe que S. M. I. había observado siempre en sus transacciones políticas, daba margen al de S. M. el emperador para desconfiar a su vez de la perfecta amistad y sinceridad de que aquel se alababa con respecto a Francia, siendo una cosa cierta que el que desconfía de un amigo y teme de él alguna cosa está muy cerca de hacerse su enemigo; y siendo de observar aquí un contraste bien marcado entre los dos gobiernos, a saber : que S. M. I. había dejado entrar su ejército en España sin exigir ninguna garantía, por más que el gobierno de S. M. C. tuviese sobre las armas un número de tropas cuatro veces mayor de las que entraban de Francia; que esta desigualdad en las señales de amistad y confianza por parte de España, había obligado a S. M. el emperador a tomar informes y a estudiar la marcha y la política del gobierno español con especial cuidado; que en esta exploración había notado S. M., con no poco disgusto suyo, la frialdad tan notable que este gobierno mostraba en sus medidas de cooperación contra el enemigo común, y que si bien S. M. I. había tenido muchos motivos de satisfacción y aun de agradecimiento en los esfuerzos que habían sido hechos por parte de España en la campaña marítima de 1805, no había tenido después nuevos motivos de alegrarse, al ver el carácter de mera guerra defensiva a que luego, por más de un año, se había ceñido su gobierno contra Inglaterra, cuidando más que de navíos y de armamentos de marina, de ejércitos de tierra, propios más bien para guardarse de Francia que de los ingleses, cual se había visto en Dinamarca con entera ruina de su poder marítimo hurtado al continente.»

«Décima. Que por quejas e informes de sus cónsules tenía S. M. que lastimarse de la severidad y la dureza de nuestras aduanas y aranceles con el comercio de Francia, sin distinguirla en cosa alguna de las demás naciones aun las más indiferentes; siendo también para el emperador un gran motivo de extrañeza haberse diferido y postergado tantas veces el tratado de comercio entre ambas dos potencias, indicado y prometido desde la paz de Basilea.»

«Undécima. Que el contrabando inglés reinaba siempre en nuestras costas del Mediterráneo, efecto necesario de la impunidad casi segura, o de la suavidad de los castigos (que era una cosa igual con que contaban siempre los defraudadores), mientras Francia sujetaba a penas rigorosas las contravenciones más ligeras que podían hacerse, no tan solo en los litorales del imperio, sino del mismo modo en los demás países aliados que hallaban protegidos por sus armas.»

«Duodécima. Que entre tantas y tan positivas señales de tibieza, de indiferencia y aun de aversión por parte del gobierno de S. M. C. en cuanto a concurrir con el de S. M. I. en aquella actualidad tan importante para obligar por toda suerte de medios al gabinete británico a la necesidad de implorar la paz, había una muy especial y muy reciente, no desmentida todavía, a saber: que habiendo invitado el gobierno de S. M. I. al de S. M. C. a unir su escuadra de Cartagena con la francesa surgida en Toulon para hacer levantar el bloqueo que sufrían en Cádiz las dos escuadras combinadas francesa y española, y disponer con todas cuatro el nuevo ataque que meditaba S. M. I. contra las islas británicas, era ya pasado mas tiempo de cuarenta días, sin que la escuadra de Cartagena, arribada a Mallorca y después a Menorca, hubiese dado vela para Toulon, según se había prometido a S. M. I., difiriendo su salida el comandante de aquellas fuerzas bajo pretextos especiosos y nada comprobados de vientos contrarios y de fuerzas mayores enemigas; negocio sobre el cual se habían hecho y se estaban haciendo a nuestro gobierno vivas y continuas reclamaciones, cuyo efecto se tardaba siempre, y en cuya tardanza se dejaba ver una mala voluntad de concurrir a aquella empresa tan deseada, quedando así mas tiempo al gobierno británico para organizar sus defensas, y armar mas a su anchura las expediciones que intentaban contra la Península con mayor peligro de las armas españolas y sus auxiliares las francesas.

«Décimotercera. Que S. M. el emperador no había dudado jamás, ni persona alguna del mundo sería capaz de hacerle dudar de la probidad, de la buena , de la religión y del honor incorruptible de su cordial amigo y aliado Carlos IV; pero que tal seguridad no la tenia S. M. I. tan completa de los ministros de S. M. C.; que después de esto en circunstancias tales como eran aquellas en que España se encontraba, no era fácil que S. M. C. se hallase constantemente en el caso de ver y juzgar los sucesos y las cuestiones que se abocaban con la claridad, la exactitud y la impasible firmeza que eran tan necesarias y deseables; que desgraciadamente S. M. C., por una triste fatalidad de acaecimientos no previstos, se hallaba puesto en el batidero de dos influencias contrarias, en que se cruzaban alrededor del trono los enredos y las mentiras bajo las apariencias mas engañosas: que la discordia introducida y no bien apagada en su real familia tenia hondas raíces en los partidos que con astucia infernal agitaba Inglaterra enmascarada de mil modos; que S. M. I. había sabido de una manera positiva que entre los dos partidos principales que dividían la corte de España se hacía sentir otro tercero de anarquistas, cuyos designios se alargaban al extremo de aspirar a una reforma capital de la monarquía española, con semejanza según unos a la constitución inglesa, y según otros a la constitución americana; que una revolución, de cualquier modo que fuese llevada a efecto, ora se contuviese en una mera cuestión de personas, ora se extendiese también a las cosas, podría hacerle carecer a S. M. C. de la plena libertad que para cumplir sus empeños contraídos con Francia, o bien llegar a punto de desposeerle de su real corona, en cuyo triste evento S. M. I. podría encontrarse comprometido en la Península contra las armas británicas y contra el mismo país, teniendo que superar a un mismo tiempo la guerra civil y la guerra extranjera; que un acontecimiento de esta especie podría poner en duda hasta el honor del gabinete francés entre los demás pueblos del continente que no podrían saber a punto fijo cuál habría sido el verdadero origen de semejante torbellino; que la existencia, en fin, de España como nación independiente no podría menos de correr en tal revuelta un gran peligro, amén de la trascendencia fatalísima de ser perdidas las Américas, y hallarse luego destruida entre las disensiones interiores y las contiendas porfiadas de Inglaterra y de Francia una nación como España , hecha para mandar las tierras y los mares con Francia, única amiga suya verdadera y compañera natural de intereses y política.»

«Décimacuarta. Que aun olvidando S. M. I., como se esforzaba por olvidar las quejas amigables que habían sido expuestas, le era imposible prescindir de la situación interior política en que se hallaban los partidos, y de las graves mudanzas que una colisión entre ellos podría ocasionar en el sistema político del gabinete español; que en presencia de esta situación, por la cual habían variado notablemente las circunstancias en que S. M. I. había tenido a bien aprobar el tratado de Fontainebleau, no se estimaba ligado a la rigorosa observancia de aquellos artículos y cláusulas que podrían dañar a la seguridad y al buen éxito de sus armas en la Península; mientras esta se hallase amenazada, ya fuese en lo interior de una guerra doméstica, ya fuese en lo exterior de una invasión de ingleses en sus costas, sostenida o no por las facciones que tenía movidas Inglaterra; que no pudiendo el emperador, ni debiendo en modo alguno desistir de su empresa en Portugal, ni dejar de hacer frente contra los ataques que intentasen los ingleses, tanto en aquel reino como en España, se consideraba en la necesidad de mover y situar sus ejércitos en combinación con los de S. M. C., donde quiera que las circunstancias pudieran hacer necesaria la presencia de ellos, sin ninguna limitación de provincias y lugares, y que por igual razón no podía menos de exigir que cualesquiera plazas fuertes, sobre las cuales necesitasen apoyarse sus ejércitos, les fuesen abiertas, haciendo el gobierno de S. M. C. responsables a sus comandantes de cualquier oposición o tardanza que, una vez requeridos, se permitiesen en franquearlas.»

«Décimoquinta. Que por razón de las contingencias ya indicadas de un trastorno que pudiese producir la colisión de los partidos, S. M. I. no podía menos de pedir a S. M. C. algunas garantías contra toda suerte de sucesos ulteriores que independientemente de la voluntad de S. M. C. llegasen a alterar la paz interior del reino juntamente con el sistema político de su gobierno; que debiendo precaverse S. M. I. contra tales acaecimientos muy posibles, no podía menos de fortalecerse especialmente en las provincias españolas fronterizas de Francia, y que tales podrían venir los sucesos, que se viese obligado a establecer en ellas gobiernos militares y a ocuparlas hasta un año después de haberse hecho y consolidado las paces generales; que en la ejecución de esta medida S. M. el emperador no podía menos de encontrar todos los inconvenientes que lleva consigo una manera de existir precaria y preternatural, cual habrá de ser en tal suposición la de aquellas provincias, y que aun sobrado como S, M. I. podía hablarse de antecedentes históricos y de razones políticas para añadirlas al imperio, o establecer al menos entre las dos naciones una potencia neutra que fuese un valladar entre una y otra, se limitaba a indicar un cambio favorable a las dos partes, que era ceder el Portugal entero contra un equivalente en las provincias fronterizas de Francia; cambio tanto mas útil para España, cuanto por medio de él se evitaría la servidumbre de un camino militar de extremo a extremo de las fronteras, forzoso de sufrirse mientras Francia poseyese alguna parte del territorio lusitano; que sin pretender violentar acerca de este cambio la voluntad de S. M. C , deseaba el emperador vivamente obtener su conformidad, y que obtenida esta, se procediese sin mas dilación a realizar aquel trueque y a asegurarle por un tratado; no debiéndose perder de vista de que más adelante (lo que Dios no permitiese) una complicación imprevista de acontecimientos podía obligar a S. M. el emperador a cimentar la seguridad de Francia por nuestro lado sobre la posesión de las mismas provincias, sin tener a su mano país alguno que volver a España a cambio de ellas; que la política de S. M. I. se extendía no menos s las cosas posibles en lo venidero, que s las reales y presentes, sirviéndole de regla las pasadas; que España no había sido en todos tiempos amiga de Francia, y que la historia la representaba con mayor frecuencia, ora como vecina indiferente y desdeñosa, ora como rival, ora como enemiga encarnizada con odio hereditario; que la revolución francesa había cortado los lazos de familia que durante un siglo habían unido más o menos fuertemente a entrambas dos potencias; y que fallando aquellos lazos, si bien España por su posición geográfica y por su propia conveniencia debía ser amiga, compañera y asociada eterna de Francia, no por esto debía contarse fuese siempre consecuente con este sistema y no lo abandonara como tantas veces se había visto; que aspirando S. M. a hacer durables a prueba de los tiempos las bases del imperio que tenia fundado, o por mejor decir restablecido de lo antiguo, no debería extrañar S. M. C. la indicación que le era hecha, tanto menos, cuanto al hacerla y desear poner una barrera mas a sus estados en los confines de España, como otras veces lo tupieron, ofrecía á esta un nuevo reino, la libraba de una frontera perniciosa y quitaba a sus enemigos un pie a tierra que tenían en contra de ella siempre abierto desde el Miño hasta el Guadiana.»

«Decimosexta. Que aun extendidas y afirmadas de este modo contra todo evento las fronteras de Francia y de España, S. M. no miraría como una cosa indiferente cualquier alteración o turbulencia que el maquiavelismo inglés siguiese promoviendo entre nosotros, ninguna suerte de atentados que amenguase en lo más mínimo la dignidad y los respetos de su aliado Carlos IV; que este debía contar con todo el lleno de las fuerzas del imperio contra cualquier alevosía, de donde quiera que emanase, contra su autoridad y sus derechos soberanos; que el emperador no estaba al cabo todavía de los sucesos lamentables que turbaron la paz de su familia, y deseaba cerciorarse acerca de ellos para prestarse o no prestarse a la alianza de familia comenzada a apalabrarse entre ambas majestades; que el emperador no asentiría definitivamente a tal enlace sin hallarse asegurado de que el príncipe de Asturias hubiese merecido la indulgencia de su padre y soberano, perseverando enteramente en su obediencia y su respeto, que siendo de otro modo, no tan solo se negarla a introducirle en su familia, sino que mostraría muy grande complacencia en que S. M. le separase de su derecho al trono, y se pensase en otro de sus hijos para el enlace proyectado y para sucederle en la corona, bien consultado este negocio y decidido por común acuerdo de S. M. y el rey católico, siendo Francia grandemente interesada en que el príncipe heredero le sea grato y continúe sinceramente la alianza de los dos estados.» '

«Decimoséptima. Que en la perfecta asociación de toda suerte de intereses que el emperador quería fundar entre las dos naciones, su intención era pedir al rey católico que se llevase en fin a efecto la celebración de un buen tratado de comercio, en el que todo fuese igual entre las dos potencias en todos sus estados y dominios de acá y de allende de los mares.»

«Décimo octava. Y que por última medida, en la prosecución de la gran obra de conquistar la paz marítima y de hacer sólida y durable la de todo el continente, se procediese a renovar, de una manera más expresa y más completa, la alianza entre las dos potencias bajo la doble cualidad de ofensiva y defensiva, no limitada solamente contra los comunes enemigos de una y otra como hasta entonces lo había sido, sino perfecta y absoluta contra cualquiera que lo fuese de una de ellas, aun cuando no lo fuese de la otra; un pacto equivalente al viejo pacto de familia que corrió otras veces entre las dos coronas, y aun mas perfecto todavía, cual requerían los tiempos, la obstinación de Inglaterra y el interés preponderante de S. M. C. en la extensión inmensa de sus dominios de las Indias.»

Hasta aquí (concluye el príncipe de la Paz) las especies y cuestiones de aquella rara nota, la cual finalizaba de este modo:

«La lealtad, la sinceridad y la franqueza que dirigen siempre la conducta de S. M. I. con sus amigos y aliados le han hecho anticipar a S. M. C. estas explicaciones confidenciales de sus actos y sus pensamientos y designios, según los cuales desearía el emperador arreglar y consolidar para siempre, con recíproca utilidad, las relaciones de Francia y de España; añadiendo acerca de esto que la presente actualidad ofrece una verdadera estrechez de circunstancias imposibles de superar, mientras que no se tomen de una y otra parte resoluciones prontas y definitivas, tanto más urgentes, cuanto más graves y penosos habrían de ser los resultados de cualquiera especie de trastorno que pudiese ocurrir en España y alterar sus relaciones con Francia.»

Absorto quedó Carlos IV con la lectura de estas especies, y como si no creyese en lo mismo que acababa de oír, mandó a Izquierdo que las leyese segunda vez. Difícilmente podía hallarse un documento en que con mas osadía se pretendiera hacer violencia al juicio y al criterio, no ya de un rey que dirige los destinos de una nación independiente, sino del ínfimo de sus súbditos que no so hallase destituido de sentido común. La argucia y el sofisma se hallan apurados en él hasta un extremo que, a no verlo, parecería increíble; siendo de admirar el descaro con que se esforzaba el guerrero del Sena en presentar como justa y corno hija de la razón y de la conveniencia pública, una conducta tan ratera y tan despreciadora de los tratados como la que en aquellos días observaba con nosotros. El emperador en medio de eso no se paraba en rodeos ni consideraciones. Pretextando la necesidad deponer coto a los desmanes de Inglaterra, manifestaba desde un principio hallarse dispuesto a verificarlo por toda suerte de medios, inclusos los de la violencia; y para arredrar al gobierno español del modo más alarmante posible, le revelaba la disposición de ánimo en que se hallaba el emperador de Rusia para cooperar de la manera mas enérgica a la realización de sus designios en el mediodía de Europa. No pudiendo negar los solemnes tratados con que se hallaba ligado al rey de España, reconocía el convenio de Fontainebleau sin omitir ninguna de las obligaciones en él contenidas; pero luego, y con objeto de encaminarse poco a poco a probar sofísticamente no hallarse obligado a pasar por sus promesas, reproducía sus quejas en lo tocante a las que Carlos IV le había dado de su embajador, calificando la carta escrita por el rey como la ofensa más grave que podía hacérsele, y encareciendo su moderación en no haber tomado venganza de tamaño agravio, bastante por sí solo para rascar los tratados convenidos. Atribuyendo a tramas del gobierno inglés las especies de que solo Beauharnais era autor, relativas a la protección que el Francés pensaba dispensar a Fernando, sacaba pretexto de esto mismo para justificar su conducta en invadirnos con sus tropas, dando por razón la necesidad de echar por tierra las intrigas de Gran Bretaña, y la de calmar la violencia de los dos partidos españoles, llegando su desvergüenza al extremo de pintárselo a Carlos IV como un favor, puesto que con esto cubría su reino y su corte, aquella conducta hostil y maquiavélica. ¿Pero cómo disculparse del desprecio con que miraba los tratados, enviando a España un ejército tras otro sin la anuencia de S. M. C.? Aquí del sofisma y de la perfidia a la vez : el emperador quería con eso mostrar su miramiento al rey de España, evitar la negativa de este sobre la entrada de más tropas, con el solo objeto de no comprometer los respetos de ambas partes; dando por tercera razón el deseo que tenía de probar hasta qué grado podía contar con la confianza del gobierno de Carlos IV, a quien acababa de garantir sus estados con un tratado solemnísimo, y que no había tenido inconveniente en infringir. Los medios rastreros y villanos a que recurrió para ocupar nuestras plazas fronterizas, los graduaba de pacíficos e inocentes, dando por razón la necesidad de obrar así para oponerse a la posibilidad de una invasión por parte de Inglaterra, y aun de prevenir un cambio de conducta en el gobierno español, vista la desconfianza con que este miraba al francés; razón especiosa por cierto, y que a poder ser admitida, legitimaría todos los atentados posibles contra la independencia de los pueblos, so pretexto de que estos pudieran declararse enemigos de la potencia invasora. Recalcando después más y más sus observaciones sobre la desconfianza del gobierno de Carlos IV, formaba de ella un artículo expreso de queja , acusando a aquel de frialdad en sus medidas de cooperación contra el enemigo común, y de haber diferido el tratado de comercio prometido desde la paz de Basilea, no menos que de la pretendida impunidad con que contaba el contrabando ingles en nuestras costas del Mediterráneo. A estas quejas especiosas añadía otra cuyo hecho era cierto, pero justificado por la necesidad de ponernos en guardia contra la conducta insidiosa del emperador, cual era la demora de la escuadra de Cartagena en unirse a la francesa surta en el puerto tolonés, siendo bien extraño que Napoleón se quejase de los recelos que Carlos IV pudiera abrigar respecto a sus miras, cuando tanto motivo daba a ellos con la invasión que verificaban sus ejércitos. Atribuyendo después, no a Carlos IV, sino a sus ministros la desconfianza de que se quejaba, volvía a insistir de nuevo en las tramas del gabinete inglés y en las de los dos partidos que dividían la corte de España, anunciando la peregrina idea de otro tercer partido de anarquistas, a cuyos futuros excesos era preciso poner coto; y deduciendo de todo esto que habiendo variado tan notablemente las circunstancias en que el emperador había firmado el tratado de Fontainebleau, no se creía obligado a su observancia mientras la Península se hallase amenazada de una guerra doméstica interior, o de una invasión inglesa en sus costas. ¿Qué cosa mas justa por lo mismo que exigir la apertura de cuantas plazas españolas quisiese, haciendo responsables nuestro gobierno a sus comandantes de toda oposición o tardanza que, una vez requeridos, se permitiesen en franquearlas? Pero esto no bastaba sin duda : era preciso además que Carlos IV cediese las provincias del norte de España, cambiándolas por el Portugal que Napoleón estaba dispuesto a renunciar, si el rey de España accedía, cosa de que se alegraría infinito, puesto que en caso de negativa no respondía enteramente el emperador de que las circunstancias no le obligasen a obtener las tales provincias de otro modo, no faltando antecedentes históricos y razones políticas para añadirlas al imperio, ya fuese como anejas a él, ya como constituyendo una potencia neutral que sirviese de valladar entre ambas naciones. Mezclada así la amenaza con el ruego, para obligar a Carlos IV a admitir cuanto el capricho de su aliado exigiese, pasaba el emperador a protestarle sus buenas disposiciones a sostener su dignidad y sus respetos, protegiéndole con todo el poder de sus fuerzas contra todos los que quisieran menoscabar su autoridad y sus derechos soberanos. Deseoso luego de ver hasta qué punto podía sacar partido de la división de la regia familia según el estado en que se hallara la reconciliación de padre e hijo, pasaba a manifestar por medio de una transición siniestramente estudiada, que solo en el caso de haber merecido el último la gracia del primero accedería al enlace propuesto con una princesa de la sangre imperial; pensando de un modo tan distinto en el caso contrario, que hasta en la separación de Fernando de su derecho al trono consentiría, si su padre le consideraba acreedor a semejante severidad. Estas insinuaciones, como bien se deja advertir, no tenían otro objeto que el de sondear los designios del rey de España para obrar en consecuencia, y el de inspirarle además toda la confianza posible para que no creyese al emperador interesado en el partido de Fernando, al cual no dejaba de continuar halagando por medio del embajador. La nota en fin concluía reiterando Napoleón sus exigencias respecto al tratado de comercio; y como si no bastase todo lo anteriormente significado , quería además que se subrogase el funesto tratado de San Ildefonso con otro más perfecto todavía , es decir, con un pacto en que se sancionase la abyección y esclavitud de España de un modo más terminante aun que en aquel, haciendo depender eternamente nuestros destinos de los caprichos de Francia.

Alarmante como era este escrito, lo fue otro tanto la respuesta que Izquierdo dio al rey, cuando preguntándole esté cuál era su opinión sobre las verdaderas intenciones del emperador de los franceses, lo que había oído acerca de esto en los salones de la corte, y las observaciones y noticias que había podido recoger de sus amigos, respondió que a su modo de ver, no desistiría Napoleón de adquirir para el imperio nuestras provincias fronterizas, ni de esclavizarnos definitivamente, más el peligro de tantear directamente los medios de apoderarse del trono español en el momento que Carlos IV faltase, razón por la cual debía procurarse echar por tierra los planes del Francés, acudiendo ante todo a estrechar más y más la unión entre padre e hijo, y procurando salvar el monarca su dignidad e independencia en posición segura, como le decía el príncipe de la Paz, desde el instante mismo en que las tropas francesas amenazaran acercarse a la residencia real, y tanto más cuanto las voces y rumores que se habían esparcido adrede en París para cebar las esperanzas de los fernandistas, se reducían todas a fascinar a estos con la decantada protección del emperador y con su decidido proyecto de sostener a su ídolo.

Todo esto necesitaba Carlos IV para resolverse a adoptar la medida á que el príncipe de la Paz le incitaba, aconsejándole retirarse a Andalucía, para ponerse a cubierto de todo ataque por parte de los ejércitos franceses. El favorito que tan miserablemente se había dejado engatusar con la perspectiva del principado de los Algarbes; el hombre cuya conducta política hemos censurado tan gravemente en la mayor parte de sus actos, y con particularidad en los que estuvieron relacionados con el proceso del Escorial; D. Manuel Godoy finalmente, tan imprevisor y ligero en haber procurado a los franceses los medios de enseñorearse de España al abrigo del tratado de Fontainebleau y de la discordia de palacio, cuyo principal origen reconoce la historia en él; aquel hombre, repelimos, fue el primero en ponerse en guardia contra el emperador desde el momento en que los primeros sucesos que siguieron al ruidoso del Escorial le hicieron entrever los peligros que había en dormirse en una ciega y absoluta confianza. Su conducta desde entonces se mostró previsora y patriótica, y si Godoy había sido pecador, mostróse por lo menos arrepentido. La desgracia fue que era tarde. Estaba entrando en España el segundo ejército de observación de la Gironda, cuando a petición del príncipe de la Paz se celebró un consejo extraordinario, en el cual procuró el valido inclinar el ánimo del rey a exigir de Napoleón que suspendiese la marcha de aquellas tropas, no solo por ser innecesarias para la sumisión de Portugal, ocupado como estaba ya militarmente, sino por oponerse su entrada a lo terminantemente estipulado en los convenios que debía respetar Bonaparte. Si este se negaba a una exigencia tan justa, el príncipe de la Paz insistía en llevar nuestra resistencia adelante, haciendo frente a Napoleón con las armas si era preciso, y hablando claro al país, fiando en su esfuerzo y en la justicia de nuestra causa. Semejante dictamen, único que el patriotismo podía sugerir en aquellas terribles circunstancias, tenia sin embargo el peligro tantas veces expuesto, a saber: que la nación no tomase la parte necesaria para resistir con éxito a las águilas imperiales, por la sola razón de ser el favorito quien apellidaba la guerra. Convencido él tal vez de esto mismo, había pedido su retiro, si hemos de dar crédito a su propia deposición , desde el momento que tuvo lugar la reconciliación de padre e hijo; pero Carlos IV se negó tenazmente a admitir su renuncia, y aun el mismo Fernando se esforzó por su parte a hacer que Godoy continuase en el poder, hecho, que si es cierto, no nos probaría otra cosa sino una falsía mas por parte del heredero del trono, quien procurando que el favorito siguiese al frente de los negocios, no hacía mas que desahuciar completamente la causa de su padre en provecho de la suya propia. Sea lo que quiera de estas reflexiones, y ora continuase Godoy en el mando por desearlo así, ora lo verificase a despecho suyo y por un efecto de sumisión a las exigencias de Carlos IV, como no deja de parecer verosímil, nuestra opinión acerca de lo impopular que hubiera sido la guerra proclamándola él, o haciéndolo el monarca por ostensible sujeción suya, creemos que es justa, siendo ocioso repetir aquí las razones en que ya otra vez la hemos apoyado. El consejo, por unanimidad, se opuso al dictamen, y adhiriéndose Carlos IV a la negativa , se afirmó más y más en su funesto sistema de contemporizar con el emperador, para evitar con su paciencia de ángel una guerra que nunca podía ser más funesta de lo que lo era tan ciega y cobarde confianza.

Derrotado el príncipe de la Paz en el consejo, volvió según nos dice, a insistir de nuevo en su retiro; pero el monarca se negó a concedérselo, dándole por razón ser él único hombre de quien podía fiarse, atendida la frialdad y reserva que notaba en los ministros, y aun en el mismo príncipe Fernando, en cuya sinceridad, dijo, confiaba menos todavía que en la del mismo Bonaparte. Las lágrimas del príncipe de Asturias habían sido mentidas, desvaneciéndose su arrepentimiento en el momento mismo en que comenzaban a enjugarse en su rostro, y volviendo Fernando a sus proyectos de conspiración, aunque para no contentarse ya con menos que con el trono, desde el instante en que absueltos los reos del Escorial pudo comprender hasta qué punto favorecía la opinión a los partidarios de su causa. El monarca se hallaba solo, y todos volvían los ojos al que según todas las probabilidades le debía heredar tan pronto aun en vida. En tan críticas circunstancias ¿cómo no se apresuraba el rey a abdicar la corona en su hijo para evitar los funestos efectos de un recelo continuo y de una desconfianza inacabable? Pero este sacrificio, aun dado caso que Carlos IV se hubiera resuelto a hacerlo, no era desgraciadamente garantía segura para la independencia española, porque ¿quién podía asegurar que Fernando no estuviese vendido al emperador, o que este no le convirtiese en su esclavo, aun más que su padre lo había sido? Nosotros por nuestra parte estamos íntimamente persuadidos de que la elevación de Fernando, por más que su padre le hubiese cedido el cetro espontáneamente, no por eso hubiera evitado la gran catástrofe; y esto supuesto, nada está mas lejos de nuestro ánimo que acusar al monarca por haber seguido en el trono, o a Godoy por no haberle aconsejado la renuncia. ¡Pero qué situación tan terrible! Continuando Carlos siendo rey, inflamaba más la ambición de Fernando, y comunicaba nuevo impulso a las maquinaciones de sus parciales; mientras si se resolvía a abdicar, era más que probable la desmembración del territorio español que Bonaparte hubiera exigido del nuevo rey como prenda de su reconocimiento, con más insolencia todavía de la que hemos visto que usó dirigiendo a Carlos IV la extraña y oprobiosa nota que acabamos de examinar. ¿Qué partido era, pues, el único razonable en aquellas circunstancias, por más que tuviese también inconvenientes terribles? No otro que el que el príncipe de la Paz pugnaba para hacer adoptar a su rey , cual era el de ponerse este en lugar seguro para poder obrar en consecuencia. Por desgracia se resistió Carlos IV con una tenacidad inconcebible a adoptar semejante medida, sin que fuese bastante la segunda y tercera invasión de nuestro territorio, ni aun la alevosa sorpresa de nuestras plazas fronterizas a sacarle de su alucinamiento. Pero las alarmantes nuevas traídas por la reina de Etruria y por Izquierdo le hicieron volver de aquella especie de enajenación mental y de la confianza que en medio de tantas alevosías tenía aun en Bonaparte. Decidióse pues a partir; pero siendo preciso ante todo contestar a la nota traída por Izquierdo, mandó a este partir a Francia inmediatamente, dándole las instrucciones que en tan terrible apuro le parecieron más oportunas. Según el autor de las Memorias, debía decir Izquierdo : «que el rey de las Españas, fiel al tratado hecho sin retractarlo en cosa alguna, y fiel a su amistad con el emperador de los franceses, se encontraba pronto a reapretar aquellos lazos de amistad en cuanto fuese compatible con el bienestar de sus vasallos y con el honor de su corona, sin indicar más tasa en esto que la que el mismo emperador, en caso igual y en la grandeza de su ánimo, podría tener por necesaria y rigorosa con respecto a sus estados y a sus súbditos franceses; que en materia de confianza de S. M. C. con respecto a las sanas y leales intenciones de S. M. el emperador de los franceses, no podían ofrecerse mayores pruebas de las que el mismo emperador había hecho por si mismo, introduciendo en el país un número de tropas por lo menos triplicado del que había sido convenido, y viendo el agasajo y el afecto con que habían sido recibidas, por más que el peso de ellas, superior a nuestras fuerzas y recursos, aumentase los apuros de la real hacienda y el gravamen de los pueblos; que otro tanto se había mostrado aquella confianza de S. M. C. sufriendo que las tropas imperiales hubiesen sorprendido dos de nuestras plazas sin preceder explicaciones de ninguna especie, y cual no es visto hacerse de ordinario ni aun al principio de una guerra que no ha sido declarada; acerca de lo cual, por más irregular que pareciese esta conducta, había bastado al rey para no conceptuarla como hostil la perfecta seguridad que debían inspirarle la estrecha amistad y alianza que reinaba entre ambas dos potencias, y el articulo XI del reciente tratado de Fontainebleau en que el emperador se daba por garante a S. M. C. de la posesión de sus estados del continente de Europa al mediodía de los Pirineos; que S. M. C. miraba aquel tratado como una obligación la más sagrada de una y otra parte, sin que hubiese sobrevenido después ningún suceso ni circunstancia que pudiese quebrar, alterar o enervar la fe y la unión recíproca pactada; que si después de la campaña marítima de 1805 no se ocupó España con Francia en nuevas empresas y expediciones contra Inglaterra, S. M. el emperador no podría menos de tener presente : lo primero, que entre ambos gabinetes se pusieron de acuerdo por aquella época en que aguardando mejor tiempo, cada cual de las dos potencias emplease sus fuerzas, como mejor lo entendiese cada una, en hostilizar a Inglaterra, atacando de preferencia sus navíos mercantes, sus convoyes, sus avisos y sus bajeles destacados para refuerzos y remudas de sus apostaderos; lo segundo , que el gobierno de S. M. se vio entonces doblemente empeñado, ya en la atención que requería la defensa tan gloriosa que habían hecho nuestras Américas con tan grandes pérdidas del enemigo, ya en la necesidad de cubrir nuestras costas y las fronteras de Portugal contra cualquiera agresión que en nuestros estados del continente hubiese podido intentar Inglaterra, mientras que el emperador se hallaba empeñado con todas sus fuerzas en la campaña de Polonia; que del aumento de fuerzas terrestres hecho por S. M. C. en sus dominios para tener en respeto a sus enemigos, mal podría quejarse el emperador, vista la largueza con que S. M. C., no obligado por algún tratado a asistir a Francia en sus guerras del continente, le auxilió no obstante con la brillante división española que le fue enviada para reforzar el gran ejército, y cuya vuelta prometida, hechas las paces, se esperaba todavía; que aun no era tiempo de quejarse de que la escuadra española que había zarpado de Cartagena no hubiese ya cumplido su destino, sabidas bien, cual lo eran, las dificultades que ofrecían los vientos en el Mediterráneo, y la continua y extremada vigilancia de los ingleses desde Cádiz hasta Malta; que en materia de relaciones mercantiles, Francia estaba en posesión de ser tratada como la potencia más amiga, y que el gobierno de S. M. se hallaba en estado de responder a toda queja que se le diese detallada, salvo el caso de alegar por queja que se hubiesen resistido y que se resistiesen las pretensiones desmedidas contra las leyes del país que solían hacer los comerciantes y los cónsules, interpretando los convenios y las reglas admitidas entre las dos naciones a su antojo; que en punto a contrabando era notorio estar tomadas las medidas más completas y eficaces que eran practicables en nuestros vastos litorales para cerrarle toda entrada, y que el buen efecto producido por la observancia de ellas era también notorio; que estas medidas, las más de ellas preventivas, surtían mejor efecto que los rigores extremados sin arruinar por medio de ellos las familias; que a propósito de los sucesos desagradables ocurridos en la corte pocos meses antes, cualquiera que hubiese podido ser la influencia extranjera y enemiga que los hubiese ocasionado, S. M. C. no creía que estrechadas las relaciones de España y Francia tanto como lo estaban, y en tan perfecto acuerdo sus gobiernos, pudiese echar raíz ningún partido que fomentasen los ingleses; que S. M. debe contar con la perfecta enmienda, la obediencia y el afecto de su hijo primogénito; que en prueba de esto, y a fin también de que el emperador formase idea cabal y exacta de aquellas ocurrencias, acerca de las cuales la malevolencia había esparcido las mas extrañas falsedades, S. M. hacía llevar un fiel resumen del proceso que se había formado, y al cual estaba puesto fin enteramente; que en él vería el emperador los miramientos que se habían tenido conformemente a sus deseos en cuanto podía herir al honor de su enviado, y vería además las muestras más sinceras del arrepentimiento de su hijo; que en tal estado de las cosas, de nada estaba tan distante S. M C. que de resucitar estos asuntos, ni de tocar los derechos de su hijo, rehabilitado en todos ellos por el perdón que le había dado, y vuelto enteramente a su cariño y a su gracia.

En lo demás (concluye el autor de las Memorias) Debian Izquierdo decir : «que S. M. C. se hallaba persuadido de que el emperador debía fiar enteramente en su carácter personal y en tantas pruebas como le tenía dadas de su amistad sincera; que le sobraba confianza en la lealtad por excelencia que distinguía a sus pueblos para contar con ellos, sin temor de los partidos que intentaban suscitar en sus dominios sus enemigos exteriores, respondiendo acerca de esto por la nación entera con igual certeza que respondiendo de si mismo; que en cuanto al porvenir, este era un hijo del presente, y no podía dudarse que conciliados siempre en justas proporciones los intereses mutuos de las dos potencias, se afianzasen más y más los lazos que las habitan unido un siglo entero; que si el emperador hallaba todavía más medios de estrecharlos y afirmarlos, bajo los mismos presupuestos de intereses mutuos y de iguales miramientos que aun sin las relaciones de familia habían guardado tan dichosamente España con Francia, y Francia con España desde la paz de Basilea, S. M. adoptaría de buena voluntad cualquier proposición que se le hiciese encaminada a un fin tan importante; y que no hallando por su parte cosa alguna que añadir a los tratados hechos y vigentes, se imitaba a renovar su firme voluntad de vivir en paz segura con Francia, de concurrir a cimentar aquella paz y a hacerla favorable de igual modo a ambas naciones, y de luchar constantemente en proporción debida con sus medios y recursos contra los comunes enemigos de una y otra; que el emperador, en fin, dado el caso de que intentase demandar más pruebas de amistad a S. M. C. y añadir tratados nuevos a los hechos, no debería extrañar que el rey se situase de tal modo que fuese visto disfrutar de libertad perfecta, no siendo cosa honrosa para los dos monarcas si se dijese luego, como podría decirse, que el rey de España había tratado bajo el yugo o la obsesión de los ejércitos franceses.»

Esta postrera cláusula, dice Don Manuel Godoy, fue puesta con dos fines: el primero, dejar ver a Bonaparte que el rey no estaba ajeno a sostener su dignidad si pretendiese aquel hacer abuso de su prepotencia; el segundo, porque su marcha al interior del reino no pudiera ser tenida ni por fuga ni por ruptura y que quedase siempre abierto algún camino para evitar la guerra.» De estos dos objetos el que principalmente preponderaba en todos los artículos de la contestación era el último: tanto desconfiaba el rey del buen éxito de la lucha y de la impopularidad de su causa. Así es que, no contento con la templanza y moderación de su lenguaje, cayó en la flaqueza de escribir por sí mismo a Napoleón que ningún siervo suyo la había escrito en su nombre, añadiendo la debilidad de mandar a Godoy que escribiendo también en el suyo, indicase al jefe de Francia la posibilidad de convertir las provincias del norte de España en una potencia neutral como Napoleón deseaba, si bien con la condición de poner al frente del nuevo reino alguno de los hijos de S. M. C., y haciéndole reversible a la corona de España por cualquiera de los modos que el derecho hace legítimos, salvos también sus fueros, sus privilegios, sus leyes y costumbres, no menos que el nombre de españolas, a las provincias que formasen la indicada monarquía. Esta idea , sugerida por la ex-reina de Etruria con el objeto de compensar en España la pérdida de la Toscana y de la Lusitania septentrional prometida a su hijo, fue resistida por el príncipe de la Paz, según este nos dice; pero últimamente se vio obligado a ceder, escribiendo a Napoleón acerca del particular como de inspiración propia suya, y cargando con la responsabilidad de aquella propuesta; pensamiento poco acertado a nuestro modo de ver, pues no era posible que viendo el emperador al valido escribir en aquellos términos, dejase de atribuirlo a orden expresa y terminante del rey, por más que Godoy protestase hacerlo sin conocimiento del rey. Sea de esto lo que quiera, Izquierdo salió de Madrid el día 10 de marzo con las instrucciones y carta del monarca, recogiendo a su paso por Madrid la del príncipe de la Paz; pero reflexionando este sobre los inconvenientes de un paso tan impolítico, consiguió inclinar el ánimo del rey a mudar de propósito, en cuya consecuencia despachó Godoy un alcance a Izquierdo, y recogió su carta, la cual no pasó el Ebro. Todo esto se hizo sin que la ex-reina de Etruria ni la reina María Luisa comprendiesen que se había mudado de idea.

Mientras tanto continuaba aumentándose diariamente el número de tropas francesas que invadían la Península, puesto que en el mismo mes de marzo se había formado otro ejercito de 19,000 hombres, con el título de Observación de los Pirineos occidentales, a las órdenes de Bessières, duque de Istria, y una división de 6000 mamelucos, polacos y otras tropas pertenecientes a la guardia imperial de Napoleón, ascendiendo ya a 400,000 los franceses que habían entrado en España, sin contar los que ocupaban el Portugal. Necesario era que tan numerosas fuerzas tuviesen un jefe supremo que les diese dirección con arreglo a los planes que tuviera concebidos Bonaparte, y la elección recayó en el cuñado de este Murat, gran duque de Berg, dándosele el título de lugarteniente del emperador.

El príncipe de la Paz había dejado la corte en el Escorial y venido a Madrid con el objeto ostensible de hacer su turno de semana, y con el real de observar la disposición de los ánimos, habiendo quedado el rey en verificar su partida para la vuelta del valido, si no ocurría algún incidente o motivo poderoso a hacerle mudar de idea. El pueblo se manifestaba en expectación de los sucesos, y lleno de la mayor confianza en el emperador, cuya venida se suponía próxima y pacífica, siendo pocos los que entre las clases superiores y media temiesen del jefe de Francia un acto de perfidia. Era opinión general que con la llegada de Napoleón subiría Fernando al poder, ya fuese en calidad de asociado al trono de su padre, ya ocupándolo como rey único y exclusivo por abdicación de Carlos IV, conviniendo todos en general en que la caída de Godoy seria segura en uno o en otro caso. La llegada de Izquierdo y su salida para París daba lugar entre los fernandistas a comentarios distintos, temiendo algunos que Napoleón hubiese variado de sistema, vista la amistad que mediaba entre Godoy y aquel agente, de cuya entrevista con Carlos IV no se pudo por el pronto traslucir cosa alguna. Las cartas que venían de París continuaban respirando el mismo espíritu que todas, asegurando las intenciones pacíficas del emperador y su constante propósito de sostener la causa de Fernando, coadyuvando por su parte la legación francesa a acreditar aquellas especies y a adormecer los ánimos con promesas estudiadamente magníficas. Había comenzado a cundir un rumor vago acerca de la partida de la familia real, y este proyecto tenía contra sí la opinión pública, que no pudiendo persuadirse de que el viaje fuese una mera marcha al interior del reino, suponía alarmada que el rey pretendía trasponer los mares, ni más ni menos que el príncipe regente de Portugal, atribuyéndose esta idea a las tramas del favorito como único medio de conservar su prepotencia sobre Carlos IV. El valido, que en aquellas circunstancias era casi el único que miraba las cosas bajo su verdadero punto de vista, estaba horriblemente angustiado al considerar los progresos del partido de Fernando y de las intrigas de Beauharnais; pero firme en su propósito de realizar el viaje a todo trance, dirigió sus últimas órdenes a los generales Solano y Carrafa, mandándoles dejar Portugal y entrar en España, formando un campo en Talavera y otro en Toledo para lo que pudiera ocurrir. Hecho esto y llena el alma de zozobra, se restituyó el príncipe de la Paz al real sitio de Aranjuez, adonde el rey le llamaba.

Mientras la ausencia de Godoy había hallado la reina sobre su propia mesa, en el lugar más aparente, un pliego abierto, fresca la tinta todavía, la letra trabajosa y sin ninguna firma. Este anónimo tenía por objeto arredrar el ánimo de los reyes en lo tocante al viaje que se susurraba, pintándoles esta medida como hija de las intrigas del valido y de Izquierdo, y ofreciendo a su consideración el temor que abrigaban sus fieles vasallos de ver comprometida la nación si se realizaba semejante paso, renovándose el desastre del rey de Nápoles o el que recientemente se había experimentado en Portugal, a consecuencia de la fuga de sus príncipes; censurábase el proyecto de abandonar Carlos IV la corte, poniendo su ejército entre sí y el emperador en vez de recibir y hospedar a Napoleón como a un amigo que aspiraba a fortificar la unión de ambas naciones por los lazos del parentesco, y dejábase entrever por último la inminencia de un tumulto si el rey persistía en su idea. Carlos IV que había revelado a Fernando y aun al infante D. Antonio, que era fernandista, el proyecto de la marcha, atribuyó aquel anónimo a revelaciones que el primero hubiera hecho a sus parciales , quedando libre de pena tanto por el temor de que su hijo le engañase y vendiese, como de que estallase algún alboroto, al tenor de la embozada amenaza que contenía el papel. Llamado Caballero para que se expresase acerca de la opinión reinante sobre los sucesos y para que dijera las noticias que tuviese relativas al estado de los ánimos, manifestó el ministro que los rumores que corrían de haber resuelto el rey retirarse a Sevilla o a Cádiz habían causado un descontento general, añadiendo que el tal viaje era en su opinión desacertado, y augurando al rey la posibilidad de que el príncipe de Asturias flaquease en la promesa que de seguirle le había hecho. Visto por el monarca que Fernando había revelado a Caballero la conversación que entre los dos había mediado, sospechó que su hijo estuviese de acuerdo con sus enemigos, y manifestó al ministro el anónimo, dándole el encargo de averiguar cuanto hubiese. El rey estaba bien lejos de sospechar que Caballero fuese contrario suyo, y esta confianza de Carlos IV es para nosotros una prueba sin réplica de confianza igual por parte del autor de las Memorias, porque ¿cómo es posible que a haber estado persuadido de que le vendía, como nos asegura tantas veces, no hubiera comunicado sus temores al rey, ni le hiciese más reservado y más cauto con aquel ministro?

Al confiar Carlos IV á su hijo el proyecto del viaje, no le había dicho una sola palabra acerca de las especies proponibles traídas por Izquierdo; error gravísimo como confiesa el príncipe de la Paz, pues lo primero que convenía en aquellas circunstancias era abrir los ojos al príncipe de Asturias, y nada podía contribuir tanto a desvanecer sus ilusiones y las de los parciales que le seguían de buena fe, como la lectura de aquellos artículos en que tan claramente se patentizaba el proyecto concebido por Napoleón de desmembrar España y de avasallarla a todo trance, habiendo podido ser también un correctivo oportuno a la ambición de Fernando lo que el emperador decía respecto á este, manifestándose dispuesto a convenir en su desheredación si su augusto padre lo tenía por conveniente. Hecha esta revelación, hubiera el príncipe tal vez retrocedido espantado del precipicio que a sus plantas se abría, formando causa común con el rey para sostener la independencia nacional, y desengañando a sus amigos respecto a las esperanzas que en el emperador tenían puestas. Pero ya fuese que Carlos IV temiera que siendo Izquierdo el mensajero de aquellas especies insidiosas, desconfiase Fernando de la veracidad de sus dichos, ya se arredrase a la consideración de que habiéndose encargado el secreto al agente, pudieran complicarse los sucesos por hacer partícipe de aquel al heredero del trono, si, como era muy temible, iba a quejarse a Beauharnais de lo poco en lo que le tenía el emperador, ello es que el rey selló sus labios respecto a aquel incidente, comunicando a su hijo el designio de partir sin más datos, teniendo esto por lo menos los mismos inconvenientes, sino peores, que los que callando pretendía evitar. ¿Cómo persuadir a Fernando que la partida no era hija de las intrigas del valido, cuando se le ocultaba la única razón capaz de legitimarla y de pintársela como conveniente? Estaba escrito que Carlos IV había de errar en todo durante aquella terrible crisis.

Llegado el príncipe do la Paz al real sitio, y recibidos uno tras otro multitud de partes acerca de la marcha que apresuradamente y en movimiento combinado seguían hacia el camino de Madrid los ejércitos de Dupont y de Moncey, aconsejó el valido al monarca verificar el viaje sin dilación, llamando ante todo al príncipe de Asturias para ponerse de acuerdo con él y reapretar la unión y buena armonía de la familia real, único medio de poder hacer frente a los terribles peligros de aquella situación angustiosa. La entrevista comenzó por la lectura del anónimo, a la cual siguió la de los partes en que se hablaba de la marcha de las tropas imperiales a Somosierra y Guadarrama. Cuando acabó Fernando de leer, le habló Carlos IV de este modo en presencia de la reina y del príncipe de la Paz:

«Te he dicho ya que esta sesión no es para darte quejas ni para argüirte; no hay tiempo ya para otra cosa que para ver el modo de salvar la monarquía, y quiera Dios que nos alcance. Yo la creo en gran peligro si nos estamos quietos y nos dejamos rodear por los ejércitos franceses: otros podrán decirte, o te habrán dicho, o te dirán, o tú podrás pensarlo, que nuestra retirada es perdición, y que me engaño o que me engañan. Cuál de los dos sea el engañado podrá decirlo el tiempo; pero no es esta la cuestión. Dos voluntades en contra una de otra, esa es la ruina cierta. Te lo afirmo, te lo aseguro como padre y como rey que no te haré ninguna culpa de que pienses de otro modo que yo pienso; una tan sola cosa no te perdonaría, y es de que me engañases, fuese por temor o por respeto. En esta inteligencia, sin otra mira ni interés que la salud del reino, pendiente enteramente de nuestra unión de voluntades, voy a ofrecerte dos partidos. Tú podrás tener datos de que yo carezca y por los cuales estés cierto de que Napoleón viene en paz, sin pensamiento de oprimirnos ni de imponernos sacrificios que menoscaben la corona... No, no te pido cuenta, escúchame tranquilo. Si fuere así, yo te propongo que te quedes en la corte, libre yo de retirarme más adentro con un pretexto natural y verdadero, cual lo será el de consultar a mi salud, cuyo quebranto es bien sabido. Te nombraré entre tanto mi lugarteniente con plenas facultades en lo militar y en lo político, sin otras condiciones que las de mantener la integridad del reino, no admitir tratados onerosos a mis pueblos, ni consentir en cosa alguna que se oponga a nuestra santa fe católica. Tú formarás tu corte y elegirás a quien quisieres para ayudarle en el gobierno, menos Escoiquiz e Infantado, porque no es honor tuyo, ni puede serlo mío, poner al frente del gobierno aquellos que tan gravemente me han faltado a la lealtad que me debían. En cuanto a lo demás, bajo mi real palabra, yo los perdono desde ahora, a ellos y a todos los que antes y después me hubieren ofendido, pronto a volverlos a mi gracia cuando lo merezcan por su ulterior conducta. Si tuvieres la dicha de salir con alabanza de este encargo, te asociaré al gobierno y partiré contigo el grave peso del reinado los días que Dios me diere (que no podrán ser muchos) de vivir en este mundo. Si por desgracia yo no soy el engañado, y tú, Fernando mío, fueres el que se engañe, a tus espaldas quedo yo, para enmendar, si me es posible, cualquier mal que venga. No creas que es mi intención abandonar el reino y trasladarme a la otra parte de los mares; tú sabes el respeto que yo le tengo a la verdad, y yo te afirmo que mi propósito no es otro sino salvar el reino, o por tu mano, o por la mía, o por las dos unidas. Si te faltase la fortuna, o la firmeza y el acierto en la encomienda que pongo a tu elección, no te daré ninguna queja, no te haré ningún cargo, te ampararás entre los brazos de tu padre, y uniéndote conmigo, apelaremos los dos juntos al honor y a la lealtad de nuestros pueblos. He aquí un campo de gloria, no imposible, que te abre tu buen padre sin ninguna envidia; para será esa gloria toda entera, si escuchare Dios mis ruegos. Pero si no te atreves a encargarte de esta empresa porque te falle la certeza de un feliz suceso, vente conmigo de buen ánimo, véannos unidos nuestros pueblos, reprime esa facción que se acredita con tu nombre, y que sin él no podría nada; no vean mis ojos un tumulto y un trastorno que podría apartarnos para siempre con deshonor para ambos y con gran ruina de España... Voy a acabar, contente todavía... me queda por decirte que esta resolución no la he tomado de mi solo acuerdo, y que el que ves aquí presente, sí, Manuel, es quien me la ha inspirado; es una circunstancia que podrá aumentar tu confianza. Héle aquí pronto a desnudarse de todos sus empleos, de ese poder que le había dado y le ha tenido tantas enemistades y tantos golpes de calumnias. Resuelve pues ahora , tú eres libre; mas sin buscar consejo ajeno, el de tu corazón tan solo. Sea lo que fuere lo que elijas, cuenta con el afecto de tu padre y de tu madre.»

Fernando había querido interrumpir dos o tres reces a su padre mientras este le dirigía tan sentidas palabras, concluidas las cuales abrazó sus rodillas diciéndole con las lágrimas en los ojos: «Yo no tendré jamás más voluntad ni más objeto, ni más amigo, ni más dueño que mi padre: yo seré mas feliz obedeciendo ciegamente a un padre tan divino que el Señor me ha dado, que mandando, si Dios me lo arrebata por castigo de mis culpas. ¿Quién soy yo, qué valgo yo para tomar las veces de V. M. ni para imponer respeto a Bonaparte? Yo soy bastante joven todavía y me podré aplicar para entender mejor la historia y la política; pero ahora no soy nada , menos que nada, padre mío. Yo seguiré hasta el fin del mundo a V. M. adonde quiera que mandare; yo no sabia hacer nada fuera de su lado... » A estas palabras añadió otras mil en el mismo sentido, dirigiendo su voz a la reina con iguales extremos de emoción, y besando a sus padres las manos y bañándolas con sus lágrimas. Dando luego un abrazo a Godoy y reiterando después otro abrazo, le dijo:

«Tú eres mi amigo verdadero, le dijo: mi corazón es tuyo; yo sería el hombre más injusto si te estimara un punto menos que mi padre. ¿Quién me vendrá a decir ahora que tú querías quitarme la sucesión de la corona? Tú eres el ángel de la guardia de esta casa: tú salvarás el reino como lo has salvado tantas veces»

Esta escena tuvo lugar el 14 de marzo, cinco días antes de la catástrofe de Aranjuez. El corazón tiene momentos en que no le es dado resistir a un lenguaje como el que Carlos IV habló en aquella ocasión a su hijo; pero las impresiones de insensibilidad son fugaces, si no las acompaña el convencimiento; y el monarca al dirigir a Fernando tan sensibles y afectuosas palabras, se olvidó de emplear el raciocinio también, puesto que nada le dijo ni aun en aquellos perentorios instantes acerca del mensaje traído por Izquierdo, contentándose con hablarle en general de los peligros de la patria, sin descender a los pormenores contenidos en las especies. Las lágrimas de Fernando se enjugaron bien pronto, no habiendo pasado veinte y cuatro horas sin que volviese a desconfiar de su padre y del valido sobre todo, a cuyas intrigas volvió a atribuirse la idea del viaje, resucitando con nuevo vigor los siniestros augurios con que todos miraban la marcha. Esta quedó no obstante resuella para el día 16, o para el 17 lo mas tarde, enviándose a Solano y Carrafa las últimas órdenes definitivas para protegerla, y haciendo salir de Madrid para Aranjuez con el menor estrépito posible toda la tropa de que podía disponerse después de dejar cubierto el servicio de la plaza, tomándose otras disposiciones que, por más reservadas que fuesen, no daban ya lugar a duda acerca de la resolución adoptada. Los ánimos estaban espantosamente alarmados, y el vulgo andaba por las calles llevado de la curiosidad y del desasosiego, presagiando todo un tumulto al menor esfuerzo que hiciesen los agentes de Fernando para hacerlo estallar. Estos se hallaban en guardia y resueltos a intentarlo todo a trueque de impedir que el príncipe de Asturias se les fuese de entre las manos. Los agentes de Gran Bretaña procuraban también por su parte alborotar el reino contra el monarca, esperando del tumulto el logro de su constante y nunca interrumpido deseo de medrar a costa de las revueltas de las naciones.

Deseoso D. Manuel Godoy de satisfacer la opinión pública en cuanto a los motivos del viaje, ideó el medio de dar un manifiesto al pueblo de Madrid que tranquilizase los ánimos sin alarmar a los franceses. Aprobada por el rey esta medida, se le dio al ministro Caballero el encargo de hacerla ejecutar, y el príncipe de la Paz encomendó a los jefes del estado mayor, que permanecía en Madrid, se entendiesen para aquel objeto con el decano del consejo de Castilla, cuya cooperación esperaba el valido obtener. La carta de Godoy fue acompañada de una minuta sobre las especies que podrían tocarse, reducidas en sustancia a decir: «que dirigiéndose hacia el centro del reino diferentes cuerpos de tropas imperiales que podrían tocar de paso en Madrid, o en sus inmediaciones y en los reales sitios, si bien, atendidas las seguridades que debía ofrecer la perfecta amistad no interrumpida en modo alguno entre S. M. y su íntimo aliado el emperador de los franceses, no cabía poner duda acerca de sus designios pacíficos, no podía prescindir S. M. de trasladar su corte momentáneamente, por convenir así al decoro que es debido y que se guarda en tales casos (aunque sea solo por la forma y entre príncipes amigos) a la suprema dignidad y a la completa independencia de las testas coronadas; que bajo aquel concepto, y con la idea también de precaver desavenencias y disgustos de etiqueta que tan frecuentemente se ocasionan en la concurrencia, sobre un mismo punto, de tropas nacionales y extranjeras, había resuelto el rey llevar consigo las que no fuesen del lodo necesarias para el servicio de Madrid y de los reales sitios; que esta resolución, lejos de ser hostil a su aliado, era una prueba más de la delicadeza de S. M., que deseaba prevenir lodo peligro de discordia o de mala inteligencia entre las dos naciones; que aquella ausencia pasajera no debía impedir de modo alguno su entrevista con el emperador, del modo y en la forma que entre ambos soberanos se dignasen concertarla, entrevista muy deseada por el rey para corroborar personalmente los mutuos sentimientos de amistad que deberían mancomunarlos en beneficio de sus pueblos, y proveer de un mismo acuerdo cuanto cumpliese a la común defensa y a la paz tan deseada; que afirmando S. M. bajo su real palabra no ser otros sus deseos y propósitos mientras su amigo y aliado se mostrase poseído de iguales sentimientos, debían tranquilizarse sus vasallos y desechar los pérfidos rumores con que los enemigos de la paz podrían turbar sus ánimos, ciertos en tanto, cual debían estarlo, de que en ninguna cosa pondría S. M. tanto conato como en robustecer y hacer más firme, cuanto estuviese de su parte, aquella misma paz que los había librado durante tantos años de las revoluciones, los trastornos y las ruinas que habían atribulado tantos pueblos de la Europa; ciertos también de que S. M. fiaba grandemente en su fidelidad y en su existencia para continuar aquella dicha, y sostener a todo trance contra toda suerte de enemigos aquel estado favorable, en que, gracias al divino auxilio, entre tantas caídas de pueblos y de reinos, se conservaba España ilesa en los dos mundos.»

La idea de este manifiesto era acertada sin duda alguna; pero el consejo de Castilla, ora fuese de buena fe, ora procediese supeditado por los fernandistas, como es más probable, se negó a dar el bando, exponiendo a Carlos IV las funestas consecuencias que el viaje podía tener. Esta conducta, unida a la efervescencia que se notaba en el pueblo, arredró el ánimo de Carlos IV a quien nada sobrecogía tanto como el temor a los alborotos, mandando en consecuencia circular la siguiente proclama para calmar el descontento que en todas parles reinaba.

 

PROCLAMA DE CARLOS IV.

 

«Amados vasallos míos: Vuestra noble agitación en estas circunstancias es un nuevo testimonio que me asegura de los sentimientos de vuestro corazón; y Yo, que cual padre tierno os amo, me apresuro a consolaros en la actual angustia que os oprime. Respirad tranquilos: sabed que el ejército de mi caro aliado el emperador de los franceses atraviesa mi reino con ideas de paz y de amistad. Su objeto es trasladarse a los puntos que amenaza el riesgo de algún desembarco del enemigo, y que la reunión de los cuerpos de mi guardia ni tiene el objeto de defender mi persona, ni acompañarme en un viaje que la malicia os ha hecho suponer como preciso. Rodeado de la acendrada lealtad de mis vasallos amados, de la cual tengo tan irrefragables pruebas, ¿qué puedo Yo temer? Y cuando la necesidad urgente lo exigiese, ¿podría dudar de las fuerzas que sus pechos generosos me ofrecerían? No: esta urgencia no la verán mis pueblos. Españoles, tranquilizad vuestro espíritu: conducíos como hasta aquí con las tropas del aliado de vuestro rey, y veréis en breves días restablecida la paz de vuestros corazones y a mí gozando la que el cielo me dispensa en el seno de mi familia y vuestro amor. Dado en mi palacio real de Aranjuez el 16 de marzo de 1808.—Yo el rey.=A D. Pedro Ceballos.»

Este documento en que tan determinadamente se desmentía el temido viaje, llenó de satisfacción y alegría a la muchedumbre que inundaba el real sitio, y agolpándose en derredor del palacio, victoreó entusiasmada al rey y a la real familia, que salió a presenciar las lisonjeras demostraciones del pueblo. Pero este alboroto se desvaneció prontamente : las órdenes que se habían dado a la guarnición de Madrid para dirigirse a Aranjuez no habían sido revocadas, y viéndolas dirigirse en silencio al real sitio, renovóse la alarma en los ánimos, resucitando la desconfianza y presentando todo el aspecto de una próxima conmoción, como veremos en el siguiente y último capítulo.