CAPITULO
XIX.
Intrigas y
manejos de Escoiquiz con el embajador Beauharnais.—Carta de Fernando a
Napoleón.—Prisión del príncipe de Asturias.—Causa del Escorial.—Reflexiones
sobre este acontecimiento
A muerte de
la princesa María Antonia, el destronamiento del rey de Nápoles y la proclama
del príncipe de la Paz habían producido en los partidarios de Fernando un
cambio de conducta política tan repentino como chocante, según han visto
nuestros lectores. Vueltos desde entonces sus ojos al emperador de los
franceses, y decidido Escoiquiz a llevar adelante sus planes dejando a un lado
toda clase de escrúpulos, procuró ponerse de acuerdo con el nuevo embajador de
Francia Mr. de Beauharnais, a cuyo efecto se avistaron con este D. Juan Manuel
de Villena, gentil-hombre del príncipe de Asturias, y el brigadier de
ingenieros D. Pedro Giraldo, su maestro de matemáticas. El embajador que al
venir a Madrid había recibido el encargo de observar las parcialidades que
estaban en pugna, se holgó naturalmente de que se le ofreciese ocasión tan
propicia de poner su misión en práctica, y manifestó a los comisionados
hallarse dispuesto a entenderse con las personas que el de Asturias designase
al efecto; pero deseoso de evitar algún engaño en tan delicado negocio, exigió
al mismo tiempo alguna señal o prueba de que el heredero de la corona prestaba
su anuencia a la intriga. Convenidos en ello unos y otros, acordaron que en el
primer día en que se celebrase corte, preguntase el príncipe a Beauharnais «si
había estado en Nápoles», y que al mismo tiempo sacase del bolsillo un pañuelo,
como en prueba de ser verdad que los tales comisionados eran agentes suyos.
Verificado todo como se había dispuesto, y persuadido el embajador de no haber
falsía en el trato, dióse luego principio a las
negociaciones, escogiéndose a Escoiquiz para representar el papel principal, a
cuyo efecto le presentó el duque del Infantado en la embajada francesa, so pretexto
de querer regalar el arcediano a Beauharnais un ejemplar de su poema sobre la
conquista de Méjico. Entablado así conocimiento entre el antiguo maestro del
príncipe y el encargado de Francia, quedaron citados para celebrar una
entrevista en el Retiro, la cual tuvo lugar a las dos de la tarde de uno de los
ardientes días de julio, como hora la más a propósito para conversar largamente
y sin peligro de ser notados en sitio como aquel.
«Ni
Escoiquiz ni Infantado (dice el autor anónimo de la Historia de la vida y
reinado de Fernando VII) haber establecido todavía un plan fijo que marcase los
trámites de la conjuración: creían obrar inocentemente y con el solo objeto de
derribar al ministro Godoy. a quien en tanto grado aborrecían. Mas el andar
mezclado en tamaño negocio un plenipotenciario extranjero, y no a sabiendas del
monarca cerca del cual estaba acreditado, aumentaba la gravedad del hecho, por
más que lo puliesen con el barniz de las intenciones.» Esta reflexión es
justísima, y la historia no perdonará jamás el torpe medio a que Infantado y
Escoiquiz recurrieron, aun cuando halle mas de un motivo para abonar el fin.
Llegado el día
de la entrevista, y asegurados de toda sorpresa, merced a lo solitario del
sitio y a lo intempestivo de la hora, comenzaron Escoiquiz y Beauharnais la
conversación deseada, descendiendo a pormenores y consideraciones en que hasta
entonces no habían tenido ocasión de ocuparse. El relato de Escoiquiz recayó
principalmente sobre la escandalosa privanza del príncipe de la Paz y el
inmenso poder de que disponía, siendo por lo mismo más notable el contraste que
con aquella elevación formaba el abatimiento político del de Asturias, a quien
se tenía cuidadosamente separado de los negocios, sin contar con él para nada.
Que esto era verdad, no hay para qué repetirlo; pero excusado es decir que el
canónigo exageraría su narración, pintando el aislamiento de su regio alumno
con los más recargados colores, y ponderando la opresión que en él se ejercía
como la mayor a que podía condenarse a quien como Fernando había nacido para
regir los destinos de una nación. Haciendo después el canónigo recaer la
conversación en las prendas que, según él, adornaban al heredero del trono,
levantó hasta las nubes sus bellas cualidades, elogiando entre ellas su amor a
Francia, tras lo cual indicó sagazmente la utilidad y conveniencia que a una y
otra nación resultaría de enlazar con la de Napoleón a la familia real de
España, casando al de Asturias con una princesa de la sangre del emperador, con
su sobrina v. gr. Mademoiselle Estefanía Tascher de la Pagerie, la cual
era parienta igualmente del mismo Beauharnais. Adulado el amor propio de este
con la idea de aquel enlace, pero no siéndole posible contestar categóricamente
a semejante propuesta, tanto por falta de autorización para ello, como por
estar prometida aquella princesa al joven duque de Aremberg,
se limitó a convenir con el canónigo en los más de los puntos que en su
conversación había tocado, entre ellos el de estrechar los vínculos con la
familia del emperador, acerca de lo cual prometió al canónigo darle en breve
contestación definitiva.
Animado
Escoiquiz con el buen aspecto que desde los primeros pasos presentaba el
negocio, continuó repitiendo sus entrevistas con el embajador, uniendo
Infantado sus gestiones a las del canónigo en lo relativo a las bodas.
Beauharnais entretenía con la fina astucia que le caracterizaba las esperanzas
de los agentes de Fernando, y mientras tanto ponía en conocimiento de su amo,
ocupado por entonces en su pensamiento favorito de someter a Portugal, todo lo
que pasaba. Sabedor el jefe de Francia, por conducto tan fiel y tan seguro, de
una multitud de pormenores que acaso ignoraba hasta entonces acerca de la
discordia en que la familia real de Carlos IV se hallaba dividida, y decidido
como estaba a explotarla en obsequio de sus miras particulares, ordenó a
Beauharnais que exigiese de Fernando garantías más seguras que las que había
dado hasta allí; y decimos que se lo ordenó, porque no es presumible que el
embajador se hubiera atrevido a dar por sí solo el atrevido paso de que vamos a
hablar sin la competente autorización para ello. Beauharnais en efecto dirigió a
Escoiquiz con fecha 30 de septiembre de 1807 una carta en la cual le decía que
en asunto como aquel no bastaban palabras que suele llevarse el viento, siendo
por lo tanto necesaria una prenda más segura de los deseos que se le había
manifestado. Beauharnais al expresarse en estos términos los subrayó
cuidadosamente, dando a entender con esto que las tales palabras eran hijas de
orden superior, y no de sus labios solamente. Esta insinuación cautelosa
produjo el resultado apetecido, y olvidado Fernando de sus deberes como
heredero de la corona, escribió a Napoleón el día 11 de octubre la carta
siguiente:
«Señor : El
temor de incomodar a V. M. I. en medio de sus hazañas y grandes negocios que lo
ocupan sin cesar, me ha privado hasta ahora de satisfacer directamente mis
deseos eficaces de manifestar al menos por escrito los sentimientos de respeto,
estimación y afecto que tengo al héroe mayor que cuantos le han precedido,
enviado por la Providencia para salvar la Europa del trastorno total que la
amenazaba, para consolidar los tronos vacilantes , y para dar a las naciones la
paz y la felicidad.
Las virtudes
de V. M. I., su moderación, su bondad, aun con sus más injustos e implacables
enemigos, todo en fin me hacia esperar que la expresión de estos sentimientos
sería recibida como efusión de un corazón lleno de admiración y de amistad más
sincera.
El estado en
que me hallo de mucho tiempo a esta parte, incapaz de ocultarse a la gran
penetración de V. M., ha sido hasta hoy segundo obstáculo que ha contenido mi
pluma preparada siempre a manifestar mis deseos. Pero lleno de esperanzas de
hallar en la magnanimidad de V. M. I. la protección mas poderosa, me determino
no solamente a testificar los sentimientos de mi corazón para con su augusta
persona, sino a depositar los secretos mas íntimos en el pecho de V. M. como en
el de un tierno padre.
Yo soy bien
infeliz de hallarme precisado por circunstancias particulares a ocultar como si
fuera crimen una acción tan justa y tan loable; pero tales suelen ser las
consecuencias funestas de un exceso de bondad , aun en los mejores reyes.
Lleno de
respeto y de amor filial para con mi padre (cuyo corazón es el más recto y
generoso), no me atrevería a decir sino a V. M. aquello que V. M. conoce mejor
que yo; esto es , que estas mismas cualidades suelen con frecuencia servir de
instrumento a las personas astutas y malignas para confundir la verdad a los
ojos del soberano, por más propia que sea esta virtud de caracteres semejantes
al de mi respetable padre.
Si los
hombres que le rodean aquí le dejasen conocer a fondo el carácter de V. M. I.
como yo lo conozco, ¿con qué ansias procuraría mi padre estrechar los nudos que
deben unir nuestras dos naciones? Y ¿habrá medio más proporcionado que rogar a
V. M. I. el honor de que me concediera por esposa una princesa de su augusta
familia? Este es el deseo unánime de todos los vasallos de mi padre, y no dudo
que también el suyo mismo (a pesar de los esfuerzos de un corto número de
malévolos) así que sepa las intenciones de V. M. I. Esto es cuanto mi corazón
apetece; pero no sucediendo así a los egoístas pérfidos que rodean a mi padre,
y que pueden sorprenderle por un momento, estoy lleno de temores en este punto.
Solo el
respeto de V. M. I. pudiera desconcertar sus planes abriendo los ojos a mis
buenos y amados padres, y haciéndolos felices al mismo tiempo que a la nación
española y a mí mismo. El mundo entero admirará cada día más la bondad de V. M
I. , quien tendrá en mi persona el hijo más reconocido y afecto.
Imploro pues
con la mayor confianza la protección paternal de V. M., a fin de que no
solamente se digne concederme el honor de darme por esposa una princesa de su
familia, sino allanar todas las dificultades y disipar todos los obstáculos que
puedan oponerse en este único objeto de mis deseos.
Este
esfuerzo de bondad de parte de V. M. I. es tanto más necesario para mí, cuanto
yo no puedo hacer ninguno de mi parte mediante a que se interpretaría insulto a
la autoridad paternal, estando como estoy reducido a solo el arbitrio de
resistir (y lo haré con invencible constancia) mi casamiento con otra persona,
sea la que fuere, sin el consentimiento y aprobación positiva de V. M., de
quien yo espero únicamente la elección de esposa para mí.
Esta es la
felicidad que confío conseguir de V, M. I., rogando a Dios que guarde su
preciosa vida muchos años. Escrito y firmado de mi propia mano y sellado con mi
sello en el Escorial a 11 de octubre de 1807.—De V. M. I. y R. su más afecto
servidor y hermano—Fernando»
El contenido
de esta carta hace seguramente bien poco honor a la memoria de Fernando. Un
príncipe que en medio de los elogios que estudiadamente tributa a las prendas
de su rey, lo acusa no obstante ante un soberano extranjero de falta de amistad
hacia este, anunciando la posibilidad de relajarse la armonía existente entre
las dos naciones si el emperador no se dispone a desconcertar los planes de los
malévolos que influyen con sus siniestros consejos en el ánimo del monarca; un
heredero de la corona, que olvidando su posición y sus deberes como llamado a
regir los destinos de una nación independiente, implora con tan poca dignidad
la poderosa protección de un rey extraño y con todas las apariencias de enemigo
de esa misma nación; un hijo en fin que despreciando la autoridad paterna y
hollando los respetos debidos al que le ha dado el ser, busca fuera de su país
otro padre adoptivo, prometiendo no recibir otra esposa que la que su mano le
dé, resistiendo con tenacidad todo enlace que no merezca su consentimiento y
aprobación positiva; un hombre que se conduce de esa manera, decimos, no puede
justificar su conducta con razones de ninguna especie; y menos si se tienen
presentes las críticas circunstancias en que la carta fue escrita, motivando
con ella quizá la brusca y repentina entrada de los franceses en España,
verificada siete días después, cuando, según hemos dicho, estaba pendiente
todavía el tratado de Fontainebleau. Pero la responsabilidad de este documento
no es solo del príncipe Fernando: lo es también, y en escala mayor sin duda, de
los consejeros que le hicieron aventurar un paso tan imprudente y tan opuesto a
los intereses de la causa que hacían alarde de sostener; lo es en último
resultado de los que teniendo humillado y abatido al heredero de la corona,
crearon con tal conducta el resentimiento de su corazón y la desesperación de
su alma: lo es del monarca, en una palabra, de la reina María Luisa y del
valido Godoy, porque todos contribuyeron al hecho a su modo; todos conspiraron
cada cual por su estilo a poner a Fernando en el caso de hacerse indigno de la
nación, aun antes de sentarse en el trono que sus destinos le llamaban a ocupar.
Carlos IV y
su hechura ignoraban mientras tanto lo que dentro del palacio pasaba, y al ver a
los franceses internarse en España de un modo tan arrebatado y prematuro,
creyeron uno solo peligro cuando en realidad eran dos. Izquierdo no las tenía
todas consigo al ver que sus notas no merecieron respuesta del jefe de Francia;
pero después de algunos días de estériles reclamaciones consiguió que se
firmase el tratado, no sin haber antes manifestado Napoleón lo mucho que le
incomodaba la desconfianza que respecto de sus miras manifestaba nuestra corte.
Beauharnais mientras tanto procuraba adormecer al gobierno español con la
cortesanía y amabilidad de su conducta; y al paso que alentaba las esperanzas
de los partidarios de Fernando, ponía en conocimiento del favorito la
existencia de varios escritos que algunos españoles dirigían contra su
valimiento al emperador de los franceses. De esta conducta pérfida y villana da
una prueba insigne el día 14 de octubre, tres días después de haber tomado a su
cuenta encaminar a las manos de Napoleón la carta de Fernando. El embajador
pasó al Escorial, y obtenida audiencia del rey, contra el cual conspiraba en
secreto, le felicitó de parte de su amo por los triunfos de nuestras armas en
la América meridional, poniendo en su noticia al mismo tiempo el enlace que
acababa de tener lugar entre el príncipe Gerónimo Bonaparte y la princesa real
de Wutemberg Federica Catalina. Tales eran las artes
desplegadas por Beauharnais para conseguir que uno y otro bando le tuviesen por
amigo y afecto. El príncipe Fernando, cuyo cumpleaños celebraba la corte aquel día,
mostró por su parte un agrado y una benevolencia tal hablando con el embajador,
que creyéndole sus padres reconciliado de buena fe con aquella Francia a quien
tanta aversión había mostrado antes, se entregaron a los transportes de la más
cordial alegría, felicitándose a sí mismos de un cambio tan venturoso. Estaba
escrito que en el palacio de Carlos IV debía ser todo ceguera. Pero la
complacencia mostrada a Beauharnais era tan sincera en el corazón de Fernando
como halagüeñas las esperanzas que aquel le había hecho concebir; no así la que
aparentó con sus augustos padres, a quienes besó la mano con evidentes muestras
de filial respeto, dando así principio a la ruin falsedad que más adelante
formó una parte del carácter de este príncipe tan tristemente célebre en las
páginas de la historia. La naturaleza no le había formado bueno por desgracia,
y las fatales circunstancias que rodearon su juventud acabaron de hacerle peor.
Dícese que por estos tiempos se trató seriamente de variar la dinastía española
por la reina María Luisa, de acuerdo para ello con el hombre en quien de tantos
años atrás tenía puestos los ojos. Nosotros no nos atrevemos a creer que
existiese una madre tan desnaturalizada para poder abrigar semejante proyecto
contra su hijo; pero tal fue entonces la opinión divulgada entre los españoles,
asegurando el conde de Toreno que acerca del mencionado designio se tanteó a
varias personas, llegando a punto de buscar amigos y parciales sin disfraz ni
rebozo, y siendo uno de los solicitados el coronel de Pavía D. Tomas de
Jáuregui, «a quien descaradamente (dice el historiador mencionado) tocó tan
delicado asunto D. Diego Godoy.» Por mucha que sea la fe que tan respetable
escritor nos merezca, todavía se resiste nuestro corazón a creer tan indigno
proyecto. En el encono a que habían llegado las dos parcialidades contendiente,
cabe muy bien haber tanto la una como la otra divulgado rumores sin más
fundamento que el que el mismo rencor les prestaba, y nosotros por nuestra
parte nos inclinamos a contar como uno de ellos el proyecto de que hacemos
mención. El efecto que tan alarmante noticia produciría en el alma de Fernando,
y el mayor o menor influjo que en su conducta podía ejercer, el lector podrá
calcularlo.
Vamos ahora
al relato del hecho que tenemos anunciado desde el fin del capítulo
antecedente, y dichosos nosotros si entre la variedad y contradicción de las
narraciones que acerca de él se han forjado, conseguimos presentarlo a nuestros
lectores bajo su verdadero punto de vista. Para ello no hay otro medio que
separar en tan delicada materia lo cierto y evidente de lo dudoso o
problemático, recurriendo a nuestro solo criterio cuando las opiniones sean
encontradas, y escuchando a unos y a otros antes de precipitarnos a dar
sentencia definitiva. Nuestra posición al verificarlo es la más independiente
de todas. Exentos de todo roce con los hombres y partidos de aquella época, en
la cual no habíamos nacido todavía, lo mismo hemos acusado a Godoy que a
Fernando, a Carlos IV que a María Luisa. Si nos equivocamos en nuestros
juicios, debido será a la debilidad de nuestra razón, no a falta de esmero y
diligencia en ejercitarla para poder indagar lo mas probable o verosímil cuando
los hechos son controvertidos.
Hallábase la
corte en el Escorial según la costumbre establecida para el otoño, cuando
hablando un día la reina María Luisa con la marquesa de Perijáa,
su dama de honor, díjole esta que acababa de saber
por uno de los criados del príncipe de Asturias que su amo pasaba las noches en
vela, dedicándose a escribir hasta la madrugada. Esta noticia que podría haber
infundido sospechas sobre la índole y naturaleza de los trabajos en que el
heredero de la corona podría ocuparse, pasó como desapercibida para la reina,
la cual no hizo de aquel incidente mérito particular. Poco tiempo antes había
mostrado Fernando deseos de figurar como hombre de letras, y al efecto se
propuso traducir al castellano las Revoluciones romanas de Vertot, llegando a realizar la versión del primer tomo, y
aun dándolo a la imprenta con las iniciales de su nombre y apellido en la
portada. Tras esto, y a consecuencia de haberle reprendido sus padres, tanto
por la elección de la obra como por haber procedido a su traducción e impresión
sin tener primero la venia de SS. MM., emprendió por consejo de estos la
versión del Estudio de la Historia de Condillac, presentando a los reyes
las primeras muestras de su nuevo trabajo, y dejándolos notablemente complacidos
con aquella prueba de laboriosidad y de aplicación a las letras. De aquí el no
haber hecho en la reina impresión ninguna la noticia que le fue dada por la
marquesa de Perijáa, suponiendo María Luisa que las
veladas del príncipe serían debidas al deseo de llevar adelante su tarea
literaria. Pero Fernando no había aparentado dedicarse a su nueva obra sino con
el objeto de alucinar a sus guardadores, quitándoles todo motivo para sospechar
que pudiese ocuparse en cosas de más trascendencia. Nadie es tan ingenioso y
sagaz como un preso en sacar partido de la triste situación a que se ve
reducido; y lejos de probar los trabajos literarios de Fernando la holgura y
libertad de este, como pretende el de la Paz, inducen al contrario a creer que
lo que se ha dicho acerca de la vigilancia ejercida sobre el príncipe, si bien
es natural que se haya exagerado, no por eso carece de fundamento, puesto que
el príncipe se vio en la precisión de pretextar tareas inocentes y libres de
todo roce con los negocios públicos, para a la sombra de ese pretexto poder
conspirar mejor.
Pocos días
después del aviso dado a la reina, encontró Carlos IV sobre su atril un anónimo
con tres luegos, escrito con letra disfrazada
y temblona, en el cual se le decía, según en sus Memorias manifiesta D. Manuel
Godoy, que el príncipe Fernando preparaba un movimiento en el Palacio, que
peligraba su corona; y que la reina María Luisa podría correr un gran riesgo de
morir envenenada, que urgía impedir aquel intento sin dejar perder un instante,
y que el vasallo fiel que daba aquel aviso no se encontraba en posición ni en
circunstancias para poder cumplir de otra manera sus deberes. Este anónimo, del
cual no hace mención en su historia el conde de Toreno, ha sido atribuido por
algunos a las intrigas de Beauharnais o de otro agente de Francia, y al príncipe
de la Paz por otros, no faltando quien haya negado hasta la existencia del tal
escrito. Nosotros le tenemos por real y efectivo, toda vez que por tal lo tiene
el mismo D. Manuel Godoy; pero en cuanto a atribuirlo determinadamente a esta o
a la otra persona, suspendemos nuestro juicio. Tal vez proviniese, como dice el
príncipe de la Paz, de alguno de los mismos conjurados; mas quienquiera que
fuese su autor, nos inclinamos a creer que los peligros anunciados en el papel
eran exagerados, y que el aviso participaba del estado de exaltación en que
deberían hallarse los remordimientos que el que lo dio sentiría en su
conciencia, si fue en efecto su autor algún conjurado arrepentido. Los hechos
descubiertos posteriormente y las revelaciones del príncipe Fernando delatan á
este sin duda como conspirador; pero están muy lejos de hacer verosímil el
conato de envenenamiento que en el anónimo se supone contra la reina María
Luisa: la naturaleza se resiste por otra parte a creer semejante crimen
mientras no lo vea apoyado en fundamentos irrecusables y exentos de toda duda.
El objeto del príncipe de Asturias era derribar al valido y subir él al poder;
y para esto no era necesario proceder a atentados tan horribles como el de que
hacemos mención.
Espantados Carlos
IV y María Luisa con la lectura de aquel pliego, titubearon en la elección de
medios para impedir la perpetración de un crimen a que no podían dar entero
crédito, y últimamente determinó el monarca, de acuerdo con la reina, explorar
por sí propio los pasos de su hijo, guardando mientras tanto en lo íntimo de su
corazón el secreto de sus penas. Recordando entonces el aviso dado pocos días
antes por la marquesa de Perijáa, y deseoso de ver
por sus mismos ojos la índole de los trabajos que hacían pasar al príncipe las
noches en vela, resolvió Carlos IV por primera diligencia hacer un escrutinio
en los papeles del presunto reo, a cuyo efecto se trasladó al cuarto del príncipe
sin compañía de persona extraña, deseando así no alarmarle con una visita de la
misma índole al parecer que las que acostumbraba a hacerle en otras ocasiones,
lo mismo que a sus hermanos, sin más objeto que el de satisfacer el deseo de
verlos. No contento con esto, y queriendo evitar al príncipe hasta la más leve
sombra de sospecha, pretextó que venía a verle para congratularse con él por
las nuevas noticias que acababan de llegar acerca de nuestros triunfos en
América, y para regalarle la colección de poesías en que se celebraban estos
triunfos, a cuyo efecto la llevó consigo ricamente encuadernada. «Contóme el rey después (dice el príncipe de la Paz, cuya relación
seguimos acerca de los pormenores de esta visita) que entró con estas nuevas y
aquel libro pidiendo albricias a su hijo, y que de tal manera se sentía
dispuesto en favor suyo, que si en su rostro hubiera visto algunas señas de
aquel descuido natural con que se muestra un ánimo inocente, no habría podido
resolverse a practicar el escrutinio; mas que la turbación y el embarazo de su
hijo le vendieron, y que sus ojos mismos dieron guía para topar con los papeles
que le fueron aprehendidos. Para que lodo se empeorase y se espesara más aquel
nublado que comenzaba a desdoblarse, quiso la mala suerte (prosigue el autor de
las Memorias) que hecho ya el triste hallazgo, el príncipe Fernando, en vez de
que probase a sosegar el ánimo del rey y a contener su enojo, rehusase
contestar a sus preguntas y le tuviese un tono irreverente y despechado. El
consternado padre le dio orden de que no saliese ni recibiera a nadie, y se retiró.
Viendo el
monarca comprobadas en parte las sospechas que suscitó en su alma la lectura
del anónimo, quiso tomar consejo de algún secretario de su confianza, y eligió
al ministro Caballero , según confirma D. Manuel Godoy. Solos el rey, la reina
y el ministro, examinaron y leyeron los papeles aprehendidos al príncipe, los
cuales fueron estos :
1.° Un
cuadernillo de algo más de doce hojas, en el cual se contiene una exposición,
dictada por Escoiquiz y escrita de puño y letra de Fernando, en la que pintaba
este con los colores más vivos la escandalosa privanza del príncipe de la Paz,
acusándole de gravísimos delitos , entre ellos el de pretender apoderarse del
trono, intentando para ello la muerte del rey y de toda la real familia. Una
acusación tan grave como esta necesitaba por su misma inverosimilitud ser
justificada con datos, y para convencer a S. M. de que todo era cierto, le suplicaba
el príncipe tuviese a bien disponer una batida al Pardo o Casa de Campo, donde
podría oír los testigos que el mismo Fernando presentaría, con tal empero que
ni el príncipe de la Paz, ni la reina , ni otra persona que fuese parcial o
amiga del primero asistiese a la conferencia. Como medio de evitar la realización
de los horribles intentos que se atribuían a Godoy, pedía el príncipe la
prisión de este y su confinación a un castillo, formándole causa con los más
breves trámites posibles y previas las precauciones que su alteza indicaría,
debiendo ser la primera de todas que durante el proceso y hasta haberse
cumplido la sentencia no oyese el rey a nadie sino en presencia de Fernando, ni
hablase con la reina en manera alguna, para evitar con esto que los ruegos o
lágrimas de su esposa pudieran hacer variar la determinación del monarca. Pedíase igualmente en dicho documento el embargo de una
parte de los bienes pertenecientes al valido, la prisión de sus criados, la de
doña Josefa Tudó, su amiga, y la de otras personas
que indicaría el príncipe en los decretos que presentaría a la aprobación de su
padre. Junto con esto pedía el heredero del trono ser asociado al gobierno,
recibir el mando de las tropas, y ver autorizado y confirmado por el rey cuanto
hiciese en seguridad del trono amenazado por traidores, concluyendo por
suplicar a S. M. que caso de negarse a solicitud tan justa, se dignase
guardarle secreto , por el inminente peligro que corría la vida del solicitante
si llegaba a descubrirse semejante paso.
2.° Un
cuadernillo de cinco hojas y media, que incluía una instrucción del mismo
Escoiquiz, copiada como la representación anterior de mano del príncipe, en la
cual le proponía su maestro tentar la caída de Godoy por medio de la reina, a
quien debía hablar de rodillas, procurando conmover su corazón con un discurso
en que pusiese a prueba los quilates del amor materno, interesándola además
como reina y como mujer, para lo cual debía picar su amor propio poniéndole
delante las infidelidades y libertinaje del favorito; y si estos medios no eran
bastantes, podría entonces, añadía el arcediano, apelarse a otros recursos más
seguros. En la misma instrucción, y en letra que aunque disfrazada se reconoció
después por de Escoiquiz, se incluía una carta sin firma, fecha en Talavera a 18
de marzo, sin expresar el año, en la cual hablaba el canónigo del matrimonio
del príncipe con una parienta del emperador, indicándole los pasos y medidas
que debían ponerse en práctica para llegar al logro deseado, y las trazas y
efugios de que Fernando podría valerse para desconcertar el enlace proyectado
por su padre con la cuñada de Godoy doña María Luisa. Los nombres de que el
canónigo se valía eran fingidos; pero sin bastante arte para que los extraños a
la intriga dejasen de caer en la cuenta de quiénes pudieran ser los sujetos
aludidos. Los consejos que se daban al príncipe se suponían emanados de la boca
de un fraile , y en ellos se recomendaba como medio primero de todos para conseguir
buenos resultados implorar la asistencia de la Virgen.
3.° La cifra
y clave de la correspondencia entre el príncipe Fernando y el arcediano de
Toledo, y las que habían servido a la difunta princesa María Antonia para
entenderse con su madre la reina Carolina de Nápoles.
Todos los
autores hacen relación de los papeles de que hemos dado cuenta hasta aquí, y
todos convienen en el fondo de su contenido; siendo sin embargo distintos los
comentarios que se permiten hacer, según su mayor o menor inclinación a este o
al otro partido. El conde de Toreno, cuya pluma nos parece algo indulgente en
todo lo que dice relación al príncipe de Asturias, hace no obstante una
calificación muy justa en nuestro concepto, tanto de la trama del Escorial,
como de los papeles encontrados al príncipe. «En el concebir, dice, de tan
desvariada intriga, ya despunta aquella sencilla credulidad y ambicioso
desasosiego, de que nos dará desgraciadamente en el curso de esta historia
sobradas pruebas el canónigo Escoiquiz. En efecto, admira como pensó que un
príncipe mozo e inexperto había de tener más cabida en el pecho de su augusto
padre que una esposa y un valido, dueños absolutos por hábito y afición del perezoso
ánimo de tan débil monarca. Mas de los papeles cogidos al príncipe, si bien se
advertía al examinarlos gran anhelo por alcanzar el mando y por intervenir en
los negocios del gobierno, no resultaba proyecto alguno formal de destronar al
rey, ni menos el atroz crimen de un hijo que intenta quitar la vida a su
padre.» Esta calificación, repetimos, nos parece imparcial y justa; pero el
conde de Toreno al hacerla se refería a los solos papeles de que tenemos
noticia por el común de los autores, que son los arriba expresados, y el
príncipe de la Paz hace mérito de otro que por la razón que veremos después no
figuró en el proceso, y en el cual se fundaron mayormente, según asegura el
mismo, los temores de los reyes y del ministro Caballero.
«Este papel,
dice D. Manuel Godoy, era una carta ya cerrada, pero sin sobrescrito, la fecha
del mismo día en que fue hallada. Tenía la firma de una simple nota sin firma
ni membrete : la escritura del príncipe Fernando. A lo que alcanza mi memoria, decía
el príncipe, que meditando el pro y el contra de las operaciones consabidas, y
creyendo no ser posible hacer camino con su madre, prefería el otro medio de
dirigir al rey la exposición que había ya puesto en limpio de su letra, para lo
cual se proponía buscar un religioso que la entregase en a real mano como un
asunto de conciencia; que se había empapado bien (estas dos palabras las
subraya el príncipe de la Paz) en la gloriosa vida de San Hermenegildo, y que
llegado el caso sabría tomar el mismo esfuerzo de aquel santo para combatir por
la justicia; pero que no teniendo vocación de mártir, quería de nuevo
asegurarse, y exigía se le dijese si estaba todo bien dispuesto y concertado
para el caso en que surtiendo mal efecto aquel escrito, se tratase de oprimirle;
que si tal cosa sucediese, se hallaba decidido a rechazar la fuerza con la
fuerza, y se sentía animado de un impulso más que humano, que no podía venir
sino del santo mártir a quien había tomado por patrono; que se mirase bien si los
que se ofrecían a sostener su causa estaban firmes; que se tuviesen prontas las
proclamas, y que se hallase todo listo, a prevención, para el momento en que
avisase que la exposición se había entregado. Encomendaba mucho que si llegaba
el caso de que fuese necesario un movimiento, se dirigiese de tal modo que la
tormenta amenazase solamente a Sisberto y a Gosvinda; que a Leovigildo le ganasen con vítores y
aplausos, y que una vez las cosas puestas de este modo, se prosiguiese obrando
con firmeza hasta lograr el triunfo entero y afirmado para siempre.»
«Fácil es de
conocer hasta aquí (añade el príncipe de la Paz en una nota) hasta qué extremo había
logrado Escoiquiz seducir al incauto Fernando y ofuscar su espíritu. Presentóle como modelo a un príncipe venerado en los
altares, cuyo gran merecimiento era haber hecho la guerra a su padre dos veces,
puesto a la cabeza del partido católico; y eligió aquel modelo y le apañó de
tal modo, que hasta en buscar la protección del emperador de los franceses,
pudiese hallar el príncipe de Asturias el mismo rasgo de conducta en San
Hermenegildo, cuando este príncipe invocó contra su padre la protección de Justiniano.
Se ve bien que Carlos IV estaba designado en el escrito de Fernando con el
nombre del rey godo Leovigildo; a la verdad un rey de los mejores y más grandes
que se cuentan en las centurias góticas, por más que los autores eclesiásticos
hayan querido presentarle como un monstruo. Gosvinda era la viuda de Atanagildo, casada en segundas nupcias con Leovigildo, y por
tanto madrastra de sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo, que el rey godo había
tenido de su primera mujer Teodosia. ¡Con aquel nombre de madrastra era
significada María Luisa llamándola Gosvinda! El Sisberto era yo precisamente. Este nombre me fue aplicado
por Escoiquiz para hacerme más odioso y mas terrible al príncipe Fernando,
porque Sisberto fue el que presidió la ejecución de
muerte de San Hermenegildo. Con tal instigador y tal maestro como Escoiquiz,
disculpará cualquiera, como yo disculpo, al príncipe Fernando.»
No
investigaremos aquí si María Luisa era acreedora a la calificación de madrastra
que bajo el nombre de Gosvinda se le daba en el papel
cuya existencia ha revelado a la historia el príncipe de la Paz. Por lo que
llevamos relatado hasta ahora habrá podido inferir el lector si la pasión que
dominaba a la reina era compatible con el exacto y puntual cumplimiento de los
deberes de madre; pero de no serlo del modo que debía, a mostrarse tan
desnaturalizada y tan indigna como algunos escritores han dicho, la distancia
que media es inmensa, y el lector nos ha visto vindicarla de los designios que
se le han atribuido de quitar el trono a Fernando para dar el cetro español al
predilecto objeto de su ternura. Nuestro corazón a lo menos se resiste a creer
otra cosa, y justo será permitirnos que en la severidad con que tratamos al
príncipe Fernando, mostremos igual resistencia a juzgarle de un modo peor que a
su madre, mientras no se nos presenten documentos más autorizados que el
escrito a que el príncipe de la Paz acaba de hacer referencia. Y no porque lo
creamos invención de Godoy en manera alguna sino porque habiendo sido aquel papel
arrebatado por la reina, según el mismo Godoy manifiesta, y habiéndose
verificado su desaparición en medio de los trasportes del dolor y de la
consternación más profunda, pudo suceder muy bien que el estado moral en que se
hallaban los ánimos de los que examinaban los documentos influyese en hacerles
dar a algunas frases un sentido más alarmante del que realmente tenían,
juzgando capaz al príncipe conspirador de atentar contra la existencia de su
madre, llamando sobre ella y sobre Godoy exclusivamente la tormenta que en
último resultado pudiera estallar. Además de esto, la relación del príncipe de
la Paz se funda únicamente en lo que puede recordar su memoria , y acusaciones
tan graves como la de que tratamos exigen apoyos más eficaces de los que puede
prestarles una facultad del alma tan frágil y resbaladiza. ¿Vio por otra parte
Godoy el documento de que aquí se trata, o se funda su relación en la que María
Luisa pudo hacerle acerca del mismo? Esto no lo dice el príncipe de la Paz, y
harto se deja comprender la diferencia que existiría entre un relato que se fundase
en otro relato, y el que reconociese por base inmediata la vista y lectura del
papel sobre que recae. Aun en este caso, quedaría todavía la duda de si Godoy
había sabido leer lo solamente preciso, pues el peligro amenazaba caer
principalmente sobre su cabeza, y quien se hallaba en la turbada posición que
él entonces, no nos parece sujeto muy a propósito para examinar con circunspección
y con calma la verdadera índole de aquella conspiración, sin prestar al cuadro un
colorido mas lúgubre del que realmente pudiera tener. Nosotros creemos que el
verdadero objeto de la conjuración de Fernando era derribar a Godoy del poder,
y quitar a su madre la perniciosa influencia que junto con el valido ejercía,
para de este modo ocupar el una posición mas digna y participar en unión con su
augusto padre de la dirección de los negocios públicos, sin que nos sea posible
deducir otra cosa aun dando por irrecusable el relato del príncipe de la Paz,
puesto que según el autor de las Memorias la tormenta no debía dirigirse jamás
contra el rey, prueba indudable de que no se trataba de quitarle el trono: y
siendo esto así, ¿á que dar a aquella tormenta una interpretación mas retorcida
de lo que exigen la razón y el buen sentido? Queda por consiguiente en pie la
calificación que el conde de Toreno ha hecho del contenido de los papeles cogidos
al príncipe, aun cuando al hacerla prescindiese, por no tener noticia de su
existencia, del último que nosotros hemos querido tener en consideración,
porque en asunto de tamaña importancia no es justo escribir una sola línea sin oír
primero a una de las parles más interesadas como lo es el príncipe de la Paz.
Acabado de leer el último escrito, dirigió el rey (dice el autor de las Memorias) la vista a Caballero, diciendo: «¡Tu me dirás lo que merece un hijo que tal hace! —Señor , dijo el ministro, sin vuestra real clemencia, y a no poder servir para descargo de su alteza la instigación de los malvados que han conseguido extraviarle de un modo tan horrendo, la espada de la ley podría caer sobre su cuello por menos que estas cosas..... en otro caso semejante» —¡No más! no más! clamó la reina; ¡por mal que hubiese obrado, por más ingrato que me sea no olvides que es mi hijo. Si me da algún derecho mi título de madre, sea yo quien guarde y quite de la vista de los hombres ese papel que le condena... ¡le han engañado! ¡le han perdido!... Y se arrojó llorando (concluye el príncipe de la
Paz), arrebató el papel y lo escondió en su seno.
Ese dolor,
ese llanto, esa ternura maternal no están muy acordes seguramente con los
recuerdos que acerca de María Luisa nos ha dejado la tradición, y no faltará
quien los crea invención del hombre a cuya causa interesa tanto pintar los
hechos con ciertos y determinados colores. Nosotros sin embargo admitimos la
escena como real y efectiva. ¡Son tan bellas esas lágrimas, y son tan lógicas
por otra parte, si nos es permitida semejante expresión! Cualesquiera que
fuesen los vicios de la reina y los proyectos que en medio de su desapoderada
pasión albergase en obsequio de su favorito, el momento del peligro de un hijo
es el más solemne para una madre; y no siendo esta una fiera, la naturaleza ha
de obrar, abriendo en el fondo de su corazón las cataratas del llanto. Pero el
ministro Caballero, que tan enemigo era del príncipe de la Paz, según este,
¿cómo no hizo uso en aquellos momentos de expresión la más leve contra él,
contentándose con anatematizar la conducta del de Asturias y con anunciar a sus
augustos padres el inevitable rigor que las leyes tenían reservado al heredero
del trono si la clemencia real no le escudaba del castigo? Mas si por estar
delante la reina no era aquella ocasión oportuna para hablar de su amado en
términos menos favorables de los que ella pudiera sufrir, ¿quién le impidió
verificarlo después hablando a solas con Carlos IV, y aprovechando la confianza
que este acababa de dispensarle toda vez que en asunto tan grave como aquel le
elegía por consejero exclusivo, efecto todo del favorable concepto que
Caballero merecía al monarca, según el mismo Godoy asegura en tantos pasajes de
sus Memorias? Lejos empero de aprovechar en perjuicio del valido un incidente
tan favorable como el que para ello le ofrecía la causa del Escorial, el
ministro de Gracia y Justicia no parece que tuvo cabeza sino para obrar en
contra de Fernando, conducta diametralmente opuesta a la que debía esperarse
si, como asegura el príncipe de la Paz, hubiera estado Caballero afiliado entre
los enemigos de este. El consejo mejor que podía darse al monarca, una vez
supuesto el de asegurar la persona de Fernando, consistía en proceder a medida
idéntica con el favorito, aun cuando solo fuese por vía de precaución, pues
acusándose al último en los papeles que acababan de examinarse de un modo cuyo
fundamento merecía la pena de ser investigado, nada podía honrar tanto al rey
como la imparcialidad de los primeros procedimientos, evitándose así que el
pueblo español atribuyera, como lo hizo, al solo deseo de imponer contra
Fernando medidas que se tomaban contra este exclusivamente. ¿Cómo, pues,
repetimos , no tentó Caballero un medio que estando tan acorde con el plausible
deseo de investigar la verdad, podía estarlo también con la satisfacción que en
dañar a su pretendido enemigo llegaría acaso a caberle? Nosotros repetimos aquí
lo que en otras ocasiones tenemos dicho: cuando las relaciones del príncipe de
la Paz se refieren al difunto marqués de Caballero, casi siempre nos son
sospechosas, siendo esta una de las muchas veces en que tenemos la desgracia de
desconfiar de sus dichos, cuando no se hallan apoyados en otro fundamento que
el de su palabra. La conducta observada por aquel ministro con motivo de la
causa del Escorial está reñida con toda idea de enemistad, que valga la pena de
llamarse así, entre él y D, Manuel Godoy por aquellos días. Vamos a examinar
ahora la conducta y los pasos del último.
El príncipe
de la Paz se hallaba enfermo en Madrid cuando se verificó la sorpresa de los
papeles de Fernando, circunstancia que parece eximirle de toda responsabilidad
que diga relación con las primeras providencias lomadas por el rey en aquel
día. Redujéronse estas, después de una larga
deliberación entre SS. MM. y Caballero, a dirigir un manifiesto a la nación, a
nombrar jueces que instruyesen el correspondiente sumario, y a obrar con entera
sujeción a la ley, parecer en que convinieron después los demás ministros,
según el autor de las Memorias, cuando fueron llamados por el rey a emitir su
opinión sobre asunto tan delicado. Resolvióse igualmente proceder por primer acto judicial al interrogatorio del príncipe de
Asturias, a cuyo efecto se llamó en calidad de juez al gobernador interino del
consejo D. Arias Mons Velarde. Llamado Fernando a
declarar en presencia del rey y de sus ministros, creyóse humillado con aquel aparato; contestó a las preguntas con exasperación y falta
de concierto, y en la breve declaración que prestó, añadió a sus respuestas
evasivas palabras nada conformes con los respetos debidos a la autoridad del
rey y con el miramiento que le tenía este interrogándole por si mismo.
Indignado el monarca de las malas maneras de Fernando, le acompañó a su cuarto
con toda la comitiva , y le dejó arrestado en él, poniéndole centinelas de vista.
Este arresto ha dado motivo a exageraciones acerca del rigor y aparato con que
se verificó, y el príncipe de la Paz ha creído oportuno rectificarlas. La comitiva
del rey, según él, consistió en el decano del consejo y en el ministerio, de
cuya asistencia a un acto como aquel parecía no deber prescindirse, en los ocho
individuos de la guardia que junto con un exento constituían el zaguanete que acompañaba
al rey, según costumbre , siempre que sale por el palacio, y en el
gentil-hombre de servicio, por último, el cual llevaba una bujía en la mano,
sin que hubiese gentes con hachas encendidas como han asegurado algunos
escritores. Tampoco es cierto que al arrestar Carlos IV a su hijo le recogiese
la espada, como la mayoría de los mismos ha dicho, entre ellos el conde de
Toreno.
D. Manuel
Godoy desaprueba las medidas aconsejadas al rey por Caballero, no por lo que
ellas eran en sí mismas, sino por haberse procedido a tomarlas antes de probar a
reducir al heredero del trono con buenas razones, poniendo en juego los medios
industriosos que en tales casos aconseja la prudencia y el conocimiento del
corazón humano. «¡Qué no habría podido, dice, con una noche do por medio de
remordimientos y temores una visita de sus padres, poniéndole a elegir entre
sus brazos o el rigor de la justicia!» Esta reflexión nos parece justa; pero
falta ver ahora si la conducta del príncipe de la Paz fue más prudente que la
de Caballero.
Hallándose
Godoy enfermo en Madrid, según hemos dicho, parece que no pudo tener parte en
los acontecimientos del 28 de octubre, día en que se verificó la ocupación de
los papeles de Fernando, ni en el día siguiente tampoco, en que se procedió al
interrogatorio y al arresto. Algunos han creído que no obstante hallarse el
favorito en cama, fue él quien dirigió la intriga por medio de sus agentes, no
faltando quien haya sospechado que aquella enfermedad fue un pretexto para así
encubrirse mejor. Nosotros hemos procurado informarnos acerca del particular, y
a lo que resulta de nuestras indagaciones, la dolencia, aunque poco grave, fue
real y efectiva; y de aquí habernos visto el lector vindicarle de toda
responsabilidad en los primeros actos de aquel suceso ruidoso. La enfermedad no
obstante no impidió que el valido fuese consultado por el rey, según su invencible
costumbre, el mismo día 28, dado que Carlos IV le refirió lodo lo sucedido,
pidiéndole que se trasladase al Escorial si le era dado hacerlo así, o en su
defecto le enviase su dictamen por escrito. «Pero partir era imposible, dice el
príncipe de la Paz, con la fiebre inflamatoria que me tenía postrado. Pedí
recado de escribir, me incorporé en el lecho no sin gran trabajo, y en la mesa
de cama tracé lo menos mal que pude mi respuesta. Falto como me hallaba de una
multitud de datos necesarios para poder improvisar un parecer tan grave, mi espíritu
oprimido y conturbado como podrá inferir cualquiera que se ponga en lugar mío,
y mi cabeza nada firme, me limité a decir al rey, que a mi entender podrían
bastar algunas simples prevenciones de resguardo , y estas tomadas de tal
suerte que ni aun pudiera columbrarse su motivo verdadero; que a este fin haría
partir ( y así lo hice) alguna tropa suelta con el achaque de ojear y perseguir
una partida de ladrones que infestaba, cabalmente en aquella misma actualidad,
los despoblados del real sitio; que antes de resolver medidas extremadas, sería
mejor tentar, por cuantos medios fuese dable, las pacíficas, y atraer a su
alteza dulcemente; que en mi modo de ver las cosas y conociendo a fondo su
carácter, me hallaba casi cierto de que sería muy fácil saber de boca suya lo
que importaba se supiese; que una vez conocidos los que se habían extraviado,
podría ponerse el freno conveniente a aquellos embaucadores, y aun esto mismo
con templanza y discreción muy grande para evitar escándalos y ruidos,
procurando de tal manera el disimulo y el recato en cuanto se hiciese, que el
nombre de su alteza no sonase en cosa alguna , y que las mismas precauciones
que se pudiesen tomar en cuanto a su ulterior conducta, se disfrazasen con tal
arte que el público no viese sino señales indudables de intimidad y unión entre
sus majestades y su alteza; que esta manera de mostrarse haría que desmayasen
los que habrían entrado, si la había, en cualquier suerte de conjura, y que en
el caso solamente de no bastar estas medidas ni quedar más recurso para
descubrir aquella trama que los procedimientos judiciales, se podría apelar a
ellos, como se apela algunas veces en un total desahucio del enfermo a los
remedios soberanos.
«Este
dictamen del príncipe de la Paz fue hallado, según manifiesta él mismo,
refiriéndose a la deposición de uno de los jueces que más adelante entendieron
en su proceso; nosotros que hemos visto algunos de los papeles de cuya pérdida u
ocultación se queja D. Manuel Godoy, no hemos tenido ocasión de dar con este;
mas no por eso negaremos que su respuesta a la consulta de Carlos IV fuese tal
como el autor de las Memorias refiere. Concediéndole todo esto (y es cuanto le
podemos conceder), tenemos el sentimiento de decir que la conducta
posteriormente observada por el príncipe de la Paz en aquel delicado negocio,
no estuvo acorde con la moderación y prudencia que se hace resaltaren el dictamen.
Para justificar este modo nuestro de ver, no nos valdremos de rumores o
hablillas: las propias confesiones de D. Manuel Godoy serán la sola base en que
apoyemos nuestros raciocinios.
Por de
contado, hubiera sido proceder harto más delicado y más digno abstenerse el
valido de dar consejo de ninguna especie en una causa que era la suya también,
toda vez que los papeles encontrados al príncipe debían servir de cabeza al
proceso, caso de intentarse este, y en ellos se acriminaba al de la Paz en
términos de constituirle parte la más agraviada, y nada a propósito por lo
mismo para intervenir como asesor en aquel asunto. Otro hubiera hecho presentes
a S. M. estas razones de delicadeza, y dejando a su cargo y al de sus
consejeros tomar las medidas que creyesen más oportunas respecto de la conjuración,
habría pedido que se sujetasen su conducta y sus hechos al examen a que hubiera
lugar. El príncipe de la Paz no creyó sin duda bastante fuerte esta exigencia
de honor, y contestó lo que acaba de referirnos; siendo preciso confesar que
una vez adoptado por él este medio, supo ser circunspecto y mirado en su
resolución, proponiendo medios suaves ante todas cosas, y no dando la conjuración
por real y efectiva, puesto que se limitó a indicarla de una manera condicional
: si la había. ¿Cómo se compone ahora esto con el decreto del 30 de octubre,
escrito por la misma mano que acababa de trazar el dictamen?
Este último
llegó tarde, según el príncipe de la Paz, puesto que cuando lo recibió Carlos
IV, había sido ya interrogado y arrestado el príncipe de Asturias. Empeñado así
el rey en el camino de un proceso, era preciso dar un manifiesto al país, y
Caballero extendió el borrador. Antes de dar publicidad a documento de tamaña
importancia, quiso el rey que Godoy leyese el papel, y le dirigió un pliego por
la posta pidiéndole dictamen de nuevo y autorizándole para mudar y reformar
cuanto juzgase necesario en el borrador del ministro. El pliego del rey
contenía un relato de todo lo ocurrido en la noche del arresto del príncipe, y
se manifestaba muy airado contra este por la escasez de sus respuestas y lo
atrevido y descompuesto que se había mostrado en sus palabras. Todo esto lo
dice D. Manuel Godoy , y continúa así :
«¡Qué se podía
hacer ya para impedir aquel gran ruido que iba a darse! Una vez dado el paso
del arresto, el rey debía justificarlo; y puestos en la balanza padre e hijo,
no sé si podrá hallarse quien pretenda que por no cargar al hijo, verdadero
delincuente, se debiese dejar al inocente padre en descubierto. El manifiesto
era preciso; mas Caballero lo había puesto con tal tono de aspereza, aludía
tales hechos de la historia tan medrosos, y añadía tales citas de nuestros
cuerpos de derecho, que se podía inferir por su contexto haberse concebido y comenzado
a preparar un ejemplar tremendo: mas bien que el manifiesto de un monarca tan
benigno y piadoso como Carlos IV, parecía aquel escrito un gran requisitorio, y
estaba tan cargado, que ni aun aquellos mismos a quienes toca por oficio hacer
acusaciones, lo habrían puesto tan acerbo.
«Era lo más
profundo de la noche, la fiebre me abrasaba, mi vista estaba oscura, mi cabeza
como el hervir de una marea; y no embargante tal estado, era preciso una
respuesta sin la menor tardanza, y esta respuesta darla sin consultar con nadie,
sin que ninguno me ayudase ni aun a llevar la pluma. La excitación tan grande
que sufrió mi espíritu me hizo encontrar mis fuerzas tal como algunas veces se despliegan
en el acceso de un delirio. Leyendo y releyendo comencé a enmendar lo que de
modo alguno era enmendable; aquí borro, allí mudo, en esta parte deshago, en la
otra sobrescribo, allí me caen borrones, y al cabo de un buen rato, yo mismo no
entendía lo que había hecho, ni nadie habría podido descifrarlo. ¿Qué podía
hacer en tal apuro? Me resolví a trazar un borrador, distinto enteramente,
escrito a mi manera, el menos alarmante que pudiera hacerse, dando mas bien
lugar a la moral y al sentimiento que a la ira, y suavizando en mucha parte
aquel relato doloroso, aunque no tanto, que a fuerza de endulzarlo, la medida
tomada por el rey apareciese injusta y arbitraria. Trasladaré su contenido, tal
como yo lo puse y pareció después en el decreto o manifiesto que se dio al día
siguiente. Aunque es tan conocido, debo reproducirlo en este sitio porque el
lector lo juzgue, y para que pronuncie imparcialmente si en tales
circunstancias era dable haberle puesto más suave, y si entre un padre y
soberano tan ofendido cual se hallaba, y un hijo extraviado hasta tal punto
como lo consiguieron los malvados a quienes dio su oído, cabía haber hecho
aquel escrito más templado. Mi pensamiento dominante en su contexto fue no
cerrar la puerta a la indulgencia, como se habría cerrado, o hubiera parecido
se cerraba en el papel de Caballero »
Y a
continuación inserta el decreto, como lo hacemos nosotros también, invocando lo
mismo que el autor de las Memorias la imparcialidad y buen juicio de los
lectores acerca de las reflexiones que su lectura nos sugiere. El mencionado
documento decía así:
«Dios que
vela sobre las criaturas no permite la ejecución de hechos atroces cuando las víctimas
son inocentes. Así me ha librado su omnipotencia de la más inaudita catástrofe.
Mi pueblo, mis vasallos todos conocen muy bien mi cristiandad y mis costumbres
arregladas; todos me aman y de todos recibo pruebas de veneración, cual exige
el respeto de un padre amante de sus hijos. Vivía yo persuadido de esta verdad,
cuando una mano desconocida me enseña y descubre el más enorme y el más
inaudito plan que se trazaba en mi mismo palacio contra mi persona. La vida
mía, que tantas veces ha estado en riesgo, era ya una carga para mi sucesor,
que preocupado, obcecado y enajenado de todos los principios de cristiandad que
le enseñó mi paternal cuidado y amor, había admitido un plan para destronarme.
Entonces yo quise indagar por mí la verdad del hecho, y sorprendiéndole en su
mismo cuarto hallé en su poder la cifra de inteligencia e instrucciones que
recibía de los malvados. Convoqué al examen a mi gobernador interino del
consejo para que asociado con otros
ministros practicasen las diligencias de indagación. Todo se hizo, y de ella
resultan varios reos cuya prisión he decretado, así como el arresto de mi hijo
en su habitación. Esta pena quedaba a las muchas que me afligen; pero así como
es la más doloroso, es también la más importante de purgar, e ínterin mando
publicar el resultado, no quiero dejar de manifestar a mis vasallos mi
disgusto, que será menor con las muestras de su lealtad. Tendreislo entendido para que así se circule en la forma conveniente. En San Lorenzo el 30
de octubre de 1807.—Al gobernador interino del consejo.»
La lectura
de este documento nos ha hecho siempre creer que la mano que lo trazó y la
mente que presidió a su dictado no debían de estar tan abrasadas por la fiebre
como asegura el príncipe de la Paz. No, no es su redacción la obra de un calenturiento,
ni la coordinación que se observa en sus cláusulas se acomoda muy bien con la
idea que todos tenemos de las fuerzas que pueden desplegarse en el acceso de un
delirio. Pero D. Manuel Godoy ha querido exagerar su dolencia con la idea sin
duda de atenuar los cargos que por tal escrito se le puedan hacer. Nosotros,
como hemos manifestado arriba, tenemos por real y verdadera la enfermedad que
aquellos días le tenía postrado en cama; pero si alguna duda pudiera quedarnos
de que ese mal no era grave, bastaría para desvanecerla la simple consideración
de un escrito que revela en todas sus líneas la benignidad de los síntomas de
tan cacareada dolencia. Pero hay más que decir sobre esto. La lectura de otros
escritos que reconocen por autor a Godoy, nos hace creer igualmente que aun
cuando el decreto de que hablamos ahora esté lejos de ser un modelo literario,
y aun cuando la cabeza del enfermo estuviese despejada en el momento de
escribirlo, debió de haber al lado de su cama alguno que le ayudase en la
tarea, por más que el valido proteste no haber intervenido en su redacción
persona extraña. El príncipe de la Paz no era entonces tan hombre de letras
como parece serlo desde la publicación de sus Memorias.
Sea de esto
lo que quiera, y ora hubiese a su lado quien le dictara el decreto, ora copiase
lo sustancial del de Caballero, ora, en fin, fuese el favorito su solo y
verdadero autor, como no parece creíble, lo que no tiene duda es que el
documento en cuestión estaba escrito de su puño y letra, y que la responsabilidad
de su contenido recae toda sobre el príncipe de la Paz. Al declararlo él así,
porque no podía menos de hacerlo, no ha advertido que el testo de ese escrito
se halla en contradicción con la cordura de que hace alarde en el que dice
haber dirigido al monarca el día anterior. Si por no dejar en descubierto a
Carlos IV era preciso justificar el arresto del príncipe de Asturias, no por
eso debían avanzarse aserciones que el tiempo obligara a revocar, o hacerse
públicamente cargos que no estuviesen fundados en la más incontrastable
evidencia. Ahora bien : ¿qué es lo que resultaba contra el heredero del trono
de los papeles que acababan de serle aprehendidos? Nosotros hemos visto que aun
dando por inconcuso el relato del príncipe de la Paz acerca del escrito
arrebatado por la reina, no podía argüirse á Fernando de querer destronar a su
padre, y mucho menos del horrible designio de atentar contra su vida. ¡Y sin
embargo le acusaba Godoy en este decreto de lo uno y de lo otro! ¿Es esta la
moderación de que tanto se jacta el valido, o ese el modo de atenuar la
acerbidad del borrador trazado por Caballero? Pero hay en todo esto otra
circunstancia bien chocante. En el mencionado escrito, arrebatado por María
Luisa, se prevenía expresamente, según el príncipe de la Paz, que la tormenta,
caso de ser necesario un movimiento, debía amenazar solamente a Sisberto y a Gosvinda, ¡y he aqui que en el decreto de 30 de octubre no se habla una
sola palabra del peligro de la reina, y se hace recaer todo él sobre Carlos IV!
¿Por qué así? preguntaremos nosotros. Porque María Luisa se opuso a que se
hablara de ella o se hiciera referencia al susodicho papel, contestará el
valido, por ser aquel documento el que más condenaba al príncipe. ¿Y era el
modo , volveremos a replicar, de hacer menos mala la causa de Fernando, referir
como dirigido contra el padre un crimen que se supone intentado contra la madre
solamente? ¿Es esta la manera de abrir la puerta a la indulgencia, como con tanta
frescura dice haberlo hecho el autor de las Memorias? Cualesquiera que fuesen
las sospechas que Fernando excitase, estaba nombrado ya el tribunal que debía
entender en su causa, y bastaba presentar su arresto como un medio simplemente
preventivo, y aun de vindicación para el príncipe, dejando a cargo de los
jueces pronunciar la oportuna sentencia en vista de lo que resultase, sin
prevenirla con un documento que más que manifiesto de un monarca parecía
acusación fiscal; «Hay una conspiración descubierta, y sus promovedores o
autores hacen jugar en ella el nombre del príncipe. Mientras el tribunal que he
nombrado examina a los presuntos reos, he creído oportuno proceder al arresto
de mi hijo, con objeto de que se le examine también, para que de este modo
pueda vindicar su honor sí resulta inocente, o para que recaiga sobre él la
imparcial y severa justicia a que haya lugar si es culpado, reservándome en
todo caso el derecho de hacer uso de mi real clemencia silo que el proceso
arrojare en su contra fuese de tal naturaleza que lo exigiere así.» Mucho nos
equivocamos, o el decreto, caso de darse, debió extenderse en términos
parecidos a estos, sin peligro de que se rebajase por eso la dignidad del
monarca. Lo demás era prejuzgar la cuestión, prevenir el ánimo de los jueces,
alarmar la nación mas allá de lo justo y conveniente , y exponer el país sobre
todo a una intervención armada por parte del emperador, saliendo como salía el
decreto en las criticas circunstancias de una invasión extranjera en la
Península.
Pero a ese
decreto debiera haber acompañada también el arresto del de la Paz, sin lo cual
no era posible persuadir al país que las medidas empleadas contra Fernando y
sus parciales eran hijas exclusivamente de una conspiración real y efectiva, y
no de las intrigas del valido. ¿Cómo, empero, esperar del monarca resoluciones
de esta naturaleza? Mas ya que su ceguera no le permitiese obrar así, abstuviérase al menos de pedir al privado dictámenes o
decretos que en su calidad de ofendido no podía dar sino llenos de resentimiento,
por mucho que procurase disfrazar la ira; o ya que el monarca cayese en error
de tal consecuencia, procurara el valido no secundarlo, evitando toda intervención
en aquel asunto, y más teniendo á mano una escusa tan a propósito como la de la
liebre que le abrasaba, obrando en su trastornada cabeza no menos que como el
hervir de una marea. En vista de todo esto, ¿se considerará como exceso de
nuestra parle negar nuestro asenso al valido cuando asegura haberse mezclado
contra su voluntad en un asunto del que hubiera querido estar distante cielo y
tierra? Nosotros apelamos al juicio de los lectores, como hace el príncipe de
la Paz, dejando igualmente a su cargo dar el valor que se merezca a la aserción
en que dice haber reducido y endulzado el borrador del ministro de Gracia y
Justicia, con intenciones propicias para el príncipe Fernando. ¿Qué mas podía
hacer Caballero que acusar al heredero del trono de querer quitar el cetro a su
padre, atentando además contra su vida?
Un día antes
de la aparición de este decreto, pasó el ministerio una nota al cuerpo
diplomático participándole los sucesos que hasta entonces habían tenido lugar,
y Carlos IV por su parte escribió a Napoleón la carta siguiente :
El rey de
España al Emperador Napoleón.
Hermano mío
: En el momento en que me ocupaba en los medios de cooperar a la destrucción de
nuestro enemigo común, cuando creía que todas las tramas de la exreina de Nápoles
se habían roto con la muerte de su hija , veo con horror que hasta en mi
palacio ha penetrado el espíritu de la más negra intriga, ¡Ah ! mi corazón se
despedaza al tener que referir tan monstruoso atentado. Mi hijo primogénito, el
heredero presuntivo de mi trono, había formado el horrible designio de
destronarme, y había llegado al extremo de atentar contra los días de su madre.
Crimen tan atroz debe ser castigado con el rigor de las leyes. La que le llama a
sucederme debe SER REVOCADA: UNO DE SUS HERMANOS SERÁ MAS DIGNO DE REEMPLAZARLE
EN MI CORAZÓN y en el trono. Ahora procuro indagar sus cómplices para buscar el
hilo de tan increíble maldad, y no quiero perder un solo instante en instruir a
V. M. I. y R., SUPLICÁNDOLE ME AYUDE CON SUS LUCES Y CONSEJOS.
Sobre lo
que ruego etc.—Carlos.—San Lorenzo a 29 de octubre de 1807.
Esta carta
que el autor o autores de la Historia de la vida y reinado de Fernando VII
insertan en su obra, manifestando al hacerlo que está traducida de las Memorias
del duque de Rovigo, no ofrece la más pequeña duda en lo que loca a su
autenticidad, pues además de los muchos autores que hablan de ella, la da por
real y efectiva el mismo príncipe de la Paz, y un testimonio como este vale por
todos sin duda alguna. He aquí, pues, al rey de España incurrir en la misma
falta que, sin él saberlo, había cometido pocos días antes el heredero del
trono; y hele pedir las luces y consejos de Bonaparte acerca de un asunto en
que tan funesta podía sernos su intervención, hallándose la Península invadida
por sus tropas, con la circunstancia agravante de haber estas verificado su
entrada de una manera tan sospechosa como la que hemos referido, y con la más
agravante todavía de haber sido dirigida la carta de que hablamos cuando duraba
o debía durar aun en el alma de Carlos IV la ansiedad consiguiente al equívoco
porvenir que se mecía sobre su patria, puesto que aun no tenia noticia de que
Napoleón hubiese ratificado por su parte el tratado en cuya virtud debía entrar
en España el ejército francés. Nosotros hemos sido rígidos con la carta de
Fernando, y debemos serlo con esta. El hijo al escribir la suya se olvidó de su
dignidad como heredero del trono; y el padre al trazar los renglones que acabamos
de transferir, olvidó también que era rey. Uno y otro imploraron como paño de
sus respectivas lágrimas la mediación de un monarca extranjero; y uno y otro
olvidaron que la mano a que recurrían para enjugarlas era más poderosa de lo
necesario para aplastarlos en un momento de ira o de capricho. Fernando pintaba
a sus padres como seres buenos, pero extraviados por los malévolos; Carlos IV
representaba en su hijo un monstruo, que al designio aun no probado de quitarle
el trono, añadía el menos probado todavía de atentar contra la vida de su
madre. Aquel suponía en su carta planes y proyectos contra Francia que solo el
emperador podía desconcertar; este manifestaba también que las tramas de la ex-reina de Nápoles contra la misma nación no se habían roto
con la muerte de su hija, y pedía el auxilio de las luces y consejos de
Napoleón, por no considerarse sin duda bastante fuerte para salir del apuro por
sí solo. El príncipe exheredaba al monarca de la autoridad paterna, buscando en
el emperador otro padre; el rey exheredaba a su hijo de los derechos de
sucesión, aun antes que el tribunal nombrado para entender en su causa hubiese
pronunciado sentencia... ¿Pero á qué continuar paralelo tan repugnante? Para
ser parecidos en todo padre e hijo, lo único que faltaba en la carta del rey
era pedir como el otro esposa de la sangre imperial; y no sabemos si lo hubiera
hecho, a ser viudo entonces como Fernando lo era. La carta de Fernando pecaba de
prolija : la de Carlos era lacónica; pero a tan buen entendedor como Napoleón,
con pocas palabras bastaba. El uno con su comunicación aceleró por ventura la
entrada del ejército francés en la Península : el otro con la suya determinó
tal vez su permanencia en nuestro territorio de una manera irrevocable. La
opresión y aun la inexperiencia que algunos han alegado en favor de Fernando,
no basta á justificar ante nosotros a un príncipe que a sus 23 años añadía
talentos superiores a su edad si quería
hacer uso de ellos. La consternación que los sucesos del Escorial pudieron
producir en el alma de Carlos IV, no es suficiente a escudarle tampoco del
imparcial y severo juicio que de su carta a Napoleón acabamos de hacer : su
posición como monarca, y la experiencia que debían darle sus años, deponen y
depondrán eternamente contra tamaña fragilidad. En medio de todo eso, hay una
observación importante que hacer. Al desheredar Carlos IV a su hijo, declaró
terminantemente que quien había de reemplazarle en su corazón y en su trono
debía ser uno desús hermanos, y esta manifestación se opone en nuestro concepto
a los rumores que tanto ruido hicieron por aquellos días acerca de la proyectada
usurpación del valido. Cuando según el conde de Toreno se trató de variar de
dinastía, pudo suceder muy bien que fuese el objeto realizar el pensamiento que
Carlos revela en la carta anterior, dando con esto motivo a que la malignidad o
la falta de datos supusiese la usurpación mencionada. Nueva razón para que
nosotros no creamos en ella, y ¡ojala pudiéramos siempre dar cabida en las
páginas de nuestra introducción a mayor número de vindicaciones respecto al
privado'!
Y ya que de
este se trata , ¿tuvo o debió tener parte D. Manuel Godoy en la redacción de la
carta que acabamos de examinar? El protesta que no tuvo noticia ninguna acerca
de ella hasta algunos días después de haberse trasladado al Escorial con motivo
de aquellos sucesos, añadiendo que cuando vio el borrador se dobló su amargura,
afligiéndole sobre todo la circunstancia de haber pedido en ella Carlos IV los
consejos y luces de Bonaparte. Puede ser que sea verdad lo que acerca de su
ninguna intervención en este documento asegura el autor de las Memorias , ¿pero
es creíble que el rey se determinase a dar aquel paso no ya sin consultarlo
antes con él, pero ni aun poniéndolo en su noticia, cuando le refería todo lo
que pasaba, enviándole pliegos por la posta, y pidiéndole reiterados dictámenes
sobre aquellos sucesos, sin consideración ninguna a la fiebre que le tenía
postrado en cama y que tanto trastornaba su cabeza? Disimúlenos el príncipe de
la Paz; pero no es culpa nuestra si los argumentos que aduce en favor de su
aserción no bastan a convencernos del todo, como nosotros desearíamos. La carta
escrita después por el rey al emperador Napoleón Con fecha 4 de noviembre no
prueba que el que se la aconsejó no le aconsejase también la del 29 de octubre,
pues en este caso probarían también, a no ser tan notorio el hecho que Carlos
IV no habría escrito las dos: la diferencia existente entre el estilo dolorido
del manifiesto y el asperísimo y furioso de la carta no prueba nada tampoco,
como no nos probarán nunca todos los argumentos del príncipe de la Paz que el
tal manifiesto fuese propicio o respirase benignidad respecto al de Asturias; y
la circunstancia por último de no haberse hallado el borrador de la carta, lo
único que prueba es que hubo una mano que lo hizo desaparecer, no cuál sea o
pueda ser esa mano. Tal vez, repetimos, diga don Manuel Godoy una verdad la más
grande; pero puestas en balanza sus razones por un lado, y por otro las
consideraciones y antecedentes que tenemos expuestos, los lectores decidirán a
qué lado parece inclinarse. Sería verdaderamente un fenómeno que tratando Carlos
IV de poner en conocimiento del emperador los deplorables sucesos ocurridos en
el seno de su familia, hubiera olvidado consultar al individuo más favorecido
de toda ella, con menosprecio y aun peligro tal vez del futuro soberano de los Algarbes.
Vino en esto
el día 30 de noviembre, y habiendo sabido Fernando que su padre había salido de
caza, habitual diversión que no interrumpía el monarca cualesquiera que fuesen
sus pesadumbres, pasó a la una de la tarde un recado a la reina, suplicándola
se dignase pasar a su cuarto, o escucharle en el suyo, pues tenia que revelar a
S. M. secretos de la mayor importancia. María Luisa no tuvo a bien acceder a
las súplicas de su hijo; pero ordenó a Caballero se trasladase al cuarto del
príncipe, facultándole para oír las revelaciones que Fernando deseaba hacer.
Cumplido el real mandato por el ministro de Gracia y Justicia, declaró el príncipe
bajo su firma haber obrado en los reprensibles términos que tenemos referidos
por seducción de sus consejeros, a quienes calificó de pérfidos, revelando
sobre eso sus nombres : dijo que sus seductores le habían persuadido de que
Godoy aspiraba al trono, con lo demás que acerca de este punto llevamos expuesto,
y que temiendo que la paz entre España y Francia pudiera romperse si el valido
seguía al frente del supremo mando, dando lugar a graves y ulteriores sucesos
que comprometiesen la existencia del trono español y los consiguientes derechos
de su heredero, había procedido, para conjurar el peligro, a dirigir a Napoleón
su carta de 11 de octubre, pidiéndole una esposa de su familia, todo a excitación
de los mencionados consejeros: añadió que para el caso de que Dios so sirviese
llamar a mejor vida a su augusto padre, tenia expedido con anticipación un
decreto de su propio puño con fecha en blanco y sello negro, confiriendo al
duque del Infantado el mando de todas las tropas, y autorizándole para refrenar
la ambición del valido y destruir sus proyectos : reveló igualmente la inteligencia
en que él y sus partidarios se hallaban con el embajador francés, quien estaba,
dijo, en el secreto de todo, y era el primero en apoyar aquellas tramas,
añadiendo, lo de la seña de sacar el pañuelo como prueba de estar acordes, y
refiriendo por último en lo que toca a este punto que sus consejeros le habían
dicho, no sabia si con verdad o sin ella, que el tal embajador estaba
autorizado para auxiliarle caso de ser preciso, y que las tropas del emperador
en todo evento se acercarían a Madrid con el fin mencionado; descendiendo a
consideraciones relativas al verdadero carácter de aquellos sucesos, dijo que
no había tenido intención de conspirar jamás contra su padre, y que por lo que
toca a su madre, no había abrigado tampoco el horrible designio de atentar a su
vida, aunque si el de apelar a medios de rigor, desechando por lo demás las
propuestas que fuera de eso se le habían hecho contra la que le había dado el
ser, y mirando con horror tanto él como su difunta esposa las insinuaciones
contenidas en las cartas de la reina Carolina y que pudieran tener relación con
tan nefando crimen; últimamente manifestó el príncipe que si en un momento de
debilidad había cedido a la sorpresa y a la seducción empleada por sus
consejeros, con el solo objeto de evitar los peligros arriba expresados, podía
en cambio alegar a su favor un hecho que no debían desatender sus augustos
padres, cual era haber resistido durante cuatro años las instigaciones de tales
hombres, evitando con esto que se turbase la paz del reino como deseaban
aquellos ambiciosos, únicos culpables de todo por haberle querido hacer
instrumento de sus intrigas y maquinaciones.
Alma bien
innoble por cierto era ya la del príncipe de Asturias a los 23 años cumplidos
de edad, cuando a trueque de salir del apuro en que deliberadamente y en unión
con sus parciales y amigos se había puesto, no titubeó en pintarlos con los más
degradantes colores, y en hacer recaer sobre ellos toda la odiosidad de los
actos que con acuerdo suyo habían pasado a perpetrar. Ese modo de echar el
cuerpo a un lado, reservándose el hipócrita papel de seducido, mientras daba a
los demás conjurados el que corresponde a demonios tentadores, debió dejar a
estos bien poco satisfechos del hombre a quien habían elegido por jefe: y hubiérale podido perjudicar en el concepto general del país,
a haber sido éste menos crédulo y confiado en las virtudes del mal aconsejado príncipe.
Gentes hubo que al tener noticia de sus espontáneas y cobardes revelaciones,
auguraron ya desde entonces la suerte que podíamos prometernos de la futura
elevación de Fernando al trono de sus antepasados; pero esas gentes fueron las
menos, y la nación continuó fascinada, con él, atribuyendo, la fragilidad de
sus declaraciones, a arterías de sus enemigos. Pero dejemos a un lado estas
reflexiones tristísimas, y veamos el efecto que aquellas produjeron en la corte
del Escorial.
Las
revelaciones del príncipe, por más que hubieran sido espontáneas, no le habrían
librado del rigor y de la severidad con que se pensaba tratarle, toda vez que
con ellas no hizo más que añadir nuevos cargos a los que fundadamente podían
dirigírsele. La carta enviada a Napoleón y el papel que en la intriga representaba
Beauharnais, eran un secreto hasta entonces, y su revelación hubiera bastado
por si sola a llamar sobre la cabeza de Fernando y de sus amigos la inexorable
cuchilla de la ley, a haber sido menos temible el poder del soberano extranjero
con quien andaban en negociaciones. Helóseles la
sangre en las venas a los hombres de Carlos IV cuando tuvieron noticia del
hecho, y persuadidos de que el heredero de la corona no se hubiera atrevido a
tamaños excesos sin contar antes con la anuencia y con el auxilio del
emperador, resolvieron cortar el proceso comenzado contra el príncipe, debiendo
este así su salvación a lo mismo que en otros tiempos y circunstancias hubiera
podido perderle. El monarca que veinte y cuatro horas antes había implorado por
su parte las luces y consejos del jefe de Francia, quedó como herido del rayo
cuando supo la buena maña con que su hijo se le había adelantado en materia de
pedir auxilios; y claro está que el modo de salir de atolladero tan complicado
no era ni podía ser otro que escribir de nuevo a su Manuel, instruyéndole de
todo el negocio y pidiéndole su traslación al Escorial a toda costa para ver de
arreglar aquello. Godoy respondió a Carlos IV que en aquellos momentos no le
era posible partir; pero que lo haría a los tres días lo más tarde, siendo este
el plazo más corto que su dolencia podría ofrecer, atendido el dictamen de los
médicos; y entretanto le suplicaba que suspendiese todo procedimiento ulterior
contra Fernando mientras él se trasladaba al real sitio.—Oigamos ahora al
príncipe de la Paz.
«Era muy de
temer, dice el autor de las Memorias, que Bonaparte quisiese aprovechar una
ocasión tan favorable que le ofrecían las circunstancias para erigirse en
mediador entre hijo y padre, y que mandase aproximar sus tropas a la corte con
achaque de proteger a Carlos IV y poner freno a los partidos. En medio de esto,
para más cuita, se ignoraba todavía si el tratado pendiente estaba hecho: la
noticia de estarlo no llego a la corte hasta el día 4 de noviembre. En tal
incertidumbre yen situación tan complicada de sucesos imprevistos, se
redoblaban los motivos que yo tuve cuando en mi primera caria dije al rey que
convendría encerrar aquel asunto lamentable del príncipe su hijo entre los
muros de palacio. Frustrado este consejo, quedaba solo dar un corte a lo que
estaba ya empezado. Este corte no podría darse sin el perdón del príncipe, ni
concederse este perdón sin que su alteza lo invocase, y sin templar la
irritación de Carlos IV, que era grande. Partí. pues, al Escorial, no libre
enteramente de la liebre que me había postrado, hablé al rey extensamente, le
expuse mis razones, y me ayudó la reina a mitigar su justo enojo. No fue la
obra de un instante el conseguirlo. Fiaba el rey en su razón, en su derecho, y
en el amor también con que contaba de sus pueblos, sin que cupiese en su real
animo la idea de poder verse abandonado. Ni como rey ni como padre, nos decía,
podría yo perdonarle sin faltar a mis deberes y exponerme al menosprecio. ¡Yo
tan bueno con él! ¡Yo tan buen padre...! ¡haberme así engañado! ¡haberme puesto
en tal conflicto! ¡Haber hollado mis respetos, y haber comprometido la suerte
de mis reinos pidiéndole a escondidas una esposa al enemigo de mi casa! ¿Y qué
dirán de mí, si lo perdono, mis vasallos? ¿No podrían persuadirse de que he
partido de ligero en lo que he hecho? ¿No pensarán tal vez que yo le he
calumniado, y no dirán (me dijo a mí) tus enemigos que tú me has sugerido
cuanto he obrado? Ven, verás lo que ha escrito en contra tuya, y por rechazo,
en contra mía y en contra de su madre. No se perdonan en tres días tantos
delitos, sin que aquellos que nada han visto por sus ojos los crean fábula y
calumnia. Siguiéndose el proceso, los verá todo el mundo comprobados, y ya sea
entonces que perdone, o ya que haga justicia, mi honor quedara a salvo.»
«De esta
manera (prosigue el príncipe de la Paz) hablaba Carlos IV, y le sobraba la
razón en cuanto hablaba: vencióle solamente para
avenirse a mi consejo la razón de estado, la de cerrar a Bonaparte aquella
puerta por donde podía entrarse con máscara de amigo, y al fin de fines
suplantarnos. Faltaba que el príncipe invocase la misericordia de sus padres.
¿Quién debía ser el medianero que fuese a aconsejarle estos oficios? Yo me
degradaría, me dijo el rey, si diera tal encargo a quien pudiese divulgarlo.
Pudiera darlo a Caballero; pero Fernando inferiría al instante que iba de
acuerda con nosotros, y tomaría más alas. A ti que te ha ofendido en tanto
grado, y en nada te has hallado del proceso, es a quien toca un acto generoso,
y tú sabrás hacerlo como cosa tuya sin que él penetre nuestro acuerdo.
«Hícelo así (continúa el príncipe de la Paz), pasé a su
cuarto, y se tiró á mis brazos. «Manuel mío, clamó llorando, yo te quería
llamar , ya iba a llamarte... me han engañado y me han perdido esos bribones...
nada he guardado en contra tuya... yo quiero ser tu amigo... tú me podrás sacar
de esta aflicción en que me encuentro—No he venido con otro objeto, respondí,
malo y calenturiento cual me hallo, cual V. A. me está viendo.—Si, estás
ardiendo, dijo el príncipe —Y ardo también, le dije, de amor a V. A., el hijo
de mis reyes, el que tuve tantas veces en mis brazos, por quien daría mil
vidas que tuviera... Y yo lloraba aun mas que el príncipe, lágrimas verdaderas
que me salían del alma... Sin duda en aquel acto lo eran las suyas igualmente.
«Yo estoy
cierto de lo que dices, prosiguió Fernando; tú no vendrías a verme de la manera
que has venido, sino para consuelo de mis penas. Habrás hablado con mis padres,
¿no es verdad? ¿están muy enojados? ¿podré esperar que me perdonen? Todo lo he
declarado , todos los reos los he nombrado sin ocultar ninguno; ¿qué mas señal
podría yo dar de mi arrepentimiento? Sí me quedare por hacer alguna cosa, a
todo me hallo pronto para dar satisfacción á mis queridos padres. ... y a tí también, a tí te pido me per…
—Señor,
señor, le interrumpí, la distancia es inmensa para que V. A. se produzca de ese
modo con un esclavo de su casa.... que V. A. mude de concepto en cuanto a mí,
esta es la sola cosa que yo deseo y le ruego: no he venido a otro fin que al de
pedir por V. A.
—Manuel,
Dios te lo premie, volvió a seguir Fernando: te he dicho ya que iba a llamarte,
¿quién podría ser mi medianero que no temiera hacerse sospechoso pidiendo en
favor mío? Yo he escrito ya muchos borrones con objeto de enviarlos a sus majestades;
pero era menester un hombre como tú que se encargase de llevarlos, que
intercediese al mismo tiempo, y que pudiese ser oído sin desconfianza. No he
visto aun más que a Caballero , y me ha desconsolado diciendo que aun no es
tiempo; mas para ti cualquiera tiempo será bueno; ¿no querrías tú dictarme las
palabras que mejor convengan para mover los corazones de mis padres?
—Las mejores
palabras, dije al príncipe, son las que a V. A. le inspiraren sus propios
sentimientos. Si las dictara yo, y el rey me preguntase si eran mías, yo no
podría negárselo : en tal materia es cosa natural que crean sus majestades más
sincero lo que escribiere V. A. de su propio ingenio. Yo me haré cargo de
llevarlo, y juntaré mis ruegos a los de V. A.
—Pues bien,
yo voy a hacerlo, dijo el príncipe; ¿crees tú que convendrá mejor alguna exposición
en que repita cuanto he dicho a Caballero?
—Yo no lo
creo, señor, le respondí; escriba V. A. alguna cosa que baste a enternecer a
sus augustos padres, alguna cosa breve, muy natural y bien sentida. Mañana es
día del rey, yo he querido ganar estos instantes como los más propicios; conviene
no tardarnos.»
El príncipe
entonces escribió las dos cartas que verá el lector más adelante, cartas exclusivamente
suyas, según asegura el autor de las Memorias, protestando ser calumnia de sus
enemigos lo que acerca de ellas se ha dicho, a saber, que el favorito llevó
consigo los borradores de ambas, y que el príncipe convino en firmarlas a
condición de que se hiciese gracia de la vida a los comprometidos en la causa.
Nosotros conocemos que la sola palabra del príncipe de la Paz no es testimonio
decisivo en este punto; pero nos inclinamos a creer que dice verdad, porque
consideramos s Fernando bastante ruin para haberlas escrito de su propio numen.
La respuesta de Carlos IV a la petición en ellas contenidas fue publicarlas sin
dilación en el siguiente decreto :
«La voz de
la naturaleza desarma el brazo de la venganza, y cuando la inadvertencia
reclama la piedad, no puede negarse a ello un padre amoroso. Mi hijo ha
declarado ya los autores del plan horrible que le habían hecho concebir unos
malvados; todo lo ha manifestado en forma de derecho, y todo consta con la escrupulosidad
que exige la ley en tales pruebas: su arrepentimiento y asombro le han dictado
las representaciones que me ha dirigido y siguen:
«Señor :
Papá mío : he delinquido, he faltado a V. M. como rey y como padre; pero me
arrepiento, y ofrezco a V. M. la obediencia más humilde. Nada debía hacer sin
noticia de V. M. ; pero fui sorprendido. He delatado a los culpables, y pido a
V. M. me perdone por haberle mentido la otra noche , permitiendo besar sus
reales pies a su reconocido hijo—FERNANDO — San Lorenzo, 5 de noviembre de 1807.»
«Señora:
Mamá mía: estoy muy arrepentido del grandísimo delito que he cometido contra
mis padres y reyes, y así con la mayor humildad le pido a V. A. se digne
interceder con papá para que permita ir a besar sus reales pies a su reconocido
hijo—Fernando .—San Lorenzo, 5 de noviembre de 1807.»
«En vista de
ellos y a ruego de la reina mi amada esposa perdono a mi hijo, y le volveré a
mi gracia cuando con su conducta me dé pruebas de una verdadera reforma en su
frágil manejo; y mando que los mismos jueces que han entendido en la causa
desde su principio la sigan, permitiéndoles asociados si los necesitaren, y que
concluida me consulten la sentencia ajustada a la ley, según fuesen la gravedad
de delitos y calidad de personas en quienes recaigan; teniendo por principio
para la formación de cargos las respuestas dadas por el príncipe a las demandas
que se le han hecho, pues todas están rubricadas y firmadas de mi puño, así
como los papeles aprehendidos en sus mesas, escritos por su mano; y esta
providencia se comunique a mis consejos y tribunales, circulándola a mis
pueblos, para que reconozcan en ella mi piedad y justicia, y alivien la
aflicción y cuidado en que les puso mi primer decreto, pues en él verán el
riesgo de su soberano y padre que como a hijos los ama, y así me corresponden. Tendreislo entendido para su cumplimiento.—San Lorenzo, 5
de noviembre de 1807»
Hemos visto
que el príncipe de la Paz manifiesta haber sido obra exclusiva de Fernando las
dos cartas contenidas en el decreto anterior; ¿pero dónde estaba la cabeza del
favorito cuando sin aguardar a pensar lo que escribía ni cómo lo escribía (expresiones
literales suyas), propuso a Carlos IV la inserción de una y otra en documento
tan grave como ese? El degradante papel que en ellas hacía el futuro heredero
del trono debiera haber sido razón más que suficiente para evitar la publicidad
de su contenido, siendo cosa que maravilla cómo el autor de las Memorias ha
podido ni aun soñar en decir que en las tales cartas se apocaba, cuanto era
dable el apocar, lo malo que había hecho el príncipe. Fernando, añadiendo que
su amigo el más devoto no las habría dictado con más arte a favor suyo. Cuando
se le había acusado públicamente del intento de destronar a su padre , ¿era
apocar lo malo que se le atribuía, o ratificarlo mas bien, decir el acusado que
había delinquido y faltado al autor de sus días como a rey y como a padre,
añadiendo que estaba muy arrepentido del grandísimo delito cometido contra este
y contra su augusta esposa? Fernando en sus declaraciones había dicho que nunca
había pensado en la usurpación que se le atribuía ¡y he aquí que en las cartas
no habla una sola palabra que le escuse ante el país en ese sentido. ¿Dónde
esta, pues, ese pretendido modo de apocar el atentado? El príncipe de la Paz
convendrá con nosotros en que desde el momento en que se avanzó por el rey una
acusación tan grave como la contenida en el decreto de 30 de octubre , no era
posible salvar el decoro real dando publicidad a ninguna expresión de Fernando
que desmintiese en lo mas mínimo lo que decía relación al destronamiento; y a
buen seguro que se hubieran insertado las cartas si el heredero del trono
hubiera dicho en ellas lo que en sus declaraciones respecto a ese punto.
Fernando conoció sin duda que para alcanzar el perdón que imploraba era
necesario respetar el compromiso tan imprudentemente contraído por su augusto
padre, y de aquí su silencio en cosa que tanto podía contribuir a disminuir la
idea de su grandísimo delito , atribuyéndoselo en globo, como dice el príncipe
de la Paz, y conviniendo por lo mismo con lo esencial de la acusación en el
mero hecho de no rebatirla. Tenemos, pues, al reo ostensiblemente convicto;
pero le tenemos arrepentido también, y ofreciendo al rey la obediencia más
humilde. El no debía haber hecho nada sin noticia de S. M. , pero fue
sorprendido; ¿y quién duda que la seducción apoca los crímenes? Verdad es que
confesando que ha delatado a los culpables se revuelca en el fango después;
¿pero qué importa? El rey le perdonará por haberle mentido la otra noche, y con
esto tendremos salvado el decoro de un príncipe que al grandísimo delito de que
se acusa, añade la gracia de ser delator y embustero. ¿Dónde estaba, repetimos,
la cabeza del príncipe de la Paz, cuando sugiriendo a Carlos IV el decreto que
acabamos de transferir, no le puso delante de los ojos la mengua que recaía
sobre el heredero del trono con la publicación de esas cartas? ¿Será que
creyese satisfecho su deber poniendo en buen lugar el decoro del padre sin tener presentes los respetos debidos a la
futura dignidad del hijo? ¡Ceguedad lamentable por cierto, y mas ceguedad
todavía, cuando ni aun ahora da muestras de convencerse de que las tales cartas
son un verdadero borrón en la historia del mal aconsejado príncipe! Las
intenciones del privado serian enhorabuena las más puras y exentas de tacha;
pero el desacierto fue tal que no debe causar maravilla ver al conde de Toreno
avanzar respecto a este punto aserciones tan duras como estas : «Presentar
(dice) a Fernando ante Europa entera como príncipe débil y culpado;
desacreditarle en la opinión nacional, y perderle en el ánimo de sus parciales;
poner a salvo al embajador francés, y separar de todos los incidentes de la
causa a su gobierno, fue el principal intento que llevó Godoy y su partido en la
singular reconciliación de padre e hijo.» Semejante modo de discurrir no debe
causar extrañeza, repetimos, porque el mayor enemigo de Fernando no hubiera
podido contribuir a su degradación de un modo más directo que con la publicación
de las dos malhadadas cartas dadas a luz por consejo del príncipe de la Paz,
con los mejores deseos enhorabuena.
Perdonado el
príncipe de Asturias, gracias a la bajeza con que echó el cuerpo a un lado
dejando caer sobre sus cómplices todo el peso de la indignación real, se nombró
para proseguir la causa empezada contra estos una junta compuesta de D. Arias Mon, D. Sebastián de Torres y D. Domingo Campomanes, sus
consejeros, y de D. Benito Arias Prada, Alcalde de corte para secretario.
Concluida la sumaria fue elegido fiscal D. Simón de Viegas , y para dar sentencia
se agregaron a los jueces anteriormente dichos ocho consejeros más. El marqués
de Caballero, que tan duro se había mostrado en un principio contra el reo
principal, arrancó de la causa cuantos documentos podían comprometer a este o
al embajador Beauharnais, dejando ver con esta conducta la ruindad con que sabía
adherirse al partido que mas cuenta podía traerle, aun a costa de ponerse en
contradicción consigo mismo. Más adelante daremos una ojeada sobre este ministro
y sus colegas: veamos ahora los motivos que Caballero pudo tener para obrar del
modo que hemos indicado.
El mismo día
en que fue perdonado Fernando , esto es, el 3, escribió Carlos IV una carta a
Napoleón, según el príncipe de la Paz, el cual no se halla de acuerdo consigo
mismo respecto a la fecha, dado que una vez dice haber sido la del día
mencionado, otra la del siguiente y otra la del día 3, pudiendo ser esto muy
bien error de imprenta, como creemos nosotros. El monarca español se expresaba
en términos tan duros cuanto era dable hacerse de testa a testa coronada (son expresiones
del valido), dando al jefe de Francia vivas quejas de su embajador Beauharnais,
pintándole con fuerza el indecoro de las negociaciones subrepticias entabladas
por su mano, y apelando al honor de su gobierno comprometido gravemente en los
sucesos ocurridos por la audacia inexplicable de su agente. Esta carta fue
aconsejada al rey por Godoy, y en ella parece querer fundar este una parte de
su defensa para persuadir que no le pudo sugerir la del 29 de setiembre que con
tanta severidad hemos censurado; pero bien claro se echa de ver que esto no
basta a probar nada contra las presunciones algo más fuertes en que nosotros
hemos fundado nuestra incredulidad. Cuando Carlos IV dirigió a Bonaparte su
primera carta relativa a los sucesos del Escorial, ignoraban tanto él como su
valido que el embajador estuviese en la intriga: sabido el hecho después, era
consecuencia precisa cambiar la petición de luces y consejos en quejosas
reconvenciones, aun cuando solo fuese por satisfacer el amor propio del padre
tan duramente lastimado con las revelaciones del hijo; y no hay
incompatibilidad, repetimos, en que el que aconsejó la segunda carta aconsejase
también la primera, como no la hay en que fuese uno mismo el monarca que
escribió las dos, en tonos tan distintos como distintas eran las
circunstancias. Pero sea de esto lo que quiera, la comunicación del 3, del 4, o
del 5 fue tal como el autor de las Memorias indica, pues si bien no hemos
tenido ocasión de ver copia ninguna de ella, es de creer que el príncipe de la
Paz refiere con verdad lo sustancial de su contesto, comprobándolo así la
irritación que su lectura produjo en el ánimo de Bonaparte, cuando la puso en
sus manos el día 11 de noviembre nuestro embajador en París el príncipe de Maserano.
«Leerla
aquel gigante de la Europa (dice el autor de las Memorias) y estallar en gritos
furibundos y en amenazas y denuestos, fue una misma cosa. Escribió Maserano a nuestra corte aquella escena bajo las
impresiones del momento, que no pudieron ser más fuertes; cólera de un culpado
que juzgó Maserano ser fundada, cólera que revienta y
que se aplaca luego por sí misma cuando no encuentra los descargos. Díjole Bonaparte, sin perdonar aquel estilo indecoroso de
cuartel que le era tan frecuente en los accesos de su ira, que recibía como una
ofensa la más grave que cabía de un rey a otro aquella carta, que a no poder
dudarse la habría copiado Carlos IV sin advertir lo que escribía; que aquella
carta era obra mía, y una osadía contra la cual debía pedir al rey una
satisfacción ruidosa que no sería bastante, a no quitarme de su lado y
desterrarme para siempre de la corte; que se hallaba tentado de declarar la
guerra en aquel acto y hacer prender la legación entera y cuantos españoles
hubiese en sus dominios, entre ellos al bribón de Izquierdo, el cual era un
espía que yo tenía en su corte; que el suceso del Escorial sería otra intriga
semejante contra el príncipe inocente; que no había recibido carta alguna suya,
y que su embajador Beauharnais ninguna cosa le había escrito relativa a bodas
ni a ninguna otra pretensión por parte de aquel príncipe; que era una gran
maldad el calumniarle de aquel modo, y complicar en tal calumnia su propio
nombre y los respetos de su imperio; que desde aquel momento ponía bajo su
amparo al príncipe Fernando, y le protegería contra cualquiera que intentase
difamarle y oprimirle; que aquel enredo era sin duda una maquinación de Inglaterra,
dirigida a romper la unión de las dos cortes y a embarazar la expedición que
estaba concertada para sacar a Portugal de su influencia; que a su excelente
amigo y aliado Carlos IV le pretendían hacer torcer de su política en la misma
ocasión, y en la hora y punto en que intentaba engrandecer su poderío y darle
pruebas especiales del interés que había tomado por su casa; que escribiera al
momento a nuestra corte, y que pidiese de su parte la reparación debida al alto
agravio que se había hecho a su decoro, si era que no querían que la pidiese de
otro modo y que rompiese enteramente con nosotros.»
Este relato
no nos merece la misma fe en todos los extremos que comprende; pero como quiera
que sea, la irritación y descompostura de Napoleón son hechos que no pueden
ponerse en duda, como tampoco la indignidad con que se abatió hasta el extremo
de negar haber recibido carta alguna del príncipe de Asturias o del embajador
Beauharnais, relativa a bodas u otras pretensiones de parte de aquel. El emperador
conocía sin duda que la torpeza con que se había dirigido la abortada conspiración
no era muy a propósito para honrarle como interventor en ella, y de aquí su
recurso a la mentira, a las amenazas y a los denuestos, ofreciendo poner bajo
su protección a un príncipe cuya carta de 11 de octubre no podía menos de
haberle rebajado ante sus ojos de un modo bien indigno por cierto. Maserano se arredró al escuchar el modo insolente y brusco
con que Napoleón se expresaba, y hubo momentos en que todos los españoles
residentes en Fontainebleau creyeron dormir en la cárcel. Izquierdo tuvo más
presencia de ánimo, según el príncipe de la Paz, y avistándose con el mariscal
Duroc, dióle para el emperador copia traducida de una
carta que el valido acababa de escribirle, en la cual le hablaba del arresto
del príncipe de Asturias, de los autores de la conspiración, de la parte que en
ella había tenido Beauharnais, de la conmoción en que se hallaban los ánimos en
Madrid, de las esperanzas que los revoltosos tenían de que el emperador
acercase sus tropas a la corte para sostener al príncipe, y de la decisión del
comunicante en hacer frente a tantos enemigos, reduciéndolos con el cañón. Esta
carta escrita en tono confidencial y reducida a un simple relato sin rigor ni
amargura contra el jefe de Francia, hizo conocer a este que lo que de él y de
su embajador se decía en Madrid, comprometía el honor del imperio de un modo que
pudiera acaso perjudicar a sus miras respecto a España; y dando lugar a la
calma y la reflexión, comenzó el emperador a deponer su ira por grados,
acabando por manifestarse casi del todo tranquilo después de varias
conferencias y coloquios de Izquierdo con el mariscal Duroc, el príncipe de
Benevento, Mr. Champagny y el principe Murat, a condición empero que la corte de España aprobase, ratificase y pusiese
en cumplida ejecución los tratados concluidos (y pudo también añadir violados)
por su parte el 27 del mes anterior. Insinuóse a
Izquierdo que convendría que despachase un pliego a nuestra corte para calmarla,
impresión que la relación de Maserano relativa a la
cólera del emperador podría haber hecho, y díjosele también que escribiese asegurando firmemente que Junot no iría a Madrid como se
había mentido, y que este no tenia mas órdenes que de seguir a Portugal
derechamente. Antes se le había dicho ya a Izquierdo en la primera entrevista que
tuvo con Duroc el emperador no quería mezclarse en los asuntos domésticos del
rey de España, repitiéndosele otra vez que nada sabia por el embajador de los
sucesos del Escorial, y que la primera noticia acerca de ellos la tuvo por la
carta del rey de 29 de octubre, recibida por Napoleón el 5 de noviembre.
El príncipe
de la Paz llama teatral a la cólera del emperador manifestada el 11; pero conviniendo
nosotros en que hubo en ella mucho de careta y de farsa, no creemos por eso que
fuese mentira y artificial en todo. Vacilante Napoleón todavía en cuanto a los
medios de avasallarnos definitivamente, e inclinado tal vez a los de intriga y
maña mas bien que a los violentos y ruidosos, no podía serle muy agradable la
noticia de la conspiración descubierta, y su saña pudo participar muy bien del
despecho que naturalmente debía oscilar en su alma un incidente como aquel en
que tan claramente iban a patentizarse los hilos de la trama que con su
cooperación se tenia urdida, haciéndole aparecer a los ojos de Europa como
hombre más rastrero y mezquino de lo que convenía a la reputación de grande que
tan interesado se hallaba en sostener.
Ni la última
carta de Carlos IV ni la del príncipe de la Paz a Izquierdo hablaban una sola
palabra acerca del perdón concedido al de Asturias, habiéndose debido este
silencio, según el autor de las Memorias, al deseo de sondear el modo de pensar
de Napoleón respecto a los primeros sucesos. Publicado el perdón el 5 de
noviembre, todavía tardó nuestra corte en noticiarlo oficialmente al emperador
hasta el día 8; pero bien claro es que Beauharnais no se descuidaría en
escribir aquel acontecimiento por su parte desde el momento en que fue notorio a
todos. Como quiera que sea, la carta en que Carlos IV hablaba de él llegó a
manos de Napoleón el 15, y con ella la ratificación de los convenios. El
emperador que había suspendido por unos días, hasta ver más claro en los
asuntos de España, el viaje que tenia proyectado a Italia con el objeto entre
otros de desposeer de su trono a la reina de Etruria, según el tenor del
tratado de Fontainebleau, de que aquella no tenía noticia; el emperador,
decimos, que tenía suspendida su marcha, resolvió verificarla el día siguiente
al en que recibió la ratificación de los tratados y la noticia oficial del
perdón de Fernando, dejando a su ministro de Negocios Extranjeros la explicación
y satisfacción definitiva que habría de darse a nuestra corte, para lo cual le
dejó ordenado que se entendiese con Izquierdo, no obstante haberle llamado el día
11 espía del príncipe de la Paz, según este. He aquí la conferencia tenida
entre Champagny e Izquierdo tal como la refiere el
autor de las Memorias.
—«Después de
referirle que había llegado un pliego con la nueva del perdón del príncipe de
Asturias y con la ratificación de los tratados; después también de repetirle
cuanto en las otras conferencias se había dicho de la grave queja que el
emperador había tomado por la carta que Carlos IV le había escrito, después en
fin de dada nuevamente por Izquierdo la explicación más decorosa, noblemente y
bien fundada que requería la dignidad y la razón de Carlos IV, dijo Mr. de Champagny que el emperador le había mandado volver a
asegurar de parte suya no haber nunca recibido carta alguna del príncipe de
Asturias; mas que aun poniendo el caso de haberla recibido, no comprendía S. M.
qué cosa habría de estraño en recibir cartas de todo príncipe,
ni por qué podría formarse queja de que recibiera las que le escribiesen. Díjole Izquierdo muchas cosas bien sentadas sobre esto, y
haciéndole notar a aquel ministro cuan grave cosa fuese que un príncipe heredero
se entendiese con un soberano extraño a escondidas del natural y padre suyo que
reinaba, se expresó lo bastante para demostrar cuánto debían ser justas las
aprensiones y las quejas que podía tener el rey, si el embajador francés había
intentado o prometido hacerse el intermedio de una correspondencia tan culpable.
El ministro no dio respuesta a este argumento, se encerró entonces en su
encargo, y hablóle de esta suerte : «No quiero
meterme en cuestiones, y me limito a decir a V. lo que el emperador me ha
mandado, es, a saber : 1 ° que pide muy de veras S. M. que por ningún motivo ni razón, y bajo ningún pretexto no se hable
ni se publique en este negocio cosa que tenga alusión al emperador ni a su
embajador en Madrid; y nada se actúe de que pueda resultar indicio ni sospecha
de que S. M. I. ni su embajador en Madrid hayan sabido, intentado m coadyuvado a
cosa alguna interior de España: 2.° que si no se ejecuta lo que acabo de decir,
lo mirará como una ofensa hecha directamente a su persona, que tiene medios de
vengarla y que la vengaría: 3.° declara positivamente S. M. que jamás se ha
mezclado en cosas interiores de España, y asegura solemnemente que jamás se
mezclará; que nunca ha sido su pensamiento que el príncipe de Asturias se
casase con una francesa, y mucho menos con mademoiselle Tascher de la Pagerie,
sobrina de la emperatriz, prometida ha mucho tiempo al duque de Aremberg, que no se opondrá (como tampoco se opuso cuando
lo de Nápoles) a que el rey de España case a su hijo con quien tenga por
acertado: 4.° que Mr. de Beauharnais no se entrometerá en asuntos interiores de
España, pero que S. M. no le retirará, y que nada debe dejarse publicar ni
escribir de que pudiera inferirse cosa alguna contra este embajador: 5.° y
principalmente, que se lleven a ejecución estricta y prontamente los convenios
ajustados el 27 de octubre último, que no se dejen de enviar las tropas
prometidas para la expedición de Portugal, que en ningún punto fallen , y que
si faltan, S. M. no podrá menos de mirar esta falla como una infracción del
convenio ajustado.
«Hecha esta explicación
(prosigue el príncipe de la Paz) y esta rara manera de ultimátum, en que
Napoleón se degradó hasta el extremo de escusarse con falacias y protestas
mentirosas para satisfacer a Carlos IV, mezclando al mismo tiempo la amenaza
para impedir que se actuase y se pusiese en evidencia aquello mismo que él
negaba, replicó Izquierdo todavía con la serenidad de espíritu y con la misma
discreción y dignidad que había mostrado en los coloquios anteriores, arguyendo
a Champagny de este modo: « Yo sé muy bien lo mucho que mi rey y mi
gobierno desean mantener la buena inteligencia que tanto les complace con S. M.
el emperador; estoy bien cierto de que en nada, si es posible, querrán
ocasionarle ninguna especie de disgusto; pero aunque S. A. R. el príncipe de
Asturias, mi señor, esté ya perdonado (como V. acaba de decirme) , si hubiese
necesidad de procesar a los cómplices, y si de la causa aparece alguna cosa
contra Mr. de Beauharnais, ¿qué es lo que habrá de hacerse? ¿se ha de seguir o
suspender? ¿se dejará libre al reo, porque no puede hacérsele patente su
delito? ¿se le ha de condenar sin hacérsele presente como ordenan las leyes?
¿se han de ver castigos en España sin publicación de las causas y de las
sentencias motivadas? ¿y si resulta algo contra la persona de Mr. de Beauharnais,
habrá de impedir esta resulta la acción de Injusticia del rey con escándalo de
toda la nación?
«Mr. De Champagnv (concluye el autor de las Memorias) se excusó de
responder a estas cuestiones, diciendo no ser libre para mudar ninguna cosa de
las instrucciones que el emperador le había dejado, y que era de rigor lo que exige
de parte suya, de que el embajador Beauharnais no se implicase en cosa alguna
del proceso. «Mas si por caso, instóle Izquierdo,
hubiera resultado o resultara “un documento que probase en contra suya , ¿no
será al menos necesario el enviarlo para que el emperador haga justicia?» Champagny respondió que en cuanto a esto no habría
dificultad, y que si se enviaba un documento cual decía, S. M. haría justicia.
Concluyó, en fin, diciendo a Izquierdo, que el emperador quería que redactase
aquel coloquio y me lo dirigiese sin tardanza.»
El relato de
esta entrevista no necesita comentarios. Napoleón persistía en negar que
hubiese recibido carta alguna del príncipe de Asturias, y con mentir de un modo
tan repetido y vergonzoso creía poner a cubierto el decoro que tan manchado
hubiera aparecido, a confesar la parte que por medio de su embajador tenía en
los sucesos del Escorial : deseoso de adormecer al gobierno español en una
confianza que desde las revelaciones del príncipe no era ya posible, asegura, que
ni se ha mezclado ni piensa mezclarse en nuestros asuntos internos; pero como
la hipocresía no basta, ha tenido antes buen cuidado de amenazarle con el peso
de su venganza si permite que por ningún pretexto se hable o escriba una sola
palabra de que pueda inferirse cosa alguna contra el agente que ha motivado las
quejas de Carlos IV: dejando al arbitrio de este dar a su hijo la esposa que
mejor le plazca, parece haber olvidado lo que anteriormente había dicho en
cuanto a declararse protector del heredero del trono; pero su protesta de no retirar
al embajador que tan justamente querellado tiene al monarca, dice más de lo
necesario para inferir que quien de tal manera desaíra al padre, no está muy
lejos de declararse en favor del hijo, si así conviene a sus miras; infractor
por último de los convenios ajustados de palabra entre los dos gobiernos, lleva
no obstante la insolencia hasta el extremo de encargar a nuestro rey el más
exacto y puntual cumplimiento por su parte, so pena de hacer efectiva la
venganza con que le ha conminado; siendo lo único que Carlos IV puede conseguir
la oferta hecha de cuenta y riesgo del ministro francés, en lo tocante, a hacer
Napoleón justicia del embajador si resulta algún documento en contra suya,
documento que es de presumir no aparezca, según el respeto con que deberá
acatarse la voluntad soberana de S. M. I. y R.
Tan
insolente ultimátum no merecía otra respuesta que la guerra sin tregua y a
muerte contra quien de un modo tan insolente y despreciador osaba explicarse;
pero el que a tanto se había atrevido, estaba bien seguro del miedo y de la
debilidad de nuestra corte para arrostrar la única medida que podía poner a salvo
el honor español tan indignamente ultrajado. Carlos IV conoció su posición
precaria y difícil , y determinó calmar el mal efecto que sus quejas acababan
de producir en el ánimo de Napoleón. «Mientras tanto, dice el príncipe de la
Paz, quedaba por tratar y resolver una cuestión penosa. ¿Debía escribir el rey
al orgulloso emperador para satisfacer las quejas de que hizo este tanto ruido
el de noviembre, y que siguió después mostrando en los coloquios que se tuvieron
de su orden con D. Eugenio Izquierdo? ¿No habiendo contestado aquel en
derechura a Carlos IV, mas sí mandado dar de parte suya, en formas diplomáticas,
espiraciones largas y escusas y promesas amigables para satisfacerle y remendar a su manera la amistad de las dos
cortes, ¿debería también el rey dar su respuesta de igual modo con una nota
diplomática, o bien por evitar mayores males y no dejar pretexto a nuevas
quejas, explicar las suyas Carlos IV y endulzarlas con otra carta de su puño?
Después de meditarlo largamente, se decidió S. M. por escribir de nuevo a
Bonaparte. En una nota diplomática no se podía expresar con la franqueza
necesaria lo que debía decirse en aquel caso, y menos todavía siendo forzoso
contestar alguna cosa sobre el fatal asunto de las bodas pretendidas por el príncipe.
No solo había negado Bonaparte que hubiese recibido carta alguna de Fernando,
sino como se ha visto más arriba, hizo decir de parte suya en la postrera
conferencia de Champagny con Izquierdo, que no había
entrado nunca en sus ideas que el príncipe de Asturias se casase con parienta
suya; que la sobrina de la emperatriz Mlle. de la Pagerie estaba prometida, hacía ya tiempo, al duque de Aremberg,
y que de ningún modo se opondría a que casase el rey al príncipe su hijo con
quien mejor le pareciese. No responderá esto ni aun de cumplimiento, hubiera
sido un gran desaire en tales circunstancias como aquellas en que Napoleón se
hallaba ya enlazado con familias reales de Alemania, y en que subían tan alto
sus encumbradas pretensiones. «Después del vomitivo de mi carta antecedente,
dijo el rey, con que hemos descubierto la mala fé de
su conducta, enviemos el calmante»
«No puedo
presentar a mis lectores (continúa D. Manuel Godoy) un traslado literal de la
carta que fue puesta, porque no la tengo; pero conservo en mi memoria la
sustancia. Decíale el rey que al escribir sus quejas
de la conducta irregular que había tenido su enviado en nuestra corte, no había
sido su intención atribuirle ni la más pequeña connivencia con aquel ministro;
que el texto de la carta no ofrecía palabra alguna, ni aun ambigua, que
prestase margen para entenderla de aquel modo; que cierto el rey de la
franqueza y de la grande intimidad con que uno y otro deben comunicarse entre
sí mismos y sin personas intermedias cuanto les conviniese para su buena
inteligencia, como buenos amigos y aliados, le había comunicado en derechura
los sucesos dolorosos que oprimían su espíritu, y el extravió de sus deberes en
que había caído aquel ministro, tan ajeno de los respetos que debía imponerle
el alto soberano a quien representaba, y aquel cerca del cual tenia su
residencia; que sin necesidad de que el emperador pidiese ni exigiera que se
echase un velo sobre la conducta incomprensible que había tenido aquel
ministro, S. M. lo tenia echado de antemano, no siendo su intención y su deseo
sino que el mismo emperador le reprimiese o retirase; que la infidelidad de su
enviado estaba descubierta por las revelaciones del príncipe de Asturias,
confirmadas hasta la evidencia por las declaraciones de los que ocultamente se
entendieron con el marqués de Beauharnais; que el gran sentimiento de S. M. no
era tan solamente de que aquel embajador se hubiese permitido inteligencias
reservadas con un príncipe heredero , lo cual era un gran crimen bajo cualquier
concepto que esto fuese, mucho más promoviendo o acalorando la discordia en el
palacio, sino también y en igual grado, que el emperador, en vista de estos
tratos clandestinos, pudiera haberse persuadido que el soberano de España era
tan poco amigo suyo y de Francia, que a constarle los deseos del príncipe su
hijo, los hubiera resistido, siendo así que en ningún tiempo, ni directa ni
indirectamente, le había mostrado estos deseos; que tan buen padre con su hijo,
como verdadero amigo del emperador de los franceses, no se opondría de modo
alguno a tal enlace, puesto que él continuase en desearlo y que el emperador
tuviese modo de adherir a sus deseos, debiendo estar seguro de que S. M. daría
en tal caso su pleno asentimiento, y de que a mas tendría muy grande
complacencia en que el emperador de parte suya se explicase de igual modo; que
en todo lo demás debía no menos estar cierto su buen amigo y aliado de sus
disposiciones permanentes e inmudables para la ejecución de los tratados
concluidos, y comenzados a cumplirse, como también de su amistad probada largo
tiempo, la cual jamás por su parte seria desfallecida por ningún evento ni por
ninguna queja de un orden subalterno.»
Los enemigos
del príncipe de la Paz han escrito que Carlos IV, deseoso de complacer a
Napoleón, le pidió en esta carta una esposa de su familia para el príncipe su
hijo. D. Manuel Godoy desmiente este aserto, de que reconoce por primer autor
al ministro Cebados, y dice que el rey no hizo al jefe de Francia sino un
atento cumplimiento sobre este punto, cual requerían las circunstancias. Los
lectores que acaban de oír el relato del valido acerca del tal documento,
convendrán desde luego en que no podía quejarse el emperador de la desatención
de un rey que tan amistosa y humildemente contestaba a sus amenazas y
denuestos, manifestándole haber echado un velo sobre la conducta del embjador, de quien vuelve a quejarse, aun antes de que S.
M. I. y R. pidiese o exigiera semejante cosa; indicándole además que la
petición de esposa hecha por su hijo no era motivo para reñir por su parte,
pues en último resultado vendría a dar su pleno asentimiento al enlace en
cuestión, si el príncipe insistía en él, y si el emperador por supuesto no se
oponía al logro de semejantes deseos. El cumplimiento, repetimos, no podía ser
más atento, y más si se tiene en cuenta la circunstancia de ser Napoleón
enemigo de la casa de Carlos IV; pero era preciso calmarle a todo trance y no
era aquella ocasión de pararse en escrúpulos. A pesar de eso, no fallará quien
diga, como nosotros lo hemos hecho ya, que era mejor reducirse al silencio que
no tocar un punto tan ocasionado como aquel a interpretaciones poco favorables a
la dignidad del monarca; pero cuando ni él ni el hombre de quien principalmente
se aconsejó lo creyeron así, preciso será convenir en que debieron de tener más
de una razón para ello. Por lo demás, la carta concluía protestando el rey a su
buen amigo y aliado su inmutable disposición a cumplir por su parte los
tratados que el emperador no tenía inconveniente en hollar, asegurándole que la
amistad que por tanto tiempo le tenía probada no padecería quebranto por evento
ni queja alguna de un orden subalterno; y una conclusión como esta era más que
bastante para hacer deducir a Napoleón que, gracias al terror producido por sus
amenazas, pertenecían sin duda a ese orden tanto la conducta observada por el
embajador Beauharnais , como las quejas a que su complicación en los eventos
del Escorial había dado motivo.
El emperador
no podía menos de quedar obligado al ver muestras tan inequívocas de sumisión y
deferencia por parte de su aliado, y contestó desde Milán a esta carta y a las
dos anteriores, reiterando á Cárlos la protesta de no
haber recibido comunicación alguna del príncipe Fernando, y añadiendo que si
bien pudo haberla escrito este, no era consecuencia precisa por eso que la tal
carta hubiese sido enviada, habiéndole engañado sin duda en lo tocante a este
punto los autores de la intriga. En cuanto a las bodas, decía a Carlos IV hallarse
dispuesto a hacer por su parte cuanto fuese conducente para estrechar las
relaciones de ambos países, manifestando entretanto que su principal deseo era
que el príncipe de Asturias volviese a hacerse digno de la benevolencia
paternal como era de presumir. A esta carta siguió otra un mes más adelante, y
en ella expresó el emperador al monarca, de una manera fina y amigable, su sentimiento
de que este no hubiera vuelto a insinuarle cosa alguna en lo relativo al enlace
de las dos familias, cuando tanto podía aumentarse por su medio la unión, la
fuerza y el poder de ambas naciones en beneficio de la paz universal. Así
procuraba paliar su conducta infractora de los tratados, escribiendo a su
aliado en términos los más lisonjeros y melifluos, mientras por otra parte
invadía nuestro territorio contra el tenor expreso de los convenios ajustados
entre ambas cortes; y para que nada quedase por tentar a fin de tener alucinado
a nuestro débil monarca, acompañó su última carta con un regalo de catorce
caballos normandos, como prueba de la estimación y afecto en que le tenia.
Cuando así
terminaban las querellas expresadas por Carlos IV en su carta del 3, y cuando
tanto terror había infundido en la corte del Escorial el nombre de Napoleón, no
es maravilla que hasta los jueces nombrados para continuar el proceso contra
los conspiradores secundarios, se arredrasen de fallarlo en los términos en que
deben hacerlo con arreglo a la ley. Perdonado por el rey el reo principal, la
consecuencia inmediata, una vez sabidos los antecedentes en que el tal perdón
se fundó, era hacer una segunda violencia a la justicia condonando igualmente a
sus cómplices, so pena de exponerse los magistrados al resentimiento del futuro
monarca si obraban en sentido contrario. La voz extendida por todas partes de
que el heredero del trono estaba secretamente protegido por el emperador, acabó
de turbar el ánimo de los jueces en presencia de los demás reos, confesos y
convictos como lo estaban; y si alguna duda podía quedarles acerca de lo mucho
que en aquel asunto valía el nombre de Napoleón, bastaba para desvanecerla la
sola consideración de haberse mandado de real orden sustraer al proceso las
declaraciones espontáneas del príncipe, con todo lo demás que decía relación al
embajador Beauharnais. Considerado todo esto, no debe maravillar, repetimos, la
conducta observada por los jueces; pero si la explicación de las causas basta
para hacernos comprender los efectos por ellas producidos, no así para
justificar los hechos cuando se hallan en contradicción con los deberes y con
el imparcial y recto modo de obrar que a todo tribunal corresponde. La balanza
de la justicia no debe ni puede admitir otro peso que el de las consideraciones
legales, y los magistrados dejan de serlo en el momento en que se manifiestan
flexibles a la política en cualquier sentido que sea. Los de la causa del
Escorial dieron al olvido estas máximas, y no obstante haber pedido el fiscal
contra Infantado y Escoiquiz la pena que la ley impone a los traidores,
declararon por unanimidad no resultar culpa alguna contra ellos ni contra los demás,
declarando asimismo que no debía la prisión sufrida perjudicarles en su buena
reputación y fama, ni obstar para continuar en sus empleos y ocupaciones y
obtener las ciernas gracias a que la justicia y clemencia del rey los estimase
acreedores en lo sucesivo. El rey no obstante creyó contrario a su decoro
conformarse con una sentencia tan favorable y honorífica, y despreciando el
fallo del tribunal, que justo o injusto era al cabo el único que debía decidir
de la suerte de los acusados, procedió gubernativamente contra los duques del
Infantado y San Carlos, contra Escoiquiz y algunos otros, condenándolos a
reclusiones y destierros. Esta conducta del monarca nos hace creer que no debe
de ser tan cierto coma el príncipe de la Paz asegura, que fuese la intención de
Carlos IV usar de misericordia con los presuntos reos, caso de haber sido
condenados por el fallo del tribunal, pues si habiendo sido la sentencia
absolutoria procedió con ese rigor, ¿cómo era de esperar que lo templase en el
caso contrario?
Tal fue el
término del célebre proceso que con tanta razón ha sido llamado escandaloso por
todos los escritores. Inaugurado en virtud de un anónimo, le hemos visto
prematuramente fallado por el monarca con una precipitación y una ligereza inexcusables,
como si no tuviese oídos para escuchar otra voz que el grito alarmante de los
tres fuegos contenidos en aquel malhadado papel, a quien se dio mas valor e
importancia que a los escritos cogidos al príncipe. Convertido Carlos IV en
público acusador de su hijo, y atribuyéndole crímenes que no resultaban
probados, vémosle escribir a Bonaparte participándole
su resolución de desheredar al que le debe el ser, a quien no titubea en pintar
con colores que sola pueden convenir a un monstruo, añadiendo a todo eso la
afrentosa debilidad de asesorarse con el que tantas veces ha llamado enemigo de
su casa. Sabedor después por las revelaciones del príncipe el papel que el
embajador francés jugaba en la intriga, procede a cortar el proceso en la parte
que dice relación al reo principal y al agente del monarca extranjero cuyo
nombre le aterra; pero acordándose por un momento de su dignidad como soberano,
o deseoso de lanzar de sí la humillación que las mencionadas revelaciones han
producido en su alma, dirige al mismo tiempo sus quejas al hombre cuyas luces y
consejos acaba de pedir. Napoleón empero se irrita, y mirando la nueva carta
como el mayor de los insultos que pueden hacérsele, exige por medio de Maserano la reparación debida al agravio, intimando después
la orden de que no se chiste una sola palabra que diga relación con él o con su
embajador en el curso del malhadado proceso. Carlos IV entonces vuelve a
escribir a quien no se ha dignado contestarle, y dándole toda suerte de
satisfacciones, le protesta su adhesión invariable y la resolución de cumplir
por su parte los tratados de que el emperador acaba de reírse en sus barbas, lo
cual no quita que por vía de cumplimiento le manifieste el monarca hallarse
dispuesto a estrechar sus relaciones con la familia imperial por medio del
enlace implorado por su hijo y que tanta irritación le causó. Complacido
Napoleón de la humildad de su aliado, le manifiesta su amistad y benevolencia
en términos que no hay más que pedir, y con esto y con los dos tiros de
caballos que después le regala, tenemos concluidas las paces. El heredero del
trono se halla perdonado mientras tanto, de un modo bien indigno en verdad;
pero el monarca al fin no se ha desdicho, v salvos los desfavorables
comentarios a que debe dar lugar un cambio de conducta tan repentino con aquel
execrable monstruo, el decoro del rey queda a salvo. Por lo demás, habiéndose
anticipado el monarca a las órdenes de Napoleón en lo de no manosear el nombre
del embajador en la causa, nada tiene de particular que se afirme después en su
propósito sabido el mandato, haciendo descartar del proceso cuanto pueda
exaltar la bilis de su buen amigo, aun cuando el procedimiento contra los demás
reos resulte ilegal; pero para eso serán absueltos después, y el rey podrá en
todo tiempo hacer uso de sus omnímodas facultades, desterrando o penando a los
que lo merezcan , y recurriendo a los medios gubernativos cuando los judiciales
no basten.
El papel del
príncipe Fernando es más repugnante en el drama. Abyecto hasta un extremo el
mas vergonzoso en su carta a Napoleón pidiéndole amparo y esposa, es villano y
cobarde después cuando a trueque de quedar en buen lugar, no titubea en delatar
a sus parciales y amigos, llamándolos bribones y picaros, y abandonando sus
cabezas al inflexible rigor de las leyes. Lleno de odio contra el valido, y no
obstante haberse dirigido contra este principalmente en la torpe conspiración
abortada, le abraza después sin embargo, y llora y se prosterna a sus pies,
escribiendo por último dos cartas en las cuales se confiesa hombre de delación
y de mentira, sin trazar una sola línea que lo disculpe ante los ojos del país,
porque tratando en ellas de conseguir el perdón a que aspira, le es sin duda
indiferente el decoro, indiferente la honra, indiferente todo lo que pueda
retardar un solo instante la real clemencia que pide.
El valido
cuya prepotencia ha sido el primer origen de la división de la regia familia, y
la piedra de escándalo que ha motivado la abortada conspiración, se retrata a
sí mismo como hombre conciliador y templado desde el momento en que postrado en
cama tiene noticia de los primeros sucesos; pero el impolítico manifiesto que
escribe, y los crímenes de que sin pruebas todavía se atreve a acusar al
heredero de la corona, deponen contra esa templanza de un modo harto más
elocuente del que nosotros quisiéramos. Concediéndole como le hemos concedido la
más completa irresponsabilidad en cuanto al poco meditado arresto del príncipe
de Asturias sin haber tratado antes de reducirle por medios suaves y prudentemente
políticos, hemos tachado su conducta de falta de delicadeza en el mero hecho de
haberse constituido en Mentor del monarca para intervenir en un asunto de que
era parte interesada; y como Carlos IV no dejó de consultarle, según su
costumbre, en todos y cada uno de los pasos que daba, dudamos mucho que dejase
de convenirse con él en lo relativo a la carta en que pedía las luces y
consejos de Napoleón. Autor del decreto en que se perdonaba al príncipe, así como
lo había sido del en que tan acerba como prematuramente se le acusó, vénosle
poner al monarca en la falsa posición consiguiente a un cambio tan súbito, y
asesinar el decoro de Fernando, envileciéndole y degradándole hasta un extremo
verdaderamente inconcebible con la publicación de las dos malhadadas cartas en
que tan baja como cobardemente imploraba la real clemencia, conducta que dio
motivo a suponer en él torcidas y siniestras intenciones contra el heredero del
trono, cuando acaso no era debida sino a la imprevisión y falta de tacto que
tan insignemente le caracterizaba como político. El ridículo papel que en
último resultado vino a representar Carlos IV ante el emperador de los
franceses, convirtiendo en humildes satisfacciones las quejas que acababa de
darle, y descendiendo a manifestar la complacencia que le resultaría en que se
llevase a cabo la detestada boda de su primogénito con una princesa de la
sangre imperial, borrón que alcanza al Mentor que le aconsejaba, no menos que
el escándalo dado con la confinación de los reos absueltos por el tribunal en
cuyas manos debía suponerse que había abdicado el rey su poder absoluto y
discrecional en lo que concernía al proceso. El valido en una palabra fue el
consueta de darlos IV en todo el curso de la tragicomedia que se le hizo
representar después del arresto del príncipe, y o no debió intervenir como
apuntador en el drama, o caso de hacerlo, debía apuntar mejor.
De la reina
María Luisa no hablaremos una sola palabra. El príncipe de la Paz asegura que
derramó tiernas lágrimas y que se interesó por su hijo... ¡Así hubiera evitado
con anticipación los sucesos que motivaron el peligro en que entonces le veía,
observando conducta más digna como reina y como mujer! Por lo demás, ese llanto
es lo único que embellece el feo y repugnante cuadro de la causa del Escorial,
porque ¿dónde iremos a buscar dignidad o elevación de alma en los demás actores
que ya directa ya indirectamente intervinieron en el drama? ¿En los
conspiradores que se hallaban presos? Ellos estaban confesos y convictos de
haber implorado el auxilio de un monarca extranjero para lanzar a Godoy del
poder, exponiendo su patria a los peligros de una intervención armada, cuyo último
resultado no podía ser otro que el naufragio de su independencia. ¿En los
jueces que los absolvieron ? El tribunal todo fue injusto y prevaricador. ¿En
el fiscal que pidió la pena de muerte contra los reos principales? El mismo
vino a confesar después que obró contra su conciencia al pedirla, cediendo
indignamente el temor que le inspiraba el valido, así como los jueces al miedo
de Napoleón.
¿Buscaremos
esa dignidad en Caballero? Tanto él como los demás ministros votaron por el
rigor para ceder después al terror producido por las revelaciones de Fernando:
todos vinieron en último resultado á hacerse parciales de este cuando columbraron
la probabilidad de su triunfo; todos, excepto uno, volvieron la espalda al
valido desde el momento en que comenzaron a augurar su ruina definitiva. ¿Buscarémosla por último en el gran hombre, en el emperador
Napoleón? Para que nada dejase de ser ruin en aquellos sucesos, hasta el gran
guerrero lo fue, mintiendo escandalosamente a la faz del mundo lo que él mismo
vino a retractar pocos días después; prometiendo no intervenir en nuestros
asuntos interiores, cuando con más ansia se dedicaba a hacerlo; pidiendo el
cumplimiento de los tratados de que había sabido prescindir para invadir nuestro
suelo con sus tropas, con el firme propósito de volver a hacer otro tanto a los
pocos días; y amenazándonos por último, con la seguridad que le daba la circunstancia
de tener un millón de combatientes a su disposición, si se hacía sonar en la
causa al agente de cuya intriga se declaraba protector en el mero hecho de no
retirarle.
El proceso
del Escorial extravió lastimosamente la opinión pública. Perdonado el príncipe
heredero a los cinco días de haber aparecido el terrible decreto de acusación, creyéronle todos inocente de los crímenes que en él se le
imputaban atribuyendo su causa a tramas urdidas por el favorito. Las cartas en
que tan bajamente pedía perdón a sus augustos padres, fueron consideradas como
hijas de la violencia ejercida por el hombre a quien se supone autor de la
intriga, o como un heroico sacrificio de parte de Fernando, resignado por un
efecto de amor filial a mantener ilesa la fama de su padre, aun a costa de la
suya propia. La honorífica sentencia con que fueron absueltos sus cómplices,
fue para el común de las gentes la prueba más irrecusable de su inocencia y de
la del príncipe que se suponía seducido por ellos, contribuyendo de este modo
todas las apariencias a fascinar completamente al país, que falto de
antecedentes y de datos que pudieran ilustrarle, es bien disculpable por cierto
en la ventajosa opinión que formó de su ídolo, del mártir de la tiranía de
Godoy, como entonces se le llamaba.
Esta causa produjo bajo otro punto de vista efectos los mas perniciosos para la suerte del país, debiendo considerarse como el acontecimiento más influyente en el momentáneo naufragio de su independencia. Patentizada a los ojos del mundo la funesta discordia existente entre padre e hijo, puso en las manos de Napoleón los medios mas a propósito para avasallarnos definitivamente. Los conspiradores absueltos, viendo declarada en favor suyo la opinión pública, y convencidos del importante triunfo que sobre el débil gobierno de Carlos IV acababan de conseguir, pudieron dedicarse a proseguir sus planes con fundadas esperanzas de éxito, ciertos como estaban de que el monarca no se atrevería a hacer un castigo ejemplar con gente que debía suponer secretamente protegida por el emperador, y a quien de tal manera favorecía el aura popular. El príncipe Fernando, deseoso hasta entonces de ver humillada la prepotencia de Godoy y la influencia de María Luisa en los negocios de gobierno, y conspirador con este objeto para alzarse él al poder, dividiéndolo con su augusto padre, pasó de este simple deseo a abrigar la tentación de lanzarle de un trono en que tan débilmente se sostenía, preparando insensiblemente la catástrofe de Aranjuez en unión con sus parciales y amigos, sostenidos y apoyados constantemente por el triunfante embajador. Persuadido el país de que las tropas de Napoleón no tenían otro objeto en su entrada que derribar del poder al aborrecido privado para elevar sobre sus ruinas al inocente príncipe de Asturias, quedó adormecido en una confianza funesta, mirando sin alarma las numerosas bayonetas extranjeras que brillaban por todas partes, y dejándose sorprender en medio de su sueño de la manera más triste, si bien para dispertar al poco tiempo con todo el brío y con toda la energía de que solo el pueblo español ha sabido dar ejemplo en los lances desesperados. ¿Pero a qué detenernos en mas reflexiones sobre aquel malhadado proceso? Los
acontecimientos que siguieron inmediatamente, y con los cuales vamos a concluir
nuestra introducción, hablarán con mas elocuencia que todos los comentarios que
nosotros pudiéramos hacer. La hora de la catástrofe está cercana. ¡Dichosos nosotros
si al presentar su relato con la imparcialidad y severa justicia que hemos
procurado observar hasta aquí, conseguimos inspirar a los partidos el saludable
temor con que deben mirar las consecuencias de sus rivalidades, haciendo mas
cautos a los españoles para no dejarse sorprender en lo sucesivo como en 1808!
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FERNANDO VII
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