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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

CAPITULO XVIII

Exigencias de Napoleón respecto al Portugal.—Tratado de Fontainebleau.—Segunda y definitiva entrada de los Franceses en la Península

 

Echa la paz de Tilsilt entre los soberanos de Francia, Rusia y Prusia, y de regres0 Napoleón a París, donde según costumbre, se le recibió con las aclamaciones y aplausos debidos a su gloria y a la peligrosa y memorable campaña que acababa de terminar, llegó el momento definitivo en que volviese el emperador sus ojos al occidente de Europa y de resolver la suerte que debía caber a la Península. Inglaterra permanecía aun en pie, y mientras esta no depusiese las armas, imposible era que un hombre como Napoleón pudiese quedar satisfecho, por ser para él nada lo obrado mientras le quedase algo por hacer. Pero Gran Bretaña no atacaba de frente, sino de soslayo, por decirlo así. El almirante Ducworth, poniendo en ejecución una parte de los designios de su gobierno, pasó el estrecho de los Dardanelos con dos navíos de tres puentes y con otros buques menores, y apostándose enfrente de Constantinopla procuró obligar al gran señor a hacer la paz con Rusia y declarar la guerra a Francia; pero habiendo sido inútiles tanto la persuasión como la amenaza, hubo de retirarse al Mediterráneo por entre el fuego que sobre sus naves hacían llover los castillos del Helesponto. El general Fraser tentó por su parte apoderarse de Egipto, donde desembarcó seis mil hombres, con los cuales consiguió apoderarse de Alejandría sin experimentar apenas obstáculo; pero al ir a atacar la Roseta, fue rechazado con bastante pérdida, sin conseguir ver secundados los esfuerzos que hizo durante algunos meses para vencer a los turcos, los cuales le obligaron a reembarcarse, humillando el orgullo inglés en todas sus tentativas. Mientras tanto rompía Suecia con Francia cediendo a las instigaciones del gabinete británico; pero éste no le socorrió con sus tropas según se le había prometido, y Suecia se vio sin amparo en la ocasión más crítica, comenzando para ella la época de los terribles desastres que dieron al traste con su trono y su independencia. Los ingleses entretanto se apoderaron de Copenhague, a pesar de la neutralidad que el rey de Dinamarca había observado tanto con ellos como con los franceses, constituyendo la ocupación de aquella capital uno de los rasgos más fieros de injusticia, ferocidad y barbarie. Napoleón que veía a Gran Bretaña esquivar el combate en el principal teatro de guerra, contestó a sus indirectos esfuerzos con la publicación del decreto del bloqueo continental, en todos los países adonde se extendía su predomino o su influencia. A España, que ya lo había puesto en ejecución por su parte, sucedieron Italia y la misma Dinamarca, cuyo territorio hizo el emperador proteger con el ejército que bajo el mando de Bernardotte hizo pasar del Meklemburgo, y con el cuerpo auxiliar de tropas españolas que al del marqués de La Romana había salido para el norte, según tenemos referido. Pero estas medidas, repetimos, no eran bastantes para dejar satisfecho al arrebatado genio de Napoleón, y como para dar completa cima a sus gigantescos proyectos faltase todavía por verificar la sumisión total de la Península, fijó los ojos en ella con ánimo decidido de llevar sus designios a cabo, si bien vacilando aun, por lo que toca a España, en la elección de los medios.

Portugal, según expresión del príncipe de la Paz, fue la piedra de tropiezo para España, y nosotros tenemos el disgusto de añadir que para su honra también. Cuando en un momento de arrebato osó el valido desafiar en octubre de 1806 el poder de Napoleón, echando por tierra con su inesperada proclama todas las probabilidades de éxito que la lucha pudiera tener, a seguirse con circunspección y con calma los planes convenidos con Strogonoff, hemos visto que al paso que contaba poder obtener la cooperación de Gran Bretaña a la lucha, tenía tanteado también al gobierno de Portugal, cuyo auxilio no podía faltarle; siendo aquella una empresa tan en armonía con su política y con la dependencia en que se hallaba respecto de Inglaterra. Espantado después el favorito, y espantado el monarca con él, al saberse en Madrid la noticia de la batalla de Jena, volvieron las cosas al ser y estado que antes; es decir, a humillarnos de nuevo a las plantas del emperador, cuya irritación trató de calmar el valido por todos los medios posibles. Napoleón disimuló su ira, según hemos visto, y contento con redoblar la cadena con que moral y políticamente nos tenía sujetos, reservó para ocasión más oportuna añadir el postrer eslabón. D. Manuel Godoy por su parte, conociendo que nada era ni podía ser ya como hombre público sin el apoyo y la protección del guerrero del Sena, resolvió echarse definitivamente en sus brazos, dando a su agente particular D. Eugenio Izquierdo el encargo de sondear la mente de Napoleón respecto a su suerte futura. Previendo mientras tanto que en el momento que el emperador de los franceses se desembarazase de la guerra del Norte, lo primero que ante todo trataría de hacer sería imponer su yugo a Portugal, para sustraerlo al de Gran Bretaña, trató de evitar el conflicto en que España y él mismo podrían quedar, si las tropas de Napoleón entraban de nuevo en la Península como en 1801. Su ánimo se hallaba indeciso y perplejo; pero el instinto de conservación y de conveniencia propia y un sentimiento también de patriotismo que restaba todavía en su alma, le obligaron a manifestar al rey la imprescindible necesidad en que se hallaba de atraer de grado o por fuerza a Portugal a su política, so pena de exponer la nación a las contingencias de la invasión francesa, con segura perdición para España si se empeñaba en entrar en ella un hombre como Napoleón, a  quien no se podía resistir.

Carlos IV, cuyos sentimientos respecto a individuos pertenecientes a su familia le hacían honor verdaderamente, como ya hemos tenido ocasión de observar, se resistió a toda idea de ruptura con un reino cuyo jefe le estaba unido por estrechos vínculos de parentesco; y contando atraerle a su política por medio del consejo y la persuasión, perdió en infructuosas gestiones un tiempo precioso, dando lugar a que el emperador de los franceses de vuelta  ya en París y cargado de triunfos, mezclase en la cuestión su espada victoriosa.

El ministerio francés pasó una nota al de España, en la cual después de exponer la urgencia de sustraer Portugal a la influencia de Inglaterra y de dañar a esta por todos los medios posibles, manifestaba sin disfraz ni rodeo la resolución definitiva tomada por Napoleón de proceder a conseguir su objeto por la fuerza cuando la persuasión no bastase; pero antes de hacer uso de sus armas, invitaba al monarca español a interponer su influjo con la casa de Braganza, y si este paso era infructuoso, a reunir los ejércitos españoles con los franceses para reducir Portugal a conformarse en todo y a la letra con las medidas adoptadas contra Gran Bretaña en el decreto de bloqueo continental.

Otra nota pasada al ministerio portugués por el primer secretario de embajada Mr. de Rayneval el 12 de agosto de 1807, exigía de aquel gobierno que procediese sin dilación a declarar la guerra a Gran Bretaña, confiscar las mercancías inglesas, y arrestar a todos los súbditos ingleses existentes en Portugal. El gabinete español que puesto ya bajo la órbita de Bonaparte no podía hacer otra cosa que obedecer con resignación sus mandatos, dio orden a nuestro embajador el conde de Campo Alange para manifestar al regente de Portugal la necesidad absoluta de hacer lo mismo por su parte, concluyendo por declarar tanto nuestro encargado como el francés que si en un término dado no se prestaba aquel gobierno a adherirse sin restricción a la liga del continente contra los opresores de los mares, tenían orden de pedir sus pasaportes y de retirarse, declarando la guerra. Carlos IV entretanto, deseoso de evitar este último extremo, añadía a las amenazas contenidas en la nota las armas y recursos de la persuasión, procurando eficazmente por otra parte que el emperador de los franceses accediese a otorgar al ministerio portugués un plazo más largo para resolverse, consiguiendo en efecto que el término prefijado para el último de agosto se dilatase por quince días más, tras los cuales alcanzó todavía otros quince.

Pero las condiciones que al gabinete portugués se imponían estaban reñidas con la justicia, con la moralidad y con el derecho de gentes; y bien que el instinto de su propia conservación bastase por sí solo a obligarle a ceder en lo que tocaba a variar de política y a romper con Inglaterra, no empero a proceder al arresto de los súbditos de aquella nación, y a la confiscación de sus bienes en plena paz y sin haber precedido antes declaración de guerra. El conflicto empero era grande, y no había otros medios que resistir la fuerza con la fuerza, o suscribir a la ignominia de la última condición. Débil como era Portugal y hallándose sin recursos bastantes para conjurar la tempestad, pidió parecer el príncipe regente a su aliada Inglaterra, preguntando a su embajador si podría contar con auxilios materiales por parte de su gobierno para hacer frente a Francia y España reunidas. El embajador contestó no ser posible a Gran Bretaña distraer en aquellos momentos parte ninguna de sus fuerzas para acudir a la defensa de Portugal ; y que por lo tanto lo único que en tal apuro podía este hacer era procurar ganar tiempo, dando una contestación que, acorde con este designio, bastase a satisfacer por lo pronto al emperador de los franceses. La contestación fue dada en los términos convenidos, manifestando en ella el príncipe regente hallarse dispuesto a cerrar sus puertos a Gran Bretaña, accediendo al sistema de bloqueo continental; pero añadió que ni la moderación de su gobierno, ni los principios de religión que él tenia, podían permitirle adoptar una medida tan injusta y rigorosa como la confiscación en plena paz de las mercadurías inglesas, y el encarcelamiento de los súbditos extranjeros, que fiados en la palabra real y extraños enteramente a negocios de política, permanecían inofensivos en el país.

Esta respuesta, bien que dictada de acuerdo con Gran Bretaña, era la única que el gobierno portugués podía dar si tenía en algo su honra; pero Napoleón había anunciado que en aquel negocio no admitía término medio, y los embajadores de España y Francia cerca de Portugal pidieron sus pasaportes, llegado que fue el último día del plazo improrrogable y fatal; y el 30 de septiembre abandonaron Lisboa. Así abusaba de su fuerza el soldado coronado, y así se veía España resignada a apoyar la patente injusticia de sus pretensiones. Mientras tanto se había reunido en Bayona desde el principio de las negociaciones un cuerpo de veinte y cinco mil hombres con el título de observación de la Gironda, anuncio seguro de la irrevocable sentencia pronunciada por Napoleón aun antes de esperar el éxito de los debates diplomáticos. Era, pues, la guerra infalible, y éralo también la consecución del fin anunciado en las notas que una y otra potencia habían pasado al gabinete portugués. Conseguido este objeto en todas sus partes, ¿cómo era posible presumir que Napoleón lo traslimitase en los términos en que lo hizo, o ya que todo pudiera temerse de él que España le prestase su anuencia y su apoyo para borrar del mapa político un país independiente? Así se verificó sin embargo, y así nos envileció el favorito haciéndonos cómplices y partícipes del escandaloso despojo contenido en el tratado de Fontainebleau; parodia inmoral y mezquina del inicuo repartimiento de la Polonia; desmembración injusta en que creyendo el valido poder asegurar su partija, no atendió a otra cosa que a dejar satisfecha la inmoderada ambición que le devoraba: acto que constituye, en fin, el mayor y más terrible de los cargos que pueden hacerse a Godoy, y del cual no es posible que pueda justificarle la historia. El tratado decía así:

Tratado secreto entre el rey de España y el emperador de los franceses, relativo a la suerte futura de Portugal.

«Napoleón, emperador de los franceses etc. Habiendo visto y examinado el tratado concluido, arreglado y firmado en Fontainebleau el 27 de octubre de 1807 por el general de división Miguel Duroc, gran mariscal de nuestro palacio, etc., en virtud de los plenos poderes que le hemos conferido a este efecto, con D. Eugenio Izquierdo, consejero honorario de Estado y de Guerra de S. M. el rey de España, igualmente autorizado con plenos poderes de su soberano, de cuyo tratado es el tenor como sigue :

S. M. el emperador de los franceses y S. M. el rey de España, queriendo arreglar de común acuerdo los intereses de los dos estados y determinar la suerte futura de Portugal de un modo que concilie la política de los dos países, han nombrado por sus ministros plenipotenciarios, a saber: S. M. el emperador de los franceses al general Duroc, y S. M. el rey de España a D. Eugenio Izquierdo, los cuales, después de haber canjeado sus plenos poderes, se han convenido en lo que sigue: 

1.° La provincia de Entre-Duero y Miño con la ciudad de Oporto se dará en toda propiedad y soberanía a S. M. el rey de Etruria con el título de rey de la Lusitania septentrional.

2.º La provincia del Alentejo y el reino de los Algarbes se darán en toda propiedad y soberanía al príncipe de la Paz para que las disfrute con el titulo de Príncipe de los Algarbes.

3.º Las provincias de Boira , Tras-los-Montes y la Extremadura portuguesa quedarán en depósito hasta la paz general para disponer de ellas según las circunstancias, y conforme a lo que se convenga entre las dos altas partes contratantes.

4.° El reino de la Lusitania septentrional será poseído por los descendientes de S. M. el rey de Etruria hereditariamente, y siguiendo las leyes que están en uso en la familia reinante de S. M. el rey de España.

5.º El principado de los Algarbes será poseído por los descendientes del príncipe de la Paz hereditariamente, siguiendo las reglas del articulo anterior.

6.°En defecto de descendientes o herederos legítimos del rey de la Lusitania septentrional o del príncipe de los Algarbes, estos países se darán por investidura por S. M. el rey de España, sin que jamás puedan ser reunidos bajo una misma cabeza o a la corona de España.

7.º El reino de la Lusitania septentrional y el principado de los Algarbes reconocerán por protector a S. M. el rey de España, y en ningún caso los soberanos de estos países podrán hacer ni la paz ni la guerra sin su consentimiento.

8.° En el caso de que las provincias de Beira, Tras-los-Montes y la Extremadura portuguesa, tenidas en secuestro, fuesen devueltas a la paz general a la casa de Braganza a cambio de Gibraltar, la Trinidad y otras colonias que los ingleses han conquistado contra España y sus aliados, el nuevo soberano de estas provincias tendría con respecto a S. M. el rey de España los mismos vínculos que el rey de la Lusitania septentrional y el príncipe de los Algarbes, y serán poseídas por aquel bajo las mismas condiciones.

9.° S. M. el rey de Etruria cede en toda propiedad y soberanía el reino de Etruria a S. M. el emperador de los franceses.

10. Cuando se efectúe la ocupación definitiva de las provincias de Portugal, los diferentes príncipes que deben poseerlas nombrarán de acuerdo comisarios para fijar sus limites naturales.

11. S. M. el emperador de los franceses sale garante a S. M. el rey de España de la posesión de sus estados del continente de Europa situados al mediodía de los Pirineos.

12. S. M. el emperador de los franceses se obliga a reconocer a S. M. el rey de España como emperador de las dos Américas, cuando todo esté preparado para que S. M. pueda tomar este titulo, lo que podrá ser o bien a la paz general, o a más tardar dentro de tres años,

13. Las dos altas partes contratantes se entenderán para hacer un repartimiento igual de las islas, colonias y otras propiedades ultramarinas de Portugal.

14. El presente tratado quedará secreto, será ratificado, y las ratificaciones serán canjeadas en Madrid 20 días a más tardar después del día en que se ha firmado.

Fecho en Fontainebleau a 27 de octubre de 1807

                    Duroc—Izquierdo.

Hemos aprobado y aprobamos el precedente tratado en todos y en cada uno de los artículos contenidos en él; declaramos que está aceptado, ratificado y firmado, y prometemos que será observado inviolablemente. En fe de lo cual hemos dado la presente, firmada de nuestra mano, refrendada y sellada con nuestro sello imperial en Fontainebleau a 29 de octubre de 1807

                          Firmado —Napoleón.-

El ministro de relaciones exteriores, Champagny

Por el emperador, el ministro secretario de Estado , Hugo Maret

Al que fascinado por la lectura de las Memorias del príncipe de la Paz pueda quedarle alguna duda sobre la omnipotencia del valido hasta los últimos días de su privanza, le bastará para desvanecerla la simple reflexión de que habiéndose resistido Carlos IV con la tenacidad que hemos visto a hostilizar un reino cuyo jefe le estaba unido por los vínculos del parentesco, acabó sin embargo por acceder al despojo contenido en el tratado anterior: injusticia a que en su moralidad no hubiera podido prestarse, a no mediar en su perpetración el interés y el brillo del que todo lo podía ante aquel fascinado monarca. Napoleón, que conocía bien la parte débil de su aliado y la desapoderada ambición del favorito, dio al traste con la rigidez de principios del uno, asegurando al parecer la suerte futura del otro, sin dejar comprender a ninguno de los dos que acceder al inicuo despojo de Portugal era lo mismo que firmar la sentencia de muerte contra la independencia española. ¿Qué importaba que por el articulo 11 del tratado garantizase el emperador la integridad de nuestros estados al mediodía de los Pirineos, obligándose además por el siguiente a reconocer más adelante al rey de España como emperador de ambas Américas? Carlos IV no podía reclamar el cumplimiento de la promesa sino apoyado en la buena fe de Napoleón, y harto conocido podía serle desde la escandalosa venta de la Luisiana lo que en ella podía fiar. Carlos IV además apoyaba una injusticia otorgando el despojo, y desde aquel momento perdía el derecho de reclamar contra otro cualquiera que en su perjuicio pudiera decretarse. La única que se hallaba en el caso de hacerlo era la pobre nación española, esa nación que, ajena enteramente al torpe manejo del favorito, no podía ser redargüida de inicua por una convención en que no solo no había tomado parte, pero de la cual no tenía ni aun el más remoto conocimiento.

Dirá alguno tal vez: ¿y qué podía hacer Carlos IV para resistir la injusticia a que se le obligaba? El único medio de conseguirlo consistía en hacer frente a las victoriosas falanges de Napoleón, y por confesión de los mismos que ahora dirigimos un cargo a los que no se atrevieron a desafiar de nuevo su cólera, era imposible, o poco verosímil al menos, el buen éxito de la lucha, caso de apelarse a las armas. Carlos IV por lo mismo suscribió a una iniquidad, obligado tan solo por la fuerza; y la afrenta y la ignominia del acto no puede ni debe recaer sino sobre la frente del guerrero que en tan fiero conflicto le puso.

Esta objeción carece de fuerza. Nosotros hemos dicho que la guerra contra Napoleón habría sido desgraciada durante el reinado de Carlos IV; pero hemos añadido la razón. Para contrastar el poder colosal del imperio, hubiera sido necesario que la nación se alzase en masa, y este alzamiento era imposible mientras fuese la voz del favorito quien apellidase la guerra. ¿Cómo secundar los españoles, en el estado a que habían llegado las cosas y con los antecedentes que tenemos expuestos, una lucha que todos habrían creído hija solo de la veleidad del privado? Si pues Carlos IV se vio imposibilitado de resistir una injusticia por la vía de las armas, debido fue a la funesta ceguedad con que se empeñó en mantener al frente del Estado un hombre que, siendo causa de nuestras discordias, amenguando el prestigio de los reyes y excitando contra sí la indignación general, no sirvió para otra cosa sino para hacernos aparecer mas débiles de lo que éramos realmente, quitándonos lodos los medios de dominar con honra los apuros de una situación complicada y que el mismo privado había contribuido a crear.

No siendo fácil la justificación del monarca por lo que toca al tratado de que hablamos, lo es menos todavía la de D. Manuel Godoy, siendo vanos todos los esfuerzos de este para sostener una causa que la historia da por perdida. Estipulada y firmada esta convención por su agente particular Don Eugenio Izquierdo, y no por el príncipe de Masserano, a quien en todo caso debiera haber correspondido el arreglo de la negociación, tiene ésta todas las trazas de una intriga política cuyo principal objeto era hacer el negocio del favorito. ¿Qué importa que el mismo Izquierdo haya dicho (según para defenderse aduce el príncipe de la Paz) que durante su misión diplomática en París no le fue sugerida idea ninguna que dijese relación al interés peculiar del valido? Izquierdo necesitaba hacer esta protesta, menos para justificar a su jefe, que por vindicarse a sí mismo de un cargo que alcanza a los dos; y a la consideración de los lectores se deja el valor que puede darse a las palabras del cómplice que vindica a su cómplice. Pero el príncipe de la Paz apela en esta cuestión al buen sentido de los lectores, recordando lo débil y precario de su posición para haber podido exigir un trono ni imponer condiciones al que sin él podía cuanto quisiese entonces. ¿Y quién dice ni ha soñado en decir que a tanto se atreviese el valido? Pero entre exigir una corona tratando con Napoleón de igual a igual, y entre impetrarla y recibirla de su mano si este por sus fines particulares se dignaba otorgarla, hay una distancia inmensa que el mismo criterio de los lectores reconocerá fácilmente, no menos que las insinuaciones y palabras indirectas que para conseguir ese objeto pudieron ponerse en práctica. Y por lo que toca a la débil y precaria posición del valido, comparada con la fuerte y encumbrada de Napoleón, en cuyo antítesis pretende apoyar el príncipe de la Paz una parte de su defensa ¿cómo se compone esto con lo que dice en otro lugar, a saber: que Napoleón (de quien antes ha dicho que lo podía todo sin él) veía en él un obstáculo para llevar a cabo sus designios, y que deseoso de separarle del lado de Carlos IV, sustrayendo este monarca a su influencia, eligió para conseguirlo la ideado hacerle soberano de los Algarbes? Por una parte confiesa Godoy no valer nada, por decirlo así, al lado de Carlos IV; y por otra manifiesta que ¡¡sus consejos e influencia con el monarca llegaron a hacerle temible a Napoleón hasta el punto de no hallar otro medio que el de darle un trono para separarle del rey!! ¿En qué quedamos?, podríamos preguntar al príncipe de la Paz. ¿A cuál de estas dos aserciones debemos atenernos?

La verdad es que el favorito en 1807 era tan omnipotente cerca del rey como siempre lo había sido, y que la ceguedad de Carlos IV iba cada día en aumento; pero en medio de todo eso tenía aquel formidables enemigos contra sí, hallándose al frente de estos no menos que el heredero de la corona, y su posición bajo este punto de vista era peligrosa y difícil, aun sin contar la incertidumbre en que debía estar respecto a su suerte, atendido el abuso que Napoleón podía hacer de su poderío contra él y contra el monarca. Carlos por su parte podía responder al valido de sí mientras estuviese en el trono, pero no después de su muerte: ¿y qué cosa más natural en la ciega pasión que le dominaba que procurar por todos los medios posibles asegurar la suerte de su amigo? Ninguna propuesta podía serle por lo mismo más grata que la de ofrecerle Bonaparte un trono para su Manuel; nada más a propósito para acabar de vencer sus escrúpulos en lo que toca a la desmembración de Portugal; nada mejor en fin para el que como Napoleón no buscaba en ello otra cosa que halagar al uno y al otro, para así encaminarse con mas seguridad a la anhelada realización de sus designios. En cuanto a los pormenores de aquel negocio, allá se los sabe Godoy: para hacerle nosotros un cargo, basta y sobra observar la parte de despojo que su favor fue estipulada en el tratado por un íntimo confidente suyo, pudiéndose añadir a mayor abundamiento la misma flojedad de razones en que Godoy pretende apoyar su defensa, consistiendo toda ella en la deposición de un testigo tan recusable como lo es Izquierdo. Pero esto es ocuparnos demasiado en un asunto por el cual pasa el príncipe de la Paz como si fuera sobre brasas; y es preciso dejar a un lado lo que tiene de personal respecto a este para volver los ojos al solo interés de la nación.

El tratado de Fontainebleau exponía nuestra independencia a una ruina casi segura, pues aunque Bonaparte hubiese determinado al firmarlo contenerse en los límites de la moderación, el mero hecho de abrir a sus tropas camino por nuestro territorio era una tentación demasiado grande para que en último resultado no procurase abusar de sus fuerzas en perjuicio nuestro. Las provincias de Beira, Tras-los-Montes y la Extremadura portuguesa debían quedaren depósito hasta la paz general, y esto hacia que se dilatase el riesgo de una manera indefinida, puesto que las huestes francesas debían permanecer allí mientras durase la lucha con Gran Bretaña; y no era presumible que llegando el caso de hacerse la paz, renunciase Bonaparte a la posesión de un territorio cuya ocupación podía serle tan útil para enfrenar cualesquiera tentativas que contra él pudiera abrigar la España en lo sucesivo. Al inconveniente que por otra parte resultaba de habituar a los españoles a ver salir y entrar extranjeros en la Península, quitándoles por la misma costumbre de verlos todo motivo de alarma, se añadía el de dividir la atención de nuestras fuerzas, que llenando antes su objeto con estar en guardia por la parte del Pirineo, tenían que estarlo ahora también por la del territorio que en Portugal ocupasen las tropas francesas: ¿y cómo era posible que los que éramos débiles para conjurar el peligro en el norte de la Península, dejásemos de serlo duplicándolo con la añadidura de otro en el occidente? El tratado pues era impolítico bajo todos sus puntos de vista; y aun prescindiendo de la ignominia que sus firmantes hacían recaer sobre el esclarecido nombre español, las solas consideraciones que acabamos de exponer bastarían a lanzar sobre sus artículos el anatema de la historia.

Carlos IV, no obstante, creyó conjurar el peligro atando a Napoleón con los vínculos de una convención aneja al tratado, tasando en ella el número de tropas francesas que podrían entrar en la Península, y poniendo al guerrero del Sena las trabas que juzgó mas a propósito para contener sus excesos. El mencionado convenio, aprobado y ratificado en los mismos términos, decía así:

—«Articulo 1.° Un cuerpo de tropas imperiales francesas de 25,000 hombres de infantería y 3000 de caballería entrarán en España y marcharán derecho a Lisboa: se reunirá a este cuerpo otro de 8000 hombres de infantería y 3000 de caballería de tropas españolas con 30 piezas de artillería.

2.° Al mismo tiempo una división de tropas españolas de 40,000 hombres tomará posesión de la provincia de Entre-Duero y Miño y de la ciudad de Oporto; y otra división de 6000 hombres, compuesta igualmente de tropas españolas, tomará posesión de la provincia del Alentejo y del reino de los Algarbes.

3.° Las tropas francesas serán alimentadas y mantenidas por España, y sus sueldos pagados por Francia durante todo el tiempo de su tránsito por España.

4.° Desde el momento en que las tropas combinadas hayan entrado en Portugal, las provincias de Beira, Tras-los-Monles y la Extremadura portuguesa (que deben quedar secuestradas) serán administradas y gobernadas por el general comandante de las tropas francesas, y las contribuciones que se les impondrán quedarán a beneficio de Francia. Las provincias que deben formar el reino de la Lusitania septentrional y el principado de los Algarbes serán administradas y gobernadas por los generales comandantes de las divisiones españolas que entrarán en ellas, y las contribuciones que se les impondrán quedarán a beneficio de España.

5.° El cuerpo del centro estará bajo las órdenes de los comandantes de las tropas francesas, y a él estarán sometidas las tropas españolas que se reúnan a aquellas: sin embargo, si el rey de España o el príncipe de la Paz juzgaren conveniente trasladarse a este cuerpo de ejército, el general comandante de las tropas francesas y estas mismas estarán bajo sus órdenes.

6.° Un nuevo cuerpo de 40,000 hombres de tropas francesas se reunirá en Bayona a más tardar el 20 de noviembre próximo para estar pronto a entrar en España para transferirse a Portugal en el caso de que los ingleses enviasen refuerzos y amenazasen atacarlo. Este nuevo cuerpo no entrará, sin embargo, en España hasta que las dos altas potencias contratantes se hayan puesto de acuerdo a este efecto.

7.° La presente convención será ratificada etc.»

Una vez hecho el mal por el otorgamiento del principal tratado, preciso es confesar que Carlos IV y su favorito hicieron cuanto estuvo en su mano para evitar sus últimas consecuencias; pero ¿qué garantía podía darnos la fe de las estipulaciones, interviniendo en ellas un hombre como Napoleón? El pérfido no pensaba en cumplirlas, y antes de pasar a firmarlas una parte de las tropas destinada a la invasión de Portugal atravesaba ya los Pirineos.

El cuerpo de observación de la Gironda, compuesto, como hemos dicho, de 25,000 hombres, y reunido en Bayona desde el mes de agosto de 1807, lo componían las tropas francesas que durante la última campaña de Napoleón en el norte habían quedado en el interior de Francia para guardar las costas de Bretaña y de Normandía. Dichas tropas eran los regimientos de infantería 70 y 86; dos cuerpos que no habían tomado parte en las últimas empresas del emperador, y en cuyas filas se vía un gran número de veteranos; varios batallones terceros en que no había sino soldados jóvenes; los batallones suizos y dos legiones, compuestas de holandeses la una, y de soldados de Hannover la otra. Estos batallones contaban de mil a mil doscientos hombres cada uno. La caballería consistía en cuatro escuadrones que la conscripción del año corriente había suministrado, los cuales estaban reunidos en regimientos provisionales. Hombres, caballos, vestuario y equipo, todo era nuevo en su organización; todo menos los oficiales, los sargentos y tres o cuatro soldados montados por compañía, únicos que habían hecho la guerra. Destináronse al cuerpo de ejército cincuenta piezas de artillería de batalla, y como estuviesen empleados en el servicio exterior todos los batallones del tren de artillería, hubo precisión de recurrir, para poner los tiros, a una empresa particular, que recibiendo soldados del gobierno, se encargó de suministrar caballos equipados para entrar en campaña.

Cuando en la primera guerra de la revolución se ocupaba Bonaparte, jefe entonces de un batallón de artillería, en disponer una batería delante de la ciudad de Toulon, ocupada por los españoles e ingleses, se vio en la necesidad de dar en el campo de batalla órdenes cuya índole no permitía transmitirlas verbalmente, y con este motivo se le presentó para escribir lo que él dictase un joven sargento del segundo batallón de la Cuesta de Oro. Los navíos y las bombardas de los ingleses y españoles, apiñados en la pequeña rada de Toulon, hacían un fuego vivísimo con objeto de retardar la conclusión de la batería, cuando he aquí que reventando una bomba cerca de Bonaparte y de su secretario, y cubriéndolos de polvo y de tierra , «apuradamente, exclamó el segundo volviendo la hoja del papel en que escribía, lo que yo necesitaba era arena para echarla en mi escrito.» Bonaparte preguntó su nombre al sargento que con tanta serenidad se expresaba, y ese sargento era Junot. Cuando Toulon fue recuperada por el ejército republicano, Napoleón fue nombrado general de brigada, y llevóse consigo a Junot, quien convertido en su ayuda de campo, combatió y siguió prosperando al lado del hombre con quien había tenido sus primeras relaciones bajo la lluvia de los proyectiles. Coronel general de húsares, gran oficial del imperio y gobernador de París, no por eso había dejado de ser primer ayuda de campo del emperador Napoleón, haciendo Junot gala de este título harto más que del resto de sus dignidades y empleos. Enviado de embajador a Portugal a principios de 1805 y habiéndose verificado pocos meses después de su llegada a Lisboa la ruptura entre Austria y Francia, pidió y obtuvo Junot el permiso de abandonar su misión de paz para volar a su puesto en la guerra. Habiendo caminado setecientas leguas en menos de veinte días, fue bastante dichoso en llegar al campamento de Austerlitz la víspera de la batalla. Después de la paz de Presburgo, no se había restituido Junot a Portugal, bien que continuase con el carácter de embajador cerca de la corte de Lisboa. Cuando Napoleón comenzaba sus preparativos para hostilizar a aquel reino en 1807, nombró a Junot general en jefe del cuerpo de observación de la Gironda, dándole por jefe de estado mayor al general de brigada Thiebault, autor de algunas obras de aceptación sobre el servicio de los estados mayores generales y divisionarios.

Junot vino al ejército en los primeros días de setiembre, y pasó revista a las tropas. La primera división de infantería, a las órdenes del general Delaborde, estaba en Bayona; la segunda, cuyo mando debía darse al general Loison, ocupaba San Juan de Luz y los pueblos vecinos de la frontera de España; y la tercera, mandada por el general Travot, se situó en Navarreins y en San Juan de Pie de Puerto, mientras la caballería, cuyo jefe era el general de división Kellermann, estaba acantonada sobre los Caves hacia Pau y Oleron, y en el Adour a la parte de Aire y de Castelnou. Los oficiales y generales y los jefes de cuerpos instruían a los soldados jóvenes, ejercitaban a los veteranos, y preparaban activamente los medios de marchar y de combatir. La artillería entretanto se organizaba bajo las órdenes del general de brigada Taviel. El coronel Vincent, director de ingenieros en Bayona, fue destinado al ejército con otros oficiales de su cuerpo, sacados de las plazas de aquella frontera, y el comisionado ordenador Trousset recibió el nombramiento de ordenador en jefe. No se formaron almacenes ni convoyes de víveres; pero debían marchar con las tropas para organizar el servicio administrativo a su debido tiempo, un tren de equipajes militares, un número determinado de comisarios de guerra y algunos empleados. Tal era la actividad que reinaba en el campamento de Bayona, aun antes de esperar Napoleón el éxito de las gestiones diplomáticas, y tal el modo con que cumplía Junot su pacífico cargo de embajador cerca de la corte de Portugal. Los negociantes y especuladores corrían de todas partes a reunirse con avidez a un ejército, cuya misión no era otra que invadir al que ellos llamaban el país de oro y de los diamantes. Concluido el último plazo que se había concedido a Portugal y habiéndose retirado de Lisboa los embajadores francés y español, todavía creyó el gobierno de aquel país que los intentos de Napoleón se limitarían en último resultado a obligarlos por la vía de las armas a adherirse sin restricción a las condiciones que su honor les había obligado a resistir. Esta consoladora creencia estaba unida a la confianza que les inspiraban la moralidad de Carlos IV y los lazos de familia con que le estaba unido el príncipe regente; pero el jefe de Francia no había impuesto a Portugal condiciones afrentosas sino con el solo objeto de encontrar resistencia para así proceder a la ruptura, y Carlos por su parte no había hecho otra cosa que mediar infructuosamente, acabando los dos soberanos por acordar secretamente el inmoral despojo de que hemos hablado. Convenidas las bases fundamentales de la negociación, pero sin estar firmadas aun, recibió Junot el día 17 de octubre la orden de entrar en España en el término de 24 horas, y la vanguardia de la primera división del cuerpo de observación de la Gironda pasó en efecto el Bidasoa el día 18, siguiendo después las divisiones segunda y tercera, el parque de artillería y la caballería. Las columnas marchaban en número de diez y seis a un día de distancia las unas de las otras, dirigiéndose a Salamanca por el camino real de Burgos y Valladolid. El intendente de los ejércitos españoles Gardoqui había recibido el encargo de subvenir a las necesidades de las tropas, mientras el teniente general D. Pedro Rodríguez de la Buria recibía en Irún al general Junot, cumplimentándole en nombre del príncipe de la Paz; misión que había desempeñado igualmente cerca del general Leclerc en 1801.

Mientras el ejército francés invadía lEspaña sin esperar la firma y ratificación del tratado en cuya virtud debía hacerlo, las tropas españolas se ponían en movimiento también para poner en ejecución por su parte un convenio que solo constaba de palabra. Todos los regimientos existentes en la Península, con la sola excepción de las guarniciones de Cataluña y del campo de San Roque, tomaron el camino de Portugal, suministrando sus correspondientes destacamentos los cuerpos habitualmente estacionados en Madrid y hasta la misma casa real, y sin quedar en el interior del reino otras fuerzas que los cuadros de los batallones y escuadrones que habían sido despojados para poner al completo los batallones y escuadrones de campaña, dándose a aquellos setecientas plazas y ciento setenta caballos a estos.

El cuerpo español, destinado a operar bajo las órdenes del general Junot, se reunió en Alcántara, y su fuerza era de ocho batallones, cuatro escuadrones, una compañía de artillería montada y dos de zapadores-minadores. Las bellas divisiones de granaderos provinciales de ambas Castillas constituían una parte de la infantería. Dicho cuerpo estaba a las órdenes del teniente general D. Juan Caraffa, capitán general de Extremadura.

Las tropas que debían ocupar el futuro reino de la Lusitania septentrional salieron de Galicia, Asturias y León, y se reunieron en Tuy a orillas del Miño. Todas ellas componían un cuerpo de catorce batallones, seis escuadrones y una compañía de artillería de a pie a las órdenes del teniente general D. Francisco Taranco y Plano, capitán general de Galicia.

El teniente general D. Francisco Solano, marqués del Socorro, capitán general de Andalucía, reunía en Badajoz ocho batallones, cinco escuadrones y una compañía de artillería montada, para tomar posesión de las provincias que en el repartimiento convenido por el tratado de Fontainebleau habían cabido en suerte al príncipe de la Paz.

Los oficiales y soldados españoles iban a verificar con harto sentimiento suyo una conquista destituida de gloria, y mientras tanto se dejaba notar en las clases ilustradas un cierto sentimiento de inquietud, si bien indefinido y vago en un principio, acerca de los designios y proyectos de Napoleón.

El ejército francés recibió en todas partes una acogida favorable. Las ciudades de Vitoria, Burgos y Valladolid celebraron fiestas en obsequio del general en jefe y de sus primeros oficiales. El horror que pocos años antes habían los españoles manifestado contra un pueblo que se les representaba como herético y enemigo del orden social, había sido reemplazado por los sentimientos propios de una hospitalidad benévola. Los miembros principales del clero venían delante de las columnas, y los paisanos corrían al camino real llevados del deseo de ver pasar delante de sí unos soldados que eran cristianos como ellos; siendo fácil conocer hasta qué punto había conseguido el reinado de Napoleón borrar la antipatía que pocos tiempos antes había mostrado la nación católica por excelencia a la Francia revolucionaria.

El gobierno español que veía a los franceses pasar la frontera antes de la ratificación del tratado, se hallaba en la mayor inquietud; pero no era ya tiempo de remediar el mal. A un acontecimiento de tanta consecuencia para los destinos del país, añadióse pocos días después otro más triste todavía; y gobernantes y gobernados, monarca y valido, palaciegos y hombres de bien, clases altas y gente plebeya, todos se hallaban desconcertados y sin saber a qué atenerse. El relato de este suceso corresponde al siguiente capítulo.

 

 

 

 

 

Jean-Andoche Junot, duque de Abrantes 

(24 de septiembre de 1771-29 de julio de 1813) 

Junot nació en Bussy-le-Grand, Borgoña, donde pasó los primeros años de su vida. Posteriormente se trasladó a Châtillon-sur-Seine para cursar los estudios medios y, finalmente, se instaló en Dijon, matriculándose en la facultad de Derecho. Joven e idealista, cuando estalla la Revolución francesa se presenta como voluntario en el ejército y es asignado al batallón de Côte-d'Or. Entra rápidamente en combate en los primeros enfrentamientos que sufre Francia como consecuencia de la Revolución, donde será herido dos veces. Sin embargo, se repone con rapidez y consigue un ascenso a sargento de granaderos.

Su gran oportunidad le llega durante el sitio de Tolón (1793), donde queda a las órdenes de Napoleón Bonaparte. En un momento de la contienda Napoleón solicita a alguien que sepa escribir para que le redacte unos correos, presentándose Junot como voluntario. Mientras Napoleón le dictaba, Junot iba escribiendo sin levantar la vista del papel. En ese momento cayó una bala de cañón cerca de ambos, haciendo saltar una gran cantidad de tierra que ensució el documento, a lo que Junot dijo: «Bien, no tendré necesidad de arenilla». Fascinado por la frialdad e intrepidez de Junot, Napoleón le nombra ayudante de campo y le va asignando responsabilidades.

Durante la Campaña de Italia (1792-1802), Napoleón va forjando vínculos cada vez más fuertes con los militares más prometedores. Así, Junot comienza a ser considerado como «la mano izquierda» del general, si bien el propio Bonaparte se encargaría de afirmar en cualquier circunstancia que Louis Alexandre Berthier era su "mano derecha".

Junot destacó con valentía en Italia, pero recibió una herida en la cabeza en Lonato (Brescia), de la que pareció recuperarse rápidamente. Sin embargo, sus allegados comprobaron de inmediato que el carácter de Junot había cambiado radicalmente, siendo cada vez menos juicioso y más impetuoso y temperamental. Napoleón no pareció dar mucha importancia a estos cambios de carácter y otorgó a Junot el honor de acudir al Directorio con las banderas capturadas al enemigo, haciendo oficial la victoria francesa, así como promoviendo su ascenso a coronel.

Napoleón solicita nuevamente sus servicios para la Campaña de Egipto (1798-1801), ascendiéndole a general de brigada. Pero pronto Junot comenzó a perder méritos ante su gran valedor. Su carácter impetuoso le hace batirse en un duelo de honor en el que quedó gravemente herido. Fue dado de baja en la milicia egipcia y se dispuso su retorno a Francia. No obstante, durante el viaje fue capturado por un navío de guerra inglés. Hecho prisionero de guerra, no sería liberado hasta 1801.

A su regreso Napoleón le asciende a comandante de París y contrae matrimonio con Laura Permon. Sin embargo, sus desavenencias con el cónsul Bonaparte son cada vez más acuciantes y llegan a su clímax tras la proclamación del Imperio en 1804, ya que Napoleón le niega el ascenso a mariscal que sí concede a otros militares, como Berthier y Murat. Tras un enfrentamiento, Napoleón le destituye y le envía a Arras a reclutar e instruir un nuevo cuerpo de granaderos. Después es nombrado embajador en Portugal, pero cuando estalla la guerra contra la Tercera Coalición (1805) es llamado a filas y participa activamente en la batalla de Austerlitz (2 de diciembre de 1805). Su reconciliación con el emperador es total y vuelven juntos a París.

Su vida disoluta y sus grandes dispendios económicos le granjean problemas. Solicita numerosos préstamos bancarios que avala con su nombre, puesto y condición de amigo del emperador. Al no poder pagarlos, está a punto de sufrir un embargo y solicita a Napoleón un crédito personal para salvar su situación. Este accede a pagar sus deudas pero, irritado, le envía a Parma a reprimir una insurrección provocada por el nuevo sistema de servicio militar impuesto en la zona. A las órdenes del gobernador Huges Nardon soluciona eficazmente el problema, por lo que Napoleón vuelve a darle otra oportunidad y le restituye en el cargo de comandante de París.

Pero Junot volverá a las andadas: su ritmo de vida le suponía unos gastos que no podía asumir y se ve envuelto, además, en numerosas peleas y conflictos, haciendo gala de un carácter cada vez más desequilibrado. Por si fuese poco, mientras Napoleón y el Gran Ejército luchaban en Polonia, Junot hace la corte a Carolina Bonaparte, hermana del emperador y esposa del mariscal Murat, convirtiéndose en su amante. Al regreso del Ejército a Francia, un indignado Murat reta a Junot a un duelo, pero este nunca llegará a celebrarse por prohibición expresa de Napoleón.

La consecuencia de estos hechos fue la destitución de Junot de su puesto en París y su nombramiento como comandante en jefe de un ejército que cruza los Pirineos en 1807. Su misión es invadir Portugal, el inquebrantable aliado de Inglaterra. Pese a mostrarse reticente, acepta el nombramiento cuando Napoleón le confirma que «su bastón de mariscal está ahí». Ilusionado por la posibilidad de lograr su máxima ambición militar, Junot planifica cuidadosamente la campaña y establece su cuartel general en Salamanca. Apoyado por la logística española, incluyendo casi 25 000 soldados españoles,el ejército francés organiza la invasión, que concluye con la toma de Lisboa en diciembre y la huida de la familia real portuguesa a sus colonias de Brasil.

Satisfecho por su rapidez y eficacia, Napoleón le concede el título de duque de Abrantes y le nombra gobernador de Portugal, aunque no le asciende aún a mariscal. Pese a estos éxitos, Junot acabará demostrando una vez más su incapacidad para llevar a cabo funciones civiles y administrativas, pues su desacertada gestión y su negativa a involucrar a los portugueses en el gobierno le granjean numerosas revueltas. Por si fuera poco, las tropas inglesas al mando de Wellington desembarcan en Portugal en 1808 y derrotan al ejército de Junot en la batalla de Vimeiro. Por aquel entonces toda la península está ya en guerra y Junot se ve obligado a firmar el Convenio de Sintra (30-8-1808), que acuerda la retirada del ejército francés de Portugal y su vuelta a Francia.

Los reveses que sufren los franceses a manos de ingleses, españoles y portugueses obligan a Napoleón a acudir en persona a España, donde equilibra la situación derrotando a los ingleses y reconquistando Burgos, Valladolid y Madrid. El Emperador cita a Junot y le incorpora al segundo sitio de Zaragoza (1808), pero ya no como comandante en jefe, sino a las órdenes del Mariscal Masséna, permaneciendo allí hasta la capitulación de la ciudad.

Después de ese éxito, Napoleón le reclama para el frente austriaco, donde destaca en la batalla de Wagram (5 y 6 de julio de 1809). Vuelve a ser destinado a la Guerra Peninsular a las órdenes de Masséna, reorganizando el ejército para la reconquista de Portugal y el sur de España, objetivos que nunca se conseguirán. Tras la derrota francesa en la batalla de Fuentes de Oñoro (del 3 al 5 de mayo de 1811), Junot ve volar sus sueños de alcanzar el mariscalato. Además su salud mental empeora y comienza a padecer una constante agitación, bruscos cambios de humor y ataques de histeria.

Alertado de esta situación, Napoleón reclama a Junot a su lado. Decidido a aprovechar sus capacidades militares a pesar de su inestabilidad mental, el emperador lo lleva a la Campaña de Rusia. Sin embargo, una mala planificación táctica de Junot permite la retirada del Ejército Ruso durante la batalla de Smolensk, por lo que Napoleón censura su conducta en público. Junot quedaría profundamente afectado por este hecho, pero a pesar de todo consiguió desenvolverse con éxito en la batalla de Borodino, que permite la captura de Moscú.

No obstante, tras la retirada de Rusia su estado mental es ya de completa enajenación. Napoleón le da la baja en el servicio activo y le confina en su domicilio familiar, al cuidado de su padre. Durante un acceso de fiebre se arroja por un balcón, sufriendo graves lesiones, especialmente una fractura abierta en la pierna. Sus heridas se infectan y obligan a la amputación, en un intento desesperado por salvar su vida. Sin embargo, pese a todos los cuidados ya es demasiado tarde para contener la sepsis y Junot fallece el 29 de junio de 1813, con apenas 41 años.