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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

CAPÍTULO XVII

Probabilidades del mal éxito que a finales de 1806 hubiera tenido la guerra contra Napoleón—Poderío militar de España en 1807, según el general Foy.—Llegada del embajador Beauharnais a la corte de Madrid.— Decreto del bloqueo continental aceptado por España.—Partida de una división española de 13,000 hombres al mando del Marqués de Romana en dirección al Norte .—Pérdida y restauración de Buenos Aires, y demás sucesos ocurridos en América en los año 1806 y 1807,

 

Cuando más se reflexiona sobre el llamamiento de guerra hecho por el príncipe de la Paz en octubre de 1806, mayor es la tentación que se experimenta para hacer la pregunta siguiente: Si los acontecimientos del norte hubieran permitido a Napoleón contestar al reto, enviando a la Península sus falanges victoriosas, ¿habría podido España resistirle con éxito? ¿estábamos suficientemente preparados entonces para tamaña empresa? El príncipe de la Paz contesta de un modo afirmativo. «Por más gastos y atenciones que la guerra marítima nos hubiese producido, no dejé (dice D. Manuel Godoy) de la mano un instante la mejora, el buen arreglo y el aumento necesario del ejército de tierra. Aun hallándose en pie de paz ascendía en aquel tiempo a cien mil hombres de entre todas armas en servicio activo, sin incluir en este número otros cuarenta mil de las milicias provinciales, siempre listas, ni los cuarenta batallones de marina, que en caso necesario podían servir en tierra, tropa bien aguerrida y acostumbrada  los peligros. Llegado una ruptura con Francia, se hallaba todo prevenido para un nuevo alistamiento que formase la reserva, de manera que en pie de guerra se contase con doscientos mil soldados. A estos debían juntarse treinta mil portugueses en clase de auxiliares. Tengo ya referida la enseñanza que se daba en los diversos cuerpos del ejército: la moral del soldado era excelente, obra ya de cinco años de mejoras en los ramos todos del servicio, y de la buena disciplina que se hallaba establecida. Después de esto debía llamarse y levantar en masa a España si llegaba a ser preciso, para guardar su independencia y debelar a un enemigo que forjaba ya sin encubrirse la cadena con que quería amarrarla al carro de su imperio.—Aun con esto, me dirá alguno, si contaba con generales y oficiales que oponer a los famosos capitanes del imperio. Mas la respuesta está en la mano: contaba con los mismos que hacia ya doce años se midieron con los franceses cuando estos peleaban con el doble entusiasmo de la libertad y de la gloria, no por la gloria de un tirano; contaba con aquellos que se formaron luego bajo su di­rección y su enseñanza; contaba en fin, para decirlo de una vez, con aquellos generales y oficiales que en Bailén marchitaron los laureles de Austerlitz, de Jena y de Friedland, y a quienes por primera vez en a Europa se rindieron las legiones del imperio haciendo ver al mundo que no eran invencibles; los que en los campos y confines de Valencia derrotaron al mariscal Moncey, y los que en Zaragoza, en Gerona, en Ciudad-Rodrigo yen tantos otros puntos, solos y sin ninguna ayuda de extranjeros, hicieron mas creíbles en la historia los prodigios sobrehumanos de Numancia y de Sagunto. Ninguno de estos hombres había salido de lo oscuro; todos se hallaban empleados en mi tiempo; y amigos o enemigos míos, si de este género había alguno por entonces, puestos los tenía yo por cima de la envidia en las primeras plazas del ejército, y era yo su firme escudo, su verdadero amigo, pues me bastaba para esto que ellos lo fuesen de la patria y que pudieran serle útiles. Cuenten los de Aranjuez quién salió de sus filas y dio los días gloriosos que aquellos dieron a España. Fue un Infantado! un Villariezo! un Jauregui! un Montijo!....»

El príncipe de la Paz calcula por lo que sucedió en la guerra de la independencia lo que hubiera podido suceder un año antes, si la lucha que intentó inaugurar con su proclama hubiera tenido efecto; pero este modo de discurrir nos parece sobremanera aventurado, porque las circunstancias de la nación en uno y en otro caso eran absolutamente distintas. La felonía cometida por Napoleón contra nuestros reyes, las malas artes con que se apoderó de las plazas fronterizas de España, la ratería con que alentó a la libertad de Fernando, ídolo entonces de los españoles, y la bastardía y traición en una palabra con que burló nuestra credulidad y buena fe, fueron otros tantos guantes insolentemente echados al pueblo español, y que no podía este menos de recoger, como lo hizo, aventurando el todo por el todo y haciendo el esfuerzo más gigantesco que refiere la historia para conservar su independencia. Pero el caso era muy otro en octubre de 1806. Napoleón era generalmente bien mirado de los españoles, y ya hemos dicho más de una vez que el gobierno mismo había contribuido a robustecer entre nosotros la ventajosa idea en que se le tenía. Esto sentado, y sentado también que el favorito no hizo nada para ir encaminándose poco a poco a hacer cambiar de concepto al país, poniéndole delante de los ojos, de un modo gradual y progresivo, la sospechosa conducta del emperador en todo lo que decía relación  la independencia de los pueblos, y a los siniestros designios sobre todo que contra nosotros había comenzado a agitar en su alma, dígasenos de buena fe si era de esperar entonces del pueblo español un sacudimiento tan enérgico y una decisión tan incontrastable para sostener al gobierno como la que tuvo lugar en 1808. Porque es preciso tener presente la circunstancia del odio con que en todas partes se miraba al valido y la aversión que unánimemente merecía su gobierno: es preciso no perder de vista ese estado moral de los ánimos y esa discordia que desde palacio se difundía a las provincias: es preciso tener en cuenta que la parcialidad de Fernando no era ya enemiga de Napoleón en esta época, y que la lealtad de los pueblos al oponerse a las falanges invasores podía muy bien ser sorprendida a la sola consideración de que estas no tenían otro objeto que contestar a la fanfarronada del favorito, arrojándole del poder y haciéndole desaparecer para siempre de la escena política. Tal fue la creencia general de los españoles cuando invadida la Península en 1808, se mostraron tranquilos no obstante por la persuasión en que se hallaban de que aquella invasión era principalmente dirigida a derribar al privado para levantar sobre él al abatido príncipe de Asturias. Esta persuasión habría sido la misma, y mayor tal vez un año antes, por poca que hubiera sido la astucia del emperador en fomentarla; y conocería muy mal el carácter de aquel guerrero quien le creyese capaz de haberse descuidado entonces en hacerlo así, como no se descuidó en hacerlo después. Estas consideraciones nos mueven a creer que el pretendido apoyo que el valido da por seguro haber podido hallar en la resistencia del pueblo español a las tropas francesas en la época a que nos referimos, es una creencia consoladora y nada más. No era lo mismo levantarse para sostener la aborrecida privanza de Godoy y el trono de Carlos IV si se quiere, que para sostener el de Fernando VII y la independencia del país en 1808, supuestas las malas artes de Napoleón y la villanía puesta por él en práctica para arrebatar a la nación española sus más caros y venerandos objetos. En este último caso era el emperador un agresor no provocado, y en el primero venia a recoger el guante que el desatentado favorito le echaba. Esta diferencia de posición en el jefe de Francia importaba otra en el pueblo que le había de resistir, y a no mostrarse aquel con toda la deformidad que lo hizo posteriormente, cosa que no parece verosímil atendida la diversa índole de circunstancias en uno y en otro caso, no era de esperar en la nación ese apoyo decisivo y ese levantamiento en masa que el valido presume.

Si la guerra no era, pues, nacional en el tiempo a que nos referimos, y si la opinión pública no la favorecía entonces en los términos que se verificó después, ¿qué otra clase de apoyo o cuál otro elemento de resistencia podía inspirar confianza al favorito? El nos ha dicho ya que el ejército; y conviniendo nosotros en que este le debió mejoras en su organización, falta ver sin embargo si el estado de las fuerzas militares de España en 1806 y 1807 era tan satisfactorio como el autor de las Memorias supone. El general Foy, a cuya historia nos hemos referido más de una vez en el curso de la presente introducción, incluye en el libro cuarto de su obra un cuadro de nuestras fuerzas, sobremanera interesante; y siendo conveniente conocer el verdadero estado del ejército español en una época tan cercana al sublime alzamiento de 1808, creemos oportuno transcribirlo aquí para que pueda el lector saber a qué atenerse en el asunto que nos ocupa, considerando la cuestión bajo todos sus puntos de vista.

«España, dice el mencionado escritor, contaba entonces cerca de doce millones de habitantes en Europa. Los ingresos del Estado no eran suficientes a cubrir los gastos, y los impuestos eran mientras tanto onerosos, tanto en su esencia cuanto en el modo de percibirlos. La guerra marítima, disminuyendo los productos de las colonias, e hiriendo mortalmente al comercio, dejaba agotadas las principales fuentes de la opulencia. Poco considerable la deuda pública, merced a los recursos del país, era enorme no obstante por la ruina que la guerra introducía en el crédito, y porque a pesar de la venta de algunos bienes eclesiásticos, se distraían de su verdadero objeto los fondos destinados a la amortización. El servicio público sufría en todas partes, y el reclutamiento de tropas y la reparación de fortificaciones estaban interrumpidos. El atraso que experimentaban todas las clases era considerable, siendo hasta de catorce meses el de algunos regimientos del ejército de tierra y de la marina. Pero como en caso de hacer la guerra a Francia hubiera podido prometerse España la alianza y los subsidios de la Inglaterra, debemos suponer que no le habría fallado dinero para tener sus pagos al corriente.»

El ejército español, distinto del permanente destinado a América, podía por su organización en 1807 contar la fuerza de ochenta mil hombres, diez y seis mil de ellos de caballería en pie de paz; a cuyo número deben añadirse cerca de treinta mil hombres de milicias, de las cuales se había puesto una parte en activo servicio cuando el último rompimiento con Inglaterra, pudiendo disponerse del resto en quince días. El incompleto habitual reducía este número a menos de cien mil hombres, comprendidos en ellos los seis mil que se habían destinado a la Toscana , y los guarniciones de África, Islas Baleares y Canarias.

Pasando el ejército del pie de paz al de guerra, hubiera podido recibir un aumento de cincuenta y seis mil hombres, realizable todo él en la infantería, quedando los regimientos de milicia siempre completos. El ejército se reclutaba por alistamiento voluntario, y en los casos urgentes por la quinta, sorteo que no se diferenciaba de la conscripción militar establecida en Francia, sino por la circunstancia de no extenderse en España a todas las provincias , y por la de haber en él un gran número de excepciones. El sorteo era también el medio a que se recurría para reclutar los regimientos de milicias.

Nombrado el príncipe de la Paz generalísimo de las tropas de tierra, había reorganizado el ejército en 1803, dándole reglamentos calcados sobre los de Francia. Había aumentado también el sueldo de los oficiales, y ningún soldado de Europa, excepto el inglés, tenia una paga tan considerable como la del soldado español. El alistamiento se verificaba por un tiempo limitado, y la disciplina era llevadera y sencilla. Nada al parecer podía acomodarse tanto con el instinto contemplativo y con la innata pereza de los españoles, como el oficio de soldado; y eso no obstante, mostraban estos gran repugnancia al servicio militar, particularmente al de la infantería. El alistamiento voluntario se verificaba casi exclusivamente en las ciudades, y se alimentaba de los vicios y desórdenes de la sociedad. El recurso a las quintas era odioso a los ojos de la nación, y el gobierno no las ponía en práctica sino en circunstancias extraordinarias.

El valor es como el amor: necesita alimento y estímulo. Una larga paz, unida al aislamiento topográfico y al letargo del gobierno, tenia casi extinguido el espíritu belicoso en una nación cuya nombradía se había extendido por todo el mundo. Cuando todo resonaba en el exterior con el ruido de las armas, no se hacía notar en España ni aun el simulacro de la guerra. Su soberano no había vestido una sola vez el hábito militar; la alta nobleza tenia puesto en olvido el costoso precio a que sus antepasados compraran su grandeza y sus títulos; las armas constituían apenas una carrera, y se desconocían, en fin, esos campos de maniobras, esas numerosas guarniciones en que los regimientos aprenden a conocerse y a servir juntos. Adheridos a guarniciones pequeñas, pasaban los oficiales una vida monótona y oscura en el café, dados a la pereza, fallos de emulación y acostumbrados a una baja familiaridad. Escuelas de instrucción positiva no había ninguna: los sentimientos generosos estaban amortiguados : el culto mismo que se tributa al llamado punto de honor, se había relajado también.

El español ha recibido de la naturaleza la mayor parte de las cualidades constitutivas de un buen soldado. El español es religioso, y la religión, elevando los pensamientos del hombre, le hace el mas a propósito para esa abnegación de sí mismo, para esa exaltación moral, y para ese sacrificio perene de sí propio a que la guerra da ocasión todos los días. Sosegados los españoles e íntimamente imbuidos en los principios de justicia, son subordinados por naturaleza, siempre que el orden no es absurdo, y se manifiestan entusiastas por sus jefes, cuando estos tienen pericia y capacidad. Su sobriedad es extrema, y su paciencia superior a toda prueba: el español sabe pasarse con una sardina o con un pedazo de ajo frotado contra otro de pan, siendo el lecho una superfluidad para él, y estando habituado a dormir en el suelo y a campo raso. Los españoles son, después de e los franceses, los que primeramente se distinguen en hacer largas marchas y en trepar por los montes. El soldado español no tiene nada de sedicioso, ni de hablador, ni de pendenciero, ni de libertino, y se embriaga rarísima vez. Menos dotado de inteligencia que los franceses, es superior en ella a los ingleses y a los alemanes : amante de su patria, habla de ella con entusiasmo: no tiene en fin sino un solo vicio antimilitar, la falta de aseo y los hábitos de pereza, que siendo causa de las enfermedades, esparcen entre los que las sufren un abatimiento desorganizador.

La disciplina es poca en los ejércitos españoles. Los sargentos tenían en ellos muy poca consideración: las plazas de oficiales les correspondían en proporción de una tercera parte, mientras las otras dos pertenecían a los cadetes, los cuales para serlo debían probar su nobleza, según se disponía en los reglamentos antiguos, prueba que suponía muy poco en un país donde es noble la vigésima parte de la población. A los cadetes mientras tanto no se les consideraba como condición precisa sino en una parte de la caballería. Cuanto más buenos y útiles se consideren los numerosos ascensos de los sargentos en un ejército formado enteramente por la conscripción militar, tanto mayores son los abusos a que están sujetos en las tropas que salen de la ínfima plebe. Los sargentos españoles pertenecían a una condición muy poco a propósito para merecer adelantar en sus grados; y los que habían dado a sus hijos una educación liberal, experimentaban repugnancia por otra parte en hacerles ingresar en una carrera llena de desorden. Los que habían sido bien educados se dedicaban exclusivamente a la iglesia, a la magistratura y a los empleos civiles. Para ser oficial de infantería o de caballería no se necesitaba estudio ni enseñanza alguna preliminar. Las escuelas fundadas otro tiempo en el Puerto de Santa María para la primera de estas dos armas, y en Ocaña para la segunda, estaban suprimidas hacía ya veinte años; habiéndose dejado notar desde la época de su supresión una decadencia visible entre los oficiales del ejército , los cuales se mostraban por su organización en 1807 contar la fuerza de ochenta mil hombres, diez y seis mil de ellos de caballería en pie de paz; a cuyo número deben añadirse cerca de treinta mil hombres de milicias, de las cuales se había puesto una parle en activo servicio cuando el último rompimiento con la Inglaterra, pudiendo disponerse del resto en quince días. El incompleto habitual reducía este número a menos de cien mil hombres, comprendidos en ellos los seis mil que se habían destinado a la Toscana , y las guarniciones de África, Islas Baleares y Canarias.

Además de un pequeño número de capitanes generales, grado equivalente al de mariscal en los demás ejércitos de Europa, y que no era concedido sino a los ancianos después de un mando de muchos años, o a los que obtenían un favor inmenso, tenia España ochenta y seis tenientes generales, ciento treinta y nueve mariscales de campo, y mil ciento noventa y tres brigadieres. Casi lodos los oficiales generales estaban empleados, unos en el servicio de las provincias y de las plazas, y otros en la inspección de las distintas armas. Los brigadieres tenían regimientos y empleos. Había también algunos grados superiores al empleo que se obtenía en los regimientos, particularmente en los oficiales superio­res: grados sin funciones, o mandos sin residencia , no se conocían.

Aun cuando los ascensos estaban sujetos a arbitrariedad, los oficiales generales del ejército español no obtenían ordinariamente este grado sino después de largos y buenos servicios. Ninguno de estos generales era conocido en Europa por haber desplegado talentos militares a gran escala. Todos habían hecho la guerra de 1793 contra Francia, habiéndose distinguido entonces la mayor parte de ellos en los empleos del estado mayor y al frente de los regimientos. Los más antiguos y de más nombradía pertenecían a las escuelas que se habían formado bajo la influencia de Ricardos. Extraño el favorito al arte de la guerra, era incapaz de apreciar a aquellos jefes; pero sentía el deseo do sacar partido de ellos, y se manifestaba favorable a los que pasaban por hombres de mérito.

El ejército español no tenia estado mayor. Este servicio se ejercía durante la guerra por los generales designados al efecto, y por otros oficiales que se sacaban de las líneas en el momento en que las tropas se disponían a entrar en campaña. La instrucción del ejército no tenia por objeto la estrategia ni la guerra en grande. Los españoles no tienen otras obras técnicas sobre el arle de la guerra que las traducidas de otros idiomas. El marqués de Santa Cruz, a quien puede considerarse como su Follard, ha escrito prolijamente todo lo que la experiencia de la guerra hace adivinar; pero no ha dicho nada sobre lo que es preciso aprender.

Un cuerpo de intendentes y de comisarios de guerra tenia a su cargo la administración del ejército, la contabilidad, los víveres etc., y otro cuerpo de cirujanos militares estaba adherido a los regimientos y a los hospitales. Los reglamentos franceses de administración habían sido aplicados a toda clase de servicio entre los españoles. Desde Felipe V en adelante, y desde Napoleón sobre todo, no existían instituciones que estuviesen en boga en España sino las que habían venido de allende el Pirineo.

El primer rango en el ejército lo tenía la casa del rey; lo cual venia a ser como una repetición de lo que Felipe V había visto en Versalles. Componíanse de tres compañías de guardias de Corps, de una de Alabarderos, de dos regimientos de guardias Españolas y Walonas (cuyas fuerzas componían un cuerpo de seis mil hombres), y de la brigada de carabineros Reales, fuerte de seis escuarones, componentes al todo más de seiscientos caballos.

Los guardias de Corps eran sacados de las clases acomodadas de la sociedad, y tanto por su moralidad como por su educación, ofrecían una garantía particular de adhesión al monarca; pero encargados exclusivamente de la defensa de su persona eran tropa poco menos que inútil para la guerra. La opinión de todos los militares de Europa ha hecho justicia a estos cuerpos de oficiales-soldados que ni son lo uno ni lo otro, cuyo talento se gasta sin provecho del país, y cuyo valor personal es perdido por falta de disciplina; cuerpos que podrán casualmente hacer brillante muestra de sí en esta o en la otra ocasión , pero que no pueden resistir a una o muchas campañas. El puñal de los fanáticos no amenaza ya la vida de los reyes de Europa, y esta clase de catástrofes es por otra parte de tal naturaleza que no es posible evitarlas con los tales guardias de Corps: un gobierno conforme a los intereses de los pueblos y a las luces del siglo es seguridad harto mejor por cierto.

Las demás tropas de la casa real consistían en cuerpos elegidos : se reclutaban con mas cuidado en el resto del ejército, se les pagaba mejor, y eran mayores por lo tanto los servicios que se les hacia prestar en la guerra. Los guardias Walonas se hicieron ilustres en la guerra de sucesión. Este cuerpo se compuso en un principio de oficiales y soldados flamencos, con objeto de conservar en España el recuerdo de los lazos con que estos pueblos sujetos a su dominación le habían estado unidos; pero relajándose este vínculo de día en día, tuvieron ingreso en el cuerpo los desertores de todos países, dándose en último lugar entrada a los nacionales. La sombra de Gonzalo de Córdoba se hubiera indignado al ver que en un ejército de Castilla se tenía por el mejor de todos un regimiento compuesto de flamencos y de otras gentes extranjeras.

Los carabineros se reclutaban en toda la caballería de entre los soldados an­tiguos y de mas subordinación, los cuales se alistaban de por vida y renunciaban al matrimonio. Esta era la mejor caballería de España. Cuatro de sus escuadrones pertenecían a la de línea, y dos a la caballería ligera, creados estos últimos en segundo lugar para constituir la guardia particular del príncipe de la Paz. La infantería española se componía de treinta y nueve regimientos de tres batallones cada uno, cuatro de cuyos regimientos se llamaban de infantería extranjera, tanto porque su alistamiento se verificaba con extranjeros en lo que era posible, cuanto porque los oficiales eran también, generalmente hablando, de origen extranjero. Algunos de estos regimientos eran de creación anterior a los Borbones, y muchos de ellos habían debido su institución a Carlos V. El más antiguo de todos lleva el nombre de Inmemorial del rey, no habiendo quedado en efecto memoria de la fecha de su creación. Los reyes de la casa de Borbón introdujeron seis regimientos suizos de dos batallones cada uno. Los doce batallones que de infantería ligera existían, estaban armados como la infantería de línea, y no se diferenciaban de esta sino en el color del uniforme que era azul, mientras el de la infantería nacional era blanco. La mayor parte de estos batallones eran de creación posterior a la época de la revolución francesa. Cada regimiento de infantería de línea tenia un coronel, un teniente coronel, un comandante que pertenecía también a este último grado, y un sargento mayor. En cada batallón de infantería ligera no había sino dos oficiales superiores, un comandante y un mayor. Los batallones de línea eran de cuatro compañías, dos de las cuales, en el primer batallón, eran de granaderos. Al verificarse esta rara organización, se hizo con el propósito de sacar habitualmente de los regimientos durante la guerra las compañías de granaderos, para formar con ellas divisiones o batallones separados, y con el de reunir en seguida los soldados de tres batallones en dos, los cuales debían ser los batallones de campaña, quedando en el depósito el cuadro del tercero.

Los cuarenta y dos regimientos de milicias constituían en tiempo de guerra una infantería harto más nacional, más brava y más a propósito para dar cima a grandes empresas que la infantería ordinaria. Esta institución había igualmente sido importada de Francia por Felipe V, y aumentada por Carlos III. Los regimientos de que hablamos existían en las solas provincias de la corona de Castilla,  y eran reclutados por sorteo en las que respectivamente les daban nombre. Puestos siempre al completo, los armaba, vestía y equipaba el Estado, y satisfacía constantemente a los oficiales una parte de su paga. Durante la paz no salían estos soldados de sus casas, sino que quedaban en ellas dedicados a sus ocupaciones y faenas, excepto un mes durante el cual recibían el estipendio que les estaba asignado. Los regimientos de milicias no se componían sino de un solo batallón, y eran mandados por un coronel y un mayor. El coronel era un sujeto de consideración en el país, y el mayor un oficial superior del ejército. Las compañías de cada batallón eran dos solamente, una de granaderos y otra de cazadores. En tiempo de guerra se reunían las compañías de granaderos y cazadores de una misma provincia, y formaban las cuatro divisiones de granaderos provinciales de Castilla la Vieja, Castilla la Nueva , Andalucía y Galicia. Estas divisiones compuestas de los mejores soldados de la nación, eran tropas verdaderamente selectas, y preferibles a los mismos regimientos de la casa real.

Había también algunos cuerpos de milicias urbanas uniformados, pero poco numerosos, los cuales habían sido creados por Carlos III con objeto de suplir la falta de guarnición en las plazas de guerra y en los puertos expuestos a los ingleses y a los portugueses. Últimamente había algunos veteranos encargados de la guardia de los sitios reales, de las ciudades y de cierto número de fortalezas, y algunas compañías francas empleadas con especialidad en guardar las costas de Andalucía y los presidios de África.

La nación no tenia organización militar o guardia nacional, no habiendo quedado vestigio de las hermandades ni de las tropas levantadas por los comunes de Castilla y Aragón en el siglo XV. Solo la provincia de Vizcaya tenía levas regulares de soldados levantados en masa con la obligación de acudir a la defensa del territorio en un término dado, siguiendo en esto las formas determinadas por las leyes. Los somatenes de Cataluña habían desaparecido con los privilegios y con la libertad del principado. La nobleza misma no tenía en las provincias, donde su corto número, sus comodidades y sus costumbres la distinguían del resto de la población, otra organización militar que las maestranzas, las cuales eran una especie de asociaciones de caballería, compuestas de algunos centenares de nobles montados, y existían en las ciudades de Valencia, Sevilla, Granada y Ronda, sin servir para otra cosa que para ostentación en las diversiones y fiestas públicas. Durante la desastrosa campaña de 1706, en la cual se apoderaron los portugueses de Madrid, ordenó Felipe V a la nobleza de Castilla que se reuniese en Sopetran con armas y bagajes al ejército de! mariscal de Berwick. Un pequeño número de nobles obedeció al llamamiento del soberano; pero no sirvieron de utilidad alguna. El cambio de las costumbres de la nobleza y la perfección introducida en el arte de la guerra habrían hecho esta medida más infructuosa todavía en el tiempo de que hablamos, aun cuando hubiera sido posible ponerla de acuerdo con la política.

La historia ha consagrado las llanuras de Rocroi como la tumba de la infan­tería española. La caballería conservó su antigua nombradía hasta la época de la guerra de sucesión; pero la perdió desde entonces acá. Esa España que en tiempo de Carlos V hubiera podido suministrar hasta cien mil caballos para la guerra, no los produce ya sino en una sola provincia. Tales son los caballos de Andalucía, los cuales, en medio del ardor, de la docilidad y de las bellas formas que los caracterizan, participan un tanto de la fanfarronería del país a que pertenecen y que puede considerarse como la Gascuña de España. Estos caballos no tienen las cualidades ni la fuerza necesaria para el golpe de pechada de la caballería gruesa, ni son tampoco tan robustos e infatigables como se necesita para el servicio de la caballería ligera. La degeneración de los caballos se debe a la multiplicación de las mulas, con las cuales y con los bueyes se cultivan solamente las tierras, verificándose con mulos y asnos los transportes de la agricultura y del comercio. Los caballos constituyen un lujo inútil para las necesidades. Su raza comenzó a venir a menos desde la reconquista conseguida sobre los moros, y desde la extinción del espíritu militar.

El todo de la caballería española llegaba a doce mil caballos, divididos en veinte y cuatro regimientos de cinco escuadrones cada uno, los cuales no estaban nunca completos. Cada regimiento tenia a su frente un teniente coronel y un mayor, existiendo en ellos dragones, cazadores y húsares, los cuales se distinguían entre sí mas bien por el color del uniforme, que por el armamento y el equipo. La caballería española estaba mal enseñada y en un estado inferior a la infantería.

La artillería española, organizada con arreglo a los modelos franceses al advenimiento de Felipe V, había en su personal y material experimentado sucesivamente las variaciones y mejoras de la artillería francesa, y tanto la una como la otra habían dejado los calibres gruesos hacia el año 1780, adoptando en su lugar los ligeros. La artillería española adoptó los artilleros montados en 1763, habiendo adquirido desde la guerra de sucesión un perfeccionamiento de lujo desconocido a la artillería francesa: los cañones de hierro batido. El personal que había seguido siendo el mismo desde Felipe V, recibió una nueva organización en 1807. El generalísimo había reemplazado al antiguo jefe del cuerpo, y comunicado sus órdenes por medio de un jefe de estado mayor, sacado de entre los oficiales generales del mismo. Había cuatro regimientos de artillería de diez compañías cada uno, y en las cuarenta compañías, seis de artilleros montados, con más de setenta y cuatro compañías de artilleros milicianos sin oficiales ni sargentos, simples agregados al cuerpo de artilleros veteranos, y cinco compañías de obreros. El material estaba reunido al personal, lo mismo que en Francia. Los depósitos de artillería eran cinco, comprendiendo en ellos el de Segovia, donde está la escuela de los alumnos. En cada una de las capitales había de guarnición un regimiento de artillería; los arsenales de construcción estaban en las escuelas, y para la contabilidad del material existía un cuerpo especial de comisarios de guerra. Los españoles no tenían tren de artillería organizado militarmente. España abunda en materiales para la guerra, como hierro, plomo y salitre, y tenía en Sevilla y en Barcelona dos fábricas de fundición de cañones de bronce para el servicio de tierra, y otra en la Cavada cerca de Santander para los cañones de hierro destinados al servicio marítimo. Las fábricas de hierro colado y de armas de fuego existen cerca de las ferrerías de Vizcaya y de Asturias; pero tienen el grave inconveniente de estar expuestas a ser tomadas y destruidas en tiempos de guerra.

El cuerpo de ingenieros españoles había sido creado en 1711, y su organización fue confiada a un oficial general francés llamado Vorbon, que hizo sentir en ella la influencia del genio de Vauban en cuanto podía tener aplicaciones al carácter español. Los ingenieros españoles tenían a su cargo los trabajos de fortificación y los de la arquitectura civil, y a ellos se debió además la recomposición de algunas plazas, la existencia de dos fortalezas nuevas, la de San Fernando de Figueras y la de la Concepción en la frontera de Portugal. Estas dos plazas, tro­feo del genio español en el siglo XVIII, atestiguan más bien la magnificencia del soberano y el talento de los arquitectos y de los albañiles, que la capacidad de los ingenieros. San Fernando presenta el lujo de las fortificaciones y de la construcción, sin obras destacadas ni nada que anuncie el proyecto de adoptar tanto lujo a la localidad. Por lo que toca a la Concepción, con cuya erección no se trató otra cosa que ocupar la cumbre de una meseta, podía haberse obtenido en ella igual resultado con un gasto diez veces menor.

En los trabajos civiles han concurrido los ingenieros a los proyectos de canales y a la ejecución de los bellos caminos que cruzan la Península. En la guerra de 1793 mostraron muy poca inteligencia por lo que toca a los atrincheramientos de campaña, y no añade nada a su gloria la toma de Bellegarde y la de al­gunos fortines en el Rosellón. Poco prácticos en la guerra, no tenían acerca del ataque y defensa de las plazas sino algunas medianas teorías tomadas de los libros franceses. El príncipe de la Paz había dado a los ingenieros en 1803 una organización análoga a la de la artillería, aplicando a aquellos los reglamentos del servicio francés con la sola diferencia que los directores de las fortificaciones en Francia no reciben mas órdenes que las del ministro, y por lo que toca a España estaban sus trabajos subordinados en cada provincia a una junta presidida por el capitán general, de la cual hacían parte los oficiales de artillería. Este último cuerpo tenia por contemporáneo un regimiento de ingenieros compuesto de ocho compañías de zapadores con dos más de mineros. Los ingenieros tenían  a cargo la instrucción de alumnos en la escuela de Zamora, en la cual se daba enseñanza a cierto número de oficiales y cadetes del ejército. La misma escuela de ingenieros era teórica y práctica en Alcalá de Henares, y había sido establecida en 1803. La dirección de los negocios militares estaba confiada a un consejo de guerra y a un secretario de estado. Antes de los Borbones tenía a su cargo este consejo la administración, el nombramiento, los ascensos y la dirección de los ejércitos; pero instituidos los secretarios de estado, no le quedaron sino funciones judiciales y honoríficas. Cada una de las armas tenia un inspector general que trabajaba en lo tocante al personal en unión con el ministro, el cual recibía sus órdenes del rey, y en los últimos tiempos las del príncipe de la Paz que ejercía la autoridad real.

España según esto tenia en 1806 un ejército en que los generales y perso­nas de capacidad eran poco numerosas; pero que eso no obstante habría podido luchar en circunstancias ordinarias contra cualquiera otro, y llevaba en sí mismo el germen de su reforma. Empero para dar a este ejército un carácter propiamente dicho, para hacerle pasar súbitamente del estado de paz al de guerra, y para improvisar una agresión contra una potencia tan formidable como Francia, eran condiciones precisas una voluntad tan fuerte como ilustrada, y el apoyo de la nación y del patriotismo. Ahora bien : ¿podía tenerse fe en los talentos del in­noble personaje que ejercía el poder? ¿Podía esperarse de la nación que pudiera cooperar con alegría a una guerra que la opinión habría reprobado, y que el país no podía menos de mirar como obra del favorito?»

Hasta aquí el general Foy : nosotros dejamos a cargo de nuestros lectores decidir en vista de este cuadro si las reflexiones con que su autor lo termina merecen o no tenerse en cuenta para decidir la probabilidad del mal éxito que la guerra hubiera tenido, a verificarse en 1807 como el privado deseaba.

Sea de esto lo que quiera, el hecho fue que la lucha no tuvo lugar, y es escudado por consiguiente detenernos más en este punto. Decidido Napoleón a ganar tiempo con los españoles, envió mientras tanto quien pudiera explotar en su provecho la discordia de la casa real, habiendo sido este y no otro el principal objeto que se propuso al retirar de la corte de España al embajador Beurnonville, dándole por sucesor al astuto y disimulado marques de Beauharnais, de cuyas intrigas tendremos ocasión de ocuparnos mas adelante. El nuevo enviado dio principio al ejercicio ostensible de su cargo, comunicando de parte de su amo al gobierno de Madrid el célebre decreto del bloqueo continental contra Inglaterra, expedido en Berlín por el emperador en noviembre de 1806. Determinábase por este decreto que todas las potencias amigas o aliadas de Francia cerrasen sus puertos a Gran Bretaña, declarándose ilícitos todos los géneros de ella o por su medio procedentes. Nuestros gobernantes recibieron el decreto con humildad y resignación, y le dieron cumplimiento inmediatamente. No satisfecho Napoleón con esto, exigió además de Carlos IV que le auxiliase con una división de tropas españolas, petición a que el rey no pudo menos de acceder, enviando trece mil hombres a las orillas del mar báltico bajo las órdenes del marqués de la Romana. Así procuraba el emperador ir acostumbrando al gobierno español a desprenderse de sus fuerzas, y así se forjaban insensiblemente los últimos eslabones de la cadena a que la alianza de San Ildefonso había dado principio.

Mientras esto sucedía en España, la plaza de Danzig sitiada por Napoleón se había visto precisada a capitular, a consecuencia de la terrible batalla de Eylaw perdida por los rusos, aunque no sin gran mortandad por parte de los franceses. El resto del invierno de 1806 se pasó en escaramuzas e inútiles entrevistas; pero en 1 de marzo de 1807 comenzó a inclinarse la suerte de las armas a favor del ejército francés, quien vencedor en el Bing, lo fue después de una manera definitiva en la batalla de Friedland, siendo el resultado de la victoria la paz de Tilsitt. Napoleón se había trasladado a este punto después de la batalla, proponiendo al emperador Alejandro una conferencia, a la cual asistió. Para celebrarla de un modo digno y verdaderamente poético, colocóse en medio del río Niemen una ancha balsa, sobre la cual se construyó un salón ricamente adornado, en el cual había dos puertas, una enfrente de cada orilla, coronadas respectivamente con las águilas de cada imperio. Habiendo entrado ambos soberanos cada cual por su puerta, se reunieron dentro del salón con las mayores muestras de amistad, dando allí principio a sus conferencias, en las cuales tomó después parte el rey de Prusia; siendo el resultado al cabo de quince días el tratado de paz definitivamente arreglado por los plenipotenciarios de Francia, Rusia y Prusia en 7 de julio, y firmado con la misma fecha por los tres soberanos reunidos.

Esta paz dio mayor extensión al dominio de la Francia en el continente, per­diendo la Prusia cuanto Federico II había adquirido, excepto la Silesia, y quedando en consecuencia reducida a una mitad. Napoleón dejó instituidos en el mediodía de Alemania los dos reinos de Baviera y Wurtemberg como contrapeso al poder de Austria, y más hacia el norte los dos feudatarios de Sajonia y Westfalia para enfrentar a Prusia. El último de estos dos reinos comprendía los estados de Hesse-Cassel, de Brunswick, de Fulde y de Paderborn y la mayor parle de Hannover, y se dio a Gerónimo Napoleón; mientras el de Sajonia, formado del electorado de este nombre y de la Polonia prusiana, la cual quedó erigida en gran ducado de Varsovia , se dio al rey de Sajonia. El emperador Alejandro que pasó por todos estos arreglos, renunció a los principados de la Moldavia y de la Valaquia que había conquistado de Turquía; pero no perdió parte alguna del territorio ruso propiamente dicho. Dícese que en estas conferencias manifestó Napoleón a Alejandro los secretos designios que abrigaba contra la España, y que el emperador de Rusia les dio su aprobación; pero esto no es una verdad demostrada todavía. Al despedirse ambos emperadores, acompañó Napoleón a Alejandro hasta la orilla izquierda del Niemen, donde estaba formada la guardia rusa. Quitándose allí la cruz de la legión de honor, la colocó en el pecho del primer granadero, diciéndole: «Esta memoria servirá para recordarte el día en que tu amo y yo nos hicimos amigos.»

Tal fue el término de la cuarta coalición, la cual acabó por reconocer el imperio contra quien se había alzado, no menos que a José por rey de Nápoles, a Luis por rey de Holanda, a Gerónimo por rey de Westfalia, y a todos los príncipes de la nueva confederación del Rhin, según los derechos y carácter que Napoleón había querido darles.

La paz de Tilsitt debe considerarse como el punto culminante del poderío y de la fortuna del emperador de los franceses, quien enseñoreándose y dominando de uno al otro extremo de Europa, había también acabado de consolidar su sistema de administración en el interior de Francia, cuyo régimen civil que acabó por diferenciarse muy poco del militar, convirtió a todos sus hijos en soldados sumisos a las órdenes de su jefe. La ilustración y elevadas miras del emperador hacían llevadera a los franceses su autoridad omnímoda; pero los insen­satos proyectos que en lo sucesivo trató de llevar a cabo, y el perene sacrificio de dinero y de sangre que para realizarlos era menester, prepararon juntamente con las derrotas sufridas por Francia la terrible caída del coloso.

La necesidad de observar la conveniente ilación en el relato de los hechos ocurridos en la Península y en el continente europeo, nos ha obligado a reservar para este lugar la de los sucesos acontecidos en América en los años 1806 y 1807. Los ministros ingleses, y Pitt con particularidad, habían jurado hacernos lodo el mal posible. Recordando la cooperación prestada por Carlos III a la insurrección de los Estados Unidos contra su metrópoli, trató Gran Bretaña de volvernos las tornas, revolucionando contra España una parte de la América del Sur; tentativa en que se empeñó con particular ahínco, si bien no pudo conseguir su objeto en el reinado de Carlos IV, gracias a la decisión y patriotismo de los naturales de aquellas remotas posesiones. Este hecho prueba que los súbditos americanos se hallaban bien con los vínculos que los unían a su metrópoli, no pudiendo esto ser resultado de otra cosa sino de la justicia, blandura y suavidad del gobierno español para con aquellas gentes, lo cual constituye uno de los pocos elogios que se pueden hacer del reinado de aquel monarca.

El plan de Pi, lttlevado adelante por sus sucesores cuando este ministro murió, consistía en intentar dos invasiones a la vez, una política o revolucionaria que debía tener lugar en la costa de Tierra Firme, y otra militar contra Buenos Aires. Se eligió para realizar la primera a D. Francisco Miranda, natural de Caracas, el cual había comenzado su carrera alistándose en las filas de los voluntarios franceses que en la América del Norte secundaran con las armas la insurrección de las colonias inglesas, tras lo cual vino a Europa a ofrecer sus servicios a la emperatriz de Rusia Carolina, y después a los revolucionarios franceses, entre los cuales consiguió distinguirse, llegando en poco tiempo a obtener el grado de general de división en los ejércitos republicanos. Obligado posteriormente a abandonar Francia después del desastre sufrido por esta en la batalla de Neerwinden, regresó a su patria, donde deseando dar rienda a su ambición, imaginó el proyecto de levantar contra España aquellas remotas posesiones. Contando con pocos elementos para alzar con buen éxito el estandarte de la independencia, demandó la ayuda de Pitt, con lo cual no hizo sino echar a perder su causa, en razón de la antipatía con que aquellos naturales miraban a los ingleses. Eso no obstante, Miranda creyó probable en Colombia el buen éxito de la insurrección, y concertados sus planes con Pitt y Lord Merville, arribó en abril de 1806 a las costas de Caracas con los tercios y fuerzas navales que había podido reunir. Sus proclamas y llamamientos a la revolución no hallaron eco en parte alguna, siendo tan desgraciado en su primer hecho de armas, que perdió junto a la fortaleza de Ocumare todas las tropas que había desembarcado, y dos corbetas de la expedición. Miranda consiguió salvarse huyendo en el navío San Leandro, con el cual se refugió en la Trinidad, donde el gobierno inglés le ayudó con dinero, aumentando además sus fuerzas navales para una segunda expedición. Animado Miranda con tan poderoso auxilio, se presentó a últimos de julio en las costas colombianas; pero esta segunda tentativa no tuvo mejor éxito que la primera. Sordos los pueblos al grito de libertad, rechazaron con desdén la independencia a que se les llamaba. Miranda intentó apoderarse de la Margarita hasta dos veces, y fue repelido otras dos. Dirigiéndose a Coro después, consiguió poner en tierra como unos seiscientos de los suyos; pero sobreviniendo el coronel español D. José Franco con tropas reforzadas, obligó á Miranda a renunciar definitivamente a sus proyectos, después de perder doscientos hombres.

Los ingleses fueron en un principio más afortunados por su parte. Su expedición contra Buenos Aires era menos imponente que la de Miranda; pero haciéndola aparecer más poderosa de lo que era, merced a las estudiadas maniobras con que consiguieron fascinar y aturdir al Virrey marqués de Sobremonte, dividió este sus fuerzas desatentadamente, facilitando así a los ingleses la ocupación de la ciudad y la rendición de la fortaleza, la cual se vio precisada a capitular en 28 de junio. El Virrey se retiró a Córdoba con objeto de reunir un nuevo ejército para reconquistar BuenosA ires; pero la gloria de verificarlo estaba reservada al capitán de navío don Santiago Liniers. Indignados los habitantes de Buenos Aires al ver la ciudad ocupada por los ingleses, deseaban hacer pedazos el yugo extranjero; mas para una tentativa como esta necesitaban dirección, y Liniers fue elegido para acaudillarlos. Convenido con ellos en que dilatarían la explosión de su ira hasta que él pudiera apoyar el alzamiento con fuerzas militares, salió de la ciudad y se dirigió a Montevideo, donde el comandante de este punto D. Rafael Ruiz Huidobro estaba preparando una expedición de dos mil hombres para proceder a la reconquista. Manifestóle Liniers el objeto de su llegada, y ofreciósele a liberar la capital con solo seiscientos hombres escogidos, por ser necesario el resto para defender a Montevideo, amenazado también de los ingleses según las últimas noticias. Huidobro que conocía el valor y pericia de Liniers, accedió a la propuesta; y dejando a su cargo la elección de la tropa, dióle el mando de aquella atrevida expedición, y al capitán D. Juan Gutiérrez de la Concha el de la escuadrilla que debía cooperar al éxito. Uno y otro jefe arribaron por tierra y mar a la colonia del Sacramento, superando el primero multitud de obstáculos y burlando el segundo la vigilancia de los cruceros enemigos. Liniers reforzó sus tropas con cien hombres más pertenecientes a las milicias de la Colonia, y dándose a la vela en la noche del 3 de agosto desembarcó su gente en las Conchas, siguiendo después su marcha desalojando las guerrillas inglesas, y llegando el 10 sin la más pequeña derrota a los Mataderos del Miserere. Llegado a vista de Buenos Aires, intimó la rendición al comandante enemigo Carr-Beresford, quien fiado en la superioridad de sus fuerzas, contestó con desdén a la intimación, y se preparó a la defensa. Liniers entonces dio la señal de acometida, y apoderándose nuestros soldados de las baterías y del punto llamado el Retiro, obligó al enemigo a refugiarse dentro de la ciudad, cubierto de ignominia y confusión. El recinto de la capital no les prestó asilo sino dos días solamente, puesto que el 12 fue Buenos Aires reconquistada a viva fuerza, viéndose el enemigo acometido a la vez por los que venían de fuera y los heroicos habitantes de adentro. Perdidos por Beresford cuatrocientos hombres que entre muertos y heridos quedaron tendidos en las calles, no tuvo otro recurso que refugiarse en el fuerte, donde creyó serle posible llevar adelante la resistencia; pero el pueblo bramaba de ira y pedía el asalto con gritos atronadores, visto lo cual por el comandante inglés, y vista la incontrastable decisión del pueblo en masa, dio oídos a los consejos de la prudencia y enarboló bandera blanca en el fuerte. A este acto de humilde resignación a los decretos de la fortuna, hubo de hacer suceder otro arrojando su espada desde las almenas con muestras de ser su voluntad entregarse. El pueblo cuyo furor y clamoreo crecía mas cada vez, exigió del jefe enemigo que izase la bandera española en los baluartes del fuerte, como así lo verificó, entregándose a discreción después con mil doscientos hombres, que fueron hechos prisioneros.

Esta insigne victoria valió a los nuestros la recuperación de los fondos y de toda la plata que los ingleses nos robaron y no habían podido embarcar, más un inmenso botín, cuyo valor pasó de sesenta millones de reales. Una parto de las contribuciones impuestas a los habitantes por el enemigo fue rescatada también, y confiscados todos los géneros que introdujo en la capital durante la ocupación. Hecho de armas que por la osadía que supone y por el resultado final que tuvo, hará siempre honor a la memoria de los bizarros jefes que le dieron cima, no menos que a los heroicos habitantes de la población, sin cuya decisión y entusiasmo hubieran sido vanos los esfuerzos de aquellos. Liniers que había rendido a discreción al general ingles, tuvo sin embargo la generosidad de hacer los honores de guerra a la guarnición vencida, haciendo figurar ocho días después un acto de capitulación, con el cual pudiese Beresford poner a cubierto su honra a los ojos de su gobierno. Conducta verdaderamente caballerosa y galante, y a la cual correspondió malamente el general ingles con la suya, puesto que habiéndosele dejado en libertad en Buenos Aires, fue preciso sacarle de aquella capital por los conatos que comenzó a poner en juego para sembrar entre sus habitantes la sedición y la discordia.

Humillado el orgullo inglés con el mal éxito de la empresa intentada sobre Buenos Aires, trató de repetirla con nuevo y tenaz empeño en el año siguiente, enviando una expedición formidable con un ejército de hasta quince mil hombres, los cuales se apoderaron con facilidad de la colonia del Sacramento, como asimismo de Montevideo después de bloquearlo y atacarlo obstinadamente por espacio de cuatro meses, al fin de los cuales resistió dos asaltos la plaza, sucumbiendo al tercero en febrero de 1807. Cuatro meses después se hallaron en disposición de atacar nuevamente a Buenos Aires; pero los habitantes de esta capital y las tropas que la guarnecían habían jurado perecer antes que rendirse, y las amenazas y el alarde de fuerzas que los ingleses hicieron, fueron tan inútiles como las lisonjas y el oro con que intentaron corromper su fidelidad. Con gente tan decidida y con un jefe  la a tan inteligente y bravo como Liniers, la rendición de la plaza era imposible. Todos los habitantes, sin distinción de condiciones ni clases, se habían convertido en otros tantos soldados, y su decisión y entusiasmo aumentaban el valor y la resolución que de vencer o morir habían hecho los diez mil hombres de tropas, milicias y cuerpos voluntarios que se hallaban dentro del recinto en defensa de la ciudad. El enemigo procuró con porfiado empeño atraer los nuestros a las riberas con el objeto de poder pelear al amparo de sus naves; pero Liniers adivinó el plan, y no quiso exponer su gente  a una ruina casi segura. Visto esto por el general Whitelock, determinó avanzar hacia Buenos Aires con los diez mil hombres a cuyo frente venía, durando cuatro días su marcha hasta los Quilines, sin mas obstáculo del que ofrecía el terreno cubierto de pantanos.

El valiente Liniers dejó confiada la defensa de la ciudad a los vecinos armados y al cuerpo de ingenieros que los debía auxiliar y dirigir, y saliendo con ocho mil hombres a esperar al enemigo, se apostó á la derecha del Riachuelo junto al puente de Barracas para defender aquel punto, por el cual trataría naturalmente de pasar el general inglés. Mandaba nuestra ala derecha el coronel Salviani, la izquierda el coronel Velasco, el centro el coronel Elio y la reseña el capitán de navío D. Juan Gutiérrez de la Concha. Pero Whitelock no siguió su marcha en los términos que Liniers presumía, puesto que torciendo el camino y evitando el paso donde los nuestros le esperaban, hizo vadear el río a dos de sus columnas con notable osadía, situándolas en la orilla izquierda y dejando la tercera y la reserva en la orilla derecha, mientras él se dirigía a la ciudad con aquellas entretener a Liniers con estas. Visto esto por el héroe de Buenos Aires, dejó en el puente la gente necesaria para hacer frente al enemigo, marchando con el resto a la defensa de la plaza y procurando, si le era posible, adelantarse a Whitelock. Llegados uno y otro junto a los Mataderos del Miserere casi al mismo tiempo, pelearon con valor y encarnizamiento, y no con ventaja por parte de los españoles. Las tropas que había quedado en el puente rechazaron dos ataques del enemigo, y creyendo a Liniers en la ciudad, se dirigieron a ella, consiguiendo meterse dentro sin experimentar obstáculo. Liniers que a consecuencia de la acción trabada con Whitelock ya, a la cual puso término la noche, se había extraviado de los suyos, no halló medio posible de penetrar en la ciudad, por lo cual tuvo que pasar la noche solo y perdido entre las tinieblas, dando con esto motivo a creerle los suyos prisionero o muerto. Antes del amanecer entró en Buenos-Aires, donde encontró reunidos todos los cuerpos del ejército y preparados los habitan­tes a la más vigorosa defensa con balerías y fosos en las calles y mucha fusilería en azoteas y ventanas. Whitelock dilató dos días, hasta recibir todos los refuerzos que esperaba, su ataque definitivo contra la ciudad, el cual se verificó al amanecer del 5 de julio. El general Auchmuty atacó por el lado de la Plaza de Toros, y el de la misma clase Crawford por la parte occidental de la ciudad, consiguiendo el primero llegar hasta el Retiro en medio de un fuego horrible de artillería, y apoderarse de este punto, donde tomó treinta y seis cañones, y nos hizo doscientos prisioneros, aunque con mucha pérdida de su parte. Ocupados después por los suyos la iglesia y el convento de Santa Catalina, quedó en breve libre este punto, que tuvieron que abandonar, retirándose al puesto que había ocupado Auchmuty, no siéndoles posible hacer otra cosa por la lluvia de metralla que enviaban las calles sobre las columnas enemigas. Crawford por su parte trató de ocupar el colegio de los Jesuítas; pero no lo pudo conseguir, aunque sí el convento de Santo Domingo, desde el cual procuro pasar al de los Franciscanos. Rodeado allí por los españoles, y cortándole estos toda comunicación con el resto de sus columnas, hubo de rendirse prisionero con sus tropas, a excepción de un regimiento que había conseguido apoderarse del fuerte de la Residencia. Pero la ocupación de este punto y la de la Plaza de Toros, no eran ventajas capaces de compensar en el enemigo la espantosa pérdida que acababa de sufrir, la cual ascendió a cerca de cuatro mil hombres entre muertos, heridos y prisioneros, por lo cual accedió Whitelock a la capitulación que le fue propuesta por Liniers en la mañana del 6, y que fue firmada por ambos el día 7, estipulándose en ella la devolución de los prisioneros hechos por una y otra parte, con la condición de evacuar los ingleses Montevideo y de retirar todas sus fuerzas del rio de la Plata.

Hemos sido un tanto prolijos en la narración de estos felices sucesos, no solo por la brillante página de gloria nacional que constituyen, sino porque cuando tantos cargos tenemos hechos al gobierno de Carlos IV, no hubiera sido leal ni justo tratar de ligero unos acontecimientos que prueban , como ya hemos dicho, la popularidad de ese mismo gobierno en aquellos remotos países. A esta razón se añade otra, y es haber sido la defensa inmortal de Buenos Aires el último hecho de armas ocurrido durante la guerra entre España y Gran Bretaña.

Dos meses después de tan memorable victoria arribó felizmente a España don Francisco Bálmis, al cabo de tres años de su ausencia, durante los cuales dio la vuelta al globo, en cumplimiento del encargo que por el gobierno se le había dado de llevar la vacuna a los pueblos de ultramar del antiguo y nuevo continente que se hallaban infestados de la viruela. Esta expedición eminentemente humanitaria y benéfica, puesto que llevó la salud y la vida a propios y extraños, como dice el príncipe de la Paz, y a amigos y enemigos sin ninguna diferencia, constituye otro de los elogios a que es de justicia acreedor el gobierno de Carlos IV, siendo imposible recordarla sin orgullo patriótico y sin recordar al mismo tiempo la bellísima composición poética que el gran Quintana la dedicó, enriqueciendo el parnaso español con una de sus mas ricas y brillantes joyas.

 

 

 

 

 

Sebastián Francisco de Miranda y Rodríguez Espinoza(Caracas, 28 de marzo de 1750-San Fernando, 14 de julio de 1816), conocido como Francisco de Miranda, fue un político, militar, diplomático, escritor, humanista e ideólogo venezolano, considerado como el precursor de la emancipación americana contra el Imperio español. Conocido como «el primer venezolano universal» y «el americano más universal», participó en la Revolución estadounidense y en la Revolución francesa,​