CAPITULO XVI.
Derrotas de la tercera
coaliciÓn. Batalla de Austerlitz. Paz de Presburgo. Ambiciosos PROYECTOS DEL EMPERADOR
DE LOS FRANCESES. CUARTACOALICION. BATALLA DE Jena. Examen de nuestras relaciones internacionales con Francia
antes de la CONQUISTA DE NÁPOLES POR EL EJÉRCITO IMPERIAL. ESPIRITU
HOSTIL DE NAPOLEON CONTRA LAS DINASTIAS BORBÓNICAS Y DESTRONAMIENTO DEL REY DE
NÁPOLES. MOMENTÁNEO CAMBIO DE POLÍTICA QUE ESTE ACONTECIMIENTO PRODUCE EN LA
CORTE DE ESPAÑA. BELICOSA PROCLAMA DEL PRÍNCIPE DE LA PAZ. TERROR EN LA CORTE DE
MADRID AL SABER LA NOTICIA DE LA VICTORIA DE JENA. MUERTE DE LA PRINCESA DE ASTURIAS , Y CONDUCTA DEL
PARTIDO DE Fernando en 1806.
Mientras las
marinas española y francesa sufrían el terrible descalabro que se ha descrito
en el capítulo anterior, se abría en el continente una nueva campaña, en la que
Bonaparte iba a cubrirse nuevamente de gloria y a resarcir con usura sus
pérdidas en la guerra marítima. Habíase Napoleón hecho proclamar rey de Italia
en marzo de 1805: la república liguriana había quedado incorporada al imperio
como una de sus provincias: los principados de Piombino, de Luca y de Guastalla
eran ya patrimonio de la familia imperial; Suiza y Holanda habían perdido su
independencia, y las naciones europeas no pudieron menos de temer por la suya
al ver tantas y tan repetidas usurpaciones. De aquí la tercera coalición
fomentada en silencio por Gran Bretaña con objeto de alejar el nublado que
tenia encima de sí, y formada por Austria y Rusia en el momento critico de
intentar Bonaparte su desembarco en Inglaterra, obligándole a desistir de su
proyecto para oponerse a los enemigos del continente. Ciento treinta mil
hombres marchaban ya sobre el Inn, el Lech y el Adigo, a cuyo formidable
aparato contestó Bonaparte levantando precipitadamente el campo que tenía en
Boloña, y trasportando su ejército en veinte mil carruajes a las orillas del
Rhin, del Pó, del Adigo y del Danubio. Atrevido como Alejandro, ejecutivo como
César y afortunado como los dos juntos, se apoderó el emperador de la capital
de Austria en menos de un mes de triunfante campaña, después de haber derrotado
a sus enemigos en Ulm, donde les cogió treinta mil hombres, tres mil caballos y
ochenta piezas de artillería. El emperador de Alemania Francisco I, que había
evacuado con su ejército Viena pocos días antes de la entrada de Napoleón en
esta ciudad, se reunió en Moravia al emperador Alejandro, que al frente de las falanges
rusas, venía a precipitarse sobre los franceses; pero adelantándose Bonaparte a
las tropas enemigas, les presentó la batalla en los campos de Austerlitz el 2
de diciembre de 1805, aniversario de su coronación, consiguiendo una de las
victorias más completas de las que habla la historia, y echando por tierra la
monarquía austríaca en aquel memorable combate. Alejandro consigue salvarse de
su última ruina, merced a la generosidad del soldado coronado, mientras el emperador
Francisco se ve precisado a humillarse al vencedor, pasando a su mismo
campamento con objeto de pedirle la paz. Firmóse esta en Presburgo el 26 de diciembre
siguiente, tres semanas después de la batalla de Austerlitz y a los setenta días
de haberse empezado la campaña, quedando reconocido Napoleón como rey de Italia
y dueño de Venecia, de la Toscana, de Parma, de Plasencia y de Génova. Prusia,
que viendo invadido su territorio por las tropas francesas había comenzado a
reunir sus numerosas fuerzas a las de los dos emperadores ruso y austríaco, se
vio obligada a desarmarse, entregando en cambio del electorado de Hannover, de
que se despojaba a Inglaterra, los principados de Berg y de Cleves que Napoleón
regaló á su cuñado Murat, y el de Neufchatel que fue cedido a Berthier. Así
habían ido convirtiéndose los soldados de la revolución en mariscales del
imperio, para pasar después a ser príncipes, y erigirse en reyes por último.
Conseguido por Napoleón cuanto podía desear en aquellos días, y habiendo
obtenido otras cesiones igualmente importantes, se trasladó a Munich, donde
hizo celebrar el matrimonio de su hijo adoptivo y Virrey de Italia Eugenio
Beauharnais con la princesa Augusta Amelia de Baviera, verificando así la
primera de las alianzas que con tanto ardor apetecía y que tan necesarias le
eran para dar completa realización a sus ambiciosos proyectos. Hecho esto regresó
a París cubierto de gloria en enero de 1806, donde fue recibido por el Senado,
por el Consejo de Estado, por el tribunal de Casación, por el Instituto y por
todas las corporaciones y todas las clases de la sociedad con el entusiasmo que
es de inferir.
La victoria de Austerlitz y el tributo de admiracion y de
espanto que al emperador de los franceses rendían los pueblos, desvanecieron
completamente a Napoleón, que aspirando desde entonces a realizar su proyecto
de monarquía universal, se agitaba desasosegado e inquieto hasta poder darle
cima. Bonaparte había anunciado desde Viena a su ejército de Italia la próxima
invasión del reino de Nápoles, cuya corona dio a su hermano José, encargado de
llevar a cabo aquella expedición en junio de 1896, mientras Luis y Gerónimo,
hermanos también del emperador, eran llamados a sentarse en los tronos de
Holanda y de Westfalia. Disuelto además de esto el antiguo cuerpo germánico en
julio del mismo año, formóse bajo la protección del emperador de los franceses
la célebre Confederación del Rhin, por cuyo acto quedaba convertido poco
menos que en esclavo suyo el imperio de Alemania, cuyos destinos vino a
dirigir Napoleón exclusivamente, formando una como cruzada de sus príncipes,
dispuestos y obligados a hacer causa común con él para toda guerra
continental de cualquiera especie que fuese. El emperador Francisco, viendo la
inutilidad del gran sacrificio otorgado en la paz de Presburgo y la
imposibilidad en que se hallaba de conservarse con honra al frente de los
estados germánicos, se vio precisado a abdicar una corona cuyo brillo se había
empañado de una manera tan incompatible con los respetos debidos a la dignidad
de que se hallaba revestido.
La tercera coalición había abortado tal vez por la inacción
de Prusia, que confiada en el respeto que su territorio merecería a Napoleón n
cambio de la neutralidad tan religiosamente observada por ella diez años había,
no juzgó oportuno unirse a los rusos y austríacos sino desde el momento en que vio
que sus esperanzas de recibir tan justa señal de deferencia por parte del
emperador de los franceses eran completamente ilusorias. Destrozada la liga en
los campos do Austerlitz, y viéndose Prusia obligada a desarmar sus ejércitos y
a ceder al emperador francés una parte de sus estados, prosiguió metiendo el
freno con violenta y forzada resignación, hasta que viendo con desconsoladora
evidencia que la ambición del jefe de Francia carecía enteramente de límites; y
persuadida, aunque tarde, de que este atentaba directamente contra su
existencia, se decidió a tomar de nuevo las armas, formándose la cuarta
coalición contra Francia en 25 de setiembre de 1806. El motivo del rompimiento
fue la posesión del Hannover, cuyo país, quitado a los ingleses, debía ser
ocupado por Prusia, según el tratado de Presburgo, a cambio de los principados
de Berg, de Cleves y de Neufchatel que Prusia había cedido a Napoleón. Este
había convenido en el cambio y estaba tal vez dispuesto a cumplirlo, pero
habiendo muerto Pitt en enero de 1806 y sucedídolo Fox y Grenville, comenzó a entreverse
una posibilidad de paz general, cuya condición, entre otras, podría ser la
devolución del electorado de Hannover al rey de Inglaterra. Pastó esto para que
Napoleón se mostrase decidido a acceder a la condición mencionada, y de aquí
las quejas del gabinete de Berlín, exigiendo el cumplimiento a la letra de la
paz de Presburgo. Prusia estaba en su razón y en su derecho al hacer tal
demanda; pero convirtiendo su justa reclamación en insensatez y en locura, hizo
a Bonaparte la desacordada intimación de retirar las tropas francesas al otro
lado del Rhin para antes del 8 de octubre. Al recibir Napoleón tan osado reto,
contestó diciendo a sus soldados: «el rey de Prusia nos da una cita de honor
para el 8 de octubre; y como quiera que ande mezclada en el asunto una reina
hermosa, anhelante de presenciar la lucha, seremos deferentes con ella y
marcharemos inmediatamente a Sajonia.» El emperador cumplió su palabra, y
poniéndose al frente de su ejército, llegó al Saale el 8 de octubre con no poco
terror de los prusianos al ver encima al
invencible guerrero seguido de ciento cincuenta mil hombres entre soldados
franceses y contingentes de la confederación del Rhin y demás auxiliares de
Holanda, Italia y Suiza. Batido el ejército prusiano en los días 9 y 10, se
alentó a tentar fortuna de nuevo el 14, quedando hecho pedazos el cebo del gran
Federico en la célebre batalla de Jena, al cabo de solos catorce días de
haberse comenzado la lucha. Despavoridos los ejércitos prusianos, comenzaron a
huir por todas partes. Napoleón triunfaba con el solo prestigio de su nombre:
tal era la prisa que los cuerpos enemigos se daban a capitular, aun antes de
combatir, y tal la porfía con que se le rendían las plazas más importantes,
abriendo sus puertas a la primera intimación. Dueño así el emperador en menos
de un mes de los estados del rey de Prusia, quedaron en pie contra él los
formidables ejércitos ruso y sueco, los cuales se vieron en notable apuro,
perdida que fue por ellos Varsovia, juntamente con los pasos del Vístula.
Napoleón tras esto puso sitio a Danzig, donde le dejaremos ahora para anudar la
interrumpida narración de nuestros sucesos.
Las relaciones internacionales de nuestro gabinete con
Francia fueron durante la tercera coalición las mismas que antes: peticiones
sin cesar por parte de Napoleón, y resistencia a conceder por la de nuestro
gobierno, mientras el emperador aquietándose en esta o en la otra exigencia,
venia al cabo a recibir el premio de su afectada docilidad, consiguiendo en
último resultado lo que principalmente le interesaba. Exigir mil para obtener ciento:
tal hemos dicho que fue su constante política durante la alianza, y tal
continuó siéndolo mientras los sucesos de Nápoles no se opusieron a la buena
armonía que reinaba entre las dos naciones.
Cuando el ejército de Napoleón entró en Viena en noviembre de
1805, el mariscal Berthier halló en aquella ciudad, entre otros monumentos que
remitió a París como trofeos de guerra, la armadura completa de Francisco I,
rey de Francia, hecho prisionero por los españoles en la célebre batalla de Pavía.
Faltaba la espada, cuyo precioso depósito se guardaba en Madrid; y como
Napoleón desease recobrar aquella prenda, manifestó el embajador Beurnonville el
anhelo de su señor; pero el príncipe de la Paz . con una entereza que le honró
sobremanera, se negó a desposeer a España de uno de los primeros monumentos de
su gloria; hecho que prueba que su alma no carece de dignidad, y que
cualesquiera que fuesen las esperanzas que de continuaren buena armonía con
Napoleón acertase a concebir, no estaba vendido en 1806 al jefe de Francia,
como algunos escritores han supuesto. Poco tiempo después pretendió el emperador
ocupar el puerto de Pasages con guarnición francesa hasta que se verificase la
paz general, dando por pretexto de esta petición la necesidad de defender aquel
punto contra los ingleses; pero el favorito se negó con la misma energía a los
deseos del gobierno francés, y el emperador desistió de su intento. Estas negativas
tenían no obstante que venir a parar en conceder alguna cosa, y lo que se
concedió fue dinero. Como a consecuencia del rompimiento con Gran Bretaña
hubiera suspendido nuestro gobierno el contingente con que el ministro Cebados
creyó comprar la neutralidad de su país en la querella anglo-gala, hizo Bonaparte
presente el apuro en que su tesoro se hallaba, no menos que el decaimiento de
su crédito, pidiendo en consecuencia a Carlos IV como aliado y amigo de Francia
un socorro de setenta y dos millones de francos, acompañando su petición con la
promesa de renovar más adelante el tratado de alianza bajo condiciones que
trajesen positivas ventajas a nuestro país. Carlos IV creyó que no era
cordura negarlo todo, y accedió a otorgar al emperador veinte y cuatro
millones de los setenta y dos que pedía. Esta concesión prueba la utilidad que
de estar en buena armonía con España le resultaba al emperador, habiéndose
debido al íntimo convencimiento que él tenia de este interés material, no a la
habilidad ni al tino de los hombres de Carlos IV, la dilación de nuestra
catástrofe. Napoleón, en efecto, hallándose combatido por Inglaterra y por los
enemigos del norte, ganaba mucho en eludir y fascinar la confianza de un aliado
tan fiel como nuestro monarca lo era. Más adelante, cuando se hallase
desembarazado de sus contrarios del otro lado del Rhin, podía volver definitivamente los ojos al
mediodía, y obrar según su interés mas o menos bien entendido le aconsejase.
¿A qué afanarse por otra parle en precipitar sus proyectos de usurpación,
cuando el curso mismo de los acontecimientos había de ofrecerle el instante
deseado? Porque Napoleón no ignoraba los bandos en que estaban divididos los
españoles a consecuencia de las discordias de palacio, y nada más natural que
la realización de un suceso cualquiera que pudiese legitimar su intervención,
y más si trataba, como en efecto lo hizo, de encaminar por medio de sus
agentes el turbado estado de nuestras cosas al objeto por él apetecido. De esta
manera, mezclando hábilmente el emperador las exigencias con la galantería y
la deferencia con la amenaza, conseguía tener a raya al gobierno de Carlos IV
en cualquiera desmán que contra él pudiera intentar, mientras otros asuntos más
serios llamaban su atención a otra parte. Entretanto nos sacaba lo que podía, y
continuaba trampeando con nosotros, por decirlo así.
El donativo de los veinte y cuatro millones de que acabamos
de hablar arriba, ha sido calificado por el conde de Toreno como un medio explotado
por el príncipe de la Paz para hacerse propicio al emperador y ser ensalzado a
mas alto puesto en trueque del servicio concedido. Esta acusación es rechazada
por el autor de las Memorias con argumentos que nos parecen de mucha fuerza, y
nosotros que en materia de hacer cargos procuramos ante todas cosas examinar
los datos en que se fundan, tenemos una verdadera satisfacción en decir que la
conducta de D. Manuel Godoy en 1806 no nos parece merecedora de acusación tan
grave. Su resistencia a demandas que a haber sido otorgadas por él le hubieran
conciliado sin duda el afecto del emperador de los franceses, no está
seguramente de acuerdo con esa debilidad a que el conde de Toreno se refiere;
y si funda este su acusación en la conducta posteriormente observada por el
favorito relativamente al principado de los Algarves, habiendo sido este
acontecimiento diez y siete meses posterior al asunto de los veinte y cuatro
millones, no hallamos motivo bastante para relacionarlos entre sí, y menos si
se tiene presente el arrebatado proceder del príncipe de la Paz en la cuestión
de Nápoles, tan seriamente suscitada en esto mismo año, y que tanto se opone en
nuestro modo de ver a la idea de estar el favorito supeditado personalmente por
el jefe de Francia. Los cargos que nosotros nos hemos limitado a hacer a D.
Manuel Godoy, se han reducido todos a su falta de previsión en la alianza con
nuestros vecinos; al aturdimiento con que se condujo en sus relaciones con los
ingleses; a su poco tino en materias de gobierno interior; a las persecuciones
con que en su desvanecimiento deslució su carácter, naturalmente reñido con la
crueldad, ensañándose contra personas beneméritas; a la ceguedad con que
permaneció en el poder avivando de un modo tan lamentable las discordias de
palacio; a su empeño en tener la nación estacionaria en materia de reformas
políticas, y al vilipendio en que sus relaciones con María Luisa pusieron el
trono español; pero en medio de cargos tan graves, y tan justificados en
nuestro concepto por el atento examen que hemos tratado de hacer acerca de los
datos que nos han suministrado la historia y las noticias que hemos podido
adquirir, no hemos hallado hasta ahora motivo suficientemente autorizado para
creerle, en el tiempo a que nos referimos, servidor jurado y a sabiendas de ningún
gobierno extranjero.
Hemos tocado arriba la cuestión de Nápoles, y la hemos
considerado como una prueba de entereza por parte del príncipe de la Paz; pero
es preciso no confundir en el tal asunto dos cosas muy distintas, la
resistencia a reconocer al nuevo monarca colocado por Napoleón en el trono de
las Dos Sicilias, el extemporáneo de la célebre proclama de octubre del mismo
año que tanto nos comprometió con el emperador, sin haber preparado antes los
medios necesarios para resistirle con éxito.
Fernando IV, rey de Nápoles, había estado constantemente en
desacuerdo con la política de su hermano el rey de España, adhiriéndose a la
causa de los ingleses con el mismo ahínco que el último a la de Francia. Esta
diferencia en las miras y en la conducta de los dos hermanos provenía hasta
cierto punto de la distinta posición topográfica de ambos países, habiendo sido
vanos cuantos esfuerzos hizo Carlos IV para separar a Fernando de la alianza
inglesa, y vano juntamente, según hemos tenido ocasión de observar, el doble
matrimonio entablado con el mismo objeto entre las dos familias. Napoleón se había
contenido tal vez en sus proyectos contra Nápoles, merced a la mediación del
rey de España; pero habiendo quebrantado Fernando la neutralidad, y tomado
parle en la tercera coalición, juró Bonaparte su ruina, aplazándola para cuando
se desembarazase de la guerra de Austria, como en efecto lo verificó, enviando
en junio de 1806 un ejército contra Nápoles. Fernando IV y la familia real se
refugiaron en Sicilia, que se liberó de la invasión francesa a la sombra de la
naves de Gran Bretaña. Napoleón entonces colocó en el trono de Nápoles a su
hermano José, a quien había encargado la expedición contra aquel país.
Este acontecimiento afligió notablemente a la corte de España,
dejando a Carlos IV sobrecogido y receloso, no empero desesperanzado de poder
arreglar aquel asunto; pues si bien conocía la justicia con que Napoleón estaba
irritado contra su hermano, confiaba por los menos que la cualidad de serlo sería
respetada por el emperador de una manera proporcionada a los servicios que
España le había prestado. Esta esperanza era sin embargo ilusoria, y la
consternación de nuestro rey llegó al más alto grado al ver el tono brusco con
que el jefe de Francia le comunicó la noticia, participándole el hecho de la
manera más seca y desabrida, y sin pronunciar una sola palabra de esperanza o
de consuelo. Era aquel un modo de proceder bien poco galante por cierto, y bien
impropio en quien tan cumplidos elogios acababa de hacer de Carlos IV en su
calidad de aliado y de amigo, levantando a las nubes la grandeza de alma y la
lealtad que el rey de España había manifestado en las terribles circunstancias
del combate de Trafalgar. Tal conducta revelaba a las claras lo poco en que
Napoleón tenía los respetos debidos a nuestro rey, y lo dispuesto que se
hallaba a proceder con España lo mismo que con Nápoles a la primera ocasión que
se le ofreciese, por poco plausible que fuera el protesto que para ello se le
viniera á las manos. Al participar el destronamiento del rey de Nápoles,
insinuó juntamente el embajador francés una especie de amenaza contra el reino
de Etruria, dejando entrever la posibilidad de tomar Napoleón en este país
igual medida que en el otro, si las circunstancias de la guerra le obligaban a
ello. Para evitar este caso, manifestó el embajador lo conveniente que sería
guarnecer la Toscana con tropas francesas, proyecto al que Carlos IV negó su
asentimiento, enviando en vez de la guarnición imperial cinco mil hombres bajo
el mando de D. Gonzalo Offarril. Esta resolución evitó por el pronto el
inconveniente de dejar la Etruria en manos del emperador; pero produjo otro en
cambio, cual fue acostumbrar a España a desmembrar sus ejércitos, destinando
una parte de nuestras tropas a países extraños.
Coronado después José Bonaparte como rey de Nápoles, exigió
Napoleón que Carlos IV le reconociese, por cuyo motivo se originaron gravísimos
debates entre las dos cortes, sin que el emperador consiguiese lo que de
nuestro rey pretendía. Carlos en efecto se negó a reconocer al nuevo monarca,
no pudiendo resolverse a hollar los respetos debidos a la sangre y a la
religión del parentesco; y esta conducta que tan en armonía se hallaba con su
carácter de buen hermano y de excelente amigo, le hizo tanto honor a él como al
favorito, que identificado con el rey en esta cuestión, estaba muy lejos, como
ya hemos dicho, de hallarse vendido el emperador de los franceses.
Este se irritó fieramente con la negativa de Carlos; pero
ocupado en sus preparativos de guerra contra Prusia, guardó su resentimiento
para más adelante, contentándose entonces con decir : «si Carlos IV no
quiere reconocer a mi hermano por rey de las Dos Sicilias, su sucesor le
reconocerá.» Estas palabras encerraban una amenaza terrible, y estaban
acordes con la bastarda conducta del emperador, que inclinándose pocos días
antes a hacer la paz con los ingleses, les propuso resarcir sus pérdidas en la
guerra con la isla de Puerto Rico o con la de Cuba, y al destronado rey de
Nápoles con las de Mallorca y Menorca. Unióse a todo esto la aparición por
aquellos días de multitud de escritos y folletos abortados por la prensa
francesa contra las dinastías borbónicas, incluyendo a la de España en sus furibundos
anatemas, y no disimulando el designio de atar definitivamente los destinos de
nuestro país al carro de Francia, completando la obra de Luis XIV. Semejantes
libelos publicados con aprobación de la censura imperial, no podía dudarse que
eran eco fiel de los sentimientos de Napoleón respecto a España. La obra basada
en el tratado de San Ildefonso iba a tener digna cima, siendo inútil el
sacrificio de tantas condescendencias tenidas con el emperador. Carlos IV y su
favorito abrieron entonces los ojos, como si hubiera sido necesario esperar a
hacerlo tan tarde, cuando se necesitaba tan poca perspicacia para haber conocido
mucho antes las ulteriores miras de aquel hombre. En efecto, ¿cómo pudieron
confiar en él un solo momento los que vieron la felonía con que procedió a la
venta de la Luisiana? ¿Cómo no consideraron que aquel acto era naturalmente
precursor de otros en el mismo sentido, siempre que se ofreciese ocasión oportuna
para ello?
El monarca, pues, y su favorito abrieron los ojos, pero los
abrieron tarde; y el modo con que el segundo intentó romper las redes en que
tan espantosamente se veía envuelto, de todo tuvo menos de afortunado o de
político. Habiendo llegado las cosas al deplorable extremo en que se veían, es
indudable que no había medio entre sucumbir cuando a Napoleón le placiese o
poner a España en un pie respetable de defensa para hacerle frente con éxito,
acompañando esta medida de la no menos necesaria de hablar con claridad al país,
que para tomar repentinamente las armas debía ante todo ser informado del
peligro en que independencia se hallaba. Sin esta previa circunstancia se
corría el riesgo de malograr una empresa poco justificada en la opinión; y
tanto mas existía ese peligro, cuanto siendo esta favorable al emperador de los
franceses, y habiendo contribuido el gobierno a ratificar entre nosotros la
ventajosa idea en que se le tenía, el principio de un éxito venturoso debía
consistir precisamente en neutralizar esa misma idea, poniendo patentes los
motivos que obligaban a nuestros gobernantes a obrar en sentido diametralmente
opuesto a la política seguida hasta entonces, so pena de considerar el pueblo
español cualquier cambio que en ella notase como efecto único y exclusivo de la
veleidad del privado. Y aun con todas estas precauciones no por eso carecía la
empresa de riesgos. El príncipe de la Paz era sobrado impopular en aquella
época para que sus palabras fuesen escuchadas con el interés que nuestra
terrible crisis exigía. El que debía hablar era Carlos IV, no el hombre a quien
se acusaba (prescindamos ahora de si con razón o sin ella) de todos los
desaciertos cometidos. Esta última circunstancia era sin duda la más fatal de
todas. El valido de Carlos IV había llegado al extremo de tener prevenida
contra si la opinión pública de una manera tan lamentable, que aun dedicándose
con todo el ahínco de que la naturaleza le hubiera hecho capaz a realizar la
idea mas patriótica o más beneficiosa al país, habían de ser mirados sus pasos
con la prevención más odiosa y más opuesta por lo mismo al resultado apetecido.
Con D. Manuel Godoy al frente de los negocios era imposible en 1806 hacer el
bien del país, aun cuando el privado hubiera sido un genio, que no lo fue. Uno
de los hechos que prueban con más evidencia el atolondramiento con que
generalmente procedía en sus resoluciones, es cabalmente su inconcebible
conducta en el rompimiento con el emperador de los franceses en la época de
que hablamos. El deseaba el bien sin duda alguna, y nosotros nos complacemos
en reconocerlo así; pero es difícil concebir una calaverada más insigne que la
de la proclama del 6 de octubre, con la cual no parece sino que quiso demostrar
hasta la evidencia no haber nacido para otra cosa que para echar a perder
cuantos negocios de consecuencia tuviesen la desgracia de caer en sus manos.
Decidido el príncipe de la Paz a romper las hostilidades con
Francia lo primero que hizo fue persuadir a Carlos IV de la necesidad en que se
veía de proceder a un paso tan atrevido, habiéndole costado a aquel no poco
trabajo, según él mismo manifiesta en sus Memorias, atraer al monarca a semejante
cambio de política. Considerado el entrañable afecto que Carlos profesaba a sus
parientes, creemos que la dificultad en decidirle a romper con Napoleón sería
muy poca, o ninguna tal vez; pero el modo de proceder al rompimiento era asunto
demasiado grave para no sujetarlo a discusión, y esto sería lo único que le haría
vacilar, haciéndole temer por la suerte de la monarquía, si llegaba a
desgraciarse el negocio. Como en el asunto de que hablamos no tenemos más datos
que los que nos proporciona el mismo príncipe de la Paz, nos vemos precisados a
atenernos a lo que mas verosímil nos parezca en sus aserciones, formulando
nuestro juicio sobre aquel gravísimo acontecimiento, con arreglo a lo que se
desprende del carácter del monarca y del valido, y de las circunstancias de la
época. Aceptamos por lo mismo la narración del autor de las Memorias en cuanto
sirve para ilustrarnos acerca de lo principal de un hecho que por el mismo
secreto con que se elaboró, por decirlo así, no ofrece al historiador fuente más
a propósito a que recurrir que el mismo a quien se reconoce como su principal
autor; pero como quiera que en otros hechos de tanta gravedad como este no
hayamos visto a D. Manuel Godoy enteramente acorde con la verdad en todas las
circunstancias que los constituyen, nos reservamos el derecho de recurrir a
nuestro propio criterio para distinguir en su narración lo que nos parezca
real y efectivo de lo meramente gratuito o destituido de fundamento racional.
Esto supuesto, y atendido, como hemos dicho, el carácter de Carlos IV en lo
que loca al parentesco, insistimos en que las dificultades en atraerle el príncipe
de la Paz a la ruptura con Francia debieron ser muy pocas, o poco menos que
nulas. Pero el caso, repetimos, exigía circunspección y reserva, porque
cualquiera paso menos meditado que en él se diese podía es poner la nación a su
última catástrofe. Carlos IV, en consecuencia, encargóaá su favorito que no
abriese negociaciones positivas con potencia alguna que pudieran
comprometernos con Francia en el caso en que las diferencias del emperador con
Prusia llegasen a ajustarse, como no parecía imposible.
La resolución definitiva de Carlos IV dependía, pues, del
éxito que pudieran tener las negociaciones pendientes entre los gabinetes de
París y Berlín; y como la cuarta coalición no hubiese cuajado todavía, se
estaba nuestro rey a la capa, y su favorito con él. Recibiéronse entretanto
noticias de la inevitable proximidad de una nueva liga en el Norte, en la cual
entraban Rusia, Suecia y Prusia, preparándose esta última a romper
definitivamente con el emperador de los franceses, y a vengar los ultrajes que
de él tenia recibidos; noticias que adelantaron la irresolución de nuestra corte,
que veía en aquel acontecimiento la coyuntura más favorable para disponerse a
entrar en campaña también. La llegada a Madrid del nuevo enviado de Rusia el
barón de Strogonoff, provisto de poderes amplios para entenderse con nosotros,
empeñó del todo a Carlos IV a seguir adelante en el proyecto concebido, si bien
procediendo con la misma reserva en cuanto le fue posible. Strogonoff venía
plenamente autorizado por el emperador de Rusia para pactar terminantemente en
su nombre la obligación de no tratar de paces con Francia, sin intervención de España,
y de no soltar las armas de la mano mientras pudiese sernos necesaria su
cooperación. Aceptada esta condición por el príncipe de la Paz (aceptación que
se opone a la aserción en que dice el autor de las Memorias haber ceñido toda
su diplomacia con el barón de Strogonoff a conciertos y convenios puramente
hipotéticos), y habiendo convenido con el encargado de Rusia a proceder en
aquel asunto sin hacer sonar a España en notas ni en tratados con las demás
potencias , «se encargó Strogonoff de dirigir las demás cosas hasta después de
hacerse la ruptura; y de su cuenta fue también haber de procurarnos los
suplementos necesarios a los gastos de la guerra, ya fuese por empréstitos en
países extranjeros, ya incluyéndolos bajo mano en los subsidios con que debía
asistir a Gran Bretaña, a Rusia y a Prusia.»
Como no era posible la ruptura con Napoleón mientras durasen
nuestras hostilidades con Inglaterra, trató D. Manuel Godoy de ponerles término,
proponiendo al gabinete británico la cesación de la lucha de una y otra parte,
y pidiendo además la restitución de los caudales que en 1804 nos fueron
apresados. En medio de su íntimo anhelo por ver unidas para la empresa
proyectada las armas de una y otra nación, creyó no obstante deber proceder en
las negociaciones con cierta reserva y desconfianza, para evitar el duro
compromiso en que podríamos vernos si llegando a transigirse las diferencias
de Francia con sus enemigos del norte, acertaban los ingleses a revelar nuestro
secreto. El cargo de instruir verbalmente al gobierno británico acerca de
nuestras intenciones pacíficas, fue confiado, a lo que parece, al
célebre D. Agustín Argüelles, el cual salió para Londres a últimos de
setiembre de 1806. Argüelles, sin embargo, ignoraba los tratos en que el
príncipe de la Paz estaba con Strogonoff, habiendo sido grande el cuidado del
valido en tenerlos secretos; y lo único que se le dio a entender fue, según
manifiesta el conde de Toreno, que era forzoso ajustar paces con Inglaterra,
si no se queria perder toda la América, en donde acababa de tomar Buenos Aires
el general Beresford. El príncipe de la Paz manifiesta que no recuerda la
existencia de la comisión dada a Argüelles; pero no la niega tampoco, si bien
acusa de mentiroso al conde de Toreno en lo que dice relación al motivo que se
supuso al enviado, de que España quería la paz por el temor de perder América.
«¿Qué habría hecho Argüelles con decir esto en Londres?» pregunta el autor de
las Memorias. Pero claro está que si al enviado se le dijo eso, fue por
hacérselo creer así, no para que él lo manifestase al gobierno inglés. Esta
reflexión nos inclina a creer que la narración del conde de Toreno es
verídica; pero sea lo que quiera de aquella comisión a medias, su resultado
vino a ser ninguno, toda vez que la proclama del príncipe de la Paz obligó a D.
Agustín Argüelles a desistir de su encargo, no sabiendo el enviado a qué
atribuir la intempestiva aparición de aquel documento.
Contando el valido con el apoyo de la Rusia, y confiando a
Strogonoff la dirección de aquel negocio, preparó con él y con el embajador de
Portugal el sistema de agresión que creyó más conveniente contra Francia. El
rompimiento, dice el general Foy, debía tener lugar en el momento en que Rusia
comenzase la pugna en el norte de Europa, guardándose por nosotros todo el
arte y toda la cautela posibles en los preparativos de guerra, a fin de
distraer o desconcertar la atención de Francia. Portugal debía ponerse en pie
de guerra para que España al levantar sus tropas pudiese hacerlo con el pretexto
de oponerse a los armamentos de Portugal. Mientras tanto debían reunirse
algunas expediciones en los puertos de Inglaterra, y luego de repente, en un
momento decisivo, mostrarse en el mediodía de Francia una fuerte armada
española y portuguesa, apoyada por tropas de Gran Bretaña y por medios
marítimos, dando un golpe inesperado en la parte del territorio francés donde
con áas seguridad pudiera hacerse con menos medios de defensa por parte del
enemigo.
Tales eran los planes que se cocían en el gabinete del
príncipe de la Paz cuando de repente, sin haberse comenzado a ponerlos en
ejecución, ni haber el gobierno tomado una sola medida para procurarse hombres
y dinero, dio el valido la siguiente proclama, comparada con razón por el
general Foy al rayo que en las regiones del mediodía suele a veces desprenderse
repentinamente de lo alto sin ninguno de los síntomas que previamente le
anuncian, y cuando apenas existen en el horizonte algunas ligeras nubecillas.
«En circunstancias menos arriesgadas que las presentes han
procurado los vasallos leales auxiliar a sus soberanos con dones y recursos
anticipados a las necesidades; pues en esta previsión tiene el mejor lugar la
generosa acción de súbdito hacia su señor. El reino de Andalucía, privilegiado
por la naturaleza en la producción de caballos de guerra ligeros; la provincia
de Extremadura , que tantos servicios de esta clase hizo al señor Felipe V,
¿verán con paciencia que la caballería del rey de España esté reducida e
incompleta por falta de caballos? No, no lo creo; antes sí espero que del mismo
modo que los abuelos gloriosos de la generación presente sirvieron al abuelo de
nuestro rey con hombres y caballos, asistan ahora los nietos de nuestro suelo
con rendimientos o compañías de hombres diestros en el manejo del caballo, para
que sirvan y defiendan a su patria todo el tiempo que duren las urgencias
actuales, volviendo después llenos de gloria y con mejor suerte al descanso
entre su familia. Entonces sí que cada cual se disputará los laureles de la
victoria: cual dirá deberse a su brazo la salvación de su familia; cual la de
su jefe; cual la de su pariente o amigo, y todos a una tendrán razón para
atribuirse a sí mismos la salvación de la patria. Venid, pues, amados
compatriotas: venid a jurar bajo las banderas del mas benéfico de los
soberanos: venid, y yo os cubriré con el manto de la gratitud, cumpliéndoos
cuanto desde ahora os ofrezco, si el Dios de las victorias nos concede una paz
tan feliz y duradera cual le rogarnos. No, no os detendrá el temor; no la
perfidia: vuestros pechos no abrigan tales vicios ni dan lugar a la torpe
seducción. Venid, pues; y si las cosas llegasen a punto de no enlazarse las
armas con las de nuestros enemigos, no incurriréis en la nota de sospechosos,
ni os tildareis con un dictado impropio de vuestra lealtad y pundonor por haber
sido omisos a mi llamamiento. Pero si mi voz no alcanzase a despertar vuestros
anhelos de gloria, sea la de vuestros inmediatos tutores y padres del pueblo a
quienes me dirijo, la que os haga entender lo que debéis a vuestra obligación, a
vuestro honor y a la sagrada religión que profesáis. San Lorenzo el Real 6 de
octubre de 1806.—El príncipe de la Paz.»
Este documento en que se llamaba a la nación a las armas sin
designarle el nuevo enemigo contra quien iba a combatir, dejó a todos suspensos
y atónitos, no sabiendo a qué atribuir aquel inconcebible exabrupto. El barón
de Strogonoff quedó aterrado al ver aquella declaración intempestiva, y
Arguelles, por su parte, le metió mano a la comisión que se le había encargado.
Portugal se apresuró a destruir las señales que pudieran descubrir su
connivencia con España en aquel asunto; connivencia que le hacía aparecer
culpable a los ojos de Napoleón. Los agentes diplomáticos franceses y españoles
se preguntaron mutuamente en las cortes extranjeras si debían considerarse ya
como enemigos; y la división de cinco mil españoles, enviada a Etruria bajo las
órdenes de Offarril, tuvo más de un motivo para temer ser tratada hostilmente
por las tropas francesas esparcidas en Italia. Si el príncipe de la Paz hubiera
tenido mas seso o más paciencia para esperar el momento decisivo de declararse
contra el emperador de los franceses, hubiera podido acaso conseguir el objeto
que apetecía. Peleando Napoleón a tan larga distancia de su país, y teniendo
contra sí tanta multitud de obstáculos con que luchar para salir airoso de su
temerario empeño, es verosímil que si en el momento de sus mayores apuros y
cuando todavía se hallaban en pie delante de él los formidables ejércitos ruso
y sueco, hubiera España atacado el desamparado mediodía de la Francia después
de tomadas todas las medidas que figuraban en el plan convenido con Strogonoff,
la fortuna que tan propicia había mirado hasta entonces al guerrero coronado,
pudiera haberle mostrado su ceño de un modo harto significativo para no
obligarle a pensar seriamente en poner coto a sus colosales proyectos de
usurpación. La malhadada proclama echó por tierra este porvenir lisonjero, y
sin conseguir el favorito con ella el objeto a que aspiraba, no hizo mas que
comprometer a la nación, y empujarla con más violencia al precipicio que bajo
sus plantas se abría. El emperador vio claramente en este documento la mala disposición de ánimo en
que el gobierno español estaba con él; y una vez convencido de la necesidad en
que se hallaba de encadenar definitivamente un país que tan mal tercio podía
hacerle si en ocasión más oportuna para nosotros apelábamos de nuevo la guerra,
resolvió proceder a la sumisión de la Península desde el momento en que
desembarazado de la cuarta coalición pudiere llevar al otro lado de los
Pirineos el número suficiente de bayonetas para no sufrir un descalabro.
Godoy mientras tanto se hallaba muy satisfecho de su obra,
cuando a los pocos días de haber lanzado su belicoso manifiesto, llegó a Madrid
la terrible noticia de la batalla de Jena. Al ruido de semejante acontecimiento
quedó helada la sangre en las venas del rey, de la reina y del favorito; y
conociendo el último la indisculpable ligereza con que había procedido, se
apresuró con la misma precipitación a destruir los efectos de la proclama,
encargando a los capitanes generales, intendentes y obispos que la mirasen como
no existente. Los agentes del gobierno hicieron insertar en todas las Gacetas
de Europa artículos y escritos dirigidos a calmar la ira de Napoleón y el
golpe que a consecuencia de aquel documento pudiera descargar sobre España.
Unos decían que la proclama era apócrifa y forjada en Madrid por los enemigos
del gobierno: otros manifestaban que las intrigas de Gran Bretaña en Constantinopla
habían determinado al emperador de Marruecos a intentar un desembarco en
Andalucía al frente de cuarenta mil de sus súbditos, y que el manifiesto del
príncipe de la Paz no tenía otro objeto que invitar al país a rechazar los
infieles al otro lado del Estrecho: otros aseguraban, en fin, que el aumento de
fuerzas indicado en la proclama y las demás medidas de guerra insinuadas en
ella, se dirigían tan solo contra los ingleses, los cuales intentaban acometer
la Península con una escuadra poderosa. El príncipe de la Paz por su parte no
descuidaba los demás medios de calmar el enojo del emperador, y enviando al
duque de Frías a felicitarle por sus victorias, trató de disculpar su conducta
atribuyendo el documento en cuestión a la necesidad de oponerse al almirante
Jervis que había llegado al Tajo con una escuadra imponente y con numerosas
tropas de desembarco.
Decidido Napoleón a hacer su voluntad, pero difiriendo su
venganza para el día en que pudiera conciliarla con la política, aparentó creer
las disculpas del príncipe de la Paz, lo cual no impidió que en una entrevista
que tuvo en Berlín con nuestro embajador en Prusia D. Benito Pardo, le
manifestase alguna que otra queja expresada estudiosamente con el tono de la
amistad y del cariño. Esta conversación es notable por el profundo disimulo
con que Napoleón supo paliar su ira, y el príncipe de la Paz la refiere en los
siguientes términos:
—«Dio principio el emperador pidiéndole (a Pardo) noticias de la salud del rey, y expresando sus votos de que viviese mucho
tiempo para ser como hasta entonces un
vínculo de paz entre España y el Imperio y su aliado más seguro, el más
constante, y el primero de todos en su afecto. Pardo le contestó en el mismo
estilo; y acabada esta parte de lisonjas :
—«Sí, le dijo el emperador; V. ve que
voy adelante en conocer esa virtud genial y esa lealtad del rey de España:
vería su firma puesta en contra mía, y no podría creerlo y la tendría por
falsa. Tal es la persuasión en que me hallo de su amistad conmigo; pero quiero
decirle a V. y que lo escriba, que a esa amistad tan verdadera que me profesa
Carlos IV hay una mala especie de polilla que trabaja en carcomerla. Ese
gusano es un temor mal entendido, una cierta desconfianza que reina en vuestra
corte sobre mi política. Se me tiene por ambicioso y no lo soy; mis enemigos
solamente me han hecho parecerlo. Años van; muéstreme el que pudiere algún
amigo mío a quien hubiere yo dañado: lejos de ser así, con mis amigos y aliados
reparto yo mis triunfos. Tiempo hay ya que España pudiera reinar sola en la
Península; ella no lo ha querido. Portugal debía ser suya, yo se la hubiera
dado; ella sería más poderosa, y a mí me habría quitado muchas inquietudes. Muy
satisfecho estoy por sus esfuerzos y sus heroicos sacrificios en la guerra
marítima; mas yo a mi vez la he contemplado, no exigiéndole que concurra a las
del continente donde me ataca Inglaterra harto más que en los mares, donde
ella sola es quien pelea. Austríacos, rusos, prusianos y suecos, cuantos me han
combatido antes de ahora o me combaten al presente, son ingleses, pues por
ellos son pagados. Y en verdad, señor embajador, que si Francia sucumbiera en
esta lucha, sucumbiría también España y no seria su parte la menos dolorosa.
Todos mis aliados, a excepción de la España, pelean entre mis filas, mientras
que ustedes gozan las dulzuras de la paz en sus hogares y la están disfrutando
hace más de diez años, siendo Francia su muralla contra todos los movimientos
de la Europa, sin ahorrar su propia sangre, sino vertiéndola a torrentes en
estas guerras inhumanas que nos promueve Inglaterra. Esto conviene que se entienda
y agradezca en vez de dar oídos a las sugestiones pérfidas de ese gobierno
maquiavélico... No, no se extrañe V.; estoy hablando como amigo; no ignoro
nada, señor Pardo; los ingleses son los autores de esas desconfianzas y esos
miedos que se infunden a España; yo sé cuánto se afanan al presente por moverla
en contra mía, y conozco bien el instrumento que han hallado tiempo hace en el
partido del príncipe heredero. ¿Será posible que lo logren, y que el príncipe
de Paz, por hacer con él las amistades, sacrifique España a Inglaterra.»
—«Que hay quien esparza, dijo Pardo, voces muy siniestras para
turbar los ánimos, yo no sabría negarlo; que los autores de ellas sean los
ingleses o partidarios suyos, aunque en España son muy pocos los que tienen,
sería muy posible; que se acojan en el palacio por el príncipe de Asturias,
ruego a V M. que no lo crea por más que lo hayan dicho : S. A. no se mezcla en
cosas del gobierno. En cuanto al príncipe de la Paz, podré decir a V. M. que
lo conozco hasta lo íntimo, y que ninguna suerte de influencia, de donde quiera
que viniese, sería capaz de someterlo a Inglaterra.»
—«¿Pero V. no ha leído su proclama?, replicó Bonaparte.
¿Ignora V. que se ha mandado hacer un armamento extraordinario?»
—«Señor, respondió Pardo, mis encargos e instrucciones me dan
sobrada luz para explicar esa medida: la proclama no la he visto. La presencia
del lord San Vicente en Lisboa con una escuadra numerosa debió alarmar a
nuestro gobierno en sumo grado, y la repulsa pronta, vigorosa que sufrió la
Inglaterra de ambas cortes de Madrid y de Lisboa, ha debido hacer temer que el
ministerio inglés intente con las armas lo que no ha podido con negociaciones.
En Falmouht, en las dunas de Buckland y en otros puntos se están juntando
grandes fuerzas. Se habla principalmente de dos expediciones, una de ellas al
mando de sir Arturo Wellesley, la otra al de sir Jorge Prevost, y han corrido y
aun corren voces muy validas de que se disponen contra la Península. En
Deptford se reúnen por millares los caballos y se embargan o ajustan por tres
meses los buques de transporte, cuantos puedan ser habidos, sin acopiar forrajes.
Mis encargos más urgentes son inquirir noticias sobre el destino de estas
fuerzas. ¿Será extraño que nuestra corte, encontrándose ahora sola, y V. M.
aquí empeñado, tome grandes medidas de defensa?»
—« Sí, todo es verdad, replicó el emperador; mas la proclama
es muy equívoca. Podrá ser como V. dice, y podrá ser también como hace pocos
meses, que figurando armar a Prusia contra mis enemigos, después se unió con
ellos para hacerme a mí la guerra. A nadie ofendo en recelarme, señor Pardo;
sin este mate que aquí he dado, al Austria misma escarmentada tantas veces, la tendría
otra vez en frente. España está muy lejos; se cruzan las mentiras; se escribe
que Francia está agotada; que Italia se encuentra sin defensa; que el mariscal
Masena ha muerto; que mi hermano huye a Roma; que a Marmont lo han destruido en
Dalmacia; que las derrotas de la Prusia han sido estratagemas para engreírme y
rodearme; que viene sobre mí medio millón de rusos, y que justicia será hecha sobre
Francia y de sus aliados. De este modo se hace la guerra por los que no
aventuran ni un soldado para venir a hacerme
frente.»
—«Lo mismo ha sido siempre, dijo Pardo, sin que por eso en
tanto tiempo nos hayan seducido los ingleses. ¿Qué motivo tendría España para
cambiar ahora de política?»
—«Hay otra especie de mentiras, siguió Napoleón, que podrían
emplearlas con suceso en vuestra corte. Se ha dicho y se ha vertido que entraba
en mis planes derribar a todos los Barbones; que miraba yo a España con
codicia, y que intentaba hacerla mía, y coronar en ella alguno de mi casa.
Llegada a ser creída tal especie, he aquí un motivo justo que tendría vuestro
gobierno para volverse mi enemigo. Con este fin se me han supuesto no sé qué
dichos o amenazas que descubrían este designio, como si en caso de tenerle no
lo hubiera yo guardado en mis adentros. Sucedió también que algunos
folletistas, pensando hacerme un obsequio sobre la cuestión de Nápoles,
atacaron a los Borbones y recordaron la política de Luis XIV acerca de España.
En cuanto yo lo supe, todos estos escritos fueron recogidos, y los autores de
ellos y los que permitieron publicarlos, tuvieron muy mal rato. Llegué también
a sospechar que mi embajador en vuestra corte se hubo de explicar con
indirectas de la misma especie cuando le fue negado el reconocimiento de mi
hermano. Por ustedes no lo he sabido; pero lo colegí de sus informes. Vuestro
gobierno no debió callarme esos excesos, si los hubo. Pero sin más que mis
sospechas, lo mandé retirar y he puesto en lugar suyo un hombre moderado y
conocido señaladamente por su antiguo afecto a los Borbones. Yo no he tenido
otro motivo para reemplazar a Beurnonville por Beauharnais. Yo no rehusó explicaciones
cuando debo darlas, y obrando de este modo tengo también derecho a que conmigo
se hable claro de la misma suerte. De otro modo no hay amistad ni podría
haberla. A nadie he suplantado todavía ni amigo ni enemigo: cíteme V. alguno
que se pueda quejar de esto. Para aumentar Francia no he usado nunca más
derecho que el que me da la guerra provocada por mis enemigos, y aun al usar de
este derecho he sido siempre moderado. ¿Cómo podría pensar en destronar a Carlos
IV, ni qué razón política podría estimarse superior a los oficios de amistad y
de correspondencia mutua que el uno al otro nos debemos? ¿Qué dirían de mí los demás
pueblos aliados, y quién querría contar conmigo en adelante ni fiar en mi
alianza? Después de esto, aun en política cometería un gran yerro si intentara
cambiar la dinastía española. ¿No haría yo entonces un servicio a Inglaterra,
desatando los lazos que unen vuestras Américas a sus antiguos reyes,
presentándole el plato deseado y abriéndole el comercio de aquel vasto
continente donde hasta ahora son odiados? ¿Y qué seria España sin la América más
que una carga inútil a Francia, un pueblo empobrecido y sin recursos que agotaría
nuestros tesoros y una parte de nuestras fuerzas para poder guardarla y
conservarla en nuestra dependencia, de cualquier modo que esto fuese o se
intentara hacerlo? ¿No está ahí Nápoles, que es tan grande como mi mano, y sin
embargo necesito distraer y consumir allí un ejército para domar las bandas
calabresas? ¿No sabría Inglaterra alimentar la misma guerra en vuestros largos
litorales, y sacar en lo interior igual partido de la indignación que causaría
el señorío extranjero? ¿Desconozco yo acaso vuestra soberbia nacional, el
influjo de la nobleza y el poderío del clero en vuestro pueblo? ¿Y ocupado yo
en someterle, me sería fácil defenderme aquí en el Norte en donde están mis mas
grandes enemigos? Si se me cree ambicioso, no se me crea insensato. Yo soy
amigo de España por deberes, por sentimientos, por interés mío propio, y por
política. Me parece que me he explicado con franqueza y con aquella noble
ingenuidad que le es dado poder usar al que después de todo está bien situado,
como yo me hallo, y sin temer a nadie.»
—«V. M. lo ha dicho todo, le contestó el embajador; y esas
mismas razones que adquieren en su boca la más grande autoridad con que podrían
corroborarse, han mantenido y mantendrán constantemente la amistad y la alianza
que se complace España de tener con un monarca tan glorioso. No es lisonja,
señor; callaría si no fuese así: V. M. a la cabeza de Francia en tan supremo
grado de poder como el que ha merecido de su pueblo y ha asegurado con sus
armas, no goza en ella más afecto que el que le tiene la España como su aliado.
No es lisonja tampoco si le digo que este precioso título aumenta la soberbia
nacional del pueblo castellano que V. M. ha mencionado. Caminar al lado suyo y
al lado de Francia, no como un pueblo sometido, sino de igual s igual, no
mandado por la victoria, sino espontáneamente, de suyo y no por orden, es para
España un lauro nuevo en este siglo, de que hay muy pocos pueblos que puedan
alabarse. Si V. M. oyera referir sus hechos y sus triunfos hasta en las
rústicas cabañas con el mismo interés y el mismo aprecio que en la corte,
conocería más ampliamente la devoción que se le tiene entre nosotros, la buena
fe española. Tanto como fue el ardor que se mostró en España en los primeros días
de la república cuando vio que peligraba el trono de sus reyes, la inmunidad de
sus altares y su existencia independiente, tan grande es al contrario el que
hoy se nota en ella por el restaurador del régimen monárquico y del principio
religioso. V. M. no tiene mejores aliados que los españoles, porque lo son por
reflexión, de propia opinión suya, no impuesta ni imbuida, sino salida de ellos
mismos, sin que se encuentre en su amistad ningún achaque de temor o
servidumbre. Cualquiera otro menos cuerdo que V. M. o menos advertido de la
índole española, habría tal vez gastado estas disposiciones tan gratas y
sinceras, ambicionando su dominio y haciendo verosímiles las voces que ha
esparcido la imprudencia o la malicia. Tales voces, yo lo confieso, podrían
haber turbado este feliz acuerdo y esta unión tan estrecha que reina entre
ambas cortes: convertidas en realidades habrían ocasionado el alzamiento entero
de España, sin que el gobierno mismo hubiera ten ido poder para contenerlo. En
las masas del pueblo el sentimiento nacional no es menos vivo que en Francia, y
en tratándose de llevar un yugo extraño…»
—«¿Mas para qué recargar (dijo Napoleón interrumpiendo a
Pardo) el cuadro mismo que yo he hecho? De nada estoy más lejos que de querer
tocar la corona de España. Nadie respeta masque yo el carácter personal de Carlos
IV; nadie conoce tanto ni tiene en más estima las virtudes y el valor del
pueblo castellano: en Trafalgar se han visto, sin irlas a buscar en tiempos más
remotos. Mas no por esto piense V. que llegada una extremidad, lo que jamás
suceda, ninguna de las cosas que yo he dicho y que V. podría decirme bastarían a
arredrarme si se ofreciese un caso como en Nápoles. Como quiera que sean los
pueblos, que al fin todos se parecen mas o menos, hay medios ciertos de
vencerlos sin más que variar con cada uno la política y la táctica. Yo he hecho
la guerra en el Egipto de distinta suerte que ahora en Prusia, y en Italia de
otra manera de como se pugnaba en Alemania... Pero no hablemos más de guerra.
Ni yo pienso que se me haga por parte de España, ni es su interés hacerla.
Escriba V. no obstante. Esta conversación que hemos tenido deseo yo que vaya
entera a vuestra corte; y supuesto que yo no dudo de la amistad de España,
derecho tengo de exigir que de la mía no queden dudas ni las mas remotas.
Escriba V. también a su amigo el de la Paz : su posición es tal, si no la
desampara, que la historia podrá ponerle un gran renglón para él tan solo, y es
el de haber librado su país de las revoluciones y las guerras que han desolado
en todas partes a las demás naciones. Añada V. que no sea ingrato, porque esa
posición yo se la he hecho en mucha partes, contemplando a España cual no he
llegado nunca a contemplar ninguna otra potencia de Europa. En la guerra de
Portugal se hizo lo que él quiso, no lo que yo quisiera. Rota la paz de Amiens,
consentí que España quedase neutral, y me privé por complacerla del poderoso
auxilio que pudieron haberme dado sus escuadras todo el tiempo que le fue
posible mantenerse en paz con Inglaterra. Cuando llegó su desengaño, e
Inglaterra, no Francia, la obligó a la guerra, yo abrí mis brazos a España, y
ella vio patentemente que su seguridad y su decoro dependía de la unión de sus
armas con las nuestras. He llevado con paciencia cuantas repulsas se me han
hecho a muchas peticiones y demandas razonables dirigidas de mi parte, y no he
mostrado enojo. España ha sido para mí como una dama que me podía tener algún
amor; pero al modo de una coqueta y de una melindrosa, ávara de sus gracias y
favores. Todo esto lo he sufrido porque veía al mismo tiempo un cierto fondo de
lealtad y buena fe que me hacia olvidar las demás cosas. Y dígale, además, como
un aviso de mi parte, que si desea vivir seguro no transija de ningún modo con
la opinión de sus contrarios. Ni el príncipe heredero ni la facción que lo
gobierna harán con él las paces, por más que se someta a su influencia; su
perdición es cierta si cambia de política. El objeto de la facción es
despeñarlo en un abismo. El día que yo quisiera se pondrían después de mi lado
y dejarían a Inglaterra para perderlo. Escriba V. también que mi ambición no es
más que el ansia de arribar a las paces generales y de quitar en todas partes
los estorbos que me oponga a Inglaterra contra este fin tan deseado; que las
mudanzas que yo hago y podré hacer en adelante son forzosas para cumplir este
propósito; que atacaré en Europa cuanto se opusiese a esta gran necesidad del
continente; que voy tras de una liga universal contra Gran Bretaña; que cuento
con España para hacer entrar en esta liga a Portugal por la razón o por la
fuerza; que solo en este objeto me encontrará exigente, y que por lodo lo demás
mis intenciones hacia ella son que figure por sí misma como una gran nación
independiente, amiga de Francia y no su esclava. Escriba V. en fin lo que ya
ha visto de esta guerra con los que me querían hacer volver a Francia
contándome los tránsitos y señalando las etapas. Bajo mi palabra no tema V.
decir que la segunda parte de esta guerra, dado que se comience, tendrá el
mismo resultado; que la paz no está lejos y otra cosa no más; que seria mejor visto en la política de España no
aguardar, pues ya es tiempo, a que mis enemigos mismos reconozcan a mi hermano
el rey de Nápoles, antes que ella, mi verdadera amiga y aliada, lo haya hecho»
Las palabras del emperador revelaban un profundo conocimiento
de nuestras cosas y del carácter del monarca y de su privado; y en medio de la
posibilidad de una invasión con que el jefe de Francia amenazaba a la Península
si el gobierno español volvía a subírsele a las barbas, mostraba sin embargo
un acento tan conciliador y amigable que no había más que pedir. De esta
manera, mezclando hábilmente la amenaza con la lisonja, y aparentando darse
por satisfecho con las explicaciones de Pardo, su conversación se redujo en
último resultado al único objeto que podía serle útil, mientras sus enemigos
del norte subsistían en pie, el de ganar tiempo, teniendo a raya a nuestros
gobernantes y adormeciéndolos en el seno de la confianza. Napoleón conservaba
entonces, en medio de sus arrebatos guerreros, toda la calma y toda la sangre
fría necesaria para dar tregua a su irritación hasta el momento en que pudiera
hacerla estallar con menos peligro de su parte. La fortuna y el poder no habían
trastornado su cabeza en los términos que lo hicieron más adelante, cuando
creyéndose omnipotente en Europa y juzgando a la fortuna incapaz de volverle
un día la espalda, se aventuró a tentarlo todo a la vez, jugando a un dado su
suerte y la de su colosal imperio.
Pardo escribió a Carlos IV, según manifiesta el príncipe de
la Paz, la conferencia que con el emperador había tenido; y fascinado el
monarca con la moderación de aquellas expresiones, se entregó a la confianza más
ciega y a la sumisión más absoluta. El valido por su parte, temeroso siempre
del enojo de Napoleón, no vio otro remedio para salir del laberinto en que
momentáneamente se había metido, que adular al emperador, sometiéndose
resignadamente a todas sus exigencias, siendo la primer consecuencia de este
nuevo cambio de política el reconocimiento de José Napoleón por rey de Nápoles,
y el sacrificio de Portugal la segunda. España desde entonces quedó convertida
definitivamente en sumisa esclava del guerrero coronado, aserción en que
conviene el mismo príncipe de la Paz, pues convenir en ella es decir haber sido
aquella la época en que nuestra alianza con Francia comenzó a hacerse
dependencia; «si bien, añade, no fue esta dependencia tan absoluta y tan
tirante como en las demás potencias que rodaban ya de antes, o entraban
nuevamente en el sistema planetario del imperio.» Al príncipe de la Paz debe
serle permitido hacer cuanto de su mano dependa por no recargar con un colorido
sobrado lúgubre el repugnante cuadro de la abyección que en los últimos días de
su poder vino a ser pensión de España.
El año 1806 habia presenciado un cambio de bastidores en la
política de Don Manuel Godoy, y estaba condenado a presenciar otro en la marcha
de los Fernandistas. El partido de Escoiquiz, tan adherido como se había
mostrado a Inglaterra mientras el valido se hallaba a la devoción de Francia,
se afrancesó definitivamente desde el momento en que vio al favorito desear la
guerra contra el emperador. Los partidos no reparan en medios cuando tratan de sus
fines. Esta gran mudanza en la bandería enemiga del príncipe de la Paz se debió
en su mayor parte a la muerte de la princesa María Antonia, que espiró en mayo
de aquel año, víctima de una maligna tisis que la hizo bajar al sepulcro en la
flor de su vida. La princesa dijo antes de morir que solo sentía ir a la tumba
sin haber tenido tiempo para formar el corazón de su esposo. Este, que la amaba
entrañablemente, quedó lleno de consternación. Los enemigos del príncipe de la
Paz hicieron esparcir la voz de que la princesa había muerto envenenada de
orden del favorito, calumnia que prueba solamente el reconcentrado odio con que
se le miraba. El canónigo Escoiquiz, servidor jurado de la política inglesa
mientras existió aquella señora que tan ardientemente seguía su empeño de comunicar
por medio de su madre a los ministros británicos cuantas noticias le era dado
adquirir en la corte de España, creyó conveniente cambiar de rumbo cuando vio a
Godoy decidido a romper con Francia; y rindiendo culto al emperador desde
entonces, llevó adelante su nueva política con la misma perseverancia con que
antes había seguido por el camino opuesto. Sus alaridos y los de su facción
contra la proclama del valido fueron tan justificados en la opinión pública
como funesto era el resultado que por último debían producir. La guerra era ya a
muerte, y una especie de mano infernal parecía complacerse en convertir contra
el privado los mismos elementos que creía a propósito para poner sus miras en
práctica. Y en efecto, ¿quién hubiera podido sospechar que llegado el caso de
haber de romper con Francia, contra la cual se hallaba tan mal animado el
partido de Escoiquiz, había de dar este una vuelta tan chocante y tan en
contradicción con su anterior conducta? Así fue sin embargosiendo el resultado
de este cambio preparar de un modo definitivo el triunfo de Napoleón, en cuyo
obsequio trabajaban todos sin saberlo, llevado cada cual de miras distintas. El
objeto real del partido de Fernando era derribar al valido; pero los medios de
que echó mano para conseguirlo no sirvieron sino para derribarle a él también,
y con él a la desventurada nación que tenía la desgracia de ser el teatro de la
discordia.
El príncipe Fernando que se había mostrado inactivo hasta
entonces, comenzó a entrar en la escena política de un modo ostensible,
presentando a su padre un anónimo que dijo haber hallado en su cartera, en el
cual, al paso que se elogiaba la buena intención del favorito en sus designios
de romper con Francia, se impugnaban no obstante sus medidas como
impracticables, mentidas las fuerzas con que contaba el emperador para
contrastar el proyecto. Otros varios anónimos se dirigieron también a Carlos
IV, en los cuales se referían actos ignominiosos atribuidos al privado, y se
le desconceptuaba ante el rey por la marcha política que había seguido con las
naciones extranjeras. ¿Qué debió hacer el monarca viendo el odio incesante que
se atraía su hechura, y viendo juntamente la calaverada con que en la proclama
había procedido? Fácil es concebir que el único remedio, si es que lo había ya,
a tan graves y complicados males, consistía en la separación definitiva del
privado; pero lejos de proceder el monarca a tan saludable medida, creyó mas
oportuno elevarle al último apogeo de grandeza y a toda la plenitud del poder,
nombrándole en 13 de enero de 1807 protector del comercio y almirante de España
e Indias con el tratamiento de Alteza Serenísima, título que ningún particular había
obtenido hasta entonces, habiendo sido los únicos merecedores de esta
distinción los hijos naturales de Carlos V y de Felipe IV. Era esto acabar de
desesperar al príncipe de Asturias, echándole un guante que recogió con ira
reconcentrada desde el rincón en que se le tenía olvidado. El favorito, como
tal Alteza Serenísima, hizo una especie de entrada triunfal en la corle en medio
de un inmenso concurso de gentes arrastradas por la novedad del espectáculo.
Habiéndose celebrado con el mismo motivo una serenata en que todos los músicos
de Madrid reunidos se dedicaron a festejar al agraciado, el príncipe Fernando
que asistía a la fiesta casi al lado de sus padres, manifestó a su hermano D. Carlos
el desconsolado afán de su alma al presenciar aquel festejo.
—«Así, le dijo, me
usurpa un vasallo mío el amor y el entusiasmo de los pueblos. Yo nada soy en el
estado, y él es omnipotente : esto es insufrible.»
—«No te incomodes, respondió
el infante; cuanto más le den, más tendrás muy pronto que quitarle.»
Esta
anécdota, referida por el mismo príncipe de la Paz, no necesita comentarios.
¿Cómo se atrevió el valido a arrostrar los peligros de un porvenir tan
borrascoso como el que en semejante posición le esperaba? ¿Sería que
creyese en su omnipotencia poderlos dominar, y dominar al malhadado príncipe y
a sus partidarios con él, encadenando además el resto de la nación a su libre
albedrio? Nosotros nos desatinamos en vista de tanta ceguedad y de tanta
miseria, no sabiendo de qué maravillarnos más, si del frenesí del monarca en
acumular honores sobre honores sobre la frente del antiguo guardia de Corps, o
de la insensatez de este en recibirlos de una manera tan escandalosa y cuando
menores eran sus títulos para merecerlos. Verdad es que el valido protesta
haber insistido de nuevo en retirarse de los negocios desde el momento en que
vio desmandada por el rey la guerra a que con la proclama le había
comprometido; pero los dichos son nada ante los hechos, y no es fácil que haya
entre nuestros lectores quien crea veraz la tantas veces repetida aserción del
autor de las Memorias.