CAPITULO XV.
          
          Planes y sucesos de la segunda
            guerra contra los ingleses hasta el combate de Trafalgar en octubre de 1805.
          
            
          
          Declarada la
            guerra a Gran Bretaña, se dedicó el príncipe de la Paz a procurar los medios de
            hacerla con honra, desplegando en ello notable energía y diligencia. Púsose en pie una parte de la milicia, recorriéndose para
            el reclutamiento del ejército a medidas desacostumbradas. Las compañías de
            granaderos y cazadores fueron separadas de los regimientos de milicias para
            formar las cuatro divisiones de Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Andalucía
            y Galicia. Creóse con el nombre de tercios, denominación
            con que se habían distinguido en otro tiempo las tropas españolas en las
            guerras de Italia y de Flandes, un cuerpo expedicionario de infantería y caballería,
            destinado a guardar la provincia de Buenos Aires. Reforzóse el campo de San Roque delante de Gibraltar, y se hicieron notables esfuerzos
            para poner las costas y puertos en estado de defensa, destinándose las
            compañías de milicias urbanas al servicio de estos últimos. Pero como Napoleón
            se habría probablemente opuesto al aumento de nuestras fuerzas terrestres, ni
            se presentaron estas en un pie de guerra completo , ni se las reunió tampoco.
            El gobierno fijó su atención en el servicio de la marina, invirtiendo en él sus
            tesoros con preferencia á lo demás. La diligencia fue tan grande, que el
            armamento quedó realizado en menos de tres meses, hallándose en el de marzo de
            1803 tres escuadras dispuestas a obrar, una en Cartagena, otra en Cádiz y otra
            en el Ferrol y la Coruña, sin contar las fuerzas que habían partido ya para
            América. Las tres escuadras componían un total de treinta navíos de línea, bien
            tripulados, a los cuales se aumentaron otros sucesivamente, siendo grande el
            valor y la pericia de los jefes y marineros a cuyo cargo se hallaban.
            
          
          A estos preparativos se unían los de Francia y Holanda, con
            cuyas armadas debía obrar combinadamente la nuestra, siendo hasta cincuenta los
            navíos franceses de que se podía disponer, con un número proporcionado de
            fragatas y buques menores; y once los holandeses, con quince fragatas o
            corbetas. Ningún siglo, dice el príncipe de la Paz, había ofrecido una fuerza
            tan poderosa como aquella que amenazaba en 1804 y 180o a la nación británica, a
            sumar la maravilla y el prestigio del feliz guerrero que estaba al frente de
            ella y de sus generales Noy, Soult,
            Lannes, Augereau y Davoust, que bajo de él debían
            mandar las tropas inflamadas de entusiasmo y ambiciosas de nuevos laureles.
            
          
          El proyecto de Napoleón, y el plan en consecuencia acordado,
            eran grandes. Tratábase de invadir Inglaterra,
            destinándose una flotilla al desembarco del ejército francés reunido en las
            costas de Picardía, Bélgica y Holanda, mientras una gran escuadra, imponente lo
            bastante para no ceder al enemigo, debía proteger la operación. Para poner en
            ejecución tan vasto proyecto, debíase ante todo
            distraer la atención de Gran Bretaña con expediciones verdaderas o aparentes
            que la obligasen a diseminar sus fuerzas para guardar las distintas posesiones
            que tenía en Europa, en África y en ambas Indias. Este pensamiento se elevó a
            una escala más lata después que nuestras escuadras se unieron a las francesas.
            En el mes de enero de 1805 salió de Rochefort el contraalmirante Missiessi con una escuadra de cinco navíos de línea, tres
            fragatas y algunos bergantines, llevando a bordo 3500 hombres de tropas a las
            órdenes del general Lagrange, un gran surtido de fusiles, un buen tren de
            artillería y toda clase de pertrechos. Esta escuadra tenía orden de dirigirse a
            las Antillas, rodeando en términos que no pudiese Gran Bretaña adivinar el
            verdadero punto de su dirección. Llegada que fuese a su destino, debía esperar
            allí cuarenta días a que se le reuniesen otras fuerzas; y si estas no llegaban,
            debía dar la vuelta a Europa. La escuadra francesa de Toulon debía salir
            simultáneamente con la de Rochefort, observando las mismas precauciones,
            dirigirse al estrecho para levantar el bloqueo de Cádiz, y reunida allí con una
            escuadra española, encaminar su rumbo a las Antillas y juntarse con la de Rochefort,
            atacar y destruir las fuerzas y colonias enemigas en aquellos puntos, y
            reconquistar la isla de la Trinidad de Barlovento: hecho esto, debían volverse
            juntas para el mes de junio, levantar el bloqueo del Ferrol, reunirse a otra
            escuadra española, encaminarse a continuación a Brest, y desbloqueado este
            puerto, reforzarse con la gran escuadra surta y aparejada en él, pasando después
            al canal de la Mancha, donde debía proteger la flotilla, y facilitar el desembarco
            en las playas inglesas.
            
          
          La escuadra de Rochefort llegó a la Martinica el 20 de
            febrero, habiendo conseguido burlar la vigilancia enemiga, y vencer los
            temporales. La de Toulon salió igualmente en el mismo mes; pero las tempestades
            la obligaron a volver al puerto. Componíase esta
            escuadra de once navíos de línea, siete fragatas y dos bricks al mando del almirante Villeneuve, a cuyo cargo debía estar el mando de todas
            las demás, y llevaba a bordo un cuerpo de tropas a las órdenes del general Lauriston. Habiendo vuelto a salir de Toulon el 30 de marzo,
            llegó a Cádiz el 10 de abril, y pudo haberse apoderado de la pequeña escuadra
            inglesa, que al mando de Sir Johon Orde se halla de apostadero delante de aquella ciudad; pero
            para esto hubiera sido necesario que Villeneuve, en vez de presentarse en el
            estrecho a la mitad del día, lo hubiera hecho de noche. Avisada del peligro la
            escuadrilla inglesa, evitó encontrarse con fuerzas tan superiores, y se dirigió
            hacia el puerto de Brest para reunirse a los navíos que lo bloqueaban. Esta
            falta del almirante francés no fue la única que le deslució en el discurso de
            aquella guerra.
            
          
          Hallábase en la bahía de Cádiz el inmortal Gravina desde el
            15 de febrero anterior, con orden de reunirse a la escuadra de Toulon en el
            momento que esta llegase. Villeneuve recibió en Cádiz un refuerzo de dos navíos
            españoles y uno francés, y de varios bergantines y corbetas, y siguió su rumbo
            al oeste en compañía de Gravina. Al día siguiente salió el resto de nuestra
            escuadra, compuesta de cuatro navíos, una fragata y otros buques inferiores,
            siendo tal su actividad y diligencia que llegó a la Martinica dos días antes
            que Villeneuve, por lo cual dijo este que la prontitud de la escuadra española
            en hacerse a la vela equivalió a una victoria. Las naves españolas y francesas
            se reunieron en Fuerte-Real el día 44 de mayo; pero no encontraron a Missiessi, el cual, habiendo pasado los cuarenta días de
            espera que tenia prefijados, había dado la vela para Europa, cargado de un rico
            botín, después de haber devastado varias posesiones inglesas en las Antillas.
            No fue posible, pues, la proyectada reunión de las tres escuadras en aquellos
            mares, debiéndose este accidente al inevitable retardo de la de Toulon en salir
            para su destino.
            
          
          Las escuadras de Toulon y de Cádiz, reunidas en Fuerte-Real
            de la Martinica, contaban al todo diez y ocho navíos, siete fragatas y varios
            bergantines, a los cuales se reunieron pocos días después dos navíos franceses
            y una fragata más, con algunas tropas. Después de haber descansado la escuadra
            combinada por espacio de veinte días, se decidió a atacar la roca del
            Diamante, punto que los ingleses tenían muy fortificado. En los tres días que
            duró el asalto rivalizaron en intrepidez y osadía nuestros marineros y soldados
            con los soldados y marineros franceses, habiendo sido un barco de la escuadra
            de Gravina con tropas españolas el primero que abordó el peñasco bajo el
            espantoso y mortífero fuego de los puestos ingleses. Verificado esto, y después
            de repetidas instancias y requerimientos hechos por Gravina al almirante
            francés, resolvió este dirigirse el 6 de junio á la reconquista de la isla de
            la Trinidad según estaba convenido; pero habiendo tenido el 9, por un barco
            inglés que apresó, noticia de la llegada de Nelson a las Antillas, se opuso a
            la prosecución de la empresa, siendo vanas las reclamaciones del general
            Gravina, que empeñado en llevarla adelante, hubo de resignarse al exagerado
            temor y a las superiores órdenes del jefe francés. Abandonóse,
            pues, el proyecto de reconquistar la isla en cuestión; y la escuadra combinada
            dio la vela para Europa con grave sentimiento de españoles y franceses, y muy
            particularmente del general Gravina.
            
          
          Nelson mientras tanto estaba en el colmo de la desesperación
            viendo huírsele aquellas naves en cuya persecución iba hacia ya cinco meses. El
            secreto de Francia y España fue tan bien guardado, y estaba tan ingeniosamente
            dispuesta la combinación del plan, que aquel célebre marino no pudo adivinar
            en todo ese tiempo la verdadera dirección de las escuadras enemigas. Unióse a esto un incidente ocurrido en el palacio de nuestros reyes al
              principio de la guerra, y de que el príncipe de la Paz da cuenta en sus
              Memorias, cual fue haber preguntado a este el de Asturias acerca de los planes
              de la guerra , del empleo de las fuerzas que se armaban en nuestros puertos y
              de su combinación con las francesas. No debiendo Godoy revelar secretos de tal
              importancia, y temiendo por otra parte la indiscreción de Fernando, le
              respondió «que los planes eran vastos, si bien podrían cambiarse según vinieran
              los sucesos; que la escuadra de Rochefort salía para las Indias Orientales, y
              que la de Toulon iría a Egipto, quietas las demás escuadras españolas,
              francesas y holandesas, y dispuestas para dar un golpe combinado cuando llegase
              el tiempo sobre Irlanda.» 
          Oída esta respuesta por el de Asturias, comunicóla al momento a su esposa, la cual, consecuente con
            el encargo que había recibido de escribir a su madre cuanto en materia de política
            le fuese dado averiguar, avisó a Nápoles lo que acababa de saber, pasando la
            noticia de esta corte a la escuadra de Nelson que estaba recorriendo las costas
            de las Dos Sicilias cuando Villeneuve verificaba su primera salida de Toulon.
            Este aviso engañoso hizo que el almirante inglés creyese que la salida de
            Villeneuve era realmente para Egipto, y de aquí la imposibilidad en que se vio
            de dar caza a los enemigos, puesto que mientras Nelson recorría con ese objeto
            la parte oriental del Mediterráneo, pasaba el estrecho la escuadra francesa, y
            reunida en Cádiz a la española, daba la vela para las Antillas. El almirante
            inglés supo al fin que la escuadra combinada había partido para las Indias
            Occidentales, y voló tras ella con inactividad incansable que tan
            admirablemente le caracterizaba; pero llegar a las Antillas y huir de aquellos
            mares la escuadra franco-española vino a ser todo uno, según hemos dicho.
            Nelson, pues, se dirigió tras ella, siendo tal su diligencia, que llegó al
            continente europeo algunos días antes que los enemigos a quienes perseguía. A
            su llegada a Gibraltar conferenció con el almirante Collingwood que cruzaba
            sobre Cádiz, envió avisos a los almirantes Cornwallis y Cálder, que bloqueaban el primero a Brest, y el segundo
            al Ferrol y la Coruña, y se dirigió después sobre Irlanda, en cuyos mares creía
            encontrar a los enemigos. Tal fue el término de los largos derroteros de Nelson,
            durante los cuales, y por espacio de más de siete meses, recorrió de aquí para
            allá la cuarta parle del globo, sin haber podido conseguir medirse con la escuadra
            combinada.
              
            
          Esta no pudo llegar al cabo de Finisterre hasta el 22 de
            julio, en cuyo día avistó a sotavento la escuadra inglesa del almirante Cálder, que reforzado a consecuencia de los avisos dados
            por Nelson con la escuadra del almirante Stirling que bloqueaba a Rocheford, tenia a sus órdenes hasta 16 navíos, y se dirigía
            a cortar la retaguardia de la combinada. Missiessi,
            viéndose sin enemigos al frente, salió de Rochefort con intención de unirse a Villeneuve
            o Gravina, si daba la fortuna de hallarlos; pero no pudo encontrarlos en
            ninguna parle. Villeneuve empeñó el combate con Cálder,
            ocupando el centro de la línea, y Gravina que mandaba la vanguardia, sin
            esperar el momento o señal de ejecución del general, viró a favor de una
            espesa niebla que le ocultó a los enemigos; pero conociendo éstos que si seguían
            de vuelta vendrían a parar en empeñarse con el todo de las naves españolas y
            francesas, viraron también al descubrir aquella maniobra. Gravina entonces
            rompió el fuego desde el navío Argonauta; donde tenia arbolada su
            insignia, embistiendo a Cálder, y estrechándole más y
            más cada vez, forzando siempre de vela, y escarmentando a un navío de tres
            puentes que se adelantó a sostener al almirante inglés; pero habiendo este continuado en su
              propósito de retraer siempre su retaguardia de la nuestra, formando como un 7
              muy abierto y reforzado en el ángulo, con objeto de presentar muchos navíos
              contra pocos, dos de los nuestros titulados el Firme y San Rafael que se
              hallaban en aquel punto, quedaron desmantelados en tales términos, que por
              estar a barlovento y no haberlos podido sacar a remolque, fueron a parar a la línea
              enemiga, arrollados por el viento y la oleada. La batalla duró desde las cuatro
              de la tarde hasta las nueve de la noche, sin haber cesado un momento la
              oscuridad producida por la niebla, la cual impidió a españoles y franceses
              manejarse por señales, y aprovechar la ventaja del viento. A la
                mañana siguiente se preparaba la escuadra combinada a un nuevo combate, cuando
                se vio huir la enemiga con bastante desorden, llevando cuatro navíos
                desarbolados, y desmantelados otros muchos buques. Villeneuve dio orden de
                darle caza; pero Cálder distaba ya cerca de dos
                leguas, y siéndonos contraria la mar, no era posible alcanzarle hasta muy
                entrada la noche. Llegada esta, se negó Villeneuve a continuar forzando velas  con lo cual dio tiempo a Cálder para alejarse más y más, siendo inútiles por lo mismo los esfuerzos hechos
                para alcanzarle en la mañana del 24.
                
          
          «Uno y otro almirante, Cálder y
            Villeneuve, fallaron a su patria (dice el príncipe de la Paz), el uno huyendo,
            el otro dejándole salvarse. Cálder fue puesto en
            Inglaterra al juicio de un consejo militar: su defensa consistió en probar que
            su escuadra estaba de tal modo maltratada el 23, que era cosa peligrosísima
            tentar otro combate. Masa pesar de la probanza que hizo de esto, y de ser un
            marino de cuarenta años muy honrosos de servicio, su conducta fue declarada
            reprensible. Napoleón, o por mejor decir su malísimo ministro de Marina, se
            mostró mas sufrido con el almirante Villeneuve, que
              debió haber sido reemplazado desde entonces; lo primero , por su pereza y su
              desidia; y lo segundo, que era más, por faltarle ya la confianza y el aprecio
              de lodos los marinos franceses y españoles que se ardían por el honor de los
              dos pabellones aliados como si fuesen uno solo. La victoria, en verdad, fue
              nuestra; pero incompleta y manca: para nosotros muy costosa, pues que perdimos
              dos navíos, pudiendo haberlos rescatado y haberse conseguido la derrota entera
              de la escuadra inglesa. No era por cierto un gran consuelo que semejante falta
              no hubiese sido culpa nuestra. Por más que fuese ajena, el efecto era el mismo
              y hacía temer para más adelante. Yo no dejé de hablar al alma sobre esto al
              embajador francés, y este no se excusó de escribir nuestras quejas a su corte.
              Pero Decrés era un amigo apasionado del almirante
              Villeneuve, y lo sostuvo tanto tiempo cuanto fue bastante para comprometer la
              gloria y la fortuna de las dos marinas aliadas.
              
            
          «A estos graves disgustos (continúa D. Manuel Godoy) quiso
            Dios añadirme un duro paso con el príncipe de Asturias. Me la tenía guardada, y
            hablando con S. A de los últimos sucesos de la armada, díjome asi: «.Pero Manuel, yo soy claro y tenia que decirte
              acerca de estas cosas. O á ti te
                engañan, o tú me has engañado. Me habías dicho de la escuadra de
                  Toulon que iría a Egipto.»—«Pero señor, le respondí, también le dije
                    a V. A. que podría variarse aquel acuerdo variando los sucesos.» «No , dijo
                    el príncipe de Asturias, porque desde un principio la escuadra de Toulon
                      salió para el océano.»—« V. A., repuse, se podrá acordar que la
                        escuadra salió dos veces, siendo fácil colegir que la primera vez pudo ser para
                        Egipto. Pero Nelson tuvo aviso de esto, y hubo de hacerse necesario variar
                        aquel propósito.»—«Bueno cuanto al Egipto, dijo el príncipe; pero
                          ninguna cosa de cuantas me dijiste ha salido verdadera. La verdad es que en
                          materia de gobierno yo no soy más que un tonto en palacio, y que a mi se me
                          trata como un hombre de escalera abajo. El príncipe heredero es un reflejo de
                          su padre y se merece igual respeto. ¿Le habrías mentido tú a mi padre?»—«
                          Señor, le contesté, jamás mentí a mi rey. V. A. lo será
                            algún día, y plegue a Dios tenga servidores tan fieles y leales como yo lo
                            estoy siendo con su augusto padre. V. A. tal vez lo entiende de otro modo. Al
                            que daría su propia vida por agradar a V. A., todas las demás cosas no son
                            nada. El remedio es muy fácil: yo deseo retirarme mucho tiempo hace, y no he
                            podido conseguirlo. V. A. podría ayudarme interponiendo su respeto como
                              un ruego que yo le he hecho, y que de corazón le hago a V. A.»—«Sí, replicó
                    el príncipe con una mala sonrisa, tú me querrías comprometer por ese medio , ¿no es verdad?....» Iba yo a responderle todavía; mas me dejó con la
                    palaba y se retiró. Tal carácter tomaba ya el palacio en aquel tiempo.
                    
          
          Después de la huida del almirante Cálder a consecuencia del combate de 22 de julio, entró la escuadra combinada en Vigo
            el 27, de cuyo punto salió el 31 para dirigirse al Ferrol y la Coruña, adonde
            llegó el 2 de agosto. Reuniéronsele allí quince navíos
            de línea, diez españoles y los restantes franceses, y se preparaba ya la
            armada a dirigirse á Brest, para, unida con la escuadra de este puerto,
            presentarse en el paso de Calais y proteger el desembarco del ejército francés
            en Gran Bretaña, según estaba concertado. Pero el gran proyecto de Francia y
            España estaba frustrado ya. La tercera coalición que hasta entonces había
            seguido a paso de tortuga, acababa de formarse definitivamente, cediendo Rusia
            y Austria a las instancias con las que Pitt las aguijoneaba desde hacía ya un
            año. Napoleón no pensó desde entonces en otra cosa que en dirigir sus fuerzas
            al Rhin para oponerse a los enemigos del continente,
            renunciando en consecuencia para más oportuna ocasión la invasión de Inglaterra.
            Pitt por su parte, habiendo conseguido distraer a Napoleón por medio de la guerra
            terrestre, dio la última prueba de habilidad amenazando verdadera o aparentemente
            las islas Baleares, las costas de Toulon y las de Italia y Nápoles, dejando
            traslucir la posibilidad de una expedición de treinta mil hombres contra Cádiz,
            cuyo puerto fue preciso resguardar. La escuadra combinada en consecuencia se
            dirigió a este punto, donde entró el 20 de agosto, reuniéndosele allí otra
            escuadra nuestra que había sido armada nuevamente. Collingwood, inferior en número,
            se hallaba de crucero delante de Cádiz, habiendo podido ser derrotado por
            Villeneuve, a tener este más resolución o cabeza más previsora. Poco después se
            unieron a Collingwood la escuadra de Cálder y los navíos
            que a Cornwallis había dejado Nelson, tomando este
            por último el mando de toda la armada inglesa, a cuyo frente se puso el 29 de
            setiembre. Desde aquel momento pudo augurarse un combate de los más terribles
            y de muy dudosas consecuencias para España y Francia, atendido el carácter del
            almirante francés. El combate se verificó en efecto, y fue la última vez en
            que franceses y españoles disputaron el imperio del mar a Gran Bretaña. Pero
            oigamos al príncipe de la Paz, cuya relación y observaciones acerca de este
            importante y funesto acontecimiento nos parece que no pueden recusarse.
            
          
          «Cuando llegó la escuadra combinada a Cádiz, se dirigió a
            Madrid el general Gravina para dar cuenta de lo hecho hasta aquel día y recibir
            las instrucciones del gobierno. Los proyectos nuevamente adoptados le
            parecieron los más propios y adecuados en aquellas circunstancias; pero añadió
            que Villeneuve no era el hombre para el caso. Dijo que le faltaba la energía de
            voluntad, la prontitud del ánimo y aquel arrojo militar que decidía los
            triunfos y aseguraba los sucesos en los instantes críticos: que era valiente y
            esforzado, pero irresuelto y tardo para el mando, pesando el pro y el contra de
            las cosas como quien pesa el oro, queriendo precaver todos los riesgos hasta
            los más remotos, y no sabiendo dejar nada a la fortuna. En cuanto a su pericia
            y sus conocimientos, decía que Villeneuve aventajaba a muchos de su tiempo;
            pero apegado enteramente a las teorías y a los recursos de la vieja escuela de
            marina, muy difícil de acomodarse a las innovaciones de la marina inglesa,
            porfiado en sus ideas e inaccesible casi siempre a los consejos que diferían de
            sus principios y sus reglas. Decía, en fin, que Villeneuve, dominado por el
            temor cerval que le oprimía de disgustar al emperador de los franceses, y
            teniendo siempre fijo el principal encargo que este le había hecho de atender
            sobre todo a la conservación do las escuadras, y de evitar un triunfo a los
            ingleses, en sus resoluciones era por esta causa mucho más tímido, y que esta
            timidez mal comprendida en sus motivos le tenía ya sin crédito en la armada,
            mal mirado igualmente por españoles y franceses.
                
          
          «No era en efecto Villeneuve el hombre que debía oponerse a
            un marino como Nelson. A Gravina le encomendé que entretuviese por su parte,
            cuanto le fuese dable, al almirante Villeneuve para evitar todo combate que la
            seguridad de Cádiz o el honor de las armas aliadas no hiciese necesario
            enteramente: díjele que en breves días seria
            reemplazado Villeneuve, que guardase bien este secreto, que tuviese siempre el
            mismo buen acuerdo que hasta entonces había observado con aquel almirante, y
            que en todo caso extremo que pudiera sobrevenir en aquel corto tiempo, como no
            fuese una locura, que por cierto no debía esperarse de la circunspección o
            timidez de Villeneuve, le asistiese constantemente; de manera que el malogro o
            la pérdida de cualquier coyuntura favorable que ofreciesen las circunstancias
            de dañar al enemigo o frustase sus intentos, no
            pudiera atribuirse a falta nuestra.
            
          
          «Mientras tanto se añadían por nuestra parte nuevas fuerzas a
            la escuadra con cuatro navíos más, el famoso Trinidad, de ciento y
            cuarenta cañones, soberbiamente tripulado, bajo el mando del jefe de escuadra
            D. Baltasar Hidalgo de Cisneros; el Santa Ana, de ciento doce, comandado
            por el general D. Ignacio de Álava; el Rayo, de ciento, por el jefe de
            escuadra D. Enrique Macdonell, y el Bahama, de sesenta y cuatro, por el brigadier D.
            Dionisio Alcalá Galiano. De los venidos del Ferrol se desarmó al Terrible,
            que estaba quebrantado. Fuerza total de la escuadra: treinta y tres navíos de línea,
            cinco fragatas y diferentes otros buques inferiores.
            
          
          «Nelson había reunido en 10 de octubre veinte y siete navíos
            de línea, siete de ellos de tres puentes, cuatro fragatas y varias goletas. Su
            verdadera fuerza se ignoraba en Cádiz. Creyóse allí
            por las noticias recibidas que eran solo veintiún navíos los que mandaba el
            almirante ingles, y en efecto fue así durante algunos días; pero nada se supo
            de los refuerzos sucesivos que llegaron al enemigo. Nelson cuidaba mucho de
            ocultarlos y de tenerlos retirados de la costa.
            
          
          «Por desgracia y con admiración de todos, Villeneuve salió de
            su inacción habitual aquellos días. Las órdenes con que se hallaba de su corte
            eran precisamente de no arriesgar la armada, de estar a la defensiva solamente
            si intentaban los ingleses un ataque sobre Cádiz o los pueblos inmediatos, y
            no empeñar sus fuerzas voluntariamente, mientras no pudiese pelear con gran
            ventaja sobre el enemigo. Tales órdenes le hicieron concebir la idea de que su
            honor estaba muy mal puesto, mucho más cuando leyó en el Monitor, en
            donde nada se escribía sin que Napoleón lo permitiese o lo mandase, que a la
              marina francesa no le faltaba sino un hombre de carácter atrevido y de mucha
              sangre fría. Llegó a saber también que se había nombrado otro almirante.
            Este estimulo produjo en él un gran efecto. Tanto como hasta entonces pareció
            negligente, perdiendo los mejores lances en que pudo haber dado uno tras otro a
            los ingleses muchos golpes, otro tanto se volvió eficaz por reponer su honor a
            cualquier coste que esto fuese. Ansiaba la ocasión de acreditarse, y esta se
            tardaba mucho para el tiempo que podía quedarle de adquirir la ilustración que
            le faltaba.
              
          
          «Un buque raguseo dio en Cádiz la noticia de que en Corfú y
            en Malta se aceleraba un armamento, y que se hacían embargos de transportes
            para llevar tropas. Nuestros espías de Gibraltar escribían al mismo tiempo que
            de la escuadra de lord Nelson habían sido destacados cinco o seis navíos con
            dirección a Malta para una expedición que debería mandar Sir James Craig. El
            almirante Villeneuve vio llegar con estas nuevas su momento tan apetecido. Parecióle ser aquella la ocasión de medirse con Nelson
            antes que recibiese nuevas fuerzas, y conseguido el triunfo, que debía
            prometerse con las nuestras casi dobles de las que se creían al enemigo, juzgó
            también de su deber dejar en Cádiz una parte de la escuadra, dirigirse hacia
            Malta y atravesar la expedición de Craig. De esta había datos ciertos; fallaba
            sin embargo confirmar las noticias que procedían de Gibraltar, y de ordinario
            salían falsas. Gravina trabajó para persuadir a Villeneuve que aguardase algunos
            días, y a este efecto pasaron cuatro sin resolverse cosa alguna. Mientras tanto
            llegaban otras nuevas que confirmaron las primeras sobre las fuerzas de lord
            Nelson. Los avisos mas altos las hacían llegar a veinte y dos navíos; pero
            añadiendo siempre que debían aumentarse en breves días. Fundado en estos datos,
            y temiendo perder el tiempo favorable de atacar al enemigo, el almirante
            Villeneuve, con un ardor no acostumbrado, se resolvió a ofrecerle la batalla.
            Era ya el 18 de octubre cuando participó a Gravina que su intención era salir
            al día siguiente, si podía contar con su asistencia. Gravina cedió entonces, más
            que a su propio parecer al justo empeño que la ley del honor y el buen acuerdo
            de las armas combinadas le imponían en aquel caso. La mañana del 19 dieron la
            vela algunos buques españoles y franceses. No pudieron hacerlo todos por haber
            rolado el viento al sudoeste: en la del 20, con viento al sureste, salió toda
            la escuadra. Escaseóse luego aquel hasta el sursudeste,
            tan fuerte y con tan malas apariencias, que se hizo necesario navegar con dos
            rizos tomados a las gavias. Duró este contratiempo algunas horas, hasta que
            llamado el viento por fortuna al sudoeste, la formación fue practicable.
            Conforme al plan de Villeneuve, se ejecutó esta formación en cinco divisiones:
            tres de ellas que debían formar la línea de batalla, siete bajeles cada una; y
            otras dos de seis que debían componer el cuerpo de reserva. El almirante
            Villeneuve mandaba el centro por si mismo; nuestro general Alava la vanguardia; Mr. Dumanoir la retaguardia. El
            general Gravina mandaba la reserva: la primera división a su inmediato cargo;
            la segunda al de Mr. Magon: este y Dumanoir eran contraalmirantes. Avistados los enemigos por
            las fragatas avanzadas que descubrían diez y ocho velas, se viró por redondo a
            un tiempo como en demanda del estrecho, sin mudar la formación que se llevaba.
            A la caída de la larde los bajeles de observación trajeron el aviso de haber
            reconocido diez y ocho navíos puestos en línea de batalla. La nuestra fue
            formada entonces en una sola fila sobre los navíos solaventados,
            y en esta formación se encontró el 21 frente a frente de la escuadra inglesa a
            barlovento nuestro y en línea de batalla de la mura contraria. Pero en lugar de
            diez y ocho presentaba aquella escuadra veintisiete navíos de línea, siete de
            ellos de tres puentes, cuatro fragatas y cinco o seis bajeles inferiores.
            
          
          «A las siete de la mañana se movían ya los enemigos y
            marchaban a toda vela con el viento de su parte, gobernando sobre el centro y
            retaguardia de la escuadra combinada. Venían al parecer en tres columnas; mas
            repartida luego la una de ellas en las otras, no formaron sino dos al tiempo
            del combate. El almirante Villeneuve ordenó luego una virada en redondo a un
            tiempo. Por esta evolución se cambió el orden de batalla; la retaguardia se
            volvió vanguardia, y esta formó la retaguardia, dirigida la rota entonces para
            el N. Hízose así con el objeto de conservar a Cádiz bajo el viento para un
            caso de desgracia. Después se dio la orden de ceñir el viento al navío de la
            cabeza, y de seguirle todos por sus aguas. La alineación fue hecha, pero no
            perfectamente; la endeblez del viento lo impedía en gran manera. Hubiera
            convenido arribar y establecerla sobre los navíos solaventados:
            tal vez faltó tiempo para poder hacerlo, que el enemigo estaba ya muy cerca. Lo
            mejor formado de la línea se encontraba en la retaguardia desde el navío Santa
              Ana, donde tenia su insignia D. Ignacio Álava, hasta el Principe de Asturias, donde tenía la suya el general Gravina; y sin embargo tres navíos
            se hallaban fuera de su puesto. Esta desigualdad era mayor en la vanguardia.
            El centro, sobre todo, objeto principal de Nelson, tenia cuatro navíos solaventados, y dejaba un ancho espacio al enemigo.
            
          
          «Casi ya a mediodía las dos columnas enemigas comenzaron sus
            ataques. Nelson, al frente de la una, gobernó derecho sobre el Bucentaure, donde tenia su insignia el almirante
            Villeneuve. Collingwood, al frente de la otra, se dirigió sobre el Santa
              Ana. Nelson montaba el Victory, seguido de
            otros dos de tres puentes. Su primera tentativa fue cortar la línea entre la
            popa del Trinidad y la proa del Bucentaure. El general Cisneros mando sin detención meter en facha las gavias del Trinidad, y se estrechó de tal manera con el Bucentaure,
            que el almirante Nelson desistió de su empeño temerario, perdida mucha gente y
            maltratado el Victory por el terrible
            fuego a que se expuso. Buscó entonces abrirse paso por la popa del navío Almirante. Faltaba al lado de este el que debía seguirle en línea, y desgraciadamente se
            encontraba a sotavento de su puesto; pero acudió a llenarle el Redoutable que mandaba el valeroso comandante Mr.
            Lucas. Este se vio atacado a un mismo tiempo por Victory y el Temeraire, uno y otro de tres puentes.
            Arrastrado bajo el viento el Redoutable al
            defenderse de este último, dejó a la fuerza el paso al enemigo por detrás del Bucentaure. La mitad por lo menos de toda la
            columna que mandaba Nelson, atacó entonces los demás navíos del centro. La
            otra mitad de la columna, amenazando la vanguardia y figurando maniobras que la
            tuviesen en respeto, caía luego de repeso sobre el mismo centro, y trabajaba en
            su derrota. A los navíos sotaventados les hacían poco caso los ingleses : la
            fuerza del combate la sufrían el Trinidad y el Bucentaure por un lado, defendiéndose algunas veces contra seis y ocho navíos, y haciendo
            en ellos grande estrago, y por el otro el Redoutable de poder a poder empeñado con el Victory, de setenta y cuatro aquel y este de ciento y veinte. Aquel combate fue
            sangriento más que todos. Amarrados los dos navíos con los garfios de abordaje,
            de ambas partes se peleaba los alcázares con todos los furores de la rabia
            humana, y en un ataque de estos cayó Nelson. El triunfo era ya cierto para el Redoutable. Durante un corto espacio pareció
            el Victory desierto. Pero dejando al Trinidad el Temeraire, y abordando al Redoutable por el lado opuesto al Victory, se trabó combate nuevo, y se halló
            aquel entre dos fuegos, sosteniéndose no obstante hasta que ya el bajel daba
            muestra de irse a pique. No tuvo que mandarse arriar bandera, que con el mástil
            de mesana ella misma vino abajo.
            
          
          “El peso del combate cayó todo por aquel lado sobre el Trinidad y el Bucentaure. Aun no debía
            desesperarse si los navíos de la vanguardia que estaban casi intactos llegaran
            al socorro a tiempo. Dada señal por Villeneuve para hacerles virar de bordo
            viento atrás y a sotavento de la línea para coger entre dos fuegos los bajeles
            enemigos que la habían cortado, no todos acudieron con igual presteza, ni
            obedecieron todos de igual modo las señales. El Neptuno, San Agustín, el Heros y el Intrépida llegaron al
            socorro, no tan pronto como quisieran, mas lo que quiso el viento; San
              Francisco y el Rayo no fueron tan felices, o fueron menos diestros:
            llegaron harto tarde. Dumanoir, contraalmirante, que
            teniendo a su cargo la vanguardia, sin esperar señales debió acudir al centro y
            socorrerlo, fue el más tardo; y faltando a lo mandado por aquellas, después que
            hubo virado, ciñó el viento, y dirigió su rumbo para pasar al barlovento de las
            dos escuadras. Cuando llegó, fue solo a ser testigo de la ruina de los bravos
            que pelearon sin su ayuda.
            
          
          “Habíase ya rendido el Bucentaure a las tres horas de combate, desmantelado enteramente y desprovisto hasta de
            un bote donde pudiera trasladarse a otro navío al almirante Villeneuve. Todas
            sus lanchas y sus botes se hallaban destruidos. Ningún bajel se halló en
            estado de venir a remolcarlo. Debiera haberlo hecho por lo menos la fragata Ortense, que era la almiranta, a cualquier riesgo
            que esto hubiese sido. Se dijo que no pudo.
            
          
          “Una hora más, hecho ya una granada, sin un palo, los
            alcázares y los puentes cubiertos de cadáveres, y corriendo la sangre a ríos,
            se sostuvo aun el Trinidad heroicamente. Nada quedó por practicar a los
            ingleses para poder hacer flotar aquel coloso hecho pedazos, y conducirlo en
            triunfo a Inglaterra; pero vano fue cuanto hicieron, porque el novio se fue a
            pique. Cerca de él pelearon, aunque llegados tarde para poder salvarle, el Neptuno,
              San Agustín y el Intrepide. El Heros, que siendo el más cercano al Trinidad pudo venir mas pronto a su socorro, muerto ya su capitán Mr. Poulain, y sufrido no poco estrago en sus arboladuras y en
            su casco por una maniobra en que intentó ganar el viento al enemigo, hubo de
            verse más envuelto, y alejóse. Los otros tres navíos
            se encontraron entonces solos contra ocho. El general Valdés, que mandaba el Neptuno, se cubrió en él de gloria, no tan solo por el valor, sino también por la
            pericia y por la sangre fría con que hizo frente al enemigo, y prolongó el
            combate hasta el postrer extremo que cabía en fuerza humana. Cajigal e Infernet, el primero en San Agustín, el segundo en
            el Intrepide, no fueron menos dignos de
            alabanza. Dos navíos enemigos impidieron al Rayo y San Francisco juntarse a estos valientes.
            
          
          “Mientras tanto, por la otra parte, desde el navío Santa
            Ana hasta el Principe de Asturias que cerraba la retaguardia, se peleaba horriblemente. La columna enemiga que
            mandaba Collingwood acometió aquel lado. Su primer tentativa fue cortar nuestra
            línea por la proa del Santa Ana. Álava estuvo pronto, y burló al
            enemigo, porque abordándose el Santa Ana con el Royal-Sovereign que montaba Collingwood, y batiéndose en esta
            forma, desarbolaron los dos buques. Tres navíos ingleses intentaron al mismo
            tiempo atravesar la línea por la proa del Príncipe de Asturias; pero
            mandaba allí Gravina, y forzando de vela aquel navío, y haciendo un espantoso
            fuego, forzó a ceñir al enemigo y a desistir de su proyecto. La línea fue
            cortada sin embargo en otros puntos. Los ingleses no acometían cuerpo a
            cuerpo, navío contra navío; atacaban en grupos, y conseguido abrir un paso,
            venían otros navíos a barlovento de los que estaban ya cortados, y los ponían
            entre dos fuegos. Otros amenazaban de la una y otra parte, figurando o
            comenzando ataques, cuya dirección cambiaban luego para embestir en otros
            puntos. Desmantelado un buque, y desecha su maniobra, cargaban luego sobre
            aquellos que se encontraban más o menos apartados de su línea luchando contra
            el viento. Teníale el enemigo de su parte, y por su
            prontitud y su pericia en las revoluciones, desconcertaba el orden de batalla,
            introducía la confusión en la defensa, elegía los lugares y se multiplicaba en
            todas partes por los recursos de su táctica , sin dolerse tampoco de sí
            mismo, y buscando a cualquier precio de sangre derramada y de sus propios
            buques destruidos, la victoria.
            
          
          “¡Qué no costó de estragos a la columna inglesa completar su
            triunfo en aquel extremo de la línea! Todos quince navíos desde el Santa Ana hasta el Asturias, franceses y españoles, se encontraron en la pelea, y
            á todos les quedaron, ya que no de fortuna, muy grandes títulos de gloria. Se dijo
            en aquel tiempo, y después se ha repetido, que el navío francés el   Argonauta y el español Montañés no pelearon hasta el fin con los demás de retaguardia; mas de uno y otro fue
            sabido que sus mayores averías estaban en los cascos. Peleando el Montañés, de un tiro de fusil cayó sin vida su capitán Alcedo. Don Francisco Castaños, su
            segundo, tuvo la misma suerte. Todas las bombas del navío estaban empleadas
            para achicar el agua, y aun esto no bastaba cuando se vio obligado a retirarse.
            
          
          “Muy cerca de seis horas duraba ya el combate sobre aquel extremo
            de la línea, cuando entre grandes ruinas y destrozos de vencedores y vencidos,
            se voló el Achille. Peleaba este navío al lado del Asturias, y
            uno y otro luchando tanto tiempo, resistieron con virtud heroica los esfuerzos
            desesperados de fuerzas triplicadas que los batían de todos lados. Ardiendo ya
            el Achille, y prendido el fuego en una batería, aun se ocupaba más
            aquella gente valerosa en resistir al enemigo, que en atajar las llamas.
            Temerosos de la explosión, abandonaron el combate los ingleses. La victoria
            era cierta en favor suyo, y cansados de la pelea, con dos terceras partes de
            sus buques no menos destrozados que los nuestros, cuando Dumanoir atravesó coa sus cuatro navíos por cerca de aquel punto, ni aun se cuidaron de
            ofenderle.
            
          
          «La insignia de Gravina fue la sola que quedó tremolando
            sobre la línea de batalla. Jamás ningún marino dio mas pruebas que aquel jefe
            de presencia de ánimo, de fortaleza en los peligros, de saber mandar y hacer, y
            dominar hasta los mismos infortunios. Desmantelado enteramente su navío, con
            sus jarcias cortadas, sin estays, sin poder dar la
            vela, con sus palos y masteleros atravesados a balazos, y aun temible así al
            enemigo todavía, hízose remolcar por la fragata Temes, y reuniendo a su
            pabellón hasta diez y ocho bastimentos, once navíos, cinco fragatas y dos
            bergantines, bregando con el viento que sopló aquella noche al sursudeste con
            gran fuerza, consiguió fondear a la una y media en el Placer de Rota y llegar y
            anclar en Cádiz con toda su conserva el día inmediato. De diecisiete buques
            entre españoles y franceses que rindió el enemigo, dos tan solo de los
            españoles pudo hacer entrar en Gibraltar, llevados de remolque, el San Ildefonso y el Nepomuceno. El Trinidad, el Bahama, el San Agustín y el Argonauta se les fueron a pique al poco tiempo
            del combate. Otros de los bajeles derrotados que pudieron salvarse de la mano
            del enemigo encallaron en nuestras costas.
            
          
          “Cómo se hubiese peleado, lo mostraron las mismas pérdidas
            que fueron hechas en marinos y en navíos destruidos, triste y único consuelo
            que quedó al honor de la escuadra combinada. Los anales marítimos españoles y
            franceses deberán consagrar eternamente en sus registros tantos nombres
            memorables de los que se ilustraron aquel día en el combate más reñido de
            cuantos se habían visto en mas de un siglo. De nuestros generales y de los
            varios comandantes perdimos al segundo D. Francisco Moyua,
            muertos en el Nepomuceno; a D. Dionisio Alcalá Galiano, otro sabio de
            los primeros de España, muerto en el Bahama, y a D. Francisco Alcedo con su segundo D. Antonio Castaños, ya citados más
            arriba, muertos en el Montañés. Heridos, el general D. Ignacio María de Álava
            y D. José Gardoqui, en el Santa Ana; el general D. Baltasar
            Hidalgo de Cisneros, el brigadier D. Francisco de Criarte y el segundo
            comandante D. Ignacio Olaeta , en el Trinidad; D. Antonio Escaño, jefe
            de escuadra y mayor general, en el Asturias; el brigadier D. Felipe Jado Cajigal y su segundo D. José Brandaris,
            en el San Agustín; el brigadier D. Cayetano Vaídés y D. José Somoza, capitán, en el Neptuno; el
              brigadier D. José Vargas de Varaes, en el San
              Ildefonso, el comandante capitán D. Antonio Pareja, en el Argonauta; D. Teodoro
              de Argurnosa, capitán también y comandante, en el Monarca;
              D. Tomas Rameri, capitán, en el Bahama.
              De oficiales de diversos grados y de guardias marinas tuvimos que llorar una
              gran perdida; de la tropa y marinería subió el número de muertos a mil
              doscientos cincuenta y seis, y a mil doscientos cuarenta y uno el de los
              heridos. La marina francesa perdió al contraalmirante Magon,
              que murió gloriosamente defendiendo el Algeciras, y los capitanes Beaudoin, del Fougeux; Gourege, del Aigle; Camas, del Berwick; Poulain, del Heros; Nieport, del Achille,
              y otros muchos oficiales. El valor hermanado de las dos naciones hizo decir
              mejor que nunca que todo fue perdido, menos el honor de los que disputaron por
              la postrera vez a Inglaterra el cetro de los mares.
                
              
          “Triunfó esta; mas no de balde. Perdió a Nelson, al mayor Bikerton y muchos oficiales distinguidos. Sus relaciones
            mismas, grandemente disminuidas, confesaron mil seiscientos hombres entre
            muertos y heridos, El estrago de sus navíos se diferenció harto poco del de la
            escuadra combinada. ¿Quién le dio la victoria? Su pericia y sus progresos en la
            táctica marítima en que excedían a todas las naciones. Nelson había previsto y
            designado toda la serie del combate: cual lo había figurado sobre su plano, así
            fue todo, sin engañarse en cosa alguna. He aquí en suma sus instrucciones.
                
          
          —“El orden de batalla será el mismo que el de la marcha, en
            dos o tres columnas, como mejor convenga en el momento del ataque. Este so
            habrá de hacer desde el centro hasta la cola de la línea enemiga, procurando
            cortarla en muchos puntos, siempre con fuerzas superiores en todos los asaltos,
            y a toca penoles cuanto sea posible. No importa la vanguardia, pues la línea
            enemiga será probablemente de tan larga extensión, que se habrá de pasar
            bastante tiempo antes que hubieren maniobrado los navíos de la vanguardia para
            socorrer sus compañeros, y aun les será imposible hacerlo así sin enredarse con
            los bajeles empeñados. Es de esperar que la victoria se haga cierta antes que
            la vanguardia pueda acudir a incorporarse en la batalla. La armada en este
            caso estará pronta, o para recibir aquella parte intacta de la línea enemiga, o
            para perseguirla si intentare huirse.“—“Este atrevido plan y todos los
            detalles que acompañaban la instrucción del almirante inglés fueron cumplidos
            en su mayor parte; la batalla debió perderse, y fue perdida. ¿A quién culpar,
            pues que sobró el valor, sobró el desprecio de la vida, sobró el ardor
            guerrero, y tuvimos seis bajeles más que el enemigo? Al almirante Villeneuve
            solamente, a su presuntuosa insuficiencia. Debió matarse aquel marino, y se
            mató en efecto en Rennes. No había quedado por nosotros el que fuese
            reemplazado, y ya iba a serlo de un instante a otro, como antes tengo escrito.
            No de Napoleón, sino de su ministro, fue la tardanza de esto: tardanza apenas
            de unos cuatro días que trajo tantos daños y tan largos.»
                
          
          Hasta aquí el príncipe de la Paz, y hasta aquí la existencia
            de la marina militar española, que no volvió a levantar cabeza desde 1805 en
            adelante. ¿Pudo repararse esta desgracia renovando la acción con los navíos que
            después de ella se reunieron en Cádiz? Nosotros suspendemos nuestro juicio;
            pero si fue posible la reparación, como algunos creen, la culpa de no haberla
            procurado no estuvo en nosotros. El nuevo almirante que sucedió a Villeneuve no
            juzgó oportuno aventurar este paso, y dicho se está que nuestros marinos se
            hallaban a las órdenes del jefe de Francia. ¡Triste fatalidad seguramente,
            fatalidad cuyo origen no puede menos de reconocerse en el siempre funesto
            tratado de San Ildefonso!
                
          
          La lira española cantó el desastre de Trafalgar con una
            elevación proporcionada a la importancia del acontecimiento, sobresaliendo
            entre todas las inmortales composiciones de Arriaza y Quintana. ¡Todo se perdió
            en aquel memorable combate, todo menos el honor de las armas españolas!
                
          
          Este año de 1805 es de triste recuerdo para la España, no
            solo por el desastre que se acaba de referir, sino por la alteración
            introducida en nuestros códigos, de los cuales se hicieron desaparecer varias
            leyes que en ellos decían relación a la antigua constitución del estado. Este
            hecho, que será siempre un borrón para el reinado de Carlos IV, caracteriza el
            espíritu de su gobierno, y constituye un cargo de los más terribles, no solo
            contra este, sino contra el monarca mismo. Hablamos de la impresión de la
            Novísima Recopilación, verificada con arreglo a las disposiciones contenidas en
            la siguiente real orden, que no puede leerse sin ira al considerar el
            contrasentido que ofrece un gobierno que después de haberse adherido a la causa
            de la revolución francesa, no solo no introdujo en España las reformas
            políticas que los adelantos del siglo hacían en ella tan imperiosamente
            necesarias, sino que procuró borrar de la memoria hasta los últimos recuerdos
            de las antiguas leyes que constituían la salvaguardia principal de nuestros
            derechos. Dicha orden decía así ni más ni menos:
                
          
          « Reservado.—Como tratándose de reimprimir
            la Novísima Recopilación no ha podido menos de notarse que en ella hay algunos
            restos del dominio feudal, y de los tiempos en que la debilidad de la monarquía
            constituyó a los reyes en la precisión de condescender con sus vasallos en
            puntos que deprimían su soberana autoridad, ha querido S. M. que
            reservadamente se separen de esta obra las leyes 2 , tít. 5, lib. 3. Don Juan II
            en Valladolid, año de 1442 , pet. 2. De las donaciones
              y mercedes que ha de hacer el rey con su consejo, y de las que puede hacer sin
              él: la 4, tít. 8, lib. 3. D. Juan II en Madrid, año de 1449 , peí. 16: sobre
                que en los hechos arduos se junten las cortes y procedan con el consejo de los
                tres estados de estos reinos: y la 4, tít. 4 5, lib. 6. Don Alonso en
            Madrid , año 1329, peí. 67. Don Enrique III en Madrid, año 1393. Don Juan II en
            Valladolid por pragmática de 43 de junio de 1420, y Don Carlos I en las cortes
            de Madrid de 1523 , pet. 42, sobre que no se
              repartan pechos ni tributos nuevos en estos reinos sin llamar a cortes a los
              procuradores de los pueblos y preceder su otorgamiento. Las cuales quedan
            adjuntas a este expediente, rubricadas de mi mano, y que lo mismo se haga
              con cuantas se advierta ser de igual clase en el curso de la impresión,
            quedando este expediente archivado, cerrado y sellado, sin que pueda abrirse
              sin orden expresa de S. M.
            
          
          Aranjuez 2 de junio de 1805.—Caballero.»
                
          
          ¿Qué miras de progreso político animaban a los hombres de
            Carlos IV, cuando de tal manera se desgarraban y pisoteaban las páginas en que
            estaban consignadas nuestras antiguas garantías sociales? ¡Esto obraba, o se
            le hacia obrar a un monarca cuya mano apretó la de los republicanos franceses
            sobre el cadalso de Luis XVI, de aquel Luis conducido al suplicio como víctima expiatoria
            del despotismo de sus predecesores! La supresión de que hablamos emancipó al
            gobierno de Carlos IV las afecciones y simpatías de las clases ilustradas,
            siendo otra de las causas que contribuyeron a hacerles fijar los ojos en el
            príncipe de Asturias, de quien esperaron, bien que engalladamente, un sistema
            de gobierno menos arbitrario y más favorable a las reformas que las luces del
            siglo exigían.
                
          
          ¿Tuvo parte el príncipe de la Paz en el escandaloso hecho que
            mencionamos, o fue obra única y exclusiva del ministro Caballero? El autor de
            las Memorias protesta que cuando se hizo esta maldad, estaba él entregado
            enteramente al cuidado de las dos escuadras que se aparejaban en el Ferrol y en
            Cádiz, añadiendo “que la primera noticia de tamaña felonía no llegó a sus oídos
            sino al cabo de dos años de haberse cometido: tal fue, dice, el
              secreto y tales las medidas de reserva con que se condujo el ministro
              Caballero”. Nosotros nos alegráramos en el alma de poder admitir esta
            protesta como una vindicación contra la cual no pudiera aducirse objeción de
            ninguna especie; pero atendida la confianza que tan ilimitadamente debía a su
            rey el favorito de Carlos IV en toda clase de asuntos, y teniendo, como
            tenemos, la desgracia de no ver apoyada su deposición sino en su solo dicho,
            que refiriéndose al marqués de Caballero hemos probado en otra ocasión no ser
            siempre veraz, el único favor que podemos hacer a D. Manuel Godoy es suspender
            nuestro juicio en el desagradable asunto que nos ocupa, no sin exponernos a que
            se nos tache de sobrado indulgentes y benignos con quien, en el mero hecho de
            haber consentido en el poder al que aparece como actor principal del atentado,
            o en el de no retirarse indignado cuando llegó a saberlo, infunde con su
            conducta de entonces y con los antecedentes de toda su administración,
            esencialmente estacionaria, cuando no retrógrada, en punto de reformas
            políticas, más sospechas de las que serian menester por lo que toca a su
            ciencia y paciencia en el hecho a que nos referimos.