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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814


CAPITULO XIV.

Exigente polÍtica de NapoleÓn con la corte de EspaÑa. Controversias suscitadas entre Francia E Inglaterra sobre la devoluciÓn de la isla de Malta. Resistencia DE LOS MINISTROS I)E CARLOS IV A TOMAR PARTE EN LA QUERELLA. ROMPIMIENTO ENTRE FRANCIA y Gran BretaÑa. Dificultades nacidas de la alianza de San Ildefonso para toder CONSERVAR NUESTRA NEUTRALIDAD. POLITICA SAGAZ DE NAPOLEÓN. SUBSIDIO OTORGADO AL PRIMER CÓNSUL POR EL MINISTRO CeBALLOS. VENTA DE LA LUISIANA A LOS ESTADOS-UNIDOS. Alarde de tropas en el Pirineo. Coronación de Napoleón Bonaparte en 18 de mayo de 1804. Principios de la tercera coaliciÓn, y empeÑo de Pitt para hacernos entrar en ella. Segunda guerra DE LOS ESPAÑOLES CON GRAN BRETAÑA. TRISTÍSIMAS REFLEXIONES SOBRE EL CONTENIDO DE ESTE CAPITULO.

 

Verificado el enlace de Fernando con la princesa María Antonia, hubo en Napoleón, según hemos dicho, un cambio o modificación de conducta que hubiera podido traernos desde luego muy serias consecuencias, a no llamar la atención del primer cónsul otros proyectos que le hacían necesaria la amistad de la España. Sus desavenencias con Inglaterra y la guerra que él mas que nadie sabía que a la postre no podía menos de resultar, le ponían en el caso de evitar todo rompimiento formal con el país que tan fielmente había correspondido a su alianza; y en sus designios, por otra parte, de ocupar el trono francés, no le era indiferente tampoco el reconocimiento de su nueva investidura por parte del monarca español. Pero si estas consideraciones fueron bastante poderosas para que el jefe de Francia se contuviese todavía en los límites de la moderación por lo tocante a hostilizarnos, no por eso impidieron que su conducta tan complaciente antes con nosotros, degenerase sucesivamente en imperiosa y brusca, señalándose por el ardor y atrevimiento de algunas exigencias nada en armonía por cierto con el decoro debido á su aliado.

El primer acto por el cual se conoció el nuevo carácter que nuestras relaciones internacionales con Francia comenzaban a tomar, consistió en retirar Napoleón de la corte de España a su embajador cerca de ella Gouvion Saint-Cyr, dándole por sucesor a Mr. de Beurnonville, «militar desgarrado, como dice el príncipe de la Paz, libre y resuelto en sus razones y propósitos, hombre de conciencia ancha, sin principios bien fijados en política, acomodable a todos los sistemas, ora al parecer realista, ora republicano, servidor votado siempre al que mandaba, e instrumento ya probado anteriormente por el primer cónsul para cumplir sus instrucciones a diestro y siniestro.» El nuevo embajador había recibido encargo de ganar al favorito a su política , según este dice , o trabajar en su caída. El último de los dos extremos hubiera sido un bien para España, atendida la discordia a que su permanencia en el poder daba lugar en palacio, si la tal caída no tuviera el inconveniente de verificarse por influencia extranjera; mal grave seguramente, y mayor por ventura que el de continuar en el mando quien de tal manera comprometía la causa del anciano rey, justificando ante los ojos del vulgo la ceguedad de los parciales del hijo. Como quiera que sea, el hecho es que Godoy no cayó, y es cuanto puede decirse para encarecer su privanza cuando resistió a los esfuerzos de un Bonaparte para derribarle. Tal vez deducirla alguno de esto que el no haberse cumplido la segunda parte del empeño de Beurnonville, consistiría en haber conseguido ganar al favorito; pero lejos de ser así, la conducta de D. Manuel Godoy con el embajador francés fue digna y mesurada en aquellos días, y supo resistir a sus exigencias de un modo que nos complace­mos en calificar de honroso y patriótico. Sea que el privado hubiese concebido recelos del primer cónsul después de la atrevida declaración de Luciano; sea que en la veleidad que todos le han atribuido considerase oportuno oponerse a sus exigencias; sea que el transcurso del tiempo le hubiese enseñado a conducirse con alguna más prudencia y circunspección; sea, en fin, que el número y calidad de sus enemigos le obligara a ser cauto y a evitar en el exterior compromisos que pudieran hacer mas difícil la espinosa posición en que se veía, ello es que Godoy hizo dignos aunque inútiles esfuerzos por alejar de su país la tempestad que con motivo de las nuevas querellas entre Francia y la Gran Bretaña rugía sordamente sobre nuestras cabezas.

Por desgracia era casi imposible el remedio, o superior por lo menos a los recursos que en su habilidad podía el valido oponer. La alianza de San Ildefonso nos tenía invenciblemente atados a la política de Francia, y no era dable que el que había creado aquel compromiso pudiese evitar sus más remotas consecuencias, cualesquiera que fuesen sus esfuerzos para volver en acuerdo mejor.

La primera propuesta que el nuevo embajador hizo  a Carlos IV en diciembre de 1802 fue pedirle en nombre del primer cónsul que mediase con los Borbones de Francia, errantes entonces por la Europa, para que renunciasen sus derechos al trono de Francia, previa la compensación que se considerase oportuna. Este paso de Napoleón le era necesario para acabar de consolidar su poder, y el haberlo dado contando ante todo con Carlos IV, prueba la necesidad en que el jefe de Francia tenía de estar en buena armonía con su aliado. La propuesta empero era degradante e inadmisible, y fue rechazado por Carlos con una dignidad y entereza que hacen honor tanto a su memoria como a la de su privado, y al gobierno de quien este era el alma. ¿Pero en qué concepto los tenia Napoleón cuando se atrevía a lastimar de ese modo los lazos y la religión del parentesco?

Otra de las peticiones del primer cónsul verificada al año siguiente, fue solicitar con empeño que los periódicos españoles, la Gaceta y el Mercurio, no insertasen en sus columnas noticias o especies contrarias a Francia y favorables a Inglaterra; pidiendo terminantemente que los discursos y pasajes relativos a los debates de las cámaras y a los actos del gobierno de este país se publicasen en los mismos términos que se hacia en el Monitor, esto es, desfigurando la verdad o comentándola en sentido mas grato al primer cónsul. Don Manuel Godoy contesto al embajador diciendo que nuestros periódicos no hacían mas que insertar o extractar imparcialmente lo quedaban de si los papeles extranjeros, y que si se habían de suprimir los artículos tomados de la prensa inglesa, la imparcialidad y la justicia exigían que se hiciese lo mismo en los del Monitor. Esta segunda negativa no tuvo consecuencias desagradables, y la Gaceta y el Mercurio continuaron dando a luz los artículos de política extranjera, poniendo empero al pie de cada uno de ellos el nombre del diario de que se extractaban.

Suscitadas después las sabidas controversias entre Francia y Gran Bretaña acerca de la isla de Malta, quiso Napoleón que el gobierno español se mezclase en el debate, reclamando en unión con Francia la devolución de la isla. Nuestros lectores recordarán que uno de los artículos de la paz de Amiens era la devolución de Malta a los caballeros de la orden de San Juan; y recordarán igualmente que nada se decidió en aquel tratado acerca del Piamonte ni de la isla de Elva, omisión que parecía hecha adrede para turbar de nuevo la paz del mundo cuando a Inglaterra o a Francia les conviniese hacerlo así. En efecto: Napoleón convir­tió el Piamonte y la isla de Elva en departamentos franceses, y de esto dedujo Inglaterra que no debía entregar por su parte la isla de Malta. De aquí la disputa que tan acaloradamente se suscitó entre las dos potencias rivales, reclamando Napoleón la entrega con objeto de llevar adelante sus ideas de predominio en el Mediterráneo, y resistiéndose la Gran Bretaña que aspiraba a la misma dominación, y temía por otra parte que el primer cónsul renovase su frustrada tentativa sobre Egipto y Oriente. El gobierno español se condujo con dignidad en esta disputa, respondiendo al jefe de Francia, cuando este solicitó la intervención de aquel en la querella, que el deber de España era manifestarse neutral. El primer cónsul alegó la alianza pactada con la Francia en 1796: constélesele que el tratado de San Ildefonso no tenía ni podía tener otro objeto que las empresas de utilidad común entre España y Francia, y que no hallándose en este caso la devolución o no devolución de la isla que ocasionaba el debate, quien debía ven­tilarlo con la Inglaterra era el primer cónsul, único que en ello tenia o podía te­ner interés.

Mientras los hombres de Carlos IV y D. Manuel Godoy, como alma de su gobierno, procuraban con estas contestaciones evadir el compromiso en que Napoleón deseaba enredarnos, acabó la querella diplomática entre franceses e ingleses por convertirse en rompimiento formal, corno no podía menos de suceder. Encendida la guerra por junio de 1803, quiso Napoleón mezclarnos en ella alegando de nuevo la alianza de San Ildefonso, y pidió respuesta decisiva y categórica acerca del modo con que el gabinete español entendía aquel tratado. La contestación fue idéntica a la que se había dado a Beurnonville durante la controversia relativa a Malta: que la alianza no debe entenderse sino para llevar a cabo empresas de interés recíproco, y que la nueva lucha con la Inglaterra era solo entre esta y Francia; pero no con España, que ninguna ofensa había recibido de los ingleses después de la paz de Amiens.

Beurnonville observó en una entrevista que tuvo con el príncipe de la Paz que la alianza se había hecho para hostilizar a Gran Bretaña, a lo cual contestó Godoy ser verdad; pero limitándola por el articulo 18 al solo caso de la guerra entonces existente. Como este articulo se hallaba redactado en sentido equívoco y susceptible de interpretación más lata, según hemos observado en el capítulo VII de la presente introducción, replicó el embajador que la expresión literal del citado artículo en la presente guerra no exceptuaba las luchas que con Gran Bretaña pudiera haber en adelante. Repuso Godoy que según el espíritu de aquel párrafo y según las inteligencias reservadas del gabinete español con el directorio ejecutivo, se hallaban exceptuadas cualesquiera otras guerras cuyo intereses no fuese igual a ambas partes, siendo prueba de haberse entendido así el no haber reclamado el directorio ni el primer cónsul la asistencia de España contra la segunda coalición, siendo así que la lucha era nueva y acaecida después de la celebración del tratado; habiendo sucedido lo contrario en la cuestión del Portugal, en que por ser la causa común y el interés recíproco, hicieron la guerra España y Francia de común acuerdo y en virtud de la alianza. Todavía replicó Beurnonville que esta surtía su pleno efecto contra Gran Bretaña, puesto que si se hubiera prolongado la guerra para que se entabló, regiría aun el tratado. Replicósele por el privado que así hubiera sucedido en efecto; pero que hecha la paz, no debía España, sin nueva ofensa por parte de Inglaterra, contribuir a dañarla en manera alguna; y como Beurnonville observase que si España no había recibido ofensa, había sido ofendida su aliada, que era lo mismo, empeñóse el valido en hacerle ver la equivocación padecida respecto a lo último, puesto que la alianza no era la reproducción del antiguo pacto de familia, sino un tratado enteramente nuevo y para los solos casos de interés común.

En estas réplicas y contrarréplicas había mucho de sofisma por parte del príncipe de la Paz, pues por más que se empeñase en restringir la alianza, recurriendo al testo del articulo 18, no era posible que quitase a aquella el carácter que realmente tenía, la de reproducción mas o menos embozada del pacto celebrado por Carlos III. Además de eso, ¿a quién no se le ocurre la debilidad de la base en que los argumentos de Godoy se apoyaban, siendo tan acomodaticio y tan susceptible de otras interpretaciones la redacción de aquel artículo? Si Francia se empeñaba en entenderle de otro modo, ¿quién dirimía la controversia? ¿quién era tercero en discordia? De esto se deduce que cuando Godoy accedió á la inserción del tal párrafo, redactado en términos tan ocasionados a la disputa y al debate, nos enredó en una barahúnda de contestaciones y de réplicas, cuyo último resultado no era ni podía ser otro que ceder a las exigencias de Francia, si esta se empeñaba en abrogarse la decisión de la controversia.

Beurnonville escribió al primer cónsul el resultado de la discusión, y Bonaparte contestó dándole orden de hacer la siguiente pregunta: «Neutral España entre Francia e Inglaterra, ¿qué podría hacer por la primera, subsistiendo su amiga y conservando su carácter de aliada?» Beurnonville, dice D. Manuel Godoy, tenia instrucciones para tratar acerca de esto; mas se abstenía de proponer y se estaba a la capa por aguardar nuestra respuesta. La sola especie que soltó fue la siguiente: «que en las contestaciones suscitadas, Francia se alargaba cuando mas a confesar que en aquella actualidad la verdadera inteligencia del tratado era dudosa, que el derecho común ofrecía reglas para interpretar los tratados; y que Francia deseaba que por lo menos se adoptase un medio entre aquello que podía llamarse extensión o restricción del espíritu y del objeto del tratado de San Ildefon­so; que este término medio lo recibiría de buen ánimo para no empeñar a España en quebrar con Inglaterra; «siendo tal, añadía, la deferencia con nosotros, que aun admitida así nuestra neutralidad en aquel caso, no por eso Francia usaría de restricciones en cuanto a auxiliar a España con sus armas, siempre y cuando lo necesitase, sin poner ninguna tasa.» Carlos IV quedó sorprendido de este rasgo aparentemente hidalgo, y deseoso de corresponder a él, quiso pagar la estudiada generosidad del primer cónsul, concediéndole lo que fuese compatible con el decoro español y con el deseo que el monarca tenía de evitar todo rompimiento con la Gran Bretaña. Pensáronse para ello dos medios: uno el de celebrar un tratado de comercio con Francia, como proponía Godoy; y otro pagar España un con­tingente en numerario, en vez de las fuerzas y navíos que Bonaparte pedía, idea sugerida y realizada por Cebados, y malamente atribuida al príncipe de la Paz, según este indica.

Esta resolución tenia el gravísimo inconveniente de enredarnos en la misma guerra que se trataba de evitar, puesto que los subsidios que se estipulaban eran opuestos a la neutralidad que se apetecía, y a pesar de la invocación que los otorgantes hacían de la doctrina de ciertos autores diplomáticos, tenia Inglaterra que considerar aquella donación como principio de un nuevo rompimiento con ella. Porque es el caso que los tales autores dicen que los subsidios no se oponen a la neutralidad cuando se verifica la circunstancia de estar pactados con anterioridad a la guerra a que con ellos se contribuye. Ahora bien: o los que España dio en 1803 se consideraban como pactados en esta época, o no. Si se referían a dicho año, ya no se verificaba la circunstancia sine quanon exigida por la doctrina invocada, e Inglaterra por lo mismo tenía justos motivos para considerarse resentida. Si no se referían a la época de su concesión, ¿a cuál los referiremos? ¿A la de la alianza de San Ildefonso? Así parece que debe de ser, puesto que se daban como consecuencia de aquel tratado y se retrotraían a él, como único medio de dejar sana y salva la doctrina en cuestión. ¿Pero no se decía que la alianza no podía tener lugar sino para la guerra existente cuando se pactó? ¿Cómo pues se hacía ostensiva una de sus consecuencias a otra guerra acaecida posteriormente Luego estaba en vigor la alianza contra Inglaterra, puesto que se invocaba el tratado de 1796 para legitimar el subsidio. Luego se oponía este a la neutralidad ora se considerase pactado en 1803, ora se refiriese a la época del tratado con que se quería relacionar.

Tal y tan complicado venia a ser el laberinto producido por la alianza en cuestión; pero como quiera que fuese, adoptóse el medio propuesto por el ministro Cebados, y España compró o creyó comprar su neutralidad por la exorbitante suma de seis millones mensuales de subsidios. El príncipe de la Paz, si hemos de creer su deposición , aconsejó al rey que rompiese primero con Francia que consentir aquel tratado: su consejo empero fue desatendido, y quedó ratificado el convenio. No extrañamos esto nosotros: lo que nos causa sorpresa y admiración es que el príncipe de la Paz continuase al frente de los negocios cuando de tal manera perdía el pleito en cuestiones tan capitales como esta, no debiendo haber continuado en el poder un solo momento desde el punto en que veía desatendido su voto. ¿Será que su oposición a los subsidios no fuese como él la pinta? Graves motivos da para que así se sospeche, porque no se concibe, repetimos, como un hombre a quien Carlos IV consultaba como su principal mentor, continuaba en puesto de tanta responsabilidad, cargando hasta con la odiosidad de actos a que se oponía.

En las contestaciones que habían mediado entre España y Francia con el objeto de empeñarnos esta en la nueva lucha con los ingleses, acabó Napoleón por calcular que el oro de los españoles le era más conveniente que sus socorros, como dice el general Foy; y oro en efecto buscaba el primer cónsul para hacer frente a sus inmensas atenciones, recurriendo para ello a los medios mas rastreros e indignos. Dos años hacia que le habíamos cedido la Luisiana, con expresa condición de haber de sernos devuelta si el gobierno francés tornaba a desprenderse de ella en lo sucesivo. Bonaparte, que tanto empeño había manifestado por adquirir aquella colonia, no había tomado posesión de ella ni aun cuando se verificó la expedición de Sto. Domingo, para lo cual pudo haberle sido muy útil. La Luisiana en consecuencia continuaba en poder de los españoles, cuando he aquí que el primer cónsul con una bastardía inaudita la vendió a los Estados Unidos por la cantidad de 80 millones, faltando escandalosamente al tenor expreso del tratado hecho con nuestra corte. Esta venta, verificada sin consentimiento ni noticia del gobierno de Madrid, dio lugar a grandes y sentidas quejas por parte de este ante el de los Estados Unidos, cuya conducta y la de su representación nacional no admiten disculpa de ninguna especie , puesto que llevaron a cabo la realización con la más evidente injusticia. Los Estados respondieron a las reclamaciones de nuestro embajador diciendo que el ministro francés había insinuado al gobierno norteamericano que la oposición de España era solo aparente para no dar a Inglaterra motivos de irritación; escusa tan estudiada como inadmisible, puesto que aun cuando aquel diplomático hubiera mentido así, no ignoraban los Estados Unidos que el conducto por quien debía haberse hecho aquella declaración no era ni podía ser otro que nuestro embajador cerca de ellos. España sin embargo tuvo que devorar impotentemente su ira, cediendo a aquella felonía por no aventurar el trono de Etruria y por evitar una guerra con los Estados Unidos y otra con Francia. El primer cónsul había dado ya una muestra harto significativa de que el rompimiento con él era posible, puesto que acercó tropas al Pirineo y formó un campamento en Bayona; pero habiéndose dicho a su embajador en Madrid que si la Francia no mudaba de actitud procedería el gobierno español a formar otro campamento en Navarra, consiguió que el de Bayona se disolviese.

El gobierno inglés mientras tanto se afanaba por arrastrar el continente a una tercera coalición contra Francia, y ese empeño subió de punto desde la vuelta de Pitt al poder, sucediendo a Adington. Este último había respetado, o afectado respetar la neutralidad de España, consistiendo su deferencia en la esperanza que acaso tenía de adherirnos a su política por medios suaves. Pero desde el momento que Pitt se puso segunda vez al frente de los negocios de su país, volvió a reiterar con nosotros las bruscas exigencias del tiempo de la primera guerra con la república, y decidido a convertir la España en uno de los principales teatros de la nueva lucha que se inauguraba, lo estaba también a echar mano de cualquier medio, por inmoral y ofensivo que fuese, para hacernos entrar en su empeño, cualesquiera que fuesen nuestra oposición y nuestra resistencia. En los mismos términos y con igual e incansable ahínco procuraba atraer a la lid a Alemania y a Rusia,  a Suecia, Dinamarca y Nápoles, a Turquía, a Italia, a Holanda y a Suiza. Era esto mover la tempestad sobre la cabeza de Napoleón para obligarle, como al águila, a remontarse sobre las nubes y superar la tormenta desde su altura. Una conspiración realista añadida a la lucha exterior, parecía venir a hacinar sobre el primer cónsul los últimos elementos de perdición y de ruina. Pichegrú y Cadoudal, caudillos de los chuanes, saliendo de Londres en donde estaban retirados, llegan secretamente a París, empujados acaso por la mano del ministro inglés, y se ponen de acuerdo con Moreau, a quien su esposa había hecho entrar en la facción realista. Su conspiración se desvanece como el humo en el momento crítico de obrar. Pichegrú se quita la vida ahogándose en su prisión; Cadoudal es condenado a muerte y Moreau a dos años de destierro. Napoleón añade a su inmenso prestigio anterior el que naturalmente resulta del interés o del temor y respeto que excita todo grande hombre contra quien se conspira en vano; pero ese prestigio es manchado por un asesinato jurídico, y la sombra del duque de Enghien, príncipe de la sangre real de Francia, depone a la vez contra su gloria y contra las esperanzas de restauración realista en el sentido que anhelaban los partidarios del antiguo régimen. La conspiración en efecto no sirvió sino para acelerar el mo­mento de la última elevación del primer cónsul, a quien se suplica por todas par­tes se digne hacerse emperador. El senado sanciona, por decirlo así, las exposiciones que se dirigen al gran hombre en ese sentido, y los tribunos aprueban la proposición del senado: solo Carnot conserva puro en su alma el amor de la libertad, manifestándose hijo leal de la revolución y consecuente con su fiereza republicana, y pudiéndose decir de él lo que del último de los hombres libres de Roma, «victrix causa Diis placuit, sed vicia Catoni Bonaparte accede gustoso a los deseos del versátil pueblo francés, y es proclamado el 18 de mayo de 1804 emperador hereditario con el nombre ele Napoleón I. La monarquía, pues, esta restaurada; no empero el despotismo anterior. El nuevo monarca es hijo de la revolución a pesar suyo; la revolución ha creado intereses nuevos derrocando los abusos antiguos; la sociedad a cuyo frente se llalla el hombre del siglo no es ni puede ser la del tiempo de Luis XIV, ni la de Luis XV, ni la de Luis XVI; si Napoleón es un déspota, es un déspota liberal, y no puede suceder otra cosa. La Europa contempla asombrada la nueva situación de Francia. El Papa se dirige a París, y el 2 de diciembre del mismo año consagra al emperador en la catedral de Nuestra Señora, y al derramar el óleo sobre aquella cabeza plebeya, y al entregar al nuevo monarca la corona y el cetro y la espada de Carlo Magno, creyéranse renovados los antiguos tiempos en que los reyes lo eran por gracia de Dios. Napoleón no lo era sin embargo sino por la de la revolución que le había hecho su heredero, y nada más expuesto, nada más contrario a sus mismos des­tinos que el olvido de semejante origen.

La tercera coalición entretanto seguía in fieri todavía. Europa estaba escarmentada de las infructuosas tentativas anteriores, y absorta ahora con la elevación del jefe de Francia, no parecía tener ojos sino para contemplarle y temerle. España es disculpable por cierto en no haberse erigido en excepción de las demás naciones por lo que toca a entrar en lucha con él. Solo la Rusia y la Suecia se manifestaron hostiles al emperador en aquel año, esta al abrigo de su lejanía de Francia, y aquella sin romper formalmente, reduciéndose al simple hecho de hacer algunas reclamaciones. La posición de España era difícil: no luchar con Francia era tener que romper con Inglaterra.

Empeñado Pitt en arrastrarnos tras él, comenzó primero por invitarnos a la lucha de un modo formal, a lo cual se siguieron las quejas y las reclamaciones. Nuestro gabinete había dispuesto un armamento en el puerto del Ferrol para reforzar nuestros cruceros de América, y Pitt reclamó contra esta medida, suponiéndola dirigida a hostilizar a Irlanda. La corte de Madrid procuró calmar sus estudiados escrúpulos, haciendo cesar el armamento; pero todo fue inútil. El ministro ingles alegó los subsidios pactados con Francia el año anterior corno opuestos a la neutralidad en que nuestro gobierno deseaba mantenerse; y nuestros hombres, que a pesar de sus cavilosidades diplomáticas, conocían que el caso era ocasionado y resbaladizo, contestaron que el convenio no había tenido aun efecto, dado que ni un solo maravedí se había entregado a Francia. Así era en efecto, y Napoleón reclamaba año y medio de atrasos que España no había podido satisfacer por el estado deplorable de su tesoro, por las calamidades y desgracias públicas ocurridas en aquella época, y acaso por no acabar de exasperar a Gran Bretaña, de quien todo lo podía temer.

Mientras los gabinetes español e ingles andaban en estas contestaciones, lle­garon de América cuatro fragatas españolas con un millón de libras esterlinas, y fueron acometidas en plena paz por otras cuatro inglesas a la altura del cabo de Santa María el 5 de octubre de 1804, siendo inútil la heroica defensa de las nuestras, y teniendo que rendirse tres de ellas, volándose la cuarta con 300 hombres al disparar una andanada.

Este acto vandálico había sido precedido de otro contra nuestro sabio marino D. Mariano Izasbiril, que atacado desprevenidamente cerca de Copiapo, apenas tuvo tiempo para salvarse en las lanchas, juntamente con la tripulación y los papeles y efectos de mas interés. Semejante conducta era propia más bien de piratas que de gente que aspiraba a ser tenida por culta, pues cualesquiera que fuesen sus quejas, era improcedente todo ataque mientras no se declarase la guerra entre las dos naciones. Uno y otro atentado fueron seguidos de desmanes sin cuento, apresando los buques ingleses a los españoles que encontraban, sin distinguir los de guerra de los simplemente mercantes, y llegando al extremo de hacer lo mismo hasta con los barcos de los pescadores. El escándalo fue tal, que hasta la prensa inglesa participó de él, acusando al ministro que de tal manera rebajaba el honor de su país. España se preparó a rechazar la fuerza con la fuerza, y el del 1 diciembre de 1804 se publicó el siguiente

MANIFIESTO.

«El restablecimiento de la paz, que con tanto gusto vio la Europa por el tratado de Amiens, ha sido por desgracia de muy corta duración para el bien de los pueblos. No bien se acababan los públicos regocijos con que en todas partes se celebraba tan fausto suceso, cuando de nuevo principió a turbarse el sosiego pú­blico, y se fueron desvaneciendo los bienes que ofrecía la paz. Los gabinetes de París y Londres tenían a Europa suspensa y combatida entre el temor y la esperanza, viendo cada día más incierto el éxito de sus negociaciones, hasta que la discordia volvió a encender entre ellos el fuego de una guerra, que naturalmente debía comunicarse a otras potencias; pues España y Holanda que trataron juntas con Francia en Amiens, y cuyos intereses y relaciones políticas tienen entre si tanta unión, era muy difícil que dejasen al fin de tomar parte en los agravios y ofensas hechas a su aliada.

En estas circunstancias, fundado S. M en los más sólidos principios de una buena política, prefirió los subsidios pecuniarios al contingente de tropas y navíos con que debía auxiliar a Francia en virtud del tratado de alianza de 1796; y tanto por medio de su ministro en Londres como por medio de los agentes ingleses en Madrid, dio a conocer del modo más positivo al gobierno británico su decidida y firme resolución de permanecer neutral durante la guerra, teniendo por el pronto el consuelo de ver que estas ingenuas seguridades eran, al parecer, bien recibidas en la corte de Londres.

Pero aquel gabinete, que de antemano hubo de haber resuelto en el silencio, por sus fines particulares, la renovación de la guerra con España siempre que pudiese declararla, no con las fórmulas o solemnidades prescritas por el derecho de gentes, sino por medio de acusaciones positivas que le produjesen utilidad, buscó los mas frívolos pretextos para poner en duda la conducta verdaderamente neutral de España, y para dar importancia al mismo tiempo a los deseos del rey británico de conservar la paz: todo con el fin de ganar tiempo, adormeciendo al gobierno español y manteniendo en la incertidumbre la opinión pública de la nación inglesa sobre sus premeditados é injustos designios, que de ningún modo podía aprobar

Así es que en Londres aparentaba artificiosamente proteger varias reclamacio­nes de particulares españoles que se le dirigían, y sus agentes en Madrid ponderaban las intenciones pacíficas de su soberano. Mas nunca se mostraban satisfechos de la franqueza v amistad con que se respondía a sus notas, antes bien soñando y ponderando armamentos que no existían , y suponiendo (contra las protestas mas positivas de parte de España) que los socorros pecuniarios dados a Francia no eran solo el equivalente de tropas y navíos que se estipularan en el tratado de 1796, sino un caudal indefinido é inmenso que no les permitía dejar de considerar á la España como parle principal de la guerra.

Mas como aun no era tiempo de hacer desvanecer del todo la ilusión en que estaban trabajando, exigieron como condiciones precisas para considerar a España como neutral la cesación de todo armamento en estos puertos, y la prohibición de que se vendiesen las presas conducidas a ellos; y a pesar de que una y otra condición, aunque solicitadas con un tono demasiado altivo y poco acostumbrado en las transacciones políticas, fueron desde luego religiosamente cumplidas y observadas, insistieron no obstante en manifestar desconfianza, y partieron de Madrid con premura, aun después de haber recibido correos de su corte, de cuyo contenido nada comunicaron.

El contraste que resulta de todo esto entre la conducta de los gabinetes de Madrid y de Londres, bastaría para manifestar claramente a toda Europa la mala fe y las miras ocultas y perversas del ministro ingles, aunque él mismo no las hubiese manifestado con el atentado abominable de la sorpresa, combate y apresamiento de las cuatro fragatas españolas, que navegando con la plena seguridad que la paz inspira, fueron dolosamente atacadas, por órdenes que el gobierno inglés había firmado en el mismo momento en que engañosamente exigía condi­ciones para la prolongación de la paz, en que se le daban todas las seguridades posibles, y en que sus buques se proveían de víveres y refrescos en los puertos de España.

Estos mismos buques que estaban disfrutando la hospitalidad más completa y experimentando la buena fe con que España probaba a Inglaterra cuán segu­ras eran sus palabras, y cuán firmes sus resoluciones de mantener la neutralidad; estos mismos buques abrigaban ya en el seno de sus comandantes las órdenes inicuas del gabinete ingles para asaltar en el mar las propiedades españolas: órdenes inicuas y profusamente circuladas, pues que todos sus buques de guerra en los mares de América y Europa están ya deteniendo y llevando a sus puertos cuantos buques españoles encuentran, sin respetar ni aun los cargamentos de granos que vienen de todas partes a socorrer a una nación fiel en el año más calamitoso.

Ordenes bárbaras, pues que no merecen otro nombre, las de echar a pique toda embarcación española cuyo porte no llegase a 100 toneladas, de quemar las que estuviesen varadas en la costa, y de apresar y llevar a Malta solo las que excediesen de 100 toneladas de porte. Así lo ha declarado el patrón de un laúd valenciano de 54 toneladas que pudo salvarse en su lancha el día 16 de noviembre sobre la costa de Cataluña, cuando su buque fue echado a pique por un navío inglés, cuyo capitán le quitó sus papeles y su bandera, y lo informó de haber recibido las esperadas órdenes de su corte.

A pesar de unos hechos tan atroces, que prueban hasta la evidencia las miras codiciosas y hostiles que el gabinete ingles tenia meditadas, aun quiere este llevar adelante su pérfido sistema de alucinar la opinión pública, alegando para ello que las fragatas españolas no han sido conducidas a los puertos ingleses en calidad de apresadas, sino como detenidas, hasta que la España dé las seguridades que se desean de que observará la neutralidad msá estricta.

¿Y qué mayores seguridades puede ni debe dar la España? ¿Qué nación civilizada ha usado hasta ahora de unos medios tan injustos y violentos para exigir seguridades de otra? Aunque la Inglaterra tuviese en fin alguna cosa que exigir de España, ¿de qué modo subsanaría después un atropellamiento semejante? ¿Qué satisfacción podría dar por la triste pérdida de la fragata Mercedes con todo su cargamento, su tripulación, y el gran numero de pasajeros distinguidos que han desaparecido victimas inocentes de una política tan detestable?

España no cumpliría con lo que se debe a si misma, ni creería poder mantener su bien conocido honor y decoro entre las potencias de la Europa si se mostrase por mas tiempo insensible a unos ultrajes tan manifiestos, y si no procurase vengarlos con la nobleza y energía propias de su carácter.

Animado de estos sentimientos el magnánimo corazón del rey, después de haber apurado para conservar la paz todos los recursos compatibles con la dignidad de su corona, se ve en la dura precisión de hacer la guerra al rey de Gran Bretaña, a sus súbditos y pueblos, omitiendo las formalidades de estilo para una solemne declaración y publicación, supuesto que el gabinete ingles ha principiado v continúa haciendo la guerra sin declararla.

En consecuencia, después de haber dispuesto S. M. se embargasen por vía de represalia todas las propiedades inglesas en estos dominios, y que se circulasen a los virreyes, capitanes generales y demás jefes de mar y tierra las órdenes mas convenientes para la propia defensa y ofensa del enemigo, ha mandado el rey a su ministro en Londres que se retire con toda la legación española, y no duda S. M. que inflamados todos sus vasallos de la justa indignación que deben inspirarles los violentos procederes de la Inglaterra, no omitirán medio alguno de cuantos les sugiera su valor para contribuir con S. M. a la más completa venganza de los insultos hechos al pabellón español. A este fin les convida a armar en corso contra Gran Bretaña, y a apoderarse con denuedo de sus buques y propiedades con las facultades mas amplias, ofreciendo S. M. la mayor prontitud y celeridad en la adjudicación de las presas, con la sola justificación de ser propiedad inglesa, y renunciando expresamente S. M. en favor de los apresadores cualquiera parte del valor de las presas que en otras ocasiones se haya reservado , de modo que las disfruten en su íntegro valor sin descuento alguno.

“Por último, ha resuelto S. M. que se inserte en los papeles públicos cuanto va referido, para que llegue a noticia de todos; como igualmente que se circule a los embajadores y ministros del rey en las corles extranjeras para que todas las potencias estén informadas de estos hechos, y tomen interesen una causa tan justa; esperando que la Divina Providencia bendecirá las armas españolas para que logren la justa y conveniente satisfacción de sus agravios.”

El príncipe de la Paz, en calidad de generalísimo, dio también la siguiente

PROCLAMA A LA NACIÓN ESPAÑOLA Y AL EJÉRCITO.

“El rey se ha dignado encargarme, como generalísimo que soy de sus reales armas, la dirección de la nueva guerra contra Gran Bretaña, y quiere que todos los jefes de sus dominios se entiendan directa y privadamente conmigo en cuantos asuntos ocurrieren relativos a ella.

Para corresponder a esta soberana confianza y al honroso empeño en que me hallo por tener el mando de sus valerosas tropas, debo desplegar todos los resortes de mi ardiente celo , y dirigir mis ideas a cuantos deben concurrir para realizarlas.

Bien público es que hallándonos en paz con la Inglaterra , y sin mediar declaración alguna que la interrumpiese, han empezado las hostilidades lomando tres fragatas del rey, volando una, haciendo prisionero un regimiento de infantería que iba a Mallorca, apresando otros muchos buques cargados de trigo, y echando a pique los menores de 100 toneladas.  ¿Pero cuándo se cometían todos estos robos, traiciones y asesinatos? Cuando nuestro soberano admitía los buques ingleses al comercio, y socorría desde sus puertos a los de guerra ¡Qué ini­quidad por una parte! ¡qué nobleza y buena por la otra! Al ver esta perfidia , ¿habrá español que no se irrite? ¿habrá soldado que no corra a las armas? Marinos: trescientos hermanos vuestros hechos pedazos, mil aprisionados traidoramente excitan vuestro honor al desagravio. Soldados del ejercito: igual número de vuestros compañeros desarmados vergonzosamente, privados de sus banderas y conducidos a una isla remota, donde perecerán tal vez de hambre, o se verán obligados a tomar parte en las falanges enemigas, os recuerdan vuestros deberes. Españoles todos: muchos pacíficos e indefensos pescadores reducidos a la mayor miseria, y sus pobres mujeres y sus tiernos hijos maldiciendo a los autores de su ruina, excitan vuestra compasión é imploran vuestro auxilio. Por último, millares de familias que esperaban el sustento preciso en el año más calamitoso, y que se lo ven arrebatar pérfidamente, claman venganza, venganza. Corramos a tomarla como el rey lo manda , y la justicia y el ho­nor lo exigen. Si los ingleses se han olvidado de que circula por las venas de los españoles la sangre de los que desvelaron a los cartagineses, a los romanos, a los vándalos y a los moros, nosotros tenemos presente que debemos conservar la fama de nuestros valientes abuelos, y que espera la posteridad de algunos de nuestros nombres para aumentar el número do los héroes castellanos. Si los ingleses, observando nuestra tranquilidad y nuestro deseo de conservar la paz, han tenido la obcecación de creer era efecto de una debilidad y una apatía que no pueden existir en el ardiente y generoso carácter español, bien pronto les haremos ver que a una nación leal, virtuosa y valiente, que ama la religión, el honor y la gloria, no se le puede ofender impunemente, ni dejará de vengar la más sanguinaria de sus afrentas. Si los ingleses, sacudiendo de sí aquel pudor que no permite cometerlos últimos atentados, y despreciando las formalidades practicadas por los gobiernos cultos, han preferido la traición y el robo al honor y a la pública, los españoles les acreditarán al momento que la violación del derecho de gentes, el abuso de la fuerza y el exceso del despotismo han causado siempre la ruina de los estados      ¡Que se avergüencen! ¡que tiemblen a la vista de esos miserables caudales, que teñidos en sangre de víctimas inocentes, les imprimen un borren eterno, y les hacen odiosos a todo el universo!

Españoles generosos: la nobleza y la magnanimidad de vuestro carácter no podrá resistir mas tiempo sin vengarse de tamaños agravios; y el amor que el rey tiene a sus pueblos es sobradamente cierto y conocido para que no se esmeren todos sus vasallos en corresponder a sus justas y soberanas intenciones.

Hágase, pues, la guerra del modo que sea mas funesto a nuestros crueles enemigos; pero sin imitarlos en los procedimientos que no estén autorizados por los derechos de aquellas naciones cultas, que no han perdido todavía su decoro y buen concepto. A fin de que puedan los jefes militares proceder con aquella firmeza y desembarazo que exigen las circunstancias, y con la confianza que el rey ha depositado en su autoridad , les ofrezco en su real nombre que no se les liara cargo de que las operaciones que intenten no tengan el éxito feliz a que se aspire, y hayan hecho prometer con fundamento el examen, la prudencia y el valor que las hubiesen dictado; pero sí serán responsables de que no hagan uso de todos los medios que tengan a su disposición, y pueda crear un ardiente y bien aplicado celo. Naciones con muchos menos recursos que la nuestra, y en situaciones más criticas, han sabido desarrollar tan oportunamente sus fuerzas, que han sido víctimas de su enérgico resentimiento los imprudentes que atropellaron sus derechos. Inflámese bien el ánimo de los pueblos; aprovéchese la exaltación de sus nobles sentimientos, y se harán prodigios. A los capitanes o comandantes generales de las provincias corresponde entusiasmar el animo de sus tropas; y a los reverendos arzobispos y obispos, prelados eclesiásticos y jefes políticos de todos los cuerpos del estado persuadir con su elocuencia y ejemplo  a que vuelvan todos del mejor modo que puedan por el honor de su rey y de su patria.

En situaciones extraordinarias es menester apelar  a recursos y a operaciones de la misma especie, y cada provincia ofrecerá medios particulares que puedan emplearse en hacer mucho daño al enemigo. Sépalos aprovechar la política y el amor a la causa pública; y aspire cada jefe y cada pueblo a presentar a su soberano, a Europa entera y a sus conciudadanos el mayor número de hazañas y de generosos esfuerzos. Cuando se ofrezca una ocasión favorable de dañar al enemigo, aprovéchela todo el mundo sin detenerse a esperarlas ordenes de la superioridad, ni a multiplicar consultas que inutilizan en la irresolución el valor de los ejecutores, hacen perder los instantes mas preciosos, y desaíran el honor nacional.

Persígase al contrabandista como al reo más abominable, como el que presta auxilios a nuestro codicioso enemigo e introduce géneros fabricados por sus manos ensangrentadas en los padres y hermanos de los mismos que deben usarlos. Inspírese un horror patriótico hacia ese infame comercio; y cuando esté bien reconcentrado, cuando no haya español alguno que se envilezca contribuyendo a tan vergonzoso tráfico, y la Europa toda reconozca sus verdaderos intereses y cierre sus puertas a la industria inglesa, entonces será completa la venganza; veremos humillado ese orgullo insoportable , y perecerán rabiando sobre montones de fardos y de efectos, repelidos de todas partes esos infractores del derecho de gentes y esos tiranos de los mares.

Sea una misma nuestra voluntad; sean generales nuestros sacrificios; y si, lo que no es de esperar, hubiese alguno que no abrigase en su corazón este ardor sagrado para defender la patria ofendida, huya de la vista de sus conciudadanos, y no escandalice sus ánimos generosos, ni entibie su ardimiento con una criminal indiferencia. La edad, los achaques de otros no les permitirán tomar una parte activa y personal en esta heroica lucha, pero podrán contribuir con sus riquezas o con sus discursos y consejos a los fines que S. M. quiere y yo deseo; y no desperdiciándose elemento alguno para ejercitar nuestra indignación, será terrible en sus efectos. En fin, si algún vasallo del rey quisiere tomar a su cargo alguna empresa particular contra los ingleses, y por su naturaleza necesitase los auxilios del gobierno, diríjame sus ideas, para que examinando las bases de la combinación, pueda recibir inmediatamente cuantos recursos necesite, siempre que las hallare bien cimentadas, v que viere puede resultar daño al enemigo y gloria a España.

Madrid 20 de diciembre de 4804.

                                             El Príncipe de la Paz.»

 

Tanto este documento como el anterior están escritos con dignidad, y pintan enérgicamente los ultrajes que de Inglaterra teníamos recibidos. Para hostilizar a los isleños nos sobraba seguramente con la mitad de los motivos que se refieren aquí. Atacarnos como nos atacaron sin previa declaración de guerra, hecho era que, unido a la atrocidad con que se perpetró, revelaba en toda su horrible fealdad el carácter de la política inglesa; y nada mas justo que la irritación que semejantes atentados produjeron en los ánimos españoles. La guerra de 1804 y años siguientes fue la expresión del voto nacional, con la sola excepción del partido de Escoiquiz, cuyas maquinaciones aceleraron el rompimiento, gracias a la princesa María Antonia que tan triste papel hacia en la intriga. ¿Por qué fatalidad inconcebible contribuyó el gobierno por su parte a agravar una crisis tan peligrosa de suyo? ¿Cómo estando tan interesado en guardar la neutralidad por todos los medios posibles, vino a hacerla irrealizable con el subsidio pactado en favor del primer cónsul? Porque ese subsidio, examínese por el lado que quiera, llevaba consigo la guerra que en último resultado se encendió, y todas las cavilosidades del mundo no eran bastantes a hacer desaparecer la justicia del resentimiento inglés, bien que nunca pudiese Gran Bretaña legitimar su exabrupto guerrero sin previa declaración de hostilidades, como ya hemos dicho, ni menos justificar, aun existiendo ese requisito, las medidas que su insano furor le dictó contra buques que debía respetar como inofensivos aun en caso de guerra, según el derecho común de las naciones. De todo esto resulta lo que tantas veces tenemos repetido, a saber: que Gran Bretaña es el pueblo menos escrupuloso en los medios cuando trata de arribar a sus fines, y que conocido esto por el gabinete español, debió procurar en cuanto estuvo en su mano todo protesto que pudiera dar alguna apariencia de razón a la hostilidad de su enemiga. Pero nuestros gobernantes no lo hicieron así, y el subsidio pactado con Napoleón será siempre un cargo que la historia les haga, con poca o ninguna probabilidad de recibir contestación satisfactoria.

Pero ese tributo fue resultado lógico y preciso de nuestra dificilísima posición entre dos naciones poderosas y rivales, y esa situación fue también consecuencia del ominoso tratado de San Ildefonso, viniendo el cargo por lo mismo a recaer en último resultado sobre el autor de aquel pacto funesto. La única época en que era posible conservar nuestra neutralidad entre franceses e in­gleses, explotando los elementos que indudablemente teníamos para hacernos respetables a unos y a otros, fue la de los primeros meses transcurridos después de la paz de Basilea. D. Manuel Godoy no supo conservarse en un equilibrio prudente entre las dos naciones, y olvidado de que adherirse a la una era lo mismo que excitarlos celos y la animosidad de la otra, estrechó sus lazos con el directorio francés, poniéndose en ridículo consigo mismo y dejando ver claramente la insigne versatilidad de ánimo de que estaba dotado. No examinaremos aquí si el motivo que tuvo Godoy para obrar así consistió en su deseo de mantenerse en el poder, o dependió de otra cosa. Nosotros censuramos el hecho en si mismo, prescindiendo de las razones de ambición que pudieron o no motivarlo; y así como inculpamos al favorito por la alianza entablada con el gobierno francés, le inculparíamos si la hubiese entablado con el británico; pues cualquiera que fuera el lado a que se inclinase, no hacia o no hubiera hecho otra cosa que huir del fuego para dar en las brasas. Conocida la rivalidad de ambos pueblos, el único medio, repetimos, de aspirar nosotros a valer algo entre el uno y el otro, consistía en mantenernos en un pie respetable de defensa para hacer frente a los peligros que pudieran sobrevenir, no en sacrificar nuestros recursos marítimos y terrestres a empeños cuyo único resultado debe ser el quebranto sucesivo de nuestra independencia, y meternos en un juego de combinaciones extrañas al verdadero intereses de la nación. Obróse de otro modo, sin embargo; y una vez adheridos a Francia, nos fue cada vez mas difícil romper las redes en que nos vimos envueltos, siendo nuestro destino arrastrar de grado o por fuerza por la senda de perdición en que el favorito nos puso.

¡Y qué papel tan humillante no desempeñábamos a las veces bajo otro aspecto! Constituidos en la necesidad de someternos a la imperiosa voluntad de Francia, so pena de romper nuestra alianza con ella para entablar otra con Gran Bretaña, reproduciendo la misma situación en contrario sentido, y verificándose así el cuento de nunca acabar; constituidos, repetimos, en esa necesidad angustiosa, ni aun podíamos aspirar al triste consuelo de verificarlo con cierta apariencia de decoro, continuando sujetos al yugo que nos imponía nuestro dominador, sin fuerza bastante para resistir sus felonías, sin medios de disminuir el desdoro del ultraje, ya que no en la realidad, por lo menos en apariencia. ¿Qué importa que en esta o en la otra ocasión se negase el gobierno español a tal o cual exigencia desmesurada por parte del primer cónsul? Bonaparte cedía en unas por consideraciones particulares de conveniencia propia, bajando en otras el tono como ex profeso, y con el solo objeto de engatusar a nuestros gobernantes con una aquiescencia estudiada. Esto le valía dinero por una parte y sumisión por otra; no siendo sino muy frecuente verle pedir como mil para conseguir como ciento, táctica en que supo manejarse a las mil maravillas. Carlos IV entretanto, y su favorito con él, se manifestaban altamente satisfechos de sí mismos, cuando otorgando la mitad o la tercera parle de lo que Bonaparte exigía, creían haber manifestado una resistencia valiente y digna de la nación a cuyo frente se hallaban. Pero el primer cónsul se reía en su interior de aquellos incautos, y cuando le ocurría hacer una diablura como la de la venta de la Luisiana, sabia bien que no le hablan de chistar sino débilmente, y sin medios por supuesto de hacer valedera su reclamación. Tal era el estado a que había venido a parar la soberbia española, gracias en sus tres cuartas partes á la privanza de Godoy y al tratado de San Ildefonso.

El príncipe de la Paz, cuya mesura y circunspección en este año nos hemos complacido en reconocer, no pudo, por más esfuerzos que hizo, destruir los efectos de su propia obra, y hubo de ceder a la ingrata estrella que le llamaba a presidir una segunda lucha con Gran Bretaña, lucha en que iba a perecer desastradamente la brillante marina de Carlos III. Esta inmensa catástrofe servirá de asunto al capítulo siguiente.