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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

CAPITULO XIII.

Nacimiento del príncipe Fernando.—Profecías y vaticinios.—Reunión de las cortes para jurar al príncipe de Asturias, y derogación de la pragmática de Felipe V.—Maestros de Fernando: Escoiquiz.— Influencia de la privanza de Godoy en la división de la regia familia y en los celos de Fernando.—Destierro de Escoiquiz.—Relaciones ocultas entre maestro y discípulo.—Enlace de Fernando con la princesa María Antonia, y de la infanta María Isabel con el príncipe heredero de Nápoles.—Correspondencia secreta entre la princesa María Antonia y su madre.—Partido del príncipe de Asturias acaudillado por Escoiquiz.—Segunda petición para tener Fernando entrada en el consejo, y segunda negativa del rey.—Agentes de Escoiquiz en las provincias.—Desazón entre la reina y la princesa de Asturias.—Hambre fac­ticia.—Alborotos en Vizcaya.—Ojeada al exterior.

 

 

El príncipe Fernando nació en el real sitio del Escorial en 14 de octubre de 1784, cuatro años y cuatro meses, menos un día a buena cuenta, antes del fallecimiento de Carlos III. Habíase distinguido entre otras cosas el gobierno de este gran rey por la dignidad y entereza con que, sin hacerse sospechoso en la piedad, resistió las invasiones de la curia romana, lo que dio motivo al descontento de una gran parte del clero, cuyo fanatismo no podía llevar en paciencia la mas pequeña medida que coartase las facultades del poder eclesiástico en sus relaciones con el temporal. Otro de los hechos que caracterizaron el reinado de Carlos III, y cuya perpetración le valió el descontento v aun el odio de la misma clase, fue la expulsión de los jesuitas, verificada en todos los puntos del reino en un mismo día y hora, si bien debió influir en calmar la desafección con que aquella providencia se miraba, la circunstancia de haberse realizado con expresa aprobación de la Santa Sede. Aumentada la deuda pública de España por los excesivos gastos que nos ocasionó la guerra con los ingleses, y habiendo experimentado nuestras armas los sabidos desastres de la expedición de Argel; unido esto al odio con que era generalmente mirado el ministro Llerena, y al poco gusto con que la nobleza miraba la prepotencia ministerial del conde de Floridablanca, los últimos años del reinado de Carlos III no fueron realmente populares, como atinadamente observa don Manuel Godoy. El nacimiento del príncipe Fernando coincidió con el comienzo de la impopularidad de que hablamos, y ese nacimiento fue saludado por la parte descontenta con himnos y profecías, vaticinando unos al que acababa de venir al mundo que resplandecería mas adelante sobre su cabeza la aureola de San Fernando, mientras otros le creían heredero y futuro reproductor de los laureles de Carlos V, y otros auguraban, en fin, que llegado a ser rey, restablecería los jesuitas expulsados por su abuelo. Tal y tan antiguo fue el origen del título de Deseado que se dio a Fernando más adelante cuando subió al trono.

Muerto Carlos III en los momentos críticos en que se anunciaban los primeros síntomas de la revolución francesa, sucedióle su hijo Carlos IV, como hemos visto, a los cuarenta años de edad, habiendo conseguido conducir la nave del estado sin averías políticas de ninguna especie durante los ministerios de Floridablanca y Aranda, según igualmente tenemos observado. Es de creer que de haber continuado cualquiera de los dos al frente de los negocios, nuestra posición monárquica ante la Francia revolucionaria, si bien no habría carecido de espinas, hubiera sido menos embarazosa y difícil; pero en mala hora para el monarca, en mala para la nación, y en mala finalmente para el príncipe Fernando, fue ascendido Godoy a la cima del poder, merced al capricho de María Luisa y a la sabida preponderancia que esta ejercía en el ánimo de su débil esposo. Lejos de nosotros pretender acreditar en lo más mínimo los siniestros rumores que contra el valido se esparcieron, suponiéndole desde los principios de su elevación enemigo de Fer­nando y autor con María Luisa de la opresión que, a decir del vulgo, y de gente que no era vulgo, ejerció sobre el heredero de la corona. Nosotros no tenemos motivo ni datos para creer merecida una acusación tan odiosa; pero la elevación de don Manuel Godoy ejerció una fatal influencia en los celos del príncipe, y en ese sentido no hay duda que fue funesta a Fernando, a sus padres y a la nación.

En 1789 se reunieron las cortes del reino, compuestas de los prelados elegidos para representar al clero, de los grandes de España y de los títulos de Castilla en nombre de la nobleza, y de los diputados de las ciudades que tenían voto, en representación del pueblo. En ellas fue derogada la pragmática sanción de Felipe V como contraria a la costumbre inmemorial que tiene establecida entre nosotros la sucesión regular a la corona. Esta derogación se tuvo secreta hasta nuestros días, en que con motivo del nacimiento de Isabel II se hizo patente para oponer la legitimidad de sus derechos a la usurpación intentada por su tío. Natural parecía que en la época a que nos referimos se tratase de sacar partido de la representación nacional en beneficio del país, y tanto más natural, cuanto hallándonos frente a frente con Francia en revolución, nunca mas que entonces podía sernos útil el restablecimiento de nuestras antiguas corles: pero el conde de Floridablanca no miraba las cosas bajo el mismo punto de vista, y temeroso de atraer sobre su patria la revolución que con tanto cuidado trataba de evitar, juzgó mas oportuno, aunque erradamente en nuestro concepto, limitar la convocación de las cortes al mero y simple acto de restablecer el antiguo derecho de suceder, y al de jurar a Fernando por príncipe de Asturias, como así se verificó.

La constitución física de este fue débil y enfermiza en los primeros años, y si consiguió salvar su existencia, lo debió tal vez a haber mudado de clima. «Sin embargo, aquel temperamento delicado no cambió con la edad (dice un escritor de nuestros días), ejerció suma influencia sobre el carácter del príncipe. No era su móvil a sensibilidad, si hemos de dar crédito a su madre y a algunos de sus maestros: sus fibras necesitaban fuertes sacudimientos para hacerle sentir el placer: rara vez reía, hablaba poco y regocijábase con dar muerte a los pajaritos que caían en sus manos.»

El primer maestro del príncipe Fernando fue el padre Scio, varón ilustrado y piadoso, el cual bajó al sepulcro antes de haber podido conseguir que su regio alumno le tendiese una mirada de cariño. Muerto aquel, y en tiempo ya del valimiento de D. Manuel Godoy, tuvo el cargo de dirigir la educación del heredero de la corona el recto y apreciabilísimo obispo de Orihuela y de Ávila D. Francisco Javier Cabrera; pero murió también harto pronto para que consiguiese hacer fructificar la semilla de sus lecciones y doctrina en el corazón de su educando, el cual daba muestras de respetarle y de oírle con benevolencia. Sus ayos fueron D. José Bazán y Silva, marqués de Santa Cruz, y el duque de S. Carlos; y teniente de ayo D. José Alvarez de Faria, tío de D. Manuel Godoy. Llegado el príncipe de Asturias a la edad en que necesitaba cultivar las bellas letras y las matemáticas, Carlos IV, siguiendo la costumbre que se había impuesto de no hacer nada que fuese importante sin consultarlo con el valido, encargó a este la elección de un maestro que a la circunstancia de servir para el objeto, uniese la de ser eclesiástico. Muchos aspiraron a dirigir la enseñanza del príncipe desde el momento en que se traslució la noticia del encargo dado a Godoy, habiendo sido uno de ellos el canónigo de Zaragoza D. Juan Escoiquiz, acerca del cual es preciso que hablemos con alguna detención.

Era Escoiquiz uno de los concurrentes que mas frecuentaban la casa del príncipe de la Paz, cuya benevolencia procuró granjearse por cuantos medios estuvieron en su mano. «Su exterior, dice el autor de las Memorias, tenía todo el aire de un candor cristiano y filosófico; era dulce y grave a un mismo tiempo : su manera de mirar parecía algunas veces la expresión de todas las virtudes; y su modo de hablar el de un sabio sin pretensiones de talento: sus respuestas y sus promesas las de un hombre sincero que, sin presunción de sí mismo, comprendía su deber y no tenía otra mira que cumplirlo.» Estas prendas eran sin embargo mentidas, refundiéndose todas en la hipocresía y en el arte de que la naturaleza le había dotado para fascinar y engañar a las gentes. Cuando aspiraba a la honra de ser nombrado maestro del príncipe de Asturias, se hallaba perseguido por el cabildo de Zaragoza, y esta persecución que, según se supo después, era motivada por causas que nada tenían de honoríficas, le sirvió admirablemente en su pretensión, convirtiéndola en mérito para ser atendido. «Este hombre , dice el príncipe de la Paz, que tanto ruido movió después contra mí en materia de conexiones y fragilidades humanas, vivía no obstante y vivió hasta el fin de su vida en la intimidad más estrecha con una dama que, so color de pariente, gobernó su casa. Tal fue el motivo de su proceso, tan secreto y misterioso como pedía el honor de su estado en tribunales eclesiásticos.»

Deslumbrado el valido con las prendas que el pretendiente afectaba, acabó de mostrarse propicio a este al verle perseguido y vejado, no siendo justo culpar a Godoy por el engaño en que le hicieron incurrir los informes que tomó, ni merecida, en nuestro concepto, la acusación que contra él se ha fulminado, suponiendo que buscó a sabiendas un maestro incapaz en Escoiquiz para por su medio inutilizar la educación del príncipe. Pero si don Manuel Godoy tiene disculpa en la equivocación padecida por lo que toca a las prendas morales del preceptor, y si nosotros sentimos un verdadero placer al vindicarle en cuanto a los siniestros designios que por su elección se le atribuyeron, no por eso le creemos exento de lacha considerando su yerro bajo el aspecto puramente literario. ¿Cómo echaba mano de un poeta de la calaña de Escoiquiz para enseñar a Fernando las bellas letras? En esto no cabe escusarse con informes ajenos, cuando tan patentes estaban los versos de aquel eclesiástico; pero el favorito no se hallaba sin duda en el caso de distinguir entonces, como parece distinguirlos ahora, los primores y defectos poéticos, y de aquí su equivocación literaria respecto al maestro que nos ocupa. No dejó también de ser singular el empeño de Carlos IV en querer para su primogénito un profesor que reuniese con feliz armonía dos ramos de enseñanza tan distintos, o por mejor decir, tan opuestos , como son las matemáticas y las bellas letras, siendo el caso tan excepcional, como lo es el hallazgo de ambos profesorados en una sola persona.

Sea de esto lo que quiera, Escoiquiz consiguió fascinar al valido y al monarca, tanto moral como literaria y científicamente; y habiendo sido nombrado primero sumiller de cortina, recibió después el cargo de cultivar los talentos y de formar el corazón del príncipe heredero. «¡Feliz yo, dijo Escoiquiz al recibir su nombramiento, si enseñando letras humanas a S. A., consigo hacer de mi regio alumno el mas humano de los príncipes.»

Pero el maestro al expresarse así no hablaba con sinceridad. Apoderado de la educación del príncipe, lo que menos procuró fue circunscribirse a los limites de su encargo, dado que echando a un lado la enseñanza de la literatura y de las matemáticas, se erigió en director político de su alumno, tomando voluntariamente sobre sí la difícil tarea de enseñarle la ciencia de reinar. Devorado por la ambición, creyóse llamado a brillar en la historia cual otro Giménez de Cisneros o como un segundo Richelieu. El carácter de su regio alumno le ofrecía la base de operaciones, por decirlo así, en que había de apoyar su sistema de predominio ulterior sobre aquella alma sombría, desconfiada y recelosa. Toda la táctica de Escoiquiz se redujo a aumentar esa desconfianza y á oscilar la ambición y los celos del joven Fernando, sirviéndole maravillosamente para el caso el turbado estado de los tiempos y la preponderancia de que gozaba el príncipe de la Paz, a quien después de haber bajamente adulado, tardó poco tiempo en vender.

Cuando a consecuencia de los sucesos que tenemos referidos al hablar del ministerio de Jovellanos y Saavedra, se vio Manuel Godoy en precisión de retirarse del mando y de la corte, creyóse que su alejamiento era debido a la desconfianza con que el monarca comenzaba a mirarle. Cuan fundada fuese esta presunción, lo hemos visto ya; y si después de lo que tenemos dicho quedara alguna duda acerca de este punto, bastaría a desvanecerla completamente el cambio de conducta que por aquel mismo tiempo se observó en Escoiquiz relativamente a su protector. Participando el maestro de la creencia general, y teniendo motivo por sus conexiones con palacio para saber lo que había en cuanto a los motivos que habitan ocasionado la momentánea caída del príncipe de la Paz, juzgó llegado el caso de volverle villanamente la espalda; y olvidándose de la elevación que le había debido, dio principio a su defección zahiriéndole ante los reyes, si bien de un modo indirecto, no siendo posible otra cosa en quien tan recientemente le había adulado y ofrecido incienso en sus aras. El embozado ataque de Escoiquiz consistió en presentar al monarca una memoria sobre el interés del estado en la elección de buenos ministros, la cual contenía dos partes: una en que se bosquejaba el cuadro de un mal consejero, en el cual no podía desconocerse que se refería al príncipe de la Paz, aunque sin nombrarle; y otra en que al notar las prendas que constituyen o deben constituir un verdadero hombre de estado, se traslucía harto significativamente que aspiraba el autor del escrito a ser tenido por tal. Los reyes, a decir de D. Manuel Godoy, comenzaron a calar los ambiciosos designios del escritor, y se pusieron en guarda y observación de su conducta. Escoiquiz no se apercibió de ello, antes bien se creyó en el más alto grado de favor, cuando habiendo presentado a Carlos IV su pésimo poema, titulado: Méjico conquistada, permitió el monarca que le dedicase aquel miserable conjunto de octavas reales. Mientras tanto consiguió el favorito volver a la gracia del rey, momentáneamente interrumpida, y el canónigo Escoiquiz tuvo en breve ocasión de conocer la impre­visión e imprudencia con que había osado atacar al omnipotente ante el trono

Consecuente el maestro con su propósito de amoldar el ánimo del príncipe a la pauta que desde un principio se había trazado, no se descuidó en explotar uno de los medios mas poderosos de tenerle propicio, cual fue el de inflamar su ambición, despertando en su alma deseos de brillar en la escena política ocupándose en los asuntos de estado. Con este objeto le sugirió la idea de pedir a su augusto padre le permitiese la entrada en el consejo, para instruirse poco a poco en la difícil ciencia de gobernar. Esta solicitud, indicada a Carlos IV por el mismo Escoiquiz, desagradó notablemente al rey, conociendo este que una pretensión de tal naturaleza no podía ser hija de los deseos del príncipe, sino de las sugestiones del canónigo  interesado sin duda en penetrar los secretos del gabinete por medio de su alumno. Había además otra razón para que Carlos IV se negase a acceder, y era no haber podido lograr él igual gracia, cuando siendo príncipe, pidió lo mismo a su padre. Fue pues negada la solicitud del maestro, y desterrado este políticamente de la corte, enviándole el monarca a Toledo con el título o nombramiento que le dio de arcediano de Alcaraz. Godoy se hallaba entonces ausente todavía de la corte, y de esto pretendo inferir que no pudo tener parte en la desventura de aquel clérigo. Acerca de este punto nos permitirá el príncipe de la Paz que titubeemos en darle crédito, puesto que las cartas a que en otro lugar nos hemos referido, manifiestan bien a las claras su intervención en los negocios durante su retiro, y es más que probable que la caída de Escoiquiz no se verificase sin su consejo y anuencia, ya por la tantas veces referida circunstancia de no hacer cosa alguna los reyes sin el dictamen del valido, como porque siendo Escoiquiz hechura exclusiva de este, hubiera sido como improcedente su separación en el mero hecho de verificarse sin noticia de su antiguo patrono.

Por lo que toca al incidente que fue causa inmediata de la caída del preceptor, creemos oportuno hacer algunas reflexiones. Convenimos desde luego en que los deseos que de tener entrada en el consejo manifestó el príncipe Fernando, le fueron siniestramente sugeridos por su maestro, para por este medio poder ponerse al corriente de los negocios que deseaba explotar en obsequio de sus miras particulares; y damos por sentado también que Carlos IV negó a su hijo la gracia insinuada, ya porque el recuerdo de haberle negado su padre y predecesor igual adición le determinase a obrar en iguales términos con su primogénito, ya por presentir y calar los ambiciosos designios de Escoiquiz, como dice el príncipe de a Paz. Nada de eso quita para que Fernando se resintiese de la negativa, y que ese resentimiento fuese justo. Fernando había visto, y continuó después viendo a su padre depositar su confianza en Godoy, dándole una preferencia marcada sobre el heredero del trono, sin tener el consuelo de ver legitimada esa preferencia por las canas del favorito. ¿Qué impresión no debía hacerle por lo mismo ver traer a colación lo inexperto de su edad para negarle la entrada en el consejo, cuando la elevación de Godoy estaba tan lejos do haber sido motivada por la experiencia o por las canas? Y si Carlos III había negado a su sucesor la petición de que habla D. Manuel Godoy, ¿tenia aquel por ventura otro favorito que pudiera oscilar los celos del heredero del trono, como Carlos IV lo tuvo? No seremos nosotros los que tomemos a nuestro cargo la imposible tarea de hacer la apología de un rey tan funesto al país como lo ha sido Fernando VII; pero ni la censura que nos merece la mayoría de sus actos, ni el desagrado con que recordamos su nombre, pueden ser parle para que desconozcamos lo fundado de su resentimiento cuando príncipe en el grave y delicado punto que nos ocupa. De aquí la perjudicial y funesta influencia ejercida después por Escoiquiz en el malamente herido amor propio de su regio discípulo; de aquí la división lamentable que tan tristemente reinó en la familia real; de aquí las parcialidades y bandos entre el príncipe de la Paz y el de Asturias; de aquí, en fin, las desgracias finales que pesaron sobre España en los últimos días del reinado de Carlos IV; viniendo a resultar de todo, que el verdadero y exclusivo origen de la preponderancia que Escoiquiz llegó a tener sobre el ánimo de su alumno en daño de este, de sus reyes y de su patria, fue la privanza de D. Manuel Godoy, privanza que, teniendo escandalizados a todos los españoles, no era mucho escandalizase también al inmediato heredero del trono. Por lo demás, nada está mas lejos de nuestro ánimo que el designio de vindicar a Escoiquiz en lo que toca a la insidiosa especie indicada al príncipe de Asturias. Su deber como preceptor, como eclesiástico y como español era calmar la irritación de su alumno, en vez de oscilarla; y el deber de Carlos IV era también renunciar para siempre al favorito, en vez de renovar su ensalzamiento, como lo hizo a los pocos días, acabando de redoblar de este modo los celos y en­vidia del príncipe Fernando.

D. Manuel Godoy volvió en efecto al poder, como ya tenemos manifestado, y Escoiquiz que le atribuía su caída, en lo cual no tenía ciertamente por qué quejarse, se convirtió desde entonces en conspirador contra él y contra los reyes. Durante el tiempo de su magisterio se había atraído completamente la confianza del de Asturias, y este no podía olvidarle. La separación del preceptor acabó de exasperar por lo mismo el alma del príncipe: el despego con que este miraba a sus padres se notó desde aquella lecha de un modo mas mar­cado que antes: su encono contra el favorito fue en progresión creciente, y su sombría imaginación, en fin, se lo representaba en sus sueños como un aborrecido rival, cuya mano pretendía usurparle la corona a que le llamaban sus destinos.

Escoiquiz mientras tanto no se descuidaba en atizarla discordia ni en redoblar la triste disposición de ánimo en que su alumno se hallaba. Desterrado en Toledo, mantenía ocultas relaciones con él, ya por interpuestas personas, designadas al príncipe como las únicas que le eran afectas; ya por misteriosos escritos, de cuya existencia no puede dudarse, atendida la clave para escribir en cifra que apa­reció después en la causa del Escorial; ya, en fin, pasando el mismo arcediano a la corte, bien que disfrazado, con el objeto de visitar a su discípulo.

Mientras esto sucedía en palacio, y mientras de un modo tan serio se pre­paraban en él por medio de la discordia los primeros cimientos en que más adelante había Napoleón de apoyar sus proyectos de intervención en nuestros negocios, se verificó entre Luciano Bonapartc y el príncipe de la Paz la conferencia secreta de que hemos hablado, relativa a las miras de enlace que el primer cónsul abrigaba. Espantado nuestro monarca cuando supo un anuncio de tal naturaleza, y previendo el peligro que habría en negar la mano de su hija al jefe de Francia, si pasando este más adelante en su proyecto llegaba a solicitarla directamente, trató con la mayor seriedad de evitar tan duro compromiso, recurriendo al medio de proporcionar otro matrimonio a la infanta, y anticipándose al caso de tener que dar al primer cónsul una repulsa que pudiera alterar las buenas relaciones que entre este y España mediaban. Esta resolución de Carlos IV era justa, no solo porque en aquellos tiempos no podía serle decoroso un enlace con el heredero de la revolución que había echado por tierra la rama primogénita de su familia, sino por la inmoralidad y escándalo del hecho en si mismo, dado que no podía tener lugar sin romper Bonaparte los sagrados vínculos que le unían a Josefina. Determinado, pues, por tan poderosas razones a casar anticipadamente a su hija, tendió la vista sobre las distintas casas reales de Europa, y se fijó en la de Nápoles. Ocupaba el trono de este país un hermano del rey de España casado con la archiduquesa Carolina, la cual se distinguía por su odio al gobierno francés y por sus íntimas relaciones con el británico. Carlos IV que observaba con extraordinaria inquietud la política de la corte de Nápoles relativa a Francia, creyó conveniente desviarla, en la parte que buenamente pudiese, de la errada senda que en su concepto seguía; y así como había trabajado en separar el Portugal de Inglaterra y en adherirla a Francia, trató de hacer lo mismo con la familia de su hermano. Para ello creyó á propósito casar la infanta María Isabel con el heredero del trono de Nápoles, estrechando así los lazos que le unían a este país, y pensando por este medio atraerle poco a poco a la alianza francesa. Llevado del mismo designio, y viendo al príncipe Fernando en edad ya a propósito para casarse, resolvió igualmente su matrimonio con la princesa María Antonia, hija del susodicho monarca.

Formada ya su resolución acerca de ambos matrimonios, comunicó la idea, según su costumbre, al príncipe de la Paz, quien conviniendo desde luego en el primero de los dos enlaces, no pensó lo mismo por lo tocante al segundo. El príncipe de Asturias no había cumplido aun los 18 años de edad , y a esta circunstancia se añadía la de hallarse su educación notablemente atrasada. Fundado Godoy en ambas observaciones, fue de parecer que en vez de casar tan prematuramente al de Asturias, convenía diferir sus bodas hasta que su instrucción se completase, para lo cual creía oportuno se le enviase a viajar por los países extranjeros antes de poner en planta el proyecto del rey. Convino este en las reflexiones del favorito por lo tocante al abandono en que se hallaba la educación de su primogénito; pero temiendo que el viaje propuesto pudiera convertirse en un nuevo medio de extravío por parte de algún malvado o de la misma política extranjera, y exponiendo además el dolor que la ausencia ocasionaría a María Luisa a causa del entrañable amor que tenía a su hijo, indicó bastante lo invariable de su resolución respecto al enlace proyectado. Consultado después el ministro Caballero, y misteriosamente, según indica el autor de las Memorias, quedó definitivamente resuelta la realización de los dos matrimonios.

Ajustáronse estos en el sitio real de Aranjuez el 14 de abril de 1802; y celebrados por poderes a principios del mes de julio siguiente, la familia real, acompañada del privado, partió para Barcelona en setiembre, ratificándose las dos bodas el 4 de octubre en medio del entusiasmo popular. Multiplicáronse las fiestas y regocijos por todas partes, recibiendo los reyes tanto en Barcelona como en las demás poblaciones del tránsito hasta su regreso a Madrid inequívocas pruebas del contento que a los españoles causaba el matrimonio del príncipe heredero. Los ojos que desde un principio se había convertido hacia este, acabaron de fijarse en él: los enemigos del príncipe de la Paz, y los que sin serlo miraban con tedio su privanza, se adhirieron poco a poco desde aquella época a la causa del joven real en quien consideraban cifrado el porvenir de España: el canónigo Escoiquiz aumentó el número de sus partidarios : todos, en fin, unos de buena fe, otros con siniestra intención, celebraron el enlace como uno de los acontecimientos más faustos para la causa nacional. Godoy debió haberse retirado del poder aquel día, y su retirada nos hubiera ahorrado un sinnúmero de males; pero no conociendo que el regocijo mostrado por los pueblos era una censura directa de sus honores y privanza, y haciéndosele duro tal vez descender de la alta posición en que se veía, estimó mas oportuno continuar en el torbellino de la corte y entre los halagos del mando, acabando de labrar la ruma de la nación, dominada ya desde entonces, aunque ocultamente, por el genio de la discordia.

A la privanza de Godoy, que tan plausible pretexto daba a la envidia para murmurar contra él, se añadió la circunstancia de haberse opuesto el valido al casamiento del príncipe; cuya noticia, habiendo llegado a los oídos de este, puso el último colmo al encono que su alma abrigaba. De esta misma disposición de ánimo participó la princesa su esposa, que desde un principio miró como enemigo irreconciliable al de la Paz; siendo escusado decir que Escoiquiz no esquivaría interponer sus murmuraciones, su influjo y su mala fe para aumentarla división de la regia familia. Llevando el maestro la calumnia hasta un punto el más exagerado y siniestro, pintó al valido como un ambicioso sin freno, que aspiraba no menos que a ocupar el trono de Carlos IV en perjuicio de los derechos de su heredero; especie que por más absurda y por más inverosímil que fuese, no dejó de tener entre el vulgo quien le diese crédito con la mejor fe del mundo. La princesa escuchaba a Escoiquiz como un oráculo, y le marcó como su más fiel servidor, lo mismo que su inexperto y resentido esposo. Desde entonces acabó de convertirse el arcediano en jefe y acaudillador del partido, cuya mano empuñó la palanca que había de dar finalmente por tierra con el trono de Carlos IV.

Bastaban ciertamente los elementos de perdición que acabamos de exponer para labrar la ruina del país en que tan siniestramente se agitaban; y sin embargo, se añadió todavía otro que acabó de turbar completamente el estado de las cosas. Hemos visto que la corte de Nápoles estaba adherida a la política inglesa, y hemos visto también que uno de los motivos que influyeron en el ánimo de Carlos IV para verificar los dos enlaces, fue su deseo de atraer aquella corte a la alianza del gobierno francés. Desgraciadamente quedó malogrado su designio por el mismo medio que imaginaba útil para ponerlo en planta. La princesa María Antonia había recibido de su madre la reina Carolina la misión especial de sondear los arcanos del gabinete de Madrid y sus mas recónditos pensamientos, todo con el objeto de comunicar a los ministros ingleses lo que en nuestra corte pasaba. La princesa de Asturias, consecuente con el encargo que su madre le había dado, escribía a esta con el mayor secreto , y casi diariamente, cuanto le era dado averiguar, verdadero o falso. De esta manera se añadía a la división que reinaba en palacio otro foco de discordia en el exterior; mas como la princesa no se hallase satisfecha con las noticias que extraoficialmente podía adquirir, volvió a reproducirse la propuesta de dar entrada en el consejo al príncipe Fernando. Carlos IV se hallaba dispuesto a acceder a esta segunda petición; pero habiendo sido interceptada por el primer cónsul una carta que la princesa dirigía a su madre, se descubrió la intima relación que reinaba entre la corte de Nápoles y la nuera del rey, y volvió a repetir este la negativa anterior; negativa que aunque justa , no podía menos, como se ve, de aumentar el enojo del príncipe y el encono de sus partidarios.

El bando acaudillado por Escoiquiz envió comisionados a las provincias con objeto de explotar en provecho de sus miras el descontento que Godoy excitaba. «Los medios (dice el autor de la historia citada arriba) que le habían servido para llegar al colmo de la grandeza y la rapidez con que había conseguido tocar la cúspide del poder volando sin las alas del ingenio, provocaron, corno llevamos dicho, la envidia y las murmuraciones. Por otra parte los pueblos sufrían grandes trabajos, no solo por efecto del mal gobierno, sino también por resultado de las guerras que devastaban entonces las naciones, y el vulgo, que siempre atribuye a los ministros sus desgracias, reconcentraba todo su aborrecimiento en el príncipe de la Paz, a quien creía omnipotente. Necesitábanse manos más expertas para guiar el timón del estado en tan deshecha tormenta; deseábase un piloto que nos libertase del naufragio, porque las intenciones mas puras no salvan una nación: los hechos, las victorias responden únicamente del que manda, y prueban su talento.

«A estos motivos justos (prosigue el historiador) añadíanse causas muy distintas y de más grave consecuencia. La venta de algunos bienes pertenecientes a manos muertas, la construcción de cementerios en despoblado y otras reformas que honran aquel reinado, desagradaron al clero, que con sus maquinaciones comenzó a atacar la opinión del privado y a subir a las nubes el nombre de Fernando. Pregonaban sus amigos que este religioso príncipe no tocaría con sus manos las aras, o lo que para ellos más importaba, las rentas de los ministros del altar, y que al contrario aumentaría su ornamento y esplendor. Cada fraile se convirtió en un misionero furibundo, en un clarín sonoro de la fama que llamaba a las banderas del príncipe a sus afiliados y anatematizaba y fulminaba rayos sagrados contra el de la Paz y sus partidarios. Y cuando llegaron a descubrir que el ministro había osado impetrar de Roma una bula para reformar los institutos monásticos, creció hasta tal punto el encono que se desataron en improperios y calumnias. El solio, siempre acatado en España, sufrió sus ataques, y emplearon hiel y retama en vez de colores para pintar exageradas las pasiones, las debilidades de que nunca se han libertado ni el cetro, ni el pellico, ni la misma intolerante cogulla. Las valientes pinceladas con que Tácito dibuja los desórdenes de Mesalina y de Popea, quedaban oscurecidas al lado de sus impúdicas pinturas. Pensaban que el palacio era el claustro, y que la historia privada de los monarcas hispanos se encuentra en las elocuentes páginas del virtuoso Mariana. La reina María Luisa, cuya viva imaginación y talento rayaban muy altos, al ver trocado en odio el amor que la corte les había profesado, dijo que Madrid era «pueblo de buenos príncipes y de malos reyes.»

La princesa María Antonia, que continuaba trabajando en secreto y con el mayor ahínco para romper la alianza de España y Francia, escribió a su madre una segunda carta llena de invectivas contra los reyes y de encono contra la Francia. Interceptado el correo otra vez por Napoleón, remitió la carta a Carlos IV, con no poco disgusto de este, que en tan grave compromiso se vía, merced á las imprudencias de su nuera. Anhelante de impedir que estas pasasen adelante, y deseoso al mismo tiempo de no exasperar a la princesa, encargó a la reina María Luisa procurase inspirar a aquella más reserva y circunspección. La reina cumplió con su encargo hablando a sus hijos con la mayor dulzura, manifestándoles que sus consejos nacían de ella sola, y fingiendo que Carlos IV ignoraba la interceptación de la carta. La princesa respondió agriamente a su suegra, tratándola en términos tan desatentos o impropios, que desagradaron al mismo Fernando, el cual se vio precisado a reprender en su esposa el desacuerdo y la altivez con que se producía.

Para completar el cuadro de las discordias de palacio y de las primeras maquinaciones del partido del príncipe de Asturias, baste decir que los agentes de Escoiquiz llegaron en 4804 al extremo de explotar la miseria general y la escasez de cosechas de aquel año y de los dos anteriores, promoviendo, como hay motivos para sospechar, un hambre ficticia, a que el príncipe de la Paz puso término por medio de una contrata de cereales celebrada con Mr. Ouvrard, acerca de lo cual puede verse el capitulo XVIII, parte segunda de las Memorias de aquel. En el mismo año estalló en la provincia de Vizcaya un movimiento que la puso en conflagración. Habíase proyectado abrir un nuevo puerto s abajo de Bilbao, en la jurisdicción de Avando, y en sitio más próximo al mar y más conveniente a los intereses del comercio. Este proyecto, intentado por el señorío, había sido acogido con benevolencia desde dos años antes por D. Manuel Godoy, y en consideración a la protección dispensada por este, se le daba el nombre de Puerto de la Paz. Pero como la traslación de los habitantes de Bilbao a otro punto perjudicase a los propietarios de fincas en la villa, formaron estos una oposición vigorosa al proyecto, y se esparcieron voces de que aquella medida traía envuelta la supresión de los fueros de la provincia. Estos rumores enardecieron los ánimos de una manera imponente, puesto que hubo alborotos contra las autoridades y contra algunas personas acaudaladas, que corrieron bastante riesgo en el motín. La sedición sin embargo fue aplacada con facilidad, contribuyendo a ello el general de marina D. José de Mazarredo, natural de aquella villa y retirado a la sazón en ella; y habiendo cooperado con él á restablecer el orden el exministro Urquijo, residente en la misma población. De esta manera contribuyeron dos hombres perseguidos por el gobierno al sostén de sus mismos adversarios. El gobierno mandó ocupar militarmente Vizcaya y formar causa a los autores de la sedición; pero los únicos castigos impuestos a algunas personas se redujeron a multas y destierros de la provincia. El príncipe de la Paz, hablando de este motín, lo atribuye a arterías y maquinaciones de los partidarios de Escoiquiz; y si bien creemos que ese acontecimiento tuvo su origen único y exclusivo en la lucha de intereses creada por aquella medida, es más que verosímil que el partido del príncipe de Asturias coadyuvase a encender las pasiones y a la exasperación de los ánimos.

Síntomas eran estos de gravedad notable, y que merecían la pena de buscarles remedio antes que adquiriesen más incremento y se hiciese imposible la curación del mal. El monarca español, tan querido antes, era ya compadecido o despreciado al verle más ciego que nunca con el hombre a quien la opinión pública acusaba de manchar su tálamo. La reina María Luisa, considerada como la causa principal del vilipendio de su real esposo, obraba de un modo capaz de poner en duda su talento, vista la poca reserva con que en su criminal pasión procedía; el príncipe heredero del trono, adorado del país que le consideraba como victima de la ambición del valido, contaba con impaciencia los días de su augusto padre, deseando sucederle cuanto antes; un clérigo inmoral y ambicioso, resentido de la inutilidad de sus esfuerzos para encaramarse a la altura que tan desacordadamente anhelaba, conspiraba en secreto contra su rey, teniendo hasta la fortuna de poder hacer pasar por patriótica una conducta punible, cuyo objeto no era otro en la apariencia que derribar un valido odiado por la nación; la prin­cesa de Asturias, en fin, cual si no bastasen tantas causas de desolación y de ruina, acababa de complicarlas, enredando la política internacional. Pero nuestra narración ha ido más lejos de lo que en un principio nos habíamos propuesto, y es preciso volver a anudar el hilo que hemos dejado pendiente, tendiendo una mirada al exterior.


 

JUAN ESCÓIQUIZ

1747-1820

 

Su madre fue la hidalga vizcaína Teresa de Mezeta, su padre, el teniente general al servicio del rey Carlos III Juan Martín de Escóiquiz. Juan, primogénito de esta pareja, no nació en Aoiz, sino en Ocaña, provincia de Toledo, como él mismo escribe en sus memorias, el 14 de julio de 1747, villa de la que pasó a los cuatro años a la plaza de Orán comandada por su padre, hasta que este murió. Allí se formó no solo en latín y gramática, sino con el aprendizaje de las armas, carrera a la que el padre lo destinaba. Pero al fallecer éste su viuda volvió a su lugar de origen, Guernica, aunque enseguida partió Juan a completar su educación en el colegio de los jesuitas en Toulouse. Allí llegó a dominar por completo la lengua francesa y perfeccionó su latín y fue miembro de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País.

Juan fue admitido como paje al servicio del rey como pago a los servicios del padre, pero optó por ordenarse sacerdote, aunque una vez en sotana se le entabló un proceso canónico por andar amancebado, como cuenta Godoy en sus Memorias. Al cabo de seis años de estancia palatina, en 1767 el Carlos III le otorgó una pingüe canonjía en la catedral de Zaragoza que desempeñó durante dos decenios. Tan larga permanencia zaragozana la aprovechó para adquirir algún conocimiento de la lengua y literatura inglesas, si bien sus traducciones de esta lengua son en realidad traducciones desde el francés (por ejemplo, su versión de El Paraíso perdido de John Milton se hizo desde la francesa de Jacques Delille (1805); y, aunque tiene el mérito de haberse hecho en verso rimado, el traductor reconoce que es una adaptación censurada por él mismo para no ofender los dogmas y ritos de la Iglesia católica.

Políglota y culto también tradujo obras del poeta prerromántico inglés Edward Young (Pensamientos nocturnos), en un muy expresivo verso castellano, y del francés Louis Cotte, entre otros. Aparte de estas traducciones es autor de algunos libros como Tratado de obligaciones del hombre y México conquistada. Poema heroyco (1798), un poema épico culto en octavas reales que narra la hazaña de Hernán Cortés en tres volúmenes. En el revolucionario año de 1789 falleció su hermano, segundo teniente de Guardias Españolas, y pidió una plaza de sumiller de Cortina, que concedió el recién entronizado rey Carlos IV. Intrigó en busca del favor del valido Manuel Godoy y dedicó su México conquistada al Rey. El fallecimiento del famoso padre Felipe Scío de San Miguel, traductor oficial de la Biblia al español, aprovechó la oportunidad para ocupar uno de sus cargos en 1795, el de maestro y preceptor del príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, lo que logró merced al apoyo de su luego enemigo Godoy. En efecto, dedicó su cercanía a Fernando para intrigar constantemente contra el valido al tiempo que lo adulaba externamente, al menos hasta 1798, en que Godoy padeció una momentánea caída en el favor de los reyes. Jugando siempre a dos barajas, incluso logró que Jovellanos, durante su visto y no visto desempeño de la cartera de Gracia y Justicia, lo agraciase con el arcedianato de Loja, que acarreaba además un puesto relevante en el cabildo de Murcia, aunque in absentia.

Siempre con el propósito de ascender en favor, Escóiquiz se atrajo la veleidosa confianza de la reina María Luisa, a cambio de vigilar los movimientos de su dudoso primogénito, feroz odiador de Godoy. Incluso escribió un ilustrado informe de pretensiones regeneradoras a la Reina, calcado de otro antes enviado a Godoy. Fue bien visto por la reina y se encontró más cerca de una privanza, valimiento o ministerio universal, como habían alcanzado otros eclesiásticos antes que él con otros monarcas. Pero se enredó en su propio juego y en enero de 1800 Carlos IV sospechó algo cuando su hijo Fernando le pidió asistir al Consejo Real; así que le envió por intrigante al destierro dorado del arcedianato de Alcaraz, con una canonjía adscrita en la rica diócesis toledana. Sin embargo, el canónigo seguía amancebado con Robustiana Infante y tuvo de ella dos hijos que fueron entregados a la inclusa de Valladolid. Vuelto a la inactividad, de nuevo frecuentó las Musas y produjo algunos escritos que permanecieron inéditos esta vez.

Aprovechando la creciente impopularidad de Manuel Godoy, llegó incluso a negociar en 1807 una boda de Fernando con algún familiar de los Bonaparte, para lo cual se vio en secreto en Madrid con el embajador marqués de Beauharnais. También publicó folletos justificativos de su actitud política sobre la Conspiración de El Escorial (noviembre de 1807), en la que participó activamente con el fin de deponer a Carlos IV; pero, denunciado por el propio Fernando VII, fue encarcelado y condenado a comienzos de 1808 al destierro en el monasterio cordobés de San Basilio del Tardón, pero apenas estuvo unas semanas tratado a cuerpo de rey. El Motín de Aranjuez (19 de marzo de 1808) lo devolvió victorioso a Madrid, donde su antiguo discípulo, ya Rey, le concedió la Gran Cruz de Carlos III y lo incluyó en su camarilla. Tras la coronación, el rey le ofreció los cargos de Inquisidor General y ministro de Gracia y Justicia, pero solo aceptó ser consejero de Estado. Fue pronapoleónico incluso tras el comienzo de la guerra de la Independencia (1808-1814), pero tras las abdicaciones de Bayona, y siempre en defensa de Fernando VII como miembro de su camarilla, se desengañó tardíamente de las verdaderas intenciones de Bonaparte y le escribió revelándole los males que le esperaban si pretendía quedarse con España. Ya en el exilio permaneció dos años en Valençay con toda la familia real: Fernando, su hermano Carlos María Isidro y el tío de ambos, el infante Antonio. A causa de sus nuevas intrigas, le permitieron marchar a París como gracia del Emperador; allí empezó de nuevo a conspirar fraguando una coalición antinapoleónica, que desbarató enseguida alguien aún más intrigante que él, el encargado de la seguridad del Emperador, Fouché. Bonaparte le tenía simpatía y por eso no fue ejecutado, sino conducido a confinamiento en Bourges. Allí consiguió publicar en 1813, como se ha dicho, su traducción del Paradise Lost (El paraíso perdido) de John Milton. Logró un permiso para regresar a fines de 1813 a Valençay a fin de negociar el tratado homónimo por el que Fernando VII recuperaba el trono español que había vendido por una pensión, mientras se vertía sangre a raudales por él en España. Tras el Manifiesto de los Persas el monarca lo agasajó con el cargo de Gracia y Justicia, pero de nuevo cayó en desgracia y en el mismo año de 1814 el monarca lo recluyó en una fortaleza de Murcia.

De ahí lo sacó para nombrarlo bibliotecario mayor y director de la Biblioteca Real; pero de nuevo sufriendo otra caída en desgracia, si bien incluso en esos momentos seguía enviando informaciones a Fernando VII, siendo uno de los primeros realistas en conocer la trama del levantamiento de Riego por sus investigaciones en el pueblo de Ronda donde fue recluido, ya definitivamente, y donde murió en 1820. Publicó una Apología de la Inquisición y, finalmente, Las cuarenta verdades sobre la Constitución de Cádiz, siempre siguiendo su pensamiento político ultramontano.

 

 

 

María Antonia de Nápoles y Sicilia(Caserta, 14 de diciembre de 1784-Aranjuez, 21 de mayo de 1806) fue Princesa de Asturias ;como primera esposa de Fernando,príncipe de Asturias(futuro rey Fernando VII).

 

 

 

María Antonia era la hija menor del rey Fernando IV de Nápoles y de su esposa la archiduquesa María Carolina de Austria, (hija de la emperatriz María Teresa). Recibió ese nombre en honor a la hermana favorita de su madre, la desafortunada Reina María Antonieta de Francia. Un testigo la describió con las siguientes palabras:;“la princesa de Asturias es una digna nieta de María Teresa de Austria, y parece haber heredado su carácter así como sus virtudes.”

María Antonia de Nápoles contrajo matrimonio con Fernando, príncipe de Asturias, el 4 de octubre de 1802 en Barcelona, al mismo tiempo que su hermano mayor, el príncipe heredero Francisco de Nápoles, se casaba con la infanta española María Isabel de Borbón. Según el historiador Emilio La Parra López,«el matrimonio de Fernando con María Antonia fue sugerencia, o más bien exigencia, de la corte napolitana para permitir el otro enlace. (…) Al final, prevaleció la razón dinástica y los monarcas españoles aceptaron la imposición de María Carolina de Npoles porque aspiraban a formar un sólido bloque con los dos reinos italianos de la familia de Nápoles y el de Etruria, cuyo soberano estaba casado con María Luisa de Borbón, hija de Carlos IV. Este bloque podría contar con la ayuda de Inglaterra y de este modo España estaría en disposición de contrarrestar las cada vez más onerosas exigencias de Bonaparte».

Sabemos por las cartas que envió a su madre y a otras personas de su confianza, que el príncipe Fernando le causó una gran decepción tanto por su físico como por su comportamiento.;«Aquí no hay nada que me atraiga, pues el príncipe no hace que nada cambie a mejor. Siempre está sin hacer nada, yendo y viniendo por la casa y sin querer oír nada sensato, siempre frío, sin emprender algo agradable, ni una diversión», escribió. Y en seguida apareció el problema de la impotencia sexual del príncipe —provocada por la macrogenitosomía(desarrollo excesivo de los genitales) que padecía, que la princesa sólo contó a su madre. Casi un año tardó el príncipe en consumar su matrimonio. Por fin «ya es marido», escribió la reina María Carolina. Después de esto, empezó a mejorar la visión que tenía sobre su esposo y sobre su vida en la corte, aunque siguió quejándose del control que ejercía sobre ella y sobre sus actividades la reina María Luisa.

Guiada por su madre desde Nápoles, María Antonia alentó a su esposo a enfrentarse a Manuel Godoy y a la reina María Luisa, con quien la Princesa mantuvo una mala relación personal —la animadversión era mutua; María Luisa le escribió a Godoy: «¿Qué haremos con esa diabólica sierpe de mi nuera y marrajo cobarde de mi hijo?»—. Al mismo tiempo, la Princesa de Asturias buscó apoyo para la causa del príncipe Fernando en la Corte Española. Las razones por las que la reina madre napolitana quería acabar con Godoy eran que lo consideraba un peligro para las monarquías tradicionales y el principal defensor de la alianza de la monarquía española con Francia. Además la caída de Godoy debilitaría la posición de la reina María Luisa, y con ella la de toda la monarquía española, lo que le permitiría al reino de Nápoles incorporar al reino de Etruria, cuya reina consorte era hija de los reyes españoles. Por su parte a María Antonia no le fue muy difícil ganarse la voluntad de su marido, entre otras razones porque tampoco tenía ninguna simpatía por Godoy, ni las relaciones con su madre eran muy buenas. Así fue como surgió en la corte de Madrid el llamado «partido napolitano» en torno a los príncipes de Asturias y en el cual tenía un papel destacado el embajador napolitano conde de San Teodoro y su esposa, además de varios destacados nobles españoles, como el marqués de Valmediano, su cuñado el duque de San Carlos, el conde de Montemar y el marqués de Ayerbe. Este «partido napolitano» comenzó a lanzar todo tipo de insidias contra Godoy y contra la reina María Luisa, que la reina de Nápoles se ocupaba de difundir por toda Europa. La reacción de Godoy fue fulminante: en septiembre de 1805 ordenó la expulsión de la corte de varios nobles del entorno de los príncipes de Asturias, entre los que destacaban el duque del Infantado y la condesa de Montijo. El golpe definitivo lo propinó Godoy meses después cuando entre otras medidas expulsó de España al embajador de Nápoles y su esposa, poco después de que a finales de diciembre de 1805 el reino de Nápoles fuera conquistado por Napoleón y la reina María Carolina destronada, con lo que desaparecía la que había sido el principal referente político de los príncipes de Asturias.

Tras sufrir su segundo aborto en agosto de 1805 la salud de la princesa se deterioró gravemente a causa de la tuberculosis que padecía y que le produjo intensos dolores durante muchos meses. Falleció el 21 de mayo de 1806 a las cuatro de la tarde en elPalacio Real de Aranjuez. Tenía veintiún años de edad. Se estableció luto general en el reino por espacio de 6 meses.

Hubo rumores por aquel entonces que decían que María Antonia murió envenenada por Manuel Godoy y la reina María Luisa. Su madre, la reina María Carolina de Nápoles así lo creía.