CAPITULO XII. Alborotos en Valencia.—Paz de Amiens, y reflexiones sobre este acontecimiento poLITICO EN SUS RELACIONES CON EspaÑa Y CON LAS Demás POTENCIAS.—INCORPORACION DEL GRAN maestrazgo de la isla de Malta a la corona de Castilla.—EXpedicion francesa a la isla de Santo Domingo.—Cambio de condUCTa en NapoleÓn respecto a EspaÑa.
Concluida la guerra de Portugal, acabó el
año 1801 sin
acontecimiento particular o digno de ser contado, salvo la turbación popular ocurrida
en Valencia con motivo del decreto por el cual se establecieron en aquel país las milicias provinciales.
Gozaban los valencianos exención de este servicio, según una de las pocas costumbres o privilegios que habían sobrevivido al naufragio universal
de los fueros de la coronas de Aragón en el reinado de Felipe V. El ministro
de la Guerra D. Antonio Cornel olvidando o desconociendo la antigua y
veneranda costumbre, hizo que Carlos IV mandase levantar seis cuerpos de
milicias en la capital y en otros cinco puntos del reino de Valencia, expresando sin embargo en las órdenes que
al efecto se dieron, que había de ser contando
con la aquiescencia de los pueblos a aquella medida.
Había sido Cornel comandante general del reino de Valencia por el año 99, y descoso de
congratularse con el monarca, se esmeró en persuadirá los valencianos lo
conveniente que podría serles prestarse al servicio en cuestión , y llegó a captarle la voluntad de la
aristocracia y de las personas bien acomodadas con la prospectiva que se les
ofrecía de poder hacer carrera y figurar en el país si se adoptaba el proyecto; pero
no habiéndose informado con la misma solicitud del efecto que podría producir
aquella innovación en las masas, partió de un principio equivocado, creyendo
que ganar la nobleza era ganar al pueblo; y de aquí el tono de confianza con
que en los decretos que expidió siendo ministro
se expresaba la condición del asenso popular a las órdenes de que hablamos.
Bien pronto tuvo ocasión de caer en la cuenta del yerro que había cometido, puesto que dar los primeros
pasos para la realización de aquella medida y comenzar a desvanecerse las apariencias de
buen éxito con que empezó el negocio, vino á ser todo uno.
El descontento
popular se insinuó de un modo poco formidable al principio; pero habiéndose
mostrado el gobierno inflexible en llevar adelante su proyecto, degeneró sucesivamente la inquietud en
irritación, y la irritación en sedición declarada. La nobleza y los ricos formar un partido, aunque escaso, a
favor de la medida, compuesto de una pequeña parte del pueblo dependiente suya, circunstancia que acrecentó la irritación del
resto de la plebe, sobre quien pesaba la parte odiosa del proyecto. Fascinada la autoridad con el
ficticio apoyo de la gente supeditada por
los caballeros y pudientes, apeló a las armas para vencer la insurrección, lo cual no sirvió
sino para hacerla cobrar nuevos bríos, extendiéndola a un gran número de pueblos. Tal estado de
cosas llenó de consternación a la corte, no faltando quien la hiciese creer que la
cuestión de milicias era solo un protesto a que recurrían los directores del movimiento del reino de
Valencia, pretendiendo resucitar sus antiguos lucros, para lo cual trataban de
ponerse de acuerdo con Aragón y Cataluña. Otros, y entre ellos el príncipe de
la Paz, llegaron a temer que el
pronunciamiento valenciano pudiera ser efecto de alguna intriga por parte de
Napoleón, empeñado todavía en llevar adelante la guerra de Portugal después de
hecha nuestra paz con este reino, según hemos dicho en el capitulo anterior.
Una nación que hallándose en tan estrecha armonía con la joven Francia, donde
con tanta energía acababa de experimentarse el vértigo revolucionario, seguía no obstante viviendo
con los mismos abusos de régimen que en los tiempos antiguos, ofrecía alguna
apariencia de fundamento al temor de la corte en el primer sentido; y por lo
que toca al segundo, nada tenía tampoco de particular que se sospechase del primer
cónsul, cuando su buena fe no estaba del todo probada, y cuando con solo empeñarse en turbar la
Península y en llevar
adelante sus miras respecto al Portugal, podía hacerlo con esperanzas y buen éxito, contando, como
contaba, con elementos favorables y con fuerzas sobre todo para ponerlos en
ejecución. Afortunadamente para el gobierno, los informes que acerca del
particular se tomaron desvanecieron sus sospechas en uno y en otro sentido , y
el príncipe de la Paz sosegó el ánimo del rey. Los ministros Cornel y
Caballero eran de opinión, según dice el autor de las Memorias, que se enviase a Valencia un cuerpo de 12,000
hombres y un comisario regio para sujetar a los facciosos y hacer castigos
ejemplares; pero el príncipe de la Paz que conocía, como no podía menos, lo peligroso de llevar
adelante el proyecto y el ningún riesgo que se corría en revocar la orden que
tan serio alboroto había excitado, se opuso a la medida extrema propuesta por los dos ministros,
y Cebados se adhirió a su dictamen.
Carlos IV, según su costumbre, confió al príncipe de la Paz el encargo de
terminar tan desagradable negocio, cosa ciertamente bien fácil, consistiendo,
como consistía, en acceder al voto popular. Cabía sin embargo excederse con el pretexto de perseguir los delitos que hubieran
podido cometerse durante el movimiento; pero el príncipe de la Paz supo atender
por entonces los consejos de la prudencia, ciñendo los procesos al menor número
posible, y haciendo recaer las condenaciones capitales que se consideraron
precisas sobre individuos señalados por crímenes atroces. Acabadas algunas
causas por los tribunales ordinarios, y cumplidas las sentencias de algunos
facinerosos, propuso Godoy un indulto, del cual fueron exceptuadas tan solo seis u ocho personas, y los trastornos
de Valencia terminaron de un modo feliz, si bien no quedó muy acreditada la
causa del gobierno, como no lo queda en ninguno de los casos en que dando los
hombres del poder un paso imprudente en cualquier sentido que sea, se ven
precisados a volver el pie
atrás, reconociendo su extravío a los ojos de los
pueblos.
Otro de los
encargos conferidos a Godoy en 1801
fue la organización de los ejércitos de mar y tierra; y en honor de la verdad
debemos decir que lo desempeñó de una manera satisfactoria, introduciendo en
el ejército varias reformas que la experiencia y los vicios observados en la
campaña de Portugal hacían necesarias.
Inglaterra
mientras tanto había llegado al caso
de tener que acceder a la paz, siendo la única que desde
el principio de las hostilidades con la república había permanecido sin intermisión con
las armas en la mano. Sin aliados en el continente con quienes poder contar
para llevar adelante la guerra, y emancipado de su tutela hasta el pequeño
reino de Portugal, último que le había permanecido fiel; habiéndose
Pitt por otra parte retirado de los negocios y sucedídole Addington, y siendo por último el deseo general de la
Europa poner fin de una vez a las turbaciones de tantos años, acordó lGran Bretaña proceder a transigir sus
diferencias con la república; y satisfecha con haber quitado a esta la isla de Malta y el
Egipto, firmó los preliminares de la paz con el primer cónsul el 1 de octubre
del 1801 en Londres, en cuya capital se
comenzó la avenencia; designándose entretanto un congreso que debe reunirse en Amiens para la
celebración definitiva del tratado.
Los plenipotenciarios fueron: por España el caballero Azara; por Francia José Bonaparte, hermano del primer cónsul; por
Holanda Rugero Juan Schimmelpennick,
y por Inglaterra lord Cornwallis. Las desavenencias
fueron definitivamente transigidas por el tratado de 27 de marzo siguiente, quedando completada por él la obra
de la paz universal. Francia adquirió la navegación del rio de las Amazonas,
así como tenia ya la del Misisipi por la cesión de la Luisiana, devolviéndosele además las colonias de América y del Indostán. Gran Bretaña reconoció tanto la
república francesa como las demás formadas por ella, sin excepción de la últimamente erigida en las siete islas jónicas. Egipto se restituyó a la Puerta, obligándose además Gran Bretaña a devolver la isla de Malta a los caballeros de la orden de S.
Juan. Respecto al Piamonte a los ducados de Parma y de Plasencia y a la isla de Elva que estaba en
poder de los franceses, no se decidió cosa alguna. No parece, dice un autor
respetable, sino que Inglaterra y Francia se convinieron en no hablar de este
punto; esta por quedarse con aquellos estados, y aquella por tener un pretexto en la ambición de Bonaparte para
no soltar Malta, tan interesante para los ingleses bajo el aspecto militar y
mercantil.
Por lo que toca a España, había una dificultad en transigir las diferencias, y consistía en
la devolución de la isla de la Trinidad, perdida como tenemos dicho, juntamente
con la de Menorca, en 1798. Napoleón, de cuyo interesen manifestarse amigo de
Carlos IV hemos hablado ya, se resistía a firmar la paz
mientras los ingleses no nos devolvieran la isla en cuestión; pero habiéndose
contentado España con la restitución de Menorca y con la adquisición de
Olivenza y su territorio, y habiendo declarado Azara, con arreglo a las
instrucciones que tenia, que el gobierno español venia en ceder aquella isla
por el bien de la paz general, quedó todo definitivamente arreglado por medio
de aquel sacrificio.
El príncipe de
la Paz se detiene en comparar los resultados políticos del tratado de Amiens
entre España y las demás naciones vecinas de la Francia, deduciendo de su
comparación que ni el imperio germánico, ni Holanda, ni Italia, ni Helvecia, ni ninguno
de los estados en fin de los confinantes en la república, consiguió gozar de la paz sin
ningún quebranto, a excepción de España; siendo también esta la
única que se vio libre en aquel tiempo
de la dictadura militar ejercida por Bonaparte. Nosotros contestaremos que la deferencia
que Napoleón mostraba a España, no fue resultado del tino o de la previsión política del
príncipe de la Paz ni del sistema seguido por él, sino de las miras particulares
del primer cónsul, que en su proyecto de unirse a la familia real de España, creyó
de su interés sacrificar sus
exageradas exigencias a la realización de sus designios ulteriores. Contestaremos también que, aun
prescindiendo de este motivo secreto, cuya revelación debemos al mismo príncipe de la Paz, su solo designio de
ocupar el trono ensangrentado de Francia, creaba en él la necesidad imperiosa
de hallarse en buena armonía con el único de los Borbones que aparecía
respetable, el cual aun cuando por sí solo no fuera bastante poderoso para
frustrar los proyectos del futuro emperador, no debía sin embargo ser mirado
como insignificante, atendidas las relaciones que le unían a la rama destronada y al partido
que en Francia tenia. Contestaremos igualmente que la cesión de la isla de la
Trinidad, por más sacrificio que
fuese al deseo de las paces, no por eso dejó de ser un quebranto indudable.
Contestaremos también que si Napoleón no ejerció sobre nosotros en 1802 lo que
el príncipe de la Paz llama dictadura, no
por eso dejó de tenernos amarrados a su política, aun cuando con mas sinceridad se confesaba
amigo nuestro; degenerando bien pronto su afectada deferencia en un cambio de
conducta, harto notable por cierto (según sucesivamente iremos observando),
desde el momento en que comenzaron a desvanecerse en él las esperanzas y provectos que
abrigaba, relativamente a su enlace con
la familia real de Carlos IV. Diremos, en fin, que al cuadro comparativo de
España con las demás potencias en
1801 presentado por el príncipe de la Paz, contesta por sí solo el de la
catástrofe de 1808; catástrofe que no fue debida seguramente a los desaciertos del pueblo
español, sino a los de sus
gobernantes que de un modo tan triste elaboraron las causas de tan infaustos
acontecimientos: resultando de todo , que pues la nación española vino a verse por último en el mayor de
todos los apuros relativamente a su nacionalidad e independencia, la única diferencia que hubo entre ella y
los demás países a que el príncipe de la Paz se
refiere, consistió en haber recibido el golpe más tarde que aquellos; pero no menos
rudo por eso ni menos capaz de anonadarla, a no haber sido por el brío indomable y por el heroísmo sin
ejemplo de todos sus hijos. Pero estas verdades que con solo el objeto de
contestar al autor de las Memorias exponemos aquí, se irán desenvolviendo poco a poco en su lugar o por tuno y a medida que la narración de los
acontecimientos lo exija. Volvamos ahora a la historia.
Asegurada la paz general de Europa por el tratado de
Amiens, dedicóse Napoleón a realizar las reformas que tenia
proyectadas. Habiendo conseguido dar feliz cima a la reconciliación de los
partidos que tan crudamente se habían hostilizado hasta entonces, la paz general acabó de ofrecerle los medios de
consolidar su prestigio y su poder, convirtiéndose en centro único y exclusivo de las esperanzas de todos, y
personificando en sí solo la gloria
y el porvenir de Francia. La tolerancia con los clérigos y la organización del
antiguo culto; el armisticio que otorgó a todos los emigrados, con la sola excepción de unos mil; su protección a la industria y al comercio; la
construcción de nuevos caminos, puertos, canales y puentes; la formación de los
códigos y otras mejoras materiales de importancia análoga hicieron olvidar a sus mas enconados enemigos el
alentado del 18 brumario. Conocedor profundo de los hombres, y sobre todo del
carácter francés, explotó hábilmente la
veleidad característica de nuestros vecinos en obsequio de su engrandecimiento
personal y preparando su monarquía con la creación de una nueva nobleza bajo
el titulo de Legión de Honor,
consiguió hacerse nombrar cónsul por veinte años, en vez de diez, por un
senado-consulto de 6 de mayo de 1802, conviniendo dos meses después su cargo en
vitalicio por otro senado-consulto. Sus pretensiones quedaron coronadas así con
el éxito mas completo, llegando hasta el punto de poder alterar en su esencia
la constitución consular por medio de la facultad que se dio al senado para
modificar aquella y para reducir a cincuenta los cien individuos que formaban
el tribunado. A las eminentes prendas que como guerrero le adornaban, añadió en
escala igualmente la de sagaz y
profundo político. Su genio organizador y sus extraordinarios talentos como hombre de gobierno,
unidos a las dotes que
como gran capitán le ennoblecían, presentáronle en breve a Europa como uno de aquellos seres que la
naturaleza aborta de tarde en tarde para constituir el espanto de los pueblos y la
admiración de los siglos.
Hemos dicho que
una de las condiciones de la paz de Amiens fue la devolución de la isla de
Malta a los caballeros
de San Juan. No existiendo gran-maestre entonces en aquella orden, y siendo
necesario elegirlo, había procurado el
primer cónsul influir cuanto estuvo en su mano para que la elección recayese
en un individuo de las lenguas españolas. Su intención iba dirigida a tener en aquel punto una persona
amiga que pudiese favorecer sus expediciones a Egipto, a las cuales nunca renunciaba, y
sus proyectos de convertir el Mediterráneo en el gran lago de Francia, como él decía, lanzando de él a Inglaterra. Este designio fue
traslucido por Godoy, y habiendo dado cuenta al rey de aquella especie, le
aconsejó incorporara la corona el
maestrazgo de la orden militar de San Juan, como de tiempo mas antiguo le
estaban ya incorporados los de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa. Carlos IV accedió a la propuesta, y por decreto de
23 de enero de 1802 se declaró
el monarca gran-maestre de la orden en lo tocante a sus dominios. Este decreto unía
al interés político el económico, puesto
que se pone por él un coto a la salida de las pingües rentas
de aquel orden para Malta. El primer cónsul que ignoraba esto, significó por
medio de su embajador en Madrid los deseos que respecto al asunto abrigaba;
pero la propuesta venía tarde, y el
embajador quedó notablemente sorprendido al saber la medida que el monarca
español acababa de adoptar.
La ira de
Napoleón cuando supo lo que había fue notable; pero no tuvo por entonces trascendencia
ulterior. Poco tiempo después pidió a España 6000 nombres, y la cooperación de la escuadra que
estaba en Brest con el objeto de someter la isla de Santo Domingo a su metrópoli. Esta petición era
un resto de las exigencias que anteriormente se habían hecho a D. José Mazarredo relativamente a la misma escuadra, exigencias a que se negó este último con
vigorosa firmeza, lo cual produjo su dejación del mando y su retiro de los
negocios. El gobierno rehusó
a Napoleón las tropas que pedía, dando por razón la necesidad en que España se
hallaba de mantener el completo de sus fuerzas mientras acababa de asegurarse
la paz con la Gran Bretaña. Por lo que toca a la escuadra, accedió a unir a la expedición
francesa cuatro navíos y una fragata, y esto por no negarlo todo, según expresión
del príncipe de la Paz, y porque siéndonos necesario remudar nuestros cruceros
en América, hacer una visita a nuestros puertos, ahuyentar el contrabando y
proteger el movimiento comercial que entre nosotros comenzaba a notarse en
aquellos dominios, no se oponía a nuestro interés, antes bien lo secundaba, la
concesión de que hablamos.
Mientras tanto
había llegado el caso de realizar Carlos IV el doble proyecto que tenia
concebido relativamente a los desposorios
del príncipe de Asturias don Fernando con la princesa de Nápoles doña María Antonia, y los del
príncipe heredero de este último reino con nuestra infanta doña María Isabel,
en la cual, según hemos dicho, había Napoleón fijado sus ojos. Este
acontecimiento ejerció una influencia fatal en nuestros asuntos, ya porque la
repulsa que experimentó el primer cónsul le hizo cambiar enteramente de conducta respecto á la
España , ya porque el enlace del príncipe Fernando no sirvió para otra cosa
sino para acabar de turbar el palacio de nuestros reyes , encrudeciendo los
odios y redoblando las intrigas que reinaban en él. De todo esto daremos cuenta a nuestros lectores en el capítulo
siguiente.
Habiendo entrado en la carrera en
clase de guardia marina, sobresalió desde muy joven por su
diligencia, aplicación y actividad , habiendo salvado de un naufragio inevitable
en 1761 la tripulación del chambequin andaluz mandado por el capitán Vera, gracias a su intrepidez
y osadía. A los doce años de servicio fue nombrado ayudante mayor del
departamento de Cartagena; mas él prefirió embarcarse en compañía de D. Juan
de Lángara, siguiéndole en el viaje que este jefe hizo a Filipinas en 1772. Durante esta navegación, tuvo Mazarredo la gloria de hallar
la longitud en el mar por el movimiento de la luna. Dos años después hizo otro
viaje a América, donde en unión con D. José
Vareta y D. Juan de Lángara se ocupó en reconocer y fijar
la verdadera situación de la isla de la Trinidad del Sur en los mares del Brasil, rectificando además el error en que
por aquellos tiempos se estaba acerca de la supuesta existencia de otra isla al
norte de aquella. En 1775, siendo primer ayudante del mayor general de la escuadra expedicionaria
de Argel, trazó los planes para la navegación, ancladero y desembarco de los
20,000 hombres que componían aquel ejército, debiéndose a su
inteligencia y actividad la salvación de las tropas cuando, malograda la expedición de tierra, fue preciso verificar el reembarco de noche
y con toda urgencia. El rey premió este servicio nombrando a Mazarredo alférez de la compañía de guardias marinas de Cádiz, y ascendiéndole sucesivamente a capitán de fragata, de navío y de una compañía de guardias marinas
creada en el departamento de Cartagena. En este destino escribió sus Lecciones
de navegación y la Colección de tablas para los usos mas necesarios
de la misma. En 1778, obteniendo el mando del navío San Juan
Bautista, situó en sus verdaderas longitudes y latitudes muchos puntos de la
costa de España y sus correspondientes de África en el
Mediterráneo. Nombrado en 1779 mayor general de la escuadra mandada por el
general Bastón, puso en práctica los Rudimentos de
táctica naval que había escrito, y Las instrucciones y señales (que
igualmente había
dado a luz para servir de régimen a la escuadra de D. Luis de Córdova. A sus conocimientos
y maniobras se debió el apresamiento de un gran convoy inglés
y la salvación de las escuadra española y
francesa en 1780, servicio que repitió con la última en 1781 y con la española otra
vez al año siguiente. Ascendido a jefe de escuadra cuando la paz de 1783, se dedicó con
incansable diligencia a promover los estudios náuticos. En
1785 se le encargó la negociación de paz con la regencia de Argel, y en 1789
fue ascendido a teniente general. Entonces concluyó
las Ordenanzas de Marina que se le habían encargado de real orden, trabajo
que le ocupó siete años. En la guerra con la república francesa pasó a Cádiz a mandar una división que debía unirse a la escuadra de
Lángara en el Mediterráneo, y cuya dirección
recayó después en el mismo Mazarredo; pero mudado el Ministerio, hizo dimisión del mando viendo desatendidas sus
representaciones relativas al mal estado en que se hallaba la escuadra, y a la imprescindible necesidad de reponerla. El gobierno del favorito aceptó su dimisión, y destinó a Mazarredo al
Ferrol, prohibiéndole la entrada en la corte. El desastroso combate del cabo
de San Vicente en 1797, al comenzar nuestra guerra con la Gran Bretaña, hizo
conocer al gobierno la falta que le hacia tan inteligente y experimentado marino; y reparando su desaire le
mandó volver a Cádiz a reorganizar
la escuadra y libertar aquella rica población de la ruina que la preparaba el
enemigo, debiéndose a su actividad incansable el respeto
que con su escuadra inspiró mal su grado a la inglesa.
Investido en 1799 con el mando de la escuadra que por espacio de diez y ocho
meses estuvo detenida en Brest, hubo de
dejar su cargo a consecuencia de los disgustos que le
ocasionaron las contestaciones que tuvo con Bonaparte, a cuyos planes para disponer arbitrariamente de nuestras fuerzas marítimas se
opuso con una energía que le honró sobremanera. Su retiro de los negocios se
cree con fundamento que fue debido a instigaciones
del primer cónsul, con harto descrédito del gobierno en ceder a ellas. Desterrado después de la corte, acaso influyó esta vejación con que se
pagaban sus servicios en la determinación que mas adelante tomó de adherirse al
partido de Napoleón, figurando en la junta de Bayona y decidiéndose por la
causa del intruso, añadiendo un nombre mas a la lista de
los hombres ilustres que desgraciadamente creyeron servir mejor a su patria, prosternándose ante la omnipotencia del emperador de los franceses.
El pueblo supo más que sus sabios.
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