cristoraul.org

SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

CAPITULO XII.

Alborotos en Valencia.—Paz de Amiens, y reflexiones sobre este acontecimiento poLITICO EN SUS RELACIONES CON EspaÑa Y CON LAS Demás POTENCIAS.—INCORPORACION DEL GRAN maestrazgo de la isla de Malta a la corona de Castilla.—EXpedicion francesa a la isla de Santo Domingo.—Cambio de condUCTa en NapoleÓn respecto a EspaÑa.

 

Concluida la guerra de Portugal, acabó el año 1801 sin acontecimiento particular o digno de ser contado, salvo la turbación popular ocurrida en Valencia con motivo del decreto por el cual se establecieron en aquel país las milicias provinciales. Gozaban los valencianos exención de este servicio, según una de las pocas costumbres o privilegios que habían sobrevivido al naufragio universal de los fueros de la coronas de Aragón en el reinado de Felipe V. El ministro de la Guerra D. Antonio Cornel  olvidando o desconociendo la antigua y veneranda costumbre, hizo que Carlos IV mandase levantar seis cuerpos de milicias en la capital y en otros cinco puntos del reino de Valencia, expresando sin embargo en las órdenes que al efecto se dieron, que había de ser contando con la aquiescencia de los pueblos a aquella medida. Había sido Cornel comandante general del reino de Valencia por el año 99, y descoso de congratularse con el monarca, se esmeró en persuadirá los valencianos lo conveniente que podría serles prestarse al servicio en cuestión , y llegó a captarle la voluntad de la aristocracia y de las personas bien acomodadas con la prospectiva que se les ofrecía de poder hacer carrera y figurar en el país si se adoptaba el proyecto; pero no habiéndose informado con la misma solicitud del efecto que podría producir aquella innovación en las masas, partió de un principio equivocado, creyendo que ganar la nobleza era ganar al pueblo; y de aquí el tono de confianza con que en los decretos que expidió siendo ministro se expresaba la condición del asenso popular a las órdenes de que hablamos. Bien pronto tuvo ocasión de caer en la cuenta del yerro que había cometido, puesto que dar los primeros pasos para la realización de aquella medida y comenzar a desvanecerse las apariencias de buen éxito con que empezó el negocio, vino á ser todo uno.

El descontento popular se insinuó de un modo poco formidable al principio; pero habiéndose mostrado el gobierno inflexible en llevar adelante su proyecto, degeneró sucesivamente la inquietud en irritación, y la irritación en sedición declarada. La nobleza y los ricos formar un partido, aunque escaso, a favor de la medida, compuesto de una pequeña parte del pueblo dependiente suya, circunstancia que acrecentó la irritación del resto de la plebe, sobre quien pesaba la parte odiosa del proyecto. Fascinada la autoridad con el ficticio apoyo de la gente supeditada por los caballeros y pudientes, apeló a las armas para vencer la insurrección, lo cual no sirvió sino para hacerla cobrar nuevos bríos, extendiéndola a un gran número de pueblos. Tal estado de cosas llenó de consternación a la corte, no faltando quien la hiciese creer que la cuestión de milicias era solo un protesto a que recurrían los directores del movimiento del reino de Valencia, pretendiendo resucitar sus antiguos lucros, para lo cual trataban de ponerse de acuerdo con Aragón y Cataluña. Otros, y entre ellos el príncipe de la Paz, llegaron a temer que el pronunciamiento valenciano pudiera ser efecto de alguna intriga por parte de Napoleón, empeñado todavía en llevar adelante la guerra de Portugal después de hecha nuestra paz con este reino, según hemos dicho en el capitulo anterior. Una nación que hallándose en tan estrecha armonía con la joven Francia, donde con tanta energía acababa de experimentarse el vértigo revolucionario, seguía no obstante viviendo con los mismos abusos de régimen que en los tiempos antiguos, ofrecía alguna apariencia de fundamento al temor de la corte en el primer sentido; y por lo que toca al segundo, nada tenía tampoco de particular que se sospechase del primer cónsul, cuando su buena fe no estaba del todo probada, y cuando con solo empeñarse en turbar la Península y en llevar adelante sus miras respecto al Portugal, podía hacerlo con esperanzas y buen éxito, contando, como contaba, con elementos favorables y con fuerzas sobre todo para ponerlos en ejecución. Afortu­nadamente para el gobierno, los informes que acerca del particular se tomaron desvanecieron sus sospechas en uno y en otro sentido , y el príncipe de la Paz sosegó el ánimo del rey. Los ministros Cornel y Caballero eran de opinión, según dice el autor de las Memorias, que se enviase a Valencia un cuerpo de 12,000 hombres y un comisario regio para sujetar a los facciosos y hacer castigos ejemplares; pero el príncipe de la Paz que conocía, como no podía menos, lo peligroso de llevar adelante el proyecto y el ningún riesgo que se corría en revocar la orden que tan serio alboroto había excitado, se opuso a la medida extrema propuesta por los dos ministros, y Cebados se adhirió a su dictamen. Carlos IV, según su costumbre, confió al príncipe de la Paz el encargo de terminar tan desagradable negocio, cosa ciertamente bien fácil, consistiendo, como consistía, en acceder al voto popular. Cabía sin embargo excederse con el pretexto de perseguir los delitos que hubieran podido cometerse durante el movimiento; pero el príncipe de la Paz supo atender por entonces los consejos de la prudencia, ciñendo los procesos al menor número posible, y haciendo recaer las condenaciones capitales que se consideraron precisas sobre individuos señalados por crímenes atroces. Acabadas algunas causas por los tribunales ordinarios, y cumplidas las sentencias de algunos facinerosos, propuso Godoy un indulto, del cual fueron exceptuadas tan solo seis u ocho personas, y los trastornos de Valencia terminaron de un modo feliz, si bien no quedó muy acreditada la causa del gobierno, como no lo queda en ninguno de los casos en que dando los hombres del poder un paso imprudente en cualquier sentido que sea, se ven precisados a volver el pie atrás, reconociendo su extravío a los ojos de los pueblos.

Otro de los encargos conferidos a Godoy en 1801 fue la organización de los ejércitos de mar y tierra; y en honor de la verdad debemos decir que lo desem­peñó de una manera satisfactoria, introduciendo en el ejército varias reformas que la experiencia y los vicios observados en la campaña de Portugal hacían necesarias.

Inglaterra mientras tanto había llegado al caso de tener que acceder a la paz, siendo la única que desde el principio de las hostilidades con la república había permanecido sin intermisión con las armas en la mano. Sin aliados en el continente con quienes poder contar para llevar adelante la guerra, y emancipado de su tutela hasta el pequeño reino de Portugal, último que le había permanecido fiel; habiéndose Pitt por otra parte retirado de los negocios y sucedídole Addington, y siendo por último el deseo general de la Europa poner fin de una vez a las turbaciones de tantos años, acordó lGran Bretaña proceder a transigir sus diferencias con la república; y satisfecha con haber quitado a esta la isla de Malta y el Egipto, firmó los preliminares de la paz con el primer cónsul el 1 de octubre del 1801 en Londres, en cuya capital se comenzó la avenencia; designándose entretanto un congreso que debe reunirse en Amiens para la celebración definitiva del tratado. Los plenipotenciarios fueron: por España el caballero Azara; por Francia José Bonaparte, hermano del primer cónsul; por Holanda Rugero Juan Schimmelpennick, y por Inglaterra lord Cornwallis. Las desavenencias fueron definitivamente transigidas por el tratado de 27 de marzo siguiente, quedando completada por él la obra de la paz universal. Francia adquirió la navegación del rio de las Amazonas, así como tenia ya la del Misisipi por la cesión de la Luisiana, devolviéndosele además las colonias de América y del Indostán. Gran Bretaña reconoció tanto la república francesa como las demás formadas por ella, sin excepción de la últimamente erigida en las siete islas jónicas. Egipto se restituyó a la Puerta, obligándose además Gran Bretaña a devolver la isla de Malta a los caballeros de la orden de S. Juan. Respecto al Piamonte  a los ducados de Parma y de Plasencia y a la isla de Elva que estaba en poder de los franceses, no se decidió cosa alguna. No parece, dice un autor respetable, sino que Inglaterra y Francia se convinieron en no hablar de este punto; esta por quedarse con aquellos estados, y aquella por tener un pretexto en la ambición de Bonaparte para no soltar Malta, tan interesante para los ingleses bajo el aspecto militar y mercantil.

Por lo que toca a España, había una dificultad en transigir las diferencias, y consistía en la devolución de la isla de la Trinidad, perdida como tenemos dicho, juntamente con la de Menorca, en 1798. Napoleón, de cuyo interesen manifestarse amigo de Carlos IV hemos hablado ya, se resistía a firmar la paz mientras los ingleses no nos devolvieran la isla en cuestión; pero habiéndose contentado España con la restitución de Menorca y con la adquisición de Olivenza y su territorio, y habiendo declarado Azara, con arreglo a las instrucciones que tenia, que el gobierno español venia en ceder aquella isla por el bien de la paz general, quedó todo definitivamente arreglado por medio de aquel sacrificio.

El príncipe de la Paz se detiene en comparar los resultados políticos del tratado de Amiens entre España y las demás naciones vecinas de la Francia, deduciendo de su comparación que ni el imperio germánico, ni Holanda, ni Italia, ni Helvecia, ni ninguno de los estados en fin de los confinantes en la república, consiguió gozar de la paz sin ningún quebranto, a excepción de España; siendo también esta la única que se vio libre en aquel tiempo de la dictadura militar ejercida por Bonaparte. Nosotros contestaremos que la deferencia que Napoleón mostraba a España, no fue resultado del tino o de la previsión política del príncipe de la Paz ni del sistema seguido por él, sino de las miras particulares del primer cónsul, que en su proyecto de unirse a la familia real de España, creyó de su interés sacrificar sus exageradas exigencias a la realización de sus designios ulteriores. Contestaremos también que, aun prescindiendo de este motivo secreto, cuya revelación debemos al mismo príncipe de la Paz, su solo designio de ocupar el trono ensangrentado de Francia, creaba en él la necesidad imperiosa de hallarse en buena armonía con el único de los Borbones que aparecía respetable, el cual aun cuando por sí solo no fuera bastante poderoso para frustrar los proyectos del futuro emperador, no debía sin embargo ser mirado como insignificante, atendidas las relaciones que le unían a la rama destronada y al partido que en Francia tenia. Contestaremos igualmente que la cesión de la isla de la Trinidad, por más sacrificio que fuese al deseo de las paces, no por eso dejó de ser un quebranto indudable. Contestaremos también que si Napoleón no ejerció sobre nosotros en 1802 lo que el príncipe de la Paz llama dictadura, no por eso dejó de tenernos amarrados a su política, aun cuando con mas sinceridad se confesaba amigo nuestro; degenerando bien pronto su afectada deferencia en un cambio de conducta, harto notable por cierto (según sucesivamente iremos observando), desde el momento en que comenzaron a desvanecerse en él las esperanzas y provectos que abrigaba, relativamente a su enlace con la familia real de Carlos IV. Diremos, en fin, que al cuadro comparativo de España con las demás potencias en 1801 presentado por el príncipe de la Paz, contesta por sí solo el de la catástrofe de 1808; catástrofe que no fue debida seguramente a los desaciertos del pueblo español, sino a los de sus gobernantes que de un modo tan triste elaboraron las causas de tan infaustos acontecimientos: resultando de todo , que pues la nación española vino a verse por último en el mayor de todos los apuros relativamente a su nacionalidad e independencia, la única diferencia que hubo entre ella y los demás países a que el príncipe de la Paz se refiere, consistió en haber recibido el golpe más tarde que aquellos; pero no menos rudo por eso ni menos capaz de anonadarla, a no haber sido por el brío indomable y por el heroísmo sin ejemplo de todos sus hijos. Pero estas verdades que con solo el objeto de contestar al autor de las Memorias exponemos aquí, se irán desenvolviendo poco a poco en su lugar o por tuno y a medida que la narración de los acontecimientos lo exija. Volvamos ahora a la historia.

Asegurada la paz general de Europa por el tratado de Amiens, dedicóse Napo­león a realizar las reformas que tenia proyectadas. Habiendo conseguido dar feliz cima a la reconciliación de los partidos que tan crudamente se habían hostilizado hasta entonces, la paz general acabó de ofrecerle los medios de consolidar su prestigio y su poder, convirtiéndose en centro único y exclusivo de las esperanzas de todos, y personificando en sí solo la gloria y el porvenir de Francia. La tolerancia con los clérigos y la organización del antiguo culto; el armisticio que otorgó a todos los emigrados, con la sola excepción de unos mil; su protección a la industria y al comercio; la construcción de nuevos caminos, puertos, canales y puentes; la formación de los códigos y otras mejoras materiales de importancia análoga hicieron olvidar a sus mas enconados enemigos el alentado del 18 brumario. Conocedor profundo de los hombres, y sobre todo del carácter francés, explotó hábilmente la veleidad característica de nuestros vecinos en obsequio de su en­grandecimiento personal y preparando su monarquía con la creación de una nueva nobleza bajo el titulo de Legión de Honor, consiguió hacerse nombrar cónsul por veinte años, en vez de diez, por un senado-consulto de 6 de mayo de 1802, conviniendo dos meses después su cargo en vitalicio por otro senado-consulto. Sus pretensiones quedaron coronadas así con el éxito mas completo, llegando hasta el punto de poder alterar en su esencia la constitución consular por medio de la facultad que se dio al senado para modificar aquella y para reducir a cincuenta los cien individuos que formaban el tribunado. A las eminentes prendas que como guerrero le adornaban, añadió en escala igualmente la de sagaz y profundo político. Su genio organizador y sus extraordinarios talentos como hombre de gobierno, unidos a las dotes que como gran capitán le ennoblecían, presentáronle en breve a Europa como uno de aquellos seres que la naturaleza aborta de tarde en tarde para constituir el espanto de los pueblos y la admiración de los siglos.

Hemos dicho que una de las condiciones de la paz de Amiens fue la devolución de la isla de Malta a los caballeros de San Juan. No existiendo gran-maestre entonces en aquella orden, y siendo necesario elegirlo, había procurado el primer cónsul influir cuanto estuvo en su mano para que la elección recayese en un individuo de las lenguas españolas. Su intención iba dirigida a tener en aquel punto una persona amiga que pudiese favorecer sus expediciones a Egipto, a las cuales nunca renunciaba, y sus proyectos de convertir el Mediterráneo en el gran lago de Francia, como él decía, lanzando de él a Inglaterra. Este designio fue traslucido por Godoy, y habiendo dado cuenta al rey de aquella especie, le aconsejó incorporara la corona el maestrazgo de la orden militar de San Juan, como de tiempo mas antiguo le estaban ya incorporados los de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa. Carlos IV accedió a la propuesta, y por decreto de 23 de enero de 1802 se declaró el monarca gran-maestre de la orden en lo tocante a sus dominios. Este decreto unía al interés político el económico, puesto que se pone por él un coto a la salida de las pingües rentas de aquel orden para Malta. El primer cónsul que ignoraba esto, significó por medio de su embajador en Madrid los deseos que respecto al asunto abrigaba; pero la propuesta venía tarde, y el embajador quedó notablemente sorprendido al saber la medida que el monarca español acababa de adoptar.

La ira de Napoleón cuando supo lo que había fue notable; pero no tuvo por entonces trascendencia ulterior. Poco tiempo después pidió a España 6000 nombres, y la cooperación de la escuadra que estaba en Brest con el objeto de someter la isla de Santo Domingo a su metrópoli. Esta petición era un resto de las exigencias que anteriormente se habían hecho a D. José Mazarredo relativamente a la misma escuadra, exigencias a que se negó este último con vigorosa firmeza, lo cual produjo su dejación del mando y su retiro de los negocios. El gobierno rehusó a Napoleón las tropas que pedía, dando por razón la necesidad en que España se hallaba de mantener el completo de sus fuerzas mientras acababa de asegurarse la paz con la Gran Bretaña. Por lo que toca a la escuadra, accedió a unir a la expedición francesa cuatro navíos y una fragata, y esto por no negarlo todo, según expresión del príncipe de la Paz, y porque siéndonos necesario remudar nuestros cruceros en América, hacer una visita a nuestros puertos, ahuyentar el contrabando y proteger el movimiento comercial que entre nosotros comenzaba a notarse en aquellos dominios, no se oponía a nuestro interés, antes bien lo secundaba, la concesión de que hablamos.

Mientras tanto había llegado el caso de realizar Carlos IV el doble proyecto que tenia concebido relativamente a los desposorios del príncipe de Asturias don Fernando con la princesa de Nápoles doña María Antonia, y los del príncipe heredero de este último reino con nuestra infanta doña María Isabel, en la cual, según hemos dicho, había Napoleón fijado sus ojos. Este acontecimiento ejerció una influencia fatal en nuestros asuntos, ya porque la repulsa que experimentó el primer cónsul le hizo cambiar enteramente de conducta respecto á la España , ya porque el enlace del príncipe Fernando no sirvió para otra cosa sino para acabar de turbar el palacio de nuestros reyes , encrudeciendo los odios y redoblando las intrigas que reinaban en él. De todo esto daremos cuenta a nuestros lectores en el capítulo siguiente.

 

 

Don José de Mazarredo, natural de Bilbao, donde nació en marzo do 1745, fue uno de los varones que mas Hastiaron los reinados de Carlos III y Carlos IV, habiéndose distinguido por sus conocimientos náuticos y astronómicos, y por los servicios prestados a su país en el ejercicio de los diferentes cargos que se le confiaron.

Habiendo entrado en la carrera en clase de guardia marina, sobresalió desde muy joven por su diligencia, aplicación y actividad , habiendo salvado de un naufragio inevitable en 1761 la tripulación del chambequin andaluz mandado por el capitán Vera, gracias a su intrepidez y osadía. A los doce años de servicio fue nombrado ayudante mayor del departamento de Cartagena; mas él prefirió embarcarse en compañía de D. Juan de Lángara, siguiéndole en el viaje que este jefe hizo a Filipinas en 1772. Durante esta navegación, tuvo Mazarredo la gloria de hallar la longitud en el mar por el movimiento de la luna. Dos años después hizo otro viaje a América, donde en unión con D. José Vareta y D. Juan de Lángara se ocupó en reconocer y fijar la verdadera situación de la isla de la Trinidad del Sur en los mares del Brasil, rectificando además el error en que por aquellos tiempos se estaba acerca de la supuesta existencia de otra isla al norte de aquella. En 1775, siendo primer ayudante del mayor general de la escuadra expedicionaria de Argel, trazó los planes para la navegación, ancladero y desembarco de los 20,000 hombres que componían aquel ejército, debiéndose a su inteligencia y actividad la salvación de las tropas cuando, malograda la expedición de tierra, fue preciso verificar el reembarco de noche y con toda urgencia. El rey premió este servicio nombrando a Mazarredo alférez de la compañía de guardias marinas de Cádiz, y ascendiéndole sucesivamente a capitán de fragata, de navío y de una compañía de guardias marinas creada en el departamento de Cartagena. En este destino escribió sus Lecciones de navegación y la Colección de tablas para los usos mas necesarios de la misma. En 1778, obteniendo el mando del navío San Juan Bautista, situó en sus verdaderas longitudes y latitudes muchos puntos de la costa de España y sus correspondientes de África en el Mediterráneo. Nombrado en 1779 mayor general de la escuadra mandada por el general Bastón, puso en práctica los Rudimentos de táctica naval que había escrito, y Las instrucciones y señales (que igualmente había dado a luz para servir de régimen a la escuadra de D. Luis de Córdova. A sus conocimientos y maniobras se debió el apresamiento de un gran convoy inglés y la salvación de las escuadra española y francesa en 1780, servicio que repitió con la última en 1781 y con la española otra vez al año siguiente. Ascendido a jefe de escuadra cuando la paz de 1783, se dedicó con incansable diligencia a promover los estudios náuticos. En 1785 se le encargó la negociación de paz con la regencia de Argel, y en 1789 fue ascendido a teniente general. Entonces concluyó las Ordenanzas de Marina que se le habían encargado de real orden, trabajo que le ocupó siete años. En la guerra con la república francesa pasó a Cádiz a mandar una división que debía unirse a la escuadra de Lángara en el Mediterráneo, y cuya dirección recayó después en el mismo Mazarredo; pero mudado el Ministerio, hizo dimisión del mando viendo desatendidas sus representaciones relativas al mal estado en que se hallaba la escuadra, y a la imprescindible necesidad de reponerla. El gobierno del favorito aceptó su dimisión, y destinó a Mazarredo al Ferrol, prohibiéndole la entrada en la corte. El desastroso combate del cabo de San Vicente en 1797, al comenzar nuestra guerra con la Gran Bretaña, hizo conocer al gobierno la falta que le hacia tan inteligente y experimentado marino; y reparando su desaire le mandó volver a Cádiz a reorganizar la escuadra y libertar aquella rica población de la ruina que la preparaba el enemigo, debiéndose a su actividad incansable el respeto que con su escuadra inspiró mal su grado a la inglesa. Investido en 1799 con el mando de la escuadra que por espacio de diez y ocho meses estuvo detenida en Brest, hubo de dejar su cargo a consecuencia de los disgustos que le ocasionaron las contestaciones que tuvo con Bonaparte, a cuyos planes para disponer arbitrariamente de nuestras fuerzas marítimas se opuso con una energía que le honró sobremanera. Su retiro de los negocios se cree con fundamento que fue debido a instigaciones del primer cónsul, con harto descrédito del gobierno en ceder a ellas. Desterrado después de la corte, acaso influyó esta vejación con que se pagaban sus servicios en la determinación que mas adelante tomó de adherirse al partido de Napoleón, figurando en la junta de Bayona y decidiéndose por la causa del intruso, añadiendo un nombre mas a la lista de los hombres ilustres que desgraciadamente creyeron servir mejor a su patria, prosternándose ante la omnipotencia del emperador de los franceses. El pueblo supo más que sus sabios.