CAPITULO
XI.
Segunda
coalición contra la república en 1798 y 99.—Atrevido proyecto de Urquijo
relativo a reformas eclesiásticas.—Intervención del príncipe de la Paz en favor
del nuncio apostólico.—Caída de Urquijo y elevación de Cebadlos.—Persecuciones
político-religiosas.—Paz de Luneville.—Cesión de la
Luisiana a Napoleón
Cuando el
príncipe de la Paz se retiró de los negocios y de la corte en 1798, quedó
confiada la dirección política del Estado al ministro Saavedra hasta el 17 de
agosto del mismo año, en que, habiendo caído enfermo, entró a suplirle durante
su dolencia D. Mariano Luis de Urquijo, oficial mayor que era entonces de la
secretaría de Estado. Recobrado después Saavedra, volvió de nuevo a encargarse
de la secretaría ; pero habiendo recaído otra vez, volvió igualmente Urquijo a
sustituirle de tiempo en tiempo, hasta que en 21 de febrero de 1799 fue
Saavedra exonerado de su plaza de primer ministro, siendo confinado a Sevilla,
y posteriormente a Sigüenza cuando se verificó la prisión de Jovellanos. La
persecución suscitada a Saavedra no tuvo el carácter de rigor que la que se
desplegó contra su compañero, valiéndole sin duda la circunstancia de haber
detenido el golpe que Jovellanos intentó descargar sobre el valido, según hemos
dicho en el capítulo octavo. Saavedra descendió del poder rodeado del aprecio
que no podían menos de atraerle sus esfuerzos por mejorar la administración;
pero ni sus notorios conocimientos en materia de hacienda bastaron a aclarar el
caos en que esta se hallaba, ni el estado de nuestras rentas consiguió
mejoraren lo mas mínimo, ni los esfuerzos hechos por el ministro para
establecer el crédito tuvieron el éxito apetecido, ni las nuevas vías en fin
que en este ramo se tentaron contribuyeron a otra cosa que a empeorar el mal.
Por lo que toca a la administración política en sus relaciones exteriores, el
sistema de Saavedra y Urquijo fue el mismo que el de Godoy, es decir, que
continuaron bajo el mismo pie de adhesión al Directorio francés y de hostilidad
a Inglaterra, no siendo sino muy fundada la observación del príncipe de la Paz
cuando dice que los ministros que le sucedieron llevaron su alianza con la
república hasta el extremo de hacerla más estrecha de lo que acaso era menester.
Verdad es que en el estado en que Godoy había dejado las cosas a consecuencia
del tratado de S. Ildefonso, no era posible en manera alguna volver el pie
atrás en lo que toca a nuestro compromiso con el Directorio; pero eso no
obstante, nuestra imparcialidad nos obliga a decir que la deferencia mostrada
al gobierno francés por Saavedra y por Urquijo excedió más de una vez los
limites que la prudencia y la necesidad prescribían.
El
Directorio francés que, según tenemos ya dicho, se vio amenazado de muerte desde
el principio de su carrera, no tenía otro medio de conservar su dominación
vacilante que el apoyo de las bayonetas, y de aquí las famosas expediciones de
Italia y Egipto con el objeto de adquirir el gobierno francés por sus victorias
la fuerza moral que necesitaba para hacerse respetar de las diversas fracciones
que en el interior le combatían. Este medio do sostenerse contribuyó tal vez a
dilatar su catástrofe; pero produjo otro mal para él, porque irritadas las naciones
extranjeras de su conducta con los estados débiles, y viendo los progresos que
la propaganda republicana hacia en todas partes, no pudieron llevar en paciencia
la expedición de Egipto, la ocupación militar de la Suiza, de la Italia y del
Piamonte, la prisión de Pío VI y la conversión de los Estados Pontificios en
república. La Inglaterra que se vio amenazada en sus posesiones de Oriente por
la expedición de Bonaparte, trató de conjurar el peligro, y arrastró a Austria,
a Rusia, a Turquía y a los Estados meridionales de Alemania a formar una segunda
coalición contra la Francia, liga en que entró también el rey de Nápoles, el
primero que inauguró la guerra al ver invadidos sus estados por el ejército
francés.
El aparato
de la coalición era formidable, tanto por el número de sus ejércitos como por
los generales á quienes estaba confiada su dirección. Suvaroff, célebre y
temible por sus victorias contra los turcos y polacos, conducía cuarenta mil
rusos y sesenta mil austríacos con destino a Italia, contra treinta mil franceses
que a lo sumo podía oponer la república. Korsakoff, jefe del ejército ruso de
observación contra Massena, debía invadir Suiza auxiliado de treinta mil austríacos
al mando de Hotze, sin contar los emigrados de Condé,
mientras el duque de York debía atravesar el mar del norte para invadir Holanda
al frente del ejército anglo-ruso, compuesto de cincuenta mil combatientes El
archiduque Carlos conducía por su parte el ejercito imperial, de cerca de cien
mil hombres, al cual Suvaroff debía sumar
parte de la reserva rusa, según lo exigiese la necesidad. Últimamente, otro
ejército, compuesto de rusos, austríacos, sicilianos, toscanos, portugueses,
turcos y polacos, debía volar al auxilio de Nápoles, mientras Italia y Suiza se
alzaban en masa, y el almirante Keith bloqueaba las escuadras española y
francesa encerradas en el puerto de Brest. Las operaciones de esta campaña
verdaderamente formidable tuvieron una rapidez asombrosa, y un éxito más feliz
por lo pronto que el de la primera coalición. Los primeros triunfos fueron
conseguidos por el ejército imperial del archiduque Carlos, el cual derrotó a Jourdan en Pfullendorff y en Stockach,
rechazándole a la orilla izquierda del Rhin. Kray por
su parte batió completamente a Scherer en las
batallas do Verona y de Magnan, antes que Suvaroff
tuviera tiempo para reunírsele, venciendo después Suvaroff a Moran en las de Casano y de Trevia. Jouber, sucesor de Moreau, fue igualmente batido en la
terrible batalla de Novi cuando se dirigía al socorro
de Tortona, sitiada por los austro-rusos, verificando así Suvaroff la conquista
de Italia en menos tiempo que el que Bonaparte había empleado en someterla al
yugo francés. Los enemigos de Francia campaban por allí en sus mismas fronteras;
pero Championnet, sucesor de Joubert, tuvo la gloria
de contener el ejército invasor en las líneas de los Alpes y del Apenino. Estas líneas y la plaza de Génova fue lo único que
los franceses pudieron conservar en Italia entre todas sus conquistas
anteriores, habiendo sido igualmente balidos en Alemania y Bélgica, donde
perdieron también el fruto de sus recientes victorias.
La coalición
proyectó entonces la invasión del territorio francés, para lo cual acordaron el
archiduque Carlos, Korsakoff y Suvaroff un plan de campaña que según todas las
probabilidades debía producir en los franceses la pérdida de la línea del Limmath guardada por el general Massena , la cual se extendía
por el Lint y el lago de Zurich hasta el Aar en las inmediaciones de Bruck, puntos
todos de Suiza, cuyo país se animaba a sacudir el yugo francés al rumor de las
victorias de los rusos. Suvaroff al efecto debía penetrar en Suiza por el monte
de S. Gotardo, mientras el archiduque cruzaba rápidamente la Suavia cayendo sobre Basilea, y Korsakoff defendía a todo
trance el país de Limmath. Este plan tenia por objeto
colocar a Massena entre tres ejércitos poderosos que estrechándole por todas
partes tenían que forzarle a rendirse, sin ser posible al parecer que el
general francés pudiese evitar su derrota; pero Massena adivinó sagazmente los
intentos del enemigo, y alentado de la intrepidez que en tan alto grado lo
distinguía, resolvió frustrar sus proyectos, como efectivamente lo hizo,
lanzándose sobre Korsakoff cuando el archiduque se encaminaba a Suavia, derrotando así del modo mas completo al ejército
ruso en la memorable batalla de Zúrich, en la cual se salvó la causa de la
república por tercera vez. Suvaroff que marchaba por Altorf, ideando los medios
de hacer mas completa la victoria que la coalición esperaba, viendo repentinamente
al enemigo que se dirigía hacia él, so vio obligado a ponerse en orden de
batalla, siendo rechazado al Tirol con pérdida considerable. Mientras tanto
continuaba el archiduque su apresurada marcha a Basilea, cuando llegando a su
noticia la victoria de Massena, se vio obligado a acatar los decretos de la
suerte y desistir de sus proyectos de invasión, abandonando una coalición y una
guerra que tan tristemente reproducía los desengaños anteriores. El duque de
York por su parte, habiendo desembarcado en el Helder, apoderándose de la
escuadra holandesa de Tejel, e invadiendo la
república Batava , fue derrotado en Berghen por el general Bruno, dándose por muy feliz en
poder evacuar Holanda por medio de una capitulación cuando creyó abrírsele las
puertas de la Francia con la conquista de aquel reino. Suvaroff abandonó Italia
y Alemania, y para concluir de una vez, todo el fruto de la nueva coalición
vino a redundar en favor de la república, la cual añadió a esta segunda y
memorable victoria contra los extranjeros coaligados, la satisfacción de verse
mucho más engrandecida y mejorada que en las campañas anteriores.
Esta breve
reseña del principio, progreso y resultado final de la liga de 1798 y 99 es más
que bastante para justificar la cordura y previsión de Saavedra y Urquijo en
resistirse con la tenacidad que lo hicieron a tomar parte en ella, siendo vanas
los promesas y las amenazas que la coalición empleó para obligarles a adoptar
tan aventurado partido. Inglaterra, como más interesada en destruir la alianza
de S. Ildefonso, prometió a España, caso de adherirse a la coalición, subsidios
y tropas portuguesas y rusas para invadir Francia por la parte del Pirineo,
amenazándola con el desembarco de un ejército anglo-ruso-lusitano en caso de negativa.
El autócrata de las Rusias, vista la tenacidad del gabinete español, le declaró
la guerra; pero el gobierno continuó firme en su propósito, y nada bastó a
hacerle tomar parte en la contienda. Esta conducta de nuestros ministros merece
elogio sin duda alguna, por haber probado con ella que los desengaños de 1793,
94 y 95 no habían sido perdidos para España; pero estamos acordes con el príncipe
de la Paz en la censura que hace de ambos en cuanto a la extremada deferencia
con que contemplaron al Directorio, usando en varios documentos públicos
palabras demasiado oficiosas, por no decir adulatorias, que ni la necesidad exigía,
ni puede aprobar el decoro. Bajo esta concepto convenirnos igualmente con D.
Manuel Godoy en que cuando Saavedra en los manifiestos de la junta central de
1808 acusó a aquel como origen de los males ocasionados a España por la paz de Basilea
y por la alianza de S. Ildefonso, ni lo hizo con justicia en cuanto al primer extremo,
ni tuvo presente en la memoria la conducta que él había observado respecto al
segundo; mas no por eso diremos que el príncipe de la Paz se halle exento de la
falta que él mismo critica; puesto que nadie le excedió en olvidar con
frecuencia la majestad de su país en todo lo que toca a nuestras relaciones con
la república. De esto hemos hablado ya al examinar el tratado de S. Ildefonso,
y tendremos ocasión de ratificarnos mas de una vez en el mismo juicio cuando
narremos otros sucesos más adelante.
Otro de los
asuntos en que se dejó sentir entre nosotros mas de lo que era necesario la
influencia del Directorio francés fue el conflicto suscitado en nuestras
relaciones en la corte de Roma en tiempo del ministro Urquijo, hombre de talento
sin duda, pero que al comenzar sus reformas liberales por un punto tan delicado
como el de que vamos a hablar, desconoció la oportunidad de la época y lo poco
preparado que se hallaba el país a innovaciones de esta especie.
Habiendo
fallecido el pontífice Pío VI en 1799, prisionero do las tropas francesas,
quedó huérfana la iglesia de su jefe en las circunstancias más criticas, pues
agitada Italia en medio del ruido de las armas que turbaban aquel hermoso país,
era verosímil que no pudiera verificarse durante algún tiempo el futuro
cónclave para el nombramiento de nuevo papa. El gobierno español llevado de
esta creencia expidió en 5 de setiembre del mismo año el famoso decreto por el
cual se mandaba que los obispos ejerciesen en toda su plenitud, y en tanto que
se verificaba el nombramiento de nuevo pontífice, sus facultades en materia de
gracias, concesiones e indultos apostólicos, salvo empero la confirmación de
los prelados, sobre cuyo asunto y otros de gravedad análoga se reservaba el rey
determinar para más adelante. Hasta aquí nada hay que censurar, pues sobre
estar esta disposición acorde con la antigua disciplina de la Iglesia, la orfandad
en que esta se hallaba cuando el decreto se dio, hacía necesario el recurso a
la autoridad de los obispos, como único medio a que atenerse durante el
interregno pontificio. El mal estuvo en haberse el ministro declarado protector
de la fracción teológica que desde el siglo XVII se había pronunciado contra
las facultades concentradas en la Sede Romana desde la época de Gregorio VII,
fracción que con motivo de la muerte de Pío VI creyó llegada la ocasión de
reformar la disciplina eclesiástica, sacudiendo el yugo de la autoridad
pontificia y restableciendo la independencia de los primeros siglos de la
Iglesia. Bien considerado todo, preciso es confesar que si la fracción a que
aludimos se hubiese limitado a contener los abusos de la autoridad pontificia,
no solo no hubiera merecido censura, sino que por el contrario habría sido
acreedora a los mismos elogios que se tributan y tributarán siempre a los
ilustrados y piadosos varones del reinado de Carlos III, firmes mantenedores de
las prerrogativas nacionales contra las invasiones injustas del poder
eclesiástico. Pero lo que se hizo en España en 1799 no fue esto, sino pretender
saltar la valla más de lo que entonces era justo, político y conveniente, exponiendo
la nación a un cisma espantoso, turbando las conciencias de los fieles, y
cometiendo una como falta de caballerosidad en el solo hecho de querer
aprovechar la misma calamidad que afligía a la Iglesia por la muerte de su pontífice.
No fue esto lo peor tampoco: el concilio nacional celebrado por el clero
francés en 1797 había dado cabida a una multitud de reformas, que si bien
conformes con el estado de revolución política en que se hallaba aquel país, no
eran para imitarlas en una nación como la nuestra, eminentemente católica
entonces, y nada dispuesta por lo mismo á innovaciones religiosas de
consecuencia, y tanto menos cuando en materia de reformas políticas nos hallábamos
completamente estacionarios y viviendo con los mismos abusos que antes. El
Directorio francés que mostraba el mayor empeño por ver apoyadas las teorías de
sus innovadores con el ejemplo de la corte española, hizo caer a nuestro
gobierno en la tentación de imitarle, según parece; añadiéndose así a lo
peligroso de la materia la circunstancia de no sor exclusivamente nacional el
impulso que oscilaba en nuestro ministro el deseo de proteger con tan poca
prudencia las doctrinas innovadoras.
A
consecuencia de todo esto, comenzaron a circular entre nosotros multitud de folletos
y escritos favorables a la reforma que se proyectaba, y particularmente las
actas del condenado sínodo de Pistoya, haciéndose
traducir precipitadamente la famosa obra del sabio escritor portugués Pereira ,
y procurando oscilar en las aulas el calor de los ánimos por medio de disputas
teológicas y de conclusiones en sentido innovador. Como los partidarios de la
reforma se hallaban sostenidos por el ministro, la cuestión se elevó al más
alto grado de importancia, convirtiéndose por lo mismo en piedra de escándalo
para el vulgo de las almas piadosas el ya mencionado decreto de setiembre, tan
natural y tan lógico en sí mismo, atendidas las circunstancias en que se había
dado. El Nuncio Apostólico D. Felipe Casoni elevó a
la corle las más vivas reclamaciones contra estas novedades, excediéndose tal
vez en algunas de ellas del espíritu de mansedumbre que debe campear en esta
clase de escritos. El ministro por su parte, cediendo a la impetuosidad de su
carácter enérgico, contestó con igual destemplanza, siendo el resultado de la
lucha empeñada entro ambas enviar Urquijo sus pasaportes al Nuncio con la orden
terminante de salir del reino inmediatamente.
Hallábase
entonces el príncipe de la Paz retirado de los negocios, como dice él, si bien
con la misma influencia que antes como creemos nosotros y como lo prueban el
incidente de que hablamos, la intervención de que fue partícipe en los negocios
pertenecientes a la Toscana, de que hablaremos después, y la correspondencia
epistolar que siguieron los reyes con él en todo el tiempo de su retiro. ¿Qué
valimiento podía por lo mismo elegir el Nuncio mejor que el de Godoy para alcanzar
la revocación de aquella orden? Así fue en efecto: D. Felipe Casoni se presentó al valido con las lágrimas en los ojos,
suplicándole escribiese al rey y le rogase en favor suyo. El príncipe de la Paz
hallaba un reparo, según él mismo dice, para dar aquel paso, y era el temor de
que su intervención en aquel asunto pudiera atribuirse al deseo de hostilizar
al primer ministro con objeto de derribarle. Hízose sin embargo superior a este
escrúpulo, y atento solamente a evitar las desagradables consecuencias que
podría producir la salida del Nuncio, intercedió por él con Carlos IV, sin
impugnar las obras del primer ministro ni entrar, a lo que parece por su propia
deposición, en el resbaladizo terreno de las opiniones. «El efecto, dice el príncipe
de la Paz, fue al instante conseguido sin ninguna quiebra del ministro, prueba
de ello y del modo que yo tuve de dirigir aquellos ruegos, que aun siguió un
año más sin perder la confianza del monarca, mas bien con auge que con pérdida.»
Nosotros no disputaremos sobre estos asertos, apoyados únicamente en la fe de
un personaje que tan interesado se halla en hacer su apología, contentándonos
con dejar consignado el hecho de su intervención y el de haber conseguido que se
revocase la orden que el monarca acababa de dar contra el Nuncio, prueba irresistible
del ascendiente que el valido continuaba gozando, y de lo fácil que le era
disponer de su influencia en otros asuntos de igual y aun mayor gravedad que el
que nos ocupa.
Pocos meses
habían pasado después de este incidente ruidoso cuando celebrándose el cónclave
en Venecia, fue electo pontífice en marzo de 1800 el cardenal Gregorio Chiaramonti, que tomó el nombre de Pío VII, con lo cual se
desvanecieron los temores que habían motivado el decreto de 5 de setiembre del
año anterior. Sabida la elección por Carlos IV, expidió otro decreto en 29 del
mismo mes, mandando restituir los negocios eclesiásticos al mismo ser y estado
que tenían antes de la muerte de Pío VI; añadiendo empero que se trataría con
Su Santidad de los grandes objetos que requerían las circunstancias para
asegurar la buena armonía y concierto entre ambas cortes. Urquijo, pues,
insistía en sus proyectos de reforma, según parece por la última indicación, lo
cual no impidió que exponiendo al papa las circunstancias y los apuros en que
se encontraba nuestra hacienda, le pidiese juntamente la concesión de un noveno
más sobre las antiguas pertenencias que disfrutaba la corona en las masas
decimales. El Pontífice accedió a la petición del monarca por su bula de 3 de
octubre de 1800; «acto grande de nobleza, dice el príncipe de la Paz, y también
de política, porque enseguida de esto escribió a Carlos IV de una manera
afectuosa, pero enérgica y altamente sentida, lamentándose del espíritu de
innovación con que parecían abusar algunos malos consejeros del amor que
profesaba a sus súbditos, esparciendo aquellos, o dejando gustosamente
esparcirse, doctrinas depresivas de la silla romana, y llevándolas a efecto en
los mismos días en que la Divina Providencia comenzaba ya a hacer aparecer el
arco de paz para su iglesia, combatida tan reciamente por las tormentas que
había ofrecido el siglo anterior.» «La excitación, continúa el mismo, hecha a
los obispos por el real decreto de 5 de setiembre la graduaba el papa de
prematura, puesto que no habría debido hacerse sino cuando las circunstancias
posteriores hubiesen justificado los temores que infundían las agitaciones de Europa.
Se quejaba en general de los obispos, y añadía que algunos de ellos, sin
haberse limitado a conceder dispensas, habían favorecido las doctrinas
contrarias a la santa sede, asunto sobre el cual daba a entender ser de su
cargo el hacer prolijas inspecciones para asegurarse de su fe ortodoxa,
reconocer las dispensas en materias graves que habrían sido hechas, anular las
que podrían haberse concedido contra las reglas eclesiásticas y sin causa muy
fundada, y corregidos los excesos promover y restablecer el principio de unidad
católica comenzado a relajarse por algunos de aquellos mismos á quien estaba
impuesto mantenerle, acerca de lo cual, añadía el papa, había comunicado al
Nuncio las instrucciones convenientes y las facultades necesarias. Daba luego
fin rogando al rey que apartase de su lado aquellos hombres, que engreídos de
una falsa ciencia pretendían hacer andar a la piadosa España los caminos de
perdición donde nunca había entrado en los siglos de la iglesia, y que cerrase
sus oídos a los que so color de defender las regalías de la corona, no
aspiraban sino a oscilar aquel espíritu de independencia que, empezando por
resistir al blando yugo de la iglesia, acababa después por hacer beberse todo
freno de obediencia v sujeción a los gobiernos temporales, con detrimento y
ruina de las almas en la vida presente y en los días eternos, quedando
aparejado un gran juicio de estas cosas a aquellos que presiden y gobiernan.»
Carlos IV
leyó la carta del sumo Pontífice con el sentimiento que es de inferir de su
religiosidad conocida , y resolvió dar satisfacción a la santa sede separando
al ministro que le había comprometido con ella. Esta resolución, por más que
fuese justa, tenía el inconveniente de presentar al monarca español como menos
celoso de su dignidad de lo que convenía, puesto que la separación de Urquijo
venia a ser en último resultado efecto de la indicación de una corte extranjera,
como así se lo hizo presente el príncipe de la Paz, según este dice, cuando le
pidió consejo sobre el asunto. Otra de las resoluciones que Carlos IV había
tomado fue enviar a Roma para que diesen satisfacción al Pontífice o fuesen juzgados
allí los obispos y eclesiásticos señalados por el nuncio como promovedores de
las nuevas doctrinas. Últimamente tenía determinado destituir de sus empleos a
cuantos seglares hubiesen tomado parte en aquellas disputas o las hubiesen atizado,
haciendo juzgar y castigar a los principales autores. El príncipe de la Paz, si
hemos de atenernos a su aserción , hizo cuanto estuvo en su mano por evitar la
realización de esas medidas extremas, desplegando el mayor empeño en disculpar a
los eclesiásticos y seglares de que hablamos, y añade juntamente que estas
ideas de persecución y de intolerancia le fueron sugeridas a su amo por el
ministro Caballero, hombre verdaderamente funesto al país, que tuvo la
desgracia de sufrirle desde la caída de Jovellanos hasta mas allá del reinado
de Carlos IV. Lejos de nosotros el querer disputar a D. Manuel Godoy el lauro
que deba corresponderle por los buenos oficios desplegados en obsequio de los
que Caballero designaba por sus víctimas; pero dudamos mucho que llevase su
generosidad hasta el extremo de interponer su mediación en obsequio de
Jovellanos, pues de haberlo hecho con verdadero empeño, no hubiera sucedido por
entonces su desgracia final como sucedió. Esto se halla en contradicción con lo
que resulta de las aserciones de Ceán, según hemos visto, y por otra parte es
muy poco digno de crédito el príncipe de la Paz cuando pretende escudarse con
el ministro Caballero de los desmanes que se le atribuyen. Si este continuó en
un puesto que tan notoriamente envilecía, la historia hará siempre responsable a
Godoy de haberle consentido en el poder, pues nunca podrá persuadirnos de que
empeñándose en separarle hubiera dejado de conseguirlo, atendida la
omnipotencia de que gozaba. Nosotros tenemos las más fuertes presunciones para
creer que Caballero no fue durante mucho tiempo sino un mero y pasivo
instrumento del príncipe de la Paz, acabando después por venderle villanamente
cuando le vio caído, o cuando auguró que su ruina se hallaba cercana.
Volviendo a
nuestro asunto, la entrevista de Godoy con el rey, y el consejo que este le
pidió acerca de la satisfacción que debía darse al pontífice, acabó por
entronizar de nuevo al valido, el cual se encargó de terminar tan desagradable
negocio avistándose con el nuncio. Este se hallaba notablemente irritado por
los sucesos anteriores, y como tenía en su mano la ocasión de vengarse de sus
enemigos, no le satisfacía otra cosa que rigor y medidas enérgicas. Godoy le
dejó desfogar su ira, y valiéndose del ascendiente que la memoria del beneficio
que antes había ejercido con él le daba sobre su ánimo, le propuso otro medio más
suave y exento por lo mismo de los inconvenientes que tenia el castigo, Este
medio se redujo a proponer la admisión por la corte de España de la famosa bula Auctorem fidei dada por Pío VI en 1774, condenando el sínodo de Pistoya.
El nuncio apretó la mano a Godoy, le abrazó muchas veces, le afirmó que no se
le había ocurrido una idea tan feliz para llegar al fin propuesto, por un medio
tan sencillo; díjole que Dios lo había inspirado, que
sería un día de gozo para el Papa aquel en que tendría la nueva de tan piadoso
arbitrio de conciliación, que iba a escribir a Roma, y que en su modo de juzgar
era aquello negocio terminado. La querella terminó en efecto, dándose con fecha
40 de diciembre de 1800 el real decreto siguiente:
«Como el
religioso y piadoso corazón del rey no pueda prescindir de las facultades que
el Todopoderoso ha concedido a S. M. para velar sobre la pureza de la religión
católica que deben profesar todos sus vasallos, no ha podido menos de mirar con
desagrado se abriguen por algunos, bajo el pretexto de erudición o ilustración,
muchos de aquellos sentimientos que solo se dirigen a desviar a los fieles del
centro de unidad, potestad y jurisdicción que lodos deben confesar en la cabeza
visible de la iglesia, cual es el sucesor de S. Pedro. De esta clase han sido
los que se han mostrado protectores del sínodo de Pistoya,
condenado solemnemente por la santidad de Pío VI en su bula Auctorem fidei, publicada en Roma el 28 de agosto de 1774;
y queriendo S. M. que ninguno de sus vasallos se atreva a sostener pública ni
secretamente opiniones conformes a las condenadas por la expresada bula, es su
real voluntad que inmediatamente se imprima y publique en todos sus dominios ,
encargando a los obispos y prelados regulares inspiren a sus respectivos
súbditos la más ciega obediencia a este real mandato, dando cuenta de los infractores
para proceder contra ellos sin la menor indulgencia a las penas a que se hayan
hecho acreedores, sin exceptuar la expatriación de los dominios de S. M.; en la
inteligencia de que a las mismas se expondrán si, lo que no es creíble ni
espera S. M. de obispos y prelados, hubiese alguno que en esta materia
procediese con indolencia cautelosa o abiertamente contra lo mandado; y al
mismo tiempo es la voluntad de S. M. que el tribunal de la inquisición prohíba
y recoja cuantos libros y papeles hubiere impresos, y que contengan especies o
proposiciones que sostengan la doctrina condenada en dicha bula, procediendo
sin excepción de estados y clases contra todos los que se atrevieren a oponerse
a lo dispuesto en ella; y que el consejo de Castilla circule esta soberana
resolución con un ejemplar de la bula, a todas las audiencias y chancillerías y
demás tribunales del reino para que celen sobre este punto, mandándoles a las
universidades que en ellas no se defiendan proposiciones que puedan poner en
duda las condenadas en la citada bula; habiendo saber a todos que así como S.
M. se dará por muy servido de los que contribuyeren a que tengan debido efecto
sus intenciones soberanas, procederá contra los desobedientes, usando de todo
el poder que Dios le ha confiado. Lo que participo a V. E. (al gobernador del
consejo) de orden de S. M. para que haciéndolo presente en el consejo disponga
su cumplimiento en la parte que le toca, teniendo entendido que por esta vía se
comunica a los obispos, prelados regulares y universidades del reino, a quienes
cuidará el consejo de remitir cuanto antes un ejemplar de dicha bula; y de
quedar ejecutada en todas sus partes esta resolución de S. M. me dará V. E.
aviso para ponerlo en su real noticia”.
Este decreto
dio que murmurar a las gentes por la aspereza con que estaba redactado, por la
conminación indecorosa que se dirigía a los obispos sin motivo justo que la
provocase , y por el desaire que se hacia al consejo usurpando sus
atribuciones, puesto que no fue este sino el ministro de Gracia y Justicia
quien por la vía reservada dirigía aquella ordena las autoridades eclesiásticas
y a las universidades del reino, no faltando quien interpretase la admisión de
la bula en cuestión como un paso retrógrado en materia de resistir las
usurpaciones de la curia romana. Esta última acusación era injusta, si se
atiendo al solo hecho de la admisión de la bula en sí misma, puesto que el
consejo de Castilla la recibió con la cláusula ordinaria de salvos los usos,
prácticas y costumbres recibidas entre nosotros en los negocios eclesiásticos y
mistos, y puestas a salvedad nuestras leyes y las regalías de la corona. En
cuanto a lo demás, la murmuración era fundada sin duda alguna, y si viene a
reconocerlo el mismo príncipe de la Paz, si bien acaba según su costumbre por
descargar en Caballero el peso de tan justa censura , atribuyéndole la causa y
lavándose él las manos en esto, no menos que en lo que toca a las persecuciones
que con este motivo se suscitaron, y en las cuales no es posible desconocer
marcados y evidentes síntomas de retroceso. Urquijo fue separado del poder y
procesado por la inquisición juntamente con los obispos de Cuenca y de
Salamanca y otros, entre los cuales cuenta D. Manuel Godoy a Jovellanos. El benemérito
Meléndez, honra y lustre del parnaso español, sufrió también una parte de la
persecución suscitada entonces, siendo jubilado con la mitad del sueldo, si
bien es verdad que el príncipe de la Paz reparó mas adelante esta injusticia,
no dudando nosotros tampoco de que hizo lo que pudo para que la persecución se
limitase al número menor de personas posible.
Exonerado
Urquijo, Carlos IV exigió de Godoy que volviese de nuevo a la secretaría de
Estado y rigiese otra vez los destinos del país. El príncipe de la Paz se negó
tenazmente, según él mismo nos dice, a tomar sobre sus hombros el peso del
ministerio, proponiéndole otros sujetos, entre los cuales eligió el rey a don
Pedro Ceballos, con grave peligro de que siendo primo político del valido, se
pudiera atribuir su nombramiento a interesadas miras de parle del último. Así
se verificó sin embargo, no obstante las observaciones que el príncipe de la
Paz dice haber hecho al rey manifestándole eso mismo. «Mi suerte estaba echada,
concluye este: ¿quién resiste a la fatalidad o sea al arcano de la Providencia
que eslabona los actos de la vida? Rehusando ser ministro, me encontré sometido
a todo el peso de aquel cargo, frente a frente de los nuevos riesgos asombrosos
que se preparaban en Europa. Ceballos fue nombrado, y el ministro Caballero
autorizó el decreto: uno y otro, después de siete años, acabaron por venderme.»
Mientras
esto sucedía en España, había conseguido afirmarse en Francia la constitución
consular de 1799 , gracias al prestigio y a las nuevas victorias de Napoleón.
Este había intentado desembarazarse de sus enemigos exteriores, cediendo al
voto de Francia que ansiaba por la paz; pero habiéndose negado la Inglaterra a
todo acomodamiento, le fue preciso al primer cónsul desvainar de nuevo la
espada, y reuniendo en el Rhin y en los Alpes todas
las fuerzas de la república, dio el mando del primer ejercito al general Moreau,
poniéndose él al frente del de Italia a principios de mayo de 1800. Interesado
en volver prestamente de su expedición para no dejar abandonado por mucho
tiempo el gobierno de Francia, se determinó a obrar con la celeridad del rayo,
sembrando el terror y la desolación entre sus enemigos. Mélas se preparaba a pasar el Var y penetrar en la Provenza cayendo sobre el general
Súchel, cuando salvando el primer cónsul el monte de S. Bernardo después de
vencer obstáculos increíbles, desembocó en Italia con 40,000 hombres, y apoderándose
dé Milán, se interpuso entre Súchel y los austríacos, dejando cortado a Mélas, y obligándole á retroceder a Niza y a Turin y a establecer por último su campamento en
Alejandría. Siguióse a esto la célebre batalla de
Marengo, dada el 12 de junio del mismo año, en la cual derrotó Napoleón
completamente a los austríacos, cogiendo a Mélas 14,000 hombres, 40 cañones y 15 banderas, y consiguiendo en último resultado
con esta sola acción la reconquista de la Italia que el Directorio francés había
perdido un año antes. Bonaparte, después de dictarle a Austria condiciones de
paz, y habiendo ocupado el Piamonte y restablecido la república Cisalpina, regresó
a París a los 40 días de su partida, entrando en aquella capital en medio de
las aclamaciones con que el pueblo le manifestaba su entusiasmo al ver la
osadía y destreza con que en tan poco tiempo había sabido terminar aquella
portentosa campaña. Napoleón llamó entonces a todos los franceses proscritos, y
concluyó casi enteramente la pacificación de la Bretaña y de la Vendeé. Poco tiempo después, a fines de aquel mismo año,
estuvo expuesto á perder la vida con motivo de la explosión de la máquina
infernal, de la cual salió ileso por una especie de milagro. Atribuida esta
conspiración a los demócratas, fueron deportados ciento treinta de estos por un
senado-consulto; pero después se averiguó que los culpables eran realistas, y
fueron varios de ellos condenados a muerte.
A las
victorias de Francia y a las fatales derrotas que Austria había sufrido sin
interrupción, se siguió en 8 de enero de 1801 la paz de Luneville entre ambas potencias, ratificándose en ella el tratado de Campo Formio, y
añadiéndose otros muchos artículos, uno de los cuales era la adjudicación de la
Toscana, infantazgo de los archiduques de Austria, al príncipe heredero del
ducado de Parma, hijo político y sobrino de nuestro rey Carlos IV, con el
título de reino de Etruria. España en cambio cedió a Napoleón la Luisiana y
seis de los navíos que estaban en Brest. El imperio reconoció la independencia
de las repúblicas Bátava, Helvética, Liguriana y
Cisalpina: Nápoles cedió a Francia la isla de Elva y el principado de Piombino por el tratado de paz firmado en Florencia en 18
de febrero siguiente, y toda la coalición depuso las armas excepto solo Gran
Bretaña que seguía obstinada en la lucha.
Las
pretensiones de Francia en cuanto a la adquisición de la Luisiana databan desde
los últimos años del reinado de Carlos IV, habiendo vuelto a insistir en lo
mismo cuando las negociaciones para la paz de Basilea, según hemos dicho en el
capítulo VII de la presente introducción. Malogrados sus deseos en uno y en
otro caso, tentó después el Directorio otro camino para la adquisición que apetecía,
proponiendo al gabinete español las legaciones pontificias y una pequeña
fracción del ducado de Módena a cambio de la Luisiana; pero el príncipe de la
Paz , según él mismo nos dice, se negó a verificar el cambio por no ser estados
seculares los que la Francia cedía. Desechadas las legaciones, se trataba
todavía de subrogar otros estados, cuando la caída de los directores Barthelemy y Carnot, autores de aquella propuesta, echó por
tierra la negociación. Pocos meses después hizo Godoy dimisión del ministerio.
Bonaparte que se había mostrado favorable sobremanera al proyecto en cuestión,
partió luego para Egipto, quedando dormido aquel asunto hasta después del
regreso del general francés a Paris. El primer cónsul tenia su designio al
querer recobrar la Luisiana, puesto que deseaba tener un punto de apoyo en el
continente americano para la realización de sus empresas ulteriores. La
negociación se entabló con el ministro Urquijo, aunque no sin pedir parecer a
Godoy , como puede verse en el capitulo III, parte II de las Memorias de este
último. El tratado se verificó en San Ildefonso en 4 de octubre de 1800 entre
Urquijo por parte de España y el general Berthier por
parte de Francia, concediéndose a esta además de la Luisiana el ducado de
Parma, la parte que gozaba la Toscana en la isla de Elva y los seis navíos de línea
de que hemos hablado, todo contraía opinión del príncipe de la Paz, empeñado,
según dice, en que se sacase mejor partido de la negociación, toda vez que
nosotros éramos los rogados. Destituido Urquijo y vuelto Godoy al poder, exigir
del primer cónsul que en la paz de Luneville se
incluyese un articulo relativo a la cesión del gran ducado de Toscana y que se
renovase además, con posterioridad áala paz mencionada,
el tratado de S. Ildefonso, que permanecía secreto, en la parte que hacía relación
a la erección del reino de Etruria, como si se verificó en 21 de marzo de 1801,
cuarenta días después de la paz de Luneville, siendo
los firmantes del nuevo tratado Luciano Bonaparte y el mismo Godoy.
España ganó
en este cambio el ahorro de la pensión que daba a los duques de Parma después
de la revolución, y Carlos IV tuvo además el gusto de ver erigido un reino en
favor de sus hijos; ¿pero quién era el favorecido en aquel negocio, y quién
ganaba mas en último resultado? Los nuevos reyes de Etruria no eran ni podían
ser otra cosa que unos grandes magnates sujetos a la política del primer cónsul
constituido en favorecedor suyo; nuestra marina añadía a las pérdidas que la
guerra con los ingleses le hacia experimentar la de los seis navíos que tan
útiles le podían ser, y aun más necesarios que útiles, en la decadencia que experimentaba;
la cesión de la Luisiana, en fin, era un punto de apoyo, como ya hemos dicho,
para las miras de Napoleón Bonaparte, y aunque solo se considere la circunstancia
de haber sido deseada con tanto ahincó la posesión de este país por el gobierno
francés en tantas y tan distintas ocasiones, bastará para convencernos de que
quien ganaba en el trato era siempre Francia y nada mas que Francia. Nada
hablamos de la doblez con que Napoleón vendió mas adelante la Luisiana a los
Estados-Unidos en ochenta millones de francos, fallando á la promesa de
preferir a España en la adquisición de aquel territorio si algún día trataba de
enajenarlo Francia. Esta perfidia no era de las que la política puede prever, y
por lo mismo ninguna culpa puede alcanzar a los negociadores españoles por un
acto cuya perpetración deshonra solamente la memoria del gran hombre que si
daba al olvido sus promesas; pero esa misma venta prueba lo poco en que era
tenido nuestro gabinete, y el estado de debilidad y de mengua a que había
venido a parar esta nación magnánima, merced a las vicisitudes de los tiempos y
a la errada política de nuestros hombres de Estado.
La
prepotencia de D. Manuel Godoy desde 1801 en adelante fue ni mas ni menos la
misma que en el primer periodo de su poder había tenido, y aunque algunos
juzguen que es inútil mencionar esta especie por demasiado sabida, hemos creído
sin embargo repetir lo que nadie ignora, en atención al empeño que muestra el
príncipe de la Paz en pintar su poder en la segunda época de su dominación como
menor de lo que fue realmente. ¿Qué importa que Carlos IV se resistiese alguna
vez a ciertos consejos e indicaciones de su valido? Nada hay tan indócil como
la docilidad de los niños en algunas ocasiones; y niño era el monarca de España
en las manos del hombre a quien por segunda vez confiaba sus destinos y los del
país.
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