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EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA.

 

LIBRO SEGUNDO.

EL HELENISMO Y EL AUGE DE ROMA.

 

PRIMERA PARTE.

EL TIEMPO DE LOS DIADOCOS (323-280 a. de C.)

 

La Guerra Lamíaca. El final de Pérdicas. La regencia de Antípatro. La revuelta de Casandro y el final de Eumenes. Antígono contra Casandro. La lucha por el Egeo. El tiempo de los «condottieri» a) Las aventuras de Demetrio b) Entrada en escena de Pirro. El final de los Diádocos

 

SEGUNDA PARTE  

EL OCCIDENTE MEDITERRÁNEO A COMIENZOS DEL SIGLO III a. C.

Situación del helenismo en Occidente. El Imperio de Cartago. Los comienzos de la República. La conquista de Italia. La catástrofe gala. Las Guerras Samnitas. Roma a comienzos del siglo III

 

TERCERA PARTE .

HISTORIA POLÍTICA DEL ORIENTE HELENÍSTICO EN EL SIGLO III

 

La primera Guerra Siria. La Guerra de Cremónides. La guerra de Eumenes. El desquite de Antígono y de Antíoco. La inversión de las alianzas y el fin de Filadelfo. La tercera Guerra Siria. La Guerra de los Hermanos. Antíoco III. La cuarta Guerra Siria. La civilización Helenística. Literatura: a) La comedia b) La poesía «alejandrina». Filosofía. Arte: religión

 

CUARTA PARTE .

LOS PAÍSES DE ORIENTE AL MARGEN DEL HELENISMO

 

I. EL MUNDO EGIPCIO EN TIEMPOS DE LOS PTOLOMEOS Y DE LOS CÉSARES

II. SIRIA EN LA ÉPOCA HELENÍSTICA

III. EL JUDAÍSMO PALESTINO DESDE ALEJANDRO A POMPEYO

IV. LA MESOPOTAMIA SELÉUCIDA

V. ARABIA

QUINTA PARTE

EL OCCIDENTE ROMANO

DESDE LA GUERRA CONTRA PIRRO HASTA LA VICTORIA SIBRE ANIBAL

 

LA PRIMERA GUERRA PÚNICA

LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA

 

 

 

Introducción

La muerte de Alejandro, sobrevenida inesperadamente en Babilonia el 13 de junio del 323 a. de C., habría podido señalar sólo el término de una aventura militar. En realidad, para la historia humana, fue el comienzo de una era que estaba muy lejos de cerrarse.

El joven rey aún no había tenido tiempo de organizar su conquista, de fundir sus diversos elementos en un conjunto único, y, mucho menos todavía, de asimilar todas las consecuencias de su victoria. Todo parecía demasiado frágil. El pasado que había precedido a la conquista se hallaba aún muy próximo. Cabía pensar que, desaparecido el conquistador, su imperio se disgregaría y que, poco a poco, se volvería a la situación anterior. Pero por razones de distintos órdenes entre las que hay que contar, en primer lugar, el desgaste de los sistemas políticos aplastados por Alejandro, muy pronto resultó evidente que el Oriente mediterráneo y los países asiáticos, desde Siria hasta el Ganges y las orillas del mar Caspio, habían sido profundamente transformados por la acción de Alejandro, a pesar de que ésta había sido de corta duración. Era necesario encontrar las condiciones de un nuevo equilibrio político. El mundo asiático ya no podía continuar, como en los tiempos de los Aqueménidas, prácticamente cerrado sobre sí mismo. Por su parte, Grecia había perdido, en realidad, la estructuración de sus ciudades, así como su independencia, y no le quedaba más opción que la de elegir entre la anarquía y una forma cualquiera de «protectorado» extranjero. Pero, sobre todo, y aunque el hecho habría de producirse sólo con posterioridad, lo que estaba a punto de nacer, imprevistamente, era una forma original de civilización.

Más adelante, cuando el Oriente mediterráneo hubo desarrollado, en su propio beneficio, la mayor parte de las consecuencias producidas por aquel quebranto creador, aquella misma civilización fue a integrarse en un conjunto aún más amplio, cuyas proporciones sobrepasaron, muy probablemente, los sueños de Alejandro, y, anexionándose Occidente, contribuyó a la formación de otro imperio, el de Roma, que, durante siglos, dictaría sus normas al pensamiento político y regiría, por largo tiempo, el devenir de la Historia. Desde la muerte de Alejandro hasta la muerte de César, hay un lento avance hacia la unidad humana, un progreso continuo, cuyas etapas nos proponemos esbozar aquí a grandes rasgos.

Cuando Alejandro decidió dirigirse contra el Rey de Persia, el Imperio que él atacaba era tan grande como diverso. Desde Bactriana hasta las fronteras de la Cirenaica, todo, en teoría, estaba sometido al Rey. Unos gobernadores, los sátrapas, representaban al poder central en las provincias. Éstas se hallaban comunicadas con la capital por medio de caminos que causaban la admiración de los viajeros griegos. Junto a los sátrapas, el Rey enviaba a unos inspectores, a los que él llamaba «sus ojos y sus oídos», y mantenía por todas partes a unos funcionarios permanentes, encargados de informarle. Pero todas aquellas precauciones del poder central para sostener su autoridad no siempre eran eficaces. Algunos sátrapas, como sabemos, actuaban más bien como soberanos que como prefectos dóciles, y, cuando tenían que rendir cuentas, no dudaban en recurrir a la rebelión abierta. Además, lo que era más grave todavía, aquella unidad política, precaria, amenazada siempre, no contaba con una verdadera unidad nacional o cultural. El Imperio de Darío estaba formado por muchas razas, aglomeraba regiones demasiado diferentes, cada una de las cuales tenía su economía propia, sus problemas sociales, conservaba sus tradiciones nacionales, su religión, su característica estructura, que la conquista de Alejandro no modificó. También, desde el principio, se distinguen, más allá de una unidad de hecho, algunas «células», en torno a las cuales se formarán después los reinos surgidos de la desmembración.

El ejemplo más claro es, sin duda, Egipto. Desde el tiempo de la dominación persa, no se semejaba a ninguna otra satrapía: había conservado su originalidad tradicional, y la conservaría, más viva que nunca, bajo los Ptolomeos y los Césares. Y esto es igualmente cierto respecto a los países asiáticos, que difieren profundamente los unos de los otros: ¿qué hay de común entre las ciudades fenicias, prácticamente autónomas y vueltas hacia Occidente, donde prospera Cartago, y los nómadas y los seminómadas del Asia central, cuyo horizonte, tanto geográfico como espiritual, se reducía a las tierras de su recorrido? En el centro del Imperio, la Persia propiamente dicha era todavía feudal y tribal, con una sociedad de campesinos dominada por los grandes propietarios y por una aristocracia militar. En Persia, los «arios» se habían convertido en agricultores, pero, en las estepas del Caspio, sus hermanos de raza llevaban todavía una vida pastoril y se transformaban, de buen grado, en salteadores, haciendo muy precarias, cuando así lo deseaban, las comunicaciones con las satrapías orientales, que, en realidad, siempre tendieron a vivir su propia vida.

Las poblaciones iranias de las altas mesetas forman un evidente contraste con las de Babilonia, que se habían fijado, desde hacía mucho tiempo, alrededor de su ciudad y tenían tras sí una larga tradición de civilización. Babilonia, conquistada por los hombres de las montañas persas y medas en un pasado relativamente reciente, unía elementos semitas a un sustrato más antiguo, los sumerios, a los que se debe, sin duda, el despertar del pensamiento humano en esta parte del Oriente. Allí subsistían más que vestigios de un Estado centralizado, teocrático, cuya prosperidad descansaba en una burguesía mercantil y en el que la cultura era conservada por unos sacerdotes astrónomos agrupados alrededor de los grandes templos.

Las ciudades griegas del Asia Menor, escalonadas a lo largo de las costas de Caria, Lidia, Frigia helespóntica y Bitinia, son para el rey de Persia aliadas inciertas, que experimentan las mismas inquietudes y las mismas pasiones políticas que las ciudades de la Grecia continental y de las islas. Si, por regla general, la aristocracia es adicta a los persas, los demócratas prefieren mirar al Oeste, hacia Atenas en especial, que está considerada como la metrópoli de toda democracia. En distintas ocasiones, en el pasado, aquellas ciudades, ricas y turbulentas, habían contribuido a envenenar las querellas interiores del Imperio.

Se comprende que el inmenso reino constituido por Ciro y sus sucesores, cualesquiera que fuesen su riqueza y la diversidad de sus recursos, era, en realidad, un edificio artificial, cuya sola unidad residía en la autoridad del Rey y en el respeto que se rendía a su persona. Ciertamente, sería erróneo minimizar la importancia política de la lealtad, muy auténtica, de que los diferentes pueblos daban muestras a su monarca. La idea real tenía un gran peso en Oriente, y aquel mismo sentimiento de lealtad, del que se beneficiaron Alejandro y sus sucesores, contribuyó poderosamente a instaurar y, luego, a mantener los diversos reinos helenísticos; pero la propia variedad de las formas que revestía aquel respeto al Rey, según las regiones y las tradiciones, indica claramente que el imperio persa era, también en este aspecto, un mosaico de religiones, de culturas, de razas, un compuesto relativamente inestable, que la invasión macedónica, finalmente, no podría menos de disociar, a pesar de todos los intentos por conservarlo tal como le había sido arrebatado a Darío. Es notable, por ejemplo, que las diferentes satrapías, una vez separadas las unas de las otras por los azares de la guerra, no hicieron jamás esfuerzo alguno por reagruparse, seguramente porque no existía ninguna fuerza interna que las impulsase a ello.

La conquista de Alejandro, al unir en un imperio totalmente nuevo Macedonia y Grecia, las islas y las posesiones tradicionales de los soberanos Aqueménidas, no hizo más que complicar el problema. Alejandro tenía conciencia de la dificultad. Aún no había terminado su conquista militar, cuando ya se esforzaba por establecer en las provincias asiáticas una sólida estructura administrativa. Pero murió demasiado pronto, y las ambiciones de sus «mariscales», aprovechando las precarias condiciones de una sucesión prematuramente planteada, precipitaron la disgregación. Algunos de ellos intentaron reformar la unidad del imperio, pero ninguno lo consiguió. Bastaron cincuenta años para que la proliferación de reinos fuese definitiva. Este fenómeno es un hecho cuando desaparece Seleuco, el último superviviente de los «Diádocos» directos. El nacimiento de reinos rivales entre sí y agrupando cada uno de ellos una de las grandes «regiones naturales» del antiguo imperio era inevitable, una vez desaparecida de la escena política la personalidad de Alejandro y borrado el último vestigio de lealtad a su memoria. Pero este fracaso de su pensamiento no impediría que surgiese un mundo nuevo, que no sería ni el mundo estrictamente oriental del viejo imperio persa ni la Hélade de otro tiempo, con su grandeza y sus taras.

Y ese mundo fue, desde luego, un mundo griego. Ésta es su primera y tal vez su principal característica. Fue griego, porque tuvo por centro la cuenca del Egeo, porque la ambición de todos los reyes que se lo repartieron fue siempre la de asegurar su dominio sobre el mar, y porque ninguno de ellos pudo nunca prescindir de la opinión de las ciudades helenas. Los griegos no habían sido los conquistadores de aquel imperio repartido, e incluso, al principio, eran como vencidos. Pero, alrededor de ellos y gracias a ellos, aquel mundo encontró su unidad.

Realmente, hacía ya mucho tiempo, en el momento en que se produjo la conquista de Alejandro, que algunas regiones de Asia estaban en vías de helenizarse y de crear aquella civilización «mixta», greco-bárbara, cuyo advenimiento se vería acelerado por la aventura militar desencadenada por el Macedonio. Todos los países situados en las orillas del Mediterráneo y del Ponto Euxino, donde se habían instalado, desde hacía siglos, colonias griegas, experimentaban irresistiblemente la atracción del helenismo. Esta influencia, difundida por todas partes en aquella franja del Asia, se había mostrado especialmente fecunda en Caria, donde los reyes locales, y sobre todo Mausolo, habían llegado a crear, en el mismo seno del imperio persa, desde mediados del siglo IV, un verdadero reino helenístico «avant la lettre»: ejemplo instructivo, porque prefigura una evolución que transformaría a Oriente.

Mausolo amaba, desde luego, la cultura griega, pero, sobre todo, había comprendido que ninguna potencia podría afirmarse duraderamente, si no asimilaba y no utilizaba las lecciones del helenismo. Así, se propuso transformar la Caria según el modelo de los Estados griegos. La vieja capital, Milasa, estaba situada en el interior del país, al margen de las corrientes comerciales y culturales. Mausolo la abandonó y construyó a la orilla del mar una nueva capital, Halicarnaso, que sería, a la vez, el símbolo y el instrumento de aquella política. Con su ciudad alta (la ciudad indígena), su barrio nuevo «a la griega», su residencia real que ocupaba la mayor parte de la ciudad baja, y sus dos puertos (el militar y el comercial), Halicarnaso recuerda a Siracusa, cuyo equivalente quería llegar a ser en la ribera asiática del Mediterráneo, y anuncia a Alejandría. Halicarnaso posee ya los caracteres esenciales de las grandes capitales helenísticas: ciudad marítima y mercantil, ofrece a los artistas griegos considerables medios materiales, como lo harán después las metrópolis de los reinos; y, por primera vez, se vio un Estado cuya cabeza era una ciudad helénica, con sus templos, su teatro, sus gimnasios y su ágora, enteramente comparable a las polis de la Grecia continental o insular, pero cuyo cuerpo es un vasto territorio de tradición y de lengua «bárbaras».

El reino de Caria fue un intento sin continuación. No sobrevivió a Mausolo y fue integrado muy pronto en el imperio de Alejandro, en el que compartió las vicisitudes de las otras satrapías, pero, durante los pocos años de su existencia, se había demostrado que era posible crear reinos indígenas y dotarlos de la forma del helenismo. Más aún: Mausolo había comprendido y hecho comprender que la asimilación del helenismo era una condición de «modernismo» y de potencia, una condición vital en el mundo mediterráneo de aquel siglo. El predominio material, práctico, del helenismo era un hecho. El fracaso del imperialismo persa frente al mundo griego había demostrado que la civilización irania no era apta para la exportación. Por el contrario, la civilización griega no tenía necesidad de recurrir a la fuerza para imponerse. El genio griego facilitaba a quien sabía utilizarlo un admirable instrumento de poder: de Grecia procedían los mejores soldados, aquellos mercenarios que agitaban los imperios y sin los que ningún príncipe bárbaro se atrevía a intentar nada. Y de Grecia procedían también los arquitectos, los escultores, los poetas, los filósofos, los legisladores, los comerciantes: en resumen, todos los hombres hábiles para sacar, en todos los terrenos, el mejor partido posible de los recursos del espíritu humano, así como para dar un sentido a la vida y al esfuerzo de los pueblos. Es lícito, sin duda, considerar que una buena parte de la historia helenística consiste en las tentativas de los príncipes que se sucedieron y se combatieron para captar, cada uno en provecho propio, la mayor cantidad de aquella energía espiritual. Ahí radica también, probablemente, el secreto de la unidad del mundo helenístico, una unidad cuyo sentimiento fue muy anterior a la realización efectiva[10] y que sustituyó, gradualmente, a la anárquica diversidad de aquel imperio dividido antes de haber consolidado su propia realidad.

Alejandro había cristalizado a su alrededor el orgullo helénico. Su conquista había añadido el prestigio de la victoria a un estado de hecho que comenzaba a imponerse con evidencia, la supremacía de Grecia en todos los terrenos del espíritu, y, al mismo tiempo, el ejército macedónico había dado a Grecia el medio de reanudar hacia el Este una expansión que, desde hacía uno o dos siglos, chocaba con el obstáculo del imperio persa. El espíritu aventurero de los colonos de otro tiempo recobró vida y vigor. Gracias a Alejandro, y gracias también (quizás en mayor medida aún) a la política resueltamente helenizante de sus sucesores, en Asia se abren inmensos territorios a la energía de una raza que tiene conciencia de su infinita superioridad en relación con los vencidos de ayer y que se dispone a sacar de su posición de fuerza todos los beneficios económicos que le sean posibles. Por todas partes, los griegos se hallan presentes hasta en las más lejanas provincias: mercenarios integrados en los ejércitos de ocupación o establecidos como residentes, comerciantes de todas las categorías, cuyas caravanas recorren las rutas de Asia o cuyas tiendas ofrecen los productos de la artesanía helénica a las más diversas poblaciones, artistas que trabajan en las ciudades de reciente fundación o embellecen las antiguas, filósofos que reflexionan sobre la mejor manera de gobernar a los hombres o de hacerles felices y prudentes, poetas que cantan las nuevas glorias o recuerdan los triunfos de antaño, retóricos hábiles en persuadir a las muchedumbres o a los jueces, todos colaboran, conscientemente o no, en difundir el helenismo y en demostrar sus excelencias.

No creamos, sin embargo, que la conquista de Alejandro fue la que, pura y simplemente, abrió las puertas del Oriente asiático al helenismo clásico. No fue la infantería de los hoplitas atenienses la que conquistó el mundo, sino la falange macedónica, ayudada por contingentes y mercenarios llegados de todas las ciudades. Y el helenismo que éstos llevan consigo es menos puro. La civilización que se forma y se extiende salió de toda la Hélade, y no sólo de su gran metrópoli cultural. La tradición clásica, que se forjó en el siglo v, es sobrepasada y desbordada por todas partes. Pero, por una afortunada coyuntura, ocurría que aquel cosmopolitismo devolvía la civilización griega, en una cierta medida, a las mismas condiciones en que había nacido.

El «siglo de Pericles», en efecto, había sido preparado y acompañado por un movimiento de ideas llegadas de todos los horizontes. Corrientes de pensamiento y artísticas, que tenían su origen en Asia Menor, en Siria, a veces incluso en Egipto, tanto como en la cuenca del Egeo, habían confluido para hacer posible el milagro de la Atenas clásica. La gran conmoción que acompañó y siguió a la conquista de Alejandro reconstituye, en una Grecia más extensa, aquella comunidad cultural greco-oriental, tan fecunda ya en el pasado y que volverá a serlo para nuevas creaciones. La civilización helenística, lejos de representar una corrupción, una degeneración del helenismo clásico, reanuda un camino que había quedado interrumpido (pero de un modo quizá más aparente que real) por el predominio de Atenas y de algunas grandes ciudades continentales, desde finales del siglo VI a. C.

También desde otro punto de vista, la conquista de Alejandro invitaba al helenismo a recuperar sus más antiguas tendencias. Macedonia (lo mismo si se considera a sus habitantes como griegos que como bárbaros helenizados) no había participado en la evolución cultural y política que tan profundamente había caracterizado las sociedades griegas de la península y de las islas entre los siglos VII y IV. Por lo que nosotros podemos juzgar, estaba aún bastante próxima de aquella «edad media» griega que había visto nacer las epopeyas homéricas. Esto acaso no habría tenido consecuencias, si Alejandro, precisamente por ello y también por temperamento, no se hubiera sentido inclinado a imaginarse como un héroe de Homero. Ávido de gloria, eligió por modelo, instintivamente, a Aquiles, y con tanta más razón cuanto que, por su madre Olimpíade, creía pertenecer a la raza de los Eácidas. Y aquella tradición familiar daría a su conquista del Asia un carácter épico, sobrehumano. La expedición contra Persia se convertirá en una segunda guerra de Troya, la aventura en que los griegos gustaban de descubrir la primera manifestación de una conciencia común a los helenos. Alejandro será un homerizante; será en política, lo que en poesía eran Esquilo, Píndaro, o Sófocles. Como muchos otros, para servirnos de una famosa expresión, recogía «las migajas del festín homérico».

Nuevo Aquiles, Alejandro gusta también de presentarse como un Heráclida, y esta doble descendencia acaba de situarle en el mundo heroico. Este mundo no es, naturalmente, aquél en que se mueve el helenismo clásico, pero es su germen. Es en él donde encuentran su justificación todas las tradiciones nacionales, y a él se refieren las tragedias y todas las ideas cotidianas de la existencia. Todo esto contribuyó poderosamente a «embellecer» el nuevo helenismo: muchos patriotas, atenienses o tebanos, tenían derecho a considerar que la intrusión de los macedonios en la Grecia continental era una auténtica invasión extranjera. Otros, menos clarividentes quizá o más sensibles a los prestigios de la imaginación y de la propaganda, podían pensar que la histeria de Alejandro reanudaba los tiempos heroicos, con su atmósfera de violencias caballerescas, de los que el espíritu griego había conservado siempre la nostalgia. Se estaba dispuesto a aceptar a Alejandro, en la medida en que se presentaba como un «jefe» en la línea de la tradición de los Átridas. Y, en efecto, los reyes de Macedonia ofrecen, por lo menos, una semejanza exterior con los de la epopeya: guías de sus compañeros de armas, por los que son legalmente elegidos y a los que se imponen por su nacimiento y también por su prestigio personal, deben ser, ante todo, soldados, y la firmeza de su poder depende, en buena parte, de los triunfos que son capaces de alcanzar personalmente en el campo de batalla. Alejandro, con habilidad o, quizá mejor, por ese instinto que es propio de los grandes políticos, explota esta semejanza, que muy pronto va a hacer de él no ya sólo un héroe de epopeya, sino un dios.

Es frecuente preguntarse acerca de los orígenes de la «divinización» de Alejandro, prototipo de la que luego disfrutarán los soberanos helenísticos. Considerada la cuestión detenidamente, parece que aquellos honores, que a nosotros se nos antojan extravagantes, repugnaban menos de lo que ha venido creyéndose a la mentalidad helena. Después de todo, la heroización era, en Grecia, una larga tradición, que se remontaba a la edad épica. Homero gustaba de hablar del «divino Aquiles», y el antiguo clisé, que cantaba en todas las memorias, recuperaba, al tratarse del nuevo Aquiles, un valor renovado. Todo héroe invencible, o largo tiempo invicto, parece escapar a la condición mortal, va divinizándose de un modo gradual e insensible. Alejandro, a medida que acumulaba victorias, se acercaba a sus modelos ancestrales, Aquiles y Heracles. Las arcaicas nociones de filiación divina y de destino sobrehumano —que sólo rechazó, en las ciudades más «evolucionadas», una minoría de espíritus fuertes— despertaron ecos inmediatos y profundos en la conciencia popular, que permanecía más fiel de lo que se hubiera imaginado a la tradición épica.

La edad helenística pasa por el período de la historia occidental en que los reyes fueron objeto de las más abyectas adulaciones, y los historiadores modernos siempre experimentan ante ello una cierta incomodidad, acaso porque toman al pie de la letra las fórmulas que atribuyen a los griegos el honor del racionalismo y de la igualdad humana. Como antídoto, no deberán olvidarse las violencias infligidas a los impíos por los propios atenienses. Tras el racionalismo totalmente nuevo de algunos sofistas, resplandecen tradiciones nada racionalistas y directamente relacionadas con la era preclásica.

La conquista de Alejandro liberó muchas tendencias del helenismo, que parecían dormidas. Ya hemos dicho cómo incitó a los griegos a remontarse hasta las fuentes de su propia civilización y les permitió tomar una conciencia más clara de su originalidad. Pero, al mismo tiempo, aquella misma conquista aportaba al mundo helénico algo nuevo.

El helenismo clásico descansaba sobre la ciudad. La ciudad era la patria, a veces tiránica, pero más frecuentemente bienhechora. El ciudadano se sentía en ella protegido, y tomaba conciencia de los deberes que tenía para con ella. La caída de las ciudades, o, al menos, las precarias condiciones de su supervivencia, el sentimiento de que la ciudad no es ya un absoluto, sino que está expuesta a incidencias imprevisibles, todo esto contribuye a modificar profundamente el juicio instintivo que cada uno tiene de sus relaciones con los demás hombres. El ciudadano griego se asemeja, entonces, en cierto modo, al adolescente que por primera vez descubre que el mundo es más amplio de lo que le permitía suponer el horizonte familiar. Tiene que buscar en sí mismo un apoyo que ya no encuentra a su alrededor y cuya falta le resulta cruel. Así se inició un movimiento que tendía a separar de su concepto nacional los valores morales o estéticos, a no considerarlos ya como elementos de un patrimonio que sólo pertenece a algunos privilegiados, sino a darles un significado universal. Teseo, por ejemplo, deja de ser, para los poetas, un héroe exclusivamente ateniense, y se convierte en un tipo humano infinitamente más general, una variante más «próxima» que el Heracles panhelénico. Y lo mismo sucede con todos los mitos, que muestran su fecundidad incluso fuera de las sociedades de las que habían comenzado siendo bien exclusivo. Para un Calimaco, solamente los mitos de Cirene, su patria, son materia poética; por el contrario, cuanto más lejanas y extrañas sean las leyendas, más grato será el elaborarlas.

En otro terreno, mucho más cotidiano, pero de un modo muy semejante, los griegos instalados en los países más remotos se apoyarán en unos hábitos y en unas costumbres que ya no serán «nacionales», pero que aparecerán también como panhelénicas. Construirán, desde luego, un ágora y un gimnasio, y, donde quiera que encuentren tierra suficiente para ello, se sentirán como en su patria. Ésta ya no será el lugar de una tradición nacional, sino una forma de cultura, el lugar de la «paideia». Finalmente, el griego, en todo el Oriente, lleva su patria consigo.

Esta autonomía de la persona —uno de los caracteres más evidentes de la edad helenística, y aquél cuyas consecuencias serían más fecundas— no es, desde luego, una invención posterior a la conquista de Alejandro. Se halla implícita ya en algunas posiciones de los primeros sofistas, errantes ellos también, y que peroraban, indiferentemente, en cualquier ciudad que estuviese dispuesta a acogerles. Y es inherente también, con más profundidad, al socratismo, de tal modo que Jenofonte, discípulo de Sócrates, es uno de los primeros grandes señores helenísticos. Ya Temístocles, por muy ilustre patriota que hubiera sido, no había dudado en ser huésped del Gran Rey. Pero es a partir de la era helenística cuando la persona (y no ya sólo el hombre, en sí mismo) aparece, verdaderamente, como «la medida de todas las cosas». Es a la persona a la que se referirán los valores morales, a su felicidad, a su conservación, a su libertad, y no ya a la salvaguardia de la ciudad. Estilpón el megarense ha quedado en la Escuela como el símbolo mismo de aquel espíritu nuevo. Como un rey (tal vez Demetrio Poliorcetes) le preguntase qué había perdido en la destrucción de su ciudad, Estilpón le respondió: «Nada, porque todo lo llevo en mí». Por mucho que los reyes conquistasen y destruyesen ciudades, un griego digno de tal nombre en ninguna parte se consideraba ya un desterrado. Zenón de Citio escuchó las lecciones de Estilpón, antes de abrir su propia escuela en Atenas, y el estoicismo se dedicó a extraer las consecuencias de aquella orgullosa actitud.

Estilpón era originario de Mégara, pero Zenón procedía de Chipre, y no era, desde luego, de familia griega, sino siria. Sin embargo, es a él a quien corresponde el honor de haber fundado una de las doctrinas más representativas del pensamiento helenístico. Para tener acceso a las más altas especulaciones, es necesario entender la lengua griega. El uso del griego se extiende por todo el Oriente. Ya antes de la conquista de Alejandro, era lengua diplomática y comercial, pero su difusión se vio, indudablemente, favorecida por la victoria de las armas macedónicas y, más aún, por el incremento de los intercambios comerciales y por el establecimiento de colonos griegos hasta el fondo de Asia. Al ser empleada por los macedonios o por los griegos de todas las procedencias, la lengua pierde la mayor parte de las peculiaridades dialectales que la hacen diferente de una ciudad a otra; de ahora en adelante, ya no es necesario haber sido formado, desde la infancia, en el idioma ático puro, para merecer el epíteto de «pepaideumenos».

Comprender el griego, hablarlo un poco, se considera como un medio de elevarse a una civilización superior. En cualquier caso, es el medio de hacerse entender en todas partes. El viajero que, procedente de las orillas del Egeo, llega a un cantón perdido de Asia es escuchado ávidamente; se le rodea, porque siempre tiene algo que decir. Poco a poco, todos los pueblos van haciendo, gracias a esos contactos, el descubrimiento de lo que puede la Palabra, el Logos; la lengua griega es la de las cancillerías reales, la de los negocios, la de los tribunales, la del pensamiento puro. Quien no hable griego no puede figurar entre la «élite»; queda aislado, impotente, entre la muchedumbre anónima de los bárbaros, y así ocurrirá durante muchos siglos. Ni siquiera la conquista romana cambiará nada en este sentido. Jamás se hablará el latín de un modo habitual en Oriente; nunca se dejará de hablar el griego. Y lo que demuestra claramente que la civilización helenística no estaba ligada, en su esencia, a un imperialismo militar es que, en un Imperio en que los reinos de los Diádocos se consideran ya vencidos, el helenismo, por su parte, conservará todo su vigor y su fecundidad.

Tres siglos, aproximadamente, separan la muerte de Alejandro de la de César. Tres siglos durante los cuales se produce una incesante confrontación entre Occidente y Oriente, y es absolutamente indudable que la forma y la naturaleza de esta confrontación habrían sido distintas, si no hubiera existido el Imperio de Alejandro.

En el momento en que Alejandro muere, Roma es ya una ciudad sólida, que tiene tras sí una historia bastante larga (sin duda, más de cuatro siglos) y unas tradiciones nacionales, políticas, religiosas y morales que le son caras. Roma tiene sus máximas, que regulan sus relaciones con los otros pueblos; el imperio que ella ha comenzado a crear no se parece, en su principio, al del Macedonio, aunque el devenir de la Historia había de asignarle la misión de continuarlo. La conquista del Asia por Alejandro había sido obra de algunos años, se había llevado a cabo brutalmente, al precio de algunas batallas y en beneficio de un jefe de ejército. El imperium romanum, por el contrario, era el fruto de una lenta evolución, y no había sido conquistado por una casta guerrera ni por su rey. Los reyes de Macedonia son jefes de guerra; los magistrados romanos son jueces, elegidos por el pueblo en pacíficos comicios. Los soldados romanos son ciudadanos; los mismos hombres, en el otoño, trabajan los campos y, al regreso de la buena estación, son alistados en las legiones. Aunque, como a veces se supone, hubiera existido un tiempo en que la sociedad romana constase de clases distintas, dedicada cada una de ellas a una función particular, en el momento en que para nosotros comienza la historia de Roma, esta organización arcaica ha desaparecido desde hace mucho tiempo. Una sociedad sin casta guerrera difícilmente puede dejarse llevar a expediciones de conquista; se encuentra mucho más inclinada, naturalmente, a defender su patrimonio —y así lo entienden, desde luego, los historiadores de Roma—. El ejército de ciudadanos —nos dicen— no tenía otra finalidad que la de proteger contra cualquier ataque la tierra de la patria, los santuarios de los dioses, el suelo de la ciudad.

Pero no por ello esta ciudad ha dejado de crear uno de los más grandes imperios de la historia. Los propios romanos explicaban aquella singular paradoja diciendo que Roma había recorrido aquel camino a pesar suyo: sus antepasados —explicaban— no se batían por saquear o por anexionarse territorios extraños, sino para evitar la realización de propósitos hostiles respecto a ellos, y preferían siempre un tratado o una alianza formal a una guerra. ¡Singulares conquistadores, que deseaban, ante todo, la paz; conquistadores a pesar de ellos mismos, que, en cada batalla, apostaban doble o nada!

Ahora bien, aquella política (de la que no puede dudarse que, al menos durante los primeros siglos de Roma, no haya sido verdadera) tuvo una consecuencia muy importante: al no estar orientada hacia la destrucción (material o jurídica) del enemigo, sino, ante todo, a asegurar alianzas, la conquista romana se presentaba como una especie de asociación o de liga. Los asociados (socii) o los súbditos (subiecti) estaban ligados a Roma —y Roma estaba ligada a ellos— por un pacto de asistencia mutua. Si Roma era atacada, ellos tenían que defenderla, pero, en compensación, ellos podían contar con la protección de la ciudad «imperial». A cambio de esta garantía, los pueblos integrados en el Imperio tenían que consentir en una cesión parcial de su soberanía. El sacrificio era más o menos pesado, según que el tratado hubiera sido obtenido de buen grado o por la fuerza, pero era muy raro que la ciudad «aliada» no conservase una autonomía bastante amplia y, en todo caso, lo esencial de su personalidad. El Imperio, que debía su unidad a la potencia material de Roma y a un sistema jurídico establecido definitivamente, estaba destinado a llegar a ser, en todos los demás terrenos, una simbiosis total entre «conquistadores» y «conquistados». Esto se debe quizás a que Roma no poseía una cultura suficientemente vigorosa y original para que pudiera soñar en imponerla. También es posible que los primeros «aliados» de Roma hayan sido tan semejantes a ella, que ninguna diferencia seria hubiera separado a los romanos y a sus súbditos. De cualquier modo, en todo tiempo vemos a Roma acoger las costumbres, las creencias, las ideas que le proponen sus asociados.

Alejandro se había encontrado con un problema muy distinto, cuando intentó formar un imperio único con pueblos esencialmente diversos. Las soluciones que él había soñado no eran más que expedientes cuyo efecto sólo podía hacerse sentir a largo plazo, y, finalmente, la unidad del mundo helenístico no se logrará más que gracias a la superioridad del helenismo sobre las otras civilizaciones del imperio. Para Roma, las condiciones son totalmente diferentes, y el proceso, inverso. Son las distintas culturas las que, al fundirse las unas con las otras, vienen a añadir la unidad de una civilización que se está formando a la organización material, política y jurídica preexistente. En el Occidente romano, civilización e imperio avanzan paralelamente, al mismo paso. Y esta particularidad de la conquista romana tuvo como resultado la preparación de su imperio para rebasar, un día, los límites de la península itálica.

Sólo a partir del siglo III a. C., las ciudades griegas fueron «asociadas» al imperio de Roma: la primera fue Tarento, colonia dórica, que había cometido la imprudencia de llamar contra Roma al rey del Epiro. Pero, desde hacía mucho tiempo, Roma había entrado en la órbita del helenismo. Desde el siglo VI a. C., los etruscos le habían transmitido formas de arte y de pensamiento que procedían del helenismo jónico. A los etruscos sucedieron los de la Campania helenizada; a continuación, Roma entabló relaciones directas con las colonias griegas de la Italia meridional y de Sicilia. En el momento en que se forma la civilización helenística, Roma puede ser considerada, según los historiadores que la conocen (indirectamente, al parecer), como una «ciudad griega». Incluso es, antes de la anexión de Tarento, como un verdadero bastión avanzado del helenismo en medio de los bárbaros itálicos, y esta posición en que se encuentra la induce (ya veremos por qué determinismo) a intervenir en el mundo griego. La segunda Guerra Púnica, sostenida contra Aníbal, «capitán de fortuna» de estilo helenístico, más que contra la propia Cartago, acelera la entrada de Roma en el concierto de las grandes potencias mediterráneas. Era la diplomacia de Aníbal la que obligaba a los romanos a tener una política griega, y, en consecuencia, a regular su conducta y sus máximas de acuerdo con las necesidades del complejo político en el que se veía obligada a entrar.

De ahora en adelante, Roma comprende que debe continuar la obra de Alejandro. Este brote del imperialismo romano se produce, precisamente, en tiempos de Escipión el Africano, el afortunado adversario de Aníbal. En aquel momento, hacía más de un siglo que Alejandro había muerto. Su leyenda estaba más viva que nunca, pero eran todavía pocos los romanos que no desconfiaban de un rey al que consideraban como un aventurero peligroso. En la tradición romana todo contribuía a rechazar las lecciones que parecían desprenderse de su conquista. La república oligárquica repugnaba a las personalidades fuertes, no sólo porque en el Senado reinaban los recelos y las envidias, sino porque el principio mismo de la constitución suponía que los magistrados no eran más que los depositarios temporales, y siempre reemplazables, del poder colectivo. Se ganaban batallas y se alcanzaban victorias no por la capacidad o por la buena suerte de tal o cual jefe, sino por la Fortuna de Roma, de la que el imperator era el instrumento. El ejemplo de Alejandro era directamente contrario a aquel principio, y una parte importante de la opinión —su casi totalidad— consideraba que Roma no podía someter aquella Fortuna a la de un hombre, sin correr un peligro mortal.

Pero había también una parte de la opinión —al principio ínfima, luego cada vez más crecida—, que cedía a la seducción que sobre ella ejercía la figura de Alejandro. Fue el partido de los «filohelenos», que, a la vez, experimentaba una simpatía espiritual por el pensamiento y la civilización helénicos y, como consecuencia aparentemente paradójica, pero muy explicable, de aquella atracción, estaba dispuesto a extender el imperio de Roma a todo el mundo helenístico. Porque para ellos no se trataba, como los historiadores modernos repiten a veces, de esclavizar a Grecia, sino de continuar y llevar a su perfección una concepción política que tenía su origen en la mitad oriental del mundo mediterráneo, es decir, de realizar, finalmente, gracias a la duradera potencia de Roma, el sueño demasiado pronto interrumpido del Macedonio. Aquella inspiración oriental, muy viva en una parte importante de la aristocracia romana, había de hacer sentir su acción no sólo sobre la política exterior de la ciudad, sino también sobre la evolución interior de la república. Contribuirá a provocar una serie de crisis, cada una de las cuales tendrá como consecuencia un acercamiento cada vez mayor de Roma a la monarquía.

La influencia de Alejandro, sensible en Roma desde el tiempo de la segunda Guerra Púnica, alcanza, sin duda, su apogeo al final de la República, con César. Alejandro es el modelo declarado de César y el paralelo que los historiadores gustan de establecer entre ellos, desde la Antigüedad, no es sólo un artificio retórico. César deseaba para sí mismo un destino semejante al del joven conquistador macedonio; le envidiaba por haber podido conquistar una gloria imperecedera, a una edad en la que él tenía que luchar todavía oscuramente para obtener los medios que le permitiesen afirmar su genio. Como sabemos, la Fortuna ofreció a César un magnífico desquite, permitiéndole reunir bajo el poder de Roma, en su edad madura, un imperio casi tan vasto como el de Alejandro.

Después fue herido de muerte por los senadores que habían comprendido que, demasiado parecido al Macedonio, no dejaría de seguir el mismo camino que él, convirtiéndose también en rey y en dios. En cuanto a rey, César no tuvo tiempo de serlo, pero sí de adoptar al que sería el primer emperador. En cuanto a dios, su muerte brutal hizo que lo fuese mucho antes de lo que él habría pensado, pues como dios siguió dominando, incluso después de los Idus de Marzo, el destino de Roma. Se puede asegurar que César acabó, en más de un aspecto, el devenir histórico que se había iniciado, en el 334, en el campo de batalla del Gránico. Para ello había sido necesario que Roma asimilase antes, gradualmente, lo esencial de la civilización y del pensamiento helenísticos, que ella misma se convirtiese, casi totalmente, en un país helenístico, para que el pensamiento y la voluntad de César alcanzasen su plena eficacia. La caída de Alesia, el fin de la resistencia gala no señalan tanto el triunfo de una Roma imperialista y brutal como el advenimiento, en Occidente, de una civilización que procede directamente del Oriente helenizado. Se puede lamentar, sin duda, que este camino del helenismo haya pasado por Roma y pensar que la Galia, en el momento en que llegaron las legiones de César, estaba dispuesta a ahorrarse una derrota. El agua que baja al valle puede seguir distintos cursos, pero siempre llega al río.

César, en el momento mismo de su muerte, estaba plenamente convencido de que su destino le obligaba a seguir a Alejandro, y nosotros tenemos una prueba segura de tal convicción. En el curso de los siglos, el antiguo imperio de Alejandro se había esterilizado un tanto. Las satrapías del Éufrates y del Irán habían acabado por agruparse en un Imperio nuevo, el de los partos, que se presentaban (no sin razón) como los herederos de los persas; tales satrapías escapaban al imperio romano. Pero César, tras haber asegurado su poder, abrigaba la ambición de reconquistar aquellas provincias, que él consideraba como «perdidas», porque habían sido sustraídas al mundo helénico, aquel mundo cuya herencia integral reivindicaba Roma. Mientras los puñales de Bruto y de Casio herían al «tirano», los ejércitos del viejo imperator se reunían ya sobre la orilla oriental del Adriático para comenzar la reconquista; la conjuración de unos pocos senadores puso fin a tal sueño. Pero nos equivocaríamos si no viésemos en ello más que el delirio de un ambicioso desenfrenado. En realidad, era un sueño que Roma entera compartía. Pudo comprobarse después: la opinión romana no se resignó jamás a dejar que los partos reinasen en Babilonia y dominasen Armenia. Hay, desde luego, la derrota de Craso en Carres, que pide venganza, pero, además de esta exigencia del honor nacional, está la nostalgia del tiempo en que el campo del helenismo no tenía otros límites que las fronteras alcanzadas por Alejandro. Augusto, deseoso de no aventurar las fuerzas romanas en una política de conquista en Oriente, tuvo que usar de la astucia frente a una opinión muy decidida a imponerle la continuación de los proyectos de César[22]. Dos generaciones después, Nerón, menos prudente que su antepasado, el divino Augusto, reanudará las hostilidades contra los partos y preparará una expedición con dirección al Cáucaso, siguiendo las huellas de Alejandro. Pero la muerte se lo impedirá, igual que a César. Trajano, a comienzos del siglo ii, reanudará la misma política y habrá un momento en que incluso llevará los límites del Imperio hasta las bocas del Éufrates. Los romanos no lograrán nunca reconstruir, en su totalidad, el Imperio de Alejandro, pero no porque no lo deseasen con una obstinación que revela hasta qué punto eran conscientes de que recogían una herencia.

El Imperio romano no vino, de ninguna manera, a «calcar» el de Alejandro. Roma estaba ya helenizada, antes de chocar con las grandes potencias del Oriente helenístico. La civilización que ella aporta no es esencialmente distinta de la que encuentra en aquellos mismos reinos. Las comedias de Plauto, por ejemplo, habían familiarizado, desde el siglo III, al público romano con la vida y la sociedad griegas, antes incluso de que un solo legionario hubiese puesto los pies en Grecia, y lo mismo sucedía en algún otro campo del pensamiento y de la técnica. La simbiosis cultural entre Roma y Grecia no es el resultado de una conquista violenta. Horacio, al escribir que «la Grecia vencida había vencido a su bárbaro vencedor», se equivoca, o nos equivocamos nosotros acerca del verdadero sentido de esta expresión. La victoria espiritual (si en el campo del espíritu hay victorias y derrotas) atribuida a Grecia sobre Roma es muy anterior a la alcanzada por las legiones de Paulo Emilio sobre la falange macedónica. La constitución del imperio romano no es la obra de un grupo político, ni la de una raza. Fue el resultado de una evolución, en el curso de la cual los «Romanos de Roma» fueron desbordados por sus conquistas. Los senadores más conservadores no consiguieron nunca encerrar a Roma en sí misma, que, después de cada nueva anexión, ya no era la misma ciudad.

La conquista de Alejandro había prometido, de un solo golpe, a una misma comunidad espiritual todos los pueblos que ella abarcaba. En Roma fue a la inversa: la formación del Imperio duró siete siglos; en el curso de tan largo período, Roma reunió en torno suyo poblaciones heterogéneas, quizá más diversas aún que las que en otro tiempo habían formado el Imperio de Darío. Pero la ciudad que las asimila políticamente tiene, por su parte, una fuerza de cohesión que no tenía Macedonia, y, en el seno de la comunidad política así creada, surgió una civilización original, que vino a superponerse a la unidad política.

El milagro fue que Roma no destruyó la civilización helenística, sino que la integró, e incluso le dio un vigor más fuerte. Roma creó condiciones económicas y políticas que permitieron la renovación del mundo griego, pero creó también las condiciones para nuevas experiencias en el campo del espíritu: existe un arte, una religión, una filosofía, una poesía que pertenecen a Roma, que han salido de ella tanto como de los modelos helénicos. Estos modelos no son rehusados, sino transfigurados. Gracias a Roma, su eficacia se prolonga, a través de los siglos, hasta nosotros. Desde la muerte de Alejandro a la de César, a pesar de las innumerables luchas y crisis que sacudieron el mundo mediterráneo, no puede ignorarse la continuidad de una civilización que, con el apoyo de su pasado, encuentra el medio de adaptarse siempre a las cambiantes exigencias de un mundo en que las relaciones de fuerza y la economía están en perpetua evolución. Los filósofos, los escritores, los oradores, los artistas incluso fueron los principales artífices de este milagro, y acaso no exista en la historia otro período en que mejor pueda comprenderse que la última palabra, en la evolución de los imperios, pertenece no a las fuerzas ciegas ni a la violencia de las armas o del número, sino al pensamiento reflexivo y consciente.