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EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA.

LIBRO SEGUNDO.

EL HELENISMO Y EL AUGE DE ROMA.

 

QUINTA PARTE.

EL OCCIDENTE ROMANO DESDE LA GUERRA CONTRA PIRRO HASTA LA VICTORIA SIBRE ANIBAL

 

En un célebre pasaje, Tito Livio considera que el comienzo de la intervención romana en Campania marcó el proceso que, sucesivamente, obligó a los romanos a combatir a enemigos cada vez más poderosos y temibles. Pero, en realidad, los romanos estaban, desde hacía mucho más tiempo, implicados en un engranaje del que les era imposible liberarse. Tito Livio no pensaba más que en las empresas terrestres de las legiones. Pero, desde el momento en que el poderío romano se había extendido a las ciudades costeras del Lacio, el Senado había tenido que crear una política «marítima». En la medida en que la República no había podido rechazar la herencia de los reyes etruscos, había tenido que continuar las relaciones con Cartago, y establecer un estatuto relativo a las innumerables acciones provocada por la piratería. Roma, como soberana de la mayor parte de las ciudades latinas, se había convertido, quisiéralo o no, en una «gran potencia» mediterránea, aunque no tenía flota propia. Ya hemos visto, a propósito de Rodas, cuáles habían sido las consecuencias de tal estado de hecho en cuanto a las relaciones de Roma con el Oriente. En Occidente, el resultado fue que Roma no podía ser ignorada por Cartago y ésta tuvo la habilidad de hacer de ella durante mucho tiempo una «amiga». Las relaciones diplomáticas entre Cartago y Roma parecen haber sido relativamente activas y, al menos por parte de Cartago, atentas e incluso obsequiosas.

Es cierto que Cartago era la principal beneficiaria, coma podía esperarse, dada la desproporción de fuerzas. Los romanos (es decir, todos los navios de los «itálicos» ligados a Roma) no tenían derecho a penetrar en las aguas africanas, al oeste del Cabo Apolo. Pero los comerciantes «romanos» podían ir a vender sus mercancías a Cartago, en África, y a Cerdeña, a condición de que la venta tuviese lugar bajo el control de un «actuario público», y la transferencia de fondos se realizase a través de los servicios financieros del Estado. En la parte de Sicilia sometida a los cartagineses se permitía el comercio libremente a los romanos. En cuanto a lo demás, los cartagineses se hicieron reconocer el derecho de persecución contra posibles piratas y se limitaron a prometer que no establecerían ni ocuparían bases en Italia o, por lo menos, en el Lacio. Las condiciones del segundo tratado son más duras todavía: ya no se permite a los negociantes italianos comerciar en Cerdeña y en África. Sólo Sicilia sigue abierta a sus actividades, así como la metrópoli, la propia Cartago.

A través de las estipulaciones de este tratado y más aún de las restricciones que introduce en las convenciones anteriores se ve que Cartago endurece su posición a medida que Roma consolida su potencia en Italia. Desgraciadamente ignoramos la fecha del segundo tratado al que se refiere Polibio. Si se sitúa en el 306, puede imaginarse que Cartago fue sensible a los avances hechos por los rodios en Roma y que quiso prevenir toda tentativa de los romanos de lanzarse a una política de expansión comercial. No parece demasiado aventurado afirmar que Roma está vigilada desde entonces por Cartago.

En estas circunstancias se inicia el conflicto entre Roma y Pirro. Tarento seguía con temor desde mucho tiempo atrás los progresos de Roma. Las colonias fundadas por los romanos en la costa del Adriático, así como la intervención de las legiones en la Magna Grecia, inquietaban a los tarentinos. Apoyándose en un débil pretexto —la presencia de navíos romanos al norte del Cabo Lacinio, que un tratado les prohibía sobrepasar— apelaron a Pirro, que aceptó inmediatamente.

La llegada de Pirro a Italia, aunque no hacía más que continuar en apariencia la tradición de Alejandro el Moloso y del espartano Cleónimo, era en realidad un acontecimiento más importante. La personalidad del rey del Epiro y también la situación inestable creada en Oriente por las luchas entre los Diádocos, a causa de las cuales se hacían y deshacían reinos en el curso de una campaña y según la suerte de una sola batalla, permitían pensar que Pirro no intervenía en la Italia meridional como un simple jefe de bandas para ayudar mediante un salario a una ciudad griega a defenderse contra los bárbaros Todo hacía creer que se presentaba como conquistador ante un continente nuevo. Era el espíritu de Alejandro que se «desbordaba» desde Oriente hacia Occidente. En la propia Tarento hubo muchas inteligencias claras que lo comprendieron así, y desde entonces se constituyó un partido prorromano entre los aristócratas, que medían el peligro y preferían, de acuerdo con la tradición de todas las aristocracias con las que Roma tuvo relación, entenderse con el Senado antes que correr el riesgo de instalar a un tirano en su ciudad.

Las intenciones de Pirro no eran dudosas: iba a intentar crearse un imperio a costa de los pueblos itálicos, de los sicilianos e incluso de Cartago. Estas ambiciones no eran absurdas. En Sicilia había graves perturbaciones después de la muerte de Agatocles, y el ejemplo de éste había demostrado que la conquista del África cartaginesa era cosa posible.

Pirro desembarcó en Italia en la primavera del año 280 con un ejército muy numeroso: una falange de 20 000 hombres, servida por 2000 arqueros, 500 honderos, además de 3000 jinetes y 20 elefantes. Era la primera vez que los romanos iban a encontrarse frente a una fuerza operacional de tipo helenístico y en que tendrían que combatir contra elefantes. En cuanto hubo tomado posiciones, Pirro decidió armar a la juventud de Tarento, y para ello adoptó rigurosas medidas formando gimnasios y persiguiendo por todos los medios a los desocupados. Además, varios pueblos itálicos se unieron a él contra Roma: los samnitas, los brucios, pueblos de la montaña que guardaban todavía muy vivo el recuerdo de las guerras samnitas. Para evitar (probablemente) que aquel movimiento antirromano se extendiese más, el Senado envió, en cuanto le fue posible, un ejército consular a las órdenes de Levino para iniciar las operaciones contra Pirro. Éste salió a su encuentro. El choque tuvo lugar ante Heraclea del Siris. A pesar de su valor ante la falange, el ejército romano no pudo resistir el asalto de los elefantes, que decidió la batalla. Pero las pérdidas del rey habían sido grandes, aunque las de los romanos habían sido mayores todavía, hasta el punto de que el cónsul no había podido salvar su campamento. Y hacia Pirro afluyeron entonces todos los pueblos de la Italia meridional.

Como era de esperar, la reacción romana fue pronta y eficaz. Se acordó rápidamente una paz con las ciudades etruscas contra las que se estaba en guerra, se armó a los ciudadanos más pobres (los proletarios, tradicionalmente exentos del servicio militar) y Levino recibió la misión de ocupar la Campania para evitar todo intento de deserción. El dispositivo estaba a punto ya cuando Pirro se presentó. Sus ataques no dieron resultado. Despreciando al enemigo que dejaba a sus espaldas, Pirro marchó sobre Roma. Tal vez llegó hasta Preneste, pero hubo de retirarse ante el temor de que le cortasen sus comunicaciones con Tarento y, por consiguiente, con el Epiro. Más aún: en aquel momento o un poco después inició conversaciones con Roma para restablecer la paz. Tras haber comprobado, en el curso de su reconocimiento, las dificultades que encontraría para reducir a Roma y ocupar efectivamente la Italia central, parece que Pirro quiso «negociar» inmediatamente su victoria y constituir en Italia meridional un verdadero reino formado por la federación de pueblos que habían obtenido su alianza y le habían ayudado en la guerra. El rey invitaba a los romanos a un reparto de la península. Pirro pensaba como conquistador helenístico. Olvidaba que sus enemigos no formaban un reino, sino una república, y que no defendían la ambición de un hombre sino la tradición de una patria. El Senado, aunque por un momento se sintió tentado por las ofertas de Pirro, acabó escuchando la voz del viejo Apio Claudio, que hablaba quizás en nombre de una tradición viva en la aristocracia, encarnada por él mismo, y que más adelante brotaría en el «filohelenismo» de los Escipiones y sus amigos. Para él y para aquéllos cuyo pensamiento él expresaba en el debate, el porvenir de Roma estaba hacia el Sur, era de allí de donde se esperaba la prudencia, el equilibrio político y la gloria y, sin duda, también los beneficios económicos que representaba la libertad de comercio con la Italia helenizada. No es una casualidad que el constructor de la Vía Apia y del primer acueducto de Roma fuese también el portavoz de los que se negaban a abandonar la expansión hacia los países griegos.

Entrada ya la mala estación, Pirro se retiró a Tarento completamente decidido a reanudar la conquista de su «reino» italiano, en la primavera del 279. Durante el verano se libró una nueva batalla ante la ciudad de Ausculo, y fue otra derrota romana, pero no un desastre; Pirro, por razones no bien conocidas, se retiró a Tarento. Quizá la razón profunda de su inactividad estribe en la doble propuesta que recibió poco después de Ausculo: se le anunciaba, por una parte, la muerte de Ptolomeo Cerauno, y los macedonios le ofrecían tomarle como rey; por otra, los griegos de Sicilia le llamaban para que mandase la lucha contra Cartago. El rey decidió aceptar la segunda propuesta. Le pareció que la unificación de Sicilia en el seno del helenismo era una tarea más gloriosa, y la proximidad del África era como una invitación a proseguir el plan expuesto en otro tiempo a Cineas, una vez consolidado el dominio de Sicilia. El significado de aquella elección no pasó inadvertido a los cartagineses, que se inquietaron hasta el punto de concertar una nueva alianza con Roma. Y, por primera vez, no se trataba ya de un protocolo comercial, sino de una alianza en buena y debida forma, expresamente dirigida contra Pirro, con el que los contratantes se comprometían a no firmar una paz por separado. Además, los cartagineses aceptaban facilitar los medios de transporte necesarios para un eventual cuerpo expedicionario que interviniese en la lucha contra el rey. Esta concesión cartaginesa muestra bien a las claras que la República cartaginesa tenía conciencia de que al lado de Roma defendía sus intereses vitales.

¿Es la coalición de Roma y de Cartago la que impidió a Pirro alcanzar en Sicilia triunfos decisivos? No lo parece. Son las fuerzas cartaginesas solas las que defendieron Lilibeo, la última plaza que les quedaba en la isla, contra un sitio de varios meses. Y fueron los propios sicilianos los que, cansados —ya antes de hacerlo— del esfuerzo de guerra exigido por el rey para realizar su proyecto de pasar al África y someter a Cartago en lugar de emplear sus fuerzas en teatros de operaciones secundarias, se apartaron de él y le traicionaron. Mientras tanto, Cartago había encontrado el medio de traicionar la alianza romana proponiendo a Pirro una paz por separado, que éste no aceptó.

Cuando Sicilia llegó a ser para él insostenible a causa de la deserción de las ciudades griegas, Pirro volvió a Italia, prosiguiendo la primera versión de su plan, relativo a la fundación de un reino de Italia meridional. A finales del 276 llegaba de nuevo a Italia, no sin haber sufrido, durante la travesía, serias pérdidas de parte de los cartagineses. Saqueó a su paso el templo de Locros, sacrilegio que parece haber provocado en Atenas, al menos entre los filósofos, apasionados comentarios, pretendiendo unos que los dioses se preocupaban poco de los mortales y asegurando otros que la muerte del rey impío, cuatro años después, en Argos, era una consecuencia de su crimen. En su ausencia de tres años, la situación había empeorado en Italia, y los romanos habían atacado, uno tras otro, a todos los pueblos que se habían aliado con Pirro. Su prestigio necesitaba una victoria deslumbrante. Buscó el enfrentamiento contra las tropas consulares, que se produjo en la batalla de Benevento, en el verano del 275, y en la que Pirro sufrió un aplastante fracaso. Los romanos habían aprendido a defenderse contra los elefantes. El cónsul Manio Curio Dentato consiguió allí un triunfo. Era el final de la aventura italiana para Pirro. En la península ya no conservaba, prácticamente, más que la ciudadela de Tarento, confiada a su hijo Heleno y a su lugarteniente Milón. Al año siguiente, Pirro llamaba a Heleno y a una parte de las tropas disponibles. Milón quedó encerrado en la ciudadela dos años más, hasta el 272, en que, asediado por los romanos, les entregó la plaza con los honores de la guerra

La vigilancia de Ptolomeo II no había esperado a la toma de Tarento para enviar una embajada a Roma. Le bastó saber que Pirro había sido vencido, para decidir la iniciación de relaciones de amistad con sus vencedores. No era que experimentase ninguna clase de hostilidad hacia Pirro. Al contrario: según ya hemos dicho, el rey del Epiro había sido quizás utilizado —sin saberlo— para los tortuosos fines de la diplomacia del Lágida, pero la política realista de éste, y también acaso su curiosidad, le imponían la necesidad de sondear las intenciones de una potencia que parecía capaz de desempeñar un papel de primer rango en el Mediterráneo. Y esta apertura de Roma hacia Egipto fue una de las consecuencias, y no la menor, de la «guerra de Pirro». Los Lágidas fueron los primeros reyes que tuvieron en cuenta a Roma y que le hicieron insinuaciones. ¿Es totalmente casual que fuesen los últimos en sucumbir y Egipto el último país en fundirse con el Imperio?

Las otras consecuencias de la guerra han sido frecuentemente evaluadas: consecuencias militares (las legiones aprendieron a enfrentarse con los ejércitos helenísticos, intercambiaron con su enemigo procedimientos tácticos, aprendieron quizá de ellos a establecer un campamento fortificado cada noche) y consecuencias económicas (Roma adaptó su moneda a las necesidades del comercio helénico, en cuyo sistema se encontraba integrada íntimamente). Se puede insistir también sobre las consecuencias morales: Pirro había obligado, por lo menos, a una parte de los Senadores a tomar conciencia del hecho de que Roma tenía prácticamente, quisiese o no, una política coherente respecto al helenismo y al «Sur», una política a la vez comprensiva y autoritaria, que se había propuesto, instintivamente, acercar a Roma a las formas de vida más altas entrevistas en la Magna Grecia, y se negaba a dejarla sistemáticamente al margen del mundo mediterráneo, y que nos ha parecido encarnar la compleja figura de Apio Claudio.

Hay, además, otra consecuencia, menos sensible desde luego, pero innegable: Pirro había mostrado a Roma un cierto tipo de rey, que no había dejado de seducir un tanto a los altivos enemigos de la monarquía que se vanagloriaban de ser los romanos. Les había sugerido la idea de que algunos hombres poseen una «Fortuna» que les es propia y que, de algún modo, los eleva sobre los demás. Ciertamente, el viejo espíritu igualitario no se había oscurecido aún, pero Pirro podía introducir en la República una parte de ensueño.

 

LA PRIMERA GUERRA PÚNICA

Eliminado Pirro de la escena de Italia y Sicilia, quedaban solas, frente a frente, Roma y Cartago. Las ciudades griegas de la Magna Grecia estaban prácticamente sometidas a la primera, y la segunda conservaba en Sicilia una posición de primer plano. Los triunfos que Pirro habían supuesto para el helenismo no fueron duraderos. Cartago, en los años siguientes a la marcha del rey, hizo algo más que reconquistar lo que había perdido. Cartago poseía el oeste de la isla. Siracusa seguía siendo dueña de la parte oriental y, al norte, prosperaba Mesina, en manos de los antiguos soldados de Agatocles, de los itálicos, que en otro tiempo se habían amotinado, expulsando a los colonos griegos de la ciudad e instalándose en el lugar de ellos. Durante la guerra contra Pirro, unos soldados de la Campania reclutados para el servicio de Roma habían imitado a los antiguos mercenarios de Agatocles, sus hermanos de raza, y habían ocupado Regio, tal vez con la complicidad del Senado, que había encontrado cómodo proteger así la ciudad contra un golpe de mano del rey, sin tener necesidad de protegerla por sí mismos. Pero, una vez terminada la guerra, los romanos habían considerado que convenía a su honor castigar a los sublevados de Regio. La ciudad había sido asediada y tomada, y los culpables, condenados a muerte. Los «mamertinos» (éste era el nombre de los amotinados de Mesina) habían mantenido, durante algún tiempo, excelentes relaciones con sus camaradas de Regio. A partir del año 270, cuando Mesina se rindió a los griegos, sus poseedores legítimos, los mamertinos, se encontraron muy aislados y más expuestos que nunca a los ataques de Siracusa. Su situación se hizo más crítica todavía cuando Siracusa cayó en poder de un jefe joven, Hierón, que se adueñó de ella mediante un audaz golpe de mano; pero, según parece, con el asentimiento de la opinión pública. En el 268, Hierón alcanzó sobre ellos una victoria decisiva, que le valió ser proclamado rey por sus conciudadanos y hundió en la angustia a los mamertinos. Para obtener ayuda, decidieron pedirla a uno de sus poderosos vecinos: un partido se inclinaba hacia Cartago y otro hacia Roma. Los partidarios de Cartago pusieron la ciudadela en manos de un oficial púnico, mientras el partido prorromano enviaba una embajada a las orillas del Tíber. Así, a causa de un puñado de mercenarios sublevados y porque éstos ya no podían continuar sus habituales incursiones contra las ciudades griegas de Sicilia —como consecuencia de la enérgica acción llevada a cabo por Hierón—, se encontró bruscamente planteado, y de manera aguda, un problema del que hoy puede decirse, sin duda, que era inevitable, pero que, en el pasado, nada permitía suponer que fuese a presentarse de modo tan rápido y de manera tan dramática.

Los embajadores de los mamertinos en Roma despertaron, al principio, poco entusiasmo. El Senado no se sentía dispuesto a apoyar la causa de unas gentes cuyo caso se parecía mucho al de los amotinados de Regio, a los que se había ejecutado con el hacha unos años antes. Pero la cuestión fue llevada ante el pueblo y, según nos dice Polibio, debidamente aconsejado por los «estrategos», el pueblo romano decidió ignorar las objeciones del Senado y, con pleno conocimiento de causa, resolvió ayudar a los mamertinos. El jefe elegido para mandar la expedición fue uno de los cónsules, Apio Claudio. El nombre del jefe designado es muy significativo: continúa evidentemente la política de su ilustre antepasado, que acababa de hacer triunfar la idea de que los verdaderos intereses de Roma estaban en el Sur. Dejar en Mesina la guarnición que allí habían instalado los cartagineses era condenar a la isla a caer, en un plazo más o menos largo, totalmente bajo la dominación púnica, lo que suponía graves peligros para Roma. Sicilia y la Magna Grecia estaban íntimamente unidas; sus intereses económicos eran los mismos; el dueño de Sicilia tendría, evidentemente, que «desbordarse» a Italia, y Roma, rodeada de mares en los que dominaba la flota cartaginesa, podía, lógicamente, temer la asfixia de su comercio o, por lo menos, de las ciudades que acababan de unirse a ella en federación, desde la punta de la Calabria hasta la Etruria, ahora en su posesión, tras la caída y la destrucción del santuario federal de Volsinios. Había llegado el momento de afirmar aquel «protectorado» sobre el helenismo occidental, que nos ha parecido ser una de las ideas maestras del pensamiento romano, al menos de una parte de su «élite». Los más clarividentes de los romanos lo entendían bien, aun contra la opinión de los más tradicionalistas de los senadores que, en aquel tiempo, parecen haber tenido la mayoría. Es difícil pensar que Roma tuviese entonces una política «imperialista» coherente. Si la tuviera, ¿no habría tratado de anexionarse, lo más pronto posible, las ricas comarcas situadas al norte de Rímini (fundada, precisamente, en el 268?)?. Pero el Sur y el Norte de la península no eran equivalentes a los ojos de los partidarios de la intervención en Mesina: en el Norte había unas tierras ocupadas por bárbaros y en el Sur unas ciudades griegas y más allá las rutas del mar. Los romanos más inteligentes sentían —acaso de un modo confuso, pero con la fuerza suficiente para que aquella intuición pudiese inspirarles la enérgica elección de una política e imponerla al resto de la ciudad— que el verdadero destino de Roma la unía al mundo helénico y la apartaba de Cartago. El sentimiento de esta vocación no es, sin duda, de origen milagroso: Roma estaba, desde hacía mucho tiempo, por su pasado itálico, totalmente impregnada ya de helenismo y lanzada por el camino que le indicaba el partido «imperialista». Apio Claudio y sus amigos eran conscientes de la necesidad de una elección, sin la que Roma habría renegado de sí misma. Que alucinasen al pueblo con la perspectiva de un rico botín en Sicilia, para arrancarle su decisión, según Polibio sugiere explícitamente, es posible e incluso probable. Pero eso no era más que un argumento de asamblea. Las verdaderas razones eran de otro orden, más sutiles, en parte de prudencia y, en parte, de instinto. Es probable, además, que el Senado, tras haber expresado su parecer, no se obstinase contra la decisión popular, satisfecho, quizá, de haber salvado el honor y de haber sido, al mismo tiempo, contradicho por los Comicios.

De todos modos, Apio Claudio recibió la orden de franquear el estrecho y de dirigirse a Mesina con un ejército. Los cartagineses estaban ya en la ciudadela. Los mamertinos consiguieron desalojarlos de ella, poniendo en su lugar a los romanos. Entonces, Hierón, creyendo que había llegado el momento de reducir definitivamente a Mesina y de incluir su territorio en el imperio siracusano, concertó una alianza con los cartagineses, que se habían reagrupado alrededor de la ciudad. En aquellos días, Apio Claudio rompió el sitio. Por tierra, derrotó a los siracusanos de Hierón. Después, atacando a los cartagineses en su base del Cabo Peloro, los mantuvo a raya, inspirándoles tal pavor que no hicieron tentativa alguna de acercarse a Mesina. Claudio, aprovechando aquella doble ventaja, marchó directamente sobre Siracusa. Pero se aventuró tanto que por muy poco escapó a un desastre, y tuvo que retirarse. La guerra no había podido ser terminada en una sola campaña, como el cónsul había esperado. Duraría veinticuatro años, y no terminaría hasta el 241, tras muchos y diversos episodios.

En el 263 los nuevos cónsules emprendieron la sistemática conquista de Sicilia, volviendo a la táctica habitual de Roma, fiel al principio de las acciones continuadas y parciales —el principio que Claudio, tal vez siguiendo el ejemplo de Pirro, había abandonado para su desgracia—. Cuando un cierto número de ciudades sicilianas, a lo largo de la costa norte, cayeron en poder de las legiones, Hierón cambió de política y pidió una paz, que obtuvo. Su reino quedó limitado al ángulo sudeste de la isla, desde Camarina hasta Leontinos. Se le dejaba también el puesto avanzado de Tauromenio (Taormina), tradicionalmente siracusano. La guerra se había convertido ya en un duelo entre Cartago y Roma, y las acciones iban a desarrollarse en varios escenarios, al principio sucesivamente y, después, simultáneamente.

Una antigua tradición, según la cual Segesta era una fundación troyana, unía la ciudad a los romanos. Aprovechando los triunfos de éstos, sus habitantes abandonaron el campo de Cartago y se entregaron a Roma. En respuesta, los cartagineses enviaron un ejército para tratar de mantener su dominación en el Oeste de la isla. Este ejército tuvo como base principal a Agrigento. Después de un largo asedio, los romanos tomaron la ciudad (262) y la saquearon.

Cartago buscó entonces un desquite en el mar. Según nos dice Polibio, mientras las ciudades del interior se rendían a los romanos después de la toma de Agrigento, las costeras, temiendo las incursiones de los púnicos, abandonaban a Roma. Además, los navíos de guerra de los cartagineses asolaban a placer las costas itálicas. Los romanos decidieron proveerse también de una flota. Al principio, les faltaba destreza, y sus primeras escuadras sufrieron serios reveses. Pero también en este sector la paciencia romana —ayudada, desde luego, por la técnica de sus «aliados» meridionales y de los navegantes del Lacio— logró recuperar aquel retraso. Los romanos imaginaron una táctica nueva, inspirada en la que usaban en tierra. Con la ayuda de «trinquetes», que eran una especie de pasarelas que se lanzaban, en el abordaje, sobre el navío enemigo, la batalla quedaba transformada en un cuerpo a cuerpo en el que la infantería romana tenía ventaja. Así, en el 260, el cónsul C. Duilio lograba alcanzar una gran victoria naval, la primera de los anales romanos, ante Mileto (en la costa oeste de la punta septentrional de Sicilia).

Los cartagineses organizaron la resistencia en Sicilia y para ello fortificaron el Cabo Drépano, en la extremidad occidental de la isla. A partir de aquel momento, la lucha prosiguió en Sicilia, con alternativas de triunfos y reveses por ambas partes. El Senado, comprendiendo que sólo fuera de Sicilia podría obtener una ventaja decisiva y animado por los progresos de sus propias flotas, decidió reanudar por su cuenta la tentativa hecha en otro tiempo por Agatocles, que había estado a punto de triunfar. La operación fue confiada a los cónsules L. Manlio y Atilio Régulo. Realizaron la travesía por la fuerza, a pesar de una viva oposición púnica. El desembarco se llevó a cabo en la región de Clupea, y las tropas romanas comenzaron a devastar el país sin encontrar oposición seria. Ante el triunfo, uno de los cónsules, L. Manlio, fue llamado a Italia. Régulo continuó la campaña solo. Tomó Túnez y aterró de tal modo a los cartagineses que pidieron la paz. Pero las condiciones de Régulo les parecieron inaceptables, pues habrían tenido como resultado el reducir la República cartaginesa a no ser más que una vasalla de Roma. Así, la guerra continuó, pero se desarrolló, por parte cartaginesa, con más energía gracias a la intervención de un mercenario lacedemonio, llamado Jantipo, recientemente llegado a Cartago con un contingente de reclutas procedentes de Grecia. Jantipo aportaba la experiencia de los campos de batalla orientales y acertó a comprender cómo podía ser vencida la infantería romana. Gracias a una numerosa caballería y a un cuerpo de elefantes y gracias también a su influencia personal sobre las tropas que le habían adoptado inmediatamente como jefe, Jantipo aplastó al ejército romano[30]. Régulo fue hecho prisionero. Seguidamente, Jantipo, que conocía bien a los cartagineses, abandonó el país en unas circunstancias que no nos son bien conocidas. Acaso los cartagineses trataron de darle muerte, haciéndole subir a un navío dispuesto para tal fin, pero se asegura que el lacedemonio tuvo bastante agudeza para prever la trampa y escapar sano y salvo. El desastre sufrido por Régulo fue seguido inmediatamente por otro. La flota enviada por Roma para evacuar a los supervivientes fue destruida al regreso por una tempestad: de un total de 464 navíos, sólo 80 no se hundieron[31]. Así, pues, no solamente terminó en un fracaso la expedición de Régulo, sino que Cartago, sin intervenir siquiera, recobraba el dominio del mar.

Aquel episodio avivó la guerra. En el 254, el año siguiente al desastre de Régulo, los cartagineses saquearon Agrigento, pero sus adversarios se apoderaron de Palermo, ciudadela cartaginesa e importante base marítima. Sin embargo, en lugar de aprovecharse de ello para imprimir un ritmo más activo a las operaciones en Sicilia, los romanos creyeron posible lanzar un nuevo ataque contra África. Su flota logró desembarcar y llevar a cabo varias incursiones contra localidades costeras, pero a su regreso la tempestad volvió a diezmarla, esta vez frente al Cabo Palinuro. Estos repetidos fracasos de las escuadras romanas adquieren toda su significación en una apreciación de Polibio, que señalaba, a propósito del desastre del 255, que los romanos, en sus empresas, confiaban en la fuerza y en la tenacidad, lo que —añadía Polibio— aseguraba frecuentemente su éxito cuando se enfrentaban con hombres, pero les exponían a terribles peligros cuando los obstáculos que se les oponían sobrepasaban la medida humana. Es cierto que el pueblo romano se nos presenta, en este momento, más obstinado que dotado de una verdadera voluntad, con una experiencia limitada y reacio a modificar una táctica cuyo espíritu consistía, esencialmente, en recomenzar lo que un primer intento no había permitido coronar, y hay como un símbolo en ese conflicto de los romanos con el mar, en el que aquellos hombres, a quienes nada desconcertaba ni irritaba tanto como el incumplimiento de la palabra dada, tenían que luchar contra el elemento fluido e inconstante por excelencia, las olas cambiantes, sonrientes y pérfidas.

Pero los romanos también sabían, a veces, aprovechar la lección del fracaso. Tras el segundo intento, renunciaron definitivamente a atacar las costas de África para centrar todos sus esfuerzos en Sicilia. Los cartagineses trataron de recuperar Palermo. La defensa romana se lo impidió y el ejército que habían utilizado sufrió duras pérdidas ante la ciudad. Aquel año (250), los cartagineses, considerando que la guerra se prolongaba más de lo que habían esperado, que arruinaba su comercio y que les costaba demasiado, pensaron en utilizar a Régulo, que era su prisionero desde hacía cinco años, y le enviaron a Roma con proposiciones de paz, haciéndole jurar que, si no obtenía el armisticio, volvería a Cartago para ser ajusticiado allí. Régulo fue a Roma, tomó la palabra en el Senado para impugnar las proposiciones del enemigo y volvió a Cartago, donde fue horriblemente torturado.

Por su parte, los romanos ponían sitio a la base cartaginesa de Lilibeo (Marsala), pero las operaciones no les fueron más favorables de lo que habían sido para los cartagineses los intentos efectuados ante Palermo. Una flota romana, a las órdenes de un tal Claudio (Ap. Claudio Pulcro), fue derrotada y aniquilada por los cartagineses en Drépano. Los senadores tradicionalistas se sintieron muy felices al poder acusar a Claudio, por haberse negado a aceptar, antes de la batalla, los presagios dados por las aves sagradas. Hacia el mismo momento, el otro cónsul, M. Junio, fue aplastado también cuando intentaba, por medio de operaciones combinadas por tierra y por mar, alcanzar Lilibeo con un ejército de refuerzo, con máquinas de asedio y de abastecimiento1331. Las operaciones se cerraban pues, aparentemente, tanto de una parte como de la otra, con un balance negativo.

Sin embargo, consideradas las cosas con mayor detenimiento, era Cartago quien mantenía la ventaja. Roma había perdido el dominio del mar, conquistado unos años antes, y los navíos púnicos continuaban asolando las costas italianas. Las comunicaciones entre Roma y Sicilia se habían hecho difíciles. Sólo la alianza de Hierón, con una constancia extraordinaria, seguía aligerando los obstáculos que Roma encontraba en la isla. Fue entonces cuando el patriotismo de los romanos enderezó la situación. Los particulares contribuyeron en gran medida a la construcción de una nueva flota, última esperanza, que se confió al cónsul C. Lutacio Catulo. En la primavera del 241 el cónsul destrozó en las islas Egadas una flota cartaginesa de abastecimiento para el cuerpo expedicionario. El comandante cartaginés de la isla era Amílcar, que había contribuido mucho a mantener en derrota a los romanos en el curso de las últimas campañas. En el momento de la derrota, Amílcar se encontraba en el monte Erice, santuario de Venus, la gran divinidad siciliana, pero también romana y púnica. Y los romanos recordaron que Venus era la madre de Eneas.

Cartago, en los términos del tratado entonces concluido, abandonaba Sicilia a los romanos, preveía el pago de una fuerte indemnización de guerra y naturalmente confirmaba a Hierón en su reino de Siracusa.

Cartago y Roma, en el curso de aquella larga guerra, habían aprendido a conocerse y entre ellas había ido creándose una fuerte animosidad recíproca. Cuando Régulo había sido vencedor, había revelado inconscientemente cuáles eran los fines que Roma se proponía en la guerra, que apuntaban nada menos que a la desaparición de Cartago como gran potencia. Régulo y sus amigos en el Senado no querían, desde luego, que Roma sustituyese a Cartago en su papel de república comerciante, y menos aún anexionar su territorio y, en este sentido, no podría hablarse de imperialismo, sino que pretendían abatir definitivamente al enemigo, que les había costado tantas contrariedades, e impedir a cualquier precio la reanudación de una guerra tan larga. Una vez vencidos los cartagineses, los romanos se consideraron y se condujeron como acreedores insaciables como si las cláusulas del tratado no bastasen para agotar la deuda de los vencidos. Exigieron cada vez mayores seguridades, y esta actitud contribuyó a agriar todavía más las relaciones entre las dos repúblicas.

Cartago tuvo que atravesar en primer lugar una terrible crisis, planteada por el paso del estado de guerra al estado de paz. Para mantener la lucha en Sicilia, se había alistado a un gran número de mercenarios procedentes de los países helenizados y entre ellos a muchos galos; había también númidas y, en general, «libios» (africanos), así como iberos llegados de España e incluso hombres de la Campania. Tras el armisticio aquella multitud fue llevada al África para esperar allí los atrasos de sus salarios, que las dificultades financieras de la República impedían pagar sobre el terreno. Acantonada al principio en la ciudad, fue dispersada luego por el interior del país alrededor de Kef (Sicca Veneria). Era un error: los mercenarios, descontentos, encontraron apoyos entre los indígenas, que, por su parte, no se resignaban a la tiranía cartaginesa. Muy pronto se formó un ejército acaudillado por tres expertos jefes: un africano, Mato; un hombre de la Campania, Espendio, y un galo, Autárites. El ejército de la República, mandado por Hanón, fue vencido. Se llamó entonces a Amílcar Barca, el héroe de la guerra en Sicilia, y a quien la derrota había hundido en la sombra.

Amílcar comenzó alcanzando algunos éxitos y concibió la esperanza de traer de nuevo al campo del deber a sus antiguos compañeros de armas prometiendo el perdón a los que se sometiesen. Pero había demasiado odio contra Cartago. Los jefes de los rebeldes mantuvieron el dominio sobre sus tropas y reanudaron la ofensiva. La propia ciudad de Cartago, que en el primer momento había sido amenazada y a la que Amílcar había socorrido después, fue de nuevo asediada. Pareció que la República iba a caer bajo los golpes de sus antiguos soldados y que volverían a comenzar, pero en proporciones infinitamente mayores, los acontecimientos que en otro tiempo se habían desarrollado en Mesina y en Regio. La amenaza pareció tan grave a los mismos romanos que decidieron ayudar a Cartago autorizando a su aliado, Hierón, que seguía disponiendo de enormes cantidades de trigo, a abastecer a la ciudad. Por último, Amílcar, mediante una hábil maniobra, bloqueó a los mercenarios en un desfiladero (el Desfiladero del Hacha), donde se encontraron sin ningún sistema de abastecimiento. Un intento de salida fracasó, y todos los que no habían muerto de hambre fueron aniquilados. Espendio y Autárites habían sido capturados por traición poco tiempo antes y Amílcar los crucificó ante Túnez, donde aún resistía Mato. Éste hizo una salida y vengó a sus camaradas crucificando en represalia a un general cartaginés llamado Aníbal. Pero el ejército de Mato, amenazado sin cesar, aceptó a la desesperada una batalla en regla que le fue fatal. La guerra había durado tres años y cuatro meses. No terminó hasta el 238.

En el mismo año se asestaba un nuevo golpe a lo que quedaba de la potencia cartaginesa. El Senado, inquieto al comprobar que las flotas púnicas seguían controlando durante la guerra de los mercenarios las comunicaciones entre Italia y África para impedir a los italianos el abastecimiento de los rebeldes, y deseando disponer a su arbitrio del Mar Tirreno, exigió la cesión de Cerdeña, así como el pago de una indemnización de guerra complementaria. Ante la amenaza, Cartago, agotada, cedió y los romanos ocuparon Cerdeña, donde los mercenarios cartagineses habían seguido el ejemplo de sus camaradas llevados a África.

Los indígenas en Cerdeña y también en Córcega, donde los romanos intentaron establecerse al mismo tiempo, opusieron una larga resistencia a los nuevos invasores. Allí como en otras partes, Cartago no había ocupado más que las regiones costeras. Roma emprendió la conquista del país, y aquél fue el comienzo de una larga lucha que no terminó hasta el siglo I. Al ocupar Cerdeña y Córcega, Roma había no sólo iniciado una tarea de gran aliento sino aumentado el odio que contra ella se acumulaba en Cartago. Los partidarios de la paz eran cada vez menos numerosos. Amílcar y los Barca se impusieron y, en el 233, los cartagineses respondían a unos embajadores romanos que, si era preciso, no retrocederían ni ante la guerra. En realidad, Amílcar nunca se había dado por vencido y preparaba el desquite.

 

ROMA ANTE LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA

Mientras Cartago tenía que enfrentarse después de la guerra con la gravísima crisis desencadenada por la rebelión de los mercenarios, Roma no había tenido que reducir másque una mediocre sublevación, la de los faliscos, que se produjo en el mismo año de la victoria, en el 241. Su ciudad, Faleria, fue tomada y destruida y los habitantes establecidos en la llanura, en una ciudad nueva. Ignoramos las causas de aquel movimiento que evidentemente no fue grave.

Más graves preocupaciones causaron los galos, establecidos en el norte de la península, en la Cisalpina. Rímini (Ariminum), colonia latina fundada en el 268, formaba el límite septentrional de las posesiones romanas en el Adriático. Tras la victoria sobre Cartago, se instaló la colonia de Espoleto sobre la Vía Flaminia, la ruta que, a través de la Umbría, llevaba hacia Rímini. Evidentemente, los romanos tomaban sus precauciones. En el 232, una decisión de la plebe, a instigación del tribuno C. Flaminio, decide distribuir al pueblo las ricas regiones del ager picenus y del ager gallicus, a orillas del Adriático. Flaminio quiere, sin duda, dar a la plebe un dominio que pudiera equivaler a las ventajas conquistadas, desde hacía un siglo, hacia el Sur, que, en su conjunto, habían beneficiado a los aristócratas. Esta medida, explicable por consideraciones de política interior, iba a tener como resultado el de avivar contra Roma la hostilidad de los galos y obligar a la República a mantener terribles luchas, que gastarían sus fuerzas en el momento mismo en que Aníbal se disponía a lanzar contra ella el ataque más temible que había conocido nunca. Y, al propio tiempo, Aníbal encontraría en la Galia cisalpina aliados contra Roma.

Pero no encontraría aliados en el interior de la Confederación romana —lo que había quedado ya demostrado en la primera guerra púnica—. Las únicas poblaciones itálicas que se habían aliado en otro tiempo a Pirro eran poblaciones de las montañas del extremo sur, que aún no habían sido incluidas en la Confederación. Cartago, por su parte, nunca había conseguido reclutar en Italia más que a algunos mercenarios de la Campania, aventureros cuya actividad no comprometía a su patria. Los antiguos aliados de Roma —sabinos, picentinos, incluso samnitas—, aunque sometidos después de terribles guerras, se mostraron fieles y enviaron sus contingentes de soldados y de remeros sin rebelarse nunca. La solidez de la Confederación se debía, sin duda, al sentimiento de una verdadera solidaridad entre las ciudades que la componían. Ligadas a Roma por un foedus que comprometía tanto al vencedor como a ellas mismas, tenían los mismos enemigos que Roma y, por lo demás, seguían administrándose con la máxima libertad. Ni siquiera la conquista había provocado, por lo general, en los vencidos un descontento duradero. Las tierras atribuidas a los colonos establecidos por el ocupante no constituían más que una parte muy débil del conjunto y, en general, se mantenían los antiguos dueños. En aquellas colonias figuraban muchos aliados, habitantes no-romanos, que se beneficiaban a su vez de la conquista con el mismo título que los ciudadanos. El objetivo esencial de las colonias no era la explotación económica, sino la defensa del territorio y de las comunicaciones: así, una «paz romana» sucedía al estado anterior, a menudo perturbado, y de la derrota podía nacer la prosperidad. Y —hecho quizás único en el mundo antiguo— Roma no exigía tributo alguno a sus «aliados», que no eran, pues, súbditos, sino iguales. El tributo era considerado, en efecto, por todos los juristas y también por la opinión pública como el signo de la servidumbre. La exención del tributo era, por consiguiente, el sello mismo de la «libertad».

Además, el estatuto de una ciudad aliada no era considerado como definitivo. Podía transformarse, es decir, mejorarse mediante reglamentaciones concertadas gradualmente entre las dos partes. Así fue como los sabinos, en el 290, habían obtenido en bloque la «civitas sine sufragio», es decir, que sus derechos eran, en la práctica, los de un ciudadano romano y su propiedad, por ejemplo, estaba garantizada con el mismo título que la propiedad quiritaria. La única restricción era la exclusión de aquellos ciudadanos de las asambleas encargadas de votar las leyes o de elegir a los magistrados. Pero, en el 268, menos de una generación después, los sabinos obtenían el derecho de ciudadanía total. En las colonias de derecho latino (es decir, que gozaban de un derecho de ciudadanía disminuido), los magistrados locales obtenían, automáticamente, a su salida del cargo, el derecho de ciudadanía romana integral.

Esta política, bastante liberal, más parece el resultado de las condiciones en que se habían asociado los aliados que el efecto de una concepción a priori. Parecía normal que los pueblos «amigos», tras un período más o menos largo en el que se acostumbraban a vivir la misma vida que Roma, llegasen a ser totalmente asimilados. Roma jamás conoció prejuicios raciales ni forma alguna de xenofobia (salvo ciertos momentos de crisis, muy limitados). El derecho de ciudadanía expresaba, sencillamente, la total asimilación de quien lo obtenía. Esta asimilación era un hecho: era o no era. Una comunidad que hablaba la misma lengua que Roma, que adoraba a los mismos dioses, que se gobernaba según los mismos principios, era considerada como romana, y este estado de hecho era sancionado, de un modo perfectamente natural, por la concesión del derecho de ciudadanía. El mismo mecanismo explicaba cómo un esclavo, tras su manumisión, se convertía en ciudadano de pleno derecho.

Tal es, por lo menos, el principio hasta el siglo II a. C. En aquel momento intervendrán otras causas que detendrán el proceso de asimilación, y será necesaria una dura guerra para que todos los italianos obtengan en la práctica la plena y entera ciudadanía. Pero, en el siglo III, el liberalismo de Roma se mantiene íntegro y ésta es, sin duda, una de las más profundas causas de la solidez del sistema.

Con la anexión de Sicilia, en la Confederación se introduce un elemento nuevo. No se trata ya de ciudades que se alían a Roma, sino de un verdadero «imperio», en el que los romanos sustituyen a los antiguos dominadores, los cartagineses. Realmente, se ha insistido demasiado poco en el carácter nuevo de la situación jurídica así creada. Ya en las ciudades «dediticias» (que se habían entregado a discreción), la rendición había tenido como resultado el de transferir al pueblo romano la totalidad de los derechos sobre las gentes, sobre los bienes y sobre el suelo. Roma había retrocedido el usufructo de aquella propiedad a los «dediticios», pero había conservado un derecho de soberanía, que se afirmaba, en la práctica, sólo sobre el ager publicus, la porción del territorio que era directamente arrendado por el pueblo romano en beneficio propio y sobre el cual se establecían las colonias. De todos modos, aquel ager publicus era, en la mayoría de los casos, bastante limitado. En Sicilia, por el contrario, era un territorio inmenso, que se convertía en «tributario» de Roma.

Está comprobado que el derecho de posesión adquirido por los romanos sobre las tierras de los «dediticios» y ahora sobre la antigua Sicilia púnica es muy semejante al que, en los reinos seléucida y lágida, servía de fundamento a la soberanía real. Esto da todo su sentido a una expresión que se encuentra a veces en los textos antiguos y, más frecuentemente, entre los historiadores modernos: el pueblo romano es, verdaderamente, el «pueblo Rey», puesto que posee el derecho real por excelencia, la posesión eminente de la tierra.

La diferencia con los reyes helenísticos se hace aún más leve, si se recuerda que éstos reconocían la soberanía de ciertas ciudades (generalmente, de antiguas ciudades-estado helénicas) sobre un territorio determinado. Lo mismo ocurrió en Sicilia, donde las ciudades siguieron siendo, en principio, autónomas y exentas de tributo. Sólo la tierra tuvo que pagar el diezmo de la cosecha. Que éste fue el principio del sistema está demostrado por un hecho: si un romano arrendaba para cultivar un campo tributario, estaba obligado a pagar el diezmo igual que un siciliano. En compensación, los habitantes de una ciudad determinada, que había «merecido bien» de Roma (por ejemplo Segesta), estaban exentos de impuestos, cualquiera que fuese el campo que cultivasen. La exención era personal. El impuesto, en cambio, estaba ligado a la tierra.

Para administrar la parte de Sicilia que se había convertido en su propiedad, los romanos imitaron el sistema imaginado por Hierón en su reino de Siracusa. Este sistema, conocido con el nombre de Lex Híeronica había sido quizás elaborado sobre el modelo de las instituciones fiscales establecidas por los Lágidas. Proveía el pago en especie de los diezmos, como en Egipto, y controlaba muy de cerca el beneficio permitido a los arrendadores que se encargaban de la percepción.

El resultado fue inmediato: grandes cantidades de trigo, compradas a bajo precio, empezaron a afluir al Lacio. Si durante la guerra contra Cartago Roma e Italia habían estado a punto de conocer el hambre, pues la tierra quedaba yerma por falta de hombres, las cosechas de Sicilia iban a alimentar a los romanos durante cerca de dos siglos. Esto no deja de plantear ciertos problemas: ¿cómo los senadores, a quienes principalmente pertenecía la tierra en el Lacio, aceptaron aquella afluencia de trigo extranjero, que, evidentemente, hacía bajar las cotizaciones? ¿Hay que admitir, con T. Frank, que en aquella época la agricultura tomó el aspecto que nosotros le conoceríamos después, con las plantaciones de viña, los olivos y los pastos ocupando las antiguas tierras de trigo? Puede creerse también que las explotaciones agrícolas no tienen todavía un carácter tan claramente «capitalista», no están orientadas exclusivamente, como será el caso en la época de Catón, hacia la ganancia, hacia el rendimiento máximo. No se vende, entonces, más que el excedente, pues la mayor parte de los productos es consumida por la «familia». En el tiempo de la guerra contra Pirro la economía es aún esencialmente rústica. Los valores muebles son raros y no se tiene confianza en ellos, las dotes de las jóvenes son escasas (y seguirán siéndolo durante mucho tiempo todavía), hay poco dinero en Roma. Así, que el trigo se venda mal aún no es una catástrofe para los propietarios. Los efectos desastrosos producidos por la abundancia del trigo siciliano no comenzarán a ser perceptibles hasta el momento en que se consolide la tendencia a los latifundia, es decir, después de la segunda guerra púnica. Que los senadores, a mediados del siglo III, no hayan abandonado sistemáticamente las actividades comerciales para consagrarse por entero a la agricultura, queda bien demostrado por el plebiscito «claudiano», cuya adopción sitúa Tito Livio en el 218: a los senadores, según este texto, se les prohibía la posesión de un navío cuyo tonelaje sobrepasase las 300 ánforas —mínimo necesario para el transporte de las cosechas de una propiedad, pero muy insuficiente para emprender operaciones comerciales—. Y los senadores fueron violentamente hostiles a esta medida, que, por el contrario, tuvo como defensor a Flaminio, cónsul demagogo.

La organización del Estado

La antigua constitución, que distinguía tres órganos principales en el Estado —magistrados anuales, asamblea popular (comicios centuriados) y senado (o «Consejo de los Padres»)—, había experimentado importantes modificaciones después de la Revolución del 509, a la cual se remontaba. En el curso del siglo v especialmente se había constituido, como ya hemos dicho, el Concilium Plebis, convertido desde el 471 en los «Comicios por tribus». Las decisiones de este consejo de la plebe habían acabado por tener fuerza de ley, aunque ignoremos a partir de qué fecha y en qué condiciones. Según la tradición, este resultado no se produjo hasta después de una última secesión de la plebe en el Janículo, en el 287, pero hay ejemplos de «plebiscitos» valederos para todos los ciudadanos desde una época anterior. Es posible que el 287 marque sólo el término de una evolución comenzada mucho tiempo antes y que, hasta aquella fecha, los plebiscitos estuviesen sometidos a restricciones mal definidas, por lo menos a nuestros ojos, que en aquel momento desaparecieron.

Una generación después (hacia el 241) se reformaron los comicios centuriados a fin de equiparar un poco mejor el valor de los votos entre las clases. También aquí hay lagunas en nuestra información, pero parece, desde luego, que la división en tribus comenzó entonces a desempeñar un papel en la organización de los comicios, superponiéndose a las centurias. La vieja constitución censitaria evolucionaba y tenía en cuenta ahora no ya sólo la fortuna, sino el origen territorial y el domicilio. Sin duda, el poder seguía perteneciendo a los más ricos, pero los otros no eran ya sistemáticamente apartados y privados en la práctica como antes de su derecho de voto. Parecía que Roma estuviese implicada en una evolución que tendía a democratizar su gobierno. Se ha señalado que durante el siglo III el número de las familias nobles llamadas al consulado disminuyó constantemente en beneficio de personajes pertenecientes a familias menos ilustres. Así, entre el 284 y el 254, se cuentan nueve familias nobles que llegaron al consulado contra sólo seis entre el 254 y el 234, y cinco entre el 223 y el 195. Por otra parte, entre el 312 y el 216 el número de gentes patricias que contaba con un magistrado curul descendía de 29 a 14, entre un total de 148 senadores conocidos; de éstos, 75 son plebeyos y han salido de 36 gentes. Sin embargo, no debería deducirse de estas cifras, que son parciales y no reflejan más que los datos llegados a nuestro conocimiento, el ocaso de la aristocracia como tal. Más bien, lo que se produce es una limitación de ésta a un número muy pequeño de familias, que superan notablemente en importancia a las otras gentes patricias. Así se asiste al ascenso de los Cornelii seguidos, desde bastante lejos, por los Fabii, los Valerii y los Aemilii. Estas familias se apoyaban en gentes plebeyas cuya elevación ellas favorecían, aunque el senado y, en líneas generales, el control de los asuntos públicos están en manos «de una veintena de familias o incluso menos, que mandaban los ejércitos, gobernaban las provincias y, mediante la dirección de la política senatorial, modelaban el destino de Roma y del mundo ».

Más aún que la organización política, las costumbres eran las de una aristocracia. El sistema jurídico descansaba, en buena parte, sobre la institución del patronazgo. El patrono debía a sus clientes ayuda y protección y les representaba jurídicamente. El antiquísimo sistema surgido de la dominación de las gentes en la ciudad primitiva subsistía e informaba las costumbres, impidiendo a Roma convertirse en una verdadera democracia. Al lado del poder político propiamente dicho existe toda una serie de valores «oficiosos», una jerarquía, en parte moral, en la que no siempre se avanza mediante triunfos electorales. Nociones como la de dignitas o auctoritas son difíciles de definir, porque responden a un estado social muy diferente del que conocen los inmensos Estados modernos. Implican siempre, en cierto grado, relaciones personales, un respeto, un prestigio atribuido a un hombre o reconocido a una familia en virtud de una especie de herencia moral. El «cliente» o el que se concibe a sí mismo en esa posición subalterna, ante un hombre a quien admira y del cual será suffragator, no concede una admiración y una estimación gratuitas. Con esta admiración y esta estimación confía en adquirir unos derechos sobre aquél a quien las concede. Si tiene que mantener un proceso, recurre de un modo perfectamente natural a su «héroe», y éste tiene el deber moral de poner a su disposición toda la autoridad, todos los medios (opes) de que dispone. Si el patrono intenta desentenderse, peca contra la fides, el cuasi-contrato que le liga a su «cliente».

Tito Livio, al hablar de las luchas entre patricios y plebeyos en los primeros siglos de la República, señala frecuentemente que los plebeyos, cuando han conquistado una ventaja sobre los patricios, se consideran satisfechos y ni siquiera intentan hacer uso del beneficio así conseguido. Y los historiadores se asombran ante ello acusando a Tito Livio de haber escrito una historia idílica y asegurando, en nombre de la verosimilitud, que la realidad tuvo que haber sido más dura. Pero lo que es verosímil en una sociedad moderna puede no haberlo sido en la sociedad romana, en la que unas tradiciones de respeto y el mantenimiento de relaciones personales pudieron contribuir a la evolución de las costumbres políticas. Si la plebe, en su conjunto, tiende a conquistar al menos una parte del poder, esto no significa que las formas morales y la estructura afectiva de la vida política hayan evolucionado con el mismo ritmo. La composición de la aristocracia y su justificación en el espíritu de cada uno han podido modificarse, pero el principio de que el rango social descansa sobre una esencial e insoslayable desigualdad y predestina a funciones diferentes dentro del Estado permanece invariable. Así puede imaginarse que las luchas se entablaron no tanto por cambiar la jerarquía como para obligar a quienes tenían el deber moral de velar por la mayoría a ejercer efectivamente esta tutela.

Este principio puede contribuir a explicar varias paradojas de la «constitución» romana, a esclarecer, por ejemplo, el papel correspondiente al senado y a las asambleas populares. En la mayor parte de los casos, al primero incumbe la decisión en problemas de relaciones exteriores e incluso la de votar la guerra. Pero ocurre que el Pueblo se arroga aquellas atribuciones: por ejemplo, en el 264, cuando se trata de prestar ayuda a los habitantes de Mesina. El senado dudaba, y fue la asamblea popular la que tomó la decisión. Nadie pensó que aquélla era una actitud revolucionaria. Parece que el derecho de decisión pertenecía, desde luego, al Senado, pero el Pueblo tenía la facultad de oponer una especie de derecho superior —su propia maiestas—, si consideraba que su intervención era más conveniente a sus intereses. Pueblo y Senado constituyen dos instancias diferentes. En tiempo normal, el segundo dirige los asuntos con toda independencia sin tener, en principio, necesidad de la sanción popular. Pero si el pueblo, advertido por sus jefes —que son senadores también—, se opone a una decisión de los Padres, éstos tienen que ceder.

Esta maiestas del Pueblo ha sido bien definida por Polibio, que en célebre cuadro de la constitución romana afirma que todos los derechos pertenecen a la mayoría. Si se tomasen sus frases al pie de la letra, de ellas resultaría que Roma era una democracia. Pero nosotros sabemos que no lo era en absoluto: la maiestas popular no era más que un poder teórico, un control, que se ejercía sólo excepcionalmente y cuya administración correspondía a unos «aristócratas» (los que en cada momento fuesen los favoritos del pueblo). Las masas populares nunca intentaron adueñarse del poder en su propio beneficio; lo único que quisieron a veces fue obligar a quienes lo ejercían a no olvidarse de ellas en sus combinaciones. Es cierto que el pueblo se ha convertido en un poder, utilizado por las diferentes facciones en que se divide el senado, para alcanzar sus fines. A él recurren los senadores que momentáneamente se encuentran en minoría y su intervención es decisiva entonces; pero frente a un senado unido el pueblo no suele tener función alguna: se inclina ante una auctoritas, a la que no puede oponer ninguna resistencia, supuesta la unanimidad de los Padres.

Estas precisiones explican por qué es difícil dar un cuadro, a la vez verdadero e inteligible, de la «constitución» romana (sobre todo, porque, hablando con propiedad, no existe tal constitución, sino sólo un conjunto de tradiciones, de reglas jurídicas, de precedentes: sistema que dejaba un margen bastante amplio a las innovaciones individuales). El espíritu práctico de los romanos rechazaba las construcciones a priori y concedía un extraordinario valor a la experiencia. Las reglas rara vez eran intransigentes. Admitían varias soluciones, igualmente «legales», correspondiendo el poder de decisión, en la mayoría de los casos, al magistrado responsable. Formalismo y empirismo se encontraban, pues, asociados en una extraña síntesis difícilmente reducible a fórmulas. El magistrado romano, aunque esté obligado a respetar ciertos principios, debe ser siempre libre ante el hecho, no pudiendo sus facultades sufrir restricciones más que en ciertos casos extremos: por ejemplo, si se dispone a violar uno de los principios tenidos por sagrados, como la libertad o la vida de un ciudadano en tiempo de paz. En este momento podrá interponerse el veto de un tribuno o se tendrá derecho a recurrir a la maiestas del pueblo. Frecuentemente el propio magistrado ha formulado con anticipación las normas que seguiría durante el ejercicio de su cargo: para ello, en los primeros días de su mandato ha publicado un edicto que es su carta. Este edicto tiene la finalidad de dar a conocer, en cierto modo, el contrato establecido por el magistrado con los ciudadanos, y es significativo que en la historia del derecho romano el edicto haya acabado predominando sobre las leyes propiamente dichas.

El Estado romano y lo sagrado

En el curso del siglo IV Roma ha organizado definitivamente la religión oficial, cuyos guardianes son los Pontífices, que forman un colegio elegido por el pueblo y que comprende a personajes unánimemente respetados. Según la tradición, estos Pontífices se remontan hasta Numa. Estamos bastante mal informados acerca de su papel en la época arcaica y sobre el sentido mismo del nombre que llevaban. Se adivina que estuvieron, desde siempre, encargados de conservar y de interpretar las «leyes», en el sentido más amplio, dentro del Estado. Son los guardianes del orden divino y humano. Conocen el secreto de los ritos y formulan complejas normas que los humanos deben seguir para atraerse la buena voluntad de los dioses y no incurrir en su furor. Esto les asigna la tarea de regular el calendario, pues ellos son los únicos que saben cuál es la «cualidad» religiosa de cada día, de cada fracción de día, las fechas en que puede reunirse la asamblea del pueblo, conceder la palabra a los jueces o, por el contrario, aquéllas en que hay que abstenerse. Son ellos también quienes conocen las fórmulas necesarias para «legalizar» y hacer conformes con el orden del Mundo las actividades del Pueblo Romano: declaraciones de guerra, conclusión de tratados, etc. Es el Pontifex Maximus quien, en la batalla del Vesubio, dicta a Decio Mure las palabras mediante las cuales el cónsul se «consagra a los dioses» para asegurar al ejército la victoria.

Es natural que los Pontífices adquiriesen gran importancia en la vida política y que los senadores hayan juzgado útil, cuando les era posible, hacerse elegir para aquella función. Pero el colegio, primitivamente de cinco miembros y elevado a nueve en el año 300 por medio de la Lex Ogulnia, no se abría fácilmente a hombres nuevos. Es cierto que en el siglo iii admitía a patricios y plebeyos, pero algunas gentes importantes estaban casi constantemente representadas en él mientras otras eran llamadas sólo ocasionalmente.

Lo mismo ocurría con el colegio de los augures, cuyo origen se atribuía a Rómulo, probablemente porque el «augurado» es inseparable de la noción de imperium, mientras que el pontificado está unido a la de ley y de código, idea que no aparece hasta Numa. Sin embargo, el colegio de los augures fue también reorganizado por Numa, que elevó sus miembros de 3 a 5. La Lex Ogulnia, al mismo tiempo que aumentaba el número de Pontífices, creó un número igual de augures, que fueron nueve, a partir del año 300. Se nos dice que cuatro eran patricios y cinco pertenecían a familias plebeyas. Los augures no eran celebrantes del ritual, sino intérpretes de los signos enviados por los dioses. Es posible que en un pasado muy lejano tuviesen un papel más activo. En el tiempo que nos ocupa son esencialmente testigos. Una fórmula de Cicerón define excelentemente su función con relación a la de los pontífices: «Los pontífices presiden los actos sagrados; los augures, los auspicios». Los augures tenían también el poder de entorpecer, incluso bloquear efectivamente el funcionamiento de las instituciones políticas. Les bastaba con declarar ante una elección, por ejemplo, que los dioses estaban irritados, para que no pudiera celebrarse el escrutinio. Más todavía: una elección ya realizada podía ser reconsiderada si los augures decidían que adolecía de algún vicio por una u otra razón. Se comprende que el «augurado» podía convertirse en una poderosísima arma en manos de una minoría de senadores decididos a alcanzar sus propósitos. Sin embargo, sólo en los últimos años de la República llegarán a ser escandalosos los abusos. Durante mucho tiempo una relativa buena fe parece haber presidido el ejercicio de aquella institución extraña y peligrosa, quizá porque en aquella época todavía no se había transformado la fe en el poder divino y la religión oficial aún despertaba ecos en las conciencias.

Conviene establecer una distinción muy terminante entre esta religión oficial —o, más bien, las prácticas sagradas ligadas a la vida política— y el sentimiento de lo divino (o de lo sagrado) tal como cada romano lo podía experimentar. Los romanos gustaban de vanagloriarse de ser «el más religioso de todos los pueblos», lo que equivalía a reconocer la intervención divina en la vida pública y privada, y se esforzaban por todos los medios en regular sus actos de acuerdo con la ley o con la voluntad de los dioses. Pero precisamente a causa de esta constante atención a lo sobrenatural no podían contentarse con una religión organizada de una vez para siempre. Su inquietud ante lo sagrado les impedía considerarse alguna vez satisfechos con las instituciones existentes, invitándoles, por el contrario, a juzgarlas como aproximaciones que estaban lejos de agotar la superabundancia de lo divino. Por esta razón los romanos estaban siempre dispuestos a aceptar nuevos ritos y divinidades extranjeras. Esta «tolerancia» había comenzado muy pronto. En el siglo III antes de Cristo hacía mucho tiempo que los dioses griegos habían recibido derecho de ciudadanía en Roma.

Pero esta romanización de los cultos importados no se hacía al azar. Quizás en la época real y, en todo caso, desde los primeros tiempos de la República se había creado un colegio de sacerdotes encargados de controlar las novedades religiosas. Estos sacerdotes, al principio en número de dos, habían sido elegidos por Tarquinio el Soberbio para conservar los libros que le había vendido una anciana (quizá la Sibila de Cumas), que contenían toda clase de secretos y especialmente remedios infalibles en tiempos de calamidad pública. Después el colegio fue ampliado a diez miembros en el 369 a. C., y contó con cinco patricios y cinco plebeyos. Cualquiera que haya podido ser su función efectiva antes de esta fecha, a partir de este momento los «Decenviros encargados de las ceremonias sagradas», como se les llamaba (Decemviri sacris faciundis), recibieron la misión de naturalizar los cultos extranjeros y especialmente los que entonces afluían procedentes de todas las regiones de Italia. Esta misión era doble: introducir los ritos nuevos que se revelasen necesarios y al mismo tiempo controlar y reglamentar las prácticas que se habían introducido en Roma sin la autorización de los magistrados. Estos dos aspectos complementarios eran tan importantes el uno como el otro, y sería un error creer que el segundo predominaba sobre el primero. El Senado no deseaba menos que el resto del pueblo rendir a los dioses los honores que ellos reclamaban y, por ello, introducir innovaciones en la medida necesaria. Pero sabían también que unas innovaciones desordenadas podían constituir otras tantas impiedades, y el peligro no era menor.

La historia de la religión romana en el siglo III sólo nos es conocida de modo muy imperfecto, y lo que de ella puede decirse descansa más sobre hipótesis que sobre hechos. Parece, desde luego, que Roma fue sensible en el siglo IV a las seducciones del misticismo tarentino: durante las guerras samnitas se había levantado una estatua a Pitágoras en el Comitium. Es probable también que aquel mismo misticismo ejerciese su influencia sobre el viejo culto de Hércules en el Forum Boarium, en el santuario del Ara Maxima). Celebrado primitivamente por particulares, se había convertido en el culto del Estado en el 312 por voluntad del censor de aquel año, Apio Claudio, que, muy experto en el pensamiento tarentino y pitagórico, había querido colocar sus posibilidades al servicio de la ciudad.

Acaso pueda añadirse a estos hechos la transformación del culto de Bona Dea, que celebraban las matronas con ausencia de toda persona del sexo masculino. Es posible que los «misterios» de la diosa se constituyesen entonces, bajo la influencia de la Magna Grecia, y que tomasen un carácter orgiástico.

Estos cultos, como el de Asclepio, introducido, como hemos dicho, a comienzos del siglo, tenían de común el carácter de acercar al fiel a su dios, de facilitar un medio de obtener la gracia de éste en beneficio de una persona determinada y no de toda la comunidad. Se comprende que el espíritu romano desconfiase oficialmente de semejantes prácticas contrarias al postulado esencial de la ciudad, que subordinaba los destinos individuales al del Pueblo Romano.

Al lado de estos cultos altamente personales, surgen, quizá por reacción, divinidades cuyos nombres muestran que no son más que abstracciones sin personalidad. En este aspecto, la Roma del siglo III confluye con una tendencia frecuentemente afirmada en el pensamiento religioso helénico, pero no es de Grecia de donde toma las abstracciones que diviniza. Es cierto que tales abstracciones son numerosas, tanto en la Teogonia hesiódica como en Píndaro o en los coros de las tragedias, pero no desempeñaban casi papel alguno en los cultos oficiales de las ciudades; excepto en algunos casos, como el de Eros de Tespia o la Némesis de Ramnunte. Cuando se rinde un culto a un principio abstracto, éste es asociado gustosamente a una gran divinidad, de la que se supone que encarna un aspecto particular. Así es como la Niké ateniense aparecerá cómo una hipóstasis de Atenea: en esta confrontación entre lo divino «abstracto» (es decir, definido sólo por su esfera de aplicación) y lo divino personalizado, es el segundo el que más frecuentemente triunfa en Grecia. En Roma, ocurre lo contrario. Victoria, Honos, Fides, etc. no tienen ninguna referencia explícita a alguna base personal; son potencias, aparentemente desprovistas de todo carácter teológico. Sin duda, puede creerse que L. Postumio, cuando fundó un templo de Victoria sobre el Palatino en el 294, se inspiró en modelos griegos, pero no se comprende bien cuál habría sido el prototipo helénico de Belona, cuyo santuario fue consagrado por Apio Claudio Ceco en el 296, o el de Honos, honrado con un templo por Q. Fabio Máximo, en el 233. El caso de Fides, que recibió una capilla sobre el propio Capitolio en el 250, es quizás un poco más claro. Esta divinidad había sido reconocida ya por Numa oficialmente, y se cree que se remonta al estado más antiguo de la religión romana. Tal vez ni siquiera sea privativa de Roma, sino común a varios pueblos itálicos. Ahora bien, Fides es la potencia del juramento. Relacionada con Júpiter (bajo el nombre de Dius Fidius), es independiente del dios. Éste, a un cierto nivel de la religión romana, interviene para garantizar el juramento, pero más bien como agente ejecutivo de la Fides que como fundamento de ésta, lo que permite suponer que, para los romanos, existía un universo de potencias que nosotros llamamos abstractas y que para ellos eran eminentemente concretas, aunque impersonales. Estas potencias se traducen, dentro de la realidad política, en acciones registrables: por ejemplo, Concordia, a quien Camilo había dedicado un templo en el 367, había realizado la unión de diferentes órdenes de la sociedad. Fides hacía que, en las relaciones públicas y privadas, los contratantes respetasen la palabra dada. Ella era el respeto mismo de aquella palabra. Cuando Roma intervino en la Magna Grecia, fue a su Fides a quien se dirigieron las ciudades.

Poco a poco, fue divinizado un gran número de aquellas potencias de importancia vital para la ciudad: Spes, Pudicitia, Virtus, así como Salus. Podría incluirse también en esta serie a la Fortuna, divinidad protectora de Servio Tulio, cuyo culto conoce un significativo auge durante la primera guerra púnica. El pensamiento religioso romano iba, en cierto modo, al encuentro de la religión helenística, en la que Tyche (la Fortuna) tiene una gran importancia. Pero también se apunta una curiosa convergencia en el seno de la religión política: así como el Estado helenístico está dominado y protegido por las cualidades del Rey (su Virtud, su Prosperidad, su Previsión, su Piedad y por eso es Filopátor, Filométor, Evérgetes, Soter, etc.), así son los valores morales los que garantizan la estructura divina del Estado romano. Llegará un día en que los magistrados, y luego los emperadores romanos, acertarán a unir en su persona los elementos de esta teología del poder. Roma se acercaba también a la religión helenística por el desarrollo de los cultos místicos o, por lo menos, «personales», de los que ya hemos dicho qué aspectos relativamente nuevos revestían en el momento en que la conquista de Italia ponía a los romanos en contacto directo con el helenismo.

Los comienzos de la literatura latina

Se ha pretendido, durante mucho tiempo, que los romanos habían seguido siendo bárbaros hasta el momento en que se les abrió la cultura griega, representada, al principio, por las ciudades de la Magna Grecia y de Sicilia. Este juicio sumario no podría ser aceptado ya hoy. Hemos dicho que la Roma del siglo VI conocía ya el helenismo, al menos a través de los etruscos, y, en el curso del siglo IV, los contactos con los itálicos helenizados, especialmente los de la Campania, habían ampliado aquel movimiento, hasta el punto de que el patrimonio cultural de los griegos podía parecer a los romanos como su propio patrimonio: los dioses romanos están ya helenizados, las leyendas heroicas son familiares a los artistas italianos y, sin duda, también a los narradores etruscos. Sin embargo, a mediados del siglo III, Roma aún no tenía una literatura. No podría darse tal nombre a las fórmulas de la Ley de las XII Tablas o a los párrafos heteróclitos que, yuxtapuestos, constituían los Anales de los Pontífices. La literatura acaso tuviera su origen en torno a Apio Claudio Ceco, cuando, en los últimos años del siglo IV, el viejo hombre de Estado tomó la iniciativa de hacer redactar por su secretario, Cn. Flavio, la primera obra de Derecho. Apio Claudio fue también, sin duda, el primero en presentir la importancia de la palabra escrita: compuso una colección de Sententiae, que eran máximas morales, en las que tal vez se reflejaba la influencia de la filosofía pitagórica, muy extendida en la Italia meridional. Apio Claudio reanudaba así la tradición de los poetas griegos gnómicos y, sin duda, lo hacía conscientemente. Al mismo tiempo, daba el primer ejemplo de versos «saturnios» —así se llamaría, más adelante, al ritmo cuyo secreto aún no está totalmente descifrado, y que parece descansar, entre otras cosas, sobre la utilización sistemática de la aliteración—.

Antes del comienzo de la literatura romana, otros pueblos itálicos, especialmente los etruscos y tal vez los de la Campania, habían compuesto, probablemente, obras literarias, pero se han perdido. Los de la Campania, sobre todo, gustaban de imitar las comedias que veían representar en las ciudades griegas. Y fue también por el teatro por donde verdaderamente empezó la literatura romana. En el 364, durante una epidemia de peste, se decidió ofrecer a los dioses una nueva clase de juegos. Para ello se hizo venir de Etruria a unos danzantes, que ejecutaban graciosos movimientos al son de la flauta y, según Tito Livio, aquellas representaciones suscitaron en los jóvenes romanos la idea de imitarlas, pero dando más consistencia al espectáculo por medio de palabras y adaptando su mímica al sentido que deseaban expresar. Así nació lo que se llamó la satura dramática. Pero las representaciones seguían siendo relativamente improvisadas. Para que diesen origen a un teatro digno de este nombre, fue necesaria otra innovación, debida, esta vez, a un griego de Tarento, Livio Andrónico.

La personalidad del primer poeta de la lengua latina nos es difícilmente determinable. Sin duda, se trata de un esclavo capturado con motivo del asedio y de la conquista de Tarento en el 272. Educado en Roma, fue libertado por su dueño, un tal Livio Salinátor, y abrió una escuela en la ciudad. En ella enseñaba las dos lenguas que le eran familiares, el griego y el latín, y se le ocurrió la idea de crear un teatro de lengua latina, «injertando» en la satura nacional escenas adaptadas de la tragedia y de la comedia griegas. Quizás el mérito de esta creación no corresponda a Livio Andrónico sólo. En el 240, con el fin de celebrar dignamente ante los dioses la victoria sobre Cartago, el cónsul, que era un hijo de Apio Claudio Ceco, quiso que los juegos romanos de aquel año revistiesen un singular esplendor. Decidió que se imitasen los espectáculos escénicos que se daban en casi todas partes en el Sur y, muy especialmente, en Siracusa. Livio Andrónico recibió el encargo de realizar aquel programa, y así fue como se representaron las primeras comedias y tragedias de lengua latina. Livio no quiso limitarse a traducir unas piezas griegas. Las adaptó a las condiciones de la satura, y esto explica algunos caracteres que durante mucho tiempo fueron privativos del teatro romano: por ejemplo, la extraña costumbre según la cual, en la escena, el texto era declamado por un cantor mientras un actor mudo se limitaba, detrás de él, a mimar la acción.

La obra de Livio no se redujo al teatro. Hizo una traducción latina de la Odisea en versos saturnios. Suele afirmarse que se trataba de un ejercicio escolar, destinado a facilitar un texto explicativo a sus discípulos, que todavía no contaban con poemas escritos en latín. Esta hipótesis es bastante débil. Livio tuvo, sin duda, más ambición cuando emprendió aquel trabajo. Desde hacía mucho tiempo, Ulises estaba considerado como un héroe itálico. Es muy verosímil que Livio quisiese dotar a Roma de una verdadera epopeya nacional en el momento en que la República comenzaba a intervenir en los asuntos de Iliria y a desempeñar un papel importante en las orillas del Adriático. Roma, en esta segunda mitad del siglo III, se ha convertido en la señora de los mares en los que, precisamente, la tradición situaba las aventuras de Ulises. La Odisea latina marca como la consagración de aquel nuevo imperio.

La aparición de una literatura nacional no es, en Roma, el resultado de una fantasía individual, sino la lógica consecuencia de un estado político y social. Es probable que la llegada a Roma, en el 240, del rey de Siracusa, Hierón II, provocase o, por lo menos, acelerase la formación de un teatro romano. Protectora de Siracusa, Roma se avergonzaba de su barbarie. Casi todas las piezas compuestas por Livio se referían al ciclo troyano, en el que Roma encontraba, desde hacía mucho tiempo, sus títulos de nobleza. Es una Roma «en marcha» hacia el helenismo la que su cultura nos muestra en el momento en que va a desencadenarse la guerra de Aníbal.

 

LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA

Cartago, en el curso de los siglos precedentes, había poseído un gran imperio en la España meridional y había sostenido, para mantenerse allí, costosas luchas tanto contra las poblaciones indígenas como contra los intentos de los marinos griegos procedentes de Marsella (Massalia). Después, probablemente durante la primera guerra púnica, había perdido, en realidad, aquel imperio. Ignoramos en qué condiciones se produjo este descenso del poderío cartaginés. Es posible que la guerra contra Roma al movilizar todas sus fuerzas le impidiese hacer frente a unas sublevaciones locales que habían acabado por reducir su dominación a algunas ciudades costeras: Gades, al oeste del estrecho de Gibraltar, y, al este, Malaca, Sexi y Abdera, en la costa que mira al África. Tras la pérdida de Cerdeña y el establecimiento de los romanos en Córcega, la España meridional era el único territorio que tenían que reconquistar.

La reconquista fue obra de Amílcar, el héroe de la resistencia púnica en Sicilia y el vencedor de los mercenarios. Amílcar era el más noble representante de los Bárcidas, la facción «imperialista», que sostenía una política de anexiones coloniales opuesta a la de los senadores tradicionalistas, deseosos, ante todo, de desarrollar el comercio de la república sin recurrir a la guerra. Los historiadores antiguos no están de acuerdo acerca de las condiciones en que Amílcar emprendió la reconquista de los países ibéricos. Unos aseguran que lo hizo por propia decisión, y otros, con Polibio, que fue encargado de esta misión por sus compatriotas y recibió fuerzas oficiales con tal fin. Es probable que a aquellas fuerzas Amílcar añadiese, como era entonces costumbre en el mundo púnico, mercenarios y todo un contingente que le era personalmente adicto, seducido por su prestigio. Pero todos los historiadores están conformes en afirmar que deseaba tomarse su desquite contra Roma y que sentía contra ella un odio implacable. Cuando partió, llevó consigo a su hijo Aníbal, que no tenía más que nueve años, y le hizo jurar sobre los altares que continuaría su venganza. Además, su yerno, Asdrúbal, mandaba la flota. Más parecía Amílcar un verdadero rey, comprometido en una empresa dinástica, que un magistrado investido por su gobierno de un poder temporal y de una misión determinada.

Amílcar empezó por conquistar el interior o, al menos, por llevar a cabo incursiones más allá de las ciudades que habían seguido siendo púnicas. Parece que estas operaciones le permitieron ocupar el territorio de los bástulos y de los mastienos, es decir, aproximadamente, la banda paralela a la costa de Andalucía situada entre el Betis (Guadalquivir) y el Mediterráneo. En la punta nordeste de aquel territorio, fundó la ciudad de «Punta Blanca» (Akra Leuke), probablemente Alicante. En estas actividades invirtió ocho años, desde el 238 (o 237) al 229. Durante una rebelión de los orisos, en el alto valle del Betis, Amílcar tuvo que retirarse apresuradamente y pereció ahogado al atravesar un río desbordado.

El sucesor de Amílcar fue su yerno, Asdrúbal, que se esforzó por consolidar las ventajas conquistadas, recurriendo especialmente a la diplomacia. Fundó la ciudad de Carthago Nova (Cartagena), y organizó la explotación de las minas de plata, muy abundantes en el interior, donde se encontraban también yacimientos de oro. Así, poco a poco, Cartago recuperaba unos recursos que compensaban con creces las pérdidas que había sufrido a consecuencia de la primera guerra púnica. Y cuando Roma había hecho a Amílcar algunas advertencias, reprochándole la práctica de una política de conquista contraria al espíritu del tratado, él había podido responderle que no pretendía más que procurarse el dinero necesario para pagar las pesadas indemnizaciones de guerra impuestas a su patria por los mismos romanos. Respuesta hipócrita, con la que el Senado, de momento, tuvo que contentarse. Pero se sabe que, apenas cinco años después del paso de Amílcar a España, Cartago, enardecida por sus triunfos, había podido alzar la voz frente a Roma, amenazando con reanudar las hostilidades si se la obligaba a ello.

Roma tenía que mostrarse conciliadora en España, porque, según veremos, se hallaba ocupada en otros dos frentes y debía prepararse a entablar una guerra contra los galos. Sin embargo, empujado sin duda por Marsella, que le informaba de la situación diplomática en la Galia y también en España, donde los masaliotas tenían factorías, el Senado, en el 226, decidió resolver el problema que planteaba el nuevo imperio púnico y, como la situación general no le permitía amenazar, se mostró conciliador. Fue lo que se llama el «tratado del Ebro», concertado entre Roma y Asdrúbal. Este tratado, al parecer, no comprometía a la propia Cartago, sino que constituía un acuerdo entre Asdrúbal y los romanos. El primero se comprometía a no franquear el curso del Ebro, y los segundos, en compensación, le reconocían el derecho a actuar libremente al sur del río.

Los acontecimientos ulteriores, el ataque de Sagunto por Aníbal y la reacción romana en aquel momento, hacen difícil de creer que el río mencionado en aquel acuerdo fuese el que los romanos designaron después con el nombre de Ebro, que está situado mucho más al norte. Así debe admitirse la hipótesis, recientemente formulada por J. Carcopino, que identifica el Ebro del tratado del 226 con el Júcar, cuyo curso inferior separa el territorio de Sagunto y la región del Cabo de la Nao. Una mirada al mapa permite comprender por qué se adoptó esta frontera: la línea de las Baleares cierra lo que los antiguos llamaban el «Mar de las Baleares» (Mare Balearicum), cuyo punto más meridional, en la costa española, es el Cabo de la Nao. Al sur, está el Mar Ibérico, pasillo que va estrechándose entre España (entonces, el País Ibero) y el África. Para los navegantes rivales era una frontera natural. Al sur, el país está vuelto hacia el África. Al norte, mira hacia la zona donde Marsella tenía, precisamente, sus factorías y todos sus intereses.

Las dificultades de Roma

En las costas orientales del Adriático las fundaciones helénicas se limitaban a algunas ciudades diseminadas, por lo menos al norte de Dirraquio (Durazzo). Allí, en el interior del país, había varios reinos cuyos habitantes gustaban de dedicarse a la piratería, tripulando sus rápidos lemboi. Cada vez que en Grecia surgía un poder fuerte, emprendía la limpieza de los mares, y las aventuras de los ilirios se detenían momentáneamente o se suspendían por completo. Pero, en el curso del siglo iii a. de C., cuando el imperio marítimo de Antígono Gonatas se encontró duramente comprometido por la pérdida de Corinto, los ilirios se aprovecharon de ello para extender sus actividades y además, por la misma época, se fundó un reino ilirio relativamente unido, que tenía como centro la región de Scutari y se extendía desde las islas dálmatas hasta los confines de Dirraquio. La debilidad de los estados griegos, al salir de sus luchas interminables, y la de la propia Macedonia, bajo el reinado de Demetrio II, habían permitido, sin duda, la formación de aquel reino de Iliria, que tenía por rey a un tal Agrón, y, en el 231, éste pudo prestar una eficaz ayuda militar al rey de Macedonia, incapaz de socorrer a sus aliados, los acarnanos atacados por los etolios.

Agrón murió inmediatamente después de su victoria y le sucedió su mujer, la reina Teuta, como regente de su hijo, un niño menor de edad. Y la piratería reinó más que nunca en todo el Adriático. En tal situación, los romanos, que acababan de establecer su dominio sobre los mares que bordeaban a Italia, aparecen como los protectores unánimemente designados por los comerciantes, víctimas de los bandidajes ilirios. Parece que, durante algún tiempo al menos, el Senado no prestó atención a las quejas, pero en el 203 se produjo un hecho que le obligó a actuar. Teuta había encargado a un jefe ilirio, llamado Escerdiledo (tal vez hermano de Agrón), que capitanease una expedición en regla contra los países griegos, y éste, de paso, había ocupado la ciudad de Fénice, en el Epiro, en la que los ilirios habían hecho una matanza de mercaderes italianos que se encontraban allí para sus negocios. Aquellos mercaderes eran «aliados» de Roma. Tenían, pues, derecho a la protección de sus armas. Por otra parte, la reina, desde el regreso de sus tropas victoriosas, había comenzado el asedio de la ciudad griega de Isa, una de las escalas del comercio griego en el Adriático septentrional, y las gentes de Isa, angustiadas, se dirigieron a Roma como a la potencia filohelena por excelencia, capaz de restablecer la paz y el orden que los ilirios perturbaban. El Senado, ante aquellas múltiples peticiones, envió una embajada a la reina. Ésta recibió muy mal a los enviados romanos, respondió que sus súbditos eran libres de ejercer la piratería como mejor les pareciese y que a ella le importaban poco los romanos. Y como el más joven de los dos embajadores romanos le hubiera respondido con viveza, Teuta le hizo asesinar en el camino de regreso, y con él, a Cleémporo de Isa. El Senado declaró la guerra a los ilirios y encomendó a los dos cónsules del año (229) la máxima actividad en ella.

Teuta, sin preocuparse de la amenaza, prosiguió la ejecución de sus planes. Atacó Corcira y Dirraquio. Rechazada por los habitantes de la segunda, logró apoderarse de Corcira, donde estableció una guarnición al mando de un aventurero griego, Demetrio de Faro. En este momento hicieron su aparición las tropas romanas. Uno de los cónsules, Cn. Fulvio, obtuvo fácilmente la rendición de Demetrio, que sabía que su posición se había debilitado ante la reina. Toda la isla pasó a la alianza de Roma. Demetrio condujo entonces la flota romana hasta Apolonia, donde se le unió el ejército del segundo cónsul, L. Postumio Albino. Los habitantes de la ciudad acogieron a los romanos con los brazos abiertos. Bajo la amenaza del ejército romano los ilirios tuvieron que levantar el sitia de Dirraquio, y las tribus del interior se rindieron a discreción a los romanos. Teuta cesó en sus ataques contra Isa. Finalmente, en la primavera del 228, la reina se sometió. Se comprometía a no enviar más de dos navios armados a la vez al sur de Liso (Alessio, en la desembocadura del Drin). La libertad de comunicaciones entre Italia y Grecia estaba asegurada. Y lo que era más importante todavía —aunque no figurase ciertamente en los propósitos de guerra de los romanos—, el Pueblo Romano sustituía, en las riberas occidentales de la península balcánica, el poderío declinante de los reyes de Macedonia, a quienes la partición del mundo entre los sucesores de Alejandro había reservado, sin embargo, aquella misión. En fin, Roma poseía por primera vez territorios exteriores a Italia y a Sicilia: una banda costera, en algunos sitios con una profundidad de treinta kilómetros, desde las islas dálmatas hasta la frontera del Epiro.

Roma penetraba en los Balcanes como enemiga de Macedonia, puesto que había aplastado a los ilirios que habían entrado en escena algunos años antes como aliados de Demetrio II. Es bastante natural que entre las embajadas enviadas por los romanos a sus nuevos vecinos ninguna fuese destinada a Pela, donde reinaba Antígono Dosón. Por el contrario, Postumio, tras la firma del tratado, en el 228, envió una delegación a la Liga aquea y otra a los etolios, pues los unos y los otros habían sido enemigos de Teuta. Y los griegos —añade Polibio— experimentaron una sensación de alivio ante la idea de que la pesadilla iliria había terminado. Aparentemente, ningún estado griego se inquietó al ver que sobre la costa occidental del Adriático se instalaban bases romanas. Continuando su política de cortesía respecto a las ciudades griegas, los romanos enviaron una embajada a Atenas y otra a Corinto, y en reconocimiento por este gesto, los corintios admitieron a los romanos a concurrir en los Juegos Ístmicos, lo que equivalía a admitirles en la «comunidad» helénica. Roma, así, se encontraba de pronto con que pasaba a ocupar en el mundo griego una posición diplomática determinada: al lado de las ciudades «libres» y como adversaria del rey de Macedonia. Es posible (pero se trata evidentemente sólo de una hipótesis) pensar que sus lazos de amistad con los Lágidas, desde la embajada del 273, les predisponían a tomar aquella posición. Puede admitirse también que Roma instintivamente se sentía próxima a las ligas y a las ciudades y hostil a los reyes. Pero esto no llegaba hasta sugerir a los romanos la intervención directa en los complejos asuntos del mundo oriental: la tradición nacional impedía a los senadores recurrir a las fuerzas o al prestigio de la República cuando los intereses de ésta no se hallaban directamente en juego.

Sin embargo, los asuntos de Iliria no estaban todavía definitivamente arreglados. Demetrio de Faro, a quien Roma había establecido en su isla natal (Faro) para vigilar el reino de Teuta, consiguió, tras la muerte de ésta, la regencia del reino, y su poder se acrecentó considerablemente. Antígono Dosón, consciente de la hostilidad romana, intrigó cerca de él y logró que le ayudase en su lucha para romper las fuerzas de las ciudades griegas coligadas. Una vez muerto Antígono y proclamado rey Filipo V, Demetrio se atrevió a atacar directamente a los aliados de Roma y, violando el tratado del 228, reanudó las operaciones de piratería en el Adriático. Los romanos, temiendo perder el dominio del mar en sus costas orientales, intervinieron brutalmente en el año 219 —tanto más brutalmente cuanto que la situación de España había empeorado y que la guerra contra Cartago parecía inevitable—. Dos ejércitos consulares atacaron a Demetrio. Les bastaron unos días para vencerle, y Demetrio huyó a la corte de Pela, donde se convirtió en el consejero predilecto del joven rey. Roma, a pesar de su victoria, no podía menos de comprender que se había atraído la hostilidad de Macedonia y que, por aquel lado, subsistía un grave peligro que, llegado el caso, podía materializarse.

El resentimiento de los galos, ya muy sensible en los años inmediatamente siguientes al fin de la primera guerra púnica —puesto que una coalición de los boios y de los ligures, en el 238, había iniciado las hostilidades contra Roma, y sólo las fricciones surgidas entre los galos cisalpinos y los aliados venidos de la Cisalpina habían evitado una guerra importante— y la ley de Flaminio, votada en el 232, no habían hecho más que envenenar las cosas. En el 231, boios e ínsubros (establecidos en la región de Milán) concertaron una alianza ofensiva contra Roma e hicieron venir del valle del Ródano a una tribu guerrera, a la que Polibio designa con el nombre de gaesati, término que no es étnico. Pero las operaciones no comenzaron realmente hasta el 226. Roma esperaba con ansiedad el comienzo de aquella guerra. Cuando se anunció que los galos «gaesati» franqueaban los Alpes, se consultaron los Libros Sibilinos, que ordenaron proceder a un sacrificio abominable: dos parejas —un galo y una gala, un griego y una griega— fueron enterradas vivas en el Forum Olitorium—sin que veamos claro el sentido de este rito—. Pero el Senado no se consideraba satisfecho con aquellos preparativos mágicos. Había movilizado todas las fuerzas disponibles en el conjunto de la Confederación, y Polibio nos ha transmitido la relación verdaderamente apasionante de ellas, que ascendían a 800 000 hombres. Italia entera estaba en armas.

Los primeros encuentros fueron favorables a los galos, que derrotaron a un ejército romano ante Clusio. Pero mientras subían hacia el norte para poner a buen recaudo su botín, fueron atacados por los dos cónsules, L. Emilio y C. Atilio Régulo, y, tras una dura batalla, totalmente aplastados, en el Cabo Telamón, en la costa del Tirreno, a medio camino entre Roma y Pisa. Era el fin de la ofensiva gala. Los romanos aprovecharon sus inmensos preparativos para reducir a los pueblos galos establecidos en la Cisalpina.

Esta campaña o, más bien, la serie de campañas necesarias para esta empresa, fue difícil. Roma no tuvo en ella más que éxitos. En el 223, C. Flaminio atacó a los ínsubros y alcanzó, cerca de Bérgamo, una victoria decisiva, a pesar de que los presagios eran desfavorables. La guerra fue terminada por M. Claudio Marcelo, que libró la última batalla, la de Clastidio, donde aceptó el desafío que le lanzó el rey ínsubro, Virdomar, y le venció en singular combate. Los despojos del rey bárbaro fueron consagrados en el Capitolio a Júpiter Feretriano, al lado de los que allí había colgado, muchos siglos antes, el propio Rómulo. Poco tiempo después era ocupada Mediolano (Milán), capital de los ínsubros.

La segunda Guerra Púnica

Ésta era la situación de Roma en el momento en que iba a estallar la segunda guerra púnica. Dueña de Italia, donde sus victorias contra los galos, los enemigos más temidos, acababan de reforzar aún más su prestigio, disponiendo de los recursos agrícolas de Sicilia, contando con poderosas flotas, capaz de asegurar desde el Tirreno al Adriático la limpieza de los mares, gozando en el mundo helénico de una consideración favorable, desde Marsella hasta Rodas, en la propia Grecia y en el Egipto lágida, Roma nunca había sido tan fuerte. Era la mayor potencia de Occidente, superando con gran diferencia en unidad y en riqueza a la República de Cartago. Pero frente a ella un hombre había jurado destruirla. Aníbal, que había sucedido a su cuñado Asdrúbal, muerto asesinado en el 221, tenía el propósito de permanecer fiel a su juramento y, como gustan de repetir los historiadores antiguos, inmolar Roma a los manes de su padre.

Las conquistas de los Bárcidas en España habían más que restaurado las finanzas púnicas gracias al producto de las minas y a los beneficios del comercio con las poblaciones indígenas. Al mismo tiempo habían abierto a Cartago unos territorios coloniales donde podían reclutarse excelentes soldados. En la misma África, la influencia de los cartagineses se había reforzado como consecuencia indirecta de aquel imperio que se prolongaba al norte del Estrecho y hacía de aquel mar un lago púnico. También Cartago se había mostrado agradecida al hijo de aquél que le había devuelto la opulencia. Se ratificó la decisión de los soldados que, sobre el terreno, habían tomado por jefe a Aníbal espontáneamente. Y el joven (tenía entonces veinticinco años) supo que podía contar en su patria con un partido sólido. Así, pronto encontró el medio de provocar a Roma y de obligarla, so pena de deshonor, a entablar la guerra que él deseaba. Aníbal atacó a la ciudad de Sagunto.

Sagunto era una ciudad ibérica, pero en ella se encontraban también inmigrantes procedentes en cierto modo de todas partes: griegos y probablemente también italianos. Los habitantes, desde el «tratado del Ebro», sabían que la suya era una ciudad-frontera y sus sentimientos se repartían entre los dos partidos, el de los púnicos y el del otro campo, en el que se encontraban, una al lado de la otra, Marsella y Roma. Los adversarios de Cartago habían eliminado a los amigos de los cartagineses. Los romanos se encontraban, pues, moralmente obligados a socorrer a Sagunto. En el Senado, un partido se inclinaba hacia la guerra inmediata. Pero se impuso el espíritu de prudencia y, mientras Aníbal continuaba el asedio de la ciudad, de Roma partió una embajada que comenzó por dirigirse a España, donde el cartaginés se negó a recibirla, y desde allí marchó a Cartago. Pero ante el senado de esta ciudad los embajadores romanos encontraron muy poco eco. La mayoría pertenecía a los Bárcidas. Sólo Hanón, el jefe de la facción rival, propuso aceptar las demandas de Roma: volver a las estipulaciones del tratado del Ebro y entregar Aníbal a los romanos. Naturalmente Hanón provocó la indignación general y los cartagineses respondieron con una negativa. La guerra estaba prácticamente declarada. Cuando los embajadores volvieron a Roma, aproximadamente en el momento en que allí se recibía la noticia de la toma y destrucción de Sagunto, se asignaron a los dos cónsules dos «provincias», que bastaban para indicar muy claramente que en realidad lo que recibían era la orden de iniciar las hostilidades contra Cartago: a Cornelio Escipión correspondió España, y a Sempronio Longo, Sicilia y África.

Naturalmente, desde la antigüedad los historiadores se han interrogado acerca de las responsabilidades que correspondieron a Roma, a Cartago y al propio Aníbal en el desencadenamiento de aquella guerra, haciéndolas recaer sobre unos u otros según las opiniones y las tendencias de cada historiador. Es cierto que Cartago, o al menos una parte de su opinión pública, era profundamente hostil a Roma y añoraba su antiguo dominio del mar, que ésta le había arrebatado. La misma opinión estaba orgullosa de Aníbal y veía con buenos ojos que no se perdiese el imperio de España. Roma se mostraba torpe al reclamar que se le entregase un héroe nacional, al que su misma juventud hacía popular. Si hubiera querido la guerra, Roma no habría actuado de otro modo. Por otra parte, los romanos, obligados por sus compromisos con Sagunto, no podían retroceder: el respeto de la Fides era la pieza maestra de su diplomacia. Es inevitable, pues, llegar a la conclusión de que Roma y Cartago estaban obligadas, una y otra, a romper la paz, y esto a causa de Aníbal. La responsabilidad inmediata de la guerra recae, sin duda, sobre éste, independientemente de que se considere que Sagunto estaba «más acá» o «más allá» del Ebro. En cualquier caso, Sagunto, ciudad «amiga» de los romanos, no podía ser atacada por los cartagineses sin que esto constituyese una provocación a la potencia protectora. Y sabemos que Aníbal deseaba la guerra. Todo lo que puede decirse es que ésta quizá fuese «inevitable» y que Roma y sus aliados marselleses tenían el firme propósito de no compartir eternamente con Aníbal los beneficios que pudieran obtenerse de los mercados españoles. Se ha hecho notar que el desarrollo del comercio internacional en Italia exigía recursos cada vez mayores en numerario, que Roma disponía de pocos metales preciosos y que las minas de España eran indispensables a su expansión económica. Esto es indudablemente cierto. Pero cabe preguntarse si estas verdades eran claramente percibidas por los senadores. Puede asegurarse que algunos de ellos pensaban en dedicarse al comercio lejano, pero otros, en cambio, experimentaban una profunda y tenaz desconfianza respecto a las riquezas mobiliarias y, especialmente, respecto al oro. Y así como en Cartago había un partido de la paz alrededor de Hanón, algunos romanos veían sin el menor entusiasmo la reanudación de las angustias, de los peligros y de los duelos que habían ensombrecido los años interminables de la primera guerra púnica.

Durante los dos años que llevaba ya al mando en España, Aníbal había preparado su plan de campaña cuidadosamente. Sus numerosas ofensivas contra los pueblos españoles del interior le habían asegurado la posibilidad de llevar a cabo reclutas de hombres. El propio Aníbal se había aliado, mediante un matrimonio, con un rey local y, poco a poco, iba dejando de parecer un extranjero a sus súbditos hispanos. Por otra parte, había «trabajado» a los celtas establecidos entre su dominio español y la Italia romana. Jalonada así su ruta, se puso en marcha en la primavera del 218, dejando en España a su hermano Asdrúbal.

Desde el principio los beligerantes contaban con una guerra «total», que sería la continuación, amplificada, de la primera guerra púnica. Por ambas partes se preveían operaciones navales y terrestres combinadas. Roma, en el mar, era más fuerte que Cartago, y ésta tenía que defender no sólo las costas de España, sino también las de África. Así, Aníbal decidió centrar su principal esfuerzo en la invasión terrestre de Italia y por esta razón emprendió la operación más audaz que jamás se hubiera concebido hasta entonces. A la cabeza de un heterogéneo ejército, en el que figuraban africanos, iberos y hombres procedentes de otras tribus hispanas, mercenarios griegos, celtas, etc., con un total de 90 000 infantes y 9000 jinetes, además de 38 elefantes, se propuso bordear la costa, subiendo hacia el Norte. Su objetivo era Italia.

Aún no había alcanzado los Pirineos cuando se presentaron las primeras dificultades. Una gran parte de las tropas hispanas manifestó el deseo de abandonarle. Aníbal, muy hábilmente, dejó partir a cuantos quisieran hacerlo y franqueó los Pirineos con unas fuerzas relativamente reducidas (50 000 infantes y 9000 jinetes). Las poblaciones indígenas, ganadas a su causa mediante obsequios y sin preocuparse de ofrecerle resistencia, facilitaron su paso. Aníbal pudo así ganar a los romanos en velocidad, y había cruzado ya el Ródano cuando el cónsul P. Cornelio Escipión desembarcó en la región del Delta y comenzó a remontar el Ródano por la orilla izquierda. Al saber que Aníbal había cruzado el río, Escipión se vio obligado a regresar a Italia por mar y, tras haber desembarcado en Pisa, se dirigió, a través de los Apeninos, a la Cisalpina, donde no todo iba muy bien para Roma. Ínsubros y boios se habían sublevado y mantenían a raya a los romanos, encerrados en Módena. Con su llegada, P. Escipión restableció la situación, pero estaba claro que los galos cisalpinos sólo esperaban la llegada de los cartagineses para expulsar a los romanos.

Mientras tanto, Aníbal llegaba a la confluencia del Ródano y el Isere. Después, avanzó hacia el Este, tomando, para burlar los cálculos del adversario, una ruta «improbable». Había llegado el otoño y empezaba a caer la nieve. Las poblaciones acechaban el menor desfallecimiento de aquel ejército, convencidas de que transportaba consigo inagotables riquezas. Los antiguos no estaban de acuerdo sobre el itinerario exacto seguido por Aníbal, y nosotros sólo sabemos que encontró considerables dificultades, pero, después de nueve días de esfuerzo, llegó a la cima. Desde allí se abría el camino de Italia, y sus hombres recuperaron ánimos. Su número había disminuido mucho. Los infantes ya no eran más que unos 20 000, y los jinetes, sólo 6000. Y la verdadera campaña no había hecho más que comenzar.

P. Escipión salió al encuentro del invasor. Franqueó el Tesino y entabló batalla, que resultó desfavorable a los romanos, destrozados por la caballería númida. Escipión fue herido y, renunciando a librar un combate de infantería, se retiró hasta Placencia. Aníbal le siguió, y, a su paso, los galos se le unieron. Escipión se replegó una vez más, poniendo entre él y Aníbal el río Trebia. Tenía la intención de esperar hasta la llegada de su colega, Sempronio Longo, que acudía apresuradamente desde Sicilia. No era el momento de pensar en una expedición contra el África, sino el de defender el suelo italiano. La reunión de los dos ejércitos se llevó a cabo, al fin, como deseaba Escipión, pero, mientras éste se sentía inclinado a contemporizar, su colega decidió librar por sí solo una batalla decisiva. Una hábil maniobra de Aníbal le valió la victoria. Sólo diez mil legionarios escaparon al desastre, y, mandados por Escipión, se replegaron sobre Placencia y luego sobre Cremona. Fue un milagro que Sempronio lograse llegar a Roma, casi solo, justamente a tiempo para celebrar los comicios consulares. Era a finales de diciembre, y los romanos tenían miedo.

Aníbal pasó los meses de invierno en la Cisalpina, reclutando soldados, reduciendo las resistencias aisladas, pero experimentando, a su vez, la inconstancia de las poblaciones galas. Llegada la primavera, quiso forzar los pasos de los Apeninos. Era la ruta más fácil hacia Roma. Las gargantas de las montañas se encontraban en el territorio de poblaciones galas o ligures, cuya fidelidad a Roma era más que dudosa. Se ignora el itinerario exacto que le llevó al valle del Arno. Sólo sabemos que se presentó, sucesivamente, en Fiésole y en Arezzo. Tuvo que caminar a través de pantanos, que pusieron a dura prueba a sus hombres y animales de carga, así como a los elefantes. El propio Aníbal perdió un ojo.

Los romanos habían reconstituido dos ejércitos. Uno de los cónsules, Cn. Servilio, ocupaba la región de Arímino para cerrar el acceso de la Vía Flaminia (nuevamente establecida), la mejor ruta hacia Roma. El otro estaba en Arrecio: era C. Flaminio. Por otra parte, Sempronio Longo, el cónsul del año anterior, a quien se le había prorrogado el mando, había atravesado los Apeninos tras él con las tropas de Plasencia y de Cremona. C. Flaminio parecía no tener más que esperar, ante Arrecio, la llegada de los otros dos ejércitos, que estaban ya en marcha, habiéndose desplazado Servilio hacia el Oeste desde que tuvo noticia de la llegada de Aníbal a la Toscana. Pero Flaminio no tuvo paciencia. Lanzándose alocadamente en persecución del cartaginés, fue sorprendido, en marcha, sobre las orillas del lago Trasimeno, y su ejército resultó aniquilado. El propio Flaminio fue muerto por un jinete ínsubro (21 de junio del 217). De los prisioneros, Aníbal sólo retuvo a los ciudadanos romanos. Devolvió la libertad a los socii, sin rescate, lo que era un gesto político que, sin embargo, no había de valerle muchas ventajas.

En Etruria, Aníbal se dio cuenta muy pronto de que la población no estaba animada de los mismos sentimientos que la de la Galia Cisalpina. Trató de tomar Espoleto, pero, según Tito Livio, rechazado «con grandes pérdidas e imaginando, por la energía que le había opuesto victoriosamente una sola colonia, la enorme cantidad de dificultades que encontraría en Roma», se trasladó al Piceno. Al menos, de momento, la toma de Roma no era su objetivo de guerra. Hombres y caballos estaban enfermos, y debía sus victorias, desde luego, a su genio militar, pero también a las increíbles torpezas de los generales romanos y, tal vez, en el fondo, al sistema político de Roma, que tantos descontentos había suscitado ya durante la primera guerra púnica y que tenía como resultado el confiar los ejércitos a unos hombres que se renovaban sin cesar y que iban adquiriendo experiencia al precio de costosos fracasos. Pero Roma ya se recobraba, y decidió sustituir a los cónsules por un solo jefe, un dictador. Como el vencido de Trasimeno, C. Flaminio, era el elegido de la plebe, su fracaso devolvió la influencia al partido de los aristócratas, y el dictador que se eligió fue el noble Q. Fabio Máximo, un general experimentado y cuya prudencia era bien conocida. Ante la derrota, Roma volvía, instintivamente, a sus más viejas tradiciones y a los hombres que las representaban.

Al llegar a la costa del Adriático, Aníbal, que había estado durante tanto tiempo privado de tener con sus bases más qué comunicaciones inseguras, envió a Cartago un mensaje de victoria y sus conciudadanos se dispusieron a darle toda la ayuda posible. Entonces, se dedicó a recorrer los países vecinos del Adriático, intentando atraerse a los habitantes a su partido y tratando con la mayor crueldad a los que se resistían. Finalmente, estableció su «puesto de mando» en el territorio de los pelignos, cerca de Sulmona, punto desde el que podía intervenir tan pronto hacia el Este como hacia el Oeste y conservar comunicaciones relativamente fáciles con el mar.

En Roma las precauciones religiosas corrían parejas con la designación del dictador. Se consultaron los Libros Sibilinos y en ellos se vio que era necesario dedicar a Júpiter unos grandes Juegos, un templo a Venus Ericina y a Mens, proceder a la formulación de ruegos y a un lectisternio y, al mismo tiempo, prometer a los dioses una «primavera sagrada» (ver sacrum) en caso de victoria. En resumen, se recurría simultáneamente a todos los ritos: ritos etruscos, con dos juegos, ritos «sabinos» con la «primavera sagrada» (consagración de todos los seres nacidos en aquella primavera), ritos griegos con el lectisternio (comida ofrecida a las estatuas de los dioses mayores, instalados sobre lechos de exhibición), ritos sicilianos con la introducción en Roma de la Venus del monte Eris, considerada, sin duda, como la Madre de Eneas, pero mirada también con ciertas reservas a causa del licencioso carácter de su culto.

Fabio salió a campaña. Su plan consistía en aislar a Aníbal, en someterle al hambre, si era posible, y en impedirle recibir ayuda de las poblaciones italianas. El propio Fabio, con el ejército, ocupaba las crestas y seguía a Aníbal tan de cerca como podía, sin entablar combate nunca.

Aníbal se inquieta. Comprende que, ahora, el tiempo que pasa le aleja cada vez más de una decisión final y, para emprender, al menos, alguna operación importante, decide atacar la Campania. Quizás allí encontraría aquel espíritu de rebelión contra Roma que él trataba de estimular, en cierto modo, por todas partes, aunque, hasta entonces, sin gran éxito. Así, a comienzos del año 216, Aníbal hizo la primera tentativa en dirección a Capua. Pero Fabio logró rodearle en los desfiladeros próximos a Cales, y Aníbal pudo escapar sólo gracias a una estratagema.

Sin embargo, la dictadura de Fabio llegó a su fin y recibieron el mando los dos cónsules del 216, L. Emilio Paulo y C. Terencio Varrón. Si el primero prefería la táctica prudente de Fabio, el segundo era tan imprudente como lo fuera Flaminio. Y, dejándose llevar por Aníbal a las llanuras de la Apulia, libró el combate en campo abierto, cerca de Canas, en las orillas del río Aufido, el 2 de agosto del 216. Una vez más los romanos fueron destrozados. Emilio Paulo pereció, y Varrón huyó y se refugió en Venusia. Las mejores legiones de Roma estaban aniquiladas. Y, como ineluctable consecuencia de la derrota, Capua se declaró por Aníbal.

Los retóricos antiguos gustaban de proponer a sus alumnos la composición de un discurso dirigido a Aníbal, después de Canas, exhortándole a marchar sin demora sobre Roma. El propio jefe de su caballería, Maharbal, le animaba a ello. Aníbal no quiso seguir aquel consejo y se asegura que después lo lamentó. Pero tal vez Roma no habría sido la presa fácil que muchos imaginaban. Defendida con sus murallas, que se extendían en una longitud de unos 7 kilómetros, difícilmente podía ser bloqueada de un modo eficaz. Tampoco estaba Roma desprovista de tropas, y Aníbal sabía muy bien, por experiencia, que las colonias eran capaces de reclutar legiones para socorrerla.

Aníbal pudo recoger, inmediatamente, los frutos de Canas. No sólo Capua se declaró a su favor, sino que toda la parte de Italia tan difícilmente conquistada por los romanos desde hacía más de un siglo les abandonó: samnitas, brucios y lucanos. Roma, ante aquel desastre y otro, que se produjo poco después, en la Cisalpina, donde los celtas destruyeron el ejército del cónsul L. Postumio Albino, reaccionó con su habitual energía. Se tomaron medidas religiosas semejantes a las del 226 (sacrificio en el Forum Boarium de un griego y una griega, de un galo y una gala) y se decidió enviar una embajada a Delfos (capitaneada por Fabio Pictor) para preguntar a Apolo Pitio qué convenía hacer con el fin de apaciguar a los dioses. Aquella misión de Fabio Pictor tal vez fuese algo más que un acto piadoso. La elección de este historiador, que conocía el griego lo suficientemente bien para escribir en esta lengua, no se debía, ciertamente, al azar. Roma, inquieta por las ciudades griegas del sur tarentino, quiso, probablemente, defender su posición diplomática en el mundo helénico y también quizás informarse de las intenciones de Macedonia —tal vez desde aquel momento se prepara con Etolia la alianza que se concertará, efectivamente, menos de cinco años después—.

Para hacer frente a la situación militar, que era grave, se nombró un dictador, M. Junio Pera, se redimieron esclavos, a los que se armó, se reclutaron jóvenes hasta la edad de 17 años, se recuperaron las armas ofrecidas como exvotos en los templos. Después, se recurrió a la estrategia que tan buen resultado había dado el año anterior a Q. Fabio. Los ejércitos defendieron los accesos del Lacio, y la Campania, ya cartaginesa, fue cercada. Nápoles y varias ciudades griegas de la costa permanecían fieles a Roma. Nola constituía un centro de resistencia contra Aníbal, a las órdenes de Claudio Marcelo. Las tropas cartaginesas invernaron en Capua, y ya se sabe hasta qué punto aquel invierno, en medio del lujo y de los placeres, acabó según se dice, relajando su moral.

El año siguiente transcurrió entre diversas tentativas de Aníbal contra las ciudades de la Campania que habían permanecido fieles a Roma. Pero, en el invierno del 215, Q. Fabio Máximo, que había sido elegido cónsul, comenzaba a avanzar en dirección a Capua. Desde entonces, Capua sería el objetivo principal de las operaciones romanas en el sector italiano.

Durante dos años, Aníbal se esforzó por conquistar la Campania. Pero, ante la decisión de los romanos, se cansó y cambió de estrategia. Concibió un plan grandioso, inspirado, quizás, en el recuerdo de Pirro. Lo esencial era la constitución de un gran Estado unificado en la Italia del Sur, viejo sueño de los jefes llamados por Tarento a la Magna Grecia. Ahora, las circunstancias eran mucho más favorables que en la época de Pirro: Roma estaba —al menos, eso podía pensarse— debilitada para mucho tiempo, incapaz de atacar en el Sur hasta que hubiera pasado un buen número de años y, sobre todo, Siracusa, tras la muerte de Hierón II, se había entregado a los cartagineses, de modo que, mientras Marcelo ponía sitio a la ciudad, Cartago, de acuerdo con los consejos de Aníbal, enviaba a la isla un ejército con el evidente propósito de restablecer en ella su antigua supremacía. Podía confiarse en la reconstitución de un imperio cartaginés, que ahora comprendería toda Sicilia y, además, englobaría la Magna Grecia. Por último, Aníbal, comprendiendo que, al convertirse en soberano de los países griegos en Italia y en Sicilia, se encontraría en contacto directo con el propio mundo helénico, solicitó la alianza del rey de Macedonia, Filipo V, de cuya hostilidad de principio contra los romanos ya hemos hablado. El rey envió, en el 215, una embajada al encuentro de Aníbal, entonces en Capua, pero sus enviados fueron hechos prisioneros por los romanos en el camino de regreso. De todos modos, el cartaginés y Filipo V concertaron un tratado aquel mismo año, comprometiéndose el rey a atacar a Italia con una poderosa flota (200 navíos). Terminada la guerra, el país conquistado y el botín pertenecerían a Aníbal, pero éste se comprometía a pasar a Grecia con todas sus fuerzas y a combatir en favor de Macedonia. Aníbal se dejaba, pues, llevar a una verdadera estrategia «mediterránea» y será su voluntad la que acabará obligando a Roma a combatir lejos de Italia.

Cualquiera que fuese el plan concebido por Aníbal en el 214, comenzó su ejecución ocupando las ciudades griegas del Sur, donde sólo la aristocracia era favorable a los romanos, mientras el pueblo se inclinaba hacia los cartagineses. Locros y después Crotona fueron así ocupadas por Aníbal. Una torpeza diplomática de los romanos —que ejecutaron, porque habían intentado huir, a los rehenes de Tarento y de Turios, que se encontraban en Roma— provocó la defección de toda la Magna Grecia. Tarento abrió sus puertas a Aníbal, no sin que el comandante romano. M. Luvio, lograse refugiarse en la ciudadela. Metaponto y Turios siguieron el ejemplo de Tarento.

Mientras tanto, el cerco romano se estrechaba en torno a Capua, a pesar de varios intentos de Aníbal de inquietar a los ejércitos romanos que, de cerca o de lejos, participaban en la operación. En el 211, intentó, incluso, una diversión de gran envergadura, marchando sobre Roma y acampando a la vista de la ciudad. Los diferentes relatos de esta incursión no dejan de presentar algunas contradicciones entre sí. La leyenda se ha mezclado en ella, y se pretende, incluso, que los dioses enviaron una tempestad tan violenta, para impedir el avance de Aníbal, que a éste le fue imposible librar batalla. En realidad, lo que parece es que, en esta ocasión —como después de Canas— Aníbal tampoco tuvo la intención de forzar un resultado decisivo contra la propia Roma. Si lo que pretendía —como parece probable— era obligar a los romanos a levantar el sitio de Capua, fracasó totalmente. Capua continuó tan estrechamente cercada como antes. Algún tiempo después, Capua era tomada, la mayoría de sus habitantes muertos o deportados, la ciudad abandonada, las tierras confiscadas, y, poco después, las otras ciudades de la Campania que habían pactado con el enemigo sufrieron una suerte análoga. Y, en el mismo año, Marcelo toma, al fin, Siracusa, tras un asedio de tres años, durante el cual Arquímedes había inventado un gran número de máquinas y de estratagemas para obstaculizar al enemigo.

Por una curiosa inversión, en el momento en que la Fortuna sonreía a los romanos en Italia y en Sicilia, se producía en España una gran catástrofe militar, que tuvo como consecuencia la de prolongar aún más una guerra que tenía ya una duración de siete años. Desde el comienzo de las hostilidades, en España operaban dos ejércitos romanos al mando de P. Cornelio Escipión, que había tomado como legatus a su hermano Gneo. Y, en conjunto, el éxito había favorecido a los romanos, especialmente en el mar, donde éstos habían podido mantener su supremacía. Poco después de Canas, los dos Escipiones alcanzaron, incluso, una gran victoria terrestre sobre Asdrúbal, el hermano de Aníbal, y, al año siguiente, recuperaban Sagunto vengando así la injuria hecha a Roma en el 219. Por un momento, mientras Asdrúbal estaba ocupado en África, sofocando una rebelión del rey númida Sifax, que había tomado partido por Roma, los dos generales pudieron creer que Cartago les abandonaba España. Pero, al año siguiente, los cartagineses volvían y, decididos a acabar con los romanos en aquel teatro de operaciones, atacaron a los dos Escipiones, separadamente, y los dos perecieron, con un intervalo de un mes. De un solo golpe, los romanos fueron arrojados más allá del Ebro, y sin el valor de un joven jinete, L. Marcio, todas las tropas de la provincia habrían sido aniquiladas. Si el desastre, gracias a él, no fue total, la situación era, de todos modos, muy comprometida. Y una expedición capitaneada por Claudio Nerón no pudo restablecerla. Nerón fue llamado a Roma. Pero la misión parecía tan difícil que no se sabía a quién mandar a España. Ningún candidato se presentó a las elecciones de las que debía salir un sucesor de P. Escipión, pero, ante el silencio general, un joven de 24 años, P. Escipión, hijo del procónsul al que se deseaba sustituir, se levantó y presentó su propia candidatura. Fue elegido por unanimidad en un extraordinario impulso de entusiasmo y de fe. Más adelante se quiso ver en aquella escena el presagio de las victorias que Escipión ofrecería a su patria.

Y en realidad era España la que iba a facilitar a Roma la posibilidad de decidir a su favor.

De momento, aprovechando sus éxitos en Italia, los romanos aceptaban llevar la guerra al terreno en que Aníbal se había colocado. En el curso de los años anteriores, desde el tratado establecido entre el cartaginés y Filipo V, los romanos no habían podido hacer más que contener a éste. Filipo había sido vencido en Iliria, al comienzo de las operaciones, en el 214. Después, al parecer, había obtenido algunos triunfos ocupando Liso y la Atintania, pero no había podido (o querido) enviar una flota en ayuda de los siracusanos y, desde luego, parece haberse preocupado sobre todo de procurarse unas aperturas sobre el Adriático de acuerdo con la política tradicional de los reyes de Macedonia. En el 211 los romanos le asestaron un golpe directo concertando una alianza con la Liga Etolia, lo que equivalía a reavivar contra Macedonia los odios de aquéllos que desde hacía muchas generaciones luchaban contra su dominación en el Peloponeso y en toda Grecia. Muy pronto la posición de Filipo se hizo peligrosa. Los etolios habían elegido como estratego al rey de Pérgamo, Atalo, y esto implicaba una coalición que alcanzaría a Macedonia desde todas partes. Por un momento pareció que todo Oriente estaba a punto de incendiarse en una guerra general, pero Filipo supo resistir, aunque ayudado, desde luego, por la diplomacia de Egipto y de Rodas. Obligó a los etolios a firmar una paz por separado en el 206. Al año siguiente los romanos, con sus aliados —entre ellos, Atalo—, firmaban con Filipo la paz de Fénice, que concedía a éste la Atintania, pero que ponía fin, al menos de momento, a las combinaciones diplomáticas de Aníbal.

Durante aquel tiempo el joven Escipión hacía brillantemente su aprendizaje de jefe en España. Comprendiendo que su misión fundamental debía ser la de impedir que de España saliese refuerzo alguno en ayuda de Aníbal, comenzó por atacar la base del enemigo, Cartagena, de la que se apoderó con tanta audacia y rapidez que la plaza cayó antes de que los ejércitos cartagineses hubieran podido acudir en su socorro. Después se dedicó a una labor de propaganda entre las tribus indígenas, en las que su nombre era respetado desde la época en que su padre había ganado muchos aliados para Roma gracias a su moderación. En la primavera del 209 llegó incluso a atacar de frente al ejército de Asdrúbal, al que encontró en Bécula (Bailén). La victoria correspondió a Escipión, pero Asdrúbal pudo escapar hacia el norte con casi todas sus fuerzas dirigiéndose a reforzar a Aníbal, que en aquel momento, tras la pérdida de Tarento, se había atrincherado en los Abrucios y en el sur de la Apulia, esperando precisamente los medios necesarios para reanudar la ofensiva.

Asdrúbal había sido obligado a tomar un camino largo para ir a Italia. Había tenido que apartarse hacia el Oeste para escapar a una posible persecución de Escipión. Pero en la primavera del 207 llegaba a la Cisalpina. Un ejército consular mandado por M. Livio Salinátor se encontraba ante Arímino. El otro, con C. Claudio Nerón, vigilaba a Aníbal en la Apulia. Unos mensajes enviados por Asdrúbal a su hermano pidiéndole que se reuniese con él en la Umbría cayeron en manos de Claudio Nerón, que tomó la iniciativa de abandonar secretamente el sur, dejando sólo ante el enemigo un telón de tropas, y reunirse con su colega. El encuentro con las tropas de Asdrúbal tuvo lugar a orillas del río Metauro. Asdrúbal, vencido, pereció en la acción y su cabeza, a la que se hizo rodar hasta el campamento de Aníbal, hizo saber a éste que ya no tenía nada que esperar de España. En Roma se celebró la victoria, y el viejo Livio Andrónico compuso para la ocasión un himno en honor de Juno.

Escipión, al dejar escapar a Asdrúbal, había sufrido un fracaso estratégico, pero sus consecuencias fueron anuladas por la batalla del Metauro. No quedó más que el recuerdo de su victoria de Bécula, y los hispanos empezaron a unirse a él. Había sabido atraerlos por su valor, por su humanidad y también por la aureola de leyenda de que se había rodeado. Se contaban acerca de él cosas extrañas (que pasaba largas horas en el Capitolio conversando con Júpiter o que había recibido la ayuda de Neptuno cuando había atacado a Cartagena). Poco a poco aquel joven, que no era de los magistrados «regulares» de Roma pero que había sido investido de un mando extraordinario a la edad en que un romano todavía no tenía derecho a ser cónsul, cobraba la estatura de un Poliorcetes, incluso de un Alejandro —como si Aníbal, espoleado por el recuerdo del héroe macedonio, no pudiera ser enfrentado más que por un adversario digno de su común modelo—. Con Escipión, lo que se introducía en el espíritu de Roma era una idea de realeza, y Roma, en buena parte, dudó mucho tiempo antes de hacerla suya.

A comienzos del 206, Escipión venció a las tropas cartaginesas en una batalla ordenada, en Ilipa, que apartó de la alianza cartaginesa a un gran número de reyes indígenas. Mientras el púnico Asdrúbal, hijo de Giscón, se encerraba en Gades, Escipión cruzó el Mediterráneo y se dirigió a Sifax, rey númida, donde, según se dice, encontró al propio Asdrúbal, pero consiguió granjearse el favor del rey en perjuicio del cartaginés. De regreso a España, Escipión prosiguió su obra de sumisión del país. Cayó enfermo y tuvo que detener, por algún tiempo, su actividad, pero, apenas restablecido, sofocó un motín de las tropas romanas y, por último, aplastó una rebelión surgida en el norte de España. En el 205, Magón recibía de Cartago la orden de abandonar España con todas las tropas que pudiese y de reunirse con Aníbal. En cuanto hubo partido en dirección a las Baleares, Gades abrió sus puertas a los romanos. Para Escipión había llegado el momento de realizar su gran proyecto: llevar la guerra contra Cartago al África.

A pesar de las envidias que sus éxitos habían provocado en el Senado, Escipión fue elegido cónsul en los comicios del 205 por el pueblo, entusiasmado.

En el Senado, la facción de Q. Fabio, que representaba la política de contemporización, trató de oponerse a los proyectos del cónsul. El apoyo del pueblo, que dio a Escipión como colega al gran Pontífice, P. Licinio Craso — porque estaba prohibido al gran Pontífice abandonar el suelo de Italia—, acabó con aquella oposición. Pero Escipión, si bien tenía derecho a preparar un desembarco en África, no debía recibir para ello ayuda oficial alguna. Todo debía hacerse gracias a la ayuda de los particulares. Los Senadores confiaban en que aquél sería un obstáculo insalvable. Pero no lo fue, en absoluto. Toda la Italia central ofreció su contribución. Escipión recibió hierro de Populonia, tela para velas de Tarquinia, cordajes de Volterra, armas de Arezzo, trigo de Clusio, y los voluntarios se unieron a él en gran número. Puede explicarse este entusiasmo por el prestigio de Escipión y también por el deseo de poner fin a la interminable guerra contra Aníbal, que arruinaba el comercio de las ciudades etruscas y constituía una amenaza permanente contra las ciudades y los campos —¿no estaba todavía Magón en Liguria amenazando a Italia con una nueva invasión?—. Si gracias a la iniciativa de un jefe hasta entonces siempre afortunado se vislumbraba el final de aquella pesadilla, ¿por qué no ayudarle con todas las fuerzas?

Pasando a Sicilia, donde la guerra y la reconquista por los romanos habían dejado una miseria espantosa, se atrajo las simpatías de los habitantes adoptando medidas útiles, restableciendo el orden, devolviendo a las gentes del campo la posibilidad de cultivar sus tierras. El Senado había querido privar de recursos a Escipión y sólo había conseguido hacer de él un héroe de todo el pueblo, un auténtico «condottiero», que podía sentir la tentación de reanudar la tradición de Pirro y de otros jefes de generaciones precedentes. Su amigo Lelio realizaba ya las escaramuzas preliminares en África y entraba en contacto con el rey númida Masinisa, que estaba en conflicto con Sifax desde que éste finalmente había optado por Cartago. Por último, llegó el momento de pasar al territorio enemigo. Todas las ciudades sicilianas tenían representantes para asistir a la partida de la flota, que llevaba las esperanzas de todos.

Desembarcando cerca de Utica, Escipión empezó por remontar el valle del río Bagradas, donde se reunió con Masinisa, que había fingido aliarse con los púnicos, pero que los traicionó por los romanos. Sifax, en compensación, se prestó a dar ayuda a los cartagineses, aunque esforzándose por desempeñar el papel de mediador entre los dos bandos. Escipión fingió acceder a ello y después, cuando todo estuvo cuidadosamente preparado, atacó de pronto el campamento de Sifax y el de los cartagineses, empezando por incendiar el uno y el otro. Así logró la destrucción de los dos ejércitos. Un contraataque de Sifax y de los cartagineses, en la primavera del 203, acabó en un desastre para ellos. El Senado de Cartago decidió entonces llamar a Aníbal y a Magón, que no había podido obtener en Liguria resultados importantes, y que, por el contrario, había sido derrotado y herido en el curso de una batalla a la que el procónsul M. Cornelio Cetego le había obligado. Era tanto más necesario para Cartago el llamar a África a todas las fuerzas de que aún podía disponer, cuanto que Masinisa, persiguiendo a Sifax, a quien profesaba un odio mortal, le venció (23 de junio del 203) y le hizo prisionero. Antes de intentar el último esfuerzo, los cartagineses pidieron la paz a Escipión. Las negociaciones se prolongaron y, finalmente, los cartagineses, sabiendo que Aníbal se acercaba, rompieron la tregua.

Aníbal desembarcó en Leptis Minor a finales del verano del 203. Invirtió cerca de un año en reunir sus fuerzas, en asegurarse alianzas entre los indígenas y en maniobrar. En el mes de octubre de 202 tuvo lugar la batalla decisiva, en Zama. Las tropas de Aníbal fueron aplastadas gracias sobre todo a la intervención de los jinetes de Masinisa. El propio Aníbal huyó para no detenerse hasta Hadrumeta (Susa). Aunque disponía todavía de algunas tropas, no podía tener siquiera la pretensión de impedir a Escipión que actuase según su voluntad. El romano comenzó entonces a cercar Cartago, pero el gobierno púnico no esperó ni a que el sitio empezase para pedir la paz. Las negociaciones tuvieron lugar en Túnez. Además de las cláusulas ordinarias (botín, prisioneros, desertores devueltos, pago de una indemnización de guerra fijada en 10 000 talentos de plata, pagaderos en cinco años, rehenes tomados entre las familias nobles), Cartago debía renunciar a tener más de diez navíos de guerra, no podría adiestrar elefantes, entregaría a Masinisa los territorios que el rey había poseído en otro tiempo y los que habían pertenecido a Sifax, y se comprometería a no hacer la guerra ni en África ni fuera de África sin la autorización de Roma. La ciudad conservaría su autonomía y el territorio que poseía en la propia África antes de la primera guerra púnica. Naturalmente, quedaba privada de todas sus posesiones exteriores.

Enviaron embajadores a Roma para obtener la paz en las condiciones fijadas por Escipión. Y, a pesar de alguna oposición, la obtuvieron. Escipión fue designado para firmar el tratado y volver con el ejército a Roma —honor que deseaban alcanzar los cónsules del año—. Cuando atravesó las ciudades italianas, los habitantes, y también a lo largo de los caminos los campesinos, le hacían una acogida triunfal. Y sin que se supiera exactamente quién había sido el primero, todos empezaron a añadir a su nombre el cognomen de «Africano». Según Tito Livio, fue el primer general a quien se conoció por el nombre del país al que había vencido.