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EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA.

LIBRO SEGUNDO.

EL HELENISMO Y EL AUGE DE ROMA.

 

CUARTA PARTE .

LOS PAÍSES DE ORIENTE AL MARGEN DEL HELENISMO

 

El establecimiento de los reinos salidos de la conquista de Alejandro y su evolución política en el seno del mundo mediterráneo no deben ocultarnos que, bajo el barniz helénico, los países de Oriente prosiguen una historia nacional y conservan lo esencial de su tradicional civilización. Así, al margen de la evolución que lleva al mundo en su conjunto hacia la realización de una unidad política cada vez más estrecha, es necesario dedicar un espacio a las tendencias contrarias, a las diversas resistencias, inconscientes o voluntarias, a todas las fuerzas que, llegado el momento, se revelarán tan poderosas que acelerarán la disociación del Imperio romano. Entre estos islotes de particularismo nacional, cinco países merecen una especial atención: Egipto, Siria, el país de Israel, Mesopotamia y las regiones ocupadas por las tribus árabes. Son cinco conjuntos de vieja civilización que continúan su existencia al lado del helenismo y que se encontrarán casi invariables cuando el poder político pase de los sucesores de Alejandro a los conquistadores romanos.

 

I. EL MUNDO EGIPCIO EN TIEMPOS DE LOS PTOLOMEOS Y DE LOS CÉSARES

 

De acuerdo con un antiguo biógrafo que, a pesar de la crítica del siglo XIX, podría ser incluso el propio Calístenes, Alejandro Magno no era hijo de Filipo de Macedonia, sino de Nectanebo, el último faraón indígena. Éste, refugiado en la corte de Pela tras la conquista de Egipto por Persia, ejercía allí las artes mágicas, en las que era ya muy versado, y un día infundió a la reina Olimpíade un sueño profético anunciándole que ella iba a concebir un hijo por obra del dios Amón, del oasis de Siwa, el más conocido de los griegos entre los dioses egipcios. Al día siguiente, vestido con una piel de carnero y provisto de un cetro para darse el aspecto de un dios, Nectanebo se acercó a la reina y de su unión nació Alejandro, a quien el oráculo divino interpretado por Nectanebo atribuía un destino excepcionalmente glorioso.

Se trata, naturalmente, de una fábula que no tiene en cuenta la cronología. Pero cabe preguntarse por qué fue inventada. Como contiene muchos detalles que corresponden muy exactamente a la tradición egipcia, hay que admitir que se funda en un enredo que los primeros soberanos griegos de Alejandría debieron de tratar de que circulase por Egipto a fin de crear una legitimidad dinástica, ligando definitivamente a Egipto con Alejandro —cuya leyenda se habían adjudicado en beneficio propio—, y de mostrar su voluntad de integrarse en el orden egipcio. No pueden haber encargado tal versión más que a un hombre que conociese perfectamente la teoría faraónica de la realeza y las prácticas de la magia egipcia. En efecto, el enredo está inspirado en las teogamias conocidas desde el Nuevo Imperio mediante las cuales algunos faraones probaban que ellos eran hijos directos de un dios, y describe los procedimientos mágicos para infundir un sueño a la reina, que se encuentran también en los manuscritos egipcios.

Por otra parte, sabemos que el propio Alejandro se había hecho reconocer como hijo del dios por el mismo Amón de Siwa, es decir, que buscó entre los sacerdotes de un clero que gozaba de gran prestigio ante griegos y egipcios una especie de legitimación de su conquista de Egipto.

Desde luego, tales relatos ponen de manifiesto un afán de propaganda, y la propia clase cultivada —la de los sacerdotes y de los funcionarios— fue sensible a ellos, pues encontramos en su seno, desde antes de la conquista macedónica, pruebas indudables de filohelenismo. Sabemos, por ejemplo, que la corte de los reyes saítas era generalmente filohelena. Psamético I ordenó que se enseñase el griego a los egipcios, porque había comprendido la necesidad de formar intérpretes que facilitasen las relaciones entre los dos pueblos. Se autorizó a los griegos a establecer factorías en el Nilo inferior, al principio muy liberalmente, pero después se aplicaron medidas de orden ante todo fiscal, que no autorizaron ya más que un solo puerto griego, Naucratis. El ejército egipcio contaba también mucho con sus contingentes de mercenarios griegos. En especial, hay un grupo de ellos que, bajo el reinado de Psamético II, llevó a cabo la más profunda exploración del Sudán que conocemos y dejó testimonio de ella en un grafito, sobre uno de los colosos de Abusimbel.

Otro ejemplo de filohelenismo egipcio, anterior a la conquista macedónica, nos lo ofrece a finales de la época persa Petosiris, gran sacerdote de Thoth en Hermópolis, en el Medio Egipto. Es una de las más atractivas figuras del Egipto tardío, enteramente ligada a sus tradiciones nacionales en su manera de vivir y de una absoluta confianza en su fe que, de todos modos, acogió bastante abiertamente las influencias griegas, hasta el punto de admitir entre los decoradores de su tumba —un terreno en el que, sin embargo, la tradición es más fuerte que en ningún otro— a artistas formados en el gusto helenístico.

Un poco después, bajo Ptolomeo Soter, en aquella misma Hermópolis, reina una gran actividad arquitectónica. Se construyen muchas capillas en la necrópolis de los ibis sagrados, que prueban las buenas relaciones que el clero local mantenía con los nuevos dueños del país.

 

Egipto.

Por otra parte, aquella actitud filohelena se comprende fácilmente como una reacción antipersa, porque los griegos se presentan primero como aliados y después como libertadores. Además, los macedonios nunca tuvieron respecto a los dioses egipcios el odioso comportamiento de los persas, que mataron los animales sagrados y deportaron las estatuas divinas. Al contrario.

A favor de la amistad greco-egipcia podemos registrar también los hechos siguientes. En la época ptolemaica sabemos que en el campo se fundaron colonias de soldados-campesinos, que recibieron naturalmente las mejores tierras, y ciudades griegas que gozaban de estatutos diferentes de las que correspondían a las aglomeraciones indígenas. A pesar de esto, se establecieron contactos entre griegos y egipcios y se fundaron familias mixtas, en las que rápidamente predomina el elemento indígena.

Si los egipcios se mostraron a veces acogedores, los griegos también hicieron esfuerzos por ir a su encuentro. En las más griegas de las ciudades del Alto Egipto se practicaron los cultos egipcios tradicionales y los griegos se esforzaban por aprender la lengua egipcia a veces con la esperanza de convertirse en maestros de griego en las familias indígenas.

Por lo demás, el número de textos bilingües, decretos oficiales de interés religioso o contratos privados, es suficiente para demostrar que entre las dos comunidades había relaciones y, por otra parte, no faltaron escritores egipcios que se expresaban en griego para hacer conocer a los nuevos conciudadanos su antigua civilización. Es verdad que en esto obedecían a un interés positivo, muy anterior a la conquista macedónica.

En compensación, también datan de la época saíta las primeras fricciones entre griegos y egipcios y los faraones más filohelenos se vieron a veces obligados a tomar contra los griegos ciertas medidas tendentes a reducir sus contactos con los propios súbditos. Así Amasis tuvo que concentrar sus guarniciones griegas sólo en Menfis para dar satisfacción a sus tropas egipcias.

No será la menor dificultad de nuestro trabajo la de tratar de hacer comprender este permanente contraste de dos tendencias contradictorias —acercamiento de los pueblos y hostilidad recíproca— que dominan toda la vida en el valle del Nilo durante los siglos que aquí estudiamos.

En efecto, frente a las diversas poblaciones que se asentaron en su territorio, Egipto no renunció jamás a su cultura tradicional. Por el contrario, ésta acabó de desarrollarse siguiendo las vías que le ofrecía su pasado y, aun haciéndose arcaizante y cerrándose aparentemente a la novedad, acertó a crear síntesis que demuestran su vitalidad hasta en plena época romana como se observa al estudiar las inscripciones del templo de Esna, el último de los grandes templos paganos edificados en Egipto.

Sin embargo, no nos engañemos. Aunque este pensamiento sacerdotal no debe, en general, nada al extranjero, los ambientes más tradicionalistas del Egipto ptolemaico experimentaron influencias exteriores. Expresan su odio a los griegos, pero recurren a su lengua y, volens nolens, asimilan en mayor o menor medida sus sistemas de pensamiento. Esta situación aparentemente paradójica hace muy útil el estudio del Egipto tardío, porque es uno de los lugares donde los problemas planteados por la confluencia de dos culturas se dejan percibir más fácilmente.

En las páginas que siguen trataremos, pues, de mostrar cómo se expresan las tendencias contradictorias en cuestión, cómo se manifiesta la hostilidad indígena a los extranjeros —griegos y judíos— y también de precisar algunos casos de elementos tomados de esos dos grupos étnicos. Asimismo intentaremos evocar el ambiente intelectual egipcio a través de las inscripciones de los templos, de la literatura y de la filosofía, y su desgarramiento entre las preocupaciones tradicionales y las que, nacidas quizá bajo la presión del extranjero, ayudaron a los mejores de los egipcios a tomar conciencia de la originalidad de su cultura. Entre éstos, los más clarividentes se atrevieron a intentar síntesis de los diversos pensamientos, que habrían sido grandiosas si no hubieran resultado imposibles. En nuestro propósito no podremos limitar nuestra información estrictamente a la época ptolemaica y al comienzo del imperio romano. La mayoría de los rasgos de esta época, en efecto, están a punto de fijarse desde el segundo cuarto del primer milenio, cuando se realizan las mezclas de pueblos, como decía Maspero, iniciadas diez siglos antes, mientras otros rasgos, que aparecen en el curso de la época estudiada aquí principalmente, no florecerán hasta los siglos siguientes. Además, los documentos literarios que utilizaremos no son conocidos más que por manuscritos muy tardíos, copias de textos compuestos siglos antes, de los que, teniendo en cuenta la fragilidad del papiro, hay que admitir que han sido recopiados —y, por lo tanto, leídos— todo a lo largo del período helenístico y que, por consiguiente, revelan la mentalidad de esta época.

Bajo la influencia de las ocupaciones extranjeras, frecuentemente brutales, que se sucedieron desde la invasión asiria del 663, Egipto ha desarrollado poco a poco un nacionalismo que se manifiesta a veces en forma de motines o de rebeliones, pero que penetra muy profundamente la literatura y la religión. El período saíta, durante el cual el país desempeña todavía un papel internacional de primer rango en el próximo Oriente, ha sido sobre todo arcaizante, pues buscaba sus modelos en los monumentos del antiguo Imperio aún accesibles, que los sabios de la época iban a explotar en las viejas necrópolis. Pero muy pronto se desarrolla según formas originales, especialmente en las artes plásticas, que demuestran que la civilización egipcia, en su afán de oponerse y de distinguirse de lo extranjero, era todavía capaz de crear —a veces inspirándose en él—.

El sistema religioso egipcio constituía un todo coherente y típico. Tal vez es, sobre todo en esta época que nos interesa, cuando encuentra la conciencia de su originalidad. Toda una serie de tabúes, por ejemplo, que debía de existir anteriormente, aunque sin ser la causa de ningún fanatismo, parece tomar, de pronto, una importancia considerable. Así, Herodoto cuenta que un egipcio «no quería besar a un griego en la boca ni servirse del cuchillo de un griego ni de sus utensilios de cocina ni de su caldero ni comer la carne de un buey... cortada con el cuchillo de un griego». Estas prescripciones, así como muchas otras relativas a las costumbres alimenticias y del vestido, no alcanzan naturalmente a todos los egipcios, sino sólo a los más ortodoxos, es decir, a la clase sacerdotal. Ni siquiera es tampoco seguro que todos los sacerdotes fuesen tan escrupulosos. La existencia de familias mixtas a lo largo de toda la época ptolemaica demuestra que tales obstáculos no eran, en cualquier caso, insuperables para todo el mundo.

Los templos fueron a veces centros de resistencia contra los dueños del país y sirvieron de fortaleza a los rebeldes. Pero, más seguramente aún, fueron los lugares privilegiados de la cultura indígena, sistemáticamente cerrados a los extranjeros. Es en Denderah, en un templo construido a comienzos de la época romana, donde se encuentran las inscripciones más elocuentes a este respecto. A la entrada de algunos locales puede leerse, por ejemplo: «Es un lugar misterioso y secreto. Prohibida la entrada a los asiáticos. Que el fenicio no se acerque y que no entre el griego ni el beduino...». En Esna, a mediados de la época romana, se encuentra también la exclusión de los beduinos, mientras que en Filas se nombra al asiático entre toda una serie de personas a las que se prohíbe la entrada por razones de impureza ritual. Por lo demás, la noción de impureza desempeña un papel importante en la xenofobia egipcia, sobre la que más adelante volveremos.

Sin embargo, esta exclusión debía estar garantizada por algo más que por simples advertencias de prohibición. En caso de conflicto armado, era imposible naturalmente prohibir a los vencedores que entrasen en los templos. Por eso, y con el fin de evitar el peligro de verse arrebatar las estatuas divinas, tal como habían hecho los persas, se construyeron escondrijos especiales. Conocemos algunos de ellos en Denderah, cuyas inscripciones, grabadas en tiempo de los Césares, hablan todavía de los medos, ignorando a los griegos y a los romanos que habían invadido el país después de ellos. Sería interesante saber si se trata de una copia literal de una inscripción antigua o si el recuerdo de la conquista persa y de sus profanaciones estaba aún vivo, cinco siglos después, en un santuario del Alto Egipto.

Además de estos medios materiales, los sacerdotes egipcios que confiaban en el sistema en que vivían desde hacía miles de años desplegaron alrededor de los templos verdaderas defensas mágicas para protegerlos contra todos los posibles «enemigos». Entre éstas hay, desde luego, muchas fuerzas cósmicas, como el dragón que amenaza con cerrar el camino al sol naciente o la tortuga que pone en peligro de hacer naufragar la barca que lleva a sus espaldas al emerger del río celeste. Pero existen también muchas ceremonias que tienen por objeto reducir a la impotencia al «asiático», al que se asimila con el dios Seth, que se había convertido, al final de la historia egipcia, en el símbolo del mal. Sin embargo, esto no basta para resolver el problema, porque los egipcios sabían que a todo mago se puede oponer un contra-mago, tal como vemos ya en los cuentos populares del Nuevo Imperio y como lo representa un célebre episodio del Éxodo, en la corte de un faraón. Era, pues, indispensable poner al abrigo de las empresas de los extranjeros malvados —que habrían podido servirse de sus propias fórmulas— las doctrinas que, sin embargo, se tenía la obligación de grabar en los muros de los templos. Obligación, en efecto, porque el templo egipcio es una figura del universo cuyos diversos mecanismos están representados por los ritos que en ellos se ejecutan. Pero como la doctrina egipcia admite que el nombre equivale a la cosa y que la escritura equivale al nombre —en el plano de las representaciones—, el mejor medio de asegurar la permanencia de los rituales, en fin de cuentas, es el de escribirlos en un material lo más sólido posible. Para proteger las inscripciones litúrgicas contra los extranjeros que eventualmente penetrasen en el templo a pesar de las prohibiciones, la escritura ptolemaica se hizo cada vez más complicada. Los más difíciles de descifrar son los textos clave: las bandas que contienen las prescripciones esenciales y justifican la función del rito descrito en la sala en que están grabadas. Sin llegar a ser, en absoluto, criptográfico, el sistema jeroglífico se complica, ve multiplicarse los signos y los valores que cada signo puede tomar, refinarse a cada instante las astucias que pueden desconcertar a un lector no advertido, de modo que nadie pueda destruir la eficacia de unas inscripciones que resultan ilegibles para todos, excepto para unos pocos iniciados. Sobre todo, los extranjeros en ningún caso podrían descubrir su significado, aunque dispusiesen de muchos tratados del sistema jeroglífico, como los de Queremón y de Horapolón, en los que no podían encontrar más que interpretaciones de signos aislados, a partir de los cuales habría sido ilusorio intentar la lectura de una inscripción sagrada, a pesar de la exactitud de la mayoría de ellas —exactitud demostrada por las más recientes investigaciones, en contra de la opinión difundida entre los sabios del siglo pasado—.

Al evocar una de las concepciones fundamentales de la religión egipcia, ya hemos dicho que el templo era el lugar donde, mediante la celebración de los ritos, se garantizaba el buen funcionamiento del universo. El único responsable de los rituales era, en principio, el rey, que ejercía su poder por delegación en un cuerpo de sacerdotes competentes, reclutados en ciertas condiciones y respondiendo a ciertos criterios de pureza. Ahora bien, aunque las exigencias del sistema hiciesen de los dueños extranjeros —persas, macedonios o romanos— los faraones ritualistas necesarios e ignorantes del papel que desempeñaban, esta concepción del templo sería explotada admirablemente para dar a la xenofobia egipcia un fundamento metafísico. En el tratado hermético conocido con el nombre de Asclepius, en una traducción latina de un original griego, leemos que Egipto es «la copia del cielo o, mejor dicho, el lugar a donde se transfieren y se proyectan aquí abajo todas las operaciones regidas y puestas en obra por las fuerzas celestes».

Más aún —añade el autor—, «Egipto es el templo del mundo entero». Esta última afirmación es una hábil pirueta que confunde lógica formal y matemática, porque está deducida de la noción egipcia común de que el templo es la representación de Egipto, de que es Egipto en representación. Sin embargo, una vez admitida, lo que no presenta dificultad alguna para la lógica egipcia, el autor puede explicar la desastrosa situación que tiene ante sus ojos en el Egipto romano como el efecto de una profanación por los extranjeros que ocupan su suelo; presenta sus revelaciones como una profecía para darles más fuerza persuasiva: «Los extranjeros llenarán este país y no sólo se descuidarán las observaciones, sino que, cosa más penosa aún, se dictarán unas pretendidas leyes, bajo pena de castigos establecidos, que ordenarán la abstención de toda práctica religiosa, de todo acto de piedad para con los dioses. Entonces esta tierra santísima, patria de los santuarios y de los templos, será cubierta de sepulcros y de muertos... El escita o el indio o cualquier otro igual, quiero decir un vecino bárbaro, se establecerá sobre su suelo. porque he aquí que la divinidad vuelve a subir al cielo. Los hombres abandonados morirán todos y entonces, sin dioses y sin hombres, Egipto no será más que un desierto. ».

El mundo entero —anuncia el profeta— será aniquilado a causa de la presencia de los extranjeros en Egipto, porque éstos introducen en el país una impureza, una suciedad tan perniciosa como la que se teme para los templos.

La impureza de los extranjeros es, por lo demás, un tema frecuente en los textos griegos de origen egipcio, y especialmente en los escritos antijudíos. En efecto, como Yoyotte ha demostrado, en Egipto existieron numerosos relatos acerca de los Impuros —es decir, de los invasores de todas las épocas—, que fueron identificados con los soldados judíos de los ejércitos del Gran Rey en la época de la conquista persa. De modo que el antijudaísmo alejandrino no tuvo más que apropiarse aquella literatura que había cristalizado ya su xenofobia alrededor de los mismos enemigos.

Los textos a que nos hemos referido más arriba se reparten a lo largo de unos mil años, desde el siglo V a. C. hasta el IV d. C. Prueban así la permanencia de un estado de espíritu en Egipto, que, por lo demás, corresponde a la permanencia de las condiciones políticas. Nos hemos esforzado en demostrar la existencia de dos movimientos contradictorios, de acercamiento de las personas que pertenecen a grupos distintos y de xenofobia entre esos grupos, y en subrayar que la oposición política de los egipcios a los invasores había estado acompañada de una toma de conciencia, es decir, que se habían dado cuenta de su originalidad cultural. Más aún: algunos pasajes herméticos invitan a creer que es la defensa misma de esta originalidad la que justificó la xenofobia, porque vemos a Egipto convertirse poco a poco en un mito. En efecto, aquí puede hablarse de mito porque este Egipto de los herméticos no tiene nada de real. Al ser el templo del mundo entero, como dice el texto citado, Egipto es, por consiguiente, espacio sagrado y, por lo tanto, absoluto. Se hace, al mismo tiempo, ejemplar, porque la piedad de sus habitantes — piedad ideal, desde luego— se propone a los hombres de todas partes, egipcios o no, como garantía del mantenimiento de un orden universal que todos necesitan considerado, no como el mejor, sino como el único posible. Es ésa uno clara manifestación de una corriente universalista en el hermetismo —continuando así, por lo demás, la tradición egipcia más estricta, según la cual el orden egipcio debía extenderse a todos los pueblos sometidos al faraón y a los dioses de Egipto—. De todos modos, el hermetismo siente la necesidad de emplear la lengua griega para dirigirse a nuevos adeptos, a pesar del sentimiento de desprecio que anima a los autores respecto a los griegos y a su lengua: «Los que lean mis libros —dice uno de ellos— encontrarán su composición muy sencilla y clara, cuando, por el contrario, es oscura y mantiene oculto el significado de las palabras, y se convertirá incluso en absolutamente oscura cuando los griegos más adelante se obstinen en traducirla de nuestra lengua a la suya, lo que acabará en una completa distorsión y en una total oscuridad. Por el contrario, expresado en la lengua original, este discurso conserva en toda su claridad el sentido de las palabras. En efecto, la particularidad del sonido y la propia entonación de los vocablos egipcios encierran en sí misma la energía de las cosas que se dicen».

Se trata, sin duda, de un mito aristocrático porque el hermético se vanagloria de no haber compuesto sus escritos según las ideas de la multitud, que frecuentemente rechaza. Pero se trata, desde luego, de una tendencia orientada a despertar el interés por la doctrina egipcia tradicional, adaptada a nuevas aspiraciones en ambientes no egipcios donde no era difícil prever, en la época en que fue compuesto el Corpus Hermeticum, que el prestigio de Egipto no se había debilitado. En efecto, a través de las edades clásica y helenística, Grecia y todo lo que depende espiritualmente de ella han reconocido la excelencia de Egipto, madre de toda sabiduría, a donde habían ido a instruirse los más ilustres filósofos. ¿No era tentador entonces para los egipcios nacionalistas, deseosos de crearse simpatías en el extranjero, recordar aquella excelencia y adoptar la actitud de quien condesciende a revelar una profunda sabiduría a unos ambientes con cuyo favor ya contaban?

Siguiendo aún la búsqueda de los contrastes en el mundo egipcio, vamos ahora a ver cómo este inmenso orgullo de sus espíritus más elevados no impidió que las influencias extranjeras se hicieran sentir precisamente en las clases cultivadas, incluso en el ambiente sacerdotal, que aparece así, a la vez, como el más hostil y el más receptivo ante la novedad. Especialmente, los egipcios no son refractarios a las técnicas nuevas que aparecen en la época helenística. De los griegos toman su lengua y su estilo cuando los necesitan, y de los caldeos, los más modernos métodos de cálculo astronómico y se apropian sus procedimientos de investigación del porvenir, como más adelante diremos.

La lengua griega debió de parecer, en efecto, a algunos egipcios un instrumento infinitamente más perfeccionado que la suya. A lo largo de tres mil años de historia puede advertirse que los sacerdotes buscaron en vano la lengua abstracta. No supieron crear más que unas pocas palabras de significado abstracto, cuya definición rigurosa, por lo demás, nosotros no hemos captado aún, y que traducimos difícilmente por forma, apariencia, potencia, etc. Esta dificultad se deriva de que se encuentran siempre implicadas en contextos que siguen siendo mitológicos. Por otra parte, las ideas expresadas por las palabras «dieu», Verklarung, devenir, por ejemplo, se hallan también en vías de abstracción, mientras que las palabras en sí mismas encierran frecuentemente un contenido más concreto. El egipcio no alcanzó jamás las posibilidades expresivas que había alcanzado el griego, aunque experimentó, sin duda, la necesidad de ello: cuando el egipcio se escriba en letras griegas —aumentadas con algunos caracteres nuevos— bajo el nombre de copto, más que crear términos por sus propios medios, se limitará a utilizar las palabras griegas mismas, que se encuentran tanto más abundantes en un texto cuanto más próximo se halla éste de la filosofía. De todos modos, esto no impide que el egipcio tardío nos ofrezca algunos ejemplos de embarazosas tentativas de expresión abstracta. Vale la pena citar aquí un pasaje curioso de un papiro, que data precisamente del 312 a. C., en el exacto comienzo de la conquista macedónica, cuyo modelo no puede haber sido muy antiguo. Mediante una serie de juegos de palabras sobre la raíz del verbo hpr, devenir, el autor ha tratado de dar cuenta de la génesis del universo: «El señor del universo dijo: “Cuando yo vine a existencia, las formas vinieron a existencia. Yo he venido a existencia en mi forma de Chepri = el que deviene, que existió por primera vez. Yo he venido a existencia en forma de Chepri existente, etcétera...”».

Ante la torpeza de esta expresión tan rebuscada, más preocupada todavía de las relaciones de los sonidos que de cualquier otra cosa, según la tradición egipcia, conocida por el tratado citado más arriba, se comprende que la ausencia de un instrumento adecuado no había permitido aún a los egipcios tomar realmente conciencia de lo que era una abstracción, cuya necesidad, sin embargo, sentían. De todos modos, aunque la teología egipcia tardía incluso en plena época romana creaba nuevas síntesis, a veces muy audaces, en el seno de sus sistemas teológicos, sobre los que luego volveremos, sólo en los tratados griegos —o en la traducción latina que es la única que a veces subsiste (Asclepius)— encontraremos las exposiciones casi teóricas de los principios y de la esencia de la religión egipcia. Es decir, que los fundadores del hermetismo, pertenecientes sin duda alguna a la fracción conservadora de la clase sacerdotal, no titubearon siquiera en recurrir no sólo a una lengua extranjera, sino a todo un modo de pensar en el que tratan de integrar el suyo para expresarse. Es también en griego como un Queremón redacta, entre otras cosas, las reglas de vida de un ascetismo teñido de misticismo a las que deben someterse los sacerdotes; esperando sin duda aumentar así entre los extranjeros el respeto hacia el clero egipcio. Sin embargo, si hubo adopción de la lengua del vencedor y si, como vamos a ver enseguida, se utilizaron a veces su estilo y sus técnicas, parece que jamás se adoptaron sus ideas. Al final de nuestra exposición veremos cómo el contacto fue incluso fatal para el racionalismo científico de los griegos, que se vio absorbido.

Para poder situar la segunda clase de «préstamos», a los cuales queremos referirnos —literario, estilístico o temático —, vamos ahora a pasar revista rápidamente a los diversos géneros literarios cultivados en Egipto en lengua demótica, forma final del antiguo egipcio usado a partir del primer milenio como lengua administrativa y sólo en la segunda mitad de éste como lengua literaria. Señalemos que algunas obras no nos son conocidas más que por traducciones griegas, lo que demuestra la existencia de intereses comunes en los dos grupos lingüísticos que vivían en Egipto después de la conquista macedónica.

Esta literatura está representada por algunos relatos de carácter histórico o épico de proverbios y de profecías, a los que hay que añadir una colección de fábulas de animales bastante pueriles y un mito.

En el país dominado por el extranjero, los raros moralistas que se expresaron tienen una visión pesimista de las cosas, y, por lo demás, no revelan una muy grande elevación de pensamiento. Uno de ellos, Anch Scheschonq, que vivía, según se cree, en el siglo v o en el iv, pero cuya obra se copiaba todavía varios siglos después, era un campesino que daba consejos a los suyos, mientras él permanecía en prisión no sabemos por qué. De todos modos, lo cierto es que no tenía muy buen concepto de la sociedad, que no era muy conformista y que no creía en los «valores» recibidos. Su libro está lleno de consejos cínicos, como «pide dinero prestado y celebra tu cumpleaños», y de agudas observaciones, como: «Hay mil esclavos en la casa del mercader. ¡Y él es uno de ellos! ».

El otro moralista, cuya obra conocemos por varios manuscritos, principalmente el papiro Insinger, es también de un escepticismo total. Pero se muestra más inteligente. Se interroga, examina fríamente los fundamentos tradicionales de la moral, sus principios, y concluye que el respetarlos nunca ha significado gran cosa. Por el contrario: «Hay gentes que consagran su vida a honrar a su padre y que, sin embargo, no tienen verdadera misericordia en el corazón. Hay gentes que caen en la deshonra por la maldición de su madre y que, sin embargo, tienen buen carácter. El que es bueno para su hijo no es, por eso, un hombre misericordioso. El que deja pasar hambre a su padre, que le ha alimentado, no es, por eso, un malvado. Porque el premio o el castigo del insensato proceden de sus propias consideraciones, y el buen destino del justo le es procurado por su propio corazón. La felicidad y el destino que llegan son determinados por Dios». La frecuente mención de Dios —entidad una bajo múltiples formas— haría creer en el origen sacerdotal de esta sabiduría; su tono, sin embargo, difiere del de otro sacerdote moralista, Petosiris, al que ya nos hemos referido, que expresa una completa resignación y una serena confianza en la divinidad.

El último moralista es un funcionario administrativo anónimo, que no se preocupa de la ética ni de la metafísica. Los consejos que da son los que conviene seguir si se quiere asegurar una existencia sin historia, en una honesta mediocridad. Citemos: «No dejes ver que tu mujer te ha irritado. Apaléala y deja que se lleve sus bienes... No construyas tu casa de modo que esté demasiado cerca del templo.».

Anch Scheschonq y este último autor pertenecen claramente al mismo ambiente de la pequeña burguesía campesina, para la que los grandes conflictos en que Egipto se ha visto envuelto no han significado más que dificultades sin número, con la consecuencia de un gran desaliento, cuyo resultado es esa serie de reglas útiles para todo el mundo y que no revelan más que unas aspiraciones individuales reducidas a una mejora estrictamente material, limitada a evitar lo peor.

Sin embargo, en esta misma escritura demótica, que sirvió para propagar los proverbios, y en el mismo ambiente se compusieron otras obras de naturaleza distinta, que revelan, como ya hemos dicho, las influencias extranjeras, y que, por consiguiente, las han aportado a los lectores, incluida aquella burguesía campesina de que acabamos de hablar, la cual se irritaba, según hemos indicado, al ver que los «clerucos» poseían las mejores tierras, pero, de todos modos, daba sus hijas a los hijos de aquellos importunos griegos.

Así como los griegos de Egipto gustaban de leer a Homero, parece que los egipcios eran aficionados también a los relatos épicos. De éstos poseemos todo un ciclo, del que varias partes no han sido todavía publicadas, y cuyos héroes son el faraón Petubastis, Inaro y Petuchons que lucharon contra los asirios y los persas, y que mantuvieron entre sí disputas que se narran en los relatos que nos ocupan. En realidad, hay muy poca verdad histórica en esta literatura, y los conflictos que enfrentan a los personajes parecen, a veces, muy mezquinos. Sin embargo, se da en ella un estilo épico desconocido para el Egipto tradicional, necesariamente inspirado en Homero, que revela, pues, otra apertura a las influencias extranjeras en un medio aparentemente muy cerrado. Corresponde a Stricker y a Volten el mérito de haber llamado la atención sobre las analogías de la composición de las obras del ciclo de Petubastis con la epopeya. Por unas hojas recientemente descubiertas del comienzo de una de esas obras, aprendemos que el conflicto que va a oponer a los hombres ha sido decidido por los dioses, en términos que recuerdan los preliminares divinos de los conflictos contados por Homero. Además, también como en la llíada y según un esquema anteriormente desconocido en Egipto, los combates singulares que enfrentan en campo cerrado a los campeones de los dos ejércitos se desarrollan de acuerdo con el plan clásico: conformidad de los jefes, invectivas: «Negro, etíope, comedor de goma —grita un héroe— ¿es tu destino, por confianza en tu fuerza, batirte conmigo ante el Faraón?... Por Atón, el señor de Heliópolis, el gran dios, mi dios, si no fuera por la orden dada y por el respeto debido al rey que te protege, te impondría al punto el color de la muerte» (según la versión de Maspero). Minuciosamente son descritas también las armas de los combatientes. En el relato llamado «la lucha por la coraza del rey Inaro», la descripción del equipo del héroe que se dispone al duelo ocupa una larga página, desgraciadamente muy mutilada, por la que se ve, de todos modos, que las armas, la indumentaria y el escudo eran todos objetos especialmente preciosos y dignos de atención.

Pero el relato más curioso del ciclo entero es, sin duda, el que Volten acaba de descubrir en la colección de papiros de Viena, muy mutilado también, donde se cuentan diversos episodios de una expedición emprendida por un tal Petuchons, hijo de un compañero de Inaro, al país de las amazonas. Por lo que el editor ha podido reconstituir de la trama del relato, éste debía de presentar una clara semejanza con el episodio homérico del combate de Aquiles y de Pentesilea. Pero el gusto egipcio no se adapta a lo trágico, y el duelo se detiene en determinado momento por sugestión de la reina Serpot, que Petuchons acepta con alegría. Acordado un armisticio, los dos combatientes se reconcilian y acaban apreciándose el uno al otro, mientras los dos ejércitos se hacen aliados. Se adivina que Petuchons había ido al país de las amazonas para tratar de recuperar el cadáver de Inaro, que había muerto luchando contra ellas. A continuación de los episodios que acabamos de resumir, Serpot devuelve el cadáver de Inaro, y desea incluso contribuir a sus funerales, que se celebrarán a la manera egipcia. La reina hace, mientras tanto, el elogio de los ritos egipcios: esta aprobación extranjera debía de agradar, sin duda, a los nacionalistas que leyesen o escuchasen la lectura de la historia.

Cualquiera que haya sido la fecha de composición de estos relatos, que tuvieron éxito incluso en la época romana, y que, al parecer, versaban sobre acontecimientos de varios siglos antes, su popularidad se debía, seguramente, al hecho de que representaban los últimos recuerdos gloriosos, verdaderos o embellecidos, de un pueblo que así se consuela de haber sido vencido.

Al lado de éstos la baja época gustó de evocar los tiempos en que sus magos eran los más poderosos del mundo. Se conservan dos relatos en papiros de la época romana, que cuentan aún las vicisitudes de un tal Satni Khamuas, que vivía en el reinado de Ramsés II. Gran amigo de los escritos viejos, siempre andaba a la busca de conjuros desconocidos. Así consiguió apoderarse de un antiguo rollo de papiros que pertenecía a una momia, cuyo conocimiento le permitió comprender el universo entero: «Recitó una fórmula —leemos—, y encantó al cielo, a la tierra, al mundo de la noche, a las montañas, a las aguas, comprendió todo lo que decían los pájaros del cielo, los peces del agua, los cuadrúpedos del desierto. Recitó otra fórmula, y vio el sol con su ciclo de dioses, la luna naciente y las estrellas en su forma; vio los peces del abismo, porque una fuerza divina pasaba sobre el agua, por encima de ellos...». Desgraciadamente, la posesión de aquel libro supuso para él espantosas catástrofes, y acabó viéndose obligado a devolverlo a la tumba de donde lo había cogido.

El segundo relato conservado narra las hazañas del hijo de Satni, Senosiris, que, aún niño, sorprende a su padre con una extraordinaria sabiduría. Sobre todo, es este joven el único de todos los magos de Egipto que logra romper el maleficio de que era víctima el faraón. Después organizó a su padre un descenso a los infiernos para revelarle la verdadera doctrina de la retribución de los actos humanos tras el juicio del tribunal de Osiris, mostrándole, en el curso del viaje, una sucesión de escenas que constituyen la versión egipcia de la parábola de Lázaro y el rico epulón. El pobre justo recibe así, en el más allá, el suntuoso ajuar del rico malvado, entregado a terribles tormentos en castigo de sus pecados.

Los críticos están de acuerdo en admitir que el tema no es egipcio, y que ha debido de ser tomado del extranjero, probablemente de los judíos, de quienes pasó también al Evangelio. Por otra parte, no puede menos de reconocerse un cierto parentesco entre el joven Senosiris, tan lleno de sabiduría, y Jesús discutiendo con los rabinos.

De este modo, mientras los relatos de hazañas guerreras nos han revelado en sus autores el conocimiento de la literatura épica griega, los últimos de que hemos hablado, pertenecientes a una tradición menfita, parecen haber experimentado más bien la influencia judía, a pesar de la hostilidad de que los judíos fueron objeto siempre.

La última corriente literaria es la de las profecías. Las conocemos en demótico y en griego, éstas traducidas, sin duda, del egipcio. Aparentemente, debían alentar a la independencia en el campo. Es interesante advertir que esta literatura de la esperanza está dirigida a las dos comunidades lingüísticas, una de las cuales, sin embargo, no parecía tener razón alguna para desear que Egipto recobrase la independencia, a no ser que, a pesar de las diferencias de lengua, todos los habitantes del valle del Nilo se sintiesen, ante todo, campesinos y víctimas de las mismas contrariedades.

Se ha discutido mucho acerca de si aquella corriente profética estaba influida por el profetismo judío. Parece que no, porque el género existe en Egipto mucho antes de que Israel anduviese errante por el desierto palestino.

El más antiguo ejemplo de profecía egipcia es el cuento conocido con el nombre de «profecía de Nefertiti», que data de los primeros años de la XII dinastía y que, en realidad, es una pseudoprofecía, porque fue escrita, evidentemente, después de los acontecimientos. Se trata de una obra de propaganda política anunciando el reinado de un faraón que no es otro que Amenemhat I (2000-1970 a. C.), como el regreso a la prosperidad después de un período de larga anarquía y de debilidad relativa del gobierno real. Pero Amenemhat es, en cierto modo, un usurpador, que liquidó la dinastía precedente para implantar su poder sobre Egipto.

En cambio, en la colección de oráculos conocida con el nombre de «Crónica Demótica», aparecen ciertas intenciones propagandísticas en favor de un heracleopolitano, aunque debe tenerse en cuenta el hecho de que la alusión a este heracleopolitano no figura en el texto propio de los oráculos —rigurosamente oscuros—, sino en los comentarios que lo acompañan en el manuscrito que poseemos. Puede suponerse, pues, que en Egipto habían circulado, desde la época persa, sin duda, colecciones de oráculos de ese género, como circularon en Europa, en los tiempos difíciles y hasta estos últimos años, profecías del Libro de las Centurias de Nostradamus o la lista de los papas de san Malaquías. Una breve muestra de esta literatura bastará para permitirnos conocer su carácter:

«La primera tribu sacerdotal cierra el candado. Esto significa: El Señor, que estará en Egipto, cerrará los candados. El Faraón los abrirá de nuevo. La segunda tribu sacerdotal ha abierto. La tercera tribu sacerdotal ha abierto ante la serpiente Ureo. Esto significa: El tercer Señor que vendrá, de cuya Señoría nos regocijaremos; mientras permanezca el tercero, que estará bajo los pueblos extranjeros, los dioses se regocijarán de su Señorío. La diosa que viene trae bajo su protección al de Heracleópolis, porque está contenta de él bajo su protección al palacio real. Él es Arsafe, que manda al Señor que será. Suele decirse: Es un Hombre de Heracleópolis el que reinará después de los extranjeros y de los Jonios».

Esto significa, probablemente, que, al fin, bajo un soberano indígena, se podrán abrir de nuevo los escondites de los templos, de que hemos hablado.

Sin duda, estos escritos se leían durante las veladas, en las aldeas, para darse ánimos, cuando se había terminado de dar un repaso a las dificultades del momento, que fueron, por lo demás, muy pronto las mismas para los egipcios y los griegos campesinos, lo que explica que aquellas profecías circulasen en las dos lenguas que se empleaban ordinariamente en el Egipto tardío. Poco importa, pues, que el helenismo del campo egipcio se alimentase también de las fuentes clásicas, que Homero y los trágicos fuesen leídos y copiados en las escuelas. Las dos comunidades tuvieron que acercarse en ciertos planos, tuvieron que experimentar su solidaridad frente a un adversario común, el ciudadano de Alejandría o de Roma. Esta unidad de poblaciones de Egipto, que se prepara en el tiempo en que se traducían al griego las profecías nacionalistas, será, al fin, una realidad, durante las breves décadas de la época puramente copta, cuando ya no habrá paganos y todavía no existirán musulmanes.

Las dos comunidades estuvieron de acuerdo también en su adopción de la astrología. En efecto, las técnicas astronómicas y astrológicas aprendidas de los babilonios, tanto a continuación de la conquista persa como en el siglo II a. C., en la época de los más intensos contactos entre los caldeos y los griegos, se difundieron en el Egipto helenizado tanto como en el Egipto tradicional. Al comienzo de la época ptolemaica, se introdujeron nuevos métodos de cálculo de las tablas planetarias. Estas tablas, griegas o demóticas, revelan preocupaciones muy nuevas en Egipto. En efecto, las posiciones de los astros vienen dadas en relación con los signos del zodíaco, desconocido para el Egipto prehelenístico, que había ignorado la división del cielo en doce «mansiones», y para el que no existían más que los 36 «decanes» integrados después en la astronomía zodiacal, cuyos nacimientos o culminaciones, según las épocas, servían para indicar la hora por la noche, según unas tablas de doble entrada, cuyos ejemplares más antiguos se remontan al primer período intermedio, es decir, antes del año 2000 a. C. Son admirables los estudios realizados por O. Neugebauer sobre estas tablas planetarias, que consisten en columnas de cifras cuyo sentido hay que deducir, y a partir de las cuales hay que intentar reconstruir las teorías y los métodos mediante los cuales han sido obtenidas. Aparentemente, estas tablas no han podido servir más que para establecer horóscopos. También éstas son preocupaciones ajenas al Egipto prehelenístico, que no atribuía influencia a las figuras astrales sobre los destinos terrestres.

En todo caso, antiguamente, un eclipse podía ser interpretado como un presagio, y algún autor se asombra de que un cataclismo se haya abatido sobre el país, «cuando el cielo no había comido la luna...». Pero donde encontramos las primeras verdaderas predicciones lunares conocidas en Egipto es en un papiro demótico de la época romana, heredero, una vez más, de una tradición babilónica. Aquí, el color y el aspecto del astro tienen su importancia, y son finamente analizados, para establecer predicciones relativas al país entero y a sus vecinos. Es interesante advertir que otros documentos astrológicos demóticos contienen predicciones para uso del estado o, más exactamente, de los que querían conocer con antelación la situación probable de éste, probablemente, también difundidas en los medios campesinos, ávidos de las profecías, de que más arriba se hace mención.

En cambio, sólo un documento nos ha llegado que nos permite conocer una verdadera astrología para uso de las personas, que responde a las necesidades individualistas nacidas de una tendencia de la que más adelante tendremos ocasión de hablar. Según toda probabilidad, la astrología penetra en el campo por Alejandría, lo que permite creer que, a pesar de la oposición antes señalada, ciertas preocupaciones eran comunes a todos —y sabemos que en esto se halla implicado todo el mundo antiguo—. Aquí sólo es necesario señalar su existencia en Egipto.

El prestigio de Alejandría en materia astrológica fue tan grande que se extiende sobre todo el conjunto del país, de modo que la tradición asigna a los egipcios un papel considerable, y los tratados tardíos están llenos de los nombres de Nechepso y de Petosiris, auténticos egipcios, a quienes se atribuían las doctrinas más importantes. En la propia Roma, los astrólogos egipcios gozaban del mismo prestigio, y es Horos, por ejemplo, un egipcio, quien revela su destino a Propercio.

Ya hemos dicho que el zodíaco no pertenecía a la tradición egipcia. Sin embargo, mientras las tablas planetarias, redactadas en demótico y en griego, no tenían, aparentemente, más que usos profanos, el zodíaco fue aceptado en los templos. Así, en el famoso techo astronómico de Denderah, de comienzos de la época romana, falsamente llamado zodíaco por otra parte, en medio de las constelaciones egipcias ordinarias, se encuentran los tres signos de Sagitario, Libra y Capricornio, los tres de origen mesopotámico. Hubo también intentos egipcios de crear un auténtico zodíaco egipcio, cuyos signos tuvieron figuras diferentes de las que nosotros conocemos y cuya tradición se mantuvo, esporádicamente, hasta el siglo XVIII.

A pesar de algunas aperturas de esta clase, el rasgo característico de los templos sigue siendo, de todos modos, su estricta fidelidad a la tradición. Pero fidelidad sin servilismo, porque la época ptolemaica se mostró asombrosamente creadora en todos los órdenes —arquitectura, decoración, escritura y teología—. Tiene su estilo propio, que permite reconocer sus monumentos al instante. Ese estilo es el resultado de una evolución interna, que transformó, por ejemplo, el arte del bajorrelieve, sin arcaísmo —al contrario de la época inmediatamente anterior— y sin tomar nada del extranjero. La arquitectura también se renovó. A los arquitectos ptolemaicos se deben concepciones grandiosas, planos rigurosos, así como una serie de detalles que revelan una gran riqueza de imaginación, como los capiteles de las columnas de los que ahora existen innumerables variedades.

Esta facultad creadora del arte coincide con el vigor del pensamiento religioso contemporáneo. Ya hemos hecho alusión a sus esfuerzos por descubrir el lenguaje abstracto y a los intentos de formular los principios fundamentales del sistema, encontrados en el Corpus Hermeticum. Al lado de esto, y utilizando simplemente los recursos de la mitología y de la teología heredados del más remoto pasado, los cleros ptolemaicos realizaron magníficas «sumas teológicas», de las que son expresión los propios templos. Todo está allí rigurosamente codificado y, al estudiar lo más grandes de estos monumentos, cuya construcción, a veces, duró siglos, se comprende que, antes de poner la primera piedra, en los dibujos del arquitecto y de los decoradores había planos detallados, en los que estaba prevista hasta la menor inscripción. Además, en las bibliotecas de las Casas de la Vida anexas a los grandes santuarios, había manuales especiales para la decoración religiosa. Estos manuales debían de contener, sin duda, el enunciado de las reglas precisas que era necesario observar para disponer las escenas sobre las paredes, y su pérdida es tanto más lamentable cuanto que del conocimiento de esas reglas depende, en gran parte, la comprensión del templo entero. Sutiles alusiones y correspondencias unen los cuadros situados frente a frente, en paredes opuestas, tanto en un estrecho corredor como en un amplio salón, y se advierte frecuentemente que los cuadros simétricos se completan, que no son plenamente inteligibles el uno sin el otro, que a veces son el simple desdoblamiento de una escena en el ritual único, y cuyos elementos han sido así repartidos alrededor de un eje central, por un afán de paralelismo que no es exclusivamente estético, sino, sobre todo, teológico. Se tiende también a hacer corresponder cuadros que representan ritos aparentemente extraños el uno al otro, pero que, en el fondo, coinciden en sus intenciones. Así vemos que, de una parte, se ofrece el emblema de la eternidad a Ra y a Osiris en su calidad de dios luna, mientras que, en la pared de enfrente, otra forma de Osiris —esta vez, el sol en su viaje nocturno para volver a Oriente— recibe los emblemas del vigor, de la duración y de la vida. Las intenciones de los ritos son idénticas: asegurar la ininterrumpida renovación de los ciclos de las luminarias celestes. Es la suma de los dos la única que asegura la representación completa, pues hay que leer juntamente los cuadros en cuestión para saber cómo funciona el mecanismo de la iluminación de la Tierra gracias al Sol y a la Luna, y cuya marcha no se concebiría sin la fase hipotética del viaje por debajo de nuestro planeta.

Se representaron también largos complejos rituales, a los que pertenecen varias docenas de cuadros, entre los que no aparece indicada ninguna clara relación. Sin embargo, el observador atento percibirá ciertos sutiles indicios, tales como el desplazamiento de un cuadro al próximo, de un epíteto o de un atributo divinos, cuya situación anormal bastará para señalar el orden de lectura a quien lo sabe. En realidad, estos cuadros, de los que una parte importante está colocada demasiado alta o en lugares demasiado sombríos para que realmente pueda leerse, no han desempeñado nunca el papel de un compendio para los ritualistas, sino que están allí para asegurar la permanencia del ritual en el templo, incluso en ausencia de los sacerdotes, que lo ejecutan realmente.

Explotando el viejo principio de la magia, según el cual el nombre puede ser equivalente de la cosa y la palabra escrita equivalente del nombre pronunciado, se diría que los sacerdotes de Edfu, de Filas y de Esna quisieron asegurar a todo trance la perennidad de los ritos que ellos creían necesarios, fijándolos en la piedra, para que, incluso después de su desaparición, cuando nadie los ejecutase ya, el mundo pudiera seguir funcionando según el orden egipcio. Para ilustrar su preocupación, citaremos un pasaje de Jámblico que afirma que «todo permanece estable y eterno, porque el curso del sol nunca se detiene; todo subsiste intacto y perfecto porque las cosas inefables de Abydos jamás son reveladas...». Pero nosotros sabemos lo que son esas inefables cosas de Abydos. Era un ritual celebrado, con el mayor secreto, en la Casa de la Vida, sobre una estatuilla de Osiris, cuyo renacimiento se celebraba, «para que el cielo no se derrumbe, para que la tierra no zozobre y para que Ra no reduzca a cenizas a los dioses y a las diosas».

Los sacerdotes seguramente tenían la profunda convicción de lo que Jámblico expresa, y construyeron templos sólidos y grandiosos, pensando en el futuro del mundo, porque los construían —dicen ellos— para durar eternamente. Más aún: lograron hacer compartir aquella convicción incluso a los soberanos macedonios, que jamás consideraron indigno el ayudarles financieramente, participando mediante donativos suntuosos en ciertas ceremonias y concediendo las inmunidades necesarias para la acumulación de las ganancias imprescindibles a fin de edificar y hacer funcionar aquellos templos. Naturalmente, se objetará que los móviles de los Ptolomeos en su generosidad respecto a los templos eran políticos, que trataban de conciliarse a una potencia. Pero así la reconocieron al mismo tiempo, y bastantes autores griegos nos hablan de su admiración por la religión egipcia, lo que nos permite suponer que la maniobra de los «Faraones» alejandrinos consiguió mucho más de lo que se proponían sus promotores, que se trataba de algo más que de un reconocimiento formal y que debían de existir en Alejandría y en la proximidad de los propios reyes gentes que se apasionaban por la religión egipcia. Y poco a poco el pensamiento mítico empezó a invadir a su vez el pensamiento racionalista, como tendremos ocasión de observar más adelante.

Aquella religión aristocrática, sólo accesible a un pequeño número de sacerdotes eruditos, dedicados enteramente a la conservación de un orden ya caducado, se hunde cada vez más en refinamientos intelectuales cuya ingeniosidad produce asombro y que logran incluso dar la impresión de que el sistema está lleno de vitalidad todavía. Sin embargo, parece, desde luego, que preocupaciones puramente formales e investigaciones relativas sólo a la expresión absorbieron la casi totalidad de las fuerzas de los teólogos en perjuicio de un pensamiento verdaderamente creador, y que la perfección del sistema de los templos constituye también una prueba de su definitiva incapacidad para seguir evolucionando, para adaptarse. Alguno, sin embargo, continuará existiendo aún cerca de seis siglos después de la conquista macedónica, respetado y admirado, viviendo en cierto modo su edad barroca, y todo el pueblo de Egipto adorará a sus dioses y creerá todavía que es necesario que los ritos se celebren en el secreto de los santuarios. Pero el pueblo no encuentra en ellos la satisfacción de todas sus necesidades religiosas. Al lado de los templos, en Egipto ha existido siempre lo que se llama la religión popular, que nosotros comenzamos a conocer bien en época tardía. En las creencias de las masas no hay nada muy elevado, nada complejo, sino, por el contrario, algunas preocupaciones elementales cuyo análisis nos ayudará a comprender mejor los problemas cotidianos de la época. Es un signo del marasmo del pueblo que se espere de los dioses ante todo la salvación y la protección, que se desee conocer de antemano su voluntad por medio de oráculos o de sueños. Es también un signo de la absorción de los extranjeros por Egipto que los griegos y los judíos no desdeñen recurrir en su miseria a los dioses y a los oráculos egipcios, y que no se les rechace a pesar de toda la xenofobia propagada en los templos y en la literatura que a veces provocó incluso movimientos violentos, como hemos dicho. Chnum cuenta con la devoción de la colonia judía de Elefantina, a pesar del antisemitismo sacerdotal, y Osiris- Apis, con la de los griegos de Menfis.

El oráculo de Zeus-Amón, en el oasis de Siwa, a 500 kilómetros al oeste del valle del Nilo, recibe tantos visitantes de Cirene como de Egipto. Además, como estaba reconocido a la vez por los griegos y por los egipcios, Alejandro consideró indispensable hacer una peregrinación hasta él, y en ella fue saludado con el título de «Hijo de Zeus» por el sacerdote que le recibió. Por último, los grafitos dejados en torno al oráculo de Bes, en el templo de Seti I, en Abydos, hablan todos los idiomas del Mediterráneo oriental... Soldados, gentes sencillas de todas clases no se preocupaban de nacionalismo ni de racismo en la elección de los remedios que esperaban de los dioses, porque sus inquietudes y sus miserias no se detenían en distinciones de raza o de pueblo.

A veces algún oráculo adopta una actitud claramente nacionalista; pero por regla general su éxito se debe, ante todo, a su comprensión universalmente humana.

La práctica de la consulta a los dioses no es nueva en Egipto, ciertamente. Se conocen ejemplos de ella desde épocas antiguas. Pero su proliferación y sobre todo su democratización son un signo de los tiempos. Además, no permanecieron cerradas a las influencias extranjeras. En efecto, puede caerse en la tentación de creer que fue por imitación de los griegos como se introdujo la práctica de la incubación en algunos santuarios, y que en Deir el Bahari, frente a Luxor, en el antiguo templo funerario de la reina Hatschepsut, los peregrinos iban a esperar los sueños proféticos que les enviarían los dos héroes curanderos de Egipto, Imhotep y Amenhotep, hijos de HapuImothes y Amenothes en griego—, para los que se había cavado en el fondo del santuario de la costa una capilla más profunda en la época ptolemaica.

A comienzos de la época que nos interesa, en Denderah había un edificio especial de extraña planta, que se ha podido demostrar haber sido un sanatorio. Se componía esencialmente de una pieza central en la que se encontraba una estatua divina sobre un alto pedestal cubierto de inscripciones religiosas y mágicas. Mediante canalizaciones podía recogerse en las bañeras el agua, vertida antes sobre la estatua y las inscripciones. El contacto con estas últimas daba a las aguas el poder divino y la virtud sobrenatural de los textos que había rozado y era, pues, perfectamente adecuada para transmitir sus efectos a los que se bañasen en ella. La excesiva plenitud de las bañeras desaparecía por un agujero en relación mítica directa con el «Agua original», a la que las aguas santificadas volvían así sin peligro de profanación.

Todo esto no era más que la aplicación en grande de técnicas conocidas desde hacía algún tiempo en Egipto, donde se bebía el agua que había discurrido sobre inscripciones mágicas o en la que se había disuelto la tinta de un texto con virtudes curativas. El sanatorio de Denderah comprendía alrededor de esta pieza central once celdas que no han podido servir más que para la incubación. Así pues, parecen haber sido utilizados conjuntamente distintos métodos de curación sin contar con que a un templo como el de Denderah han podido estar adscritos auténticos médicos, porque la medicina era una de las actividades de la Casa de la Vida dependiente de cada gran templo. Además, aquellos médicos, por lo que nosotros sabemos de la medicina egipcia, debían de prescribir remedios racionales y practicar operaciones quirúrgicas y recurrir a los milagros de la magia, según nos informan los numerosos papiros médicos antiguos que poseemos. Al margen de esos santuarios «médicos» de que hemos hablado, había en Egipto auténticos oráculos a los que se podía consultar sobre todas las materias. Entre otros, el del toro Buchis de Medamud, cerca de Luxor. No sabemos cómo respondía a las preguntas el animal sagrado. Sin duda, sacerdotes especializados interpretaban para el consultante los movimientos del animal. En efecto, un emperador romano, cuyo nombre desgraciadamente se ha perdido, no desdeñó el interrogarlo, y la inscripción que acompaña al bajorrelieve conmemorativo que levantó en el templo nos dice que «el gran toro adapta su posición a la voz del emperador, evoluciona según sus palabras y se regocija cuando se acerca a él». La dignidad del consultante explica esta autoridad sobre el animal sagrado porque el emperador faraón es él mismo un dios. El toro le responde de igual a igual: «Mi oráculo respecto a ti es que yo decidiré lo que tú quieras, que mi corazón estará a tu servicio desde lo alto de la región luminosa». De esto se puede deducir que los «clientes» ordinarios tendrían que contentarse con observar los movimientos de la bestia, por los que ellos descubrirían su destino.

En Menfis también existía, alrededor del Serapeum, toda una industria de la divulgación del porvenir. El dios daba oráculos cuya interpretación correspondía a diversas personas, entre otras a aquellos famosos recluidos (katochoi), conocidos únicamente por los documentos griegos, que servían a veces de intermediarios al dios para manifestar un deseo que él les indicaba por medio de sueños.

Todo esto implica una creencia en el destino que siempre existió en Egipto, aunque sin alcanzar la importancia que tenía en Grecia. Egipto no conoció la fuerza trágica de una Moira contra la que los mismos dioses eran impotentes. Por el contrario, éstos tienen el destino en sus manos, son sus dueños. Y sobre ellos, por medio de los ritos, el hombre dispone de un cierto poder. Hacia el final de la historia egipcia, sin embargo, las dificultades en que cada uno se debatía acabaron por hacer dudar de la excelencia del sistema y del poder real del hombre sobre la naturaleza, y un escepticismo que ya se había manifestado en otros tiempos inquietos reaparece y se extiende de un modo bastante general. Pero el escepticismo implica una abdicación del hombre ante sus responsabilidades, es decir, un reforzamiento de la fe en un destino todopoderoso. Debemos admitir que esta abdicación fue más total que nunca durante los últimos siglos egipcios, porque la creencia en el destino cobró importancia, y no podemos menos de subrayar la especie de heroísmo que debía de animar a los defensores de la religión tradicional y de su epílogo, el hermetismo, para mantener, a pesar de todo, aquel sentimiento de la responsabilidad intelectual del hombre ante el mundo.

El pueblo, por su parte, estaba desengañado: veía el desorden que los otros se esforzaban en negar al continuar ofreciendo Maat a los dioses en los templos, asistía a las ocupaciones extranjeras, a la fiscalización creciente, a conflictos de todas clases. Así, aunque continuaba creyendo en la utilidad de los templos y de los ritos que en ellos se celebraban, pensó en dirigirse a los dioses sin intermediarios. Conservando del pasado la noción de su soberanía sobre el destino, se los representa más humanos, más accesibles a las plegarias. Los dioses egipcios se convirtieron en los dueños del destino de cada uno —el hombre no es más que barro y paja, y Dios, el modelo siempre a su medida, dice un moralista—, de modo que los más populares fueron en seguida los que pueden remodelar el destino, como Serapis e Isis, «la que ha vencido a los Hamarmenos, aquélla a la que los Hamarmenos obedecen». Es, sin duda, esta cualidad la que le valió a la diosa su inmenso éxito en el extranjero, éxito que compensaba el del cristianismo, en los siglos en que la antigüedad declinante buscaba una forma de escapar al ineluctable encadenamiento que pesaba sobre ella como no ha pesado sobre ninguna otra época.

Egipto había reaccionado a su manera. Había buscado el apoyo de los dioses más próximos a los hombres, de los animales sagrados y de los seres sobrenaturales que no se ocultaban en el fondo de los santuarios, sino que podía encontrárselos todos los días. Así conoció el éxito un dios que no tiene más nombre que «el Salvador», que, como resultado de una homofonía, puede ser también el «Conjurador». Por medio de la magia de sus fórmulas apartaba de sus fieles a los seres maléficos, escorpiones y serpientes que pululaban en Egipto, y también los males invisibles simbolizados por esos animales.

Los dioses egipcios de la época tardía se convirtieron en «omniscientes» y «previsores», escuchan las plegarias y ayudan, benévolos, a sus adoradores. Aunque el dios que escucha las plegarias sea conocido desde el Nuevo Imperio por documentos generalmente procedentes de ambientes humildes, no puede descuidarse el hecho de la difusión de esta noción en la época tardía: es un indicio de que las necesidades de las clases populares de los tiempos clásicos se han convertido en las de todos.

Esta última observación es tan cierta que incluso en la religión de los templos se encuentran huellas de esta concepción de la divinidad, que antes ni siquiera podría soñarse buscar en ella.

Sin embargo, aunque los diversos pueblos de Egipto se reunieron alrededor de ciertos santuarios, aunque parece haber existido una cierta comunidad religiosa, aunque todos impetraron la ayuda de los dioses egipcios en sus comunes miserias, no puede afirmarse que existiese una verdadera comunidad religiosa entre ellos. En efecto, en las ciudades helenísticas funcionaron templos griegos para los dioses griegos y en las comunidades judías se practicó el culto judío, mientras que los egipcios jamás practicaron los cultos extranjeros, si bien se habían mostrado muy receptivos, en el Nuevo Imperio, respecto a los dioses palestinos y fenicios Reschef, Hurun, Anat, etc. Apenas si pueden citarse algunos ejemplos del culto de los Dióscuros —¡unos dioses salvadores!— en el campo, fuera de las ciudades griegas.

Se adivinan a veces oposiciones, querellas o discusiones populares sobre la oportunidad de tal o tal empleo de los cultos que cada uno practicaba. Así, una tumba de Tuna el Gebel, necrópolis de Hermópolis, nos permite conocer un epigrama compuesto por un hombre que se imagina ser un muerto que huele bien, es decir, que ha sido incinerado a la moda helénica y que quiere distinguirse así de sus vecinos egipcios, que se hacen momificar. Hermópolis, a la vez viejo centro religioso egipcio y ciudad helenizada, debía de ser propicia a discusiones sobre tales temas, aunque las diversas comunidades viviesen allí en relación amistosa a pesar de las divergencias de opinión.

En otro nivel, algunos grandes espíritus pudieron concebir el deseo de fundir en una sola las diversas comunidades étnicas que vivían en Egipto. Los soberanos lo desearon en el plano político y se sabe que fracasaron. Nuestro propósito será aquí, al continuar describiendo la vida espiritual del Egipto ptolemaico, recordar qué tentativas de síntesis de creencias se hicieron. Ptolomeo Soter, el fundador de la dinastía, había concebido un plan grandioso, el de unir a sus súbditos en el culto de un mismo dios. Confió la misión de organizarlo a dos personajes principales, Timoteo el Eumólpida, de la ilustre familia sacerdotal de Eleusis, y Manetón de Sebenito, sacerdote helenizado del clero de Heliópolis. Así nació, a partir de un culto que merecía los favores de los griegos y de los egipcios en Menfis, el de Osiris-Apis, la figura muy helenizada de Serapis, incluso tal vez demasiado helenizada, porque nunca se difundió verdaderamente en Egipto, pero en cambio conquistó a todo el mundo antiguo. Serapis se convirtió muy pronto en el dios omnipotente que reinaba sobre todos los mundos, al mismo tiempo que era el piadoso protector de los pobres.

Manetón, de quien acabamos de hablar, compuso en griego varias obras destinadas a facilitar un mejor conocimiento de su país. Además de una historia de Egipto, se le debe un tratado de doctrinas naturales (physica), en el que, según los raros fragmentos llegados hasta nosotros, intentaba hacer comprender las funciones cósmicas de los dioses egipcios e interpretar sus diversas manifestaciones como un sistema de símbolos. En su libro «Del antiguo ritual y de la piedad» parece haberse propuesto una descripción de los ritos y de los mitos que él trataba de identificar con los que los griegos conocían en su patria.

En este caso, todavía no se puede hablar de una tentativa de síntesis. En Manetón no hay más que el deseo de despertar el interés por unas cuestiones que dejarían de ser extrañas a sus lectores griegos, si él afirmaba que sus dioses eran los mismos de ellos, tal cual habían hecho ya, por otra parte, algunos griegos, como Herodoto.

Pero existieron tendencias más profundas y verdaderamente sintéticas, cuyos débiles ecos han llegado hasta nosotros. El famoso tratado de Isis y de Osiris, de Plutarco, por ejemplo, nos propone la interpretación del mito osiriano según las diversas escuelas filosóficas griegas. Sabemos que Plutarco dispuso de numerosas obras para componer la suya y que frecuentemente se limitó a recoger lo que sus antecesores habían dicho. Entre éstos había egipcios.

Por difícil que sea establecer si aquellos esfuerzos por conciliar dos modos de pensar inconciliables interesaron a un público amplio, lo cierto es que en Alejandría existió un ambiente apasionadamente deseoso de crear la síntesis de dos tradiciones opuestas: de la mitología y de la filosofía. La imposible empresa no tuvo éxito. Sin embargo, se conoce un poco la obra de Bolo de Mendes, de la que no nos quedan más que raras citas, y que se propuso fundir en un todo, que él esperaba coherente, el pensamiento de los «magos» y la física de Demócrito.

Otra corriente sintética está representada por el hermetismo, del que ya hemos hablado, que aparece más tardíamente. De origen egipcio —recordémoslo— y auténticamente egipcio en sus principios, tomó ideas religiosas de aquí y de allá, y se expresa en un griego enteramente sacado de la lengua filosófica. Pero se muestra despectivo para con los griegos, a los que, según hemos dicho, declara incapaces de comprender jamás la profundidad de la doctrina egipcia.

Si de la tendencia conciliadora de Manetón y de sus similares no salieron más que libros de historia y de arqueología de Egipto, y si del hermetismo no surgió más que un rechazo altivo de la tendencia sintética, en cambio nació toda una literatura extraña, esotérica, en la que al fin se impone el elemento irracional y cuyas últimas consecuencias son la alquimia y la magia... y, más cerca de nosotros, las extravagantes doctrinas de la antroposofía y las otras mixtificaciones que creyeron reconocer en la mitología egipcia la expresión de verdaderos conocimientos modernos.

En efecto, Bolo, según sugiere Festugiere, puede ser considerado como el fundador de la alquimia —por lo demás, involuntariamente, al parecer— porque compuso un tratado de tinturas. Se dice que, todavía preocupado simplemente de la técnica, en él enseñaba los métodos egipcios mediante los cuales puede cambiarse el color de las cosas, como puede cambiarse cualquier piedra en oro... pintándola. Eran los viejos métodos egipcios del chapado utilizados desde hacía miles de años en la decoración de los templos. Lo malo es que aquel arte de la ilusión fue tomado en serio muy pronto por lectores ávidos de cosas sensacionales, y quedó abierto el camino a la vana búsqueda de la piedra filosofal.

Y aún se llevó a cabo en Egipto un último esfuerzo de conciliación. Por razones simplemente materialistas, desde luego, los magos se lanzaron a una síntesis de las diversas creencias que conocían. La magia es, sin duda, una actividad muy antigua en Egipto y puede afirmarse que la religión es magia en la medida en que descansa sobre la creencia de que se puede influir cerca de los dioses mediante ritos para obligarles a disponer las fuerzas naturales en el sentido deseado por el hombre. Pero lo que en la época grecorromana se llama de un modo más preciso magia es un sistema pragmático que se apoya en los mismos principios, pero cuya aplicación es diferente: beneficia a los individuos y se emplea para conseguir ventajas limitadas, no ya para mantener en pie una representación de la totalidad de la que depende la del mundo real, mientras que la magia se contenta con utilizar esta representación como podría servirse de cualquier otra, sin tomar nunca conciencia de ella.

Esta magia de finales de la antigüedad grecoegipcia es ya la magia moderna, porque las teorías y técnicas que en ésta se encuentran a lo largo de toda la Edad Media y hasta nuestros días se formaron entonces en aquel Egipto helenístico lleno de extranjeros, que intercambiaban sus ideas y modos de pensar.

Nuestra información depende aquí de algunos papiros redactados en demótico, en griego o en copto, indistintamente, y veces en dos lenguas al mismo tiempo. La variedad de lenguas es una prueba de la unidad de la creencia por encima de las diferencias de los pueblos y la de una comunidad de preocupaciones a un cierto nivel, como ya hemos observado en la religión popular. Parece, desde luego, que Alejandría fue el centro donde se elaboró aquel sistema mágico, porque es aparentemente el único lugar de posible reunión de los sabios egipcios, griegos y judíos, cada uno de los cuales aportó su contribución al conjunto. El cosmopolitismo es uno de los rasgos característicos de esta magia. En efecto, los magos saben exactamente lo que deben a Egipto, a los griegos y a los judíos, pero, a pesar de todas las incompatibilidades que hemos señalado entre las distintas razas, parecen haber admitido implícitamente una más profunda comunidad de los hombres considerando que lo que ayuda a los unos puede también ayudar a los otros. Lo único que importa es socorrer al individuo en el mundo real, gracias a una técnica que nadie tiene el orgullo de creer conocer por sus solos medios.

La magia helenística sugiere, pues, frente al desarrollo de los pueblos que han perdido la fe en los «valores tradicionales» de sus diversas culturas, un sentimiento de comunidad cuya existencia hemos mencionado ya a propósito de la religión popular. Nada tiene de extraño, por lo tanto, verla nacer y desarrollarse paralelamente al cristianismo, cuyas aspiraciones últimas no tienen, sin embargo, nada de común con las suyas.

Para el mago helenístico, toda potencia reconocida o simplemente conocida merece ser invocada. En consecuencia, apela tanto a los viejos dioses egipcios como a los salvadores griegos; Yahveh reina al lado de Seth o de Hermes-Thoth, rodeado de arcángeles y de Eones procedentes de la gnosis. También está Cristo, que reúne en sí los poderes de un dios y de un muerto maléfico, porque murió de muerte violenta. Sin ningún fanatismo, los magos helenísticos aceptaron todas las representaciones de lo divino que podían conocer, convencidos como estaban de la unidad fundamental de Dios. Abundan las declaraciones henoteístas, como: «Uno es Dios... cualquiera que sea». Lo importante para el mago será, por consiguiente, encontrar la representación divina en la que la potencia de que él quiere servirse se reconozca y se vea obligada a dejarse manejar. De ahí esas series de nombres complejos de aspecto bárbaro, interminables por el miedo de olvidar algo o compuestos según las reglas de una abstrusa mística de los nombres y del alfabeto, y de ahí esas figuras compuestas que acumulan partes de imágenes divinas tradicionales. De ahí también, a costa de enormes esfuerzos de reflexión, esos dioses sintéticos en los que se ha tratado de unir a los contrarios, como aquéllos cuya existencia ha revelado Stricker y que es imposible pintar o nombrar, pero que pueden representarse mediante símbolos inefables, en los que se unen, bajo la forma de un buitre y de un cocodrilo, el cielo y el infierno, mientras que los extremos están unidos por un león, imagen de los poderes terrestres. Más perfecta aún fue la síntesis realizada en el dios acéfalo. Esta figura monstruosa de un decapitado, dotado de toda la potencia del muerto de muerte violenta, une en sí a Seth y a Osiris bajo el nombre de Jao, que no es otro que el Yahveh «revelado a los profetas de Israel». Según un papiro mágico, en efecto, este dios se presenta con caracteres opuestos. Su sudor es la lluvia fecundante —como el sudor de Osiris—, pero él es también el fuego eterno, el relámpago y el trueno, como Seth. Estos esfuerzos por expresar la unidad de la potencia que domina el mundo —conocemos una asombrosa representación del dios acéfalo erguido sobre el mundo que, a su vez, descansa sobre el infierno— pueden parecer extraños, pero no por eso son menos patéticos y reveladores de un estado de espíritu en los siglos helenísticos y romanos, que nuestra época mirará, sin duda alguna, con simpatía, sometida como está ella también a la necesidad de síntesis nuevas. En las condiciones de entonces, en aquel mundo desmoralizado que nos revela algún pasaje del Asclepius la magia, por extraño que parezca a nuestros espíritus modernos, representa una corriente optimista. Si los partidarios de la fe tradicional prevén el hundimiento en que viven y con él también el del universo entero, los magos, por el contrario, creen en la potencia del verbo y del rito sobre la cual estaba fundado el mundo antiguo, y saben crear ritos nuevos adaptados a sus nuevas necesidades, basados en una nueva noción del hombre. Mientras el egipcio antiguo se sentía a sí mismo como miembro de Egipto, el judío era una parcela de la vida de su tribu y el griego era ciudadano de una ciudad, en el mundo helenístico, Egipto, la tribu y la ciudad mueren cuando la noción de Estado no existe aún más que para una minoría intelectual, y ni el fellah ni el griego del campo se han integrado en ella. Todo lo que quedaba era una fe heredada de los antepasados egipcios en la potencia total del espíritu, capaz de plegar la naturaleza a la voluntad humana. En aquel tiempo no se piensa más que en plegar la naturaleza a la voluntad de cada uno, porque se trata ante todo de salvarse a sí mismo.

Todo lo que hemos podido descubrir estudiando los testimonios de la magia tardía induce a creer que los egipcios que contribuyeron a fijar su doctrina debían de ser sacerdotes, pues eran los únicos que podían tener el conocimiento de los ritos y mitos que encontramos en las recetas y sobre todo debían de ser capaces de comprender los mecanismos según los cuales funcionaba el pensamiento mágico. Eran, sin duda, de aquellos «ritualistas en jefe» que la Biblia ha conocido con el nombre de Chartummim, versados a la vez en los ritos de la religión y capaces de verdaderos juegos de prestidigitación que podían, al menos, dar la ilusión del poder. Es tentador atribuir a éstos los orígenes de la magia grecoegipcia, mientras que el hermetismo —de una elevación moral mucho más alta, pero también más extraño a la vida cotidiana— sería obra de un clero de alto rango, fuertemente helenizado, aislado de los problemas inmediatos, pero, en cambio, capaz de captar el conjunto de la doctrina y de reelaborarla gracias a los nuevos medios que el extranjero había puesto a su disposición.

Tal fue en su diversidad y sus contradicciones la vida espiritual e intelectual del Egipto tardío. Universo de la piedra y del bronce cuando el resto del mundo usaba ya el hierro, cuyo pensamiento también seguía siendo el mismo que había sido fiel a sus principios de otro tiempo y a sus métodos experimentados, empleó sus últimas fuerzas en llevar aquel pensamiento hasta sus límites extremos. Ésta fue la fuente de su inmenso prestigio a los ojos de los pueblos jóvenes que lo conocieron.

Su teología de juego de palabras produjo entonces sus más perfectas obras maestras en los templos de Edfu, de Filas, de Esna, donde su mitocosmología daba cuenta de los menores detalles del mundo.

Pero no parece que fuese consciente de consagrar todos sus esfuerzos a perfeccionar una representación que se había apartado poco a poco de lo real y con la cual no podría ya dominarlo como en el pasado.

Mientras los últimos hierogramáticos construyen el templo de Edfu y, grabando en él todos los refinamientos de su saber, intentaban poner nuevamente de manifiesto el orden del universo que en él se materializa espléndidamente en el mismo suelo de Egipto, en Alejandría, los griegos edificaban el Museo donde Eratóstenes, Euclides y tantos otros dibujaban los primeros esquemas de un mundo totalmente nuevo. Gracias a ellos, la palabra iba a dejar paso al número.

 

II. SIRIA EN LA ÉPOCA HELENÍSTICA

 

Bajo la dominación persa, desde el 534 al 332 a. C., Siria fue una provincia unitaria gobernada por un sátrapa persa, situación en la que permaneció también bajo Alejandro y que no modificó radicalmente hasta el 301. Desde que Ptolomeo I, rey de Egipto, en la guerra de los Diádocos contra Antígono el Cíclope ocupó la parte meridional de Siria, ésta permaneció bajo el dominio de los Ptolomeos y precisamente durante casi un siglo, hasta la batalla cerca de el Panion, en las fuentes del Jordán (200 a. C.). En aquel año también la parte meridional de Siria pasa a manos de los Seléucidas, es decir, del rey Antíoco III (223-187). La parte septentrional, por el contrario, denominada oficialmente «Seléucida» desde la partición de los reinos del Triparadiso (321), pertenecía a Antígono I, y, tras su muerte en el campo de batalla de Ipso (301), se encontraba bajo el dominio de Seleuco I. El límite entre la Siria ptolemaica y la seléucida pasaba con toda probabilidad, desde el 301, a lo largo del recorrido del río Eléutero (Litani). El Eléutero desemboca en el Mediterráneo, entre Simira y Ortosia, y esto significa que, en la costa, el límite se encontraba al sur de la ciudad de Marato. El trazado de la frontera en el interior del país no puede establecerse con seguridad; limitémonos, pues, a decir que Damasco y sus contornos formaban parte del reino de Ptolomeo. En realidad, durante la primera guerra siria (y probablemente en el 274) Damasco cayó en manos de los seléucidas, por lo que el territorio seléucida se extendía en el interior mucho más al sur que sobre la costa. Es probable que el Antilíbano hasta las fuentes del Jordán, en dirección aproximada norte-sur, constituyese el límite entre los dos reinos helenísticos.

Para el Egipto ptolemaico, la Siria meridional, con las metrópolis fenicias, representaba una posesión de valor inestimable: Egipto era un país sin bosques, tenía necesidad de los cedros del Líbano y no puede sorprender que ya los faraones hubieran emprendido en varias ocasiones expediciones militares contra Siria, como el gran Tutmosis III, que en el siglo XV a. C. había incluso alcanzado y cruzado el Éufrates («el agua que corre en dirección inversa»). La flota de los Ptolomeos estaba formada esencialmente por naves de las grandes ciudades fenicias, y no es casual que entre los almirantes del primero y del segundo Ptolomeo figurase el rey de Sidón, Filocles.

Los Ptolomeos administraron la Siria meridional como un único gran territorio de gobierno general, que oficialmente llevaba el nombre de «Siria y Fenicia», aunque los historiadores —y entre ellos también Polibio— solían darle el nombre de Celesiria. El país estaba sometido a un gobernador (estratego), al lado del cual operaba un «encargado de las rentas de Siria y Fenicia». Además, la región estaba dividida en un cierto número de hiparquías, probablemente herencia del tiempo de Alejandro. Había también una serie de territorios que estaban exentos de la administración directa, especialmente las ciudades marítimas fenicias, así como los territorios de los soberanos indígenas, como la región del jeque Tubias de los Amonitas, que acertaba a congraciarse con los Ptolomeos mediante el envío de animales raros para el jardín zoológico de Alejandría. Los Seléucidas, tras la definitiva conquista del país en el 200 a. C., adoptaron sin modificarla sustancialmente la administración ptolemaica en la Siria meridional. Antíoco III supo mantener buenas relaciones especialmente con los hebreos; si hemos de atenernos a Flavio Josefo , este rey, tras el paso de Jerusalén a su soberanía, confirmó a los hebreos en sus privilegios solemnemente. En la Siria septentrional, por el contrario, las cosas sucedieron de modo muy distinto, pues el fundador de la dinastía, Seleuco I (muerto en el 281), había fundado allí un gran número de ciudades macedónicas. Seleuco I había emprendido la experiencia de hacer de la Siria septentrional (y de los territorios lindantes con la Mesopotamia del norte) una nueva Macedonia. El historiador Apiano (siglo II d. C.) nos da una relación altamente instructiva de las fundaciones macedónicas y griegas en la región de la Siria del norte (Apiano, Guerra siriaca, 57): de 16 nombres de ciudades, 10 son macedonios y, en cambio, sólo 6 griegos. Las ciudades con nombre macedonio son las siguientes: Berea, Edesa, Perinto, Maronea, Calípolis, Pela, Anfípolis, Aretusa, Astaco y Apolonia. Además, se encuentran en la Siria septentrional también nombres de regiones macedónicas, como la Cirréstica (el nombre procede de la ciudad macedónica de Cirro) y la Pieria. Hace muchos años Ernest Kornemann ha interpretado esta circunstancia de acuerdo con la siguiente tesis: «Seleuco I no ha helenizado en sentido general ni ha querido amalgamar a los pueblos, sino más bien en clara reacción contra la política de Alejandro, lo que hizo desde el principio, para decirlo con una sola palabra, fue “macedonizar”». No cabe duda de que en este caso la visión de Kornemann es correcta, aunque su tesis ha ido más allá de lo conveniente. La Siria septentrional —de esto podemos estar seguros— era el corazón del reino de los Seléucidas, y en ella estaba también la fuerza principal de su ejército, distribuido, en parte, en guarniciones, como en la rica Antioquía, sobre el Orontes, la «capital del reino», fundada por Seleuco I en el lugar en que se levantaba Antigonea (que a su vez debía su origen a Antígono el Cíclope), y además en innumerables «katoikiai» («establecimientos militares»), en colonias militares, en las que vivían los «soldados con permiso», instalados según formaciones militares también. Éstos se ocupaban en trabajos pacíficos hasta que, en caso de guerra, la orden de movilización (el parangelma) del rey les llamaba a las armas. Las ciudades más importantes de la Siria del norte eran, además de Antioquía, sobre todo Apamea, Laodicea y Seleucia, estas dos últimas a orillas del mar; por otra parte, Seleucia durante un período bastante largo (desde el 246 al 219 a. C.) formó parte del reino de los Ptolomeos, que así se habían procurada una importante base para su flota en la Siria septentrional. Sobre la administración seléucida de la Siria Meridional (la Seléucida) tenemos escasas noticias, pues sólo sabemos que Seleucia de Pieria, que era el nombre oficial de la ciudad, estaba regida por un gobernador (epistates) real, que ejercía la vigilancia sobre los asuntos de

la ciudad, a juzgar por una carta de Seleuco IV, fechada en el 186 a. C., y conservada gracias a un epígrafe. La Seléucida, en su conjunto, debía de estar sometida a un estratego, y quizá Baquidas, que en el 161-160 a. C. dirigió una acción con una parte del ejército del reino contra los Macabeos, fue un gobernador-estratego. En todo caso, lo cierto es que la Seléucida, hacia finales del siglo II, aparece dividida en cuatro satrapías autónomas, correspondientes a las cuatro grandes metrópolis de la región. Ya anteriormente, el territorio de la Comágene se había separado como satrapía independiente, cuyo soberano se había emancipado del reino de los Seléucidas antes de mediados del siglo II a. C.

En la Siria meridional seléucida las condiciones de gobierno llegaron a ser excepcionalmente difíciles a causa de la insurrección de los Macabeos, que tuvo repercusiones también sobre la administración. Así, el gobierno general de la «Siria y Fenicia» fue sustituido por otro en el 162: éste se extendió desde la Ptolemaida hasta el confín egipcio, y con esa extensión se mantuvo hasta el 137-36 a. de C. En este cambio se refleja la influencia de la sublevación de los Macabeos, que tuvo efectos revolucionarios en muchas zonas de Palestina. En el siglo II a. C. comenzaron los esfuerzos de emancipación de las grandes ciudades fenicias, y hacia finales del siglo casi no hay ya ciudad importante que no haya alcanzado su autonomía y ejercido el derecho de asilo, gracias, en la mayoría de los casos, a una concesión de los soberanos seléucidas. El ascenso de las metrópolis fenicias es más o menos paralelo al declinar de la potencia seléucida. Las fuerzas de los Seléucidas estaban desgastadas por el contraste con Roma y después con los partos; además, con el auge de las dinastías locales surgían siempre para el reino nuevos adversarios que no podían ser ya contenidos.

Cuando en el 83 a. C. Tigranes de Armenia reunió bajo su soberanía los restos del reino de los Seléucidas, en otro tiempo tan soberbio, no quedaban más que algunas partes de Cilicia y de Siria. El golpe final se lo dio Pompeyo. Tras un breve interregno del último Seléucida, Filipo (69-63), Pompeyo transformó los territorios de la Siria septentrional y de las ciudades fenicias en la provincia romana de Siria (64-63 a. C.). Es el final de un reino glorioso y de una dinastía importante que durante siglos desempeñó un papel de primerísimo rango en la historia del Asia anterior.

No hay absolutamente indicio alguno del hecho de que las poblaciones de Siria considerasen como una especial desgracia la división del país, que duró alrededor de 100 años, entre Ptolomeos y Seléucidas (301-200 a. C.). Si los hombres de Siria sufrieron alguna angustia, fue la de las interminables guerras que se mantuvieren entre las dos dinastías por la posesión de la parte meridional de la región. No menos de seis veces Ptolomeos y Seléucidas cruzaron sus armas por la Siria meridional, en el período del 274 al 145 a. C., sin que los tratados de paz aportasen ningún cambio importante a favor de uno u otro de los contendientes. El problema sirio fue la materia inflamable que continuamente sometió a sangre y fuego el mundo de los estados helenísticos.

A pesar de la intensa helenización y «macedonización» de Siria se conservó por doquier y con especial tenacidad, sobre todo en la meseta, el elemento demográfico indígena. En las ciudades de los fenicios pero también entre los hebreos de Jerusalén el helenismo hizo alguna conquista, la lengua de las personas cultas era el griego y la mayor parte de las ciudades tenía un gimnasio que representaba el centro de la formación helénica y de la vida social griega; muchas ciudades tenían también un teatro griego. La población indígena conservaba, sin embargo, en todas partes sus tradiciones hereditarias, sobre todo sus divinidades, y, gracias a las mujeres del país, las divinidades orientales entraron frecuentemente en el panteón de los griegos y de los macedonios con la única diferencia de que entre estos últimos, en lugar del nombre oriental, se introducía uno griego. Así es posible que bajo los numerosos nombres de divinidades griegas relacionados con las inscripciones se ocultasen figuras divinas sirias y fenicias. Por ejemplo, en Gerasa, en el territorio del Jordán oriental (en la época helenística, la ciudad se llamaba «Antioquía sobre el Crisorroa»), se encuentran un gran templo de Zeus Olímpico y un templo de Artemisa, que, aunque construidos ya en el siglo II d. C., se levantan en el lugar donde antes había santuarios más antiguos. Es, pues, posible que tras el nombre griego deban buscarse figuras de divinidades originariamente indígenas, como es posible ver también en muchas otras localidades de Siria: en el caso de Zeus Olímpico, podría pensarse que la divinidad precedente fuese Baal shamen, Baal, el señor del cielo, y en el de Artemisa, tal vez fuese Astarté o Atargatis. Por otra parte, estas dos divinidades se encuentran en muchas variantes locales en toda la región de Siria: una es un dios que manda en el sol y en la luna, así como en la vegetación, y la otra es una diosa del amor y de la fecundidad. Los nombres son a menudo sólo apariencias, e incluso en un templo de la Némesis, en Gerasa, de época imperial tardía, no es seguro, en absoluto, que tras el nombre de divinidades griegas no se esconda una divinidad local.

Si nos dirigimos hacia la Siria septentrional, el visitante actual se siente especialmente atraído por las imponentes ruinas de Baalbek (el nombre procede, sin duda, de ba'al biq'ah, «Señor de la llanura»). Se ignora cuándo fue fundada Baalbek, pero debe pensarse que esto ocurrió en época helenística, tal vez gracias a un Ptolomeo o a algún soberano itureo. La ciudad de Baalbek domina la amplia y fértil llanura entre el Líbano y el Antilíbano; tiene una importante posición estratégica y parece muy difícil creer que esta circunstancia pasase inadvertida a los soberanos helenísticos. La divinidad principal de la ciudad, llamada por los griegos «Zeus de Heliópolis», tiene en el nombre la designación griega de Baalbek: Heliópolis, la «ciudad del dios del Sol». Divinidades solares se veneraron, por lo demás, en muchas localidades de Siria, y los griegos y los macedonios solían asimilarlas a Zeus, dios del cielo. En la época imperial romana, Heliópolis-Baalbek experimentó un rápido auge, hasta que los problemas de la guerra pusieron un brusco fin a tal desenvolvimiento, en la segunda mitad del siglo III d. C. Sin embargo, el Zeus de Heliópolis no es originariamente una divinidad solar, sino más bien un dios del tiempo y de la vegetación, y es divinidad indígena. Este dios, aunque con nombre latino (Júpiter Heliopolitanus), adquirió una gran consideración durante muchos siglos tanto en la patria como en el extranjero, sobre todo como divinidad oracular. Al Júpiter Heliopolitano está dedicado el gran templo de la Acrópolis de Baalbek, que se encuentra sobre la ciudadela árabe, mientras que aún se discute la asignación del pequeño templo de la Acrópolis a Baco, Venus u otra divinidad.

También la rica ciudad caravanera de Palmira ha tenido seguramente un importante papel en la época helenística; su era comienza en el año 312 a. C., es decir, según los documentos, con posterioridad a la época seléucida. En Palmira no se han encontrado hasta ahora ni inscripciones ni edificios de la época de los Seléucidas. No muy diferente es la situación en Dura, sobre el Éufrates medio (Salihijeh), que en los años veinte y treinta de nuestro siglo se hizo famosa en todo el mundo gracias a las excavaciones de la Académie des Inscriptions et Belles Lettres de París (bajo la dirección de Franz Cumont) y de la Yale University de New Haven (dirigidas por Mijail Rostovcev). Si también el nombre de Dura es una prueba de que el centro existía ya en la época babilónica (duru se interpreta como «localidad», «muro»), su verdadera importancia se inicia con la época helenística. Dura fue fundada, por segunda vez, por Nicanor, el gobernador general de la satrapía superior bajo Seleuco I. La ciudad recibió el nuevo nombre de Europos, que recuerda el lugar de nacimiento de Seleuco I en Macedonia, y era, pues, un homenaje al soberano. Dura-Europos tuvo una guarnición macedónica, a la que correspondía, sobre todo, la tarea de vigilar las rutas de las caravanas hacia Berea (Alepo), Palmira-Emesa y, en el valle, hacia Babilonia. Un relieve de época tardía nos demuestra que el recuerdo de los primeros Seléucidas permanecía muy vivo allí. En este relieve está representado Seleuco I en el momento de poner una corona sobre la cabeza del dios de la ciudad de Dura, Gad. Si todas las esperanzas que ligaban a Seleuco I con Dura-Europos se vieron satisfechas es otro problema. En todo caso, hacia el 140 a. C., los partos, al apoderarse de la Mesopotamia, se adueñaron también de esta base sobre el Éufrates medio, muy probablemente sin encontrar fuerte resistencia. El reino de los Seléucidas en aquella época estaba muy debilitado, y los habitantes de Siria se sentían felices por el hecho de que los partos se estableciesen sobre el Éufrates en lugar de inundar con sus ejércitos de caballería la región, todavía muy rica, entre el río y el Mediterráneo.

En Dura-Europos se encuentran innumerables dioses y cultos, dos de los cuales, por lo menos, deben atribuirse con toda seguridad a la época de los Seléucidas. Por ejemplo, el templo de Zeus Megisto, que fue fundado ya bajo Antíoco III (o bajo Antíoco IV). No faltan, como puede imaginarse, los nombres de divinidades orientales; al lado del dios de la ciudad, Gad, pueden recordarse también Atargatis, Bel, Aflad (que significa, sin duda, «hijo de Hadad»).

Las excavaciones de Dura-Europos han demostrado, además, que la ciudad originalmente había sido proyectada como una verdadera fortaleza, pero no llegó nunca a tener tal condición. Algunas obras proyectadas por su fundador jamás fueron realizadas, tal vez a causa de las incidencias de la situación política y, en especial, del estallido de las guerras sirias. Éstas obligaron a los Seléucidas a emplear sus fuerzas en otra dirección contra los Ptolomeos. Por lo demás, Dura-Europos fue fundada según el esquema de Hipodamo, es decir, en tablero, al igual, por ejemplo, que Rodas y, en Siria, que las ciudades helenísticas de Berea (Alepo) y Laodicea. En documentos más tardíos de la época de los partos aparece demostrada la existencia de los kleroi (lotes de tierra), cuyos propietarios eran, sin duda, «clerucos», es decir, soldados que se habían establecido allí y a cada uno de los cuales se le había adjudicado un determinado territorio a orillas del Éufrates; éste fue repartido en los llamados «hécades» («cien partes»), que recibieron nombres de personas, probablemente según los nombres de los jefes militares de la guarnición de Dura. Los «hécades» comprendían innumerables kleroi individuales. En época tardía, bajo los partos y los romanos, se sabe que en Dura-Europos había un gobernador de la ciudad, que era, al mismo tiempo, comandante de la guarnición. Bajo los partos, existían también magistrados reales, y no tenemos razón alguna para creer que bajo los Seléucidas las cosas fuesen de otro modo. Para la administración había un archivo y una oficina del registro. Los macedonios tenían en Dura-Europos una posición privilegiada: constituían una clase elevada, y en la época de los partos existen aún algunas familias macedonias; en una de éstas, la de Seleuco, hijo de Lisia, se transmite hereditariamente el cargo de gobernador de la ciudad, de estratego y de «epístata», hasta la definitiva conquista de Dura por los romanos, bajo el emperador Lucio Vero, en el 164-65 d. C.. Mientras tanto, y a pesar de todo, el ambiente se ha transformado mucho y en Dura, en este período, no queda ya ni un templo dedicado a una divinidad puramente griega.

Pero no sería justo subestimar la influencia del espíritu griego en Siria. En este pueblo de antigua cultura, el gimnasio tuvo una influencia altamente benéfica. Millares y millares de jóvenes recibieron allí su educación, y no sólo griegos y macedonios, para los que frecuentar un gimnasio era cosa natural, sino también innumerables orientales, para quienes se abrió así el acceso a las fuentes de la cultura helenística. En consecuencia, muchos hombres de origen oriental se consagraron con gran éxito en el campo de la literatura y de la ciencia griegas. Citaremos aquí sólo dos nombres: el gran erudito Posidonio (135-51 a. C.) y el poeta Meleagro de Gadara, aproximadamente contemporáneo de Posidonio. De la juventud de Posidonio, nacido en Apamea, en la Siria septentrional, poco o nada sabemos, pero seguramente recibió en su patria, en Siria, las bases de su amplia cultura. Pertenecía a una familia acomodada que gastó mucho en la educación del hijo. Recordando, sin duda, su juventud, escribe que los sirios usan los gimnasios para el ocio, como los romanos los baños públicos, y que en ellos se dan fricciones con ungüentos olorosos y con aceites —es una alusión a la agonística griega, que siempre resultó extraña a los orientales—. No es éste el lugar adecuado para hablar de la obra de Posidonio. Baste decir que fue historiador, geógrafo, filósofo y teólogo, y que toda su obra ha influido en la historia espiritual del Occidente por las más diversas vías, aunque algo de él sigue siendo enigmático para nosotros.

El otro sirio, Meleagro, se hizo famoso como poeta de epigramas y sátiras. Fue educado en el gimnasio de Tiro, la antigua ciudad fenicia. En su epitafio, Meleagro, como es costumbre, habla de su origen:

Ática patria la luz me dio en Gadara asiria, pero mi maestra fue Tiro, la gran ciudad insular; de Eucrates he nacido yo, Meleagro, caro a las Musas, que primero por el poético laurel luché con Menipo.

Si soy, pues, un sirio, ¿qué importa? Amigo, un solo caos nos ha sacado a todos a la luz, la patria de todos es el mundo.

En todo caso, es de señalar el hecho de que Meleagro designe como su patria ática a la cuidad siria de Gadara. Sin embargo, Gadara, situada al sureste del lago de Genezareth como Gerasa, Filadelfia (Rabbath-Ammon) y Escitópolis (Beth-Sean), forma parte de las ciudades de la Decápolis, en el territorio del Jordán oriental. En ellas vivía, consciente de su propia cultura, una clase helénica que, aún en tiempos de Jesucristo, cultivaba los ideales del helenismo con especial constancia. No es, pues, sorprendente que en época tardía la palabra «heleno» en Palestina y en otras partes se convirtiese en sinónimo de «pagano». Pero «heleno» no tiene sólo ese significado, pues designa a todos los hombres y mujeres que en las ciudades sirias y fenicias pertenecen a la clase superior constitucionalmente privilegiada, los «helenos», sin referencia a su nacimiento y origen nacional. Cuando en el Evangelio de Marcos se habla de una «griega, de origen sino fenicio», tal contradicción puede explicarse sólo en el sentido de que la mujer pertenecía al grupo privilegiado de los «helenos», aunque por nacimiento fuese sirofenicia. En este caso, como frecuentemente ocurre, la posición jurídica y la nacionalidad son dos cosas diferentes. Por lo demás, es casi imposible imaginar la confusión de los pueblos de Siria en el período helenístico. Pero la cultura helénica sigue siendo siempre la levadura que hace fermentar la cultura del país y de sus habitantes.

Posidonio, que tampoco en otras ocasiones ve con buenos ojos a sus connacionales, ha esbozado un interesante cuadro de la vida de las ciudades sirias poco antes de su tiempo, refiriendo un episodio que, sin duda, le ha sido transmitido oralmente. Se trata de una guerra local entre las ciudades de Apamea, la patria de Posidonio, y Larisa, en la Siria septentrional. Lo que Posidonio cuenta del equipo de los ciudadanos que parten para la guerra es verdaderamente incluso grotesco. Estos ciudadanos, según Posidonio, llevaban espada y lanza cubiertos hasta de suciedad y de herrumbre, y se habían puesto en la cabeza sombreros de enormes dimensiones para protegerse contra los rayos del sol sin que, por otra parte, pudiesen impedir naturalmente que la gola fuese golpeada por las corrientes de aire. Además, llevaban consigo asnos como animales de carga, sobrecargados no sólo de vino y de artículos alimenticios, sino también de las más diversas variedades de flautas, como si partiesen para un banquete y no para la guerra. Conocemos demasiado poco la historia local de Siria para poder decir cómo terminó aquella guerra singular. De todos modos, deberá situarse en el período inmediatamente siguiente al 145 a. Cristo, cuando la potencia de los Seléucidas estaba declinando ya. Los ciudadanos debían de haberse olvidado, desde hacía mucho tiempo, de hacer la guerra por sí mismos, pues los conflictos entre los soberanos helenísticos se libraron siempre con soldados de profesión y con mercenarios.

A pesar de todo, Siria era un país rico. En los valles del Orontes, en las llanuras de la Fenicia y sobre los soleados declives del Líbano y del Antilíbano, se cultivaron plantas de todas clases. Posidonio habla de la gran riqueza de Siria y dice que sus habitantes vivían como en una eterna fiesta. A Siria y a Fenicia llegaban las grandes rutas caravaneras que traían de lejos las mercancías. Así, las ciudades de la costa de Fenicia eran los puertos de exportación de las telas de seda que llegaban importadas de China. Siria no carecía de manufacturas y, en conjunto, el país se las arreglaba con sus productos agrícolas e industriales del modo más feliz; había superabundancia de todo, de manera que en períodos normales podía exportarse mucho. Estrabón (que vivió en la época de Augusto y de Tiberio) describe a Siria con los más rosados colores; naturalmente, en aquella época era, desde hacía mucho tiempo, provincia romana, pero el cuadro de conjunto no puede haber sido muy distinto bajo la soberanía de los Seléucidas y de los Ptolomeos.

En la época helenística Siria fue en conjunto un país feliz, a pesar de las numerosas guerras que allí se libraron: una floreciente economía, un comercio rico, un gran número de famosos lugares de cultura, así como una vida religiosa muy intensa: éstos son los signos de una de las épocas más espléndidas de la historia de aquella región.

 

III. EL JUDAÍSMO PALESTINO DESDE ALEJANDRO A POMPEYO

 

Desde el 332 al 177 los judíos se sometieron resignadamente a todo poder griego que dominase la costa palestina. La versión de Josefo de que Alejandro vino a la ciudad carece de base. Más digno de crédito es su relato de que Ptolomeo I pudo tomar, en cierta ocasión, Jerusalén, porque el pueblo se negó a combatir en sábado. Ptolomeo también llevó a muchos judíos a Egipto. Esclavitud y emigración intensificaron las relaciones del país con el mundo circundante.

Alejandro o Pérdicas repoblaron Samaria con macedonios. Desde entonces el centro de reunión en el norte, junto a Siquem, para el culto a Yahveh fue el monte Gerizim, donde inmediatamente se levantó o se estaba levantando ya un templo. Los adeptos de este culto («siquemitas») se diferencian de los nuevos «samaritanos» macedonios. La diferencia persistió hasta finales del 180, pero Josefo la ignora. Estos acontecimientos no quebrantaron la unión religiosa del norte de Israel con Judea. En Egipto, los siquemitas y los judíos formaron una sola comunidad religiosa; sus miembros disputaron sobre la distribución de su común reserva —¿cuánto correspondía a Jerusalén y cuánto a Gerizim?—. En Judea siguieron siendo oficialmente un solo pueblo hasta el siglo II. Jasón de Cirene escribió que Antíoco IV «dejó gobernadores para perseguir la (única) raza, a Filipo en Jerusalén... y a Andrónico en Gerizim. y no mucho tiempo después envió a Cerón, un ateniense, para obligar a los ioudaioi a abandonar sus leyes ancestrales. y a dedicar el templo de Jerusalén a Zeus Olímpico y el de Gerizim. a Zeus Xenio». El empleo del término ioudaioi («judíos») aplicado a los siquemitas no es una excepción; el poema de un tal Teódoto (conocido en 202-175?) celebrando a «la ciudad santa», Siquem, llevaba el título «Acerca de los ioudaioi». Probablemente la importancia del culto judío a Yavé dio origen a que se llamase «judíos» a otros adoradores de la misma deidad. Un siglo después, tras la anexión de los idumeos a la unidad de culto de Jerusalén, también se les llamó ioudaioi.

Jerusalén, emplazada en una zona más fría que Samaria, no sufrió el asentamiento griego, pero fue tomada una docena de veces entre el 332 y el 177 por los ejércitos griegos y probablemente tuvo una guarnición griega durante todo este período. Los oficiales del gobierno y los hombres de negocios griegos penetraron en todos los pueblos del país. Con ellos llegó el conocimiento del griego, que era ya el lenguaje de la administración y de los grandes negocios y que fue convirtiéndose en el de las conversaciones cultas y de la literatura. Esto produjo un descenso en el uso del hebreo, que ahora se hace un idioma sobre todo literario, legal y litúrgico. (Las clases inferiores hablaban, en su mayor parte, arameo). Y dio también origen a la corrupción de varios pasajes del Antiguo Testamento, que revelan un período de copistas ignorantes. Pero la escritura del hebreo no cesó totalmente.

La autoridad griega se intensificó durante veinte años, en que Judea cambió de manos entre los Ptolomeos y sus adversarios (321-295 aproximadamente). Después el país permaneció bajo el firme dominio de los Ptolomeos hasta el 218. Este período de estabilidad asentó el prestigio del Pentateuco, la ley escrita del culto de Jerusalén y de Gerizim. Como la historia de su desarrollo había sido olvidada, surgió la leyenda de su perpetuidad. De aquí que en el período siguiente el intento de cambiar «la Ley» fuese el colmo de la perversidad (I Macabeos, 1, 49), la defensa de la Ley, la consigna de la resistencia (I Mac. 2, 27; cf. 6, 59) y la destrucción de los textos escritos de la Ley, un objetivo de los reformadores (I Macabeos, 1, 56).

La estabilidad de los Ptolomeos también dio origen al prestigio de la heredabilidad del Sumo Sacerdocio. Por esta razón varios grupos reclamaron luego su padrinazgo. Los Macabeos, que usurparon el sacerdocio y mantuvieron en el exilio a sus legítimos herederos, fueron representados por sus seguidores como protegidos de la línea legítima (II Mac. 15, 12 ss.). Los Fariseos (a menudo enfrentados con los Macabeos) reivindicaron como autoridades suyas una relación de individuos que se remontaba hasta el Sumo Sacerdote Simón el Justo. Sirac (que no figuraba en la relación de los Fariseos) terminaba su elogio de «nuestros padres» con Simón, que reparó el templo, fortificó la ciudad y fue glorioso en el santuario . Fue probablemente este Simón el que negoció con Antíoco III cuando éste tomó la ciudad en el 201 y otra vez en el 198, poniendo fin al siglo de dominación ptolemaica. Además de hacer concesiones en favor del templo y de los ciudadanos, Antíoco garantizó que el pueblo podría vivir de acuerdo con su propia Ley, lo que luego confirmó con un decreto en que prohibía la violación de la pureza de los tabúes y de las ordenanzas de los sacrificios en el templo.

De todos modos, José, primo de Simón, de la familia de Tobías de Amón, había sido favorito en la corte ptolemaica y comía diariamente en la mesa del rey, que no era puro. Uno de los hijos de José, Hircano, construyó un templo en Transjordania. Y uno de los hijos de Simón, Onías, que heredó el Sumo Sacerdocio, es elogiado por II Macabeos como observante de la Ley; pero otro, Joshua-Jasón, convenció a Antíoco IV para que le nombrase Sumo Sacerdote en lugar de Onías, y consiguió la autorización real para introducir las costumbres griegas. Pero fue Onías, y no Jasón, quien se unió con Hircano, enemigo de su padre, mientras los hermanos de Hircano, antes aliados de Simón, ahora se aliaron con un no sacerdote, Menelao, contra toda la familia de Simón.

Parecida variedad de actitudes se daba también entre el pueblo. Unos rechazaron la Ley y otros llevaban sus exigencias hasta declarar impuros los servicios en el templo y formar sectas propias. Enoch, 89, 73 y quizás Asunción de Moisés, 5, 4 ss. reflejan un sectarismo semejante, anterior a los Macabeos. Una glosa en el prefacio al Documento Sadoquita data el comienzo del movimiento sadoquita (es decir, esenio [?]) en el 197 a. de C. (el año 390 de la era de la ira empezó con la conquista de Nabucodonosor). El origen del movimiento puede haber estado relacionado con la conquista seléucida del 198 y con el convenio entre Simón y Antíoco III. Una segunda glosa fija en veinte años (197-177) el período inicial de la existencia de la secta; transcurrido este tiempo, Israel se rebeló y surgió un impostor para extraviarles (confrontar I Mac. 1, 11). Cerca del 177, el Sumo Sacerdote, Onías, huyó de la ciudad (II Mac. 4, 5), siendo sustituido hacia el 175, tras la sucesión de Antíoco IV, por su hermano Jasón, iniciador del ataque abierto a la Ley. Desgraciadamente, estos datos no son concluyentes y el origen de la secta sigue siendo incierto.

Jasón contó con la adhesión del pueblo de Jerusalén. Tres años después Antíoco IV visitó la ciudad y fue recibido con vítores. Pero Antíoco sustituyó a Jasón por Menelao, que no era de familia sacerdotal. Menelao logró hacer asesinar a Onías (que se había refugiado en el templo de Apolo (!), en Dafne) y colaboró con el comandante de la guarnición de Jerusalén en el saqueo de los tesoros del templo. Esto dio lugar a un tumulto, en el que fue muerto el comandante, y Antíoco mandó ejecutar a los dirigentes de los amotinados. Después, en el 169, un rumor según el cual Antíoco había muerto indujo a Jasón a atacar la ciudad matando a sus adversarios. Menelao se defendió en la ciudadela. Antíoco, entonces en Egipto, fue informado de que Jerusalén se había sublevado, volvió, mató a los habitantes, saqueó el templo y regresó luego a Antioquía, dejando gobernadores en Jerusalén y en Gerizim. En el 168, envió a un comandante que llevó a cabo una nueva matanza en la ciudad, derribó las murallas y fortificó una sola área, «la ciudadela», como plaza fuerte para los seguidores de Menelao. Finalmente, en el 167, ordenó que los templos de Jerusalén y de Gerizim fuesen dedicados a Zeus Olímpico y a Zeus Xenio, que las ceremonias se celebrasen en ellos a la manera griega, y que se prohibiesen las ceremonias propias de la Ley judía, incluidas la circuncisión y la observancia del sábado. dominante de Jerusalén, que ya no contaba con hombres suficientes para controlar Judea. En efecto, cuando intentaron, empleando tropas de la guarnición, imponer al país la introducción de los ritos griegos y, lo que todavía era peor, la prohibición de las antiguas costumbres, estallaron revueltas y surgieron facciones.

Los siquemitas se separaron entonces de los judíos y pidieron que su templo fuese dedicado a Zeus Xenio. Una petición similar —¿convenida de antemano?— llegó de Jerusalén distinguiendo a los helenizantes leales de la ciudadela de sus supersticiosos y desleales adversarios y solicitando la dedicación del templo de Jerusalén a Zeus Olímpico. Estas dedicaciones suponen probablemente la identificación de Yahveh con Zeus y no la introducción de una nueva deidad, aunque se importaron también cultos de otros dioses. Parece que los siquemitas no tomaron parte en la revuelta judía, aunque algunos fueron incluidos en las levas de Samaria. El culto en Gerizim terminó temporalmente hacia el 120, cuando el templo fue destruido por Juan Hircano.

La línea sacerdotal legítima sobrevivió en Onías IV, hijo del Onías que abandonó la ciudad en el 177. Logró permiso de Ptolomeo Filométor para construir un templo en Leontópolis, en el Delta. La carta que le atribuyen las Ant. XIII, 65 ss. manifiesta al rey que el templo unirá a los adoradores de Yavé («judíos») en Egipto, que hasta aquel momento habían estado enfrentados a causa de sus distintas prácticas en los sacrificios. Consiguiera esto o no, lo cierto es que el templo estuvo asistido por sacerdotes y levitas del partido legitimista y funcionó hasta que fue cerrado por los romanos, en el 73/4 d. C.

En Palestina el partido dominante era al principio el de los helenizantes, acaudillado por Menelao. En el aspecto religioso era un intento de encarar los hechos de la vida helenística, especialmente el hecho de que la religión griega no podría ser desechada como «idolatría». La creencia de que «Zeus» y «Yahveh» son nombres diferentes de un solo Dios encontraría hoy más defensores que las afirmaciones exclusivistas de los Macabeos. En la antigua Judea tuvo también seguidores. Jerusalén apoyó a los helenizantes y sólo cuando su poder fue quebrantado por sucesivos desastres comenzó la revuelta rural. El decreto del rey que autorizaba el cambio en las prácticas religiosas fue gustosamente recibido por muchos judíos que desde entonces sacrificaron a los ídolos y profanaron el sábado; llegó un tiempo en que ganaron muchos más adeptos y se levantaron altares en la mayor parte de las ciudades del país (I Mac. 1, 43-58). Aquel apoyo rural está probado por las campañas de terrorismo que los Macabeos llevaron a cabo en el país durante los diez años siguientes. Cuando Judas murió, los helenizantes levantaron sus cabezas «en todo el país». La «ciudadela» de Jerusalén era no sólo una fortaleza, sino una ciudad con una población judía; sus territorios incluían varias ciudades; resistió cercos de Judas, Jonatán (12, 36) y Simón (13, 49 ss.); las últimas fuerzas seléucidas que se acercaron a ella se alejaron alrededor del 157 (9, 72); después la ciudadela resistió durante 16 años sin ayuda de los reyes seléucidas y tal vez incluso desafiando sus órdenes, pero evidentemente con el apoyo del país; la única forma de que Jonatás pudiera cortar la ayuda era la de levantar una muralla alrededor de la ciudadela; una vez construida la muralla, resistió aún durante dos o tres años, y sólo se rindió después de que muchos de sus habitantes habían muerto de hambre. Nunca hemos sabido su nombre. Probablemente los habitantes que tan desesperadamente la defendieron le llamarían «Jerusalén», y a sí mismos, «Israel».

En el extremo opuesto de los helenizantes se hallaban los esenios, que quizá se retiraron al territorio de Damasco alrededor del 177. Los esenios formaban comunidades cerradas, algunas de ellas de solteros, cuyos miembros eran admitidos sólo después de una prueba. En su mayor parte, la propiedad era comunal. El gobierno se ejercía mediante «superintendentes» y un consejo común. Los miembros eran «sacerdotes», «levitas» o «israelitas», tal vez por rango más que por linaje. Los documentos conservados por el grupo y las descripciones de la secta en los autores clásicos difieren tanto unos de otros que nos permiten suponer que la secta experimentó grandes cambios durante los dos siglos anteriores a Cristo; distintos grupos pueden haber surgido de ella o tal vez se le unieron. Pero en todo caso sus características son claras. Lo esencial es una exégesis rigorista del Pentateuco, especialmente de las leyes sobre la pureza, el sábado, el calendario, la propiedad y las relaciones personales. Esta exégesis consta especialmente en los códigos legales de la secta y en los trabajos que elaboran las historias del Pentateuco (Enoch, Jubileos, el Génesis Apócrifo, Testamentos de los Doce Patriarcas). Después del Pentateuco vienen los Profetas, de cuyos trabajos los esenios pretendían entender más que los propios profetas (Comentario de Habacuc 2, 1 ss.). Ellos «comprendieron» que las profecías se referían a su propio tiempo y en numerosos comentarios especificaron las naciones, personas y acontecimientos de que se trataba. Como los profetas del Antiguo Testamento, esperaban la intervención de Dios en la historia para recompensar al bueno (ellos mismos) y castigar al malo (especialmente el sacerdocio de Jerusalén, los Fariseos, los griegos y los romanos). Pero fueron más allá que los profetas dando normas detalladas («apocalípticas») que habían de observarse en el Fin próximo (el Rollo de la Guerra). Estos trabajos procedían de la iluminación sobrenatural, que revelaba a sus autores los secretos de la Ley y les abría la compañía de los ángeles. Su consecuente sentido del pecado humano y de la salvación personal se expresaba en muchos himnos. Ésta era la secta, a juzgar por una colonia establecida en Qumran, cerca del Mar Muerto, a finales del sigloII, y por los manuscritos encontrados cerca de Qumran. Pero en Palestina existían más colonias esenias, y Flavio Josefo calcula su población en unos 4000, de modo que la secta quizá no se extinguió cuando Qumran fue tomada por los romanos en el 68 d. C.

Además de los esenios, sabemos de otros grupos rigoristas. Muchos individuos prefirieron morir antes de violar la Ley. Unos mil huyeron a las montañas y se dejaron matar antes que pelear en sábado. Otros, los «asideos» (es decir, los piadosos), se unieron inmediatamente a la revuelta de los Macabeos (I Mac. 2, 42). Su importancia fue grande: II Mac. 14, 6 habla de un informe según el cual «los asideos, cuyo caudillo es Judas Macabeo, son los que fomentan la guerra». Sin embargo, cuando el gobierno seléucida sustituyó a Menelao por Alcimo, un Sumo Sacerdote de la estirpe de Aarón, y permitió la práctica de la Ley, los asideos abandonaron a los Macabeos e hicieron la paz con Alcimo, el cual hizo después ejecutar a sesenta. Después de esto, no sabemos nada de ellos.

De Alcimo y de sus seguidores no conocemos más que referencias hostiles en los Libros de los Macabeos. Parece que representaba a los helenizantes moderados. II Macabeos dice que él se marchó, es decir, que participó en ritos helenizados mientras se declaraban fuera de la Ley los ritos tradicionales . Según I y II Macabeos, todos los helenizantes se le unieron, pero también los asideos, y Alcimo convocó una asamblea de escribas para estudiar las interpretaciones de la Ley (I Mac. 7, 12). Sus seguidores ayudaron al general seléucida Nicanor contra Judas, pero se negaban a atacar en sábado (II Mac. 15, 2). Después de la muerte de Judas, Alcimo controlaba el país. La mayor parte de los judíos hicieron la paz con él. Murió en el 159, pero su partido se mantuvo en el poder durante los siete años siguientes a Mac. 9, 54-10, 14). Cuando los Macabeos recuperaron el control del templo, después del 152, no lo purificaron ni lo consagraron de nuevo.

Los Macabeos reivindicaban, como fundador de su partido, a Matatías, un sacerdote de la familia de Joarib y residente en Jerusalén, que en el 167 se retiró a Modín, en las montañas del noroeste. Pero la familia de Joarib aparece sólo en las adiciones macabeas a las Crónicas-Ezra-Nehemías y la residencia de Jerusalén puede haber sido inventada para dar mayor consistencia a la reivindicación con un linaje sacerdotal. Los cinco hijos de Matatías, capitaneados por Judas, que recibió el sobrenombre de Macabeo («el martillo» [?]), huyeron a los montes en el 167/6 y organizaron una fuerza para defender la Ley; en dos años fueron capaces de derrotar sucesivamente al comandante de la guarnición de Jerusalén, al comandante del ejército sirio, a una fuerza enviada por el regente Lisias (Antíoco IV estaba entonces combatiendo en el este) y, por último, según se dice, al propio Lisias. Una vez adueñados del país, acabaron con los helenizantes de la ciudadela, purificaron el templo, restauraron los ritos judíos (25 Casleu, diciembre 164) y fortificaron el templo montaña («Monte Sión»). Fortificaron también Betsura, una ciudad que bloqueaba la ruta más cómoda desde la llanura costera a Jerusalén (I Mac. 4, 36-60).

Mientras tanto, los ioudaioi de los territorios cercanos eran atacados por sus vecinos: I Mac. 5; II Mac. 10, 15 ss.;12, 1 ss. loudaioi, en estos pasajes, probablemente significa «judíos», en el sentido de adeptos al culto monolátrico de Yavé, al mismo tiempo separados y unidos por su repulsa a adorar a otros dioses, según antes hemos dicho. Es significativo que no surgieran ataques desde el territorio siquemita, donde el culto monolátrico empezaba a ser popular. En otras partes los helenizantes, expulsados de Judea (geográficamente ioudaioi, es decir, judíos) por la persecución macabea, fueron bien recibidos y organizaron, a su vez, persecuciones contra los ioudaioi de religión. Que I y II Macabeos se refieran a las víctimas de estas últimas persecuciones como «los descendientes de Jacob», «los israelitas» y los miembros de «la raza» probablemente no indica una relación biológica o territorial, sino una teología macabea —el prosélito se convertía en un «israelita»—. En efecto, los ataques fueron principalmente persecuciones religiosas, reacciones contra la intolerancia en Judea.

Los Macabeos respondieron contraatacando a los idumeos en el sur, a los ammonitas en Transjordania, a los habitantes de Jamnia y Jope al este, y llevaron a cabo expediciones sobre la Transjordania septentrional («Gilead») y Galilea, de donde trajeron a «todos» los judíos a Judea. Esto indica el limitado éxito que el culto monolátrico a Yahveh había alcanzado en aquellas regiones.

Al año siguiente (163) de la muerte de Antíoco IV, Lisias, entonces regente de Antíoco V, volvió con nuevas fuerzas, derrotó a Judas, tomó Betsura y luego estableció un convenio con los Macabeos, garantizando la libertad de observar la Ley a cambio de la entrega del templo montaña y de una promesa de mantener la paz. Cuando obtuvo la montaña, derribó sus fortificaciones e inmediatamente se marchó. El Sumo Sacerdote, Menelao, fue ejecutado como causa de la revuelta. Inmediatamente después, Lisias y Antíoco V fueron derribados por Demetrio I, que nombró o volvió a nombrar Sumo Sacerdote a Alcimo, el descendiente de Aarón. Así, la consigna de los Macabeos de luchar por la Ley perdió toda su fuerza. Ellos insistían en que Alcimo estaba contaminado y no podía ser Sumo Sacerdote, pero su objeción rigorista despertó poco interés. I Macabeos ni siquiera hace mención de ella, sino que dice que Judas no hizo la paz porque Alcimo no era digno de confianza. Acaso los Macabeos habían comenzado a soñar con la dominación de Judea. De todos modos incluso los asideos se pasaron a Alcimo. Judas todavía luchó en el país y hasta mató a un general —Nicanor—, que trató de derrotar a sus guerrillas con levas locales (marzo, 161), pero el propio Judas fue muerto en el año 160. Sus hermanos, acaudillados ahora por Jonatán, fueron arrojados hasta Transjordania, luego conquistaron un pequeño sector en Judea y finalmente hicieron la paz con los Seléucidas, cesando así la lucha (I Mac. 7-9).

Sin embargo, cuando estalló un conflicto por el trono seléucida, en el 153/2, entre Demetrio y Alejandro Balas, ambos contendientes buscaron el apoyo de los Macabeos. Alejandro nombró a Jonatás Sumo Sacerdote (I Mac. 10, 20), «amigo del Rey», general y gobernador de la provincia. Autorizado así Jonatán, volvió a fortificar el templo montaña y se dispuso a conquistar la llanura palestina dirigiéndose al puerto de Jope. (Si se apoderaba de Jope, los peregrinos desde las tierras mediterráneas no tendrían que pasar a través de territorios vecinos hostiles, pues Judea podría ser un corredor para el comercio mediterráneo y nabateo, en el que podría haber oportunidades [que luego aprovecharon los Macabeos] para la piratería. La suerte le favoreció: hasta el año 143 (inmediatamente después de haberse instalado en Jope la guarnición macabea), no fue preso por traición y ejecutado. Su subida al sumo sacerdocio y sus alianzas con los gentiles habían dado lugar a críticas en Judea; Flavio Josefo señala su existencia en las sectas judías. Sin embargo, su hermano Simón prosiguió su labor, aseguró la libertad de tributación para Judea (en el 142), estableció una colonia judía en Gázara, en la llanura (en el 142), sitió por el hambre y arrojó a los de la ciudadela (141), se construyó para sí mismo un palacio y una fortaleza en Jerusalén, consiguió que su sumo sacerdote fuese confirmado por una asamblea nacional (140), asumió el título de «etnarca» (140), y empezó a acuñar (139) sus propias monedas de cobre, que llevan en hebreo la leyenda: «En el cuarto año de la liberación de Sión». Fue asesinado en el año 134.

El hijo de Simón, Juan Hircano, fue muy pronto vencido por Antíoco VII, que le empujó a una expedición contra los partos, en la que Antíoco perdió la vida, pero Hircano escapó (129 a. C.). De regreso en Judea, Hircano puso en pie una fuerza mercenaria, volvió a Gázara y Jope y conquistó partes de Idumea al sur y de Samaria al norte. Destruyó el templo de Gerizim y habría anexionado a sus seguidores a Jerusalén, pero los siquemitas se negaron a ser anexionados y lo hicieron con el culto en la sinagoga. «El cisma samaritano» era ya completo. Pero los idumeos fueron anexionados, obligados a aceptar la circuncisión y el resto de la Ley, y así se convirtieron, legalmente, en «judíos». Las aventuras militares de Hircano produjeron una considerable tensión en Judea, donde tuvo que luchar contra una sedición de los Fariseos, saliendo victorioso gracias sin duda a sus mercenarios.

El hijo de Hircano, Judah-Aristóbulo (104-3 a. C.), conquistó parte de Iturea y obligó a sus habitantes a hacerse judíos. Fue también el primero de los Macabeos que ciñó la corona. A su muerte, su viuda, Salomé-Alejandra (de 37 años de edad), ocupó el trono y se casó con el hermano de Judah-Aristóbulo, Alejandro-Jonatán, de 24 años. (El nombre griego precede ahora al otro: Jonatán se convierte en el sobrenombre Jannae). Alejandro guerreó incesantemente y al fin dominó gran parte de Transjordania y la llanura costera. Sus mercenarios ascendían por lo menos a 6000. (Utilizó a pisidianos y cilicianos, tal vez por su experiencia en la piratería). La moneda de su padre, que había declarado en hebreo que había sido puesta en circulación por «Juan, el Sumo Sacerdote, y por la comunidad judía», fue sustituida por una nueva, que se declaraba a sí misma, en griego y en hebreo, «del rey Alejandro». Sus mercenarios le salvaron de una insurrección y volvió a acuñar las monedas griegas con una leyenda hebrea como la que había en las de su padre. Pero un nuevo estallido dio origen a una guerra de seis años, en la que se dice que mató a 50 000 judíos. Hacia el final, podría reunir todavía a unos 10 000 judíos partidarios suyos, pero sus enemigos llamaron a Demetrio III y le derrotaron. Sin embargo, después de la derrota, unos 6000 de aquéllos desertaron y Demetrio se retiró, por lo que Alejandro acabó dominando la revuelta. Para celebrar su victoria, crucificó a 800 enemigos como decoración para un banquete («una cosa que nunca se había hecho antes en Israel», dice el esenio comentarista de Nahum, 2, 12). 8000 abandonaron el país y ya no hubo más resistencia abierta.

Tras la muerte de Alejandro, en el 76, Salomé-Alejandra (ahora, de 64 años) nombró Sumo Sacerdote a su hijo mayor, Hircano II, reservándose ella el control del gobierno. Su reinado fue de poca acción militar en el exterior; en el interior, mantuvo la paz haciendo concesiones a los Fariseos, a la vez que duplicaba el ejército y lo mantenía a punto. Así pudo permitir a los Fariseos que ejecutasen a muchos consejeros de su primer marido (en su mayoría Saduceos). Otros encontraron un protector en su hijo más joven, Aristóbulo II, el cual, a la muerte de su madre, en el 67, obligó a Hircano a abdicar. Hircano entonces buscó refugio entre los nabateos, de donde volvió con un ejército de 50 000 hombres y cercó a Aristóbulo en Jerusalén. Entonces se produjo la intervención de Pompeyo —los dos hermanos apelaron a él—, quien decidió a favor de Hircano y le restableció en Jerusalén.

Para estudiar la significación religiosa de la historia de los Macabeos hay que distinguir dos períodos: la revuelta bajo Judas y la construcción del Estado Macabeo bajo Jonatán y sus sucesores.

El triunfo de Judas salvó el culto monolátrico de la intolerancia religiosa —o Yavé o los otros dioses, o la religión «verdadera» o la «falsa»— que a través del Cristianismo, del Judaísmo rabínico y del Islam ha sido uno de los factores más importantes de la historia intelectual y política. Esto es tan claro que no ofrece dudas, pero la revuelta de Judas ha sido frecuentemente tergiversada en cuanto a dos aspectos menores.

Primero, en cuanto a la helenización. El objetivo de la revuelta era el de asegurar la observancia de la Ley, especialmente en las zonas atacadas por los helenizantes: ritual público, prohibición de adorar a otros dioses y observancias privadas, sobre todo de la circulación, del sábado y de los tabúes alimenticios. No fue una revuelta contra todo helenismo como tal. Los Macabeos escribieron pidiendo ayuda a los judíos helenizados en Egipto, y Judas mantuvo contactos con una embajada romana. Tuvo en su partido a hombres a los que pudo mandar como embajadores a Roma. Utilizó máquinas militares helenísticas y formas helenísticas de adivinación, decoró el templo al estilo helenístico, celebró su purificación con una procesión llevando tirsos y palmas y a la manera griega llevó también a cabo la celebración anual. Los Macabeos fueron seguramente devotos de la tradición bíblica, y Judas hizo una colección de libros, limitada, sin duda, al canon hebreo. Pero el renacimiento de lo hebreo no es una exclusión de lo griego. (La helenización de los últimos Macabeos es evidente, y ni siquiera las sectas rigoristas se opusieron al helenismo en cuanto tal. Los Jubileos, aunque devotos de la Ley, propusieron introducir un calendario solar; el texto bíblico y la exégesis de los Fariseos se modificaron según el saber helenístico, y en Qumran se han encontrado manuscritos griegos).

Segundo, en cuanto a la Ley. Los Macabeos eran devotos de su preservación, pero liberales respecto a su interpretación. Ellos interpretaban que la ley del sábado permitía la propia defensa. Incluyeron sus victorias en el calendario ritual y probablemente introdujeron el Purim. Fueron rigoristas para rechazar a Alcimo, pero no restauraron la línea legítima del sumo sacerdocio. Los asideos, que fueron fanáticos de la Ley, preferían Alcimo a los Macabeos. El sumo sacerdocio de Jonatán, aceptado por Alejandro Balas, no tenía mejor base que el de Jasón o el de Menelao, y de ahí la preocupación de Simón de ser nombrado por voto popular. Pero también esto era ilegal. Según la Ley, el Sumo Sacerdote era nombrado por Dios. Ya se ha hablado de la oposición de los Fariseos a Hircano y Alejandro. Comprensiblemente, los Libros de los Macabeos no fueron admitidos como sagrados por los Fariseos.

El triunfo de los últimos Macabeos fue de gran importancia religiosa, pues aumentó considerablemente el prestigio del culto monolátrico judío. Jerusalén se convirtió en famoso centro de peregrinación, y otros centros del culto de Yahveh adoptaron el modelo judío. Este proceso fue estimulado por la diplomacia macabea, consiguiendo, por ejemplo, una carta circular de Roma a la mayoría de los Estados orientales del Mediterráneo, ordenando que los helenizantes que hubieran huido a aquellos países debían ser entregados a Simón. Además, los Macabeos extendieron el Judaísmo en Palestina, por ejemplo, mediante la influencia y la coacción y, en especial, obligaron a convertirse a los idumeos y a los itureos. Al procurarse tales adeptos, los Macabeos esperaban aumentar su potencial militar y al mismo tiempo incrementar el número de judíos indiferentes a las sutilezas de la interpretación legal, compensando así el desarrollo de las sectas rigoristas. Para este objetivo se valieron también de la esclavización de poblaciones enteras. Así surgió un gran número de judíos corrientes, que no eran miembros de secta especial alguna, a los que los Fariseos llamaron despectivamente «la gente de la tierra». En la llanura costera, Idumea, Transjordania occidental y Galilea, esta población judía no sectaria centró la atención casi exclusiva de los últimos Macabeos. Ella les facilitaba fuerza militar para las revueltas contra Roma y piedad popular para sostén de profetas y taumaturgos como Juan el Bautista y Jesús.

Este desarrollo corrió parejo con un desarrollo contrario de las sectas caracterizadas por especiales interpretaciones de la Ley. Tres de ellas —esenios, fariseos y saduceos— se mencionan por primera vez en la segunda parte del sumo sacerdocio de Jonatás, según hemos visto más arriba. Al describir a los Fariseos y a los Saduceos del período macabeo, Josefo los presenta erróneamente como escuelas filosóficas más que como escuelas legales. También en las Antigüedades se decide a recomendar a los romanos que los Fariseos son la única secta que deben apoyar si quieren una colonización pacífica en Palestina. Por ello, eliminó todos los pasajes desfavorables a los Fariseos y mantuvo insistentemente que ellos gozaban de la máxima influencia entre el pueblo y que ningún gobierno podría considerarse seguro sin su apoyo, «hechos» de los que habla poco o nada en la Guerra y que difícilmente son compatibles con el desarrollo de los acontecimientos: Hircano y Alejandro permanecieron en el poder, a pesar de la resistencia farisea; Aristóbulo II, enemigo de los Fariseos, tuvo evidentemente un apoyo mayoritario.

Los Saduceos procedían sobre todo de la alta clase sacerdotal (Hechos, 5, 7) y de los ricos. Su característica legal era la repulsa de la obligatoriedad de las tradiciones al margen de la ley escrita, pone el juicio de los casos disputados en manos de los sacerdotes levíticos y coloca al «juez» (probablemente interpretado como «Sumo Sacerdote») junto al Arca de la Alianza; para un tribunal supremo, la ventaja de no verse constreñido por una tradición es evidente. La negación de la obligatoriedad de las tradiciones no excluye su consideración, y los Saduceos tenían y habitualmente siguieron las suyas propias. Por medio de Hircano, incluso trataron de obligar al pueblo a que las siguiese también. Desde que el partido estaba formado principalmente por las viejas familias sacerdotales, los Macabeos ya no eran miembros de él. Se dice que Hircano había cambiado su adhesión de los Fariseos a los Saduceos, pero es inverosímil que fuese miembro de los dos partidos. Como aristócratas ricos, los Saduceos fueron probablemente helenizados, pero esto no implica que fuesen indiferentes a la Ley. Sus tribunales tenían reputación de severos y Josefo los describe como meticulosos en cuestiones de ritual. Cuando Pompeyo tomó el templo, en el año 63, los sacerdotes saduceos continuaron los sacrificios prescritos hasta que fueron muertos sobre el altar (Guerra I, 150; esto es retórica, pero constituye una prueba evidente de su reputación).

Los Fariseos («los separados», se entiende, de la impureza) tenían una especial tradición de la exégesis legal e introdujeron muchos requisitos que no figuraban en la Ley escrita, tratando de imponerlos al pueblo mediante ordenanzas civiles. Fomentaron las penitencias leves y los Esenios les llamaron «los que buscan cosas suaves» o «dan suaves interpretaciones». Esto hace pensar en una posición intermedia. La fuente de su tradición es desconocida y la afirmación de que desciende de Simón el Justo es insostenible. Lo que fue la tradición durante el período macabeo es también, en su mayor parte, desconocido. Algunos del partido se oponían al sumo sacerdocio de los Macabeos, y parece que dirigieron las revueltas bajo Hircano y Alejandro, de las que hemos hablado más arriba, de modo que ellos fueron, probablemente, los que llamaron a Demetrio III, y de ellos fueron la mayoría de los 800 crucificados y de los 8000 que huyeron del país. Hacia el año 10 a. C. eran más de 6000. Sus destierros, sus ejecuciones y la reimplantación por la ley civil de sus exigencias sectarias, bajo Salomé e Hircano II, probablemente contribuyeron en gran medida a asegurar el sostén popular de Aristóbulo II.

Cuando Pompeyo penetró en Damasco, unos 200 judíos notables apelaron a él diciendo que los antepasados de los Macabeos habían obtenido injustamente la primacía de los judíos, se habían apartado de las leyes ancestrales y habían esclavizado a los ciudadanos. En justicia, los judíos no deberían tener un rey, sino sólo un Sumo Sacerdote. Que éstos fuesen los Fariseos (que confiaban en gobernar por medio de Hircano) o los Saduceos (cuyos dirigentes habían sido salvados por Aristóbulo) es inverosímil. Lo más probable es que fuese la clase media judía, que no pertenecía a ninguna de las sectas especiales. Tal vez Judith y Tobías sean resultados de su trabajo..

Tanto el desarrollo sectario como el nacional contribuyeron al gran renacimiento de la literatura hebrea en los siglos IIy I a. C., empezando por los poemas gnómicos de Sirac (hacia 180). El material esenio y su análogo han sido mencionados ya. Los himnos esenios figuran entre las obras maestras de la época. Su esquizofrénica alternancia entre el cuerpo de corrupción y el espíritu de gracia reaparece en Pablo con una influencia incalculable. Unos pocos salmos canónicos (por ejemplo, el 79 y el 149) pueden datar del período macabeo, como pueden ser glosas ocasionales a los libros proféticos e históricos, especialmente Crónicas. El «apocalipsis» (un relato de una visión cuyos detalles se refieren a los acontecimientos de la historia supuestamente futura, seguido de una explicación de esas referencias, y anticipando un Fin divinamente ordenado) aparece en Enoch y en Daniel (164/3), y desde entonces constituye un vehículo común de teodicea y de piadosa y sangrienta anticipación. Relacionados con los apocalípticos hay relatos de subidas a los cielos y del trono divino y de liturgia de los ángeles. Estos tienen después importancia en la magia y en el misticismo. Relacionada también con los relatos apocalípticos hay una exégesis tipológica que trata los textos como si fuesen visiones apocalípticas y explica cada detalle come referido a algún acontecimiento ulterior. Con I Macabeos, la antigua historiografía hebrea produce su última obra maestra.

Toda esta literatura está caracterizada por el «clasicismo», que singulariza los trabajos del período helenístico tanto en hebreo como en griego. I Mac. imita las historias hebreas clásicas; Daniel y Enoch, a los profetas; Jubileos y Testamentos, al Génesis. Sirac imita los Proverbios; los himnos proceden de los Salmos; la glosa y la exégesis son típicas de la erudición clásica helenística. Así se forma un canon de trabajos aceptados. El hecho de que el canon de los profetas clásicos estuviese cerrado ya en el período ptolemaico tuvo la consecuencia práctica de que los profetas del tiempo macabeo no fuesen considerados nunca como iguales a los de la antigüedad. Por ello, cuando Simón deseó asegurar el sumo sacerdocio a perpetuidad, pudo suavizar la objeción legalista solicitando que le fuese concedido sólo «hasta la llegada de un verdadero profeta». En literatura, esto significa que las profecías facilitadas por la historia de los Macabeos podrían no estar expresadas directamente, sino elaboradas como antiguas profecías de Daniel, Enoch, etc.

Pero a pesar de su apego a los modelos clásicos, la literatura del tiempo de los Macabeos es rica en nuevos desarrollos. Además de los mencionados anteriormente, produjo la leyenda del mártir. El antecedente del mártir era el confesor, cuya entrega a su religión le llevó hasta el borde de la muerte, de la que se salvó generalmente por un milagro (por ejemplo, Daniel y los «tres santos niños»). El mártir muere. Esto presupone una vida después de la muerte, y II Macabeos, donde aparecen las leyendas de los mártires, menciona también la resurrección de los muertos . Esta mención demuestra que tal creencia todavía no era aceptada universalmente ni siquiera entre los presuntos lectores; los Saduceos no la aceptaron nunca (Hechos, 23, 8).

Como literatura, la leyenda del mártir es una forma especializada de la pequeña historia piadosa. Muchas pequeñas historias debieron de haber sido escritas en hebreo durante el período macabeo; hasta nosotros han llegado traducciones griegas de Judith, de Tobías y de las adiciones a Daniel, así como el texto original de Esther. Como ornamentos de estas historias, fueron populares y circularon también independientemente oraciones, confesiones de pecados e himnos de acción de gracias. (La Oración de Manasés, Baruch, las Odas).

El triunfo de Esther se manifiesta en el festival del Purim, celebrando la supervivencia de culto monolátrico de Yavé en la diáspora. La adopción del festival y la preservación de la historia por los Macabeos figuran entre los signos de su atención a la diáspora, así como de su influencia y probableéxito en Palestina, factores que sirven de fon do a la historia precedente y que no deben ser olvidados.

 

IV. LA MESOPOTAMIA SELÉUCIDA

 

La historia de las monarquías helenísticas y, muy especialmente, la de las relaciones entre las comunidades griegas y los medios indígenas es de las más difíciles y de las peor documentadas de la antigüedad. Intentar el estudio de la Mesopotamia helenística puede parecer una tarea estéril y de escaso interés, a causa de las muchas lagunas que hay en la documentación y del poco brillo de este período, si se compara con los veinticinco grandes siglos de civilización que le precedieron. Y, sin embargo, sabemos que la Mesopotamia, y sobre todo Babilonia, estaba destinada, en el pensamiento político de los Seléucidas, a ser uno de los pilares de su imperio; disponemos de tablillas cuneiformes que pueden darnos, acerca de la sociedad indígena, informaciones que sólo Egipto ha facilitado en cantidades más considerables; hay, en fin, una cierta probabilidad de que el pensamiento y los trabajos de los eruditos babilonios hayan estimulado y ayudado a la obra de sus colegas griegos de los tiempos helenísticos, contribuyendo al nacimiento de un pensamiento científico del que lo esencial había de sobrevivir en Europa hasta los Tiempos Modernos. Esto bastaría para que el historiador de la antigüedad sueñe con sacar todo el partido posible de la documentación de que dispone; debe comenzar a clasificarla, evaluarla y apreciar todo lo que puede aprovechar de ella.

En lo que se refiere a las informaciones de los historiadores griegos y latinos, y a su insuficiencia, remitimos al lector a los capítulos de historia del mundo griego helenístico, y nos interesamos aquí en la documentación que ha sido recogida en el propio Oriente, sobre el terreno. En comparación con la gran cantidad de papiros demóticos y griegos de Egipto, el número de los textos cuneiformes parece irrisorio y, un poco apresuradamente, se ha decidido que, en los últimos siglos anteriores a la era cristiana, el acadio había llegado a ser una lengua muerta. En efecto, diversos indicios permiten afirmar que, en aquella época, el arameo era de uso diario en todas partes, como también el griego, lengua de los administradores, de los negociantes y de los soldados; las letras de una y otra lengua sólo excepcionalmente se grabaron en arcilla, y mucho, en cambio, en papiros o en cuero, que el clima mesopotámico no ha respetado; un solo pergamino entero ha sido encontrado, procedente de Dura-Europos; pero Seleucia del Tigris, la enorme capital que acaso contó con 600 000 habitantes, no nos ha dado más que insignificantes fragmentos. De los textos desaparecidos sabemos, al menos, que existían: en muchos yacimientos se han descubierto sellos planos y las bullae (especie de cubiertas, en arcilla como los sellos, y con diversas indicaciones), que servían para dar validez a los documentos a los cuales se unían. Es más sorprendente que se hayan encontrado tan pocas inscripciones griegas, aun contando las que pertenecen a la época parta y que nos prueban la permanencia de la cultura helénica. Pero debemos tener presentes las condiciones en que se hizo la exploración arqueológica.

Hubo, en primer lugar, enormes destrucciones. Para no hablar más que de la antigüedad, basta recordar las guerras de los Seléucidas contra los partos, y de los partos, y luego de los Sasánidas, contra los romanos. Frecuentemente, los testimonios de la época helenística han desaparecido ya en la antigüedad, a causa de las realizaciones urbanas que fueron la mejor ilustración de la Pax Romana, o de los arreglos ordenados por los reyes arsácidas: así, Dura-Europos, tal como la han descubierto los arqueólogos, es apenas una ciudad helenística, a pesar de haber sido fundada por Seleuco I. Por último, las capas arqueológicas ricas en documentos de la época helenística han sido frecuentemente olvidadas o desdeñadas; las excavaciones de Uruk Warka son un caso excepcional, cuyos resultados abarcan tres milenios de la historia de una zona. Pero sabemos que las excavaciones de Babilonia deberían ser reanudadas y proseguidas para un mejor conocimiento de los últimos siglos de su historia; sin embargo, ¿cómo los exploradores no iban a preocuparse más que de buscar los testimonios de la historia de los siglos anteriores, en los que Babilonia fue la más grande de las ciudades del antiguo Oriente? A veces, cabe el temor de no apreciar suficientemente la importancia relativa de los descubrimientos; los resultados obtenidos en Susa no deben ocultarnos que Seleucia de Euleo (éste era el nuevo nombre de la ciudad, después de haber sido elevada a la categoría de polis) no era más que un pueblo; y se ha podido sostener que Dura-Europos había sido casi demasiado bien explorada, demasiado estudiada, cuando esta ciudad de mediana importancia representó quizás, en la historia de las relaciones entre griegos e indígenas, un caso extremo o singular: de la importancia del elemento indígena a partir del siglo II a. C., del empleo del arameo, de la adoración de divinidades semíticas, se ha podido concluir que Dura-Europos ilustraba el más completo de los fracasos de la política de helenización; por el contrario, al comprobar que la población macedónica se había esforzado por conservar la pureza de su sangre y que el nuevo destino de la ciudad se debió a la necesidad de los partos de asegurar una plaza fronteriza repoblándola con orientales, ha podido afirmarse que su historia ilustraba sólo un episodio de las peripecias de las luchas de los imperios, pero no la irremediable desaparición de un helenismo desde hacía mucho tiempo moribundo.

Nuestra documentación, pues, debe ser considerada más detenidamente. En primer lugar, siempre son posibles descubrimientos en las reservas de los museos o en los tajos de las excavaciones; hasta estos últimos tiempos, se pensaba que una tablilla fechada en el s. VII a. C. representaba casi el final de la literatura cuneiforme; hoy sabemos que, todavía en el 75 d. C., se escribió una tablilla astronómica inédita. Hay comprobaciones que no pueden ser invalidadas: durante mucho tiempo, se han opuesto los 150 contratos cuneiformes de la época seléucida a los 7000 contratos neobabilónicos o persas. Sin duda, una exploración más atenta de las reservas de los museos revela que el número de contratos de la época seléucida puede ser, por lo menos, duplicado, pero lo mismo ocurrirá, probablemente, con los textos de los dos siglos precedentes, que se contarán por millares, cuando los primeros no se contarán nunca más que por cientos. La escritura cuneiforme ha retrocedido notablemente ante la escritura y la lengua arameas, por lo menos en el uso diario. Pero la más reciente edición de los textos astronómicos no matemáticos de la época seléucida no representa menos de 1648 tablillas; y textos religiosos y literarios se cuentan por centenares. Hay, pues, un gran número de textos olvidados o desdeñados, cuya publicación puede cambiar y matizar buen número de juicios. Desde hace 70 años, el trabajo de los especialistas ha desmontado el mito de la enseñanza esotérica de los sabios caldeos, fundada sobre una astrología abrumadora y animada por una mística de los números; la ciencia caldea ha sido muy diferente, y su naturaleza no será verdaderamente conocida hasta después de un largo y austero trabajo de publicación de textos científicos, entre los que los matemáticos han sido los últimos en ser abordados. El acadio no estaba moribundo aún; era, por lo menos, la lengua de los literatos, de los sabios y de los juristas, y se hablaba frecuentemente, como pueden atestiguarlo las faltas que lo esmaltaban y que son testimonio de su simplificación morfológica y sintáctica.

Nadie sabe lo que realmente puede esperarse de los ulteriores trabajos de los arqueólogos. La explotación tardía de las fuentes cuneiformes de la época helenística ha desembocado ya en importantes descubrimientos. La publicación, en 1924, de la Crónica babilónica, que se refería a los Diádocos, ha completado nuestros conocimientos de una manera inesperada; los autores clásicos no decían nada de las disputas de Antígono el Cíclope y de Seleuco I después del 312; el documento cuneiforme ha revelado que la guerra asoló a Oriente entre el 310 y el 307, en un tiempo en que Antígono, contenido por sus rivales en su avance hacia el mar Egeo, se esforzaba por apoderarse del Oriente y de sus enormes recursos. A los problemas, tan espinosos, de la cronología helenística, los textos cuneiformes han venido a aportar, si no soluciones inmediatas, por lo menos elementos tan numerosos que su investigación sistemática llevará, un día, a gran número de soluciones. Ya una lista real de la época helenística ha replanteado la cronología aceptada a propósito de los años 281-279, modificando en algunos meses la fecha de la muerte de Seleuco I, que habría que colocar entre el 25 de agosto y el 24 de septiembre del 281, y no en diciembre como venía haciéndose tradicionalmente.

La época helenística en Mesopotamia ofrece, seguramente, un vivo contraste con los siglos precedentes, cuando los imperios mesopotámicos se imponían por su fuerza y su brillante civilización. Pero el reconocimiento y la utilización de los documentos de esta época son todavía demasiado insuficientes para que puedan pronunciarse juicios definitivos; así como los eruditos han destruido la imagen de una Babilonia de misterioso saber, debemos hoy cuidarnos de no afirmar la muerte rápida de la cultura tradicional o de considerar insignificante la presencia de los griegos en Mesopotamia porque sólo disponemos de un pequeño número de textos epigráficos.

Una más amplia documentación serviría, en primer lugar, para una mejor apreciación del papel de Mesopotamia, y especialmente de Babilonia, en el conjunto del imperio y de la política de los Seléucidas. Suele oponerse la actitud de los soberanos griegos a la de los Aqueménidas; a Jerjes, destructor de Babilonia, sublevada entre el 480 y el 476, a Alejandro, que hizo de ella su capital y ordenó la reconstrucción del templo de Marduk, en el 331. Las luchas de los Diádocos fueron un tiempo de calamidades. En las sangrientas rivalidades que los enfrentaban Mesopotamia era una pieza demasiado considerable: sus ejércitos la devastaron. En el 321, tras la partición acordada en Triparadiso, Seleuco era sátrapa de Babilonia, pero subordinado a Antígono el Cíclope, estratega de los ejércitos de Asia. Seleuco sirvió a Antígono contra Eumenes de Cardia, que tomó Babilonia en el 318, pero que pereció en el 316, tras su derrota en Gadamarga. Cuando Antígono volvió, victorioso, de aquella campaña, fue recibido por Seleuco, que ya había recuperado Babilonia. Ignoramos las razones y las circunstancias de la desavenencia de los dos hombres: Seleuco huyó a Egipto, tal vez porque había inquietado a Antígono a causa de su autoridad sobre la satrapía de Babilonia; la ciudad fue saqueada, y confiada, con su provincia, a Pitón, hijo de Agenor. Seleuco tomó su desquite cuando el ejército de Antígono fue derrotado en Gaza por el de Ptolomeo (312): con un millar de hombres se apoderó de Babilonia, se aseguró de nuevo su antigua satrapía y partió hacia Oriente, para reconstruir, en su propio beneficio, el imperio de Alejandro. Fue excluido de la paz general del 311, porque Antígono no podía dejar en manos de un rival los enormes recursos de las satrapías orientales; en el 311, Demetrio Poliorcetes había penetrado en Babilonia, en una incursión sin posibilidades de futuro, pero que sometió a la ciudad a un nuevo saqueo. Desde el 310 al 307, Mesopotamia fue uno de los campos de batalla en que se enfrentaron los ejércitos de los dos rivales, sin que Antígono lograse arrebatársela a Seleuco, que la conservó también en la paz del 307. El equilibrio de fuerzas iba rompiéndose en perjuicio de Antígono. Cuando las hostilidades se reanudaron en el 303, la potencia de Seleuco y, sobre todo, sus elefantes de guerra dieron el triunfo a los coaligados. Antígono fue vencido y muerto en Ipso, en la primavera del 301. Anteriormente, su ofensiva en Mesopotamia no había tenido otro resultado que la toma y el saqueo de Babilonia, durante el verano del 302.

Como consecuencia de Ipso, Seleuco se había asegurado la posesión de un inmenso imperio que iba desde Siria hasta el Indo. Babilonia había sido el primer elemento de aquel conjunto, y el recuerdo de este hecho debía perpetuarse. Como los otros Diádocos, Seleuco había tomado el título de rey en 305/4. Sin embargo, tomó como punto de partida de una nueva era, que sería la era seléucida, la fecha de su entrada en Babilonia, en el 312, tras la batalla de Gaza. Según se tomase para comienzo del año el primer mes del calendario macedónico, el de Dios (octubre), o el primer mes del calendario mesopotámico, el de Nisan (marzo-abril), la era seléucida comenzaba en octubre del 312, como se utilizó en las provincias occidentales del imperio, o en marzo-abril del 311, como se hizo en Babilonia y en las satrapías orientales. La coherencia y la comodidad de este sistema de fechas permitieron que en Oriente lo conservaran hasta mucho después de la dominación seléucida. Babilonia seguía siendo el corazón del nuevo imperio, pero Seleuco no quería hacer de Babilonia su capital; quizá porque estaba devastada, quizá para unir su nombre a una capital que él crearía, pero más probablemente para fundar su autoridad de rey griego sobre una ciudad griega, y no sobre una ciudad que era la más acabada expresión de la cultura de los bárbaros, fundó Seleucia del Tigris. A la vez complementaria y rival de Babilonia, Seleucia recibió una parte de la población de esta última bajo los reinados de Seleuco I y de Antíoco I, que debilitaron en igual medida a la vieja ciudad caldea. Sólo dejaron un reducido número de habitantes, agrupados alrededor de los templos.

La situación creada en Babilonia por la existencia de dos ciudades, la una heredera de un pasado prestigio, y la otra nueva, pero fuerte por su situación política y económica que le dio quizás una población de unos 600 000 habitantes, era la consecuencia del objetivo político de los Seléucidas: crear, en el corazón de sus Estados, un conjunto de tierras helenizadas sobre las que mantendrían una sólida dominación y del que las satrapías orientales no serían más que prolongación. Con este fin quisieron, en primer lugar, fundar una especie de nueva Macedonia en Siria y en Mesopotamia septentrional, tal como nos lo aseguran las numerosas fundaciones de ciudades y los nombres macedónicos o dinásticos que les impusieron. Al este del núcleo que formaban Antioquía, Laodicea, Apamea y Seleucia de Pieria, muchas ciudades prolongaban más allá del Éufrates la presencia de una población grecomacedónica relativamente importante: Zeugma, Antípolis, Macedonópolis, Carras, Edesa, Niceforio, etc. Pero, en Asiria, no conocemos la existencia más que de una Alejandría de Demetríade y de Apolonia. El esfuerzo de los reyes seléucidas tenía sus límites: en contraste con Siria y la Mesopotamia occidental, donde el número de ciudades era relativamente elevado, como el de griegos y de macedonios, no se trataba ya más que de fundaciones espaciadas. Desde Edesa hasta Asiria, no había más que las ciudades de Antioquía de Migdonia (Nisibis) y Epifania; la población grecomacedónica de las ciudades o de los pueblos rurales siguió estando allí demasiado esparcida para que los Seléucidas consintiesen en crear ciudades nuevas (con todos los privilegios concedidos a la polis) antes de Antíoco IV Epífanes (175-169). Por el contrario, Babilonia, con su prolongación, Susiana, fue una región privilegiada.

Hacia el este, sus puestos avanzados eran las fortalezas y las pocas ciudades de la llanura irania. Hacia el norte y el noroeste, las fortalezas que jalonaban los valles del Tigris y del Éufrates aseguraban las comunicaciones con Siria y el norte de Mesopotamia: Dura-Europos fue la más ilustre de aquellas fundaciones, de carácter militar y comercial. En el corazón de Babilonia, Seleucia del Tigris: gran centro comercial y bancario, punto de reunión de los griegos que se aventuraban hasta las puertas del Asia, era la capital política del Oriente seléucida y residencia de Antíoco I, que gobernaba como virrey las satrapías orientales (286). Alrededor de aquel enorme centro urbano, la presencia griega se afirmaba en Seleucia de Euleo (la antigua Susa), en Seleucia de Eritrea sobre el golfo Pérsico, en varias Apameas y en varias Antioquías. En la costa de Arabia, prolongaban la presencia griega los pueblos de Larisa, Calcis y Aretusa. Pero Babilonia tenía una numerosísima población indígena, y las ciudades de Babilonia y de Uruk eran todavía demasiado importantes, incluso después de las deportaciones de babilonios a Seleucia del Tigris, para que los Seléucidas se propusiesen convertirlas en ciudades griegas; sus esfuerzos para helenizarlas, al menos parcialmente, nos relevan del estudio de las relaciones entre la cultura griega y las tradiciones todavía vivas de la cultura babilónica.

Es indudable que Babilonia representaba para los Seléucidas una región especialmente importante. Devastada a la caída de la potencia asiria, la Mesopotamia del norte no era ya más que una prolongación de la Siria seléucida y la vida de la cuenca mesopotámica, si alguna vez la hubo, tendría, desde entonces, que organizarse y desenvolverse en el seno de unidades regionales cada vez más restringidas. Administrativamente, los Seléucidas distinguían las satrapías de Mesopotamia (el curso superior del Tigris y del Éufrates) y de Babilonia, y también la satrapía de Parapotamia (el curso medio del Éufrates). Las satrapías estaban, a su vez, divididas en eparquías, identificables por sus nombres, frecuentemente terminados en -ena, y que a menudo se organizaron, después de dos o tres siglos, en pequeñas unidades regionales que resucitaban los antiguos particularismos, correspondiendo Caracena al antiguo País de la Mar, Adiabena a Asiria, Osroena al Bi Adini, etc. Lo que sabemos de la vida económica confirma el fraccionamiento de la cuenca mesopotámica en grandes regiones, independientes las unas de las otras: las monedas y la cerámica encontradas en Mesopotamia septentrional, especialmente en Nínive y en Nimrud, prueban que toda aquella región vivía en constantes relaciones con el oeste, mientras que Babilonia y Susiana, aunque sin aislarse, representaban una área de fabricaciones y de intercambios fácilmente relacionable con las tierras del este.

Mesopotamia volvió a convertirse en un campo de batalla con motivo de la incursión de Ptolomeo III durante la tercera guerra de Siria (246-241), o cuando Antíoco tuvo que combatir al usurpador Molón, que se había adjudicado un imperio desde Babilonia hasta Bactriana (222-220). Pero fue en el siglo II cuando volvieron a ensangrentarla guerras continuadas. Las luchas dinásticas y las usurpaciones, así como las intrigas de Roma, que las favorecía, debilitaron a los Seléucidas, hasta el punto de que no pudieron impedir que Armenia y Palestina se apartasen de su autoridad ni, sobre todo, organizar una acción eficaz contra las campañas de los partos. Desde el siglo III, las incursiones de su caballería venían a asolar las satrapías orientales. A partir del siglo II, Mesopotamia se convertía, al principio episódicamente, en una región fronteriza. Tras el reinado de Antíoco IV, su historia, frecuentemente oscura, no fue ya más que un torbellino de campañas y de reconquistas, en las que reyes y aventureros acumularon las devastaciones. Mientras Antíoco V, Alejandro Balas y Demetrio I se disputaban el trono, el sátrapa de Media, Timarco, se proclamó rey de Babilonia; tras un año de reinado, fue muerto por Demetrio I (161-160). Vinieron los partos. Penetrando en Mesopotamia en el 153, Mitrídates I se apoderó de Babilonia en julio del 141; Demetrio II se la reconquistó, y él la recuperó, nuevamente, en el 140, y aseguró la permanencia parta, fundando el campo militar de Ctesifonte. La frontera del imperio seléucida se detenía ahora en el Éufrates. Antíoco VII Sidetes emprendió la última gran campaña de la dinastía. En el 130 Babilonia fue reconquistada, pero el ejército seléucida fue definitivamente aplastado en Media en la primavera del 129. Aquella derrota, «la catástrofe del helenismo en Asia continental, al mismo tiempo que la del imperio seléucida», rechazaba, definitivamente, a los Seléucidas más allá del Éufrates. Las desgracias de Babilonia no habían terminado. Según sabemos, sobre todo por las monedas, un antiguo sátrapa de Antíoco VII, Hispaosines, se declaró independiente y reinó en la Caracena con el título de «rey de Babilonia», volviendo a fundar una Antioquía situada sobre el golfo Pérsico, con el nombre de Spasinou Charax («el dique de Hispaosines»). A lo largo del Éufrates, se estableció una serie de pequeños reinos, gobernados por reyezuelos árabes, nominalmente vasallos de los Seléucidas o de los partos; el más extenso sería el de Osroena (el antiguo Bit Adini, junto al Éufrates), donde, en el 130, reinaba el rey Abgar. Era el retorno a un desmenuzamiento político que sólo los grandes imperios habían evitado. Incluso el imperio asirio de los Sargónidas había tenido que consentir, de momento, la casi independencia del País de la Mar. Un tal Himero reconquistó la Caracena, tomando y saqueando Seleucia del Tigris y Babilonia, y maltratando a la población. Pero, siendo uno de los generales del soberano arsácida, le traicionó y se proclamó rey de Babilonia, y lo primero que hizo fue fechar los documentos escritos a la vez según la era seléucida y según la era arsácida (126-122). Mitrídates II puso fin al pequeño reino mediante una última campaña, en la que, por novena vez en menos de 40 años, Babilonia vio entrar un ejército dentro de sus murallas.

A partir del reinado de Seleuco II (246-226), los Seléucidas no ostentaron ya en Babilonia otro título que el de «rey», y no se sometieron a ceremonias de entronización que habrían significado que la satrapía gozaba de un estatuto político particular. Se les atribuyó, sin embargo, el mérito de retornar a una tradición política en la que se conciliaban la autoridad y la benevolencia, a pesar de que no hacían más que aplicar a Babilonia unos principios de gobierno valederos para todo su imperio. Era bastante para que pudiese alabárseles por respetar unas tradiciones que los últimos Aqueménidas habían pisoteado. Al extender a todo su imperio un sistema de tarifas y de impuestos nuevos, lo impusieron también a Babilonia, aunque concediendo a los templos algunos de los privilegios que reconocieron también a otros santuarios, como la dispensa de tarifas de registros para ciertos documentos jurídicos. No saquearon los bienes de los dioses, aunque en Jerusalén y en Elam lo hicieron, y a pesar de que los templos de Babilonia eran muy ricos a juzgar por las transacciones de que eran objeto las prebendas eclesiásticas. Ayudaron a reedificar y embellecer los templos de las viejas ciudades allí como en otras partes, y especialmente como Laodicea lo hizo con el templo de Bambice; los responsables de las construcciones emprendidas en Uruk eran dos indígenas helenizados, que se honraban llamándose Nicarco y Cefalón. En Babilonia, Antíoco I hizo acabar el desmonte del Esagil, el templo de Marduk, sin que sepamos, por otra parte, qué fue lo que mandó edificar después; el mismo soberano restauró el Ezida, el templo de Nabú, en Borsippa (269/8). A lo largo de todo el siglo III se suceden donaciones de tierras, concedidas, recogidas y vueltas a conceder a los «babilonios, borsipeanos y kutheanos». Ignoramos de qué bienes se trata y quiénes eran sus destinatarios: por lo menos, este oscuro episodio revela una cierta benevolencia de los soberanos, así como su autoridad sobre diversas categorías de bienes raíces, de los que parecen haber dispuesto a su gusto.

Mesopotamia se benefició de su entrada en la inmensa área económica que era el mundo helenístico. Los intercambios a larga distancia aparecen allí probados, como en otras partes, por la importancia de los vasos rodios, cuyas asas hemos encontrado en Dura, Seleucia, Nimrud y Uruk. Las monedas fueron allí más abundantes y las excelentes piezas de plata acuñadas por los soberanos sirvieron para la liquidación de las transacciones, cuyo importe se expresaba en moneda contante: tantas minas y tantos siclos de plata, pagables en estateras «de buen peso» de tal soberano, según una tarifa de cambio oficial. La fórmula conciliaba costumbres inmemoriales y la participación en una vasta zona de intercambios, puesto que todas las monedas de peso ático, acuñadas o no por los Seléucidas, circulaban sin obstáculo desde Grecia hasta el Irán. Y lo mismo ocurría con los pesos y las medidas: Babilonia empleaba competitivamente su propio sistema y el de Ática, que se usaba en el imperio. Además, las emisiones de piezas de cobre, acuñadas en los talleres locales, crearon, por primera vez, una moneda extendida por todas partes, que sirvió para los intercambios a corta distancia. Nos faltan medios para apreciar con algún detalle la vida económica de la Mesopotamia helenística, pero todo nos sugiere la imagen de una prosperidad mantenida por una abundante producción agrícola, que seguía siendo tradicional, por las renombradas fabricaciones de tapices, tejidos y perfumes, mientras que sólo podemos sacar conclusiones provisionales de los descubrimientos de cerámicas. Al principio Mesopotamia fue, como todo el Oriente, importadora de productos atenienses (alfarería negra barnizada), y después, megarenses (alfarería con relieves), antes de que en el siglo III se convirtiese a su vez en productora de una cerámica que ella vendió y cuya distribución parece confirmar lo que sugerían los descubrimientos monetarios: la división de Mesopotamia en dos regiones de vida económica diferente, la del Norte, cuyos productos de cerámica iban desde Asiria hasta Anatolia, y la Babilonia, cuya alfarería barnizada, azul y verde, ganaría muchos mercados a partir del siglo II. La fuerte demanda de las cortes y ciudades helenísticas dio una considerable importancia a las relaciones comerciales que unían mediante caravanas el Mediterráneo con el Extremo Oriente; cualquiera que fuese la ruta, Mesopotamia obtenía un gran beneficio. En el siglo III las comunicaciones se hacían por las rutas de la llanura irania y por la vía marítima, que bordea la costa de Arabia, hasta el país de los gerreos. La exploración arqueológica revela que los griegos se habían instalado en las pequeñas islas del golfo Pérsico, que servían de escalas a la navegación. En el siglo II, por el contrario, la más frecuentada fue la ruta que bordea la costa irania. Pero en cualquier caso, Seleucia del Tigris seguía siendo la encrucijada obligada de todo el tráfico, antes de que los productos se encaminasen hacia el noroeste por el curso del Éufrates, y después, a finales del siglo ii, por las rutas directas a través de la estepa, desde Edesa al Tigris, desde Palmira al Éufrates o desde el país de los gerreos hacia Nabatena: entonces, era el único medio de evitar el paso por las pequeñas circunscripciones jalonadas a lo largo del Éufrates, en las que era normal el saqueo de las caravanas.

El conocimiento de la población indígena de Mesopotamia está más expuesto que ningún otro a las insuficiencias de nuestra documentación. Ésta procede casi únicamente de Babilonia, donde los templos de Babilonia y de Uruk conservaron o recobraron un importante papel; ricos y bien conservados ahora por sus actividades, lo esencial de la cultura babilónica en el campo del derecho, de la literatura y de las ciencias quedaba salvado; los templos recuperaban, como en Susa el de Nanaia, una parte de las funciones que siempre habían poseído desde el IV milenio. Desgraciadamente no nos han transmitido textos que nos permitan conocer todos los aspectos de la vida social; al tratarse de los contratos o de las noticias que acompañan a los textos literarios y científicos, no alcanzamos más que la aristocracia sacerdotal, cuyo conjunto, en Uruk, por ejemplo, no pasaba de unos centenares de personas por generación. El estudio de los nombres, de las funciones y de los lazos de parentesco sugiere algunos rasgos de la vida y de la organización de un grupo muy restringido. Es probable que debamos distinguir a aquéllos de sus miembros que vivían en el siglo, del pequeño número de sacerdotes con funciones superiores. Entre los primeros, muchos eran notables en sus actividades económicas normales y participaban en la vida política. De sus filas salían, por ejemplo, los dirigentes de la ciudad, helenizados como parecen probar los nombres que se enorgullecían de llevar. A este grupo pertenecían también las pocas familias de escribas que redactaban los contratos regulando las transacciones de aquellos notables y que formaban una pequeña casta de notarios, una decena de escribas, a lo sumo, por generación, en la que se transmitían hereditariamente privilegios y conocimiento del oficio. Todos ejercían al mismo tiempo funciones sacerdotales, pero en los templos no eran más que sacerdotes menores. Por el contrario, la élite de los notables estaba formada por sacerdotes encargados de las funciones más importantes, las de encantadores y de exorcistas, por ejemplo, cuyas actividades todas se desarrollaban en los templos; ellos eran los que mantenían y enriquecían el tesoro de la cultura tradicional mediante trabajos literarios y científicos.

El estudio de los textos jurídicos redactados por los notarios nos prueba suficientemente cómo las tradiciones del antiguo derecho babilónico se perpetuaban en la última época. Tras los pocos cambios introducidos por la época persa se habían mantenido formularios y principios en los textos de los contratos, que tratan de ventas de esclavos, de bienes raíces y de beneficios eclesiásticos. De igual modo, los medios sacerdotales preservaban las tradiciones, en primer lugar, constituyendo o reconstituyendo bibliotecas: mediante un largo trabajo que atestiguan los nombres de los copistas y los de los poseedores de tablillas, se recompusieron grandes colecciones, en las que se reunían textos antiguos recopiados y textos nuevos. Aparte de los contratos, contamos por millares los textos científicos, matemáticos y astronómicos, textos de adivinación, textos lexicográficos y bilingües sumerio-acadios, antifonarios que nos transmiten recopilación de oraciones e himnos, textos de rituales, etc. En muchos aspectos la obra emprendida era una restauración y parece que la época seléucida dio a los templos y a quienes participaban en sus actividades la ocasión de hacer brillar, por última vez, el tesoro de una cultura milenaria. De aquel esfuerzo de restauración y de recopilación de un patrimonio tenemos indicio, por ejemplo, en la noticia que acompaña al texto ritual del templo de Anu en Uruk: «(texto copiado) según las tablillas que Nabopolasar, rey del País de la Mar, había robado en Uruk, después que Kidin-Ani, el Urukiano, encantador de Anu y Antu, descendiente de Ekur-Zakir, el gran sacerdote del Resh, habiendo visto esas tablillas en el país de Elam, bajo el reinado de los reyes Seleuco y Antíoco, copió y después llevó (las copias) a Uruk».

Los principios que presidían aquel trabajo intelectual eran los mismos del pasado. Las familias de los notarios se adscribían todas a unos pocos antepasados, una decena a lo sumo; los redactores de los grandes textos literarios y científicos hacían lo mismo, adjudicando todos su genealogía a uno de los cuatro nombres ilustres: Ekur-Zakir, Sin-Leqiunninni, Ahutu, Hunzu. Es probable que cada uno de estos nombres, que en otro tiempo habían sido llevados por famosos intelectuales, sirviese ahora para designar familias ficticias e incluso escuelas de escribas. El saber jurídico de los notarios se transmitía en el seno de grupos profesionales, especie de guildas de juristas, cuyos miembros llevaban orgullosamente el nombre de un ficticio antepasado que era como un certificado de su saber. De igual modo, entre los escribas dedicados a los textos literarios y científicos, tal práctica denotaba la preocupación de dar a los textos que componían o recopiaban el valor que les confería sólo el respeto de la tradición. Declararse descendiente, real o ficticio, de un antepasado conocido por la calidad de sus trabajos intelectuales era afirmar que los textos elaborados por el descendiente eran canónicos y que contaban con la autoridad de una larga tradición. En la época seléucida, el célebre Beroso escribía, cuando intentaba definir para los griegos lo que era la cultura babilónica, que, después de los Sabios de antes del Diluvio, «nada más había sido descubierto». No es sorprendente que, entre los textos de la época seléucida recientemente descubiertos en Uruk uno contenga la relación de los sabios que fueron el origen de todo saber y, en primer lugar, el nombre del que hizo a los hombres las revelaciones fundamentales, el hombre-pez Oanes, cuyo nombre durante mucho tiempo no fue conocido más que por los fragmentos griegos de Beroso. Lo que sabemos de la vida religiosa procede de la misma fuente, es decir, de medios sacerdotales cuyo pensamiento podía apartarse considerablemente de la fe popular. Los nombres de persona, formados por composiciones en que figura el nombre del dios en quien se confía, prueban la superioridad de Anu, dios del Cielo, dios de los teólogos y de los intelectuales, pero nosotros sabemos que Uruk venerará durante siglos a la diosa maternal y amorosa bajo los dos aspectos complementarios de Isthar y de Nanaia. Es probable que la fe popular, a pesar de los teólogos, se dirigiera siempre a esta diosa, lo que confirma una parte de la onomástica y sobre todo el número elevado de diosas que los habitantes de Uruk continuaban honrando: Isthar y Nanaia, Belit-sha-Resh, Belit-seri, Sharrahitou, etc. De igual modo, cualesquiera que hayan sido los esfuerzos por reducir, si no al monoteísmo, por lo menos a un panteón simplificado y armónico los abundantes dioses de la antigua Babilonia, lo cierto es que Anu no era más que el primero de una serie de divinidades masculinas, Enlil, Ea, Papsukal, Shamash, Sin, etc. Y podemos imaginar una familia más numerosa todavía toda vez que los textos llevan, a propósito de los grandes dioses, la mención de «todos los (otros) dioses (instalados en las capillas) de sus templos». Las concepciones de los teólogos nunca nos han sido reveladas por ningún texto babilónico. No disponemos más que de indicaciones facilitadas por autores clásicos demasiado tardíos y de algunos indicios, como la eminencia de Anu, dios del Cielo, la importancia creciente de la astrología y los temas de la glíptica. Poco a poco su pensamiento había elaborado una religión astral, en la que los astros eran a la vez divinos y representaciones de las divinidades, en la que, sin duda, se imponía una representación panteísta de un Universo gobernado por el Destino. No podemos saber lo que tales especulaciones significaban para la masa de las gentes comunes, como tampoco podemos apreciar si el empleo diario del acadio por los miembros de la aristocracia sacerdotal era una supervivencia, limitada a un grupo social. Unas pocas inscripciones arameas pintadas sobre ladrillos son todo lo que nos queda de la lengua que ciertamente se empleaba antes; y, de cuando en cuando, los contratos redactados en acadio llevan algunas inscripciones arameas. ¿Qué conclusiones pueden sacarse de tan poca cosa?

Los datos arqueológicos nos confirman el esplendor del culto rendido a los dioses en el Uruk seléucida. El célebre templo del Eanna parece no haber sido utilizado, aunque los trabajos emprendidos hubieran restaurado su zigurat, que tomó entonces el aspecto clásico de la pirámide de escalones. Al norte del centro de la ciudad, el Bit Akitu (el templo de la celebración del Nuevo Año) se convirtió en una enorme construcción de estructuras macizas. Pero lo esencial se hizo en la proximidad del Eanna, para la erección del Resh y del Esh-Gal. Los dos notables que llevaban nombres griegos, Anu-uballit-Nicarco, «segundo» de Uruk en el 243/2, y Anu-uballit-Cefalón, «primero, señor de la ciudad» en el 202/1, trabajaron en el Resh, que era el nuevo santuario de Anu y de su «adlátere», Antu, en el que se emplearon las técnicas babilónicas tradicionales, especialmente el revestimiento de ladrillo esmaltado. Allí estaba el corazón de la ciudad, el centro de la actividad del cuerpo sacerdotal, según puede asegurarse por el reciente descubrimiento de la biblioteca de época seléucida, cuya existencia se suponía a juzgar por las numerosas tablillas procedentes de excavaciones clandestinas en la zona de Uruk, y lo que quedaba de ella ha sido encontrado en una pieza adosada al recinto exterior del Resh. El Esh-Gal, más importante por su arquitectura, fue edificado bajo los cuidados de Cefalón solo: era el santuario de Isthar-Nanaia, menos venerado por los sabios y los teólogos, pero cuyo reinado milenario sobre Uruk se coronaba honorablemente en uno de los grandes santuarios de la ciudad.

¿Qué relaciones se establecieron entre los griegos de Mesopotamia y los indígenas? Es tanto más difícil responder a esta pregunta, cuanto que los textos, una vez más, se refieren a una aristocracia sacerdotal que debía de prestarse menos que cualquier otra a la penetración de elementos extranjeros. Muy pocos de los nombres teóforos descubiertos en Uruk suponen el empleo de dioses extranjeros —es posible que Adeshu represente al griego Hades y que Esi se emplee en lugar de Isis—, pero la escasez de estos indicios significa probablemente que los notables no consentían en abrirse a divinidades extranjeras sin que esto sea prejuzgar lo que podría ocurrir entre las gentes comunes.

Se ha tratado de reconocer las relaciones entre griegos e indígenas por la proporción de los nombres griegos en los textos acadios y de los nombres indígenas en las inscripciones griegas. Los resultados han sido decepcionantes y sobre todo discutibles. Parece prudente tener en cuenta la dificultad que experimentaba el escriba babilonio para comprender un nombre extranjero, que frecuentemente tendría que deformar, asimilándolo a un nombre indígena, si podía encontrar algún parónimo. Además, el pequeño número de nombres griegos encontrados en los textos puede ser considerado como inferior a la realidad. Nada podemos deducir de ello acerca del número de los griegos, porque sabemos que muchos indígenas helenizados llevaban nombres griegos, según nos indica la costumbre del doble nombre. Oficialmente Nicarco, el restaurador del Resh en el 243/2, se llamaba, por ejemplo, «Anu-uballit, hijo de Anu-iqsur, descendiente de Ahutu... a quien Antíoco (II), rey de los países, dio por otro nombre Nikiqarqusu (Nicarcos)». Podría deducirse de ello la helenización de los indígenas, pero hasta donde nos es posible seguir la historia de algunas familias que no son, desde luego, griegas, sino filohelenas, vemos que el nombre griego ha sido abandonado a finales del siglo II: los descendientes de Anu-uballit-Nicarco no llevaron nombres griegos. Por el contrario, toda la familia de Anu-uballit- Cefalón, primo del anterior, mantuvo durante mucho tiempo un filohelenismo que se correspondía con las funciones oficiales que la familia ejercía en un reino griego. El hermano y el sobrino de Cefalón, su mujer, su hijo y su nieto llevaron así nombres griegos durante el siglo II a. C.

Allí donde griegos e indígenas podían mezclarse —como en Uruk, donde jamás hubo polis griega, sino sencillamente una comunidad, un políteuma quizá—, los contactos fueron finalmente muy limitados. Y donde se producen, los griegos respetan las leyes y las costumbres locales; si son parte en algún contrato se comprometen de acuerdo con las reglas del derecho babilónico; uno de ellos consagra una esclava al santuario de Anu-Antu. Pero todo esto representa poco. Seleucia del Tigris habría podido ser el lugar de una aglomeración de población donde el helenismo habría superado ampliamente a la sociedad indígena. En aquella ciudad de población más abigarrada que la de Antioquía, donde se reunían griegos y macedonios, judíos, sirios y babilonios, donde el mismo término de «babilonio» designaba indistintamente a todo habitante de la ciudad, los griegos vivían aparte; organizados en polis, con asamblea, consejo y, sin duda, magistrados, constituían una comunidad política distinta del resto de los habitantes de la ciudad. Babilonia podía ser el lugar de un encuentro. Alejandro y después los primeros Seléucidas pensaron en una nueva Babilonia, que habrían edificado entre la muralla interior oriental y la orilla del Éufrates, que estaba entonces al este del palacio de los reyes neobabilónicos. Se les debe la limpieza de las ruinas del templo de Marduk, cuyos escombros fueron amontonados en cuatro pilas, de donde se sacaron los materiales de construcción de las terrazas y de las obras que las ruinas iban a necesitar. Esta tarea preliminar costó a la hacienda de Alejandro salarios por más de 600 000 jornadas de trabajo. Pero Seleuco I y su sucesor no prosiguieron los trabajos. Lo que pudo emprenderse a continuación en la ciudad no compensaba la fundación de Seleucia, rival de Babilonia. La vieja ciudad fue una de las beneficiarias de la política de Antíoco IV, que deseaba asegurar las conquistas del helenismo reforzando las ciudades griegas o helenizando las ciudades indígenas con contingentes griegos. Una inscripción de Babilonia le celebra como «fundador de la ciudad y salvador del Asia»; en realidad, la ciudad recibió una gran comunidad griega, dotada de las instituciones de la polis, y el pequeño teatro del siglo  III fue ampliado, al mismo tiempo que se construía un gimnasio. Todo esto iba a quedar malparado a consecuencia de los reveses de finales del siglo II. Se puede dudar de la amplitud de los resultados. Como en Seleucia, como en Uruk, la coexistencia de griegos e indígenas no podía menos de provocar diversos contactos. La educación del gimnasio se dispensó allí, como en otros sitios, a los griegos y a ciertas familias notables, pero en ninguna parte se asistió a una fusión de poblaciones, a una interpenetración de modos de vida, y en Uruk y en Babilonia quizá menos que en cualquier otro sitio: ambas ciudades eran centros prestigiosos, depositarios de una cultura antigua.

Desde hace mucho tiempo los historiadores han planteado el problema del balance del helenismo en las monarquías helenísticas en el momento en que se derrumbaba su potencia política. Aquí no podemos más que remitir a sus conclusiones y a sus debates, relativos a la evolución social y a los destinos del individuo, que la documentación propia de la Babilonia helenística no viene a modificar sensiblemente. La mayoría de los pequeños principados que nacieron de la descomposición del imperio seléucida conservaron frecuentemente poco de la cultura griega. El caso de Dura-Europos no ha acabado todavía de fomentar la controversia, pues el visible retroceso del helenismo se debió tanto a la política parta como a la evolución general de una sociedad en la que los griegos estuvieron siempre en minoría y en la que los matrimonios con indígenas, por poco numerosos que fuesen, no podían menos de acelerar la alteración del helenismo. En Babilonia, el helenismo sobrevivió en ciertos islotes, no porque conquistase a amplias capas de la población indígena, sino, por el contrario, porque se había aislado. Seleucia tenía bastantes griegos fuertemente organizados en su polis para que las desgracias de la ciudad, en el curso del siglo II d. C., no pudieran destruir aquella ciudadela del helenismo. Muchos griegos se trasladaron entonces a Babilonia, donde volvieron a levantar el teatro, en ruinas desde hacía tres siglos. En la propia Babilonia, una inscripción del 109/8 nos informa del normal funcionamiento del gimnasio, donde se desarrollaban pruebas griegas, animadas por jóvenes de nombres griegos. En Uruk, mucho después todavía, en el III d. C., por una dedicatoria en griego sabemos que un tal Artemidoro, «llamado también Minnanaios», había dado una tierra al dios Gareus. Una guilda, probablemente compuesta de comerciantes, se lo agradecía con distintos honores, en los que se combinaban tradiciones griegas e innovaciones. ¿Habría griegos allí? Más bien se cree que fuesen indígenas helenizados que conservaban el uso del griego indispensable para los intercambios, así como diversos rasgos de costumbres y de cultura griega que las estrictas instituciones de la pequeña comunidad griega habían permitido preservar y especialmente el gimnasio, donde siempre se admitió a los notables indígenas. Entre los griegos y los indígenas que habían recibido la misma educación los soberanos partos eligieron preferentemente a los administradores de las comunidades locales en todos los lugares en que les fue posible.

La interpenetración de las dos comunidades fue siempre demasiado limitada para que se produjera una fusión de los sistemas jurídicos. Parece que se seguía el derecho de la comunidad cuya lengua había servido para la redacción del contrato. A pesar de los pergaminos de Dura-Europos y de Avroman (en Persia) en la época parta, en los que se percibe el sello del derecho griego, nada permite pensar en una contaminación de las reglas jurídicas ni en la extensión generalizada de las prácticas jurídicas griegas, como las que los papiros nos han hecho conocer en Egipto.

Hubo, sin embargo, contactos intelectuales de suma importancia para la historia ulterior de las civilizaciones. Fueron obra de algunos hombres en cada una de las dos comunidades, y nunca el resultado de una vasta confrontación de las dos culturas. Babilonia ofrecía a los extranjeros el enorme caudal de su literatura poética, épica, religiosa, a la que los contemporáneos de los Seléucidas no añadieron creaciones, pero cuyo tesoro conservaron. Por el contrario, la época helenística fue especialmente rica en trabajos científicos, cuyos resultados serían utilizados por la ciencia griega. Los textos matemáticos nos han llegado en dos grupos: uno, de comienzos del II milenio, y otro, de los tres últimos siglos antes de la era cristiana. Por ellos sabemos que los babilonios perpetuaron lo esencial de su saber y que conservaron un sistema de notación numérica sexagesimal, en el que el valor de los símbolos cifrados estaba determinado por su posición y aparecía una primera notación del cero. Tal sistema sirvió para el desarrollo de la astronomía favorecido también por los descubrimientos acumulados desde finales del siglo VI. Hacia el año 300 los sabios tenían a su disposición un calendario luni-solar, en el que se reconocía la relación de los meses lunares y solares en un ciclo de 19 años; ellos habían determinado las relaciones periódicas entre los movimientos de la luna y los de los planetas y conocían las variaciones de la velocidad solar. Por último, habían determinado el plano de la eclíptica y utilizaban el zodíaco para la notación de las posiciones de los planetas, que ellos expresaban en grados. El estudio relativamente reciente de los textos astronómicos ha echado por tierra la tradición del valor de las observaciones astronómicas permitidas por un cielo de una claridad excepcional; la exactitud de los datos consignados en las efemérides no se debe a las condiciones atmosféricas de las observaciones y a la agudeza visual de quienes las llevaban a cabo, sino al método matemático de los astrónomos babilonios. Al tratar de determinar los momentos característicos de las posiciones de la luna y de los planetas, tales como la aparición del cuarto creciente, la aparición y la desaparición de los planetas sobre el horizonte, etc., ellos se atenían a observaciones limitadas cuando estaban seguros de su exactitud. Después, mediante cálculos, determinaban por interpolación todas las posiciones posibles. Así, sus efemérides contenían las previsiones de eclipses, calculados de mes en mes, aunque fuese necesario un intervalo de cinco meses para que resultasen visibles a los observadores terrestres.

De los progresos de la astronomía matemática dependió la aparición de la astrología horoscópica. Desde hacía mucho tiempo Mesopotamia conocía la adivinación, fundada en los presagios celestes, que utilizaba juntamente fenómenos celestes y fenómenos atmosféricos para determinar el destino del rey y del país. Cuando los sabios hubieron establecido sus nuevos procedimientos de observación y, sobre todo, cuando se hubo determinado el círculo zodiacal, se pasó a una forma mucho más elaborada de adivinación: en función de la posición del sol, de la luna y de los planetas (en relación con el círculo zodiacal) en el momento del nacimiento o de la concepción, se sacaban conclusiones para el destino de un individuo. Era el nacimiento de la astronomía horoscópica cuyo primer testimonio data del año 410 y cuyos textos iban a multiplicarse después, aunque muy lentamente.

Conocemos mal a los autores de aquellos descubrimientos. Los colofones de las tablillas nos aseguran que todos pertenecían a los medios sacerdotales, escribas y sabios profesionales ligados a las más prestigiosas de las grandes familias de escribas. Uruk y Babilonia, a las que se une Borsippa, fueron los dos centros de estudios, cada uno con sus técnicas particulares. En Uruk profesaban los «Ekur-zakir, exorcistas de Anu-Antu del Resh, escribas de Enuma-Anu-Enlil (tablillas de presagios atmosféricos)», y los «Sin-leqi-unnini, escribas de Enuma-Anu-Enlil, encantadores de Anu-Antu». Sus trabajos van desde el 231 al 151 a. de C., correspondiendo a la época de actividad del templo de Resh, del que sabemos que fue reconstruido en el 243 y en el 201, y que fue destruido por los partos en el 140 antes de Cristo. La actividad de Babilonia fue mucho más tardía: la mayoría de nuestras tablillas son posteriores al 181 antes de Cristo, pero el último texto que poseemos fue escrito en el 49 d. C. Las tablillas tienen los nombres de muchos escribas en los que se ha creído encontrar los nombres de astrónomos mencionados por los autores clásicos; sin duda, Kidinnu es el Cidenas de los griegos, como Naburimanu es Naburiano; pero no podemos saber nada de sus trabajos y los textos cuneiformes nada dicen de los descubrimientos que griegos y latinos les atribuían generosamente.

Tales menciones nos aseguran que los griegos, por lo menos algunos, conocieron la cultura babilónica. De las escuelas griegas de Mesopotamia salieron eruditos cuya obra no nos es conocida más que indirectamente: así, los geógrafos Dionisio e Isidoro de Charax, los historiadores Agatocles de Babilonia y Apolodoro de Artemita, eran griegos o indígenas helenizados, que habían sido alimentados por la cultura helenística que puede llamarse clásica. Pero hubo griegos que se declararon de las escuelas caldeas, y entramos en el campo de las hipótesis cuando tratamos de determinar los caminos por los que esta enseñanza llegó a los eruditos de la época helenística. Tenemos fragmentos de tablillas en que en caracteres griegos se escribieron textos lexicográficos y literarios babilónicos. Es probable que esto constituya un indicio de la presencia de griegos entre los escribas caldeos; pero estos textos son poco numerosos y tardíos. Las Babyloniaca de Beroso, dedicadas a Antíoco I, ponían a disposición del público griego un resumen de la cultura babilónica, pero de la obra de este caldeo no tenemos más que fragmentos, mientras de su vida sólo conocemos algunos detalles, a veces próximos a la leyenda. Es indudable que enseñó en Cos, hacia el 270, pero no se sabe cuánto hay de creíble en la tradición del entusiasmo de los atenienses, según la cual le levantaron en un gimnasio una estatua con la lengua de oro. Las equivalencias que pueden descubrirse entre los elementos de su cosmología y la de diversos autores griegos son muy débiles indicaciones acerca de la asimilación de su obra por los griegos, y no se advierte que él haya enseñado nada de los métodos de la astronomía matemática. Es, sin embargo, de hombres como él, pero cuyos nombres nos son y nos seguirán siendo desconocidos, de quienes los griegos recogieron directamente o recibieron en traducciones un gran número de elementos que luego insertaron en su propia cultura.

Como los trabajos ulteriores de Ptolomeo demostrarían, los griegos tomaron de los babilonios sus caudales de observaciones astronómicas, materiales que luego utilizaron en sus trabajos. Donde los babilonios sólo querían determinar la fecha y la posición de los fenómenos astronómicos, ellos dieron una explicación física y mecánica del universo; conservaron el sistema de cálculo sexagesimal, pero crearon los métodos del cálculo trigonométrico. De Babilonia les llegaron los elementos de sus tratados de presagios celestes y atmosféricos, los Brontologia y las Selenodromia (presagios sacados del trueno y de las apariencias de la luna); más aún, sacaron la astrología horoscópica, en la que los babilonios no hacían más que iniciarse, pero enriqueciéndola con un aparato científico cada vez más riguroso, que iba a hacer de la astrología la ciencia por excelencia en el mundo grecorromano. Esta disciplina nos facilita uno de los raros ejemplos de las relaciones que pudieron establecerse en las ciudades del Oriente: un texto horoscópico del 235 fue redactado por un griego que consultaba a un sacerdote de un templo de Babilonia.

Tal vez la historia de estas relaciones intelectuales entre los mundos griego y babilónico en la época helenística se enriquecería considerablemente si conociésemos mejor los orígenes de los fundadores del estoicismo. Desde hace mucho tiempo se ha relacionado el papel del Destino y la afirmación de la influencia de los cuerpos celestes en la enseñanza del Pórtico con la religión astral de los caldeos y el desarrollo de las técnicas astrológicas. En Atenas, Zenón de Citio tuvo como sucesor a Diógenes de Babilonia. En Babilonia, un tal Arquidemo fundó en el siglo II una escuela estoica rápidamente floreciente. No puede negarse un cierto número de correspondencias y afinidades, pero nuestro conocimiento de las concepciones cosmológicas y religiosas de los babilonios de la época helenística es aún demasiado incierto; fundado en la interpretación de material arqueológico y en los datos fragmentarios de autores grecolatinos muy tardíos, no nos permite arriesgarnos a afirmar nada de las aportaciones y de las enseñanzas recíprocas de las dos culturas en el campo del pensamiento filosófico. Hoy basta tener la certidumbre de que Babilonia, en el momento en que ya no desempeñaba en la historia general más que un papel oscurecido, contribuyó con el trabajo de los sabios a la elaboración del primer pensamiento científico.

V. ARABIA

 

Los Nabateos. La más antigua noticia acerca de los nabateos se encuentra en Diodoro Sículo, que escribía en la época del emperador Augusto, y es la siguiente: «Poco después del 312, el Diádoco Antígono, que defendía entonces a Siria contra Ptolomeo y Seleuco, mandó a un amigo con un considerable número de tropas ligeras contra los nabateos, porque éstos actuaban contra sus intereses (y estaban, por lo tanto, de acuerdo con sus enemigos), con el encargo de llevarse sus rebaños. El amigo esperó a que los hombres nabateos aptos para las armas abandonasen su guarida de Petra para trasladarse a un mercado en la meseta oriental, luego penetró a través de la estrecha garganta en el cráter donde después había de construirse la ciudad de Petra, y por un estrecho sendero excavado por el hombre escaló la roca sobre la cual solían los nabateos poner a buen recaudo a las mujeres y a los niños, a los viejos y los tesoros. Hizo botín de incienso, de especias y de plata, pero no de los rebaños (éstos pacían en los altiplanos, al nordeste y al suroeste). Al regresar precipitadamente los soldados, extenuados por el cansancio, levantaron un campamento sin colocar puestos de guardia y fueron sorprendidos por los hombres que volvían del mercado y que mataron a la mayor parte. Los jefes nabateos enviaron enseguida un escrito en (lengua y) escritura aramea, y el Diádoco entabló un intercambio de cartas para engañar a los árabes. Éstos, a pesar de que se hallaban alerta, fueron cercados por el hijo de Antígono, hasta que éste accedió a una suspensión de las hostilidades a cambio de valiosas ofertas y de la entrega de rehenes; posteriormente, el armisticio se convirtió en una paz». Algunos caracteres especiales aquí indicados se desarrollaron ulteriormente poco a poco: la lengua escrita aramea, las relaciones comerciales con la Arabia meridional, el valor y la astucia. En aquella época no eran numéricamente fuertes, aunque pronto aumentó su número gracias a la fusión con los salameos, originarios de la región de Taima, con los cuales compartieron derecho y religión. En los primeros tiempos su territorio estaba limitado a la montaña Shara, al sur de Petra. Allí tuvo origen Dushara-Dusares (Aquel sobre el Shara), que se convirtió en su dios principal. Los nabateos se extendieron al principio sobre la orilla oriental del Golfo de 'Aqaba-Aila. Aquí se reveló su habilidad en la asimilación de los extranjeros (y en el adueñarse de sus artes y perfeccionarlas). En realidad, se dedicaron a la piratería, hasta que bajo Ptolomeo II (283-247) una expedición de la flota puso fin provisionalmente a sus empresas. También los árabes desde Ma'an hasta Mo'ab se hicieron nabateos. Con estas fuerzas reunidas sus reyes del siglo II lograron beneficiarse de las insurrecciones de los Macabeos y de las revueltas bajo el descendiente de Seleuco, hasta que Areta III, en el 85 o en el 84, conquistó Damasco y comenzó a acuñar moneda. La ciudad tuvo luego que ser abandonada, pero los nabateos siguieron en posesión del Haraun con todos los territorios que se extendían hacia el sur. Sin embargo, también esta región, tras una serie de fracasos políticos y militares, fue reajustada. Ya antes de que estos fracasos terminasen, en el 31 a. de C., se inició una expansión hacia el sur, para tener bajo control todo el tráfico comercial árabe y beneficiarse del impuesto de tránsito. En primer lugar, fue conquistada Higra-Egra (al-Higr), en la ruta del incienso, después Taima', y luego Duma, puerta de acceso al interior. Los puertos, hasta Leuke Kome, fueron ocupados, y la estación sobre la ruta del incienso, que se encontraba en la misma latitud, fue confiada a un pariente del rey. Por último, Dedan, la sede de los Lihyan, rodeada por todas partes, cayó en manos de los nabateos, antes o después de la expedición de Elio Galo (25-24). Mientras tanto, los comerciantes nabateos habían avanzado, en el norte, hacia el mar Egeo y muchos de ellos se establecieron después en Pozzuoli, cerca de Nápoles. Inesperadamente, en el 105, la parte siria del reino fue absorbida por el emperador Trajano, mientras la parte árabe fue, al principio, abandonada a sí misma y, luego, entró en la esfera de los intereses romanos.

 

Arabia.

 

Lihyan. La lengua, la escritura, la religión, además del reino de los Lihyan, se remontan a épocas mucho más antiguas de las que están directamente documentadas. En su origen, habitaban cerca del Mar Rojo. La capital tenía su mismo nombre, Lihyan, y se levantaba en las proximidades de Higra-Egra (el Wejh). Al principio, los Lihyan tuvieron relaciones comerciales con Egipto, y luego también con los colonizadores mineos en Dedan. Después se hicieron adversarios de los nabateos, los cuales eran partidarios de los Seléucidas. Estas relaciones explican que el nombre Tulmai (Ptolomeo) se repita cuatro o cinco veces entre sus reyes. Antes del 150, con la debilitación del reino de los mineos, la situación se invirtió. Los colonizadores y los comerciantes mineos se convirtieron en satélites de los Lihyan, a los que habían llamado en su ayuda contra los dedanitas, hasta entonces sometidos. Un lugarteniente del rey gobernó, primero, con el Peha de Dedan; tras un cierto tiempo, el corregente fue eliminado. La dominación de los Lihyan se extendía mucho más allá de Dedan, hasta que, hacia el año 60, empezó a hacerse notar la influencia de los nabateos. Lo demás es conocido. Después del 105, descendientes de la dinastía originaria fundaron un segundo reino, aunque sin adueñarse de la nueva situación. Las últimas inscripciones de la segunda mitad del siglo II demuestran el comienzo de la «beduinización» de Arabia y la iniciación de la lengua árabe.

Gerra estaba situada en la Arabia oriental, en el mayor oasis de la península, cerca del actual al-Hufhuf. Al antiguo puerto se le dio por los extranjeros, o por la costumbre de los extranjeros, el mismo nombre, aunque se llamase de otro modo, como en el caso de Egra. La región estaba ya, desde hacía mucho tiempo, abierta a la inmigración. Sin embargo, el nombre Gerra es árabe. Eratóstenes habla de un navegante que, bajo Alejandro Magno, había emprendido el viaje desde la India a Babilonia y después, con una flota, partiendo de Babilonia, había bordeado la costa árabe del Golfo: «...Los gerreos comercian por vía terrestre con mercancías árabes y especias». Y Aristóbulo, de ochenta años, que también había tomado parte en la expedición de Alejandro, cuenta: «Llevan mercancías en balsas hasta Babilonia y, después, por el Éufrates, hasta Tapsaco». Más adelante se dice de los sabeos y de los gerreos: «Enriquecieron en oro a Siria bajo Ptolomeo (II), y así han ayudado a los fenicios a obtener lucrativos comercios»; de los gerreos y de los mineos se dice también que transportaban incienso y hierbas aromáticas a Petra y a Palestina[1. Los gerreos recibían el incienso del Dhofar (Zafar), que pertenecía al Hadramur. La ruta pasaba, desde allá, por la vertiente interna de la montaña de 'Uman, y, a través del desierto, llevaba hasta Gerra.

Ma'in. El período desde el 320 al 120 es muy bien conocido. En las inscripciones aparecen quince reyes; a menudo reinaron dos simultáneamente. Entre ellos, había un hombre de excepcional importancia, Abiyada' Yathi'. No pertenecía a la dinastía, ni siquiera por línea femenina; había, pues, llegado a ser rey, o por falta de un príncipe leal o por un acto de violencia. Para legitimar su poder, tomó como corregentes a los descendientes (cuyos nombres ignoramos) de un príncipe de muchas generaciones anteriores —caso absolutamente inédito—. En cuanto estuvo seguro de su autoridad, el rey dio al débil país una base política, estableciendo una alianza con el rey de Hadramut. Esta alianza fue sellada por una construcción del rey aliado en Ma'in, y, probablemente, por una construcción análoga de Abiyada' en Shabwat. Abiyada' era muy generoso. En una inscripción se manifiesta al dedicante, de parte del rey y del consejo de Ma'in, que había merecido bien «de su dios y de su patrono protector, de su rey y de su pueblo», y se le reconocen los privilegios habituales. El rey también le dio tierras, cuyos límites fueron fijados con precisión y confirmados por testimonios. Como, a causa de sus prestaciones, el benemérito había agotado sus medios, Abiyada' le dio una asignación de tejidos de una longitud de 47 brazas y de un ancho de 17, que son naturalmente muchas telas, de los hilados y tejidos reales, así como 47 — sigue una medida desconocida— de trigo, exigibles al vencimiento de la luna nueva en Shabwat, en el territorio de Ma'in.

El comercio había entrado en una nueva fase ya antes del reinado de Abiyada'. Los comerciantes, que hacían una parte de sus viajes por mar —en Delos se han encontrado inscripciones de dos mineos—, añadían a la fórmula final de sus contratos: y de todos los dioses del mar y de la tierra, de Oriente y de Occidente. Hubo, sin embargo, una reacción contra aquella invocación de divinidades extranjeras, porque los dioses locales mantenían sus poderes también en el exterior. Así, en un documento, que, por lo demás, permite una fecha segura — el único caso en la historia de la Arabia meridional—, dos jefes de la colonia de Dedan cuentan que han sido salvados por los dioses de Ma'in y de Yathi' de dos peligros. Se encontraban en Egipto, donde comerciaban con egipcios, sirios y babilonios, y luego en Alejandría, cuando, inesperadamente, sus vidas y sus bienes se habían visto amenazados por una batalla de los medos contra los egipcios. Al retroceder con una caravana, para dar las gracias a los dioses con la construcción de una fortificación en su patria Yathil, no lejos de Ma'in, fueron asaltados por los sabeos, «en esta guerra» entre el norte y el sur. La batalla, consideradas todas las demás circunstancias, no puede ser más que la librada, cerca de Rafia, en el 217, en la que Antíoco el Grande fue derrotado por Ptolomeo IV. Que el reino medo-persa era llamado medo por los árabes, es cosa sabida desde hace mucho tiempo. Antíoco también en otras partes era llamado rey de Siria y Media. Como resulta de la fórmula «en esta guerra», en aquel momento los sabeos estaban de parte de los Seléucidas. Se deduce de la gran cantidad de inscripciones que el rey Abiyada' Yathi' reinó alrededor de 30 años (225-195?), primero con los corregentes, después solo y, por último, con un hijo.

La extensión de las relaciones comerciales mineas se aprecia por las famosas listas de hieródulos de Ma'in. Entre un gran número de estelas, delante de un templo, se repite 76 veces casi la misma fórmula: El tal... ha ofrecido esta y aquella mujer de esta y esta otra localidad. Como en las inscripciones nunca se menciona la procedencia en el caso de mujeres libres, se trata de esclavas. Se calla discretamente la finalidad para que se ofrecían, pero precisamente por eso es evidente: las ganancias de su oficio ejercido fuera del templo debían ser empleadas a favor del templo mismo. Las inscripciones están fechadas entre el 290 y el 150, y dos son un poco más antiguas. De las esclavas, 27 venían de Gaza, nueve de Dedan, ocho de Egipto, tres de Qedar-Petra, una o dos de Saidan-Sidón, Moab, 'Amman, Lihyan y de Yathrib-Medina, algunas de Qataban y Hadramut, que naturalmente fueron ofrecidas por miembros de la colonia extranjera en Timna' y Shabwat, como las procedentes de Dedan, por habitantes de la colonia. Para evitar conclusiones erróneas, repitamos que los comerciantes mineos, según los relatos de los viajes, iban siempre antes a Egipto y luego, desde allí, a Gaza. Que el número de las esclavas de Gaza sea tan grande sólo significa que allí el mercado era más rico (por lo menos, en muchachas que agradasen a los visitantes de las fiestas de Ma'in, porque tal era, en primer lugar, la finalidad de aquella institución) o de mejores precios.

Saba. Los reyes de Saba reinaron en Sirwah, como su predecesor Karib'il Watar, pero ejercían el mando también en Marib. Ahora debemos volver atrás, para explicar un fenómeno que, ampliado después del siglo I, ha decidido el destino de la Arabia meridional: la llegada de las tribus a la ciudad y al campo. Bajo la dominación de los Makrab, aproximadamente entre el 510 y el 320, el estado sabeo era llamado «Saba y las tribus». A estas tribus perteneció Faishan, una comunidad privilegiada que estaba en estrechas relaciones con Makrab y los reyes y es nombrada aún mucho tiempo después del comienzo de la era cristiana. Sin embargo, nada tiene que ver con el fenómeno a que se ha hecho mención. No ocurre lo mismo con los Sum'ay: éstos aparecen por primera vez a comienzos de la época de los reyes y habitan en occidente, en el altiplano al norte de San'a. Otros nombres de tribus son claramente reconocibles, a pesar de las repeticiones y de las deformaciones, entre los nombres recogidos por Plinio (Naturales Historia) del siglo I a. C.

Ocupémonos ahora de la expedición que Elio Galo, prefecto de Egipto, emprendió en la Arabia meridional, en el año 25, por orden del emperador Augusto y que concluyó unos ocho meses después, a comienzos de febrero. En la expedición se encontraba el ministro del rey nabateo, Sileo-Shullay, con mil hombres (también otros aliados, por ejemplo Herodes, habían enviado tropas en ayuda). A éste correspondía todo el sector concerniente a los transportes, que funcionaba muy bien, y se ocupaba asimismo, tal vez no oficialmente, pero sí de hecho, de establecer el itinerario; aquí sin embargo, algo no andaba bien. El comandante era impulsivo, como admitía incluso su amigo Estrabón, a cuyo relato nos atenemos : construcción de naves no idóneas, reconstrucción de naves idóneas, naufragio (en los bancos de corales), parada larga en el puerto nabateo de Leuke Kome, pequeños trastornos en la ruta hacia el interior, grandes trabajos en la ruta hasta Nagran, en una región pacífica y fértil. La localidad fue tomada al asalto, y el rey huyó. Seis días después se llegó a un «uadi», todavía lleno de agua. Allí cayeron 10 000 indígenas y dos romanos. Las dos ciudades siguientes, Nashq y Yathil se rindieron. En Yathil, a causa de sus sólidas murallas, se puso una guarnición. Por último, se llegó ante Marib. La ciudad fue asediada, pero seis días después, hubo que levantar el asedio por falta de agua (¿quizá porque el agua no habría sido suficiente para un asedio prolongado?). Se había perseguido una ilusión: el Eldorado del que querían adueñarse por las buenas o por las malas, no existía. El retorno de las tropas, que a causa de las epidemias se habían reducido gravemente, no presentó dificultades dada la estación. Al fin, se llegó — por una ruta que recorrerán después las peregrinaciones egipcias, y que deja a Leuke Kome a la izquierda y a Dedan a la derecha— al puerto de Higra-Egra (el-Wejh). Los relatos sobre esta expedición nos dicen algo nuevo acerca de la Arabia meridional. Ma'in había vuelto a caer en poder de los muchos reyes locales que reinaban el uno junto al otro, y el estado de Saba' se había hecho débil y decrépito. En el sur, se había formado una nueva población, más numerosa que todas las otras, los Himyar. Unos cincuenta años después, la dinastía sabea fue abatida y se fundó el reino de los «sabeos y homeritas», «de los reyes de Saba y Dhu Raidan», cuyos señores mantenían relaciones diplomáticas con los emperadores romanos. Raidan era el nombre de la ciudadela de la nueva capital Zafar-Dhofar, Dhu Raidan la familia principal de los Himyar.

Qataban. En el vol. 5, en el capítulo sobre Arabia, se ha explicado cómo hacia el 350, al lado de un soberano, apareció un Makrab. En el sigloII, Yada ab Dhibyan I, hijo de Sahr, se añade el título de rey, después de haberse llamado anteriormente Makrab. También en Qataban solían los reyes tomar a sus hijos como corregentes y, en una ocasión, están documentadas incluso dos parejas de padre e hijo que reinaron la una al lado de la otra. Después del año 100, podemos comprobar un Sharh Yagul Yuhargib I y, hacia el 50, reina Yada ab Dhibyan II con su hijo Shahr. Luego hay una nueva laguna. Sólo desde mediados del siglo I en adelante son conocidos los soberanos. Makrab y el rey tenían a su lado un consejo, que no constaba sólo, como en Ma'in, de los notables de la capital, sino también de los representantes de las comunas rurales reunidas (tribus). La economía rural y el cultivo de las especias estaban allí muy desarrollados. Lo mismo puede decirse del derecho agrario, que debería ser estudiado mejor. El rey firmaba personalmente los documentos importantes. Las leyes comerciales, al menos en parte, son conocidas. Sobre esta base indicaremos algunas disposiciones legales: el comercio se circunscribe a la plaza del mercado de Timna'; por la participación se percibe un impuesto fijo de mercado, que es más alto para los extranjeros; el comercio con los pueblos de la provincia se limita a un número de personas determinadas por temor de que los comerciantes, aprovechando la falta de control, pudieran rehuir el pago del impuesto. Éste era de la competencia del director del mercado, que tenía el privilegio en tales operaciones. Las transgresiones y el fraude se castigaban con multas (50 monedas de oro).

Otra fuente de riqueza eran los impuestos de tránsito para las caravanas procedentes de Hadramut y Dhofar, que llevaban el incienso a los puertos del Mediterráneo. «Puede exportarse sólo a través del país de los gebanitas (locución dialectal por qatabanitas); por eso se pagan también impuestos a su rey (como, en Shabwat, a un dios). Su capital, Thumna (= Timna') dista dos millones y 437 500 pasos de Gaza-Ghazza, un puerto de Judea que está situado sobre nuestra costa, y esta distancia está dividida en 65 estaciones para los camellos. Los sacerdotes y los escribas del rey reciben también intereses fijos. También las guardias, los portadores y los servicios toman parte en el latrocinio. A lo largo de toda la ruta hay que pagar aquí por el agua, allí por el forraje, por (el descanso en las) estaciones, por apacentar, de modo que los costes del viaje hasta nuestra costa ascienden a 688 denarios por cada camello. Además, hay que pagar al arrendatario general de nuestro reino. Por eso, una libra del mejor incienso cuesta seis denarios; de segunda clase, 5; de tercera, 3». La extensión del reino no se modificó hasta el 50 a. C. aproximadamente. Es cierto, desde luego, que Eratóstenes o, mejor, su fiador, hace llegar el Qataban hasta el Mar Rojo. Pero esto no está confirmado por ninguna otra noticia y, como declara que también los mineos habían habitado a lo largo de la costa del Mar Rojo, tampoco hay que dar crédito a ésta. Un signo de la debilidad militar y política del Qataban fueron la 3.a y última ascensión de Ausan, que de nuevo se hizo independiente. Se conocen tres reyes de este período, y tenemos una estatua de cada uno de los tres —facciones contrahechas de impronta oriental del arte helenístico—. En el siglo i d. de C. Qataban vivió un segundo florecimiento. En aquel período, surgió la casa Yafash en Timna', dotada de un nombre propio, como todas las construcciones de la Arabia meridional. Delante de ella, había dos leones montados por niños, imitaciones indígenas del arte alejandrino. Se han encontrado algunas otras copias muy logradas, como, por ejemplo, una estatuilla en bronce del dios alejandrino Sabazio. La figura, de una altura de 50 cm, de una mujer en el trono, recuerda a pesar de los rasgos bárbaros, los modelos tardo-helenísticos. La inscripción sobre el plinto no es muy clara, pero parece que la figura representa a la diosa solar Dhat Himyan, más bien que a una sacerdotisa de la diosa. Han salido a la luz también originales y, entre éstos, una gran cantidad de cachorros de cerámica romana. Todo esto presupone una notable importación. ¿Con qué se pagaba? ¿La importación se llevaba a cabo por vía terrestre o marítima (Adén)?

Hadramut y sus reyes se han asomado frecuentemente a estas páginas. Sin embargo, no es posible establecer, por los nombres que constantemente se repiten, una relación de reyes ni relacionar entre sí los acontecimientos de que casualmente tenemos noticia. En el siglo I d. C. también Hadramut se hace rica. Gracias a sus dos puertos, está en comunicación con el tráfico marítimo para o desde Egipto, para y desde la India, y con el África. La isla de Sokotra pertenece a Hadramut (un trozo de costa africana al rey de Saba' y Dhu Raidan). Una nueva ciudad, Maifa'at, se construye al sur de Shabwat, cerca del mar.

Dhofar. En el año de 1952, los americanos han realizado excavaciones en el país del incienso en las ruinas de una antigua ciudad portuaria. Se ha descubierto un gran templo; de las inscripciones se deduce que la ciudad se llamaba S.m.r.m., que estaba situada en el país (de los) Sa'kal, de los sakalitas, y que, antes y después del nacimiento de Cristo, pertenecía a Hadramut. La fundación de la ciudad coincide, probablemente, con el comienzo de la navegación hacia la India, por mar abierto. Ahora, las especias llegaban directamente a Arabia. En época tardía, llegó a esta ciudad la figura en bronce de una bailarina india.