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EL MUNDO MEDITERRÁNEO EN LA EDAD ANTIGUA.

LIBRO SEGUNDO .

EL HELENISM Y EL AUGE DE ROMA

 

SEGUNDA PARTE  

EL OCCIDENTE MEDITERRÁNEO A COMIENZOS DEL SIGLO III a. C.

 

En el curso de las luchas que siguieron a la muerte de Alejandro el mundo oriental había acabado por encontrar una especie de equilibrio que duraría, mal que bien, hasta que los romanos sustituyen a aquellos reinos, hermanos y frecuentemente enemigos, con un Imperio definitivamente pacificado. El Occidente mediterráneo se había librado de las sacudidas que tan profundamente transformaron la mitad helénica de la oikumene. Tal vez fuese debido a la desaparición prematura del conquistador, pero los problemas no se planteaban en Occidente como se habían planteado en Oriente. Los historiadores antiguos gustaron durante mucho tiempo de preguntarse sobre el resultado de un posible conflicto entre Alejandro y los romanos: de una parte, un pueblo sublevado o, por lo menos, siempre victorioso en la última batalla, y del otro, un jefe que jamás había conocido la derrota. Y se comprende que la imaginación de los retóricos se haya visto seducida por esta imaginaria confrontación. Sin embargo, los romanos, a finales del siglo IV, no habrían ofrecido a Alejandro un imperio totalmente formado, del que él pudiera dar cuenta en unas pocas batallas afortunadas. El propio Aníbal, un siglo después, tampoco lo conseguirá. Nada existía en Occidente que se semejara al Imperio persa, nada que poseyese ni siquiera aquella apariencia de unidad que caracterizaba los dominios de Darío y una estructura suficientemente definida que hiciese posible la sustitución, por medio de la victoria, del poder antiguo por otro nuevo. La conquista de Occidente habría exigido un tiempo y unos esfuerzos infinitos, porque habría sido necesario abatir a una ciudad tras otra, contra un enemigo que renacía sin cesar.

Un rey formado entre los Diádocos soñó y acaso intentó esta conquista. Ya hemos dicho que Pirro, cuando quiso crearse un reino semejante a los que él había visto constituirse a su alrededor, dirigió sus miradas hacia Occidente. La otra orilla del mar Jónico era un campo muy adecuado a la ambición de los reyes del Epiro. Ya algunos años antes Alejandro el Moloso se había encontrado comprometido en Italia, adonde le habían llamado los tarentinos. Pero Alejandro había descubierto a expensas suyas que las llanuras de la Apulia y las montañas de Lucania ocultaban temibles guerreros y que las interminables intrigas entre los pueblos y las ciudades de aquellos países no eran menos de temer que sus soldados. Pirro también descubrirá muy pronto que los asuntos de las ciudades griegas de Sicilia encierran mil peligros, y experimentará asimismo los efectos de una potencia de la que Alejandro el Moloso se había hecho prudentemente una aliada: aquella Roma que, por primera vez al combatir a Pirro, enfrentará sus legiones con unos ejércitos helenísticos.

Aquella tendencia que empujaba a los príncipes, herederos directos o indirectos de Alejandro Magno, a dirigir su ambición hacia Occidente era muy natural. En la medida en que el Imperio del Macedonio integraba la totalidad del «nombre heleno», las prolongaciones occidentales del mundo griego parecían dependencias legítimas de él. Ya sabemos con qué diligencia se apresuró el rey Ptolomeo a llevar a cabo la anexión de Cirene en las orillas meridionales del Mediterráneo. ¿Cómo no iba Pirro también a concebir el propósito de unificar en un solo reino por lo menos los diferentes Estados helénicos que se habían formado en Sicilia y en la Magna Grecia? Pero por seductor que pudiera parecer tal proyecto, la situación política del Occidente no permitía su realización. Para cumplir su destino en aquella parte del mundo, el helenismo se sirvió de otras fuerzas distintas de la ambición del rey que, espoleado por el recuerdo de Alejandro, se consideraba, como él, un «nuevo Aquiles».

Situación del helenismo en Occidente

Hacía muchos siglos que las ciudades griegas del Egeo habían diseminado y fundado colonias en la cuenca occidental del Mediterráneo. Algunas de aquellas colonias habían alcanzado gran esplendor en el curso de los siglos v y iv. Toda la costa italiana del mar Jónico y una gran parte de Sicilia se habían convertido en países griegos, cuya prosperidad e importancia artística e intelectual no cedía en nada a las de sus metrópolis. Desgraciadamente, el mal que había aquejado a Grecia no había perdonado a sus colonias. Guerras incesantes entre ciudades rivales habían acabado por debilitar a las más poderosas, y revoluciones internas habían logrado agotar a las que alcanzaban la victoria. A veces, las aportaciones de nuevos colonos llegados de las metrópolis habían compensado —pero en una medida siempre muy débil— aquellas «pérdidas de sustancias». Así, los griegos tenían cada vez más la impresión de mantenerse precariamente al borde de un continente hostil, del que, en cualquier instante, podían llegarles oleadas de bárbaros capaces de inundarlos. Esto se había comprobado, en varias ocasiones, en ciertos «puestos avanzados», como Posidonia (Paestum), en el golfo de Salerno, que los lucanos habían ocupado a finales del siglo v o comienzos del IV. Las rutas interiores, que conducían desde las orillas del mar Jónico a la región de la Campania, eran cada vez menos seguras, lo que perjudicaba grandemente los intereses económicos de los colonos.

En la Italia meridional, la ciudad dórica de Tarento desempeñaba el papel más importante. Había llegado a dominar la liga de las ciudades griegas de Italia, pero, para mantenerse frente a la presión de los lucanos y de los brucios, en el curso del siglo IV había tenido que pedir ayuda, varias veces, a los «condottieri», jefes de mercenarios; Arquidamo, rey de Esparta, que pereció en el 338; Alejandro el Moloso, que no tardó en reñir con los tarentinos y trató de constituirse un reino personal, pero fue muerto por los lucanos en el 330; Cleónimo, un príncipe espartano, que muy pronto se reveló como un tirano insoportable: alcanzó, desde luego, notables victorias, restableció el «protectorado» de Tarento sobre toda la costa oriental, hasta Crotona, pero, abandonado por los griegos que le habían llamado, fue vencido por los bárbaros y obligado a abandonar Italia (hacia el 301). Roma, que se halla entonces, como veremos, en conflicto crónico con los samnitas, es decir, unos elementos pertenecientes a las mismas poblaciones bárbaras contra cuya presión luchaban los colonos de Tarento y, en general, las ciudades griegas del sur, no podía permanecer extraña a aquellos acontecimientos. De un modo natural, los romanos se habían aliado, desde luego, con los luchadores de Tarento, y habían concluido un pacto de amistad con Alejandro el Moloso. Pero aquella entente, nacida de las circunstancias, no podía durar. Muy pronto, entre Tarento y Roma se suscitó una rivalidad, al principio diplomática, después cada vez más aguda, que, en el año 282, desembocaría en conflicto armado.

Tarento, a finales del siglo IV, era la metrópoli espiritual de la Magna Grecia. De Tarento había irradiado, en otro tiempo, el pitagorismo, que aliaba a una filosofía mística una doctrina política y una cultura científica, así como el prestigio de la música. Parece claro que las poblaciones bárbaras no permanecieron insensibles a ciertos aspectos, por lo menos, de aquella espiritualidad tarentina y que asimilaron ávidamente sus prácticas y creencias religiosas. Todo esto favorecía la influencia de la ciudad. Tal influencia se manifestó en Nápoles, sitiada por los romanos en el 326 y defendida por tropas samnitas, junto a contingentes griegos apoyados por el oro tarentino. Finalmente, Roma venció, concluyó un tratado de paz con Nápoles y puso una guarnición en la ciudad.

A medida que la presión de Roma sobre los samnitas y sobre los hombres de las montañas del sur aumentaba, los bárbaros volvían sus ojos cada vez de mejor grado hacia Tarento. Varios episodios bastante oscuros permiten adivinar una rivalidad entre los romanos y los tarentinos, que trataban, unos y otros, de extender o asegurar su protectorado sobre las naciones del interior. Parece que Tarento intentó mediar entre los romanos y los samnitas, intento que los romanos rechazaron desdeñosamente. Seguros de su potencia, los senadores no deseaban, en absoluto, una mediación que habría limitado los resultados de su victoria sobre los samnitas y frenado su «descenso» hacia las llanuras apulianas. Dominando el país samnita, Roma podía atraer a su órbita a los lucanos y a otras poblaciones itálicas, que reanudan entonces la lucha contra Tarento. Sin duda para hacer frente a aquella situación peligrosa, se llamó a Cleónimo, y las victorias del «condottiero» espartano sobre los lucanos eran otras tantas victorias sobre Roma. Así, es natural suponer que el famoso tratado firmado entre los romanos y Tarento —tratado que prohibía a los navíos romanos sobrepasar el cabo Lacinio y cuya violación provocaría el conflicto en el 282— data de aquella época. No es imposible tampoco que la derrota final de Cleónimo fuese provocada por Roma, incluso aunque no se admita que entre el espartano y un ejército romano se librase batalla alguna. De todos modos, a comienzos del siglo III resultaba claro que Tarento, verdadero centro del helenismo itálico —después de la humillación de Nápoles—, tendría que enfrentarse con Roma en un futuro muy próximo. Ciudades griegas, como Turios, opuesta a Tarento por una antigua rivalidad, están dispuestas a pedir ayuda a Roma. En el 285, Turios, atacada por los lucanos, se dirige por primera vez a Roma, que entonces se abstiene de intervenir. Pero, tres años después, con motivo de un nuevo ataque, el cónsul C. Fabricio Luscino libera a la ciudad, y las otras colonias griegas, en su deseo de sacudir la tutela de Tarento, piden y obtienen guarniciones romanas. Desde entonces, la guerra entre Tarento y Roma era inevitable. Estallaría al año siguiente, y provocaría la llegada de Pirro.

Se ve hasta qué punto sería inexacto —e injusto— presentar la intervención de Roma en los asuntos de la Magna Grecia como un «raid» de bárbaros atraídos por el deseo de saquear unas ciudades cuyas riquezas habían despertado sus codicias. Roma no está considerada como una «enemiga de los griegos». Se presenta, incluso, en Turios, como campeona del helenismo contra las poblaciones «bárbaras» de las montañas que a ella le ha costado tanto trabajo vencer. Las ciudades griegas tenían la impresión, al llamar a Roma en su ayuda, de que salvaban lo esencial de su civilización. En Turios, como en Nápoles, el principal enemigo era el lucano o el samnita. El romano era un protector y un aliado, un poco molesto tal vez, pero menos difícil de soportar, en todo caso, que aquel Cleónimo que aprovechaba su omnipotencia para saciar sus más bajos instintos. La situación en la Italia del Sur había llegado a un punto en que las ciudades griegas no podían tener esperanza de conservar la seguridad y la independencia de que en otro tiempo habían gozado. El «descenso» irresistible de las poblaciones itálicas, probablemente bajo la presión de la invasión gala que oprime a los pueblos itálicos al norte de los Apeninos, hace necesario hallar un apoyo exterior. Tarento, por orgullo, por tradición, se negará a aliarse con Roma, y llamará a Pirro. De todos modos, y cualquiera que fuera el final de la lucha entre el rey y Roma, se habían acabado Tarento y su independencia. A la Magna Grecia ya no le quedaba más que la elección entre dos destinos: convertirse en la «protegida» de Roma o integrarse en un reino «helenístico», semejante a los que se establecían en Oriente.

En Sicilia, los griegos se encontraban también con problemas muy graves, aunque sus causas no fuesen las mismas. Siracusa desempeñaba en la isla un papel análogo al de Tarento en el continente. La lucha estaba entablada no tanto contra los bárbaros sicilianos como contra un adversario venido del sur y más peligroso aún que los romanos: los «comerciantes» imperialistas de Cartago.

Timoleonte se había retirado de la vida pública en el 337 y, a su muerte, los siracusanos le habían rendido un homenaje solemne. Su elogio fúnebre recordaba «que él había abatido a los tiranos, vencido a los bárbaros en la guerra, fundado de nuevo las más importantes de las ciudades destruidas y dado sus leyes a los griegos de Sicilia». Algunos años después, Siracusa caía otra vez en poder de un déspota que reanudaba la tradición de los tiranos, que podía considerarse ya abolida. Agatocles no era siquiera un siracusano, sino el hijo de un desterrado de Regio establecido en Sicilia. No se hizo ciudadano de Siracusa hasta el año 343, cuando Timoleonte acogió en la ciudad a hombres llegados de todas partes. Es, primero, oficial al servicio de su nueva patria, y no tarda en participar en las intrigas que de nuevo comienzan a desgarrarla. Desterrado, tiene que refugiarse en el continente; se le encuentra en Crotona, de donde es expulsado muy pronto, y luego en Tarento, donde no se aceptan por mucho tiempo sus servicios. Cuando, hacia el 322, la patria de su familia, Regio, es atacada por fuerzas siracusanas, encuentra el medio de reunir una tropa con la que va en socorro de su ciudad, con tal fortuna que logra rechazar a los atacantes. Su victoria devuelve la libertad a Regio y le vale el ser llamado por los siracusanos.

En el curso de la guerra que estalla entonces entre las ciudades griegas de Sicilia, Agatocles es el estratego de Siracusa; desterrado durante algunos meses, vuelve a la cabeza de un ejército y, para evitar una prueba de fuerza, se le deja entrar de nuevo en la ciudad y, más aún, se le elige estratego «con plenos poderes» (317 a. de C.). Agatocles lleva a cabo entonces un golpe de estado por el que alcanza la autoridad suprema y ordena una matanza de todos sus adversarios. Se declara campeón de la democracia, proclama la anulación de las deudas, promete una redistribución de la tierra y se hace nombrar único estratego, título y función que conservará hasta el 304, en que se proclama rey. Su reinado no terminaría hasta su muerte, en el año 289.

Durante este largo período de gobierno, Agatocles, empleando frecuentemente métodos brutales y crueles, llegó a reunir bajo su autoridad las ciudades sicilianas que, hasta entonces, eran hostiles a Siracusa. Pero, sobre todo, emprendió la liberación del helenismo siciliano de la amenaza que pesaba sobre él a causa de la presencia de los cartagineses.

Desde la época de Timoleonte, la isla estaba dividida en dos zonas de influencia. El oeste, desde las orillas del Halico, pertenecía a los cartagineses. El resto, a los griegos. Y, durante mucho tiempo, este acuerdo fue honestamente observado por ambas partes. Amílcar, que gobernaba la Sicilia cartaginesa durante las primeras luchas de Agatocles, no era hostil a éste, pero todo cambió cuando se hizo evidente que el nuevo dueño de Siracusa estaba llamado a reunir en torno suyo todas las fuerzas de los griegos. En el 312, Agatocles, que acababa de ocupar Mesina, se encontró frente a un gobernador cartaginés más enérgico que el anterior, Amílcar, hijo de Giscón. La batalla se entabló por la posesión de Acragante (Agrigento). Agatocles fue derrotado (junio del 311), y los cartagineses fueron a poner sitio a Siracusa.

La ciudad seguía sitiada aún durante el verano del 310, cuando Agatocles, con una audacia increíble, emprendió una expedición contra la propia Cartago. El 15 de agosto, víspera de un eclipse de sol, partió con algunos navíos, burló a los cartagineses que bloqueaban el puerto y pudo desembarcar en Cabo Bon antes de que sus perseguidores le dieran alcance. Esta operación sorprendió totalmente a los cartagineses, que sólo pudieron oponer a los griegos una milicia de ciudadanos apresuradamente reclutados, incapaces de ofrecer ninguna resistencia seria.

Agatocles no podía esperar mantenerse durante mucho tiempo en África, pero consiguió rápidamente lo que había deseado. El ejército cartaginés levantó el sitio de Siracusa. Sin embargo, en lugar de regresar a su patria, Agatocles extendió su acción hacia el interior, donde los indígenas le acogían como a un liberador. Entonces, parece haberse planteado una idea: ¿por qué los griegos llegados de Sicilia no establecían contacto con los griegos instalados en Cirene? Agatocles concluyó una alianza con Ofelas, que gobernaba la ciudad en nombre de Ptolomeo. Por un momento, pudo creerse que el helenismo estaba a punto de efectuar un nuevo y prodigioso avance, esta vez hacia el oeste, pero, antes de que Ofelas tuviera tiempo de reunir sus fuerzas, el viento cambió. Los cartagineses, a comienzos del 309, reorganizaron su defensa, y los indígenas empezaron a cambiar de bando. Ofelas, cuando, al fin, estableció contacto con Agatocles, se mostró como un dudoso aliado, pero Agatocles le asesinó y, con una audacia extraordinaria, logró reunirse con el ejército de Cirene, aunque sin poder lanzar una acción decisiva.

La guerra se prolongaría durante dos años más, con triunfos alternos, pero, finalmente, Agatocles tuvo que abandonar África, en el 307, de un modo definitivo, dejando que los restos de su ejército se salvaran como pudiesen de la mala situación en que él les había colocado.

Aunque la expedición de África había terminado realmente en un fracaso, puesto que los invasores habían sido rechazados, Agatocles no dejó de sacar de ella grandes ventajas. En Sicilia, puso fin, al menos por algún tiempo, a la amenaza cartaginesa, y acabó de someter las ciudades griegas. Es en este momento cuando toma el título de rey.

Y hecho ya rey en Sicilia, Agatocles orienta sus ambiciones en dos direcciones nuevas: la Magna Grecia y la isla de Corcira. Se le encuentra en dos ocasiones al servicio de los tarentinos, tras la intervención de Cleónimo, en el 298 y en el 295; lucha contra los brucios, pero sin alcanzar resultados positivos. En cuanto a su ocupación de Corcira, en el 300, contra Casandro, no se sabe muy bien cómo explicarla. Quizá responde a algún proyecto abandonado antes de ser llevado a cabo. De todos modos, la isla no debía de parecerle muy importante, puesto que la dio como dote a su hija Lanasa.

Agatocles murió en el 289. Dejaba Sicilia casi totalmente unificada y el helenismo triunfante, pero no había podido resolver completamente el problema púnico. Los cartagineses conservaban importantes bases en la isla y, sobre todo, la dominación de Agatocles no había borrado los rencores y los odios provocados por sus implacables métodos. Después de su muerte, las guerras civiles entre griegos se reanudarían, más encarnizadas, más devastadoras que nunca.

Además de la Magna Grecia y de Sicilia, existía un tercer centro helénico importante en la cuenca occidental del Mediterráneo, en estos comienzos del siglo III. Este foco del helenismo vivo era Marsella. Las primeras colonias focenses establecidas en la costa no habían podido mantenerse en su totalidad, y los griegos habían sufrido, en el pasado, duros fracasos en la tierra y en el mar. A pesar de todas las dificultades, Marsella había logrado sobrevivir y superar los tiempos difíciles. Sus comerciantes y marinos habían recuperado algunos de los viejos mercados focenses, especialmente en la costa española; además, se habían esparcido también por el litoral próximo a su ciudad, entre el Ródano y los Alpes, y también entre el río y los Pirineos.

La historia de esta colonización marsellesa, reanudada recientemente y proseguida a la luz de descubrimientos arqueológicos cada vez más numerosos y más precisos, efectuados en el curso de los últimos años en el sur de Francia, demuestra que Marsella se contentó, durante mucho tiempo, con sus «comptoirs» y no empezó a desarrollar un dominio «colonial» y a instalarse con alguna solidez en la Baja Provenza más que a partir del siglo IV , y que sólo el apoyo de Roma le permitió, después, asegurar su influencia sobre las otras regiones del país. Las poderosas murallas de Olbia datan del sigloIV, y la fundación de Glano, la más «helenística» de las ciudades galas, se remonta a finales del siglo III. Pero es necesario hacer una distinción. La ausencia de una colonización política no excluye, en absoluto, la influencia cultural y la penetración económica. Éstas, continuadas durante generaciones por los comerciantes marselleses, habían creado lo que a veces se llama, no sin exageración, la «Galia griega» (Gallia Graeca).

Durante este período, se ven los oppida indígenas (anteriores al descenso de los galos a las llanuras del Languedoc, que no se produce hasta la segunda mitad del siglo III a. C.), situados, como Ensurena, al borde de una importante ruta comercial, helenizarse lentamente, aceptar ciertas formas arquitectónicas llegadas de Grecia y adoptar la moneda y el alfabeto de sus vecinos. En realidad, las zonas de influencia del helenismo en los países ligur e ibero estaban mucho menos sólidamente afirmadas que en Italia o en Sicilia, pero, llegado el momento, desempeñarán su papel en la evolución de estos países, preparando, política e intelectualmente, el advenimiento de los romanos. Los marselleses, que en otro tiempo habían tenido que luchar contra Cartago en las aguas del mar Tirreno, tomarían el partido de Roma al estallar el inevitable conflicto entre ésta y Cartago.

El Imperio de Cartago

En Sicilia y en la cuenca más occidental del Mediterráneo, el helenismo, como vemos, chocaba con la potencia cartaginesa. No era una situación nueva en este comienzo del siglo III a. C. Pero, a partir de este momento, las relaciones entre Cartago y el mundo griego van a hacerse más complejas y sutiles. Aunque conservando la mayoría de sus caracteres tradicionales, la gran ciudad, capital de los semitas occidentales, aceptaría cada vez más elementos tomados del helenismo y, curiosamente, se convertiría, en el curso del siglo que precedió a su definitivo hundimiento, en el intermediario entre éste y los reinos indígenas de África.

Durante el siglo V y la mayor parte del IV, Cartago había permanecido aislada del mundo oriental, de donde la excluía la potencia marítima de Atenas. Pero no por ello la República dejaba de mantener relaciones fieles con su antigua metrópoli, Tiro. Los cartagineses enviaban allí, todos los años, una embajada sagrada y ofrendas al santuario de Melkart. Así fue como, en el año 332, la delegación púnica pudo asistir al cerco y conquista de la ciudad por Alejandro, y éste no ocultó su intención (real o fingida, no lo sabemos) de proseguir la conquista hasta Occidente, probablemente para «liberar» el helenismo del imperialismo cartaginés. Pero la formación y posterior desmembración del imperio del Macedonio, lejos de causar la ruina de Cartago, le dieron como una nueva vida. Ya hemos dicho cómo, en el sur del Egeo, se había formado una gran potencia que abarcaba a Egipto, la Cirenaica y, en ciertos momentos, una parte al menos de Siria, precisamente la región de Tiro. A este reino —el menos «griego», quizá, de todos los que habían surgido de las luchas entre los Diádocos— iba a asociarse Cartago de un modo perfectamente natural: los territorios de Ptolomeo confinan, en Cirenaica, con los de la República, y el comercio sirio está integrado a la economía de los Lágidas. Es Ptolomeo Soter, el primero de los Lágidas, el que, prácticamente independiente, pensó en alinear la moneda de su reino según el sistema fenicio, separándola así del resto del Imperio macedónico. Todo ocurre, pues, como si las rutas comerciales y las grandes corrientes de intercambio mantenidas hasta entonces por los sirios hubieran formado la infraestructura del nuevo reino. Pero, por aquel tiempo, Cartago empieza a emitir monedas de acuerdo con el sistema ptolemaico. Hasta entonces, el comercio cartaginés se fundaba exclusivamente en el trueque, y los metales preciosos, no amonedados, se acumulaban en lingotes en los tesoros, tanto públicos como privados. Y por entonces también Agatocles acuñaba piezas de tipo «ptolemaico». Así los cartagineses y su antigua enemiga, Siracusa, se encontraban integrados en el mismo conjunto económico. La influencia egipcia venía, de este modo, a sumarse a la que el helenismo siciliano ejercía, desde hacía tiempo, sobre Cartago, a pesar de las continuas luchas (y, paradójicamente, en parte a causa de ellas).

Parece bastante claro que los intereses de Cartago y los de los Ptolomeos podían complementarse. Mientras algunos mercados asiáticos estaban en manos de los reinos rivales, las riquezas de Occidente seguían siendo accesibles a los comerciantes cartagineses y, por consiguiente, también a los Lágidas, si se hacían «clientes» de Cartago. Los cartagineses, además, eran valiosos intermediarios para las mercancías procedentes de los más lejanos territorios y también para los minerales «en tránsito», desde Hispania por ejemplo, como el estaño, procedente de la Bretaña insular, o el oro del Senegal. En cambio, los de Alejandría facilitaban a Cartago los productos de la industria griega, necesarios a aquella ciudad en la que los artesanos nunca produjeron más que objetos de calidad inferior. Por eso las excavaciones han descubierto gran número de vasos de inspiración alejandrina en las necrópolis púnicas de aquella época.

Las relaciones comerciales de Cartago con el Oriente no se limitaban a los países controlados por los Lágidas. Desde finales del siglo IV existía un «próxenos» de los cartagineses en Tebas. Probablemente los comerciantes púnicos importaban en Beocia tejidos de púrpura (el tinte se fabricaba en las abundantes pesquerías de múrex que los cartagineses habían instalado en las costas de África) y quizá también trigo, importación de primera necesidad en una Grecia que no logra abastecerse por sí misma. En esta época, Cartago empieza a perfilarse como gran potencia agrícola. Las familias nobles se han procurado grandes extensiones en el interior y las explotan utilizando la mano de obra indígena. Sería erróneo imaginar a la Cartago del siglo III como una ciudad de comerciantes encerrada dentro de sus murallas y abierta sólo al mar. En realidad, el resto del país estaba verdaderamente «colonizado» y en él se encontraban prados, viñedos, campos de trigo y olivares. Cartago no sólo vivía por sí misma, sino que podía exportar el excedente de su producción agrícola. En el siglo II este cultivo intensivo, casi hortícola, de las tierras púnicas sorprenderá mucho a los romanos, que veían en la agricultura cartaginesa una rival peligrosa. Uno de los más célebres agrónomos antiguos, cuyo tratado ha sido el más frecuentemente utilizado por los autores latinos y griegos, es el cartaginés Magón. De este Magón sólo sabemos que escribió antes de mediado el siglo II a. C. Es muy probable que su actividad se sitúe en el curso del siglo III y que se refiera a las realidades económicas de su patria. Es posible incluso que su libro tuviese como finalidad la de hacer progresar la agricultura púnica introduciendo en África métodos practicados en los grandes dominios del Asia helenística. Agricultura de tipo esencialmente «capitalista», en la que la explotación tiene como finalidad dejar la mayor ganancia posible al propietario y no, como ocurrió durante mucho tiempo con la agricultura itálica y romana, la de permitir la subsistencia de una sociedad campesina en contacto directo con la tierra.

Así, las nuevas características de su comercio y de su agricultura en pleno desarrollo tendían simultáneamente a hacer de Cartago, desde el punto de vista de la economía, una «gran potencia» helenística. Los grandes personajes, como Aníbal, poseían en el campo verdaderos castillos (llamados «torres»), análogos a aquéllos en que vivían los grandes señores de los reinos orientales, y en aquella época, los cartagineses más ricos tenían, al parecer, conciencia de formar una aristocracia destinada a imponer su voluntad a la ciudad, que gustaba de situarse por encima de las leyes.

La «constitución» de Cartago no nos es conocida más que de un modo muy imperfecto. Lo que sabemos de ella procede esencialmente de un texto de Aristóteles y de lo que podemos inferir de las alusiones de historiadores como Polibio, Tito Livio o Justino. Es curioso que tal constitución tuviese ciertas semejanzas con las de las ciudades griegas. Se basaba en un sistema muy complejo de asambleas, consejos y magistraturas. Como en Esparta, los magistrados supremos eran dos «reyes» que se convirtieron, sin duda a partir del siglo V, en «jueces» (shofetim, término latinizado en suffetes), designados para un año. Pero los poderes de estos magistrados se encontraban, en la práctica, muy limitados por la acción de un tribunal de ciento cuatro miembros (los «Ciento Cuatro»), elegido en el Senado por una comisión de cinco magistrados (los «Pentarcas»), cuyas funciones no conocemos exactamente. El Senado era, como en todas las ciudades antiguas, una asamblea esencialmente aristocrática, reclutada entre las familias más ricas y, por eso, las más importantes, en una ciudad en la que fortuna y dinero estaban considerados como los valores esenciales. Naturalmente existía también una asamblea del pueblo, pero no desempeñaba más que un papel muy restringido, toda vez que la administración pertenecía a las instancias emanadas de la aristocracia. De todos modos, aquella asamblea popular podía intervenir, en momentos críticos, cuando los «nobles» no conseguían ponerse de acuerdo sobre una decisión o sobre el desarrollo de una política determinada. Aquella «plebe» cartaginesa, llamada a convertirse en el árbitro supremo de la ciudad, parece haber sido muy inquieta y haber manifestado frente a los aristócratas tendencias demagógicas.

Algunos magistrados podían permanecer en funciones durante mucho tiempo. Así ocurría, especialmente en la época que nos ocupa, con los jefes militares, a los que vemos mandar durante años los ejércitos y las flotas de la República en el curso de las campañas llevadas a cabo en Sicilia y en Hispania. Pero están siempre a merced de una denuncia o de una llamada si sus enemigos personales se imponen en el consejo de los Ciento Cuatro. Y tal llamada significa para ellos la muerte, generalmente en la cruz. La justificación se encuentra a veces en la impericia del jefe y a veces en las razones que se tengan para sospechar que aspira al poder personal. Un afán preocupa a todos los senadores: no permitir que uno de ellos ejerza una influencia preponderante. Y una inquietud análoga dominará también por la misma época la vida pública de Roma, pero no tendrá consecuencias tan trágicas. Antes de las guerras civiles no hay precedente de que un imperator romano fuese condenado al último suplicio. Un proceso urdido por sus enemigos le condenaba al exilio o a una fuerte multa y ponía fin a su carrera. No estaban amenazadas ni su vida ni la dignidad de los suyos. Se supone también que las envidias en Roma desaparecían ante la preocupación del bien público. Tal vez al formar esta opinión los historiadores modernos se dejan ganar por la imagen que sus predecesores en la propia Roma quisieron trazar de su patria en el siglo de oro de la República. Pero en cualquier caso, lo cierto es que Roma jamás conoció un complot tan espantoso como el de Hanón el Grande, el vencedor de Dionisio, que concibió el designio de asesinar de un golpe a todo el Senado de Cartago invitándole a las bodas de su hija. Tal proyecto habría horrorizado a los romanos, que con razón lo considerarían «bárbaro» en la medida en que violaba el «pacto» (foedus) que unía a los ciudadanos de una misma patria y la «confianza» (fides) que debe concederse a los miembros de una misma asamblea política y también el derecho sagrado de los huéspedes. Lo que la conducta de los romanos en el tiempo de Pirro nos parece tener de «caballeresco» es sólo el resultado de aquella pietas —el reconocimiento de valores morales que se consideran como sagrados, superiores a cualesquiera otros—, de la que los hijos de Eneas hacían su virtud nacional. La anécdota de Hanón, su terrible proyecto, ilustra quizá mejor que ningún episodio de las Guerras Púnicas —susceptibles de haber sido parcialmente interpretados por nuestras fuentes latinas— el reproche de «perfidia» que los romanos hicieron siempre a Cartago. Había entre los dos pueblos una verdadera «incompatibilidad de humor», no reconocían los mismos postulados morales. Mientras en Roma la astucia es, por sí misma, sospechosa y el gran dios es Júpiter, soberano del cielo luminoso, en Cartago todo está permitido para alcanzar los dos bienes supremos: el poder y el dinero.

Esta diferencia de temperamento político se revela también en la organización de la potencia de Cartago y en la de Roma. Para los cartagineses la primera fuente del poder es el dinero. Son los tesoros acumulados en su ciudad los que permiten armar flotas y mantener ejércitos para lanzarse a la conquista de nuevos mercados. La ciudad se nutre de los tributos en especie impuestos a los súbditos indígenas del interior y estos tributos quitan a las poblaciones sometidas la mitad de la cosecha, y frecuentemente más, según nos informa Polibio. Las colonias fenicias de África pagaban a Cartago un tributo en dinero. Todo esto llenaba las arcas de la República, que prefería recurrir para sus operaciones a ejércitos de mercenarios y a tropas reclutadas entre los pueblos sometidos antes que alistar a sus propios ciudadanos. En este aspecto, los ejércitos cartagineses anunciaron los de los reyes helenísticos y, tras la formación de los reinos surgidos del Imperio de Alejandro, ésta será una semejanza más entre ellos y la ciudad púnica. Y habrá una gran diferencia entre las fuerzas de Aníbal, heterogéneas, reclutadas tanto entre los bárbaros de Hispania y de África como entre los soldados profesionales llegados de Oriente, y las que le opondrán los romanos: legiones de ciudadanos luchando por su patria, por un ideal religioso y moral, del que carecen totalmente aquellos aventureros o guerreros medio salvajes que el Barca llevaba consigo. En tales condiciones, Aníbal podrá sentirse más próximo de los grandes capitanes del mundo helenístico, de Pirro o de Demetrio Poliorcetes o del rey Filipo V de Macedonia, cuya alianza buscará. Los generales cartagineses, cuando habían alcanzado algunas victorias sobre un campo de operaciones fuera de su patria, se convertían en verdaderos «virreyes» y su responsabilidad ante el poder central iba siendo menor cada año. Sólo en caso de derrota actuaba con rigor el Senado cartaginés. Así vemos en el curso del siglo III constituirse, bajo la autoridad de una familia, los Barca, un imperio cartaginés de Hispania que se parece mucho a los reinos helenísticos, tal como habían surgido de la desmembración del Imperio de Alejandro. El prestigio de un Amílcar, de un Asdrúbal y después el incomparable ascendiente personal de Aníbal eran la fuente real de su autoridad. Aceptados por sus tropas, objetos en cierto modo de un plebiscito permanente, no se diferenciaban de los grandes capitanes macedonios, elegidos o confirmados en su mando por la asamblea de soldados. El Imperio de los Barca en Hispania tenía una importancia demasiado grande para la República. Esto impedía evidentemente que se pudiera intentar un control serio de los hombres de quienes aquel Imperio dependía y a quienes los indígenas habían convertido, ciertamente, en reyes.

La influencia helenística tendía, pues, también en el plano de la política, a transformar profundamente las tradiciones de Cartago. La antigua ciudad se veía desbordada por su imperio y éste se parecía cada vez más a un «reino» que sólo la buena voluntad de los «virreyes» mantenía ligado provisionalmente a la metrópoli. Los Barca parecen haber sido unos «patriotas», y entre los propósitos de Aníbal figuraba, sin duda, el de dar a Cartago la dominación sobre todo el Occidente mediterráneo, pero en esta perspectiva, ¿qué lugar se reservaba a la oligarquía tradicional? Los Barca dejaron fama de haber sido unos «demócratas». Aníbal, vencedor, se habría apoyado seguramente en el pueblo en perjuicio de la aristocracia, puesto que, vencido, le vemos reducir los poderes de los Ciento Cuatro, haciéndolos anuales. Se vislumbraba ya en la nueva Cartago el advenimiento político no sólo de la plebe urbana, sino el de las poblaciones indígenas, aquellos libios que, en el tiempo de Agatocles, habían tomado con entusiasmo el partido del invasor, pero habían acabado por volver al lado de la República y contribuían con sus soldados a la conquista del Imperio.

Ni siquiera en el tiempo en que la ciudad mantenía del modo más estricto sus tradiciones políticas y morales, se hallaba cerrada en absoluto a los extranjeros. Esto habría sido inconcebible tratándose de una ciudad de mercaderes. Aunque Cartago combatía el helenismo en Sicilia, en su territorio existía una colonia bastante numerosa de griegos, que en él vivían y en él comerciaban libremente. Y entre ellos se eligió a los sacerdotes destinados a profesar un nuevo culto, importado desde Sicilia después del 396, para «expiar» los sacrilegios cometidos en las proximidades de Siracusa cuando el ejército cartaginés de Himilcón había saqueado un santuario de Deméter y Cora, las dos grandes diosas del helenismo siciliano. Aquella nueva religión había alcanzado rápidamente una difusión muy grande y había echado sólidas raíces en la tierra africana. Más aún que en la propia Cartago, el culto de las «dos diosas» que presidían el nacimiento y el crecimiento del trigo se propagó entre las poblaciones númidas, donde, al parecer, se superponía a muy antiguas prácticas relativas al estímulo de la fecundidad. Con las diosas siracusanas penetraba así un verdadero misticismo, ligado a las creencias que los Misterios de Eleusis ponían de relieve. Es muy significativo que ciertas tumbas púnicas del siglo III hayan contenido estatuillas de Deméter y de su hija. Esto demuestra evidentemente que los cartagineses o, por lo menos, algunos de ellos se abrían a la esperanza de un más allá que su religión «nacional» no contemplaba. Es ya la idea de la «salvación» que penetra en el sistema, más sombrío, de la tradición semítica.

Al mismo tiempo los propios ritos pierden su crueldad. El sacrificio de los hijos primogénitos, supervivencia terrible de un acto de magia muy antiguo llevado por los fenicios que fundaron Cartago, empieza a ser practicado menos gustosamente. Las excavaciones demuestran que en el siglo IV las víctimas animales sustituían a los desgraciados niños. Ciertamente cuando la invasión de Agatocles amenazó por un momento la existencia misma de la patria, se procedió a una inmensa matanza de niños. Parece que entonces reinó en la ciudad, bajo la influencia del fanatismo, un verdadero terror religioso. Se descubrió (o se fingió que se descubría) que los niños nobles que en el pasado debían haber sido sacrificados no habían sido realmente ofrecidos a los dioses y que sus padres les habían salvado sustituyéndolos por recién nacidos comprados a gentes pobres. Los culpables se apresuraron a reparar aquella «falta»: «Doscientos niños de familias nobles fueron sacrificados públicamente —nos cuenta Diodoro— y muchos otros, de los que se suponía que habían sido indebidamente salvados en su juventud, se arrojaron voluntariamente a la pira del holocausto. Su número no fue inferior a trescientos».

El mismo exceso de aquella crisis de misticismo bárbaro nos demuestra que tales ritos ya no eran habituales en la ciudad. Así veremos que en Roma, después de la batalla de Canas, se celebran sacrificios humanos, costumbre que no existía ya desde hacía mucho tiempo. Y se ha señalado, muy justamente, que las derrotas que marcaron para Cartago el final de la segunda Guerra Púnica no dieron lugar a ninguna escena comparable con la que un siglo antes había ensangrentado la ciudad. Los griegos habían asimilado al gran dios cartaginés Baal Amón con su Cronos, el dios que devoraba a sus propios hijos. Esta asimilación sitúa en su verdadero lugar la religión púnica tradicional: religión arcaica que adora a unos dioses destronados ya en Grecia por una nueva generación divina. El desarrollo de las relaciones de todo orden entre los cartagineses y los países helenísticos no tardaría en ejercer su influencia sobre la teología misma. En efecto, las divinidades no son sólo, en una ciudad antigua, el objeto de un culto «interno», sino que tienen una función internacional. Cuando se trata de garantizar los tratados, se acude a ellas. El panteón particular de una ciudad oculta la existencia de otro panteón más general, del que las divinidades locales no son más que una interpretación. Al hacerse así «intercambiables», los dioses y las diosas influyen los unos sobre los otros de uno a otro país. Las primeras asimilaciones que se intentan son aún poco importantes; después, a medida que van realizándose, se hacen más consistentes y las personalidades divinas se modifican. Pero al principio de la época helenística, las divinidades griegas habían sufrido una larga evolución que las había alejado mucho de su prehistoria. Se habían cargado de todo un simbolismo moral, extraño, sin duda, a su más antigua forma. Al encarnar el ideal del helenismo, lo importaban, como en un solo bloque, al interior de la ciudad púnica.

Sobre este fenómeno, que se percibe, pero cuya realización es en detalle difícil de captar, tenemos algunos testimonios que a veces han desconcertado a los historiadores. Así, produce asombro el encontrar en ocasiones a Baal Amón identificado con Cronos y hasta con Zeus. Pero nada hay más natural si se advierte que también el viejo tirano sanguinario del panteón cartaginés cambió de carácter con los años y que el aspecto «croniano» del devorador de niños ha dejado paso a una personalidad nueva, más próxima de la del Zeus clásico, rey y protector de ciudades. Así, del mismo modo que los cartagineses habían tenido que adoptar la moneda de los Lágidas, hubieron de aceptar también que su antiguo panteón se acercase al que presidía la nueva comunidad espiritual que informaba el Oriente mediterráneo.

Los dioses, sin embargo, no eran sólo las potencias que presidían las relaciones internacionales y los ritos del Estado. Eran también el objeto de una piedad personal. Ya hemos recordado que Deméter y Cora habían contribuido a introducir en Cartago la idea de una salvación más allá de la muerte. Al lado de las dos diosas eleusinas hay que hacer un sitio a Dioniso, al que también se ve aparecer en el simbolismo funerario de las tumbas púnicas. La religión dionisíaca conoció, en la época helenística, una brusca y considerable expansión, especialmente en Alejandría. Como se sabe, Italia se contaminó del furor sagrado de las bacantes. Y toda una serie de monumentos nos permite suponer que Cartago no quedó al margen de aquel movimiento. Es verosímil que Dioniso penetrase en la ciudad púnica mediante el juego de una asimilación con una divinidad nacional, el «dios-niño» Shadrapa, procedente éste de Shed, un «curandero» cananeo. Probablemente Egipto sirvió de intermediario para facilitar aquella asimilación sincrética —Egipto, donde Dioniso Serapis comenzaba a recibir un culto oficial—. Dioniso, dios de la resurrección, de la embriaguez divina, del éxtasis, el dios que trastorna los espíritus y los lleva a la exaltación de la bacanal, de la música, de la danza sagrada. Si no viésemos que en las estelas cartaginesas figura la crátera mística, símbolo de la «salvación» dionisíaca, y si no conociésemos la existencia, en algunas tumbas, de representaciones y de objetos también indudablemente dionisíacos, dudaríamos en suponer que los cartagineses fueron sensibles a aquel ideal tumultuoso que la austeridad romana rechazó, al menos por algún tiempo, pero que tuvo un duradero y extraordinario auge en Oriente. Y esto nos explica la pervivencia de los temas dionisíacos en África, mucho después de la caída de Cartago.

Sin embargo, la presencia de Dioniso en Cartago no va acompañada de la actividad que en Grecia era el dominio esencial del Dios. Los cartagineses ignoraban el teatro. El teatro de Cartago fue construido sólo en la ciudad romana, bajo el Imperio. Quizá si Cartago hubiera vivido más tiempo habría acabado por acoger las representaciones dramáticas, que fueron importadas en Roma a mediados del siglo III a. de C., y que todo ciudadano griego consideraba como parte integrante de la «paideia», de la cultura humana. Las únicas manifestaciones colectivas en que se encontraba el espíritu de fiesta y la comunión del pueblo entero, en Cartago, eran los festines celebrados en común y ofrecidos por ricos particulares. Pero aquellos festines, comparados por los griegos con las syssities espartanas, no elevaban el corazón ni el espíritu. Se comprende que aquella civilización que, a pesar de la influencia helenística, seguía siendo inhumana y rebelde al atractivo de la belleza —cuando ésta no revestía la forma del lujo más ostentoso— haya inspirado a Plutarco un juicio tan severo como célebre:

«El carácter (de los cartagineses) es triste y sombrío, son serviles con los magistrados y duros con sus súbditos; sin constancia en los peligros, se dejan arrebatar sin medida por la cólera, se obstinan cuando han decidido algo y rechazan inhumanamente todo lo que encanta, todo lo que es bello».

Los cartagineses podían acoger ciertas técnicas, incluso ciertas creencias llegadas del mundo helénico, pero jamás fueron considerados por los griegos un «pueblo hermano», a diferencia de lo que ocurrió con Roma, según veremos.

Tal era Cartago a comienzos del siglo que vería el estallido, entre ella y Roma, del terrible, del interminable conflicto de las Guerras Púnicas.

Los primeros pasos de la potencia romana

Las relaciones entre Roma y los colonos griegos de Italia meridional y de Sicilia se asemejan poco a la historia de las luchas sangrientas que habían enfrentado a Cartago con el helenismo y que no cesaron hasta que Roma se instaló definitivamente en Siracusa, en el curso de la segunda Guerra Púnica. Sin duda, aquellas relaciones no fueron siempre pacíficas y Siracusa no sucumbió más que después de un sitio largo y cruel, pero jamás hubo entre los dos partidos aquella total incompatibilidad, incluso, a veces, aquel odio que se advierte entre los griegos de Sicilia y sus adversarios púnicos. El cartaginés aparece como un extraño. El romano, incluso cuando se le califica de bárbaro, sigue siendo en cierto modo un «pariente». Es difícil discernir con precisión la idea exacta que se hacían de Roma los historiadores griegos a partir del momento en que la ciudad apareció en su horizonte. Los fragmentos que poseemos no nos ofrecen más que testimonios inseguros, cuya fecha y a veces la atribución son discutibles, pero no por eso deja de ser evidente que Roma, por lo menos en la época de Aristóteles y, sin duda, mucho antes, está ligada a la tradición homérica y, más concretamente, a un episodio de los «Regresos». Un juego de palabras facilita el acercamiento: se inventa una heroína, Rhomé (en griego, la «Vigorosa»), cuyo nombre se habría atribuido a la nueva ciudad. Pero los historiadores antiguos no parecen estar de acuerdo acerca de si aquella fundadora de Roma o, mejor, aquella heroína epónima era una griega o una troyana. Andrómaca, de nombre heleno, ¿no es una asiática? Dos tradiciones distintas se enfrentan entonces: una, según la cual Roma es una colonia aquea, y otra que la considera una colonia troyana. Esta dualidad de tradiciones, que sería inútil tratar de resolver, se encontrará después en la Eneida, donde el poeta distingue cuidadosamente dos emplazamientos sucesivos del lugar de Roma: una primera colonia, instalada por los arcadios de Evandro sobre el Palatino, y, a continuación, la fundación «latina», que fue obra de Rómulo, en quien se unían la sangre troyana, que él había recibido de su antepasado Eneas, y la sangre de los reyes «aborígenes», el último de los cuales había sido Latino.

Ciertamente Roma no está aislada en esta perspectiva. Tradiciones muy firmes aseguraban que Italia, en la época heroica, había recibido a inmigrantes orientales, ligados a los héroes de la guerra contra Troya, que podían ser guerreros aqueos apartados de su ruta o exiliados troyanos. En realidad, la diferencia entre ambas concepciones no es tan grande como hoy podríamos pensar. En la perspectiva épica, troyanos y aqueos están próximos los unos a los otros.

Pertenecen al mismo mundo, entre ellos existen relaciones de parentesco, de hospitalidad e, incluso, confusamente, el sentimiento de un origen común. Acaso sea necesario referir estas leyendas de una inmigración «heroica» en Italia, tanto frigia como aquea, a hechos históricos reales cuya paciente reconstitución ha sido intentada recientemente: es innegable que hacia finales del II milenio a. C. se dibujaron corrientes de migraciones del Oriente hacia el Occidente. Numerosos y coincidentes descubrimientos arqueológicos son clara prueba de ello. Es posible, e incluso probable, que la leyenda de la fundación troyana de Roma oculte una verdad histórica. En todo caso, es indudable que en el mundo etrusco de finales del siglo IV a. C. la figura de Eneas era popular y que se le consideraba como al héroe «piadoso» por excelencia. Todo nos induce a creer que la idea de una descendencia troyana de la Ciudad pertenece menos a la Roma latina que a la Roma etrusca, que, como veremos, se superpuso a la primera en el curso del siglo VI a. C.

Ciudad «griega» y más concretamente arcaica, ciudad «troyana» y también «latina», es decir, indígena e itálica, Roma está abierta, por vocación, a todas las influencias que se entrecruzan en el mundo mediterráneo y predestinada a realizar una síntesis de civilizaciones y de culturas que acabará constituyendo su originalidad.

Por su lengua, que es la del Lacio, Roma pertenece a los «indoeuropeos». Los latinos se nos aparecen hoy como una rama desgajada, en fecha relativamente antigua, de la comunidad lingüística que nosotros llamamos «indoeuropea». En la Italia histórica forman un islote rodeado de otras poblaciones, en su mayoría indoeuropeas también, pero inmigradas en la península más recientemente, a las que se llama poblaciones «osco-umbras». Los latinos no eran los únicos pertenecientes a la más antigua ola de inmigrantes «arios». En este aspecto, suele relacionárseles con los sículos, que, cuando nosotros les conocemos, se hallan establecidos en el interior de Sicilia. Tienen parentesco también con los vénetos, cuya lengua nos es muy poco conocida, pero que empieza a manifestársenos gracias a unas series de inscripciones recientemente descubiertas. Próximas a los latinos deben de haber estado también, al menos en su origen, las gentes de Faleria (los faliscos), que fueron «etrusquizados» más profundamente que los romanos. Pero estos datos que nos facilita el análisis lingüístico se coordinan mal con los que podemos deducir de los descubrimientos arqueológicos. No sabemos exactamente con qué estado lingüístico relacionar en su conjunto la civilización «villanoviana», que a comienzos del I milenio antes de nuestra era cubre casi toda la Italia septentrional y la del centro. El osario villanoviano típico, con su forma bicónica, se encuentra desde la llanura del Po hasta el Lacio, y es evidente que las más antiguas tumbas halladas sobre el suelo de Roma, en el «sepolcretum» del Foro, pertenecen al mismo grupo. Los «villanovianos» eran incinerantes, pero desde los tiempos más remotos había también «inhumantes» en Italia. Sin duda, esta diferencia en los ritos funerarios responde a veces a diferencias de raza, pero sabemos que en la época histórica los romanos practicaban uno y otro rito, conservando cada familia su propia tradición, y el mismo cementerio arcaico del Foro contenía, junto a urnas de incinerantes, sarcófagos de inhumantes. Es muy evidente que la simple consideración del rito funerario, como tampoco la del mobiliario de las tumbas, no bastan para definir una «civilización» y menos todavía una «raza». Debemos tener sumo cuidado con cualquier extrapolación: la identidad de ritos no demuestra la de las lenguas y de las instituciones, así como su diversidad no prueba la heterogeneidad cultural del grupo social en que la encontramos.

Las excavaciones demuestran una continuidad absoluta entre la civilización villanoviana y el comienzo de la civilización etrusca. Las tumbas de urnas bicónicas aparecen en todos los lugares donde habían de surgir las ciudades etruscas. Sin embargo, parece seguro que los etruscos no pueden ser identificados con los «villanovianos». Constituyen —si no, tal vez, un pueblo definido— por lo menos una comunidad cultural original que, a pesar de cuanto se haya dicho en el pasado, no podía haber sido introducida, totalmente formada, en Italia por unos inmigrantes llegados del Norte a través de los Alpes. El «pueblo etrusco» que nos describen los historiadores romanos es, sin duda alguna, el resultado de una síntesis de elementos muy diversos, en la que poblaciones itálicas anteriores a las invasiones de los inmigrantes indoeuropeos, de los «villanovianos» (de los que hay buenas razones para pensar que fuesen «arios») e, indudablemente, de los inmigrantes llegados de Oriente (acaso de Lidia), habían tendido a crear una comunidad de cultura original. Los orientales impusieron su lengua, el etrusco, que ellos habían aprendido a cifrar utilizando los caracteres del alfabeto griego arcaico y que los sabios modernos, a pesar de sus esfuerzos, no descifran todavía hoy más que de un modo muy imperfecto. Desarrollaron también las relaciones culturales con Asia, creando así, en el curso del siglo VIII a. C., una civilización orientalizante que a lo largo de los siglos siguientes, se helenizó de manera progresiva.

El corazón del país etrusco era la Toscana. Pero, poco a poco, los etruscos fundaron ciudades en el interior de la península; franquearon los Apeninos por los valles que les ofrecían vías de paso relativamente fáciles como el valle del Reno, y se establecieron en la región de Bolonia (Bolonia, antigua aldea villanoviana, se convirtió en la ciudad etrusca Felsina), alargando incluso sus tentáculos hacia los Alpes. Al mismo tiempo, la penetración etrusca, medio cultural y medio política, alcanzaba a las regiones situadas al sur del Tíber y se extendía hasta la Campania, donde entablaba contacto con las colonias griegas.

Roma nació antes del gran período de la expansión etrusca, y, sin duda, hacia la época en que empezó a formarse la civilización de aquel pueblo, al que los griegos llamaban «tirrenos».

Es muy poco probable que los pueblos de la Italia preetrusca hayan conocido la noción de ciudad. Las poblaciones itálicas de cultura osco-umbra no la poseyeron más que tardíamente, y la aprendieron, unos de los etruscos o de los romanos, y otros de los colonos griegos del Sur. Puede creerse que la gran necrópolis «latina» de la colina de Alba no supone la existencia, en fecha antigua (hacia el siglo IX a. C.), de una ciudad, pues la ciudad de Alba de que nos hablan los historiadores romanos no es, sin duda, más que una invención reciente, de un tiempo en que la ciudad había sustituido en todas partes, al menos en el Lacio, a la organización tribal. Ni siquiera es seguro que haya constituido una verdadera fundación la primera ocupación del suelo romano por los colonos latinos, llegados tal vez de la región de Alba, según la tradición romana. Los colonos instalados sobre el Palatino, donde las excavaciones modernas han descubierto vestigios de sus cabañas, no eran todavía más que pastores apenas sedentarios, que habían encontrado allí un lugar de refugio cómodo, que dominaba los pantanos mantenidos por los frecuentes desbordamientos del Tíber y que se unía al resto de la meseta latina por un istmo estrecho y fácil de cerrar. La aldea del Palatino era uno de los muchos asentamientos latinos diseminados entre el mar, las colinas —que son, al Este, los últimos contrafuertes de los Apeninos— y el curso del Tíber. Aquellas aldeas dispersas conservaban entre sí un lazo de unión. Todas rendían culto al gran dios del Lacio, Júpiter Latino, que residía en la más elevada cima del país, en el actual Monte Cavo (Mons Albanus). Alba era la metrópoli común, y ostentaba la «presidencia» de la Liga Latina.

Sólo de un modo muy hipotético podemos reconstituir la más antigua organización política de aquel pueblo de «protolatinos». Es, seguramente, a través de ellos como se conservaron y luego se transmitieron al Estado romano ciertas instituciones muy arcaicas, que generalmente se hacen remontar al tiempo en que los antepasados de los latinos vivían en la comunidad indoeuropea primitiva. Esas instituciones son, muy frecuentemente, religiosas. Entre ellas, hay que situar, sin duda, la realeza, pero no la que encontraremos en la propia Roma, en la época de su apogeo, en el siglo vi, sino una realeza esencialmente sacerdotal, anterior a la influencia etrusca, y llamada a sobrevivir bajo la República, una vez que la «magistratura» real, ésta de origen etrusco, se despoje de su carácter político. Es probable, pues, que cada una de aquellas pequeñas comunidades latinas tuviera su rey, que era sacerdote, mago, intérprete y manipulador de presagios, y, naturalmente, también jefe militar, si se puede hablar de ejércitos en comunidades tan restringidas. Al nivel de la Liga, parece que existía un magistrado temporal, al que se designaba tal vez con el nombre de dictador, y cuya función consistía en mantener y asegurar una unidad de acción en el seno del «pueblo» de los latinos. Pero es muy verosímil que el dictador no interviniese más que en circunstancias excepcionales. El verdadero marco de la vida política era, al parecer, el «clan», la gens, en cuyo seno era omnipotente el paterfamilias. Y así era, desde luego, como los poetas «anticuarios» de la época augustana se representaban la sociedad de la más antigua Roma: un rey, asistido de un consejo de patres, a los que se imaginaban vestidos de pieles de carnero y deliberando en un prado. En el seno de la gens, el «pater» es juez soberano, dueño absoluto de la libertad, de la vida y de los bienes de todos, y, durante mucho tiempo, conservará, en la Roma clásica, aquella exorbitante autoridad. La organización gentilicia es tan esencial a la vida social romana, que, más adelante, una vez integrados elementos extraños a lo que habrá llegado a ser la Ciudad, se advertirá una tendencia muy clara a hacerlos entrar, mal que bien, en aquel marco que no estaba hecho para ellos. Al lado de los jefes de las viejas familias, habrá patres asociados, asimilados, y cada familia tendrá también sus «clientes», considerados, en ciertos sentidos, como miembros «honorarios», asimilados, de la gens. Su «patrón» será su representante ante la justicia, su defensor, exactamente como había, en las ciudades griegas, «próxenos» para representar y defender a los extranjeros.

La tradición nacional sostenía que la ciudad de Roma había sido fundada sobre el Palatino por Rómulo, asistido de su hermano Remo, pertenecientes ambos a la estirpe de los reyes de Alba. Rómulo había trazado con un arado el surco que delimitaba el pomerium (recinto) de la futura ciudad, y ésta había tomado la forma de un cuadrado o, por lo menos, de un cuadrilátero, lo que se llamaba la Roma quadrata. Pero las tradiciones difieren mucho sobre la situación y la extensión de aquella ciudad de Rómulo: tan pronto se la reduce sólo al Palatino, como se le integran el Capitolio y el Foro. Hoy parece poco probable que se tratase de una verdadera ciudad, que luego constituiría el núcleo de la urbs. En efecto, desde muy pronto se distinguen, simultáneamente, varias aldeas establecidas en el lugar de la futura Roma. La del Palatino es la más conocida, pero no es la única, y hoy es incluso imposible pensar, como en otros tiempos se hacía, que constituyese un «hábitat» del que estaban excluidos los muertos, lo que la habría asimilado a la Roma clásica, permitiendo suponer que se hallaba rodeada de un pomerium en cuyo interior estaban prohibidos los enterramientos, como la regla ordenaba en época histórica. Esta hipótesis, admitida durante mucho tiempo, después de las excavaciones de Boni, que creía haber encontrado en el Foro el cementerio de la «ciudad palatina», ya no es válida, desde que se han descubierto tumbas al lado de las cabañas, en el propio Palatino. Los resultados de las excavaciones pacientemente analizadas demuestran que, acaso desde el siglo IX a. C., el lugar de Roma estuvo habitado por unos «incinerantes» latinos y, tal vez, simultáneamente, por otros incinerantes, a los que se calificaba como «sabinos», llegados, ya no de la llanura costera, al sur de la desembocadura del Tíber, sino de las últimas estribaciones de los Apeninos, y que pertenecerían al grupo lingüístico de los osco-umbros. No es imposible tampoco que algunos núcleos, numéricamente más débiles, de poblaciones establecidas en aquel emplazamiento antes de la llegada de los colonos indoeuropeos, subsistieran durante largo tiempo. Las habitaciones humanas, las «cabañas» cubrieron, poco a poco, las diferentes colinas, las faldas del Palatino, en la dirección del Foro, las de la Velia, que prolongaba el Palatino hacia el Esquilino, las alturas del Fagutal, del Celio y del Viminal; generalmente, se admite que las cabañas del Quirinal estaban habitadas por sabinos, mientras que el sur del Foro era el territorio por excelencia de los latinos. Naturalmente, tales reconstrucciones son muy hipotéticas, y sólo constituyen cómodos esquemas para ordenar, mal que bien, algunos hechos conocidos. Durante mucho tiempo, el mayor número de sepulturas se acumuló en las partes bajas, en el Foro y al pie de la Velia. Después, llegó un momento en que las habitaciones de los vivos cubrieron las tumbas y cesaron los enterramientos en el Foro. Esto ocurrió hacia comienzos del siglo VII. Unos cien años después (hacia el 575), el Foro tuvo su primer pavimento, y este hecho ha sido interpretado como la verdadera «acta de nacimiento» de la Ciudad.

 

Roma.

En realidad, un plan de excavación, un hecho de orden puramente arqueológico no podría aportar un testimonio innegable sobre un fenómeno tan complejo como el nacimiento de una ciudad: una ciudad —y, especialmente, la urbs, entidad sagrada— no se reduce a la realidad material de su aglomeración, a las casas que la componen. Es una creación jurídica, cuya existencia no es perceptible más que indirectamente cuando ningún texto, ningún testimonio circunstanciado nos informa acerca de ella. La existencia «espiritual» de Roma es, evidentemente, inseparable de la ocupación del Foro y de su utilización para las grandes actividades sociales, religiosas y políticas que condicionan la vida de la ciudad. La tradición no ha conservado el recuerdo de un «forum» palatino. Antes de la ciudad, había, quizás, entre las aldeas, una especie de liga análoga a la que unía a todos los latinos alrededor del santuario de Alba. De esta liga local, limitada, podría ser un vestigio, bastante misterioso, la fiesta del Septimontium, que se celebraba todavía en la época clásica, el 11 de diciembre. Las aldeas latinas incluidas en aquella liga estaban situadas todas al este y al sur del Foro. Carecían de toda unidad topográfica, y en ningún momento podrían haber formado un «oppidum».

El Foro, por el contrario, es un centro geográfico: hacia él convergen los valles y las faldas de las colinas. Cuenta con todas las condiciones necesarias para constituir un lugar de reunión común. Desde hace mucho tiempo, se ha advertido que, en su orientación y en la de las dos vías que lo atravesaban, se dan unas características que los romanos consideraban inseparables de toda fundación urbana: dirección norte-sur de la vía axial (cardo), dirección este-oeste de la vía principal (decumanus), implantación de puertas (lugares de paso de valor religioso, más que puertas de recinto) en los cuatro puntos cardinales, agrupamiento de los templos más importantes de la religión urbana, especialmente el «hogar» común, el de Vesta, y la morada del Rey (concebido entonces como un sacerdote) que existe aún hoy (Regia). Todo hace pensar que la «ciudad» de Roma no fue constituida como ciudad hasta la ocupación del Foro. Esto puede haberse producido antes del establecimiento de un pavimento de losas, y las condiciones de lo que hay que llamar la «fundación» de Roma nos son casi totalmente desconocidas. Algunos indicios nos permiten suponer que este acontecimiento fue provocado por la acción de los etruscos, especialmente la orientación de los ejes urbanos y sin duda también la idea misma de ciudad, ligando indisolublemente el suelo de la Ciudad y las instituciones, sacras y políticas, que le dan su ser. Pero es difícil decidir si esta acción se ejerció desde el exterior o si fue precedida de una conquista militar. La realidad de una dominación política de los etruscos en Roma es innegable; está proclamada por los propios historiadores romanos, que designan como etrusca a la dinastía de los Tarquinios. En el siglo vi, Roma reconoció una fase etrusca, como la mayor parte de la Italia central, y es posible que a este «accidente» histórico debiese incluso su existencia como civitas.

Como se sabe, la tradición romana atribuye la fundación de la Ciudad a Rómulo. Pero Rómulo tuvo que asociar muy pronto su poder al del sabino Tito Tacio, tras la guerra que enfrentó a los habitantes de la joven ciudad con los sabinos, cuyas mujeres habían raptado. Tacio murió enseguida, y Rómulo fue arrebatado a su pueblo por los dioses, que le convirtieron en uno de ellos, con el nombre de Quirino. En este momento, Tito Livio, que es nuestra fuente principal, sitúa una verdadera comedia jurídica que se representa entre el pueblo y los patres para saber a quién pertenecería el derecho de designar al nuevo rey; a fuerza de generosidad simulada, los Padres obtuvieron la ratificación de la elección popular y, finalmente, el pueblo se entregó a ellos. Este relato tiene el valor de un mito etiológico; define las relaciones entre el Senado y la asamblea popular: el Senado posee la auctoritas, es decir, una cualidad de esencia religiosa y casi mágica, el privilegio de iniciativa para una acción cuya eficacia garantiza su «autor», en virtud de su sola personalidad.

A Rómulo sucedió Numa, un sabino, cuya figura es compleja. Numa es el rey religioso por excelencia, y a él se atribuyen la mayor parte de las instituciones sacras de la ciudad. Pero se dice también que era «discípulo de Pitágoras», afirmación puesta en duda desde la antigüedad por razones de cronología y que, sin embargo, merece ser considerada con atención. Numa simboliza, sin duda, las corrientes religiosas que recorrían la península en el momento en que los colonos griegos consolidaban sus asentamientos en Italia meridional y en que los cultos y las creencias indígenas se modificaban insensiblemente, al contacto con la religión importada de Oriente. La cronología de Tito Livio sitúa el reinado de Numa a comienzos del siglo VII. Es el momento en que los pueblos itálicos parecen haber experimentado una verdadera fermentación religiosa, cuando en el país etrusco alcanzan cierto predominio algunos ritos nuevos, como la inhumación de los muertos —y se nos dice, precisamente, que Numa era un «inhumante»—. Las influencias orientales dominan. Los «latinos» de Roma fueron envueltos en aquel movimiento, que ayudó a su ciudad a definirse. Es muy significativo advertir que el reinado siguiente, el de Tulo Hostilio, vio la guerra entre Roma y Alba, y la destrucción de ésta, y luego el traslado de su población a Roma, donde se instaló: esto, según se dice, implicó la unión del Celio al «hábitat» ya existente. La vieja confederación religiosa estuvo a punto de ser suplantada por los dioses del vencedor. Pero, finalmente, el espíritu conservador de los latinos volvió a imponerse y Roma adoptó entonces el culto del Mons Albanus.

El sucesor de Tulo Hostilio fue un sabino, Anco Marcio, nieto de Numa por su madre. Anco «legalizó» los ritos guerreros y fue un rey enérgico. Prosiguió —nos dice Tito Livio— la conquista del Lacio e instaló en Roma a los habitantes de varias aldeas, que se establecieron en la zona del Aventino. Es el último rey de la serie «nacional». Le sucedió un singular personaje, llamado Lucumón (que, en realidad, es un título de un magistrado etrusco), originario de la ciudad etrusca de Tarquinia (hoy Corneto) e hijo de un corintio inmigrado en Etruria. Este Lucumón reinó con el nombre de Lucio Tarquinio Prisco, y la tradición de Tito Livio sitúa su advenimiento en el 616, es decir, a finales del siglo VII momento en que la influencia de Grecia se hace preponderante, en que se multiplican los productos de la cerámica corintia y en que las riquezas afluyen a una Etruria que debe su prosperidad a la explotación de las minas de hierro, de cobre, de cinc y de plomo abundantes entonces en la isla de Elba y alrededor de Siena. Tarquinio Prisco se presenta, en la tradición, como uno de esos tiranos que entonces menudean en Grecia y, durante más de un siglo, tendrán bajo su poder a las ciudades. Está considerado como el primero que hizo «la corte» al pueblo para conseguir sus sufragios.

Cabe pensar también que instaló una guarnición, instrumento de su poder, en la colina que una tenaz tradición siguió llamando Mons Tarpeius (es decir, sin duda, «monte de Tarquinio»), incluso cuando el nombre oficial pasó a ser Capitolium. En este momento, la villa de Roma se constituye seguramente en ciudad, una ciudad de tipo análogo al de las villas etruscas, asiáticas y griegas, con su ágora, el Foro, y, más especialmente, el Comitium, donde se reunía el pueblo, su acrópolis (la ciudadela capitolina) y su «Bulé», su sala de Consejo, la Curia, próxima al Comicio, donde, tradicionalmente, se reunían los Padres. Se cree también que Tarquinio amplió el Senado de Roma, añadiendo a los jefes de las gentes mayores cien senadores llamados «de las gentes menores». Como se ve, ya está en formación, bajo la influencia griega, la constitución de un Estado en que los elementos heredados de la tradición latina se adaptan a las exigencias de una administración menos primitiva y, sin duda, menos exclusivamente sacral.

Efectivamente, en aquel momento, parece que el culto se modifica. Se atribuye a Tarquinio Prisco la organización de los primeros Juegos, Ludi Romana o Ludi Magni, que son, evidentemente, una costumbre etrusca. También por esta época, se introducen, si no divinidades nuevas, por lo menos interpretaciones nuevas de «personas divinas». La antigua tríada indoeuropea formada por Júpiter, Marte y Quirino es sustituida por la capitolina clásica, con Júpiter, Juno y Minerva, que expresa quizá la tripartición étnica de la ciudad nueva, siendo Júpiter el dios latino, Juno la gran «reina de las ciudades» etruscas, y Minerva, la divinidad sabina. Pero es cierto también que esta misma tríada existía en otras ciudades, puramente etruscas, hasta el punto de que incluso podía considerarse que no había ciudad digna de tal nombre sin tres templos, consagrados separadamente a Júpiter, a Juno y a Minerva.

En los primeros años del siglo VI (la cronología tradicional asegura que en el 579) se produce un acontecimiento muy importante para la historia del Estado romano. Al rey-tirano etrusco le sucede un personaje al que la historia conoce con el nombre de Servio Tulio y al que los anales etruscos parecen haber designado con el título, convertido casi en nombre propio, de Mastarna, es decir, la traducción etrusca de la palabra latina «magister». A él se atribuyen las reformas fundamentales del Estado. La ciudad romana, dividida hasta entonces en tres tribus —Ramnes, Ticies y Luceres—, a las que hay buenos motivos para considerar étnicas, fue organizada según tribus territoriales: el principio del domicilio sustituye al del nacimiento. Hubo cuatro tribus urbanas y un cierto número de tribus rústicas, entre las que se repartía el territorio de la campiña. Las cuatro tribus urbanas eran la Succusana (después llamada Suburrana), la Collina (sobre el Quirinal y el Viminal), la Esquilina (sobre la meseta del Esquilino y sus avanzadas en dirección al Foro), la Palatina, con el Palatino y la Velia. Las dos cimas del Capitolio estaban excluidas de esta división: colinas sagradas y reales se hallaban al margen de lo que parece haber sido la finalidad y la razón de ser de aquella organización, es decir, el reparto del impuesto (tributum). En el campo, las tribus rústicas comprendieron pagi, en los que generalmente dominaban las grandes gentes cuyos nombres llevaron: Claudia, Cornelia, Aemilia, etc. En la época clásica eran 31, pero en el momento de su creación eran, sin duda, menos numerosas.

En la Roma «latina» los ciudadanos estaban repartidos en curias, que parecen haber sido primitivamente unas «asambleas» de aldeas esencialmente dedicadas a fines religiosos. El presidente de cada curia, el curio, tenía funciones sacerdotales. A la curia correspondía el regular las cuestiones relativas al estatuto jurídico de los individuos; todavía en la época clásica había una «lex curiata», que decidía acerca de las adopciones, y las formas más antiguas del matrimonio están en relación con las curias. El conjunto de las curias formaba lo que se llamaba los «comitia curiata», es decir, la asamblea del «pueblo»; pero primitivamente, durante el largo tiempo que las curias representaron sobre todo a los jefes de gentes, estos comicios se distinguían muy difícilmente del «Senado». La diferencia consistía, sin duda, en esto: en que el «concilium patrum» reunía a los Padres a título individual, mientras que en las curias eran portavoces y representantes, tanto religiosos como civiles, de los miembros de su gens y de las familiae que con ella se relacionaban. Ya antes de Servio las curias habían evolucionado y se habían convertido en divisiones territoriales, encontrándose los habitantes de un barrio adscritos a una curia determinada. A esta organización Servio superpuso otra, que estaba ligada a la fortuna. Los ciudadanos se repartían en cinco clases, cada una de ellas definida por una cifra de fortuna y, en el seno de cada clase, en centurias, marcos esencialmente militares. De las centurias formadas por los ciudadanos más ricos salían caballeros que tenían que comprar y mantener su caballo. Después venían las centurias de los infantes, que combatían con un armamento cada vez más ligero a medida que iban perteneciendo a clases menos ricas. Los ciudadanos que no poseían nada (los capite censi) formaban cinco centurias de obreros especialistas (carpinteros, herreros, músicos). Y el conjunto de las centurias, es decir, el pueblo soldado, formaba una nueva asamblea, los comitia centuriata.

Con aquella reforma, la ciudad romana adquiría uno de los caracteres que la distinguieron durante mucho tiempo; se convertía en una oligarquía de la fortuna, al mismo tiempo que su organización militar tendía si no a darle el gusto de las aventuras de conquista, por lo menos a hacer de ella un admirable instrumento guerrero. La reforma de Servio era, además, un primer paso hacia la unificación de la ciudad; se apartaba un poco más de su antigua organización gentilicia y patriarcal. La fortuna predominaba sobre el nacimiento, el Estado sobre las gentes. Es muy verosímil que Servio actuase como un auténtico demagogo y que, como su sobrenombre de Mastarna indica, fuese un dictador casi revolucionario, inspirado quizás en sistemas ya experimentados en Etruria, quizás en ejemplos llegados de Grecia, donde en la generación anterior se habían establecido regímenes timocráticos. La huella de aquella reforma había de ser duradera. Roma sería para siempre una ciudad timocrática, en la que el rango conferido por el dinero se conciliaría, mal que bien, con el que daba el nacimiento.

Servio está considerado también como el primero que realizó una fortificación efectiva de la Ciudad. A su reinado se atribuye la construcción del Muro Serviano, que fue el límite militar de Roma hasta el momento en que, tras el enorme crecimiento del Imperio, ya no fue necesario prever fortificaciones alrededor de la capital. Aquel límite, cuyo trazado podemos seguir aproximadamente, comprendía ya toda la extensión de la Roma clásica y alcanzaba una longitud total de unos 8 kilómetros. Se ha asegurado frecuentemente que Roma era todavía una ciudad demasiado pequeña, muy poco poblada, para que en el siglo vi se la pudiese dotar de una muralla tan larga y se ha propuesto retrasar en dos siglos la fecha de aquella construcción. Pero pueden invocarse buenos argumentos en favor de la fecha tradicional. Parece evidente que el Muro Serviano, al englobar todas las colinas, comprendido el Aventino, apoyándose sobre el río (que no franqueaba), utilizando las defensas naturales (especialmente los declives del Capitolio y del Esquilino), había sido concebido teniendo sólo en cuenta exigencias militares y no las del conglomerado real. Entonces sólo estaban ocupadas algunas partes de la ciudad; aquellas agrupaciones étnicas relativamente aisladas se hallaban asentadas en las colinas periféricas (el Celio, el Aventino) y continuaban, en suma, la tradición del período «latino» con sus aldeas discontinuas.

Bajo el reinado de Servio y el de Tarquinio el Soberbio, la tradición sitúa una gran actividad en las edificaciones. Se canaliza (aunque no totalmente) el arroyo que atraviesa el Foro encañando las aguas de chorreo y, sobre todo, comienzan a construirse templos. Servio consagró en el Aventino un templo a Diana, la gran diosa itálica, y Tarquinio el Soberbio, hijo del penúltimo rey, que había recobrado el poder por la fuerza asesinando a Servio, dedicó en el Capitolio un templo a Júpiter Máximo Óptimo, y a sus dos colegas, Minerva y Juno. Esto no debe sorprender en una época en que todas las ciudades etruscas se cubren de monumentos suntuosos y en que todas las artes concurren a adornar los santuarios. Los escultores que modelaron, a finales del siglo vi, el Apolo de Veyes y que dieron así prueba de poseer, en grado admirable, la difícil técnica de fabricación y de cocción de estatuas de grandes dimensiones en terracota, pueden muy bien haber colaborado, como la tradición señala, en el gran templo del Capitolio. En aquel momento, Roma, como todo el Lacio, se adorna con una decoración «jonizante», los templos se adornan con placas en terracota de vivos colores, donde se ven las imágenes de los dioses más «emotivos», especialmente los del cortejo dionisíaco, y todas las divinidades del mundo helénico y oriental que se convierten en centros de las entidades sacras de la antigua tradición latina. Júpiter es, a la vez, el dios del cielo sereno o tormentoso, lo que era para los «arios», y el dios del poder soberano, el señor del «Consejo de los Dioses» (dii consentes), lo que era en la tradición etrusca, bajo el nombre de Tinia.

Los comienzos de la República

La dinastía de los Tarquinios acabaría, en el 509, de un modo dramático con la expulsión de Tarquinio el Soberbio. El pretexto de la revolución fue un hecho escandaloso: la violación, por Sexto, hijo del rey, de una joven virtuosa, Lucrecia, esposa de Tarquinio Colatino. Lucrecia no pudo sobrevivir a su deshonor y se suicidó en presencia de su marido y de su padre. El pueblo entero, indignado por el crimen de Sexto Tarquinio y considerando que la virtud es incompatible con la omnipotencia, se subleva, expulsa a los Tarquinios y proclama la Libertad.

Desde hace mucho tiempo se ha señalado que esta revolución coincide con el declinar de la influencia etrusca en Italia central, bajo la acción conjunta de un despertar de las poblaciones itálicas y de una ofensiva de los colonos griegos: derrota de los etruscos ante Cumas en el 524; un poco después (en una fecha incierta), victoria de los latinos sobre los etruscos también en Aricia, y por último, en el 474, la victoria naval de los griegos en Cumas eliminaba prácticamente a la marina etrusca del Mar Tirreno. La expedición organizada por el rey de Clusio, Lars Porsena, para restaurar a los Tarquinios fracasó, según se nos dice, ante la resolución de los romanos; en efecto, los etruscos eran ya incapaces de mantener sus posiciones tradicionales. Lo que triunfaba en Roma y ejercía el poder no era el pueblo, sino la aristocracia de los patres, los grandes terratenientes, los jefes de las gentes latinas primitivas, que eran, al mismo tiempo, los «caballeros» de las primeras clases y los «rurales» inscritos en las tribus rústicas. La revolución fue social —en un sentido reaccionario— tanto como política. Tendió también a imponer ciertos ideales, morales y religiosos, una austeridad, una disciplina, un respeto a las costumbres de los antepasados (mos maiorum), que parecen haber sido menos practicados en la Roma fastuosa y, probablemente, menos puritana de los reyes etruscos.

Roma, después de la expulsión de los reyes, se dio unas instituciones. Se trataba de sustituir al rey etrusco, no de volver a la antigua realeza de carácter latino. La reforma de Servio había modificado muy profundamente la estructura del Estado haciendo de él una ciudad militar: los nuevos jefes serían, ante todo, los conductores del ejército, investidos del imperium, que era esencialmente un poder de carácter religioso, incluso mágico, comunicado por el propio Júpiter a los magistrados que le representaban entre los hombres. La comunión entre el dios y los jefes del pueblo no se establecía de una vez para siempre desde su «creación»; se aseguraba regularmente mediante los auspicios —una de las prerrogativas esenciales del imperium era, efectivamente, el ius auspicii—. El imperium confería a su poseedor un poder, en teoría, ilimitado, pero la plenitud de ese poder no se ejercía más que en el ejército, fuera del pomerium. En el interior de la ciudad, en tiempo de paz, estaba limitado por ciertos derechos de los ciudadanos, especialmente por el ius provocationis, derecho de apelar al pueblo contra cualquier decisión del magistrado concerniente a la caput (vida o estatuto jurídico) del ciudadano. El imperium correspondió, al principio, a dos magistrados supremos, a los que se llamó pretores (praetores, de prae-itores), y que recibieron primero el nombre de cónsules, mientras que el de pretor estaba reservado a unos auxiliares que se les asignaron y que en ausencia de los cónsules ejercían sus funciones judiciales. Desde el rey Servio, una de las funciones del poder era la de establecer el census, es decir, la lista de los ciudadanos, clasificados según el nivel de su renta. Este cargo se confió a dos magistrados especiales, los censores. Mientras los cónsules y los pretores eran elegidos por un año, los censores no se renovaban más que cada cuatro años, pero en realidad sólo ejercían su cargo durante dieciocho meses consecutivos. Procedían a la lustratio, la «purificación» del pueblo, reunido en sus cuadros militares, y tenían también a su cuidado los trabajos públicos y todas las adjudicaciones en nombre del Estado.

Este sistema sólo se constituyó a partir de la expulsión de los Tarquinios. Según Tito Livio, la creación de la censura data del 443, y la de los primeros pretores con poder judicial, del 366. Los cuestores (quaestores), que son en la época clásica los auxiliares financieros de los cónsules, pueden haber sido elegidos por primera vez en el 447, pero la tradición es muy oscura en cuanto a ellos; si al principio fueron designados sólo por el cónsul o sustituyeron a magistrados de otro carácter, los quaestores parricidii, encargados de la represión de los homicidios, los antiguos mismos lo ignoraban.

Estas magistraturas surgieron directamente del poder real, desmembrado para evitar todo peligro de tiranía. Pero inmediatamente después de la fundación de la República, Roma tuvo que instituir otra serie de magistraturas, casi autónomas, destinadas a resolver una necesidad especial, la salvaguardia de los derechos de la plebe. En efecto, apenas había sido liberada Roma cuando se planteó un problema terrible: la coexistencia de las dos mitades de la ciudad, los patricios y los plebeyos. Los primeros eran los representantes de las grandes gentes latinas y de las gentes menores asimiladas, entre las que había familias sabinas. Los segundos parecen haber sido sobre todo elementos urbanos que habían prosperado en la ciudad etrusca. Era, en suma, sin ellos y, en cierto modo, contra ellos como estaba haciéndose la revolución del 509. Al parecer, los patricios no monopolizaron el poder inmediatamente, si es cierto que algunos de los primeros cónsules fueron plebeyos. Pero en seguida las listas que se conservan no muestran más que cónsules patricios. En este momento sitúa la tradición el relato de la secesión de la plebe, que, retirada al Aventino (o al Monte Sacro, fuera de la ciudad), amenazó con constituirse en ciudad autónoma. Se nos dice que entonces los patricios, para mantener la unidad del Estado, concedieron a los plebeyos unos magistrados especiales, los tribunos, cuya persona era inviolable, y que tenían el privilegio de poder oponerse a toda decisión de un magistrado referente a la persona o a los bienes de un plebeyo. Más adelante, los tribunos (al principio, en número de dos) tuvieron, se dice, como «auxiliares» a los ediles (aediles), a quienes se nos presenta como magistrados encargados del templo, especialmente plebeyo, de Ceres. En realidad, es probable que estos ediles sean anteriores a los tribunos y que representen una forma de magistratura no romana, un sacerdocio investido de funciones políticas que fue integrado en la organización de la plebe.

Desde ahora está creada la estructura de la constitución romana. En el curso del siglo v la evolución ya sólo se produce en el sentido de una mayor cohesión del Estado. La plebe lucha por alcanzar el poder político. Excluida del consulado desde sus comienzos o, por lo menos, desde el 487, se esfuerza por llegar a la magistratura suprema y, a causa de esto, se entablan luchas incesantes que desgarran la ciudad y la ponen en peligro. El conflicto es quizá menos político que religioso. Como, según hemos visto, el consulado implicaba el derecho de auspicio y los patricios eran los únicos que podían consultar válidamente a los dioses, resultaba difícil elegir a un cónsul plebeyo. Otra razón de conflicto entre las dos clases era la prohibición de matrimonios «desiguales» (entre cónyuges de estatuto diferente). Se quería evitar así, según se nos dice, que un hijo de padre patricio y de madre plebeya pudiese «poner confusión en los auspicios». Pero estas distinciones parecían ya declinar a mediados del siglo V; un irresistible movimiento modernista imponía el abandono de los viejos tabús. Un colegio «constituyente» de diez magistrados (los decenviros) fue encargado, en el 451, de formular las reglas fundamentales del derecho. Después de muchas dificultades, aquel colegio promulgó el código llamado de las Doce Tablas, que sólo conocemos por citas bastante tardías y por alusiones. Código heteróclito que yuxtapone medidas de detalle y prescripciones de policía general, el cuerpo de las Doce Tablas era, sin embargo, importante porque retiraba el monopolio del derecho a la costumbre de los patres y le daba una objetividad más democrática en su principio. Apenas los decenviros habían cumplido su misión, entre la sedición y el desorden los principales privilegios de los patricios se hundían. No sólo se permitían los matrimonios entre las dos clases, sino que el consulado fue sustituido por una magistratura nueva, el tribunado militar con poder consular, que «desacralizaba» el consulado y, por consiguiente, lo ponía al alcance de los plebeyos. Menos de un siglo después, aquella magistratura bastarda, que, por otra parte, nunca había sido ejercida con una gran regularidad, desaparecía y los plebeyos eran definitivamente admitidos al consulado (Leyes de Licinio, 367/366, Leges Liciniae Sextiae).

En Roma subsistieron durante mucho tiempo vestigios de la división de la ciudad entre plebe y patriciado. La plebe conservará siempre (salvo algunos intervalos bastante breves) sus tribunos y también su asamblea particular, los «comicios tribales», cuyas decisiones (plebis scita), consideradas por los aristócratas durante un largo período como sin valor, acabarán siendo reconocidas y aceptadas como leyes (comienzos del siglo III). Por su parte, los patricios conservarán ciertos privilegios religiosos, algunos sacerdocios y algunos ritos, cuya desaparición habría sido considerada peligrosa y que se mantenían aún bajo el Imperio de un modo frecuentemente artificial (por la creación de patricios, adlecti inter patricios, de nacimiento plebeyo).

Así se creó, al término de una evolución que duró unos cuatro siglos, la célebre «constitución romana», objeto a veces de admiración y siempre de asombro para los pueblos antiguos. Aquella constitución no surgió de ningún principio racional ni es tampoco la obra de un legislador determinado. La figura, un tanto confusa, de un Servio Tulio no puede compararse con la de un Solón y la de un Licurgo. Las instituciones romanas se formaron día tras día, según las necesidades y las exigencias de las transformaciones económicas y sociales, también según las influencias ejercidas por este o por aquel pueblo extranjero, pero siempre con resistencias internas, ante el deseo de no destruir radicalmente nada del pasado, de utilizar para fines nuevos las formas y las prácticas de la tradición, tal como la concebía cada grupo étnico. Durante siglos de formación Roma no tiene todavía una tradición nacional, sino varias herencias, peculiares de este o del otro grupo. Sólo mucho después, con la lejanía del tiempo, los romanos tendrán la ilusión de haber conocido desde siempre una unidad, una «concordia» profunda, que no podía verse perturbada por la rivalidad, carente (decían ellos) de violencia, entre patricios y plebeyos. Pero no dejaban de sospechar tampoco que la verdadera unidad de Roma se había realizado menos en sus instituciones que en el impulso irresistible de su conquista: ahí radicaba la fuerza que le había permitido superar las crisis internas.

La conquista de Italia

La paz no reinaba en el Lacio en la época de la fundación de Roma. Los distintos pueblos diseminados por todo el país y finalmente agrupados en el interior de las ciudades se hallaban en guerra frecuentemente los unos contra los otros y también chocaban con las poblaciones de las montañas cuyos territorios rodeaban la llanura costera. Según hemos recordado, durante el siglo vi los etruscos llegados de los países situados inmediatamente al norte del Tíber habían dominado el Lacio, y Roma, gracias a su «etrusquización», se había beneficiado de la potencia de los mismos. En efecto, bajo los reyes etruscos situaba la tradición las primeras conquistas verdaderas de Roma, la ocupación sistemática de las ciudades latinas: Apiolas, Corniculo, Crustumeria, Nomento, etc.. Hacia el norte, el territorio conquistado y anexionado llega hasta Colacia, en el país sabino, no lejos de la confluencia del Tíber y del Arno. Este movimiento, iniciado por Tarquinio Prisco, es activamente proseguido por Tarquinio el Soberbio, que somete, se nos dice, el este del Lacio, lo que le lleva a una lucha contra los volscos, de la que Roma no saldría hasta muchas generaciones después. Al final de la realeza, Roma aparece como la principal potencia en el Lacio, y los cartagineses firmarán con ella un tratado que era un verdadero pacto de no agresión.

Pero, como era natural, el fin del predominio etrusco en el Lacio provocó un levantamiento general contra Roma, a la que ya no apoyaba la alianza de las ciudades de la confederación etrusca. Este levantamiento, acaudillado por el «dictador» de Tusculo, Octavio Mamilio, terminó con una batalla memorable a orillas del Lago Regilo, en la que resultaron victoriosos los romanos. Se cuenta que fueron ayudados por dos caballeros sobrenaturales que combatieron en sus filas: los Dióscuros Cástor y Pólux. En reconocimiento, los romanos les erigieron un templo en el Foro, cronológicamente el tercero de los santuarios monumentales, después del de Júpiter Capitolino y el de Saturno, al pie del Clivus Capitolinus. Terminada así la guerra, latinos y romanos concluyeron un tratado, conocido con el nombre de foedus Cassianum, cuyo texto grabado en bronce pudo leerse durante mucho tiempo en el Foro romano: debía haber una paz perpetua entre los dos partidos, que se prometían asistencia mutua y alianza militar, lo que significa que los latinos en aquel momento no eran todavía «súbditos» de Roma, sino que su liga formaba una potencia capaz de tratar con Roma de igual a igual. Hay, pues, base para creer que la revolución del 509 tuvo, al fin, por efecto el de aminorar el poder de la ciudad y rebajar el ritmo de la conquista, creencia que vienen a confirmar los datos de la arqueología, que revelan la disminución de las importaciones de cerámica griega a partir del siglo v y, al menos por algún tiempo, el empobrecimiento de la ciudad.

El Estado «latino-romano» que había surgido del foedus Cassianum tuvo que enfrentarse muy pronto con graves peligros: los pueblos de las montañas ejercían ya su presión y empezaban a descender hacia el mar, fenómeno que dominará toda la historia de la península itálica entre comienzos del siglo V y la terminación de la conquista romana.

Los primeros pueblos «sabélicos» que descendieron al Lacio fueron los sabinos. Algunos se incorporaron pacíficamente a la ciudad, como el clan de Atio Clauso (en el 505), que se asimiló completamente y que más adelante llegó a ser la muy célebre y muy noble gens Claudia. Pero hubo intentos de golpes de mano, como el de Apio Herdonio, del que se nos dice que logró, en una noche, apoderarse del Capitolio. Mas fue expulsado inmediatamente, y las alianzas que había podido encontrar en el interior de la ciudad demuestran que el pueblo romano se hallaba entonces muy lejos de estar unido en su patrimonio.

Más peligrosa era la situación en las fronteras oriental y del sudeste del Lacio: los ecuos amenazaban con invadir la llanura en la región de Preneste, y los volscos, por el boquete situado entre los Montes Albanos y el mar. El detalle de las luchas que permitieron contener a aquellos invasores y que fueron sostenidas, conjuntamente, por los romanos y por sus aliados latinos, es extremadamente oscuro. En ellas intervinieron personajes semilegendarios, como Coriolano, aristócrata traidor a su patria por una pasión partidista y que llegó a ser jefe de los volscos, pero que acabó renunciando a su criminal acción ante las súplicas de su madre y de su mujer. Después del 440, los volscos, al parecer, no persistieron en sus ataques.

Hacia la misma época, los ecuos eran también contenidos por una victoria romana, alcanzada por el dictador A. Postumio Tuberto sobre el Algido en el 431, y los historiadores romanos nos dicen expresamente que los dos pueblos eran aliados y estaban de acuerdo en su intento de invasión. La lucha continuó durante todo el final del siglo v, pero las ciudades de los volscos fueron cayendo, una tras otra: Anxur (Terracina), que ellos habían ocupado en una fecha que desconocemos, en el 406; Velitras, en el 404; por último, en el 393, se estableció una colonia romana en Circeos, sobre la costa, lo que implicaba que, en aquella época, Ancio estaba de nuevo entre los súbditos de Roma.

Estos esfuerzos, sostenidos con la ayuda de los latinos (que nuestras fuentes tienden a minimizar, ciertamente, pero que fue real), no impedían a Roma volverse hacia el Oeste y el Norte, y emprender una lucha enérgica por la posesión del «vado» de Fidenas, sobre el Tíber. Fue un duelo entre ella y la ciudad etrusca de Veyes. Al principio, la ventaja correspondió a los veyentes, cuando destruyeron, en el 477, el campo que los hombres de la gens Fabia habían establecido en la Cremero, pero, poco después, se nos asegura que los veyentes pidieron la paz. A mediados del siglo, se señalan nuevas operaciones militares, especialmente el triunfo del cónsul Coso, que mató por su propia mano al rey de Fidenas, Tolumnio, y mereció así el honor de consagrar a Júpiter Feretrio «opimos despojos». Una vez tomada Fidenas, los romanos no pudieron evitar, para explotar aquella ventaja y consolidarla, el poner sitio a Veyes. Este sitio duró 10 años (tanto como el de Troya, lo que hace bastante sospechosa la cifra). Comenzado en el 406, no terminaría hasta el 396, cuando el dictador romano Camilo tomó la ciudad gracias a la construcción de galerías subterráneas que facilitaron a los soldados acceso directo hasta la ciudadela. Todo contribuye a colocar este sitio en una atmósfera de religión casi mágica todavía. Nunca los dioses habían estado tan presentes en el pensamiento de los romanos, y nunca tampoco habían tenido tal peso sobre la conciencia de la ciudad. Parece que, al atacar una ciudad etrusca para destruirla, los romanos tuviesen la impresión de cometer un sacrilegio, si no un parricidio, sentimiento que no se refleja en los relatos que se nos hacen de la destrucción de Alba. Entre los dos pueblos hay una lucha de presagios, un duelo de ritos, muy semejante al que acompañaba, en las epopeyas cíclicas, a la destrucción de Troya.

Los historiadores romanos relacionan con el sitio de Veyes una importante innovación social: hasta aquel momento, los soldados, al servir en el ejército, no hacían más que cumplir con su deber de ciudadanos. Y lo hacían gratuitamente. Pero la duración de las operaciones ante Veyes y, sobre todo, su continuidad (el sitio tuvo que mantenerse en verano y en invierno), al impedir a los hombres el regresar cada año a sus trabajos, al menos por algún tiempo, arruinaba a las familias pobres, que no podían pagar mercenarios para cultivar los campos. Se hizo necesario instituir un sueldo. Era el primer paso hacia los ejércitos «de oficio» que la República conocería en su declive y cuya acción envenenaría las discordias civiles.

Camilo había declarado que ofrecería a Apolo Délfico el diezmo del botín, y cumplió su promesa, después de la victoria, haciendo depositar en Delfos, en el tesoro de los marselleses (que así desempeñaron el papel de «próxenos» de Roma cerca del dios), una gran crátera de oro. Esta consagración a Delfos es para nosotros de suma importancia, porque sitúa a Roma en la perspectiva «internacional» a comienzos del siglo IV . Sabemos que las ciudades etruscas mantenían relaciones regulares con el gran santuario panhelénico. Cere, especialmente, tenía allí un «tesoro». Se nos dice que ya Tarquinio el Soberbio había enviado una embajada a Delfos, lo que no es seguro ni inverosímil. Pero la ofrenda de Camilo no puede ponerse en duda. Cere es ciudad amiga de Roma y, si no pudo, por conveniencia, prestar su tesoro para acoger la crátera que celebraba la destrucción de una ciudad perteneciente como ella a la confederación etrusca, tampoco había hecho nada para molestar a los romanos durante la guerra. Apolo era también uno de los grandes dioses de Veyes. Según vemos, Roma, en el siglo v, no es ajena a aquellas combinaciones «político-religiosas» o, si se prefiere, a aquella diplomacia sacra que se muestra, entonces, tan activa en el mundo helénico. De todos modos, Roma había alcanzado, en la propia Italia, una victoria diplomática, cuando las ciudades etruscas, reunidas, según la costumbre, en el Fanum Voltumnae, que era su santuario federal, se habían negado a socorrer a Veyes. Después de la caída de la ciudad, los romanos recibieron la sumisión de Falerios y de Capena.

La catástrofe gala

Apenas acababa Roma de hacerse reconocer así como una de las «grandes potencias» de la península, cuando se produjo una catástrofe que estuvo a punto de aniquilarla.

Desde hacía varios siglos, existía, en toda la Europa occidental y central, sobre un territorio cuya extensión había variado según las épocas, pero que, en líneas generales, había ido aumentando, una gran civilización «bárbara» (a veces, incluso se dice un Imperio), que las fuentes antiguas atribuyen a un solo pueblo, llamado «Celtas» por los historiadores griegos (después «Gálatas») y «Galos» por la tradición romana. Hoy, a nuestros ojos, los Celtas se definen de tres modos distintos, en tres campos: históricamente, los conocemos por los textos antiguos, tanto por el testimonio de los griegos, que tuvieron relación con los «gálatas», según veremos, a comienzos del siglo III, como por el de los romanos, y, en especial, por los Comentarios de César sobre la Guerra de las Galias; lingüísticamente, los celtas representan el conjunto de los pueblos que utilizaron como lengua cualquiera de los innumerables dialectos «célticos», de los que algunos sobreviven todavía hoy, como el gaélico, el irlandés, las distintas variedades del bretón continental, etc. Estos dialectos proceden de lo que los lingüistas llaman el «celta común», rama occidental de la gran familia lingüística indoeuropea y pariente muy próximo de las lenguas itálicas y germánicas. Arqueológicamente, por último, se relaciona con la civilización celta todo un complejo aspecto cultural, bien probado y definido por innumerables descubrimientos, y que se designa con los nombres de las dos localidades donde primero fueron reconocidas sus dos grandes fases, con los nombres de Hallstatt y de La Tene.

Se puede hablar de «pueblos celtas», de «civilización celta», pero no de «raza celta». En efecto, parece que el complejo cultural céltico salió, como los «latinos» o los «romanos» (y quizá también los etruscos), de una fusión realizada entre elementos étnicos muy diversos, superpuestos, desde los tiempos más lejanos, sobre inmensos territorios, entre las bocas del Danubio y las del Rhin. Allí habían intervenido numerosísimas influencias, que no es posible precisar, ni siquiera, a veces, advertir, y que habían tendido a crear una civilización relativamente unida, que, en realidad, jamás fue recogida «totalmente hecha» por los conquistadores.

Es muy difícil determinar el momento preciso en que, en aquella evolución cultural que nosotros adivinamos continua, apareció la civilización «céltica». Se admite que, hacia finales de la Edad del Bronce, unas poblaciones de lengua céltica, partiendo del Norte de los Alpes, se habían extendido a través de la Galia meridional hasta Cataluña, mientras otros grupos se establecían en la península ibérica, a lo largo de las costas del Atlántico. Pero ya en aquel momento había surgido, en la región de que eran originarias aquellas poblaciones, una nueva «civilización» (la de Hallstatt), caracterizada, sobre todo, por la sustitución del bronce por el hierro en la metalurgia. Parece también que esta innovación fue acompañada de transformaciones sociales, y que los pueblos tendieron, entonces, a agruparse bajo las autoridades de los «reyes», cuyas tumbas, especialmente ricas, contribuyen a definir este período. Es, sin duda, en este momento, cuando el «mundo celta» empezó a ser, en cierta medida, consciente de su unidad. Según esta hipótesis, la unificación política siguió con un retraso de algunos siglos a la formación de la unidad cultural.

Es muy difícil también establecer una cronología absoluta del período de Hallstatt. La mayoría de los estudiosos admite que comienza hacia mediados del siglo VIII. En aquel momento, apareció una nueva costumbre para el enterramiento de los muertos. A los campos de urnas de final de la Edad del Bronce suceden tumuli recubriendo una cámara funeraria de madera donde se deposita el cadáver, sobre su carro, rodeado de ofrendas, a veces, suntuosas. Se adivina la existencia de una casta guerrera; las ofrendas funerarias son muy ricas en armas, especialmente largas espadas flexibles, a veces coronadas por antenas, características de este período.

La civilización de Hallstatt se extendió desde España hasta las orillas del Danubio. Evolucionó de un modo continuo, dando origen, sin duda hacia finales del siglo VI, a la civilización llamada de La Tene, que parece representar esencialmente una «democratización» de la precedente, provocada, quizá, por la mejora de las condiciones económicas y por la intensidad del comercio y de las relaciones con los griegos y los etruscos.

El mundo celta no había estado aislado en ningún momento de su historia (ni siquiera de su prehistoria): algunos aspectos de Hallstatt muestran la influencia del arte oriental, «cimerio» o anatolio. El valle del Danubio, los puertos alpinos eran otras tantas vías de comunicación que ponían a los celtas en relación con los grandes centros de civilización. En el siglo VI, y después en el V, las relaciones comerciales y los intercambios culturales están bien probados entre los celtas y los griegos, así como los etruscos. Así lo atestiguan abundantemente los objetos (sobre todo de barro) encontrados en las tumbas célticas al Norte de los Alpes. Pero hoy resulta claro que, a finales del período Hallstatt, se entablaron relaciones más estrechas, que, sin duda, pueden ser calificadas de «diplomáticas». Dos grandes hechos nuevos nos autorizan a ello: el descubrimiento en pleno país céltico, en Heuneburg (Würtemberg), de una fortificación de carácter helénico, que data, a juzgar por los objetos de cerámica, de finales del siglo vi y comienzos del v, y, por otra parte, el célebre hallazgo de la tumba y del tesoro de Vix, en el alto valle del Sena, donde, en la sepultura de una princesa celta, se encontraron objetos extremadamente preciosos, procedentes de talleres griegos y etruscos. El tesoro de Vix da una idea de la riqueza a que habían llegado las cortes de los reyes celtas en la misma época en que Roma, al derribar a sus propios reyes, se apartaba a sí misma, voluntariamente, de las grandes corrientes de comunicación generadoras de riqueza mobiliaria. Los jefes galos, por el contrario, abrían ampliamente sus territorios a los mercaderes griegos e itálicos, de los que recibían magníficos «presentes de hospitalidad», forma apenas disfrazada de un derecho de peaje que ellos percibían (quizás, en Vix, por el tránsito del estaño) de las caravanas que recorrían los países todavía poco conocidos de la Europa occidental. Algunos reyes celtas llegaban incluso a llamar a sus capitales a ingenieros griegos para fortificar su residencia —si, por lo menos, hay que interpretar en ese sentido los vestigios descubiertos en Heuneburg—.

Los datos de la arqueología no están acordes con la impresión que nos da la lectura de los historiadores antiguos, cuando describen las invasiones de los celtas, sus métodos de combate, las violencias que cometían, el terror sin nombre que extendían a su paso. Estas imágenes terribles contrastan con lo que nos permite imaginar el tesoro de Vix, que nos habla de una vida apacible y lujosa, en un marco embellecido por el arte. Este contraste, evidente, se explica de varios modos. La civilización que nos muestran las excavaciones es la de los pueblos pacíficos, los más arraigados. Los guerreros que invadieron Italia o Grecia eran, por el contrario, emigrantes, en plena crisis. Continuaban practicando, por tradición, ritos bárbaros — como aquellos «gaesati», que combatían desnudos, y surgían en la pelea como demonios de las batallas—, y el asombro de horror que provocaban tales costumbres desconocidas, procedentes del fondo de los tiempos, es, en gran parte, el origen de los cuadros pintorescos y terribles que describen los historiadores antiguos.

Por los testimonios de los textos, conocemos bastante bien los métodos de combate de los celtas. Por otra parte, el mobiliario de las tumbas nos permite seguir la evolución de su armamento. A las espadas de bronce sucedieron, a partir de Hallstatt, las de hierro, largas y cortantes, de las que hemos hablado, pero, desde el siglo V, aparece una espada más corta y ancha, que no ofrecía el peligro (como la antigua) de doblarse al chocar de punta. Durante mucho tiempo, persistió el empleo militar de los carros; y duró más aún en Bretaña (allí los celtas habían penetrado, quizás en el siglo VII) que en el continente, donde, en la época de César, había sido sustituido por la caballería montada. Los celtas concedían gran importancia al valor individual en el combate. La acción comenzaba por una serie de desafíos y de combates singulares —práctica olvidada, entre los griegos, desde los tiempos de Homero, y, entre los romanos, expresamente condenada como origen de indisciplina—. Sin embargo, sería erróneo pensar que los ejércitos galos no eran más que hordas inorgánicas, incapaces de toda estrategia. La manera en que, según el propio Tito Livio, se realizó la «marcha de acercamiento» hacia Roma, después de la batalla de Alia, demuestra que unas tropas incluso numerosas sabían ejecutar órdenes precisas y montar una acción compleja.

Los testimonios arqueológicos permiten entrever las líneas generales de las migraciones célticas. Ya hemos dicho que, en el curso del siglo VIII, una primera ola céltica o «protocéltica» se dirigió hacia el sur de Francia y hacia España. Fue seguida de otras varias, que acabaron por formar un vasto territorio celta en la península ibérica (los «celtíberos» de que hablan los historiadores en tiempos de Aníbal y de las luchas contra Roma). Por otra parte, el sur de la Bretaña insular fue ocupado también por celtas, reforzados, en distintas ocasiones, por nuevos inmigrantes, los últimos de los cuales, cronológicamente, fueron los «belgae», poco tiempo antes de la conquista de la Galia por César, y, finalmente, todas las Islas Británicas fueron «celtificadas».

Otro movimiento de expansión condujo a tribus celtas a Italia del Norte, donde se instalaron sólidamente, hasta el punto de dar a la llanura del Po el nombre de Galia Cisalpina —uno de los últimos países de Italia en caer bajo la dominación de Roma, y el último en ser incluido en el Estado romano—. Tito Livio señala los comienzos de las invasiones célticas en Italia durante el reinado de Tarquinio Prisco (es decir, alrededor del año 600 a. C., en plena época de Hallstatt). Generalmente, se considera que esta fecha es demasiado alta. A lo sumo, las primeras infiltraciones (por el valle del Tesino y el San Bernardino) pueden remontarse hasta finales de Hallstatt, pero tampoco es seguro. La invasión no adquirió cierta amplitud hasta finales del siglo v. Las opiniones difieren sobre la ruta seguida entonces por los celtas en su descenso hacia Italia: unos se inclinan por la del San Gotardo, y otros por la del Brennero. El descenso a Italia no es más que uno de los aspectos del vasto movimiento de extensión del mundo céltico que se produjo a comienzos de La Tene, y constituye, sin duda, en parte, una consecuencia de las modificaciones del clima europeo, que se hace cada vez más húmedo y frío a finales del siglo vi: las poblaciones establecidas en el Norte de Europa comenzaron entonces a descender hacia el Sur y a ejercer sobre las de la Europa Central una presión cada vez más fuerte. Sin embargo, es probable también que interviniesen, de modo más decisivo, causas internas del propio mundo celta: el aumento de la población, la progresiva mejora de las condiciones de vida que acrecienta el potencial guerrero y, por último, la atracción de los países del Sur, cuya riqueza y fertilidad se conoce cada vez mejor.

De todos modos, unas tribus establecidas hasta entonces en el valle medio del Rhin remontan entonces el curso del río y se infiltran a través de los pasos a los que da acceso el alto valle, en busca de tierras donde establecerse. Al mismo tiempo otros elementos llegan al Danubio y siguen su ruta hacia el Este. En el curso del siglo IV, algunos de ellos habían alcanzado la Transilvania, y se sabe que Alejandro, en el 335, recibió, entre otros embajadores llegados de las regiones danubianas, a representantes de los celtas. Unos cincuenta años después, las bandas «gálatas» amenazarían a la propia Grecia, antes de penetrar en el Asia Menor, donde fundaron un Estado duradero, Galacia.

En Italia, los galos habían chocado, al principio, con los etruscos en la llanura del Po, pero, inferiores en número, los etruscos habían cedido. Cada una de las sucesivas tribus galas ocupó su correspondiente territorio, hasta el punto de que los etruscos tuvieron que acabar retirándose al sur del Po, defendiendo a Felsina (Bolonia), que era su centro más importante, el que estaba en relación con sus establecimientos comerciales sobre el Adriático, alrededor de Spina, y asegurando, por el valle del Reno, sus comunicaciones con la Etruria del Sur. Atendiendo, sin duda, a esta seguridad, se estableció, en las orillas del Reno, la «colonia militar» de Marzabotto (ignoramos su nombre antiguo). Pero los celtas bordearon aquella posición y, por las llanuras costeras, se dirigieron hacia el Sur, a lo largo del Adriático. En el 391, los galos senones llegaron hasta la región de Clusio, en número de unos 30 000, acaudillados por un jefe al que los romanos llamaron «Brennus». Clusio era aliada de Roma y, ante la inactividad de las otras ciudades etruscas, pidió ayuda a los romanos. Estos enviaron embajadores para mediar en el conflicto, pero los embajadores tomaron partido por las gentes de Clusio e intervinieron en una batalla, hasta el punto de que los galos, exasperados (pero no sin haber pedido el castigo de los culpables que les fue negado), marcharon sobre Roma. Los romanos, aterrados, movilizaron todas las fuerzas disponibles e hicieron frente al enemigo, sobre la línea del Alia, un poco al norte de Fidenas. El choque tuvo lugar el 18 de junio, antes, al parecer, de lo que esperaban los romanos. El ejército de éstos, con sus aliados latinos, no resistió el asalto galo y, en lugar de replegarse hacia la ciudad, se dispersó, buscando un refugio entre los muros, ya vacíos, de Veyes. A Roma no le quedaban ya combatientes bastantes para asegurar la defensa de la interminable muralla serviana. Se abrieron las puertas y, mal que bien, los defensores se amontonaron en la ciudadela del Capitolio. Cuando llegaron los galos, al principio dudaron, temiendo una trampa, pero acabaron aceptando la evidencia: Roma se les entregaba. La saquearon, la incendiaron y mataron a todos los habitantes que pudieron encontrar. Según los historiadores romanos, el Capitolio resistió y, a pesar de violentos ataques, los galos se vieron contenidos durante siete meses. Pero el hambre hizo sucumbir a los defensores, en el límite de sus fuerzas, aceptando comprar la retirada del enemigo. Se convino una suma o, mejor, un peso en oro, que resultaba fácil de pagar, gracias a los exvotos de los templos del Capitolio. El jefe de los galos, mientras se pesaba el metal del rescate, añadió, para hacer más peso, el de su propia espada, diciendo: «Vae victis!». Los romanos tuvieron que aceptar aquella nueva exigencia, pero, cuando los galos iban a levantar el campo con el rescate, el ejército de socorro, que las ciudades latinas habían estado preparando durante todo aquel tiempo, surgió sobre el Foro, desbarató a los galos, les arrebató el oro romano e hizo una gran matanza de enemigos. En este golpe de teatro de última hora, hoy nadie ve más que una estratagema del orgullo nacional romano, y todos creen que Roma fue conquistada, desde luego, por una banda de galos senones, hacia el año 390 a.C., siendo, en gran parte, incendiada y amenazada de una destrucción total. La invasión gala dejó profundas cicatrices en el suelo de la ciudad, que hoy pueden todavía advertir los arqueólogos, y también en el espíritu de los romanos, en quienes se despertó un duradero sentimiento de temeroso respeto hacia los galos, del que César se aprovecharía para inmolar a Vercingétorix al pie de aquel mismo Capitolio, testigo, tres siglos y medio antes, de la derrota romana.

La toma de Roma por los galos provocó, naturalmente, un levantamiento casi general de los «aliados», demasiado recientemente sometidos. Los pueblos vecinos —volscos, ecuos, ciudades etruscas— pensaron que había llegado el momento de poner fin a la amenaza romana. Pero incluso los latinos y los hérnicos, que hasta entonces habían permanecido fieles al foedus Cassianum, intentaron recobrar su independencia. Los romanos, sin embargo, gracias a la acción de Camilo, pudieron hacer frente a todos aquellos peligros. Camilo, desterrado después de su triunfo sobre Veyes porque su gloria inquietaba a un Senado que miraba con desconfianza el valor personal, había logrado reunir, por su sola autoridad, el ejército de socorro que había obligado a los galos a retirarse. Llamado entonces a su patria, fue nombrado dictador y, en pocos meses, restableció la situación.

Como después lo haría muchas veces, Roma empezó por sacar las lecciones de su derrota. Camilo reorganizó completamente el ejército. No conocemos con exactitud el detalle ni la cronología de aquella reforma, pero fue durante el siglo IV cuando el ejército romano recibió su organización y su táctica clásicas: división en tres categorías de infantes legionarios (hastati provistos de una larga lanza, principes y triarii) que combaten desde entonces en tres hileras en profundidad, formación que se hace más flexible al tomar como unidad táctica el manípulo, armamento moderno, tanto en las armas defensivas (escudo, coraza y casco) como en las de ataque (espada reforzada, pilum más perfeccionado).

Roma no había acabado con los galos, que continuaron errantes en bandas por la Italia central durante una gran parte del siglo IV, y a los que se encontraba un poco por doquier, como mercenarios, al servicio de las «grandes potencias» de la península. Pero el refuerzo del aparato militar romano permitió alcanzar sobre ellos éxitos suficientes para que, al fin, los invasores fuesen contenidos al norte de los Apeninos, en la futura provincia de la Galia Cisalpina, donde muchos de ellos se habían establecido definitivamente, asimilándose al resto de la población y convirtiéndose en excelentes agricultores. A partir del año 331 (tratado entre Roma y los senones), terminó para Roma la «pesadilla» gala.

Menos tiempo aún fue necesario para que el poder romano fuese restablecido e incluso acrecentado en Etruria. Antes de mediados del siglo, Tarquinia, que se había revelado en los años precedentes como el alma de la resistencia contra Roma, se veía obligada a firmar un tratado de paz y de alianza, es decir, en realidad, a entrar en la órbita de Roma. La propia Cere, donde se habían refugiado las Vestales con los Penates del pueblo romano y con los objetos sagrados durante la catástrofe gala, era invitada, a pesar de aquella amistad tradicional, a firmar un tratado semejante, y tuvo que hacerlo. Por la misma época, los volscos, tras largas y difíciles campañas, eran, al fin, sometidos; los ejércitos romanos llegaban al mar y capturaban el puerto de Ancio (338), y las proas de los navíos de aquel puerto emprendían el camino de Roma, donde adornarían durante mucho tiempo la tribuna de las arengas (llamada por esta razón los «Rostros»).

Aquellas guerras afortunadas habían sido posibles sólo gracias a la «reconquista» del Lacio. Los latinos, en el 358, habían aceptado obligadamente la renovación del foedus Cassianum, que se había convertido para Roma en un arma jurídica muy eficaz. Mediante algunas modificaciones y adiciones, aquel tratado incorporaba las ciudades latinas en una liga donde ya no figuraban como miembros «iguales», sino como verdaderas ciudades sometidas (obligación de suministrar contingentes militares y de pagar un tributo). Un último levantamiento de los latinos, en el 341, provocó su aplastamiento y, en el 338, la definitiva disolución de la Liga latina. Pero esto no implicó el fin del foedus, que subsistió como estatuto jurídico abstracto. Hubo desde entonces ciudades de derecho «latino», y un derecho latino en sí que suponía una participación muy amplia, por otra parte, pero no total, en la ciudadanía romana. En el interior del imperium romano habría desde entonces toda una gama de estatutos, muy flexibles, que iban desde la sujeción pura y simple hasta la integración total. El derecho latino es un escalón, el penúltimo antes de llegar a la «ciudadanía». Por otra parte, un cierto número de ciudades latinas fueron consideradas, a partir del 338, como romanas, y algunos miembros de su aristocracia llegaron poco después al consulado.

Las Guerras Samnitas

La derrota de los volscos, la ocupación de Ancio y la disolución de la liga latina habían sido posibles gracias a la alianza de Roma con una potencia que comenzaba a desempeñar un papel importante en la historia italiana, el «pueblo» samnita. Los samnitas pertenecen a los elementos osco-umbros de la población itálica, y son parientes de los sabinos, cuyo descenso hacia el Lacio, como hemos visto, había amenazado, en determinado momento, a Roma. En el curso del siglo v, una tribu samnita había ocupado la llanura de la Campania y se había apoderado de la colonia griega de Cumas; ya antes habían expulsado a los etruscos de la ciudad de Capua; y poco a poco su dominación fue extendiéndose a todas las ciudades de la costa hasta Pompeya, excepto Nápoles, que logró conservar su independencia. Pero otras tribus habían permanecido en las montañas de la Italia central y, unidas de un modo no muy sólido al interior por una especie de confederación, constituían una amenaza constante para los pueblos instalados en los territorios más acogedores del litoral e incluso para sus hermanos de raza.

En el 354, Roma había concluido, por razones bastante oscuras, un tratado de alianza con los samnitas—quizá como una precaución contra una posible secesión de los latinos—. Un poco más de diez años después aquella alianza tendría graves consecuencias que acabarían en la conquista, por parte de Roma, de toda la Italia meridional, pero a costa de sangrientas luchas.

Estamos bastante mal informados acerca de las circunstancias exactas en que comenzó este largo episodio de la historia romana. Se nos dice que los samnitas habían atacado a unos aliados de Capua y después a Capua misma, y que el Senado de la Campania había pedido a Roma que interviniese militarmente. Los romanos, respetando su juramento y en virtud del tratado del 354, se habían negado a hacer la guerra a los samnitas, ofreciendo sólo una mediación pacífica. A continuación, los embajadores de Capua pronunciaron la fórmula ritual que «daba» su patria a Roma, lo que obligaba a los romanos a defender lo que mediante aquel artificio jurídico se había convertido en bien propio. Evidentemente, se trata de una pura y simple invención. Mucho más probable es que Roma dejase a los samnitas las manos libres contra los sidicinos (aliados de Capua) e impusiese a Capua un tratado de alianza que hacía entrar a la ciudad en zona de influencia romana, mientras los latinos, que parecían haber tomado el partido de los capuanos por temor a la alianza romano-samnita, que les colocaba en una difícil situación, se sublevaban contra Roma y precipitaban así el final de su autonomía. En la batalla decisiva, los caballeros de Padua parecen haber puesto algún inconveniente a combatir contra el ejército romano, y quizá a este hecho se debe el que recibiesen (por lo menos una parte de la tradición lo afirma) el derecho de ciudadanos romanos, derecho que probablemente fue concedido enseguida a todo el resto de la población.

Tras la conclusión de aquel tratado con Capua, Roma se encontraba, pues, a la cabeza de un vasto Estado, que se extendía desde el valle del Tíber hasta la región de Nápoles. Era inevitable que estallase un conflicto entre ella y los samnitas, que se veían cerrar así el acceso a las llanuras costeras. Las «Guerras Samnitas» empezaron realmente hacia el 325. Lo único que nosotros sabemos de un modo cierto es que el primer episodio terminó en una severa derrota romana, el cerco y la capitulación de un ejército consular en las «Horcas Caudinas», en el 321.

Roma tuvo que aceptar la paz. Y ésta duró, al parecer, hasta el 316, no sin que Roma en ese intervalo reforzase sus posiciones en Apulia, que era un territorio exterior a la confederación samnita. La iniciativa de las operaciones correspondió a los samnitas, que al principio tuvieron ventaja, hasta el punto de provocar en la misma Capua un fuerte movimiento antirromano. Pero las armas romanas, en el momento crítico, vencieron al enemigo; Capua, rigurosamente «depurada», volvió a la obediencia, y los romanos pudieron fundar en toda la región nuevas colonias o reforzar las que ya existían.

Aquellos éxitos aseguraron un descenso a Roma en las fronteras meridionales de su «Imperio» y le permitieron tomar la ofensiva en el norte. Las legiones, franqueando la barrera que les oponían los temibles bosques ciminianos, conquistaron Cortona, Perusa y Arrecio (309). Una sublevación de los ecuos, que se produjo en aquel momento, fue rápidamente aplastada y los romanos fundaron la colonia de Alba Fucens, que recientes excavaciones nos permiten reconocer muy bien. En el 298, un ejército romano mandado por un Escipión (L. Cornelio Escipión Barbado) sometió, al menos en parte, la Lucania, lo que aseguraba unas comunicaciones casi directas con la Apulia. Intentaron establecer contacto con los galos, asentados al norte de la Umbría y siempre dispuestos a entrar en guerra. El choque tuvo lugar en Sentino, en la vertiente nordeste de los Apeninos, y las legiones romanas dieron cuenta de la coalición de los samnitas y de los galos, a los que se habían unido algunos rebeldes etruscos. Los samnitas continuaron la guerra todavía durante algunos años, pero en el 920, M. Curio Dentato sometió definitivamente aquel país atravesándolo de uno al otro extremo, hasta alcanzar el Adriático, en cuyas orillas fundaron los romanos las colonias de Sena y de Hatria. Desde entonces Roma es ya dueña de la península, desde el país galo (la región de Arímino, hoy Rímini) hasta las fronteras de Tarento.

Roma a comienzos del siglo III

Roma, que sale victoriosa de las Guerras Samnitas y a la que los griegos tienen motivos para considerar como la protectora del helenismo contra los bárbaros de las montañas, ya no es la ciudad patriarcal y aristocrática de los siglos V y IV. A partir de las leyes de Licinio (367, según la tradición de Tito Livio), uno de los cónsules debía ser patricio y el otro plebeyo, y las dos clases venían así a compartir las magistraturas y los sacerdocios. De allí surgió la formación de una nueva nobleza. A finales del siglo IV, un censor, Apio Claudio, extrajo las consecuencias de tal situación: en el censo tuvo en cuenta la fortuna mobiliaria, es decir, que la influencia política ya no perteneció sólo a los terratenientes, sino a toda la burguesía que se enriquecía mediante el comercio. Un tal Cn. Flavio, hijo de un liberto y hechura de Apio Claudio, publicó por primera vez las reglas del procedimiento civil continuando la obra de los decenviros y completando así el código de las Doce Tablas.

Por otra parte, la conquista de territorios cada vez más numerosos permitió mejorar la situación del bajo pueblo, que parece haber sido terrible en el curso de los siglos precedentes. De los territorios conquistados, el Estado romano no se reservaba más que una parte, que se convertía en «ager publicus», propiedad colectiva del «pueblo». En el curso del siglo IV, los esfuerzos de los tribunos y de los jefes de la plebe lograron beneficiar a ésta con las distribuciones de tierras. Nos es difícil precisar el detalle de tales medidas porque las informaciones que en nuestras fuentes podemos recoger tienen frecuentemente fechas anteriores y están deformadas, pero lo cierto es que los más pobres de los romanos tuvieron entonces la posibilidad de instalarse en otras partes y no en un Lacio en el que la propiedad estaba en manos de las grandes gentes. Por otra parte, Roma, para asegurar la ocupación militar de sus conquistas, fundaba colonias, a las que atribuía un ager, que cultivaban los habitantes enviados a la nueva ciudad. Todo esto contribuyó en gran medida a aliviar la miseria real de la plebe. Se hicieron también esfuerzos por resolver, como mejor se pudo, el terrible problema de las deudas, que en otros tiempos había causado tantos desastres. Fue haciéndose cada vez más raro el ver a un deudor vendido como esclavo para pagar a su acreedor. Pero la disminución de las deudas fue, sobre todo, resultado de la multiplicación de la moneda. En la última parte del siglo  es IVcuando empieza (en una fecha indeterminable, quizás en el 310) la acuñación de monedas romanas en bronce y cuando el Estado romano, sustituyendo con su autoridad la de la confederación etrusca, se convierte en una gran potencia comercial. La multiplicación de los signos monetarios tuvo como consecuencia evidente la de hacer menos elevado el «alquiler» de la plata, y la evolución económica natural vino en apoyo de las leyes.

Roma, en el momento en que va a entrar en la historia general del Mediterráneo, se ha convertido en un Estado complejo que dispone de considerables recursos, y no ya reducido a una economía agrícola, y abierto, gracias a Capua, a Nápoles y a sus aliadas etruscas, a las grandes corrientes de comunicación que atraviesan la oikumene. A medida que su economía se moderniza, su horizonte sobrepasa los límites relativamente estrechos de Italia. Pero quizá Roma fue «vista» antes de que ella viese. Los griegos la consideraron, de un modo muy natural, como la principal potencia de la península después de los acontecimientos que hemos recordado: las dificultades experimentadas por Alejandro el Moloso, las decepciones de Tarento en sus relaciones con las ciudades helénicas de la Magna Grecia, el establecimiento progresivo de la soberanía romana sobre los «bárbaros» de las montañas y sus establecimientos costeros, como Paestum (la antigua Posidonia), todo esto probaba que Roma se elevaba muy por encima de todos los otros pueblos italianos, y los ecos de sus triunfos tenían resonancias lejanas en el mundo esencialmente internacional del comercio marítimo. Es imposible exagerar la gran importancia del mar y de las relaciones lejanas en la historia del mundo helenístico. Ya hemos visto la importancia de las flotas y de las ambiciones marítimas en la constitución de los reinos orientales, tras la muerte de Alejandro. No puede sorprender, pues, que Demetrio Poliorcetes, al enterarse de que los piratas de Ancio se unían para sus expediciones a los «bandidos» etruscos, se dirigiese a Roma para pedirle que pusiera fin a las actuaciones de unos marinos que legalmente eran súbditos de ella, ni que Rodas, en el 306, entablase con Roma relaciones oficiales de carácter comercial —ignoramos qué relaciones eran éstas exactamente: quizá un simple pacto de «amistad» en el sentido más vago, que implicaba un trato preferencial de los súbditos de ambos Estados—. Aquel pacto se estableció por iniciativa de los rodios, que enviaron a Roma una embajada. El Senado acogió favorablemente aquella solicitud. Seguramente no hay que ver en ello una segunda intención política por parte de los Padres: el tiempo del imperialismo romano no ha llegado todavía. Pero el Senado no tomaba a la ligera los deberes que le imponía su situación a la cabeza de la confederación cuya responsabilidad pertenecía ya a Roma. Era importante garantizar la libertad de los mares a los comerciantes de la Campania y la amistad de los rodios podía contribuir a ella muy eficazmente. Al margen de todo esto, otras razones más vagas, pero de aquéllas a las que gustaban de mostrarse muy atentos los romanos, pudieron seducir a los Padres: Rodas era, como Roma, una república que había logrado evitar el ser sometida a un reino (muy pronto iba a probar heroicamente su decisión de permanecer libre), y era muy grato para los romanos el tener por amigos a los únicos «hombres libres» del Oriente. Y Roma no es hostil a los griegos, ni, en líneas generales, al helenismo; considerada, según hemos dicho, por una parte de la opinión internacional como una «ciudad griega», no rechaza, en absoluto —entonces—, nada de lo que puede contribuir a que se tenga de ella tal concepto. Si sus relaciones con Tarento son tensas, tiene aliados en la Magna Grecia, y el ejemplo de Nápoles demuestra que concede a los griegos la más amplia autonomía, incluso las apariencias de una total libertad. Por todas estas razones, el establecimiento de un «pacto de amistad» entre Roma y Rodas, en el 306, es muy verosímil. Unos doce años después, y por consejo de los Libros Sibilinos, una delegación romana iría a buscar a Epidauro al dios griego Asclepio. Se ha hecho observar que, sin duda, éste no era un desconocido para Roma, pues el nombre mismo que se le dio muestra que había penetrado en la ciudad a partir de la Magna Grecia. Además, los romanos se mostraron conscientes de la verdadera naturaleza de aquel culto, pues cuando se trató de implantarlo en su ciudad, se dirigieron a Epidauro y no a cualquier ciudad itálica.

Esta evolución de Roma y de su situación internacional se produjo oportunamente para permitir a la República el enfrentamiento con otros Estados que acababan de formarse al Este. Roma iba a poder tratar de igual a igual con Pirro, uno de los condottieri, discípulos directos de los Diádocos, que iban a repartirse el Oriente. Las condiciones generales en que ella se encontraba hacían que aquel enfrentamiento no fuese desproporcionado, en absoluto. Pero lo que, en el antiguo dominio de Alejandro, había sido obra de algunos generales convertidos en reyes por su propia autoridad, era en el Lacio, en Campania, en Samnio, obra de una verdadera nación, que tenía tras sí unas tradiciones políticas y morales a las que estaba apasionadamente ligada, y, cuando se produzcan los inevitables conflictos, la continuidad anónima del Senado prevalecerá sobre los monarcas de fecha reciente, cuyos reinos, surgidos de la anarquía, tenderán, irresistiblemente, a volver a ella.