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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA
CAPITULO III
LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL
DE LUTERO Y COMO DESTINO DE EUROPA
IV
LA «CONFESIO AUGUSTANA»
La
formación de confesiones y la creciente diferenciación entre luteranos y zuinglianos progresaron más aún en la Dieta de Augsburgo de
1530. Al concertar la paz con el papa, Carlos V había prometido que, por las
buenas o las malas, haría volver a los protestantes a su antigua fe. Tras una
ausencia de nueve años decidió volver a Alemania y asegurarse, en la Dieta que
estaba convocada para Augsburgo, no sólo la ayuda de los príncipes contra los
turcos, sino también —como se decía en la convocatoria— actuar contra la desviación
y la división de la santa fe, llegar a una única verdad cristiana y lograr un
acuerdo. Como los que profesaban la nueva fe habían exigido, en la protesta de
1529, que en los asuntos religiosos no estuviesen obligados por la mayoría de
votos, sino sólo por su propio voto personal, la convocatoria imponía a todos
los Estados imperiales la obligación de presentarse. El emperador llegó en
compañía del legado pontificio, Campeggio. De los
teólogos católicos estaban presentes Eck, Codeo y Fabri. En representación de Lutero, que no pudo venir, por
estar proscrito, se presentó Melanchton, como teólogo
oficial del electorado de Sajonia.
Ambas
partes habían hecho muchos preparativos para la anunciada confrontación
teológica. Eck, que, en nombre de los duques de
Baviera, exigía una enérgica intervención del emperador contra la innovación,
había resumido los errores de Lutero en 404 tesis. Cada uno de los Estados
protestantes apareció con una confesión propia. El establecimiento de un frente
común fue mérito de Sajonia. Basándose en el resumen, que había pedido, de los
puntos capitales de la religión cristiana, Melanchton redactó un escrito justificativo de los cambios religiosos realizados en los
territorios sajones. Pero cuando vio el escrito de Eck,
transformó la defensa en una profesión de fe con ayuda de Jonás, Spalatino y el canciller de Sajonia, Brück,
seguro de la aprobación de Lutero, que se encontraba en Coburgo.
La Confessio Augustana, el primer
escrito confesional protestante que alcanzó una importancia
histórico-universal, estaba redactado en latín y en
alemán y dirigido expresamente al emperador. Después de ser sustituido, a
instancias del landgrave Felipe, el prólogo conciliador de Melanchton,
dándosele una redacción más cortante, salida de la pluma de Brück,
la Confessio fue firmada por los príncipes de Sajonia, Bradeburgo-Kulmbach,
Brunswick-Luneburgo, Hessen y Anhalt, y las ciudades de Nuremberg y Reutlingen, pero no lo fue por las otras ciudades
de la Alta Alemania ni de Suiza, debido a la doctrina sobre la cena que en ella
se sostenía. El 25 de junio el texto alemán fue leído ante el emperador y la
Dieta.
La
Confesión de Augsburgo consta de dos partes. En primer lugar van veintiún
artículos, en los que se resume las doctrinas de los protestantes. La
exposición de las doctrinas controvertidas más importantes es desvaída e
indecisa. Es cierto que se enseña la justificación en el sentido luterano, y el
artículo sobre la palabra de Dios se antepone al referente a la Iglesia; pero
en la doctrina sobre la cena no habla de los verdaderos puntos de diferencia y
admite todavía la doctrina de la transubstanciación. La esencia de la Iglesia
queda en penumbras (Asmussen), y nada se dice del
rechazo del primado pontificio, el purgatorio, la veneración a los santos y la
indulgencia. Al final de esta primera parte, en el artículo veintiuno, se
declara: «Haec fere summa est doctrinae apud nos, in qua cerní potest nihil inesse, quod discrepe
a scripturis vel ab ecclesia catholica vel ab ecclesia romana, quatenus ex scriptoribus nobis nota est.» Toda la disputa
giró sólo en torno a algunos abusos, que se enumeran en la segunda parte: la
comunión bajo una sola especie, el celibato, la misa pagada y privada, la
obligación de confesar, los preceptos del ayuno, los votos monásticos y la
jurisdicción de los obispos.
El
reformador suabo Juan Brenz dijo, a propósito de la Confessio Augustana,
que lo principal era que por fin se había conseguido que sus doctrinas fuesen
toleradas. Indudablemente, también Melanchton perseguía
estos mismos objetivos cuando subrayaba, por ejemplo, que se debía conservar el
poder de los obispos, si predicaban correctamente el Evangelio. Nada se decía,
ciertamente, del derecho divino de aquéllos. ¡Pero qué ventajas tan grandes
tenían que derivarse de aquí para la innovación, si no se cambiaba la imagen
externa y jurídica de los obispos, y éstos se pasaban a la nueva Iglesia! Junto
al oportunismo, Melanchton tomaba su actitud irenista con una seriedad sagrada. Estaba convencido de no
hallarse fuera de la ecclesia romana ortodoxa. Y por ello, pocos días después de ser leída la Confessio pudo
escribir, sin adulación, al legado pontificio. “No tenemos una doctrina
teológica distinta de la Iglesia romana. Hasta el día de hoy veneramos al
papado. Permaneceremos fieles a Cristo y a la Iglesia romana hasta el último
aliento de nuestra vida, aunque la Iglesia nos condene y aunque sólo una
pequeña diferencia en los ritos parezca dificultar el acuerdo”. Melanchton aprovechó de buena gana la ocasión de tratar con
los teólogos imperiales y con el secretario del emperador, e hizo llegar a Roma
ciertas propuestas, a través del legado. La concordia y los sacramentos le
importaban realmente.
El más
famoso, aunque no el único escrito confesional del protestantismo, que todavía
hoy tienen que aceptar, con algunos cambios, los párrocos luteranos al ser
nombrados para el cargo, no es obra de Lutero, que le reprochó su hipocresía,
sino de su discípulo, el maestro de escuela y
humanista Melanchton. Por ello se ha dicho que
constituye el intento más significativo del humanismo de penetrar en el
luteranismo. Del humanismo procede su tendencia a no dar mucha importancia, a bagatelizar y relativizar las diferencias y contradicciones
dogmáticas, como ocurre en la Confessio Augustana. Con ello, aunque los contemporáneos no lo
advirtieron, comienza el desplazamiento del centro de gravedad desde los
problemas de fe a los problemas de la estructura y las formas de la Iglesia;
indirectamente comenzó también una cierta infravaloración de la revelación y lo
sobrenatural.
Zuinglio,
que no había sido invitado a la Dieta por sacramentario, envió al emperador,
por medio del obispo de Constanza, y en nombre de las ciudades de Zurich, Basilea y Berna, una Ratio fidei extraordinariamente
anticatólica, pero también antiluterana. Su acritud
polémica movió a las ciudades —de mentalidad zuingliana,
por otro lado— de Estrasburgo, Constanza, Lindau y Memmingen a redactar, bajo la dirección de Bucer, la confesión de las cuatro ciudades, llamada
Confesión tetrapolitana, que fue presentada a la
Dieta el día 9 de julio. Contenía una fórmula ambigua en el problema de la cena
y exigía las buenas obras como fruto de la fe.
Sobre
la respuesta que había que dar a la Confessio hubo
divergencias entre el emperador, que deseaba que sólo se tratasen las
diferencias doctrinales mencionadas en ella, y el legado, que quería aludir
también y condenar como heréticos los otros puntos discutidos que no aparecían
en la Confessio.
En el espíritu del legado, Eck, basándose en el
trabajo realizado por una comisión de veinte teólogos, presentó un proyecto,
que el emperador rechazó por demasiado largo y polémico. Ante todo, Eck suavizó el tono y se limitó a tratar los problemas de
la Confessio.
Esta toma de posesión del emperador, llamada luego Confutatio, fue leída ante los
Estados del Imperio. El emperador esperaba que los protestantes se someterían a ella sin discusión. Pero príncipes y ciudades
de la oposición rechazaron la mediación imperial, «por Dios y por su
conciencia». Melanchton comenzó a destacar más claramente
las diferencias doctrinales en su Apología, la cual; desde luego, no llegó a
estar terminada hasta la primavera siguiente. Esta Apología no ejerció ya
ningún influjo sobre las deliberaciones.
Durante
la Dieta se celebró una serie de coloquios religiosos, pero al final todo
incitaba a tomar una decisión. La situación teológica, así como la política,
era poco clara e incluso confusa. Las discusiones para llegar a un compromiso
no obtuvieron ningún resultado en los puntos principales. Melanchton,
que estaba dispuesto a hacer amplias concesiones, no encontró ningún apoyo en
sus propias filas. Finalmente, los Estados protestantes rechazaron un acuerdo
provisional, y el dictamen colectivo de sus teólogos puso de manifiesto que no consideraban la Confessio Augustana como expresión integral de la doctrina
protestante. Lutero, que veía en cualquier unión, de cualquier tipo que fuese,
una reconciliación entre Cristo y Belial, prohibió a
sus amigos que hiciesen más concesiones, aunque hubiese peligro de una guerra.
Finalmente la Despedida de la Dieta, que suscribieron únicamente los Estados
católicos, renovó el Edicto de Worms y dispuso el
restablecimiento de la autoridad de los obispos y la restitución de los bienes
robados a la Iglesia; se dio para ello un plazo hasta abril de 1531. Por su
parte, el emperador prometió que intervendría ante el papa para que se
celebrase un concilio ecuménico, a fin de acabar con los abusos y los
trastornos.
Para
impedir que los católicos llevasen a cabo estos acuerdos, los protestantes
constituyeron, en febrero de 1531, y por un plazo de diez años, la Liga de
Esmalcalda, con el fin de defenderse contra el emperador. Se decía que éste no
era más que soberano elegido del Imperio. Que únicamente como príncipe
territorial era soberano instituido por Dios, lo mismo que ellos. Y que estaba
permitida la guerra entre personas de igual rango. Con ello salvaron los
juristas los escrúpulos de Lutero, que no aceptaba el derecho de resistir
contra el emperador. La Liga se alió también con potencias extranjeras hostiles
al emperador, Francia, Inglaterra y Dinamarca, así como con los rebeldes
húngaros. A Felipe de Hessen le hubiera gustado
asociar a la liga también a Zuinglio. Sin embargo, éste prefirió hacer triunfar
primero sus planes en Suiza, conquistar para Zurich y
para el Evangelio los «territorios neutros», y poner a toda la Confederación
bajo el dominio de Zurich y Berna. Ya en 1529 pudo
impedirse a duras penas, en la primera Paz de Kappel,
una guerra entre Zurich y los cantones católicos.
Pero esta vez Zuinglio quiso «realizar previsiones». Mas Berna se negó a seguirle. Entonces Zuinglio prohibió comerciar con las ciudades
de Wallis. Este corte de los víveres obligó a los cantones católicos a acudir a
las armas para salvaguardar su existencia. El 11 de octubre de 1531 vencieron
en Kappel a un ejército de Zurich.
Zuinglio, que había acudido armado a a la lucha como
capellán, fue muerto, junto con otros veinticuatro predicantes. Tras una
segunda derrota en el monte Zug, se llegó a la segunda Paz de Kappel, que aseguraba su religión a cada uno de los
cantones y prohibía toda propaganda en los cantones católicos. En los
territorios neutros debían las parroquias decidir la confesión a seguir. El
Derecho cristiano de los ciudadanos fue derogado, y se restableció también la
suprimida abadía de San Gallen.
La
muerte de Zuinglio, considerada por Lutero como castigo merecido, facilitó la
adhesión de las ciudades del sur de Alemania a la Liga de Esmalcalda. Esta pudo
sacar inmediatamente fruto de su fuerza. Instigados por Francia, los turcos
habían vuelto a aparecer en 1532 con un poderoso ejército y amenazaban el
territorio de Estiria. El emperador dependía del apoyo de los Estados
protestantes. Felipe de Hessen intentó aprovecharse
de ello. Mayor moderación mostró el príncipe elector de Sajonia, que pedía la
supresión de los procesos entablados a causa de los robos de los bienes
eclesiásticos. El emperador tuvo finalmente que ceder. En el llamado Compromiso
de Nuremberg prometió que consentiría a los
protestantes hasta que se reuniese un concilio, y, en secreto, también que
aboliría los procesos pendientes. De nuevo tuvo que abandonar Alemania por un
plazo de ocho años, para luchar contra franceses y turcos.
EL CAMINO SEGUIDO POR INGLATERRA
Entre
los aliados en que pensaba Felipe de Hessen para la
Liga de Esmalcalda se encontraba, además de Francia, también Inglaterra. El
landgrave de Hessen veía con mayor claridad que
muchos de sus contemporáneos que el rumbo que entonces iniciaba Inglaterra tenía
que llevar necesariamente a la separación definitiva de la Iglesia romana.
También en el reino insular había muchas cosas predispuestas para la
innovación. Las relaciones con la Sede romana eran bastante flojas. Ya en el
siglo XIV unos decretos del Parlamento habían declarado ilegales las
provisiones penales sobre los beneficios ingleses y habían prohibido las
apelaciones a Roma, así como que se introdujesen en el país bulas, procesos y
reservaciones pontificias. De esta manera había ido echando raíces una Iglesia
nacional, situada en un «espléndido aislamiento» —siempre fácil para el inglés—
frente a Roma. Tampoco había desaparecido de todo el efecto producido por las
ideas de Wiclef, quien había propuesto que los bienes
eclesiásticos fuesen confiscados como bienes nacionales, y el de las
predicaciones de los lolardos, que calificaban al
papa de Anticristo. A pesar de todos estos sentimientos antirromanos,
la separación de Inglaterra de Roma no fue, con todo, otra cosa que una acción
arbitraria del rey, que ejercía un dominio casi absoluto y que encontró auxiliares
demasiado bien dispuestos.
A
Enrique VIII (1509-1547), que había sido educado, cuando era joven príncipe,
para la carrera eclesiástica, lo consideraban los humanistas de su tiempo como
el modelo de un príncipe del Renacimiento, deseoso de una reforma
auténticamente evangélica de la Iglesia. Por ello hizo que su canciller Wolsey,
que era legado pontificio, visitase el clero regular y diese disposiciones para
elevar la formación eclesiástica; tales disposiciones fueron sobrevaloradas por
los contemporáneos, pero los afectados apenas las cumplieron. Cuando apareció
Lutero, se opuso a él e incitó a Carlos V una y otra vez a que interviniese
enérgicamente, y a Erasmo, a que rompiese con el reformador. El mismo escribió
personalmente, en su mayor parte, la Assertio sepiem sacramentorum, en la
que se oponía a la negación de los sacramentos hecha por Lutero en su De captivitate babylonica ecclesiae. El rey
dedicó su obra al papa «como signo de su fe y de su amistad». En este libro
confesaba inequívocamente el primado pontificio: «La Iglesia entera está
sometida no solamente a Cristo, sino también, por Cristo, al único
representante suyo, el papa de Roma». Negar obediencia al sumo sacerdote en la
tierra es para él un delito comparable a la idolatría. Por este libro el rey
recibió del papa, en 1521, el título de Defensor fidei, que anhelaba desde hacía tiempo. Su
actitud siguió siendo la misma en los años siguientes; persiguió a los lolardos y autorizó la polémica literaria contra los
primeros luteranos de Inglaterra. De todos modos, el gobierno sufrió una
modificación también en los asuntos eclesiásticos, convirtiéndose en un
gobierno para, por y en interés de un solo hombre (Hughes): el rey. El intento
de reemplazar cada vez más al papa en la dirección y reforma de la Iglesia no
tenía, por lo demás, nada de revolucionario en sí; todos los príncipes de aquel
siglo deseaban alcanzar objetivos parecidos, sin el papa y a veces contra él.
Pero
Enrique tenía también un motivo muy especial para adoptar esta actitud: su
«gran asunto», su asunto matrimonial. Poco después de subir al trono habíase
casado Enrique con Catalina de Aragón, tía de Carlos V, la cual había estado
casada en primer matrimonio con Arturo, hermano mayor de Enrique. Arturo murió
cuando apenas contaba quince años, sin que el matrimonio se hubiera consumado.
Ya en 1503 fue solicitada y se obtuvo del papa la dispensa del impedimento de
parentesco. De los cinco hijos del matrimonio de Enrique sobrevivía únicamente
la princesa María. La sucesión al trono tenía, pues, que convertirse en un
problema, ya que Inglaterra no había tenido jamás hasta entonces ninguna reina
que gobernase. A ello se añadió la ardiente pasión que se apoderó del rey por
la dama de la corte Ana Bolena. Para hacer posible el
matrimonio con ella y obtener así el deseado heredero, el rey pensó en
separarse de Catalina y hacer declarar inválido su matrimonio con ella. En el
Antiguo Testamento encontró razones para justificar la invalidez de su
matrimonio. El Levítico, 18, 16, prohibía, en efecto, unirse en matrimonio con
la mujer del hermano. Por ello decía el rey que la dispensa de 1503 era
subrepticia y, por tanto, inválida; y que durante dieciocho años él había
vivido en incesto. Al leer la Biblia le habían acometido remordimientos de
conciencia, y consideraba la temprana muerte de sus hijos como un castigo
divino. En cambio, no le inquietaba en absoluto el hecho de que el
Deuteronomio, 25, 5 ordenase el matrimonio levítico (cf. Mateo, 22, 24), el que
también estuviese emparentado con Ana Bolena, pues
una hermana de ésta había sido amante suya, y que, por tanto, su matrimonio con
ella tropezase con la misma prohibición divina. «La conciencia de Enrique era
algo muy confuso, y no podemos negar su terrible violencia tan sólo porque no
podamos seguir su lógica».
Cuando
el canciller, cardenal Wolsey, se convenció de que el rey estaba firmemente
decidido a no desistir de sus planes, gestionó con todo celo su causa, como
obediente servidor de su señor, aun cuando acaso él pensara en una nueva unión
matrimonial distinta que el rey. En 1527 Wolsey y el primado de Canterbury
citaron al rey a juicio, por vivir incestuosamente. Cierto número de obispos
sabios debían dar su opinión, en calidad de peritos, sobre si se podía
consentir el matrimonio con la viuda de un hermano. Juan Fisher declaró que
podía celebrarse un matrimonio de ese tipo contando con la dispensa papal, y
señaló que la única instancia competente para decidir era Roma. Por ello se
envió a Roma a un secretario de Wolsey, para que gestionase allí la causa de
Enrique.
Se
quería conseguir dos cosas del papa: que declarase nulo el matrimonio con
Catalina, y que concediese dispensa, por parentesco ilegítimo, para el
matrimonio con Ana Bolena. Inicialmente llegó incluso
a pensarse en solicitar dispensa para un doble matrimonio. Clemente VII, que
estaba entonces en guerra con el emperador, concedió en diciembre de 1527 la
dispensa del matrimonio de parentesco ilegítimo, en el caso de que el primer
matrimonio no fuera válido. Su característica indecisión y las consideraciones
políticas le hicieron eludir de este modo el tomar una decisión. Acaso esperaba
también que la pasión real se iría enfriando con el
tiempo. Mas ante la insistencia de Enrique, en 1528
envió a Inglaterra al cardenal Campeggio. La bula que
éste leyó al rey fue quemada inmediatamente; probablemente le daba ciertas
esperanzas. El tribunal eclesiástico, presidido por ambos legados pontificios, Campeggio y Wolsey, inició el proceso en 1529. Catalina no
lo aceptó y apeló al papa, que, entre tanto, había concertado de nuevo la paz
con el emperador. A instancias de éste, el papa suspendió los poderes de ambos
legados y trasladó el proceso al fuero romano. El representante del rey hizo
saber en Roma que esto ocasionaría la ruina de la Iglesia y la pérdida de
Inglaterra; a ello respondió el papa que era mejor que Inglaterra se perdiera
por la justicia que por la injusticia. Wolsey cayó ahora en desgracia. Su
sucesor en el puesto de lord canciller fue el famoso humanista Tomás Moro,
adversario convencido, pero muy astuto y reservado, del gran asunto del rey.
Este intentó presionar al papa solicitando nuevos dictámenes de universidades
del país y del extranjero, y con amenazas del «Parlamento de reforma», recién
elegido. Pero en 1531 Clemente prohibió al rey que celebrase un nuevo
matrimonio en tanto no hubiese llegado a su término la investigación. La
campaña propagandística hecha para conquistar la opinio communis doctorum no logró más que un éxito parcial. Así, las universidades de Nápoles y de
España declararon válido el matrimonio, y París declaró su nulidad únicamente
bajo la presión del rey francés y con la protesta de cuarenta y tres doctores.
Pero
Enrique no se dejó ya disuadir de sus planes. Cayó bajo la influencia de un
destacado miembro del parlamento, adornado de grandes dotes políticas, Tomás
Cromwell, quien le aconsejó separarse de Roma, siguiendo el ejemplo de los
príncipes alemanes. En una asamblea general del clero, convocada por razones de
Estado, el rey exigió una declaración de que él era la cabeza suprema de la
Iglesia en Inglaterra. El obispo de Rochester, Fisher, propuso que se añadiese:
En cuanto lo permite la ley de Cristo. Y así, a propuesta del anciano arzobispo
de Canterbury, Warham, la asamblea aprobó la
declaración de que «el rey es el único protector de la Iglesia, su único y
supremo señor, y, en cuanto lo permita la ley de Cristo, también su cabeza
suprema». La Iglesia nacional absolutista y el humanismo antirromano habían coincidido en esta resolución, que se convirtió en la base de la Reforma
protestante en Inglaterra. Tras la muerte de Warham el rey nombró primado del país al antiguo capellán de la familia Bolena, el servil Tomás Cranmer,
que era el que había propuesto en otro tiempo recabar los dictámenes de las
universidades. Durante un viaje por Alemania Cranmer había conocido el luteranismo y se había casado secretamente. Tomás Moro se
retiró para no verse obligado a servir al rey como instrumento en su camino
hacia el cisma. En la dignidad de lord canciller le sustituyó Audeley, y en su influencia sobre el rey, Cromwell. El
gobierno temporal y espiritual del país cayó con ello en manos de personas
carentes de escrúpulos, pero dotadas de talento y absolutamente fieles al rey.
Para
contestar a la declaración de la asamblea de clérigos, el papa publicó un Breve
admonitorio. El Parlamento respondió a ello negando el pago de las anatas, que
el rey reivindicó inmediatamente para sí. En enero de 1533 Cranmer casó al rey con Ana Bolena, y cuatro meses más tarde
declaró nulo el matrimonio de Enrique con Catalina, y válido el nuevo
matrimonio. El día 1 de julio fue coronada Ana, y en septiembre vino al mundo
la que luego sería reina Isabel. El papa declaró no válido el matrimonio, pero
hasta marzo de 1534 no dio el dictamen final del proceso, por el que declaraba
que el único matrimonio legítimo era el celebrado con Catalina. En julio lanzó
sobre Enrique, Ana y Cranmer la excomunión, contra la
cual el rey había apelado ya un año antes a un concilio ecuménico. Enrique
llevó ahora a cabo la ruptura definitiva con Roma. El Acta de supremacía votada
por el Parlamento en noviembre de 1534 declaraba que el rey y sus sucesores
eran la única cabeza terrena de la Iglesia inglesa, que poseía plenos poderes
para reprimir y exterminar los errores, herejías, abusos y escándalos. Los
poderes y las rentas del papa pasaron al rey. Se exigió reconocer, mediante un
juramento, esta posición del rey; al que no lo prestase, o rechazase el
juramento, exigido ya antes, por el que se reconocía el nuevo matrimonio del
rey y la regulación de la sucesión al trono, se le amenazaba con la pena de
muerte, como reo de alta traición.
El
cisma inglés no encontró ninguna oposición en el pueblo. El papa y la Curia no
gozaban, en efecto, de muchas simpatías. Sin embargo, fuera de los círculos de
los poderosos y de los que disfrutaban de grandes rentas, no se abandonó
ninguna de las antiguas prácticas religiosas. El clero, que estaba acostumbrado
desde mucho tiempo atrás a la Iglesia estatal, se había sometido ya en 1532.
Los obispos, muchos de los cuales los había elegido el rey entre sus
partidarios más sumisos e incondicionales, habían estado dispuestos a ceder
siempre ante el cesaropapismo. Sólo unos pocos
tuvieron el valor de recusar el juramento al Acta de supremacía. Entre éstos se
encontraban el sabio obispo Juan Fisher y el antiguo lord canciller, Tomás
Moro, que fueron encarcelados. Pablo III nombró cardenal al primero, hallándose
éste todavía en la Torre de Londres. Ambos fueron decapitados. Moro murió, como
declaró en sus últimas palabras, como buen servidor del rey, pero, antes, como
servidor de Dios. Mayor oposición encontró Enrique en los monasterios. Los que
se negaron a prestar juramento, sobre todo los cartujos, fueron encarcelados, y
en la cárcel se los dejó morir de hambre. En el curso de los años fueron
cruelmente ejecutados dieciocho víctimas: cartujos, un agustino, un religioso
de Santa Brígida y algunos franciscanos y sacerdotes seculares. Un intento de
rebelión campesina realizado en el norte, la llamada Peregrinación de gracia,
no se oponía al Acta de supremacía, sino al modo de proceder contra las
imágenes y reliquias y contra los monasterios. La oposición de los religiosos a
prestar el juramento proporcionó al rey pretexto para llevar a cabo una
secularización en gran escala. Había casi mil monasterios y fundaciones en el
reino, cuyos ingresos se calculaba que eran una quinta parte de la renta
nacional. Un acta del Parlamento clausuró en 1536 doscientos noventa y un
monasterios, casi todos pequeños; los monasterios ricos sufrieron la misma
suerte en 1539. Los monjes fueron expulsados e instigados a casarse. Las
posesiones de los monasterios fueron confiscadas; una parte se regaló a los
amigos del rey, y la otra fue vendida. Los nuevos poseedores se convirtieron,
comprensiblemente, en los más fuertes sostenedores del nuevo orden de cosas. El
despotismo del rey, acentuado por Cromwell, a quien aquél nombró vicario
general suyo en asuntos eclesiásticos, alcanzó una cumbre grotesca en el
proceso contra Tomás Becket, acusado de alta traición y que había muerto casi
cuatrocientos años antes, y en la destrucción del féretro del santo, ordenada
por el rey. En sus posteriores historias matrimoniales el rey tuvo en Cranmer un sumiso príncipe de la Iglesia, que declaró nulo
el matrimonio con Ana Bolena, concedió dispensa para
un nuevo matrimonio, por razón del parentesco con aquélla, y más tarde anuló
también el cuarto matrimonio del rey. La publicación por Pablo III, en el año
1538, de la bula que excomulgaba y deponía al rey y exoneraba a sus súbditos
del juramento de fidelidad, no produjo ningún efecto. La Edad Media había
pasado ya.
Su
hostilidad contra Carlos V llevó a Enrique a establecer en 1536 contactos con Wittenberg. Un sínodo inglés, celebrado en ese mismo año
bajo la presidencia de su vicario general Cromwell, proporcionó al país un
nuevo credo, los Diez artículos, en que había elementos luteranos. Este credo
consideraba como fuentes de la fe la Escritura y los tres primeros Símbolos de
la Iglesia. Enseñaba que la justificación equivalía a una acceptatio, suprimía las
indulgencias, reconocía sólo tres sacramentos, pero mantenía la
transubstanciación. Por lo demás, las ceremonias católicas, incluso la
veneración a los santos y las oraciones por los difuntos, siguieron
subsistiendo. Después de la Peregrinación de gracia se preparó, con la
intervención personal del rey, un nuevo credo, de tendencia más católica y que
admitía como válidos los siete sacramentos. Pero al mismo tiempo el rey ordenó
que todas las iglesias debían poseer una Biblia
inglesa. A la traducción empleada se le puso muy pronto un prólogo y unas notas
de orientación luterana. Se celebraron negociaciones con la Liga de Esmalcalda,
con las que se perseguían nuevos objetivos matrimoniales. Pero después, por
cálculos políticos, tuvo lugar un cambio radical. En 1538 el rey prohibió que
los sacerdotes se casasen. Cranmer vióse obligado a enviar de nuevo su mujer a Alemania. Un
año después el Parlamento promulgó por mandato real, y contra la enconada
oposición protestante, la Bloody Act, el Estatuto de sangre. Este imponía, bajo pena de
muerte, la aceptación de seis artículos: la transubstanciación, el celibato
—considerado como mandato divino—, la obligatoriedad de los votos monásticos,
la comunión bajo una sola especie, la conveniencia y necesidad de la misa
privada, y la confesión auricular. Cromwell fue ejecutado como traidor y
hereje; a su ejecución siguió la de tres sacerdotes que habían atacado la
arbitrariedad real, y la de tres protestantes, que se habían burlado de la
religión católica. Una obra doctrinal del rey de 1543 recomendaba, ciertamente,
la veneración a María y a los santos, pero establecía, por lo demás, una
conciliación entre la doctrina protestante y la católica. En 1546 se prohibió
al pueblo sencillo la lectura privada de la Biblia. Las ejecuciones de
luteranos duraron hasta la muerte de Enrique. El resultado de las constantes
oscilaciones reales fue una lenta infiltración de opiniones heréticas y una
angustiosa inseguridad en el terreno religioso.
Para
ayudar a su único hijo, menor de edad, Eduardo V (1547-1553), el rey había
nombrado un Consejo de regencia, que se componía en su mayor parte de
personajes favorables al protestantismo. A su frente encontrábase el duque de Somerset y, más tarde, el duque de Northumberland, los cuales,
durante la minoridad del rey, que había sido educado en el protestantismo,
apoyaron los esfuerzos de Cranmer para llevar a cabo
una auténtica innovación de la fe en Inglaterra. La oposición que apareció en
algunos lugares fue reprimida sangrientamente.
OTROS EXITOS LUTERANOS EN EL IMPERIO
Volvamos
ahora a los acontecimientos que tenían lugar en Alemania. Los años en que el
emperador estuvo ausente del Imperio fueron años de gran incremento de la
Iglesia luterana. En este decenio se perdió para la Iglesia antigua una serie
de importantes territorios alemanes. Así, el duque Ulrico, expulsado de su
ducado de Württenberg por haber violado la tregua, y
que se había pasado en Suiza a la innovación, reconquistó en 1534 su
territorio, con ayuda de Felipe de Hessen, auxiliado
por los componentes de la Liga de Esmalcalda y apoyado económicamente por
Francia. Por estar en paz con Austria fue preciso dejarle mano libre en las
cuestiones religiosas. Pronto introdujo la innovación; en ella, dividió el
territorio, de manera singular, en una zona de influencia luterana y otra de
influencia zuingliana. Los dos reformadores Blarer y Schnepf se habían puesto
antes de acuerdo, ciertamente, para llegar a una fórmula conciliadora en el
problema de la eucaristía. Los monasterios de la región, tan famosos en otro
tiempo (Hirsau entre otros), fueron secularizados. La
lealtad de los monjes y, en especial, la perseverancia de los monasterios de
mujeres fue asombrosamente grande. También la
universidad de Tubinga fue protestantizada, a pesar
de su oposición, y en el antiguo convento de agustinos se erigió un stipendium, el famoso Stijt,
destinado a la formación de clérigos. La reforma protestante la consumó
positivamente el hijo de Ulrico, el inteligente y piadoso duque Cristóbal
(1550-1568). Con el apoyo de Juan Brenz, se
centralizó el gobierno de la Iglesia en una autoridad dependiente totalmente
del Estado: el Consejo de la Iglesia, y en 1559 se publicó una gran ordenación
eclesiástica. Los bienes de la Iglesia, que Ulrico había secularizado en su
totalidad, fueron devueltos a aquélla en su mayor parte y administrados
separadamente en la Caja común de la Iglesia, no empleándose más que para fines
eclesiásticos, entre los que se contaban también, ciertamente, las obras de
caridad y de enseñanza.
Con
anterioridad o simultáneamente a la pérdida de Württenberg,
la Iglesia católica perdió definitivamente toda una serie de ciudades libres y
de otros territorios. Las pérdidas más graves fueron las de Brandeburgo y el
ducado de Sajonia. En el primero, el príncipe elector Joaquín I había sido,
hasta su muerte, adversario constante de Lutero y de la Reforma protestante.
Aun cuando su esposa, que era una princesa de Dinamarca, era luterana desde
hacía años, a su muerte, ocurrida en 1535, el príncipe creyó que podía asegurar
la religión católica en el país haciendo jurar a su hijo que la mantendría y
dictando unas disposiciones testamentarias adecuadas al caso. Pero cuatro años
después de morir su padre, Joaquín II, que estaba en relación con Lutero desde
mucho tiempo atrás, se pasó a la nueva doctrina. Víctima de la confusión
teológica de aquellos años, creyó que con ello no quebrantaba su juramento; por
el contrario, en el paso que dio vio tan sólo la posibilidad de purificar de
abusos a la religión católica en su territorio. La ordenación eclesiástica
implantada por él tiene por ello un carácter muy conservador. En el ducado de
Sajonia, el duque Guillermo el Barbudo, de severa mentalidad eclesiástica y al
que se consideraba entre los príncipes alemanes como el jefe de los partidarios
de la antigua fe, no pudo impedir que la nueva doctrina irrumpiese en su
territorio. Al morir, en 1539, se llevó a cabo la reforma protestante contra la
oposición de los Estados y bajo la dirección de su hermano Enrique, que era
protestante desde mucho tiempo antes. También la universidad de Leipzig fue
adherida a la nueva doctrina y dotada con los bienes confiscados a la Iglesia,
de acuerdo con las propuestas de Lutero y de Melanchton.
LOS ANABAPTISTAS
Por los
años en que el protestantismo se difundía sin encontrar dificultad, los
anabaptistas consiguieron durante algún tiempo entre el pueblo una adhesión
mayor que Lutero y que Zuinglio. En ellos se había manifestado una forma
distinta del pensamiento y de la vida reformadores, forma que tuvo un
importante desarrollo, sobre todo entre la cristiandad anglosajona, y que
todavía hoy configura grandemente el aspecto del protestantismo, sobre todo en
los Estados Unidos de América, en la figura de numerosas Iglesias libres. Los
orígenes de los anabaptistas no están nada claros, pues no se entremezclan con
movimientos políticos. Se ha querido ver en ellos a los herederos de los
movimientos espiritualistas que durante la Edad Media se difundieron entre el
pueblo sencillo. Lutero designó en conjunto a todas estas diversas direcciones
con el nombre de «soñadores» (Schwármer). Parece, sin
embargo, que se trata de varias corrientes distintas, que surgieron con
independencia unas de otras, aunque luego, ciertamente, se influyeron a veces
mutuamente. En cualquier caso, no puede dudarse del origen independiente de los
anabaptistas de Zurich.
Cuando,
en diciembre de 1523, Zuinglio se doblegó ante la autoridad política, en el
problema de la introducción inmediata de la cena, algunos de sus anteriores
discípulos consideraron tal acto como una traición. Estos se coaligaron para
obedecer incondicionalmente al Evangelio. También para ellos era la Escritura
la única fuente de la fe, aunque se centraban principalmente en el Nuevo
Testamento. Ahora bien, entendían el Evangelio como directamente obligatorio,
incluso con respecto a la dimensión social y económica de la vida diaria. Estos
hombres sometían a la palabra de la Biblia la totalidad de la vida, que no
puede ser ya otra cosa que una vida espiritual. Partiendo de este principio
fundamental, se les hizo problemática la actitud a adoptar frente a la
autoridad civil, y la relación entre Iglesia y sociedad. Para el cristiano no
existe un gobierno profano. Se recluyeron, pues, en una pequeña comunidad de
hombres dispuestos a seguir a Cristo, no por coacción de la autoridad, sino
porque se integraban libremente en aquélla. Así pasa al primer término el
re-bautismo de los adultos, como rito de ingreso en la comunidad visible. El
principio de la unidad de territorio e Iglesia, esto es, la Iglesia
territorial, queda, pues, eliminado, e igualmente lo fue toda organización
externa de la comunidad.
En Zurich la persecución contra ellos comenzó inmediatamente.
La autoridad insistió en la obligación de bautizar a los niños recién nacidos.
Los anabaptistas se dispersaron por toda la Suiza alemana. Desde Waldshut, Hubmaier llevó esta
doctrina, a través de Augsburgo, hasta Moravia. A todas las persecuciones
oponían ellos su paciencia. No eran gentes belicosas, sino los primeros
representantes de la tolerancia. Al dispersarse desarrollaron una actividad
misionera. Mientras en Zurich Felipe Manz era ahogado en 1527 en el río Limmat,
en Augsburgo Denck ganó para la causa a Juan Hut, cuyos discípulos rebautizaron en el Tirol. Melchor Hofmann llevó las nuevas ideas al norte de Alemania y a los
Países Bajos. La actividad misionera y la expansión de los anabaptistas iban
siempre acompañadas de la proscripción social y de la persecución cruenta. Los
legados suizos discutieron en Zurich sobre las
medidas represivas a tomar. En Tirol, docenas de anabaptistas murieron en la
hoguera. Hubmaier, que se encontraba en Nikolsburgo, en Moravia, tuvo que ser entregado y fue
quemado en Viena. Un decreto imperial de la Dieta de Espira de 1529 imponía la
pena de muerte a todos los anabaptistas. Partidarios de esta doctrina fueron
ejecutados en Suabia y Baviera, pero también en el Palatinado y en Basilea.
Zuinglio y Lutero, Melanchton y Brenz compartían esta misma actitud hostil. De esta manera se empujó a los
anabaptistas a recorrer caminos extraños. Surgieron tendencias escatológicas, quiliásticas y comunistas. El peletero de Augsburgo Agustín Bader creía que su hijo era el Mesías y mandó
construir para él una corona y una espada de oro. El tirolés Santiago Hutter fundó en Nikolsburgo aquellas granjas fraternas en las que no había propiedad privada y en las que
el jefe señalaba su trabajo a cada uno. Cientos de miles de personas se
adhirieron a estos «hermanos hutterianos».
Mientras
los anabaptistas pacíficos creían que Dios mismo aniquilaría a los impíos, uno
de los discípulos de Melchor Hofmann, que actuaba en
Estrasburgo, a saber, el panadero holandés Juan Mathys,
de Harlem, se creyó llamado a erigir el futuro Reino de Cristo por la fuerza de
las armas en caso necesario. Sus enviados estimaron que Münster de Westfalia era la ciudad adecuada para llevar a cabo sus planes. En ellas
había triunfado en 1533 la Reforma protestante, gracias a la predicación
demagógica del sacerdote Rottman. En enero de 1534
llegaron a Münster los «apóstoles» de Mathys, ganaron a Rottmann para
su causa, y rebautizaron en una semana a 1.400 adultos. Al principio se llevó
una vida de entusiasmo religioso y de pobreza evangélica. Pero ciertos
elementos radicales lograron imponerse con la llegada de Juan Bockselsen, de Leiden, y del mismo Mathys.
Un golpe de fuerza puso la ciudad en manos de los anabaptistas. El suegro de
Juan de Leiden, Knipperdolling, fabricante de paños
de Münster, fue nombrado alcalde. Las tropas que el
obispo Francisco de Waldeck había enviado contra Münster fueron derrotadas; pero Mathys fue muerto, y Münster, finalmente, cercado. En la
ciudad sitiada, Juan de Leiden se hizo proclamar rey del nuevo reino de Sión, en el que se introdujo la comunidad de bienes y la
poligamia. La multitud fanatizada, que había destruido bárbaramente las
imágenes de las iglesias de la ciudad, esperó que ésta fuese liberada
milagrosamente, como se le había anunciado. Entre tanto, las ideas anabaptistas
se propagaron por toda Westfalia, llegando hasta Lübeck.
El obispo buscó ahora ayuda y la encontró en el landgrave Felipe de Hessen. En junio de 1535 las tropas aliadas penetraron en
la hambrienta ciudad y dieron fin, con un castigo terrible, a la mala semilla. Münster fue devuelto a la fe católica. Knipperdolling y el rey de Sión fueron ajusticiados; no se sabe qué
fue de Rottmann.
El
reino de Münster, que representaba una desviación
espantosa de las originarias ideas anabaptistas, dañó gravemente el prestigio
de éstas. Pero Menno Simons,
que había sido antes párroco católico en Frisia, consiguió reunir de nuevo a
los elementos más moderados y educarles para que llevasen una vida de retiro y
de trabajo y rechazasen toda violencia. Estos «bautizantes», pronto llamados
también menonitas, que no admitían el juramento, el servicio militar y civil ni
las acusaciones judiciales, alcanzaron tolerancia y, más tarde, también
libertad, en Holanda, después de haber sido sangrientamente perseguidos durante
cuarenta años. Propagaron su forma de vida más allá de las fronteras de este
país, hasta el territorio de colonización de la Prusia oriental y occidental,
llegando finalmente hasta Siberia y, desde allí, a Norteamérica. Junto a éstos
surgieron una y otra vez, sobre todo en Württenberg,
comunidades de anabaptistas que esperaban el reino de Cristo en Besarabia y en
el Volga, en Palestina y en Norteamérica. Sin embargo, en Centroeuropa fracasó
el intento hecho por gentes sencillas, sobre todo por obreros manuales, de
organizar una vida religiosa partiendo de la sola fe —la idea luterana—, sin
instituciones ni organizaciones y sin el apoyo del Estado. La lucha de Lutero
contra los espíritus soñadores y fanáticos, a los que, hasta el final de su
vida, condenó juntamente con los sacramentarlos, no dejó de tener éxito. Las
Iglesias territoriales y el absolutismo religioso de los príncipes
territoriales fueron los auténticos vencedores.
Sin
embargo, se formaron en Inglaterra y en los Estados Unidos, en la primera mitad
del siglo, bajo la influencia de los «bautizantes», las primeras comunidades de
baptistas, que hoy se han convertido en grandes Iglesias libres y cuentan con
muchos millones de bautizados.
V
JUAN CALVINO
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