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SIGLO TERCERO . LA BATALLA CONTRA EL PAGANISMO
CAPITULO
XV
EL
CRISTIANISMO EN VISPERAS DE LA GRAN PERSECUCION
Con el
siglo IV entramos en una etapa decisiva de esta historia. En diez o veinte años
asistiremos a dos acontecimientos dramáticos: con la persecución de Diocleciano
(303-4 y sig.) el imperio pagano intenta por última vez, y con una violencia
jamás igualada hasta entonces, aniquilar la religión cristiana; la progresiva ascensión
de Constantino (306312-324), que al fin se hará dueño absoluto del Imperio
romano, origina pronto un cambio completo de situación jurídica para el
cristianismo. En lugar de ser perseguido, se convierte en una religión oficial,
privilegiada, que acabará luego en religión de Estado; en lugar de verse enquistada
en el organismo social como un cuerpo extraño mal soportado, se convierte en un
principio director, en un fuego que anima al Imperio cristianizado con la
conversión de su soberano.
Cuando
el primer edicto de persecución, promulgado por Diocleciano y sus colegas de la
tetrarquía, fue fijado delante de la residencia imperial de Nicomedia en la
ribera asiática del mar de Mármara, el 23 de febrero de 303, hubo un exaltado
que lo arrancó y lo rasgó. Este gesto, que, naturalmente, no tardó en pagar
con su vida el autor, expresa perfectamente el efecto de sorpresa y de
escándalo que produjo una decisión imperial tan inesperada.
Desde
las persecuciones, bastante breves a pesar de su rigor, de Decio (250-1) y
Valeriano (257-260), la Iglesia cristiana prácticamente no había sido molestada
por el poder civil. Sin que se hubiera logrado aclarar por completo su
situación legal (el cristianismo seguía siendo, en principio, una religión
prohibida), asistimos a lo que pudiera llamarse un reconocimiento de hecho:
las comunidades cristianas pueden ahora actuar abiertamente, gozar
pacíficamente de sus propiedades; entre sus posesiones se cuentan cementerios
(en Roma desde el papa Calixto, 217-222) subterráneos o a cielo abierto
(catacumbas, areaé), iglesias o, al menos —porque es difícil precisar su estilo
arquitectónico—, casas de culto y oración; en la misma Nicomedia se alzaba una
de ellas frente al palacio imperial. El aumento del número de fieles en vísperas
de la persecución hacía necesaria la construcción de nuevas y más amplias
iglesias, como atestiguan a la vez el pagano Porfirio y el historiador
cristiano Eusebio de Cesárea.
I. LA
REDUCIDA PAZ DE LA IGLESIA
Puede
hablarse, pues, con justicia de una primera paz de la Iglesia, the minor peace
of the Church con ayuda de la cual el cristianismo había podido desarrollar
libremente su acción misionera y realizar grandes progresos, tanto en
extensión como en profundidad: expansión geográfica, implantación sociológica.
Comenzada
en Palestina, es decir, en un punto situado en la frontera oriental del Imperio
romano, la evangelización había desbordado rápidamente el suelo bíblico. Fue
precisamente en dirección de Mesopotamia, al otro lado del Eufrates, donde la
religión cristiana había conocido sus primeros éxitos espectaculares: el
pequeño reino vasallo de Edesa u Osroene fue el primer Estado que se hizo
oficialmente cristiano, y esto desde la conversión de su rey Abgar IX
(179-216).
Durante
el siglo III el cristianismo había llegado a Adiabene, al este del Tigris, y
progresado a través de Mesopotamia; pero este país semita, el Irak de hoy,
pertenecía políticamente al poderoso Imperio iranio y la propaganda cristiana
encontró grandes dificultades, que llegaron a menudo hasta la persecución
abierta, a partir del momento en que, con el advenimiento de la dinastía
sasánida (224), este gran imperio, que en adelante será siempre para Roma un
rival, un desafío, un modelo, une su suerte a la de la religión nacional, el
mazdeísmo o religión de Zoroastro. Sospechoso a priori por venir del enemigo
hereditario, el cristianismo choca con el suspicaz recelo de esta religión de
Estado, religión rival, una religión universalista también, animada
igualmente de un impulso misionero, religión poderosa que cuenta con un clero
fuertemente jerarquizado bajo la autoridad de un Sacerdote de los Sacerdotes,
Mobadhan-Mobadh, pronto a reclamar el apoyo del Estado para reducir a
disidentes o rivales, trátese de mazdeos heréticos, de maniqueos o de
cristianos.
Es
cierto que la deportación a Fars, el antiguo Elam, de cristianos oriundos de
Siria con ocasión de la guerra victoriosa que el gran rey Shahpuhr emprende
contra el emperador Valeriano (260) pudo facilitar la penetración del Evangelio
hasta el corazón del Imperio iranio; pero las dificultades que hemos indicado
explican que a finales del siglo III la iglesia cristiana de estos sirios
orientales se halle todavía en los comienzos de su organización en torno a la
sede episcopal de las “ciudades reales”, las dos ciudades gemelas de
Seleucia-Ctesifón (entre Babilonia y Bagdad); durante mucho tiempo necesitarán
aún mirar al Occidente y apoyarse, dogmática, canónica y espintualmente, en las
iglesias del territorio romano.
Geográficamente
el cristianismo es sobre todo un fenómeno mediterráneo. En torno al año 300
prácticamente ha invadido todo el Imperio hasta sus provincias más apartadas:
al concilio de Arles (314) asistían tres obispos de Gran Bretaña, entre los que
se hallaban los de Londres y York. Pero esta implantación no presenta en todas
partes la misma densidad; la red de iglesias organizadas ofrece todavía grandes
lagunas en la parte occidental latina del mundo romano. Así, en
España, el concilio de Elvira (Granada) celebrado en las proximidades
de la gran persecución (300 ó 309) nos hace conocer treinta y tres iglesias:
diecinueve representadas por su obispo, catorce por un simple presbítero (o
porque actúa como delegado del obispo ausente, o porque se trata de iglesias
todavía imperfectamente organizadas). Pero una rápida ojeada al mapa nos hace:
ver que esas iglesias están casi todas agrupadas en una sola zona que viene a
coincidir con la Andalucía actual. Sólo cinco representan a las restantes
regiones de la Península Ibérica. Una situación semejante encontramos en la
Galia, aunque en la misma época la evangelización no parece haber hecho aquí un
progreso igual; en el concilio de Arles vemos representadas dieciséis iglesias
galas, doce en la persona de su obispo; pero más de la mitad pertenecen al
Sudeste, la actual Provenza. En cuanto al resto de la Galia, sólo algunas
ciudades de las más importantes parecen contar ya con una comunidad plenamente
desarrollada Lo mismo sucede con el norte de Italia. Sólo en la Italia
peninsular, de Rávena a Nápoles, y en Africa —en el sentido romano de la
palabra, es decir, en el Nordeste de Maghreb— las cristiandades presentan una
notable densidad: en 250-1. un sínodo romano agrupaba a sesenta obispos
italianos en torno al papa Cornelio; por las mismas fechas (256-7), otro sínodo
reunía en torno al obispo de Cartago, san Cipriano, a ochenta y siete obispos
de Africa.
Considerando
las cosas en conjunto, el cristianismo recluta sobre todo a sus fieles en las
provincias orientales, desde la Cirenaica a los Balkanes, donde el griego sirve
de lengua de cultura. Uno de sus núcleos más vigorosos lo representa Egipto,
poderosamente animado por la metrópoli de Alejandría, la más grande ciudad del
Imperio después de Roma y cuya autoridad se impone imperiosamente a la multitud
de pequeñas iglesias que jalonan el estrecho valle del Nilo desde el Delta
hasta la Tebaida. Más que Palestina, destaca también Siria, con su capital
Antioquía; ésta, dada su importancia (es la tercera ciudad del Imperio) y su
posición central en el corazón mismo de este Oriente desempeñó siempre un
papel de primer plano en la historia y la vida cristianas, y eso desde los
tiempos de san Pablo; con Asia Menor que, en la época en que nos hallamos,
continúa siendo el bastión del cristianismo, el país cristiano por excelencia,
la región donde el número de fieles parece haber alcanzado las cifras
absolutas más altas (la zona costera del Egeo, el Asia propiamente dicha de la
terminología administrativa, es la parte más floreciente y más poblada del
mundo romano en el Alto Imperio) y el mayor porcentaje: es quizá aquí y,
exceptuando ciertos cantones de Egipto, ciertamente sólo aquí, donde la mayor
parte de la población, en ciertas pequeñas aglomeraciones la totalidad, había
pasado ya al cristianismo.
No
son menos notables los progresos realizados desde el punto de
vista
sociológico. La fe nueva se ha infiltrado poco a poco a través de los diversos
estratos de la población romana. Ha dejado de ser única o principalmente la
religión de las clases menesterosas o menos favorecidas por el sistema
altaneramente aristocrático de la sociedad imperial: los niños, las mujeres,
los esclavos, los pobres. Recuérdense los sarcasmos de Celso, hacia 177-180,
contra esta religión de cardadores de lana, zapateros remendones, lavanderas;
las cosas han cambiado: hacia 270 Porfirio habla de mujeres nobles y ricas
que, obedeciendo a la llamada de la perfección evangélica, entregan todos sus
bienes a la Iglesia o a los pobres; en 303 la persecución encontrará al cristianismo
instalado entre las clases dirigentes, magistrados, gobernadores de provincia,
en Palacio (altos dignatarios de la corte, los chambelanes Doroteo y Gorgonio
se contarán entre los primeros mártires), si no había penetrado ya en la misma
familia imperial (circulaba el rumor de que la mujer y la hija de Diocleciano, Prisca y Valeria, se habían sentido más o menos atraídas por el
cristianismo).
Naturalmente,
desde el punto de vista espiritual, no todo es beneficio en estos progresos; la
tranquilidad de que goza la Iglesia, privándola del crisol del martirio, mengua
la calidad de sus miembros, si consideramos sólo la masa; constatamos, en
efecto, numerosas infiltraciones del paganismo en que se mueven,
contaminaciones, compromisos. Los cánones disciplinares adoptados por el
concilio de Elvira nos ofrecen curiosos testimonios por lo que se refiere a
España; no nos hallamos ya en el fervor primero de la Iglesia de los Santos. Se
hace necesario fijar una tarifa de penitencia contra la bigamia, el aborto,
el adulterio (cinco años de penitencia, poca cosa si se recuerda el escándalo
que provocó la mansedumbre del papa Calixto al aceptar la reconciliación de
esta categoría de pecadores sin esperar a que se hallasen en peligro de
muerte), poner en guardia a los fieles frente a las supersticiones de origen
pagano, los juegos de azar, la usura. Constatamos sobre todo que cristianos y
paganos se mezclaban unos con otros, se confundían en sus actividades de la
vida diaria; se hace necesario recordar la prohibición de los matrimonios
mixtos, ordenar a las mujeres cristianas que no presten sus vestidos de fiesta
a sus vecinas paganas que se adornan con ellos para honrar a sus dioses; y lo
que es más grave, diez años de penitencia a quien suba al Capitolio y participe
en un sacrificio.
El caso
más importante es el de los magistrados: las funciones y los sacerdocios
municipales, que imponían pesadas cargas financieras, se han hecho obligatorios
para los que poseen la fortuna requerida (lo mismo comienza a ocurrir en
ciertos casos con respecto al servicio militar, lo que da origen a numerosas
dificultades de conciencia, por ejemplo, en el caso de hijos de veteranos). El
ejercicio de estas funciones lleva aneja normalmente la participación en los
cultos paganos, en los juegos, considerados también como actos religiosos y
además repulsivos para los cristianos. En realidad, constatamos que se había
iniciado, o podía haberse iniciado, toda una serie de soluciones prácticas. Con
la connivencia de las autoridades superiores, el magistrado cristiano podía
pura y simplemente abstenerse de los sacrificios, o encontrar, pagándolo, un
suplente que realizara la función en su nombre; sustituir las luchas de
gladiadores y, si era posible, también las carreras de carros por trabajos de
utilidad pública; o hacer como todo el mundo y comportarse prácticamente
como
pagano.
El
despertar del día de la persecución fue ciertamente rudo. Pero sería imposible
comprender que fue ésta, su virulencia, espasmódica e irregular, y finalmente
su fracaso, si no se sitúa el problema cristiano en el marco más general de la
evolución política y religiosa de todo el mundo romano.
2. EL
BAJO IMPERIO : ESTADO TOTALITARIO Y NUEVA RELIGIOSIDAD
El
Imperio había conocido en el siglo III una crisis terrible en la que
estuvo a punto de hundirse (235-285): crisis externa —rivalidad sasánida,
presión de las invasiones germánicas en la frontera Rhin-Danubio—, crisis
interna, inestabilidad del poder, guerra civil, crisis económica, anarquía.
“Los Emperadores del siglo IV, comenzando por Diocleciano, se impusieron la
tarea de salvar al Imperio romano y lo consiguieron; para este fin se
sirvieron, con las mejores intenciones, de los medios que tenían a su alcance,
a saber, la coerción y la violencia. No se preguntaron un solo instante
sí valía la pena salvar al Imperio romano para hacer de él una vasta prisión,
para millones de hombres. Así se expresa un historiador de espíritu
liberal, y su juicio es demasiado severo; es preciso destacar la prodigiosa
eficacia de la solución impuesta por Diocleciano. No conviene olvidar que lo
que nosotros llamamos el Bajo Imperio romano o fin de la Antigüedad coincide con la primera época bizantin ; el
régimen inaugurado por Diocleciano se prolongará, en una evolución continua y
homogénea, hasta la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453.
Es
cierto que, para superar los peligros que lo amenazaban, el mundo romano debió
someterse a una disciplina verdaderamente ruda: el nuevo Imperio se nos
presenta como un auténtico Estado totalitario en el sentido moderno de la
palabra, que se esfuerza por someter, absorbiéndolas y unificándolas, todas
las energías de sus súbditos. La autoridad del soberano que pretende ser señor
absoluto se ejerce a través de un aparato administrativo sabiamente jerarquizado. Esta burocracia excesiva, el proliferar de los cargos militares, traen
como consecuencia un fiscalismo exigente, cuyo peso resulta pronto
abrumador, y una economía estrictamente reglamentada que pronto se denuncia
excesivamente dirigida. Como todo régimen totalitario, el Bajo Imperio es un
Estado policía que hace pesar sobre todos el espectro de la amenaza: no hace
falta ser acusado de conspirar, bastará un día cualquier fallo como contribuyente para desencadenar la represión: cárcel, tortura, muerte en suplicios
atroces. Finalmente, y esto es lo más importante, el ideal nuevo exalta el
carácter carismático del Jefe: una especie de “aureola divina envuelve al
príncipe”, elevándolo por encima del común de la humanidad. Desde Augusto
siempre había existido un elemento religioso en la estructura del poder imperial; con el nuevo régimen este carácter se afirma todavía
más y, por añadidura, cambia de sentido.
Esta
transformación de la estructura política tiene lugar, en efecto, en un clima
religioso profundamente renovado; a finales del siglo III se ha realizado otra
evolución en el plano espiritual. El mundo antiguo entra en lo que con
Spengler puede llamarse la segunda, o nueva, religiosidad, es decir, una
fase en que, tras la incredulidad al menos relativa y el debilitamiento del espíritu
religioso que había caracterizado el período helenístico (y los comienzos del
Alto Imperio), el hombre mediterráneo encuentra de nuevo el profundo sentido de
lo Sagrado, de un Sagrado que se convierte de nuevo en el elemento central y
dominante de su concepción del mundo y de la vida. Pero, comparada con la
primera, la del antiguo politeísmo cuyas raíces penetraban en el viejo fondo
indoeuropeo, esta segunda religiosidad es verdaderamente “nueva” por las
características originales que presenta.
El paganismo
clásico expresaba su sentido de lo Sagrado mediante la noción neutra de lo
Divino, en esta nueva fase la conciencia religiosa se ve invadida
por la idea de Dios, un Absoluto, un Trascendente de carácter
personal, principio y fin de todas las cosas, objeto de adoración y de amor. Es
inútil insistir en las influencias orientales, semitas y especialmente judías,
y luego cristianas, que prepararon el triunfo de esta nueva mentalidad
religiosa. Pero si la aparición y los progresos del cristianismo se insertan en
la historia de esta religiosidad, en las proximidades del año 300 todavía no
parece evidente ni demostrado que aquél va a canalizar y absorber todo el
contenido de ésta.
El
nuevo ideal religioso se expresaba también bajo otras muchas formas rivales,
las de diversas religiones orientales difundidas en la sociedad romana, como
la de Mitra que combinaba elementos de origen iranio y mesopotámico; la
arqueología ha sacado a luz en todos los rincones del mundo romano un gran número
(dieciocho sólo en las excavaciones de Ostia) de pequeños santuarios
subterráneos donde se reunían los grupos de iniciados, abundantes sobre todo
en los ambientes militares. El politeísmo tradicional que desde hacía siglos se
hallaba prácticamente vacío de su contenido original encontraba una vida nueva
prestándose a una reinterpretación conforme a la mentalidad dominante; así
observamos sucesivamente una asimilación por equivalencia (Athena es también la
Hécate infernal, la Luna, reina del cielo, la Minerva o incluso la Ceres de
los latinos, la Isis de los egipcios...), o una jerarquización
subordinacionista (el Sol, como dios visible, intermediario entre los hombres
y el Dios supremo del que es una imagen sensible).
Este es
el contexto religioso en que se sitúa la ideología imperial del Bajo Imperio.
La historia comparada de las religiones lo confirma: el carácter sagrado que
casi universalmente se otorga al soberano está en relación directa con la idea
más o menos elevada que ha llegado a formarse de la divinidad misma. Para
hacer del rey, ese hombre de carne y de sangre, un “dios”, es preciso no tener
del dios una idea demasiado elevada. La aparición del culto al soberano en las
monarquías helenísticas y luego en el Alto Imperio romano muestra una
vinculación estrecha con una cierta depauperación de la palabra, un
debilitamiento de la distinción, tan neta en el primer paganismo, entre lo
humano y lo divino. La atmósfera se hace muy distinta en el siglo IV: los
atributos religiosos reconocidos al emperador lo elevan tanto más por encima
de la común humanidad cuanto que Dios, del que aquél es reflejo, es concebido
como más radicalmente trascendente. Así se verá cuando, a partir de Constantino
y sobre todo de sus hijos, el emperador y con él el Imperio se hagan
cristianos: su persona, su poder no serán menos sagrados y este carácter será
mucho más acentuado que en tiempo de los emperadores de la Roma-pagana,
incluso cuando éstos se llamaban Caligula, Domiciano y Cómodo. Estos podían
creerse “dios”, pero sólo se identificaban con los pequeños dioses del Panteón
politeísta; aquellos, sin dejar de ser hombres, reflejaban la majestad terrible
del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.
Pero de
momento el paganismo seguía siendo la religión oficial del Imperio. Por muy
revolucionaria que resultase su actuación en ciertos dominios, Diocleciano no
dejaba de ser, en el plano religioso, un viejo romano fuertemente apegado a la
religión tradicional; al expresar el ideal de la soberanía según podía concebirla
la mentalidad nueva, recurrirá a términos y formas de ese antiguo fondo
religioso. Los santísimos, sacratísimos emperadores, el mismo Diocleciano, el
co-regente o segundo Augusto Maximiano que se elige en 285-6, los dos Césares,
emperadores adjuntos y futuros sucesores, que vienen a ser sus dobles desde
293, son investidos de su autoridad por el Dios supremo, el Altísimo, Jupiter
Exsuperantissimus (el sustantivo es tradicional, el epíteto por el contrario
expresa la nueva religiosidad) y reciben con ella, el día de su investidura, un
carácter sagrado. No que sean “dioses” propiamente dichos; prefieren llamarse
engendrados por los dioses, diis geniti. No se asimilaron, como se hizo en otro
tiempo lisa y llanamente, a Júpiter o a Hércules; pero llevan los sobrenombres
derivados Jovius, Herculius, y esta derivación expresa el estado de dependencia
en que se halla el emperador frente a su patrón y protector celeste.
CAPITULO
XVI
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