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CAPÍTULO 75.

FURIOSA PROPAGANDA ELECTORAL

 

Como todas las fuerzas revolucionarias desde los residuos de la burguesía republicana hasta los anarquistas, se hallaban conformes en constituir un conglomerado electoral, había llegado el momento de plasmar en un documento los puntos de coincidencia y las condiciones del pacto. Los partidos políticos dispuestos a comprometerse designaron Comités para negociar los acuerdos. La labor sería muy difícil, según se vio apenas se dieron los primeros pasos. Se trataba de redactar un programa gubernamental, síntesis del conjunto de proyectos, que contentara a todos los participantes. Empresa peliaguda. ¿En qué iban a coincidir ideologías tan dispares, hombres de tan distinta formación y procedencia, grupos políticos tan heterogéneos en su manera de entender el presente y el futuro de la nación? Menudeaban las reuniones: un día se rumoreaba que unos delegados habían abandonado la empresa, convencidos de que se trataba de una tarea imposible; otra vez se difundía la noticia de la ruptura. Pero en el último momento la intervención de algún santón influyente lograba encarrilar el asunto y la discusión continuaba. Por fin, se dio a la publicidad el documento (16 de enero), como «manifiesto del Frente Popular», a la vez que se anunciaba la negativa de Sánchez Román, presidente de la Unión Nacional Republicana, a suscribir el pacto.

La negativa sorprendía más, porque Sánchez Román, catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Madrid y jurisconsulto con clientela óptima, era el redactor en un noventa por ciento del documento. Su partido —Unión Nacional Republicana— estaba formado por un número reducido de hombres de profesiones liberales, intelectuales e industriales, muchos de los cuales iniciaron el desfile al ver a su jefe comprometido con marxistas y comunistas para una alianza gubernamental.

«Una baja sensible», escribía El Liberal de Bilbao (16 de enero) al comentar la deserción de Sánchez Román. El Liberal era propiedad de Indalecio Prieto, en parte gracias a la ayuda económica proporcionada por el catedrático, al que el periódico elogiaba «sus servicios desinteresados y abnegados a la República, su talento y su austeridad». El jurisconsulto había comprendido a última hora que le era imposible embarcarse para una aventura temeraria que necesariamente había de acabar en catástrofe.

El manifiesto aparecía con las siguientes firmas: por Izquierda Republicana, Amós Salvador; por Unión Republicana, Bernardo Giner de los Ríos; por el Partido Socialista, Juan Jiménez Vidarte y Manuel Cordero; por la Unión General de Trabajadores, Francisco Largo Caballero; por el Partido Comunista, Vicente Uribe; por la Federación Nacional de Ju­ventudes Socialistas, José Cazorla; por el Partido Sindicalista, Ángel Pes­taña; por el Partido Obrero de Unificación Marxista, Juan Andrade.

El documento pecaba de ambiguo y demostraba que el conglomerado se había puesto de acuerdo en muy pocas cosas: una de ellas, la concesión de una amplia amnistía, postulado inexcusable, eje y base de la coalición, y sobre lo cual no cabía divergencia. En esto y en la readmisión de los obreros despedidos por haber participado en los sucesos de Octubre la coincidencia era completa, pero ahí terminaba. En los demás asuntos se apuntaban como posibles determinadas reformas nacionales en régimen de libertad política. Más bien que un programa de acción, se enunciaban las cuestiones, sin fijar solución para las mismas.

El manifiesto fue acogido por el bloque revolucionario con extraordinario alborozo, dándole carácter de gran hallazgo, aunque todos estaban en el secreto de que los extremistas aceptaban únicamente aquello que favorecía a sus planes previstos. Así lo declaraban sin ambages, tribunos y periódicos socialistas, comunistas y sindicalistas, con lo cual nadie podría considerarse engañado. «Iremos juntos —decían— hasta donde se pueda y cuando alguien se detenga, los demás continuaremos la marcha hacia nuestros objetivos.» El Frente Popular era un medio y no un fin, o «un pacto, como escribió Madariaga, que no pasaría de ser un papel para acontecimientos ulteriores».

No había discrepancia entre los firmantes del manifiesto en hacer de la revolución de Octubre bandera electoral. Las elecciones serán, escribía la revista Leviatán, «un plebiscito sobre la revolución de Octubre, como las del 12 de abril de 1931 fueron un plebiscito sobre la Monarquía. Con Octubre o contra Octubre: no es otro el dilema. Quienes no quieran estar con Octubre o contra Octubre se engañan: éste es un hecho histórico ante el cual no caben la tranquilidad, ni la indiferencia, ni la cautela política». Sobre todo, las elecciones serían un procedimiento para conseguir la amnistía, que era la exigencia más urgente. En cuanto a lo demás... «Todavía son muchos los que esperan que por la vía legal podrá realizarse una república semisocialista como la que permite la Constitución. Los hechos han demostrado hasta ahora, y lo seguirán demostrando en lo sucesivo. ¿Qué remedio quedará entonces? Ya lo ha dicho Largo Caballero: Nuestra aspiración es la conquista del poder político. ¿Procedimiento? ¡El que podamos emplear!». Y Mundo Obrero escribía (16 de enero): «El Frente Popular es el ariete, la catapulta que va a arrollar, a hacer escombros las fortalezas convertidas en guaridas del ignominioso conglomerado reaccionario monárquico y fascista. Es el arma que precisamos para abrir amplio campo al desarrollo de las aspiraciones democráticas». En prueba de la atención con que sigue la Komintern, las vicisitudes de la contienda, el secretario general de aquélla, Dimitroff, en carta al periódico Adelante-Verdad de Valencia que reproduce Mundo Obrero (3 de enero) dice: «EL hecho de que la Juventud Socialista y todo el batallador proletariado de España, siguiese con extraordinario interés los trabajos del VII Congreso de la Internacional Comunista y leyese con enorme satisfacción el informe consagrado a la unidad de la clase obrera contra la burguesía y el fascismo es un nuevo testimonio de que este histórico Congreso expresó realmente con sus decisiones los intereses generales, los deseos y esperanzas de la clase obrera de todos los países. Me produce una satisfacción extraordinaria saber que los socialistas y comunistas españoles toman seriamente sobre sí la realización de la gran tarea de unificar a la clase obrera en la lucha contra el fascismo, contra la guerra y la ofensiva contra el capitalismo. Estoy convencido que los trabajadores españoles sabrán formar un frente único popular de lucha. La unificación de las Juventudes Socialista y Comunista, la realización de la unidad de acción de los Partidos Socialista y Comunista, la liquidación de la escisión en el movimiento sindical y la extensión y el fortalecimiento de las Alianzas obreras y campesinas en todo el país, he ahí el camino del triunfo. Solo la lucha unida de comunistas, socialistas y anarco-sindicalistas marchando fundidos en vanguardia asegurarán el triunfo sobre el enemigo». El diario comunista comenta: «El timonel de la III Internacional de Lenin y Stalin marca a los trabajadores de España la ruta de la victoria. Todos los camaradas de Espa­ña deben responder con la acción a esta arenga de Dimitroff

La actividad de las izquierdas, que antes de constituirse el Frente Popular era desaforada, a partir de este momento, creció y se hizo arrollante. Destacaban por su movilidad y ardimiento los comunistas, gozosos de alternar de igual a igual con los otros partidos de izquierda, ellos que habían vivido en la clandestinidad y en la insignificancia. En los actos públicos que a centenares se celebran cada domingo, en ninguno faltan los símbolos y las señales soviéticas: el puño en alto queda consagrado como saludo ritual; abren suscripciones para sufragar los gastos de propaganda; cubren los muros de carteles feroces, en heterogénea mezcla tricornios, mitras, espadones, horcas, mujeres enlutadas, niños exangües, hoces y martillos. Los nombres de Asturias y Octubre dominantes. El grito de amnistía permanente. Y constante también la alusión verbal o escrita a los horrores de la represión.

Los sucesos ocurridos durante el período que siguió a la revolución asturiana eran abultados hasta la exorbitancia. Diarios y semanarios izquierdistas chorreaban sangre con relatos espeluznantes. Cada propagandista tenía su versión particular lo mismo de los hechos vituperables que en lo referente al número de víctimas, que unos cifraban en centenares y otros las elevaban a miles, sin cuidarse de aportar pruebas que autentificaran sus afirmaciones.

Algo parecido sucedía con la amnistía. Que hubiera muchos encarcelados era lógico, dado el número de delitos que se cometieron y la forma en que fueron perpetrados. Todos los presos habían sido juzgados o estaban incursos en proceso y, por tanto, sometidos a jurisdicción de los Tribunales de Justicia. Los gobernantes anteriores, debieron haber reducido tan tremenda carga, activando trámites y con una mayor agilidad en la tramitación de los procesos. Según la propaganda difundida en el extranjero por el Socorro Rojo Internacional, el número de presos llegaba a 45.000. Le Petit Journal, periódico de París que se esforzaba por dar vuelos al escándalo de la represión, ascendió la cifra de detenidos a 150.000. Socialistas y comunistas se conformaron con dejarla reducida entre 25.000 y 30.000. Ahora bien, según datos oficiales, el 15 de febrero de 1936, víspera de las elecciones, la población penal y carcelaria de España se elevaba a 34.526 presos, contando los sociales, políticos y comunes. Como el promedio de encarcelados solía ser superior a 20.000, se deduce que el número de detenidos por los sucesos de Octubre era de menos de 15.000.

El diputado sindicalista Benito Pabón manifestaba en la sesión de Cortes del 2 de julio de 1936: «Se decía constantemente en carteles y en los titulares de toda la Prensa de izquierdas que 30.000 presos políticos y sociales esperaban su liberación de las Cortes... Se trataba de una exageración evidente para quienes tuvieran conocimiento de la materia, porque la realidad, la verdad era que entre los presos políticos y sociales no llegaban los recluidos en las cárceles a la cifra de 30.000... Esas propagandas tienen la posibilidad de que se reputen de chantaje al sentimiento popular, de chantaje electoral... No digo que tal; pero en aquellos que pusieron la cifra de 30.000 hubo por lo menos la imprudencia de dar un número que no era real».

A la hora de explicar a los electores los fines del Frente Popular, republicanos y marxistas iban por distintos caminos. Mientras los primeros se expresaban con cierta moderación, impuesta por el temor a la responsabilidad gubernamental que esperaban contraer muy pronto, los tribunos marxistas, libres de semejante preocupación, se entregaban a los mayores excesos demagógicos. Entre los socialistas, el más iracundo y también el más activo era Largo Caballero, que recorrió media España esparciendo semillas de odio y de guerra civil. Indalecio Prieto, reclamado por la Justicia, simulaba hallarse en París, aunque se sabía que llegaba a Madrid desde París con frecuencia, en viajes cómodos, nada arriesgados. Besteiro no participó en ningún acto electoral. Todos los candidatos socialistas se distinguían por la oratoria violenta, amenazadora y catastrófica.

«Las elecciones —decía Largo Caballero en el Salón Monumental de Alicante (26 de enero) — no son más que una etapa en la conquista del poder y su resultado se acepta a beneficio de inventario. Si triunfan las iz­quierdas, con nuestros aliados podemos laborar dentro de la legalidad, pero si ganan las derechas tendremos que ir a la guerra civil declarada. Yo deseo una República sin lucha de clases; pero para ello es necesario que desapa­rezca una de ellas. Y esto no es una amenaza, es una advertencia; y que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas: nosotros las realizamos...» Y en Valencia (2 de febrero) afirmaba: «La clase trabajadora tiene que hacer su revolución... Si no nos dejan, iremos a la guerra civil. Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle, que no nos hablen de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta el punto de no respetar cosas ni personas.»

Desde que se abrió el período electoral, la C. N. T. se manifestó dispuesta a participar en la contienda, no con candidatos propios, sino mediante ayuda a las candidaturas izquierdistas, porque del triunfo de éstas se deduciría la amnistía. «En las circunstancias en que se nos presentaba la abstención —escribe el teórico sindicalista Diego Abad de Santillán, el triunfo de Gil Robles era el triunfo de la restauración de los viejos poderes monárquicos y clericales. Tuvimos la feliz coincidencia del buen acuerdo entre algunos militantes cuya opinión pesaba en nuestros medios, en los grupos de la F. A. I., en los sindicatos de la C. N. T. y en la Prensa. Se tuvo la valentía de exponer la preocupación que a todos nos embargaba, coincidiendo en no oponernos al triunfo electoral de las izquierdas, porque al hundirlas a ellas nos hundíamos también nosotros mismos. Una opinión parecida a la nuestra (Cataluña) había surgido independientemente en otras regiones y la voz de los presos se hizo sentir elocuente y decisiva. Algunos de nosotros, como Durruti, que no entendía de sutilezas, comenzó a acon­sejar abiertamente la concurrencia a las urnas. Evitamos la repetición de la campaña electoral de noviembre de 1933 y con eso hicimos bastante.» El calificado líder trotskista Andrés Nin opinaba que el proletariado español «se había enriquecido con una experiencia que bien analizada bajo todos sus aspectos y con un espíritu crítico y sin intentar justificar sus actitudes, que han fracasado, servirá a la causa revolucionaria». La propaganda electoral de sindicalistas y anarquistas fue en su mayor parte escrita y siempre vitriólica. «La suerte del pueblo español —escribía Solidaridad Obrera (12 de febrero) — no se decidirá en las urnas, sino en la calle... El proletariado tiene que vivir vigilante y arma al brazo para luchar por sus derechos y para ganar para los productores el control de la producción y el consumo, fundando la sociedad de los libres y de los iguales.» Y pocos días después decía: «España es el único país donde el anarquismo se levanta como una promesa de grandes realizaciones... Pese a Lenin y a todos sus panegiristas, España va directamente a una revolución de tipo libertario; es decir, antiautoritaria y antiestatal.» A última hora (14 de febrero), el Comité Nacional de la C. N. T. publica un manifiesto en el que incita a los afiliados a votar: «Nosotros, que no defendemos a la República, pondremos a contribución todas las fuerzas de que disponemos para derrotar a los verdugos históricos del proletariado... Vale más prevenir con coraje, aun equivocándose, que lamentar por negligencia.»

Los republicanos tratan de neutralizar esta propaganda corrosiva con emplastos calmantes. Azaña en el mitin de Madrid (9 de febrero) define el Frente Popular como «una entidad política y superior a los partidos que la componen, que no tiene los fines particulares de cada partido, sino otros, mayores o menores; pero cosa distinta. Cuando esta coalición triunfe, añade, no valdrá decir que unos o los otros nos hemos conferido estos o aquellos encargos. Ninguno nos hemos conferido nada. Somos únicamente mandatarios del Cuerpo electoral». Pero, a la vez, anuncia que si se produce el triunfo, «de donde hemos salido dando portazos, no volveremos a entrar más que derribando puertas». «Este programa que nosotros hemos concebido no es un programa de desorden ni de subversión, sino de paz, de tolerancia y de progreso.» «Nadie, pues, tiene derecho a decir que hemos echado abajo los fundamentos de la sociedad española. El orden verdadero está ahí: la honestidad política y la decencia personal están ahí; el respeto a la Constitución y su aplicación a fondo, leal y sostenida, están ahí; la garantía del proletariado en sus derechos, en su trabajo, en sus libertades está ahí. En ninguna parte más, porque fuera de eso no hay más que desorden, tiranía, odio, injusticia y antirrepública».

En el mismo tono se expresaba Martínez Barrio ante los electores de Madrid (9 de febrero): «Lo que vamos a hacer es una obra conservadora... Nada menos que conseguir que las clases trabajadoras no pierdan la fe en la República y se incorporen a ella para la realización de sus destinos. Lo que no podemos hacer, es exigirles que en la República vean la meta de sus aspiraciones y de sus ideales. Tienen derecho a la conquista del poder político, y los demás, a inclinarnos respetuosos cuando la opinión se le otorgue.»

¿Qué tiene de común este lenguaje con las diatribas de Largo Caballero, o con la prosa de los periódicos revolucionarios? El Socialista, escribe (9 de febrero): «Estamos decididos a hacer en España lo que se ha hecho en Rusia. El plan del socialismo español y del comunismo ruso es el mismo. Ciertos detalles de aplicación del plan pueden cambiar, pero no los decretos fundamentales del mismo...» En lo cual coinciden plenamente con los comunistas. «Nos proponemos desarrollar el programa mínimo de la revolución democrática burguesa, hasta llegar al fin, para luego implantar una república lo mismo que en la Unión Soviética», declara José Díaz en su discurso en Madrid (n de febrero). En el programa electoral del partido comunista (Mundo Obrero, 3 de febrero) se decía: «Todas las masas labo­riosas y democráticas del país están en pie, unidas a la cabeza del prole­tariado para dar la batalla... Al grito de «¡No pasarán!», se dispone a luchar y a vencer... Se va a decidir el futuro y en qué forma y por qué cauce marchará el movimiento ascendente de los oprimidos... El partido comu­nista, en las elecciones, en el Parlamento, ante las masas, defenderá y luchará por el Gobierno obrero y campesino.»

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Lo más singular en la batalla electoral que iba a reñir España era la participación del Gobierno como tercero en discordia. Pórtela, no obstante, su largo aislamiento y su descrédito, creyó posible retornar a la política de antaño, la que él practicó. La fuerza del poder y sus prerrogativas valían por la mejor organización proselitista. Y con esta disposición ideó un par­tido-centro en el que supuso ingresarían la masa mesocrática, los deser­tores de otras filiaciones, los neutros simpatizantes con un Gobierno ecuá­nime, y en especial los náufragos del partido radical. El invento no era suyo; ya se le había ocurrido a Chapaprieta, en su momento de predominio, cuando vislumbraba la posibilidad de obtener el decreto de disolución. Incluso dio a conocer sus intenciones a la prensa. Pero el más ardiente partidario de este proyecto fue Alcalá Zamora, que sentía como nadie la necesidad de un partido estabilizador para sus combinaciones gubernamentales. Pórtela, experto en intrigas de camarillas, asimiló muy bien el pensamiento del Jefe del Estado y se dispuso a interpretarlo, lamentándose de que, debido a su edad —contaba setenta años— no poseyera los ánimos y arrestos que la empresa exigía.

Con todo, llegó a soñar con ser árbitro de una minoría de ochenta a cien diputados. Pronto comprendió que se excedía en sus cálculos, a pesar de que sus ministros, hermanos de secta y políticos a la deriva atraídos por los destellos del poder, le garantizaban el éxito. El Gobierno concretó sus propósitos en un manifiesto (28 de enero): «Las próximas elecciones, decía, deben decidir la senda y los destinos de la nación. Si hemos de caer en la guerra civil que unos anuncian, o en la revolución roja, que por el otro extremo nos amenaza, y si ha de continuar en colapso la conciencia de la colectividad o si, resueltamente, ha de sobreponerse ésta a la ceguera de los intereses partidistas, para afirmar un pensamiento nacional y una obra de pacificación y de reconstrucción nacional.»

Cuando se publicó el manifiesto, Pórtela ya había situado a muchos de sus candidatos en combinaciones, con quienes se prestaron a ello. Mala acogida por parte de la prensa tuvo el documento, anodino y plagado de lugares comunes. Únicamente Ahora lo elogió «como una apelación a la cordura y a la sensatez».

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La C. E. D. A. ganó en ímpetu y alardes propagandísticos a todos los partidos. A su experiencia, unía la colaboración de valiosos elementos téc­nicos que sabían conjuntar el cinematógrafo, la luminotecnia, el teléfono, la aviación y la publicidad mural. Tapizó la fachada de una casa de la Puerta del Sol con un cartel gigantesco: la efigie de Gil Robles campeaba sobre un océano de gente y la frase del Cardenal Cisneros: «Éstos son mis poderes». Otro letrero clamaba: «Dadme la mayoría absoluta y os daré una España grande.» Desde otro cartel, se gritaba: «¡A por los 300!», a sabiendas de cuán excesiva era la pretensión.

Millares de afiliados de Acción Popular, congregados en afanosas colmenas, colaboraban con ejemplar espíritu ciudadano en los trabajos electorales. Afluían los donativos que proveían a la organización de recursos para financiar la campaña espectacular y explosiva. Donante hubo —se decía que era una empresa minera— que entregó un millón de pesetas. Los candidatos no sosegaban y Gil Robles, con energía de atleta, invulnerable a la fatiga, en continua movilidad, parecía estar en todas partes. «Caudillo —escribía A B C (24 de enero) — que con sus admirables dotes, supo suscitar, reclutar y animar, el enorme ejército cívico.» Hablaba dos y tres veces al día a los más heterogéneos concursos y auxiliándose del teléfono y altavoces, podía ser escuchado a la vez en docenas de teatros, abarrotados de un público convencido antes de escucharle, que al solo anuncio de su nombre gritaba delirante: «¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe!.»

Después de largas reflexiones, la C. E. D. A. decidió no publicar ma­nifiesto. «¿Para qué necesito yo, para qué necesitan nuestros amigos un manifiesto que nos defina?», preguntaba Gil Robles en Toledo (23 de enero). El lema de la propaganda eran los postulados de Acción Popular y la consigna «Contra la revolución y sus cómplices», clara alusión a la protección dispensada por el Presidente de la República a los cabecillas de Octubre. Los cedistas y sus afines estaban persuadidos de que el recuerdo de las enormidades cometidas durante la revolución levantaría hasta las piedras. Se recordaba la frase de Gil Robles: «Para ganar las elecciones nos basta con exhibir fotografías de Asturias.» Por eso, el nervio de su propaganda consistió en dar la voz de alerta sobre el peligro de la revolución marxista y separatista, otra vez en pie, a la que había que vencer en las urnas. Los cedistas acudían en masa a los actos de propaganda electoral de su partido. Las demostraciones de Sevilla y Zaragoza fueron extraordinarias. En la capital aragonesa el público abarrotó dos frontones y el «Iris-Park». «Habrá amnistía —dijo Gil Robles — para todos los engañados, pero no para quienes organizaron la revolución.»

Al comienzo de la campaña no regateó sus acusaciones contra el Presidente de la República y por derivación contra Pórtela.

La realidad se impone. El frente de izquierda, al aglutinar elementos de toda la gama revolucionaria crecía, mientras las derechas se movían desunidas y sólo convinieron algunos pactos locales. El entendimiento de cedistas con monárquicos y radicales, resultaba difícil. La coalición con los primeros perjudicaba la reputación republicana de la C. E. D. A. y, además, encontraba la oposición de los líderes Lucia y Giménez Fernández. La compañía de los radicales —el «straperlo» era uno de los incitantes gritos de combate— les denigraba. Ni aquéllos ni éstos podrían ser futuros aliados en el Parlamento, y, en cambio, sí podrían serlo los centristas. Estos pensamientos le llevaron a Gil Robles a negociar con Pórtela, a quien en Lugo había llamado «tránsfuga vil». «Para mí, palabras de Gil Robles en Toledo, (23 de enero), comienzan las alianzas contrarrevolucionarias en el límite mismo en que acaban los contubernios revolucionarios; donde ellos concluyen comenzamos nosotros, para oponer una barrera infranqueable a la revolución.» «Ahí entran partidos de derecha, partidos beneméritos que podrán haber tenido con nosotros diferencias y discrepancias en la lucha de cada día, que podrán haber llegado en algunos momentos a extremos que yo tengo olvidados por completo. Son hombres que creen lo que yo creo, que aman lo que yo quiero y que están luchando por España y por Dios y para mí no hay dificultad ninguna en estrecharlos en un abrazo de hermanos.» «Muchas veces, comentaba A B C (24 de enero), hemos tenido que combatir y siempre con los respetos que su personalidad merece, al señor Gil Robles. Muchas más le hemos elogiado. Pero nunca hemos reproducido unas palabras suyas con mayor emoción y fervor de los que ponemos al transcribir las presentes.» «Sacrificio bien fuerte para nosotros ha sido, decía Gil Robles en Madrid (9 de febrero) el tener que renunciar en principio a puestos que, indudablemente, la opinión pública nos habría dado. Por eso hemos ido a coaliciones en donde era preciso. A muchas de esas alianzas hemos ido con plena satisfacción, a otras forzados por impe­rativo de las circunstancias. Hemos pactado alianzas variadísimas que al­canzan a todos los partidos que no hayan formado parte del frente revo­lucionario. Pero después del día 16 recobraremos nuestra independencia y personalidad en el orden programático y táctico, en el doctrinal y en el de la acción.» La impresión de Gil Robles quedaba reflejada en estas palabras: «Me siento orgulloso del espectáculo.» Se dirigía a la vez a correligionarios que abarrotaban cines y teatros de veintiséis provincias. «No se ha conocido, escribía El Debate (11 de febrero), espectáculo semejante.» «¿Qué partido político, preguntaba, sea el que sea, puede hacer el alarde magnífico que nosotros, recogiendo en su totalidad el sentimiento nacional de España, más pujante y más firme que nada para decir: ¡Aquí están los poderes de España? ¿Quién se atreve a derecha o izquierda, arriba o abajo, a enfrentarse con Acción Popular, que es enfrentarse con España? Vamos hacia el triunfo arrollador y aplastante.»

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Donde resultaba más difícil componer una candidatura de coalición era en Madrid, porque la presencia de monárquicos la daba un carácter antirrepublicano, lo cual disgustaba a los cedistas partidarios del régimen instituido. Vino a complicar más las cosas una declaración hecha por Calvo Sotelo en un mitin en Cáceres, en el que dio a entender que las derechas tenían acordado si triunfaban, convertir las Cortes en Constituyentes. No había semejante propósito, pero las izquierdas difundieron la especie, porque les favorecía. De las muchas entrevistas que se celebraban en Madrid, no salía nada en concreto. El marqués de Vega de Anzo, partidario acérrimo de la unión, congregó repetidas veces en su domicilio a los representantes de los partidos y, en cierto modo, gracias a él se logró, tras de larguísimas y laboriosas negociaciones, formar la candidatura por la capital de España con el título de «Frente Nacional Contrarrevolucionario». La exclusión de Falange de esta candidata la califica A. B. C. (14 de febrero) de «error estratégico y gran injusticia». «Es una notoria desestimación de los servicios que en holocausto de España y con generoso derroche de sangre juvenil han prodigado esas beneméritas fuerzas de choque en lucha por la paz pública.»

Tampoco a las izquierdas les fue nada fácil formar su candidatura para la capital de España, debido a la rivalidad de los grupos socialistas que se disputaron los puestos en reñidas votaciones en la Agrupación ma­drileña. De los 3.039 sufragios emitidos, Largo Caballero obtuvo 2.886, Besteiro logró 1.269, y sus compañeros en la candidatura reformista Saborit y Trifón Gómez, 421 y 368, respectivamente.

Monárquicos y tradicionalistas unidos realizaron una campaña electoral de tono muy optimista, porque daban por seguro el triunfo arrollante de las derechas. Renovación Española en un manifiesto a la opinión (14 de febrero) afirmaba que «la revolución será batida el día 16 en más de cuarenta y cinco provincias españolas». Y con respecto al futuro anunciaba: «Renovación Española exigirá en el nuevo Parlamento que los resultados de la lucha electoral se reflejen inmediatamente en la gobernación del país. Renovación Española procurará situar extramuros de la legalidad al socialismo revolucionario y al separatismo antiespañol...; la sustitución total de la Constitución de 1931...; la censura al Presidente de la República, que ha agotado ya la prerrogativa disolutoria y propugnará la organización de un nuevo Estado de bases corporativas y autoritarias, acabando con el mito del sufragio inorgánico.»

El manifiesto recogía las principales ideas difundidas por Calvo Sotelo en su campaña electoral, sobresaliente por la claridad, y audacia de su pensamiento político. De sus discursos destacan los pronunciados en los teatros Olimpia, Price y Bosque de Barcelona (19 de enero). «España, afirmaba, va a jugar a una carta y con baraja marcada por el banquero, todo lo que ha sido y todo lo que puede ser.» «Hay que admitir la posibilidad de que al día siguiente, España amanezca saludada por el resplandor rojo de la turbonada marxista triunfante, que hará cambiar de arriba abajo sus cimientos, su historia, su espiritualidad, su economía, su moral y todo su ser; y eso nunca, porque Dios no lo quiere y nosotros no lo permitiremos.» «Esa perspectiva es ya la proclamación del fracaso de un sistema, la pública expresión de que dentro de ese sistema será imposible que España considere asegurada su paz, su orden, su tranquilidad y su bienestar.» «Soy monárquico», declaraba. «Tengo la misma cédula política de mis mocedades. Nosotros concebimos la restauración de una Monarquía con la vuelta a las alturas de la nación de todo lo que era esencial, tradicional en aquella institución y nada de lo que era escoria; las camarillas palaciegas integradas por nobles que, salvo honrosísimas y abundantes excepciones, no supieron ser discretos en el favor ni arrogantes en la adversidad; y menos todavía aquella política vieja, que no podría venir nunca con nosotros, porque la ha recogido amorosamente en sus brazos la República.»

«Somos monárquicos —proseguía Calvo Sotelo—, porque creemos que la fórmula suprema de la responsabilidad política, si no la da la Monarquía no la da nadie, aunque otra cosa digan los tratados de los hombres de izquierda. La responsabilidad es incompatible con la democracia republicana, que significa dispersión. Somos monárquicos porque queremos europeizarnos, y es evidente la tendencia de Europa hacia la continuidad, la permanencia, la unidad de mando; cualidades monárquicas. Una última razón: somos monárquicos porque creemos que la Monarquía es la forma más perfecta para resolver los problemas de la autonomía. No quiero emplear razones propias, sino palabras y razones ajenas.» «En todos los Estados existen hechos diferenciales vigorosos; es la acción y la influencia del monarca lo que facilita la armónica convivencia de pueblos diferentes dentro de una misma unidad política. El Rey no es de algunos solamente; es de todos. No es el instrumento de una hegemonía, sino el lazo de una concordia. Es él quien hace que la unidad política pierda la frialdad y esterilidad de un pacto bilateral y tenga una base sentimental y efusiva, que los años y los ligámenes de los intereses y las penas y las glorias pasadas en común acaban por transformar en unidad efusiva, y se crea, espontáneamente, una fórmula de patriotismo común. ¿Quién dijo esto? Don Francisco Cambó en su libro Por la concordia. Nosotros creemos que la primera piedra puede ser, debe ser, la construcción del nuevo Estado, y cuando hayamos dado al Estado cimientos sólidos que entronquen con la tradición y la continuidad de mando, entonces será la hora de levantar el Trono, no sobre una base frágil y movediza que suponga una guerra civil como la que ahora divide a los españoles, sino sobre cimientos perdurables, indiscutibles y consistentes de ese Estado, que sería injusto llamarlo nuevo, porque es tan viejo que España dio con él un ejemplo al mundo. La Corona y la Cruz han de ser la cúpula que rematará el edificio.»

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En Cataluña, las izquierdas coaligadas, desde la Esquerra a los grupos más extremistas del marxismo, lucharán contra un bloque denominado «Frente Catalán de Orden», integrado por la Lliga Catalana, Acción Popular Catalana, monárquicos, tradicionalistas y radicales. La contienda ofrece las mismas características violentas que en el resto de España. «La victoria electoral, dice Cambó (9 de febrero) resolverá los grandes problemas planteados; ni se empiezan obras, ni se crean sociedades, ni se emprenden negocios... Si no se ganaran las elecciones, todos los problemas planteados se agravarían y complicarían.»

«Me habéis llamado —exclamaba Lerroux — y aquí estoy... España tiene planteado un problema que no es de régimen, sino de ser o no ser. Vamos unidos con nuestros adversarios, porque coincidimos con ellos en la defensa del patrimonio histórico y de todo lo que nos liga al mundo ci­vilizado. Me enorgullezco de haber ganado para el régimen la colaboración de la C. E. D. A. y de los agrarios, sin los cuales el régimen no hubiera podido subsistir. Prefiero a una República demagógica y comunista una República liberal y cristiana. Resuelto a todos los sacrificios, hago mía la plegaria del mártir cubano: ¡Cúmplase en mí tu voluntad, Dios mío!...»

Companys desde el penal de El Puerto de Santa María transmite este mensaje: «El pueblo catalán va a dictar sentencia sobre nuestra conducta del 6 de octubre.»

Los nacionalistas vascos presentan candidatura por las mayorías en Bilbao y en Guipúzcoa y van al copo en la provincia de Vizcaya, desligados de todo compromiso con otros partidos. Los carlistas luchan por la mayoría en Navarra, aliados con la C. E. D. A.

El cardenal Gomá, arzobispo de Toledo, a su regreso de Roma publica una Pastoral (28 de enero), en la que refiere las impresiones de su visita a la Ciudad Eterna y al Papa El Santo Padre le habló «en plano elevado», al margen de la actual contienda, sobre la necesidad de la unión de los católicos. En los actuales días de tan intensa agitación política, «que pueden ser decisivos para los intereses de Dios y de la patria», el Cardenal aconseja que la unión sea «fuerte, abnegada y generosa», y después de apelar a la conciencia de cada uno en beneficio de la unión, recuerda que todo católico «es libre de dar su nombre a cualquiera de los partidos políticos cuyo programa no sea contrario a las doctrinas de la Iglesia sobre la sociedad y la religión».

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El 9 de febrero se hace la proclamación de candidatos. En total, 1.025 para 473 puestos. La distribución es como sigue: Ceda, 180; Renovación Española, 32; tradicionalistas, 34; independientes, 13; radicales, 71; progresistas, 27; liberales demócratas, 8; agrarios, 33; republicanos-conservadores, 19; republicanos-independientes, 23; Lliga Catalana, 20; falangistas, 44; Centro, 89; Unión Republicana, 53; Izquierda Republicana, 106; socialistas, 123; comunistas, 23; sindicalistas, 1; Esquerra, 28; nacionalistas vascos, 12; galleguistas, 4; más otros indeterminados.

En los últimos días la propaganda alcanza temperatura de fiebre. España es un pueblo en delirio, al que se le conmina por todos los medios de convicción y persuasión —«furia de barbarie», la denomina Unamuno — a que se decida a jugarse la vida y el destino de la patria a una carta electoral. La atmósfera es de guerra civil y las elecciones, según un teórico del marxismo, la «guerra civil misma» reñida con votos, aunque en el ánimo de los electores está bien clavada la idea de que las divergencias que les separan son tan profundas que no podrán liquidarse en las urnas.

Cientos de mítines y conferencias, periódicos, revistas y hojas sueltas con titulares furiosos y prosa arrebatada; millares de agentes en busca del voto en las calles y en los domicilios; enloquecimiento colectivo, agitación epiléptica. La democracia desvela, apremia y envenena.

Las izquierdas clausuran la campaña con un mitin en el Teatro de la Zarzuela, retransmitido a cinco cines y al Ateneo de Madrid y a veinte salas de espectáculos en otras tantas capitales de provincias. Martínez Barrio, Largo Caballero y Azaña arengan a las muchedumbres enardecidas. También en esta ocasión la C. E. D. A. aventaja a sus contrarios. Gil Robles, pronuncia un discurso ante los micrófonos instalados en su despacho de Acción Popular, que es retransmitido a más de cuatrocientos teatros y cines de toda España, abarrotados de público. Como ya lo ha dicho otras veces en el curso de su propaganda, promete amnistía total «para los que purgan en las cárceles el engaño de que han sido víctimas; pero nunca para los cabecillas, directores y actores de la revolución».

Aquel alarde de masas inspira confianza en el triunfo, que El Debate (15 de febrero) espera «clamoroso, rotundo e indiscutible». «Nadie duda — escribe— de que las derechas a pesar del desgaste de una labor ingrata durante dos años largos, acrecentarán sus posiciones de modo que necesariamente han de convertirse en rectores de la política.» El conde de Romanones comparte este optimismo. «Cuento —declara a los periodistas — con la victoria de las derechas. Asoma ya una nueva claridad. La victoria corresponderá a las derechas, sin sombra de duda. Hasta en Madrid, capital, alcanzarán la mayoría. Y en toda España tienen asegurada la victoria.» José Antonio discrepa. En unas declaraciones a un redactor de Blanco y Negro (25 de diciembre de 1935) afirma: «No creo que triunfen las derechas.» Sobre la composición del Parlamento emite el siguiente pronóstico: nacionalistas regionales, 60; centro, 100; derechas, 140; izquierdas, 170. El dinero, siempre bien informado, cree en la derrota de la revolución. La Bolsa sube.

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Pórtela, cierra el período electoral con unas palabras radiadas. Define a España como una democracia en marcha, en plenitud de su función. La campaña electoral se ha desarrollado sin graves perturbaciones. El Gobierno garantizará el orden y la libertad de sufragio.

En efecto; dado el clima pasional, los choques han sido pocos y siempre en torno a la propaganda cartelera. Estas disputas han costado media docena de muertos y unos treinta heridos en toda España. Para garantizar la tranquilidad de la elección, Pórtela cuenta, según dice, con 34.000 guardias civiles y 17.000 de Seguridad y Asalto en todo el país, más la policía. Sólo en Madrid con 7.500 guardias y 1.600 policías.

No obstante lo cual, rumores de próximos graves acontecimientos lo invaden todo. «El miedo, dice el Director General de Seguridad, da tono al ambiente. Más que miedo es pánico. Todo el mundo pide licencia de armas. Todos quieren vigilancia y custodia: más que una lucha electoral, parece que se prepara una caza de hombres.»

¿Qué desgracias presiente el ciudadano español para temblar ante unas elecciones en las que va a ejercitar su soberanía? ¿Por qué busca una pistola con preferencia a una papeleta de elector?

 

CAPÍTULO 76

EL FRENTE POPULAR SE ATRIBUYE EL TRIUNFO ELECTORAL

 

LA PRIMERA NOTICIA OFICIAL ANUNCIA LA VICTORIA DE LA ESQUERRA EN TODA CATALUÑA. — APENAS TERMINADA LA ELECCIÓN, GRUPOS DE REVOLUCIONARIOS JUBILOSOS LLENAN LA PUERTA DEL SOL, DE MADRID. — EN MUCHAS CAPITALES Y PUEBLOS SE PRODUCEN DESÓRDENES. — ALGUNOS GOBERNADORES ABANDONAN SUS PUESTOS. — EL CONSEJO DE MINISTROS, REUNIDO EN PALACIO, ACUERDA DECLARAR EL ESTADO DE ALARMA EN ESPAÑA. — EL PRESIDENTE DEL CONSEJO, AUTORIZADO PARA PROCLAMAR EL ESTADO DE GUERRA. — LA SITUACIÓN SE AGRAVA EN MADRID Y PROVINCIAS. — LOS DATOS OFICIALES DAN UN RESULTADO EQUILIBRADO ENTRE DERECHAS E IZQUIERDAS. — ENTREVISTA DEL GENERAL FRANCO CON EL JEFE DEL GOBIERNO. — PÓRTELA PIDE A LOS REPRESENTANTES DEL FRENTE POPULAR QUE OCUPEN EL PODER SIN PÉRDIDA DE TIEMPO. — SE NIEGA A PROCLAMAR EL ESTADO DE GUERRA Y DIMITE LA JEFATURA DEL GOBIERNO ANTE EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA.