REINADO DE CARLOS IVCAPÍTULO IX.CAMPAÑA DE 1794 EN LOS PIRINEOS OCCIDENTALES
Por más que el general
Caro conociese perfectamente las condiciones del ejército que había regido en
la campaña anterior y del que sólo una corta ausencia le tuvo separado, la
indispensable para las conferencias a que antes aludimos, celebradas en
Madrid, aún tenía que detenerse a revistarlo, atender a su reorganización con
nuevos recursos que pudiera allegar y a su establecimiento también en los
puestos que creyese más convenientes según los distintos que hallara ocupando
al enemigo. Habíansele prometido refuerzos
suficientes para mantener con honra la futura campaña, de los que proporcionara
la tan decantada quinta de 40.000 hombres, que parecían deberse multiplicar
indefinidamente según iban ofreciéndose por el gobierno á los generales que
mandaban en la frontera, como sobrados casi para la misión, en unos ofensiva y
en otros de mera defensa, que se les había encomendado. Llegaban efectivamente
algunos a sus respectivos campos; pero lo hacían en fracciones tan diminutas y
en tal estado respecto a su vestuario, armamento e instrucción, que bien se
observaba no servirían para nada que pudiera asemejarse a una función de
guerra. Esto no había de escaparse al talento y la experiencia de Caro; así es
que desde el día de su llegada al ejército comenzó á reclamar del gobierno el
cumplimiento de las ofertas que se le habían hecho, y de las autoridades de las
provincias en que iba á operar el auxilio que él consideraba tenían obligación
de prestarle en tan apremiantes y solemnes circunstancias.
El ministro de la Guerra,
mejor dicho, Godoy, puesto que nada se hacia sin su consulta y asenso, no le
proporcionaba o no podía enviarle esos refuerzos, y las juntas forales de las
Provincias Vascongadas se resistían a concederle más de los que ya habían
puesto a su disposición.
El año anterior operaron
en la frontera y en unión con el ejército, aunque alternativamente, tres
tercios guipuzcoanos, a los que después se agregó un batallón de voluntarios
de la misma provincia, que tuvo la fortuna de distinguirse en la acción del 5
de Febrero atacando la batería francesa de Tellatueta,
frente a Irún, mandado por sus comandantes, los después tan célebres generales Areízaga y Mendizábal. Pero en la primavera de 1794 la
desproporción de fuerzas entre los beligerantes obligaba a Caro a solicitar de
Guipúzcoa y Vizcaya nuevos sacrificios, difíciles de hacer, en verdad, por
pueblos tan escasos de vecindario y que, por otra parte, se consideraban por
sus fueros exentos de las cargas y sobre todo de la forma en que se exigían a
los demás de la monarquía española. La necesidad en aquel general, que ya
andaba a las manos con los Franceses, y la prevención con que Godoy vela los
fueros, atizada, según haremos luego observar, por agentes oficiosos que tenía
en aquella frontera, produjeron los rozamientos que acabarían por abrir un
abismo entre algunos de los prohombres de aquella tierra y el gobierno de
Madrid, con descrédito lamentable para todos y deservicio de la nación.
Vizcaya envió alguna
gente, solicitada también por Caro; pero las tres provincias reunidas nunca
podrían mandar la que aquel general necesitaba si había de poner el ejército en
disposición de hacer frente con éxito al francés que cubría la frontera. Todo
cuanto logró juntar no pasaba de unos 20.000 hombres de todas armas, dispersos
muchos en línea tan dilatada, por más. que Caro procuró tener siempre a la mano
y reconcentrada fuerza capaz de emprender o de
resistir una acción general de alguna importancia. El hombre que tenía y
proclamaba por axioma el sabio y conocido de que vale más poca fuerza bien
disciplinada que mucha sin esta cualidad, se encontró al comenzar la campaña
de 1794 con muy poca para las atenciones que estaba llamado á cubrir, y ésa, en
gran parte, mal armada y sin la instrucción apetecible.
De modo que todo el
aumento que tuvo el ejército para la nueva campaña consistió en dos batallones
que le fueron enviados de Aragón, organizados apenas, y más tarde el de algunos
voluntarios navarros que mandó Colomera.
El ejército El ejército
francés, por el contrario, había recibido considerables refuerzos. Además de
los muchos conscriptos que le llegaban diariamente procedentes del armamento
general y, según dijimos en el capítulo VII, se organizaban e instruían en los
cuarteles próximos, se le incorporaron hasta 15 batallones enviados desde La
Vendée, el alzamiento de cuya provincia parecía por entonces dominado. Puede
sin exageración calcularse en 60.000 el número de los soldados de todas armas
que iban á tomar parte en la futura y ya próxima invasión de España.
La acción del 5 de Febrero
había puesto en alarma las posiciones francesas, y el general Frégeville, que
mandaba las próximas a Irún, las proporcionó aumentos considerables en sus
obras de fortificación, guarniciones y armamento, más que suficientes para su
defensa; haciendo además ejercer en toda su línea una vigilancia que, por lo
exquisita, contribuyó no poco á la tranquilidad que pudo observarse en el
resto del invierno, impuesta también por la ausencia de Caro. Es verdad que la
paz de los campamentos suele entrañar la lucha sorda, pero no poco violenta,
de las ambiciones personales de quienes los ocupan; y en los Franceses del
Bidasoa o Bayona se recrudeció esa lucha entre los representantes del pueblo,
los generales y jefes del ejército, los aduladores o favoritos de unos y otros.
Al comprender, sin embargo, por la aproximación de la primavera que se
romperían muy pronto las hostilidades con los Españoles, se restableció la
concordia, aunque después de haber vencido los emisarios de la Convención que, a
vuelta de destituciones y relevos, dispusieron de los destinos superiores del
ejército según su voluntad o capricho. Así, entre otros, se vio destituido el
general Dubouquet, a quien relevó Delalain,
cuyo puesto ocupaba pocos días después el general Mauco.
También las posiciones del
interior recibieron aumento en sus obras defensivas y guarniciones, y se
formaron además nuevos campos como el de Menta, por ejemplo, dominando la
aldea de Sare, y otros más, desde los cuales se
proyectaba penetrar en nuestro país y destruir los principales
establecimientos militares y fabriles que teníamos cerca de la frontera.
Tal era la situación de
los beligerantes cuando el general Caro volvió á tomar el mando del ejército,
si sintiendo la falta de recursos para mantener la campaña, ofrecidos por
Godoy, no por el ministro de la Guerra, más sincero y leal, resignándose a
hacer todo género de esfuerzos antes de presentar la dimisión de su cargo, no
pocas veces anunciada al favorito durante su estancia en la corte. Consecuente
con su sistema de agresiones continuas sobre el territorio enemigo, quiso, no
sólo escarmentar los rebatos que los Franceses verificaban sobre nuestros
pueblos fronterizos, sino castigarlos rudamente con una acción enérgica que los
contuviera por algún tiempo. Y combinándola con la del marqués de Saint-Simon, que con sus emigrados cubría a Eugui desde el límite
meridional de los Alduides, apoyado en su flanco
izquierdo por las fuerzas del Baztán, Caro, desde Burguete y Roncesvalles, se
dirigió en los últimos días de Abril a Saint-Michel, posición muy próxima a
Saint-Jean-Pied de Port, desde la que protegería
todos los movimientos que el general Masdeu emprendiese sobre Arnegui y el conde de la Cañada Ibáñez,
desde Orbaiceta, sobre la frontera que tenía delante.
La operación resultó como
se la había propuesto Caro. Su objeto era hacer un gran escarmiento en un
territorio del que todos los días salían expediciones contra el nuestro para
quemar o arrasar las propiedades de mayor precio; y el conde de la Cañada entró
muy adentro de Francia. Masdeu ocupó y después
incendió los pueblos de Arnegui y Anderola,
retirándose luego todos con su general en jefe, que los fue protegiendo de las
reacciones de los republicanos en el mejor orden y con bajas insignificantes.
No así el conde de Saint-Simón, que desembocando la noche del 26 en Alduides y después de arrollar los puestos franceses hasta
los de Irameñaca y Aróla,
donde halló concentrada una gran fuerza enemiga de los por él batidos y de los
fugitivos de Arnegui, hubo de retirarse, pero no sin
que, cortado y flanqueado por el después general Harispe,
tan popular entre los Vascos franceses, experimentase un número considerable de
bajas en sus valientes legionarios.
Pasaron de 400 las casas y
granjas quemadas, castigo rudo, pero justo, que restableció la calma en la
frontera por algún tiempo; pues aun cuando un mes después quiso el general Mauco vengarlo en Irati, se volvieron sus tropas sin
obtener otro resultado que el de haber sido rechazadas, con pérdida de sus
ilusiones, con la más grave de mucha de su gente y la del jefe de la expedición Dupeyrous.
Pero esa calma era, como
si dijéramos, el momento de reposo y de preparación para la grande y decisiva
jornada que se habían propuesto emprender los generales franceses en aquella
frontera, estimulados por el éxito obtenido por sus camaradas de los Pirineos
orientales.
La victoria sonreía con
sus favores a la República en todas las fronteras, y sólo en la española se los
negaba hasta entonces. Érale, de consiguiente, necesario y urgente hacer un
esfuerzo para atraérselos, y no lo escasearía, enviando tropas y tropas de
cuantas partes comprendiera poderlas sacar. El ejército, además, que allí
peleaba, comprometido a no desmerecer del concepto de los demás, ardía en
deseos de señalarse también, avergonzado de las repetidas intimaciones que la
Convención dirigía a los generales, celosa de completar aquella serie de
triunfos que en su sentir acabarían por dar a su gobierno la solidez que tan
necesaria le era para ser reconocido y respetado por todas las potencias,
enemigas o neutrales hasta entonces. Bien observada la frontera, no podían
escaparse a la penetración de Caro los síntomas precursores de una irrupción en
el territorio español que él mandaba, irrupción que las tropas de su mando no
se hallarían en estado de impedir por lo corto de su número principalmente. Ya
en Madrid, lo hemos dicho varias veces, había hecho ver eso y solicitado
refuerzos con toda premura y el mayor empeño, augurando, si no se le daban, un
resultado funesto y ofreciendo su dimisión para no sentirlo y menos
presenciarlo. Sólo a fuerza de promesas de esos refuerzos y de todo género de
recursos para desvanecer sus temores, hechos por Godoy pero no confirmados,
según ya dijimos, por Campo Alange, se había resignado a volver al ejército, en
el cual pronto pudo convencerse de que las tales ofertas eran lazos que el
favorito le tendía para vencer sus escrúpulos.
Una vez en la frontera y
viéndose engañado, procuró sacar recursos del mismo país en que operaba, y se
dirigió, también lo hemos dicho, a las diputaciones forales de las Provincias
Vascongadas, exigiéndoles lo que consideraba él como cumplimiento de los
deberes que les imponían sus propias leyes en las excepcionales circunstancias
en que se hallaban.
Si contáramos con mayor
espacio que el propio de una historia general, podríamos con la correspondencia
de Caro y la diputación de Guipúzcoa a la mano discutir y juzgar la conducta de
aquella provincia que, sin los accidentes después que la afectaron, más por la
de sus mandatarios que por la de sus naturales, podría muy bien defenderse, ya
que por su exigua población y su pobreza estaba incapaz de resistir el huracán
de que se veía amenazada y que iba a descargar muy pronto sobre ella. Tenía
Guipúzcoa 6.000 hombres próximamente sobre las armas y las que pudiéramos
llamar sus reservas, dispuestas a concentrarse en algunas de las poblaciones
más importantes próximas a la frontera para el caso de que fuese invadido el
país; había nombrado por jefe o coronel de todas esas fuerzas, aunque no
llegaron a ponerse a su frente, dos de sus más autorizados representantes, los
marqueses de Valmediano y Santa Cruz; hizo preparativos además respecto a armamento
y fortificaciones que revelaban la voluntad de defenderse; pero la prevención
que abrigaba el general Caro respecto a aquellas provincias, el mantenimiento
de cuyas exenciones tomaba por despego á la causa de la nación, y la que
mostraba el gobierno, su primer ministro particularmente, que creía
descargarse de la inmensa responsabilidad que el ejército y los generales
debían hacer pesar sobre él con echarla sobre las autoridades forales, creó una
tirantez de relaciones muy perjudicial entre todos. Y sucedió lo que a los
conejos de la fábula, que, entre sí tocaba a unos o a otros defender la
frontera, la asaltaron los Franceses, que así pudieron aprovecharse de la
flaqueza de fuerzas en que se hallaba el ejército y de la indiferencia con que
los vieron llegar a las puertas de sus casas y fortalezas los malaconsejados
prohombres de Guipúzcoa.
Caro, sin
embargo, previendo la posición tristísima en que iba a encontrarse y sin dejar
día en que no comunicara sus temores y quejas al gobierno, quiso hacer un
esfuerzo, con el cual, si no alcanzaba a detener la invasión, que bien veía era
inevitable, dejase a salvo su propio honor y el de las tropas, ejecutando antes
un movimiento ofensivo, tan propio de su carácter enérgico y de las
convicciones militares que abrigaba. Y el 23 de Junio atacó todos los puestos
enemigos fronteros al Bidasoa, desde el campo de Vera hasta la desembocadura de
aquel río en el mar. La empresa era a todas luces temeraria pero hábil. El
general Escalante asaltó con fortuna la posición de Mándale y así pudo llegar
hasta el Calvario de Urrugne; Romana tomó las del
Diamante y Montvert, a pesar de la obstinadísima
resistencia que le opusieron los Franceses que las ocupaban; y la Croix des Bouquets cayó en poder del coronel Comesfort,
apoyado en su izquierda por el general Gil y algunas lanchas cañoneras. Los
republicanos, sorprendidos al pronto por tan imprevisto asalto, no tenían sino
tocar al arma para obtener inmediatamente una superioridad numérica
incontrarrestable; y así, a las pocas horas de comenzado el combate, los
Españoles pensaron en retirarse a su línea que, por lo mismo de haber avanzado
tanto, se hallaba ya muy comprometida. La jornada resultó muy gloriosa para
nuestras tropas que, vencedoras y sin recibir aún refuerzo alguno sus enemigos,
se habrían vuelto a sus campamentos conseguido el objeto que su general en jefe
se había propuesto de hacer un alarde de audacia que contuviera á los más
impacientes de los republicanos en sus proyectos de una invasión inmediata en
España. Con decir que del campo de los Sans-Culottes se sacó un refuerzo muy numeroso; que el general Frégeville tuvo que cuidarse
personalmente de recoger y reorganizar los distintos destacamentos que huían de
los Españoles, y que el mismo Muller acudió al campo
de batalla al frente de 6 ú 8.000 hombres sacados de la línea de posiciones que
ocupaba de San Juan de Luz al Bidasoa, se comprenderá que el movimiento
ofensivo de Caro surtió todo el efecto que podía haberse deseado.
A ese combate debe
atribuirse que, en vez de admitírsele la dimisión que tantas veces había enviado
a Madrid, se le llamara de nuevo para convencerle de que la retirara; pero ni
las reflexiones de Godoy ni los ruegos del Rey lograron hacerle desistir de una
resolución de que, en su concepto, dependía su honra militar.
Fue nombrado para
sustituirle en el mando del ejército D. Martín Álvarez de Sotomayor, conde de
Colomera, virrey, según ya dijimos, de Navarra, veterano de las guerras de
Italia y asistente a las de Rusia con Polonia y Suecia, brigadier en la de
Portugal de 1762 y teniente general en el sitio de Gibraltar, cuyos trabajos
ejecutó hasta la llegada de Crillón, honrado, en fin,
por tan largos y meritorios servicios con la gran cruz de Carlos III, primera
de las concedidas a los generales, la llave de gentilhombre y el condado de
Colomera, del nombre de una fortaleza conquistada por su octavo abuelo en las
guerras de Granada. Era persona de grandes conocimientos militares, adquiridos
con el estudio concienzudo que había hecho en las campañas ya citadas y en la
escuela del ejército prusiano, cuya táctica principió a implantar en el
nuestro al advenimiento de Carlos III al trono español. Ni su avanzada edad, ya
de más de 70 años, puesto que había nacido en 1723, ni las heridas que recibió
en Italia, nunca completamente curadas, y los achaques inherentes a tantos
trabajos como los que había pasado, le impidieron, al aceptar el mando que
ahora se le confiaba, el demostrar las fuerzas que atesoran el patriotismo y el
amor propio de quien tales sacrificios llevaba hechos por uno y otro de esos
nobles sentimientos.
Era, sin
embargo, más aún que temeraria la lucha que iba a mantener, aumentando por días
fuerza los Franceses con los batallones que les llegaban de la Vendée y el
Norte, todos aguerridos y metiendo en sus filas a los reclutas que se les
agregaban para en ellas comunicarles su disciplina y solidez. No había, pues,
que esperar de Colomera el mejoramiento de la situación militar de sus tropas
en aquella frontera: así es que tras de algunos choques, como los de hasta
entonces, de poca importancia y de puesto a puesto que habían tenido lugar
entre Franceses y Españoles desde la llegada de aquel general al ejército, no
tardó en hacerse sentir uno así como nuncio de los proyectos ya decisivos del
enemigo al considerarse con fuerzas suficientes para la invasión de nuestro
territorio. Era dueño de las posiciones que ofrecen los Alduides sobre el Baztán, los collados principalmente de Berderitz e Izpegui, conquistados en los primeros días de
Junio, y del de Maya, desde el que, como de los otros, se desciende en poco
tiempo a la hoya donde se forma el Bidasoa, cuyas aguas bañan allí Errazu,
Arizcun y Elizondo, puntos los más importantes de ella. Pero había uno, el de Arquinzun, inmediato a Berderitz,
que aún servía de lazo de unión entre las posiciones ya indicadas del Baztán y
las de Eugui y Burguete en el ala derecha de la línea española, y a él se
dirigieron los Franceses para cortarla y, al hacerlo, amenazar también el valle
de Zubiri hasta las inmediaciones de Pamplona. Mandaba en Arquinzun el marqués de Saint-Simon con sólo 1.600 hombres de
su legión y del regimiento de Zamora, que mal podrían resistir a más de 5.000
con que los atacó el ya general Moncey en la mañana del 10 de Julio. Y hubieran
caído todos en poder de los Franceses con su valeroso jefe, a quien salvaron
sus soldados cuando herido gravemente se hallaban ya aquellos junto a él, sin
la precipitación en el ataque del puesto español, que no dio tiempo a Latour-d’Auvergne para acabar el movimiento envolvente de que se
le encargó a la cabeza de 20 compañías de granaderos con que se había unido el
día anterior a Moncey.
Desde aquella jornada
quedaron los Franceses dueños de bajar cuando quisieran al Baztán y coger de
flanco todas las posiciones ocupadas por los Españoles en la derecha del
Bidasoa. Tal era, sin embargo, la parsimonia de que tantas pruebas llevaban
dadas los Franceses en aquella campaña, a pesar de la superioridad de sus
fuerzas, que aún tardaron varios días en emprender la que habría necesariamente
de resultar acción decisiva para la suerte de las armas de ambas naciones
contendientes.
El 25 de Julio, con
efecto, después de 16 días empleados en todo género de preparativos y en inculcar
a sus tenientes la idea y los procedimientos más oportunos para la invasión de
nuestro territorio, el general Muller pasó a
ejecutar la gran maniobra combinada que habría de facilitársela. Disponía de
más de 57.000 hombres de todas armas para combatir a unos 20.000, de los que
sólo 8.000 de tropas del ejército regular; y le era, por consiguiente, dable
dividirlos en varias columnas que, no sólo amenazasen, sino que acometiesen con
fuerza, más que sobrada, los puestos y campos guarnecidos por los Españoles en
línea tan extensa como la que debían defender. Una concentración rápida de
nuestros compatriotas sobre el punto más importante o más amenazado de la
frontera, podría equilibrar las fuerzas y neutralizar la acción de los enemigos
en él; pero ¿cuál sería ese punto y cómo arriesgarse a desguarnecer los demás
en el resto de la línea, por donde Muller haría
penetrar inmediatamente las otras columnas, todas abocadas a los pasos que así
quedarían completamente abiertos? Aun de ese modo, hubiérase hecho necesaria una victoria muy decisiva, difícil en aquellas montañas, para
que resultaran envueltas esas columnas y se vieran en la necesidad de
pronunciarse en una nueva retirada que las imposibilitara por mucho tiempo para
repetir con mejor éxito su proyectada invasión. Esos arranques y el hacerlos
con fortuna tocan a un hombre de guerra de genio verdaderamente excepcional y
en teatros y en condiciones muy diferentes del en que operaba y con que podía
contar el conde de Colomera, si valiente y experto, anciano y sin esperanza de
verse secundado por nadie en las esferas del gobierno ni de un pueblo, cansado
ya de una lucha de más de un año, devastadora y estéril.
El terreno más peligroso
para la defensa de aquellos lugares fronterizos es el de los Alduides que, formando un entrante encumbradísimo y muy
pronunciado, flanquea por su parte oriental todo Valcarlos,
y por la occidental, según acabamos de decir, las posiciones del valle del
Baztán; esto es, la línea del Bidasoa en toda su longitud. Por los Alduides, pues, asomaron las columnas de Moncey que,
después de apoderarse de los collados de Berderitz e Izpegui, que habían vuelto a ocupar los nuestros en aquel
espacio de los 16 días de inacción de los Franceses, las lanzó, en combinación
unas de otras, sobre Errazu y Arizcun, donde hallaron alguna resistencia,
vencida luego, más que con la artillería que a fuerza de brazo lograron les
acompañase, con la amenaza de la división Laborde que, apoderado de Maya,
descendió al Bidasoa en apoyo de sus camaradas de Moncey. Los Españoles
tuvieron que retirarse a Elizondo y de allí á Santisteban, aunque con gran
dificultad porque, coronado por los republicanos el monte Atchiola,
que domina todo el camino, tuvieron que abrirse el largo y difícil paso, que
así se les disputaba, con la artillería y la impedimenta que es de suponer
después de un año de posesión de todo aquel territorio .
Sabido el suceso, el
general Dessein, que mandaba la columna francesa del
centro, atacó los reductos de Commisari y Santa
Bárbara, de los que se hizo dueño después de una porfiada resistencia que le
opusieron las fuerzas que en ellos había hasta que, abrumadas por el número de
los enemigos y consumidas sus municiones, se entregaron, costando no poco a un
oficial francés salvar la vida a Cagigaf que, por lo
rubio de sus cabellos y dulce de su fisonomía, fue tomado por uno de los
legitimistas que combatían en nuestro campo. Ya no era posible mantener las
posiciones de Vera y de Biriatou que, como las de
todo el valle de Lerín, fueron evacuadas, retirándose la mayor parte de los
Españoles hacia Irún, y la menor por el camino que de Donamaría conduce a la meseta de Navarra, para, a lo menos, cubrir desde lo alto de la
cordillera las avenidas en aquella parte de la plaza de Pamplona.
Aún tardó algunos días en
proseguir el ejército invasor su marcha victoriosa para concertar sin duda el
gran movimiento que proyectaba sobre San Marcial con la división Frégeville
que debía atacar de frente aquel formidable campo, centro de las operaciones de
los Españoles. Y el día 2 de Agosto, en efecto, aparecieron las tropas de Moncey
y Laborde en el monte Aya a retaguardia y dominando
a San Marcial, mientras Frégeville y Dessein,
cruzando el Bidasoa por encima de Behovia, cogían a
su vez de flanco la posición española. Imposible la resistencia ante fuerzas
tan numerosas y tan hábilmente dirigidas; los Españoles no la intentaron
siquiera y, desfilando por la carretera de Oyarzun, lograron evitar el que los
Franceses de Aya les cortasen la retirada,
estableciéndose por lo pronto en Hernani, de donde podrían atender al
sostenimiento de la próxima plaza de San Sebastián. Ya intentaron los republicanos
interrumpir la marcha de los Españoles bajando a Oyarzun, pero se lo impidió
nuestra retaguardia que, a pesar de haberse volado a su paso con estrépito
horrible y gran estrago un depósito de pólvora, los contuvo con una sangre fría
que valió a los varios regimientos que la componían un escudo de honor que se
aplicó á sus banderas. Tampoco pudo sostener Colomera la posición de Hernani:
las masas francesas que se iban presentando a su frente aumentaban sin cesar,
y la noticia de la rendición de Fuenterrabía le hizo retroceder a Tolosa, punto
de bifurcación de la carretera general y la de Navarra, estratégico y de importancia
por consiguiente, pero que luego tendría también que abandonar para cubrirse
con el Deva, siquiera humilde y vadeable por todas partes.
¿Qué había pasado en
Fuenterrabía y qué sucedió tres días después, el 4 de Agosto, en San Sebastián
para que se entregaran al enemigo sin resistencia alguna? Porque si es verdad
que Fuenterrabía llevaba de bombardeo desde el 25 de Julio, en que comenzaron
las operaciones de la invasión de los Franceses, hasta el 1 del mes siguiente,
en que Laborde cruzó el Bidasoa, ese bombardeo era desde la orilla opuesta,
ineficaz, por lo tanto, para la conquista de punto tan fuerte, morada de un pueblo
orgulloso, y con justicia, de tantas otras agresiones más rudas quizás y
tremebundas.
Un escritor guipuzcoano,
D. Nicolás Soraluce, celoso como nadie por sacar a salvo el honor de su país en
aquella catástrofe, incansable también en la tarea de buscar expedientes para
lograrlo, no consiguió, sin embargo, en su obra acerca de los Fueros de aquella
provincia, ofrecer a sus lectores un cuadro que pudiera satisfacerles por completo.
Con decir que la guarnición de Fuenterrabía era de 2.000 hombres de tropa,
además de la gente armada del pueblo, cree el Sr. Soraluce que la culpa de la
rendición no podía ser de otro que del gobernador militar. Pero es el caso que
aquella fuerza no pasaba de 600 u 800 soldados, y esos formando los depósitos
de diversos regimientos que operaban en el territorio inmediato, que es tanto
como decir que carecían de las condiciones más necesarias para pelear cual era
necesario en tales circunstancias.
¿Cómo el conde de Colomera
había de inutilizar así 2.000 hombres cuando tanta falta le hacían en el
ejército de operaciones?
Respecto a la entrega de
San Sebastián, el Sr. Soraluce aduce razonamientos del todo opuestos. Allí no
había las fuerzas de línea necesarias; reduciéndose a tres batallones, muy
mermados de fuerza y, aun así, uno de ellos todo de quintos, los que debían
defender la plaza y su castillo. Hubo más, según aquel historiador: la gran
mayoría del paisanaje armada del pueblo y sus inmediaciones se negó a
encerrarse en la plaza, alejándose de ella a la aproximación de los enemigos.
La responsabilidad de la
rendición de aquellos puntos recae, pues, gravísima en el pueblo como en los
jefes militares; y, sin relevar a éstos de ella, puede exigirse también a las
autoridades locales que, olvidando la gran parte de gloria adquirida en
ocasiones anteriores, manifestaron en ésta un desánimo y una falta de
patriotismo, poco dignos de la raza vasca y de que se han aprovechado para rebajarla
los enemigos o envidiosos de sus peculiares instituciones. Lo que hay de
verdad es que, aun haciendo Guipúzcoa esfuerzos para sostener aquella guerra,
superiores a los medios con que podía contar en su pobreza y falta de población,
lo largo de la contienda, los estragos sufridos por los pueblos de la frontera,
los de que tenían que resentirse el comercio y la industria, no escasos allí, y
el espectáculo de las últimas derrotas de nuestro ejército esparcieron el
pánico en el país y, sobre todo, en sus autoridades, a las que sirvieron de
pretexto, para mejor disimularlo, los rozamientos que habían tenido por más de
un año con el general en jefe y el gobierno supremo, al exigir el cumplimiento
riguroso de sus antiguas y venerandas franquicias.
No se habían descuidado
los Franceses en fomentar el disgusto de los Guipuzcoanos por medio de
emisarios, con la introducción de libros y proclamas y hasta con la propaganda
de los mismos prisioneros que hacían nuestras tropas, a punto de mediar ofertas
de un estado de independencia que los republicanos se apresuraron a negar tan
pronto como obtuvieron el triunfo que con ellas buscaban. Los diputados que,
después de abandonar San Sebastián para establecer sus juntas en Hernani y
Tolosa, se trasladaron, por fin, a Guetaria, debieron mecerse en la esperanza
de fundar un gobierno independiente de España y Francia, una pequeña Suiza que
sirviera de valla de separación entre las dos naciones por aquella parte de su
frontera y hasta fortificara los lazos de su unión tan estrechos durante casi
todo aquel siglo. Y lo prueban, por más que otra cosa digan escritores que así
creen dar muestras de su patriotismo de vascongados, documentos que nunca podrá
desmentir una crítica rigurosa y concienzudamente histórica. Las relaciones
entre la junta de Guetaria y los representantes de la Convención, Pinet y Cavaignac, son conocidas; y ante la elocuencia de
los datos que suministran, no hay sino reconocer que la provincia de Guipúzcoa
tenía entonces a su cabeza gentes que no supieron corresponder a la confianza
ni inspirarse en el espíritu de sus administrados, que muy luego veremos que se
reveló todo lo digno y patriótico que debía esperarse. Porque desde los
primeros días de la ocupación francesa se ve al pueblo de San Sebastián sometido
a una dictadura tan violenta, que hace suponer, para honra de los habitantes,
la repugnancia que inmediatamente comenzaron a sentir hacia sus dominadores,
con el rubor también de su debilidad, tan encendido como el de los soldados de
la guarnición al rendir las armas en la explanada del frente de la plaza. En
unos y otros cabía una de esas resoluciones que antes y después se han hecho
frecuentes en nuestro país, la de sobreponerse a la autoridad para sacar a
salvo el honor de la nación: el estado de los ánimos, sin embargo, tal como lo
acabamos de poner de manifiesto en los Guipuzcoanos, y la disciplina en las tropas
produjeron aquel bochorno, sólo comparable con el que tardó poco en mancillar
nuestras glorias en la fortaleza de San Fernando de Figueras.
En San Sebastián organizó Pinet una Comisión municipal y de vigilancia, compuesta de
algunos Franceses y otros Españoles, cuyos nombres no queremos recordar, ya que
no desdeñaron la tarea de administrar a sus convecinos bajo la inspiración o la
férula del feroz procónsul y aun de recibir la gratificación que por entonces
se daba á los ediles de su categoría en Francia. No debió aceptarla de grado el
pueblo; porque, así en las disposiciones de los representantes franceses como
en las actas de la Comisión puede observarse esa tendencia repulsiva del pueblo
a obedecer preceptos que seguramente no estaban conformes con los fueros, de
cuyo goce tanto se cuidaban pocos días antes frente al gobierno español y sus
delegados. Se dictaron órdenes para la compra y venta en los mercados, el
cambio de géneros y de moneda; se procedió a multas, embargos y confiscaciones; prohibióse la emigración, no sólo á las provincias y
ciudades no conquistadas todavía sino hasta los lugares inmediatos y las casas
de campo; se hizo presos a varios notables, de los que algunos eran diputados,
entregándolos a las severidades del general Dessein,
gobernador de la plaza; se despidió de sus conventos a los frailes y monjas
enviando a todos a Bayona en calidad de rehenes, sellando, además, las iglesias
para inmediatamente después saquearlas de sus alhajas y ornamentos; se vedó el
uso de las capas y capotes con pretexto de un pequeño motín provocado por
tantas arbitrariedades; y, a vuelta de fusilar algunos de sus promovedores, se
alzó en la plaza la guillotina, compañera inseparable de los famosos
comisarios de la Convención
En fin, Guipúzcoa paró en
ser tratada como país conquistado, y los tristemente célebres junteros de
Guetaria, sorprendidos un día en su antes sacratísimo asilo foral, fueron
llevados también en rehenes por el delito de pedir 24 horas para decidirse a
prestar el juramento de hacer a su provincia parte de la una e indivisible
República francesa.
Los voluntarios de los
tercios que tan valientemente se habían portado en la frontera, se retiraron
con las tropas del ejército, si bien muchos yéndose a sus caseríos a esperar
mejores tiempos, con las armas escondidas cuando no se veían obligados a
entregarlas en la requisa general practicada por los Franceses en las comarcas
que llegaron a ocupar en los primeros meses de la invasión. Y no tardarían
mucho en empuñarlas de nuevo, porque el 1 de Septiembre los prohombres de
Guipúzcoa que se habían negado á ofrecer al invasor actos de sumisión y no
querían tampoco sumarse con los malaconsejados de Guetaria, se congregaban en
Mondragón bajo la presidencia del Alcalde Señor de Cónica y Vitoria para
protestar de la conducta de aquéllos, declarando «que su ánimo y el de los
pueblos sus constituyentes era el de dar a S. M. en aquella crítica situación,
y sin embargo de hallarse descubierto enteramente el país, sin fortificaciones
y sin tropa, las pruebas más relevantes del amor y fidelidad que habían
heredado de sus mayores». En pocos días se concertaron todos los pueblos comarcanos,
eligieron nuevos diputados generales, pusiéronse en
comunicación con los de Vizcaya y Álava para que les ayudasen en la empresa de
defenderse, así como con los generales para que les enviaran armas y
municiones, y fueron juntando la gente de los tercios, antes dispersa y de la
que se presentó un gran número con muchos de sus jefes y oficiales, que luego
se pusieron a las órdenes del comandante D. Ignacio Boutiller,
que fue enviado desde el ejército.
Así pudo salvarse la honra
del solar guipuzcoano, no poco mancillada por la flojedad antipatriótica de
unos cuantos, en quienes no se sabe qué censurar más, si la falta de corazón o
la sobra de ambiciones, si la escasez de entendimiento o el hartazgo de
presunción, cualidades todas que suelen abrigarse en los que se ha dado en
llamar notabilidades de campanario, no siempre acordes con el pensamiento y
los intereses de los pueblos que administran.
Las tropas francesas,
entretanto, se adelantaban por el país ocupando el 9 de Agosto la villa de
Tolosa que Colomera hubo de cederles para cubrir, por un lado, el camino de
Pamplona desde Lecumberri, y la cuenca del Deva, por otro, y cerrar la
carretera general de Castilla por Vergara y Vitoria. No lo hizo, con todo, sin
oponer a los Franceses una resistencia que, si no podía ser afortunada vista la
inferioridad numérica de las tropas españolas, dio muestra de que no había
decaído en ellas su proverbial valor. El regimiento de Farnesio, acosado por
los republicanos en su retirada por el camino de Navarra, les dio tal carga
que, metiéndolos en Tolosa, los fue largo rato acuchillando por las calles
hasta que, dejándolas sembradas de cadáveres, creyó deber seguir el movimiento
del resto del ejército en su ascensión a la cordillera pirenaica inmediata. Es
aquel uno de los hechos que mayor gloria han proporcionado al regimiento de
Farnesio, de historia ya tan preclara, a cuyo coronel, después de encargarle
diese, en nombre del Rey, las gracias a las compañías del primer escuadrón (lo
cual prueba que sólo uno cargó) por su brillante comportamiento, se le previno
que « a su tiempo experimentaría los efectos de la real benignidad por el
señalado servicio que, a su ejemplo, hizo su regimiento ».
Colomera hizo tomar a sus
tropas las posiciones más convenientes en las comarcas que ya hemos indicado,
defensivas en alto grado para la misión que le restaba desempeñar en aquella
última parte de la campaña, perdida y sin esperanza alguna de recobro. Porque a
la vez que el ejército de su mando menguaba por días en los reveses que venía
sufriendo desde que tuvo que evacuar la línea de la frontera, aumentaba el de
los enemigos, no sólo por el desahogo que le permitía el levantamiento de los
grandes campos establecidos entre el Bidasoa y La Nive en el año anterior, sino con los refuerzos que le llegaban de todas partes. Se
le estaban incorporando hasta 15 batallones, llevados de las orillas del Rin y
algunos de la que un compatriota suyo llama célebre guarnición de Maguncia; de
modo que podía contar con 66 de ellos, 8 escuadrones y la correspondiente
artillería, y considerarse como el ejército más numeroso que hasta entonces se
hubiese visto en los Pirineos occidentales.
Aun así, Moncey, que por
aquellos días relevó en el mando en jefe a Muller, a
quien se le había hecho insoportable la tiranía de Pinet y Cavaignac, pensó en una campaña de previsión, temiendo, sin duda que,
reforzado a su vez el ejército español, pudiera sorprenderle en la vasta línea
que habría de cubrir desde Roncesvalles y otras comarcas más orientales
todavía, hasta Tolosa y la desembocadura del Deva en el Cantábrico.
Pero no eran de esa
opinión los representantes que, ensoberbecidos del triunfo que acababan de
obtener y esperando con los considerables refuerzos que recibían superar
cuantos obstáculos pudiera ofrecerles la resistencia española, se lisonjeaban
ya de someter la región toda vasca hasta la margen del Ebro. Moncey tuvo que
ceder y, situando parte de sus fuerzas en Tolosa e Iciar,
procuró quebrantar el ánimo de los vizcaínos con dirigir desde su línea incesantes
ataques a Deva, Ondárroa, Berriatua, Ermua y Eíbar,
poblaciones de las que incendió algunas, saqueándolas a la vez como cuantas
iglesias y santuarios encontraron sus tropas en aquella expedición, incluso el
tan celebrado de Loyola. Esas incursiones romancescas, cual las llama un
historiador francés, no podían conducir a resultado alguno verdaderamente
militar, a la sumisión, sobre todo, del país, sino, por el contrario, a
sublevarlo por completo contra sus autores; y no tardó en verse toda la línea
de posiciones desde el mar hasta la de Campanzar,
sobre Mondragón y Vergara, cubierta de los voluntarios vizcaínos y guipuzcoanos
que, ayudados por algunas fuerzas del ejército, impidieron para en adelante el
paso del Deva y la ocupación, ni aun el dominio, de sus puentes.
Contribuyó no poco á esa
inacción de los Franceses en Guipúzcoa la pequeña campaña que Moncey se propuso
emprender en Navarra con el empeño de enseñorearse de la parte alta de la
meseta, desde la que se flanquea y domina todo el territorio vascongado, y de
la plaza de Pamplona, objetivo el más importante de todo invasor por los
Pirineos occidentales. Con haberse peleado tanto en la campaña anterior sobre
las cumbres más elevadas de la frontera, con extenderse por todo Guipúzcoa después
de conquistar las dos únicas plazas de guerra destinadas a impedir él acceso a
la provincia, el territorio navarro permanecía libre poniendo en peligro la
invasión francesa desde que el conde de Colomera, retirándose de Tolosa,
concentraba las fuerzas de su mando en derredor de la capital del antiguo
reino pirenaico. La frontera misma, no sólo continuaba guarnecida como antes,
sino que, aumentada la fuerza de sus principales puestos y sus más fáciles
avenidas con las tropas que dijimos se habían retirado del Baztán hacia Donamaría, era una amenaza constante a los invasores sobre
los puntos por donde habían verificado su entrada en España, su retaguardia,
de consiguiente, y las comunicaciones que seguían. Y si en los Españoles era un
error el mantenerse en una frontera ya rota y rebasada por la línea de
invasión más importante, no era menor el de los Franceses al exponerse a que,
aumentado, como debía esperarse, el ejército enemigo, pudiera caer sobre sus
establecimientos de Guipúzcoa y castigar rudamente su no bien asegurada
conquista.
Moncey, por lo tanto,
decidió una nueva invasión que, partiendo casi de los mismos lugares de donde
había arrancado la de Guipúzcoa, despejase de enemigos la frontera navarra, le
hiciera dueño de las fábricas militares junto a ella establecidas y pudiera
encaminarle a su objetivo predilecto, la plaza de Pamplona. Para eso y
siguiendo un plan detenidamente meditado, dirigió desde Elizondo al general
Laborde sobre el puerto de Veíate y Lanz, donde el 17
de Octubre se le reunía otra fuerte columna procedente de Santesteban que había cruzado la cordillera por Donamaría. El
total de aquellas fuerzas, de más de 12.000 hombres, envolvía en su movimiento
las posiciones de Eugui, Burguete y Roncesvalles, que fueron evacuadas por el
general Filangieri para concentrarse en la vanguardia
de Pamplona. Al mismo tiempo otra nueva columna a las órdenes del general
Marbot, la cual se había divido en tres al pasar la frontera, se dirigió por
su izquierda sobre Ochagavia y por su derecha sobre
la fundición de Orbaiceta, echando por delante a las tropas españolas que
defendieron aquellos puestos con tenacidad pero que, como las de Filangieri, hubieron de tomar la dirección de la capital de
Navarra, no sin que en su marcha retrógrada rechazaran alguna vez a los
Franceses escarmentándolos duramente en sus continuos ataques.
Por este movimiento
general de los Franceses, tan feliz como enérgico y hábil, toda la línea
española de la frontera navarra se trasladó a una nueva entre Aoiz y Pamplona,
que, continuando por Irurzun y Lecumberri, cubría aquella plaza y cuantas
avenidas pudieran dirigir a los enemigos hacia ella. Pero en aquella
combinación del general Moncey y para que no se dudase de su objeto, otra columna,
mandada por el coronel Leferron, salió, anticipándose
á las demás, de Andoaín y, por Leiza y Gorriti, acometía el 16 de Octubre el puesto de Lecumberri que los Españoles
evacuaron también á la vista de aquellas fuerzas y de otras que por Goizueta
ganaban los Pirineos en su ayuda.
Por más que Moncey instara
repetidamente porque, cesando en las operaciones ofensivas, se procurase al
ejército el descanso que tanto necesitaba y la seguridad de sus cantones,
venció de nuevo la tenacidad de los representantes, halagados con la esperanza
de tomar Pamplona y sentar luego sus reales en la orilla del Ebro. Tuvo, pues,
el general que someterse y avanzar al frente de Pamplona cuando el duque de
Osuna, a quien se habían unido todos los destacamentos de la frontera,
felizmente escapados de las garras de los Franceses y burlando sus
combinaciones, se dirigía desde Aoiz al cuartel general, establecido por Colomera
en los muros de aquella plaza. Varios fueron los ataques con que los Franceses
procuraron acercarse a ella; pero lo mismo los de Iroz y Zabaldica, el 15 de Noviembre, que los de Ilzos y los Berrios, el 24, y aun otros dirigidos contra Olave
y Sorauren en los días sucesivos, les dieron por único resultado la convicción
de que, en vez de la conquista de Pamplona y la derrota de nuestro ejército,
verían muy pronto la del suyo si no se acogían a territorios sólidamente
ocupados y en que pudieran rehacerse de las pérdidas que llevaban ya
experimentadas.
Esa nueva invasión de los
Franceses resultó, así, más aparatosa que útil; porque, después de todo, vio
el general Moncey que, careciendo de medios suficientes para emprender el
sitio de Pamplona, no obtenía otros resultados que el incendio de algunos
pueblos y el convencimiento de que no podría por entonces mantenerse en un
país, todo él sublevado y que no tardaría en reivindicar su independencia. Un
historiador francés, recordando que el rey Francisco I, duque de Valois, en 1512,
vio destruido su ejército en aquellos mismos sitios y por iguales causas, dice
así;
« Por todos lados se
dejaba sentir la necesidad de abandonar tan ásperas posiciones. Los caminos se
hacían de día en día más impracticables, hallábanse los transportes destruidos y los soldados, extenuados por la falta frecuente de
alimento y por las aguas corrosivas de las montañas, desnudos y miserables,
iban en montón á parar a los hospitales.»
¿Se quiere una prueba
mayor de la impotencia de los Franceses en su invasión de España y de cuán cara
les hubiera salido de haber el gobierno español mirado con la atención que
cumplía á sus deberes la defensa de nuestro territorio?
Desde
aquel momento y a pesar de una victoria obtenida por el general Frégeville que,
desde Tolosa y en combinación con otras columnas que habían partido de Iciar y Guetaria, arrojó a los Españoles y al marqués de
Rubí, que los mandaba, de Vergara y Azpeitia, Moncey dispuso una retirada
general que, con el pretexto de los cuarteles de invierno, le pusiera en el de
1794 a 95 a cubierto de cualquier ataque que pudieran emprender las tropas del
ejército español en Navarra y los voluntarios vizcaínos desde el Deva,
guarnecido, según ya hemos dicho, fuertemente desde el mar a la villa de Mondragón,
centro en aquellos días de la sublevación vascongada contra los Franceses.
El 29 de Noviembre y
autorizado por la junta de Salvación que, al fin llegó a comprender la fuerza
de las razones que no habían querido escuchar sus representantes en el
ejército, emprendió éste su movimiento de retirada, estableciéndose las tropas
del general Frégeville en Tolosa, con un gran campo atrincherado junto a San
Sebastián; las de Marbot en Lesaca; las de Laborde en
Elizondo y las de Mauco, por fin, en San Juan de Pie
de Puerto y los Alduides. Los Españoles no hicieron
sino seguir el movimiento de los republicanos, estableciéndose en una línea
paralela desde las posiciones de Orbaiceta y Eugui, que volvieron a ocupar en
su ala derecha, las cumbres del Pirineo en Veíate,
Gorriti y Lecumberri, a la vista del Bidasoa y el Urumea, donde campaban sus
enemigos resguardados con las plazas de Fuenterrabía y San Sebastián, y la
serie de montañas que dominan el Oria en la izquierda, cubiertas por las
fuerzas vascongadas de las tres provincias, disputándose la gloria de
contribuir, todas a la par, al mantenimiento o salvaguardia de sus propios
territorios.
Así acabó en los Pirineos
occidentales la campaña de 1794, si victoriosamente, como en los orientales,
para los Franceses, con dificultades que no les permitieron sacar de ella todo
el fruto que esperaban y era de temer de sus primeros triunfos en las márgenes
del Bidasoa. Y no es que dejasen de procurárselo, pues habían concentrado en
los dos extremos de la cordillera fronteriza de ambas naciones cuantos medios
pudieran necesitar, abandonando el Pirineo central a su propia defensa, esto
es, a la tranquilidad que le prometían la aspereza de sus montañas y la
situación de nuestro ejército, solicitado de los de sus flancos de Cataluña y
Navarra en las circunstancias en que se veían, harto más difíciles que las en
que él se hallaba. Porque si los Franceses intentaron alguna irrupción en el
territorio español, sólo había sido desde su abrigo predilecto de Arán, y sólo
también por vía de diversión hacia el Urgel para ayudar a sus compatriotas en
la jornada, tan detenidamente descrita en el anterior capítulo, sobre la
capital de aquella interesante comarca del alto Segre. Es evidente el
vencimiento de nuestros compatriotas en aquel año, innegable desde que fue
invadida la frontera y asegurada la conquista de una gran parte de la provincia
de Guipúzcoa con la ocupación de las dos solas plazas que debieran servir para
su defensa; pero todavía daba lugar, tal y tan trascendental como fue, a comparaciones
con los de la coalición en las márgenes del Rin, en que no llevarían la parte
peor nuestras armas. Porque, con toda la fuerza de ejército tan poderoso como
reunieron los Franceses frente a la línea española del Bidasoa y con todo el
aparato de una invasión, cuyos primeros trances fueron nada menos que la que
pudiéramos llamar la gran batalla del Baztán y San Marcial y la rendición de
las plazas de Fuenterrabía y San Sebastián, la impotencia de los invasores púsose de manifiesto en su detención ante la corriente
humilde del Deva y su fracaso en el intento de apoderarse de Pamplona,
induciéndolos, o mejor dicho, obligándoles a retirarse en busca de abrigo y en
espera de nuevos refuerzos para su enflaquecido y no poco desmoralizado
ejército. Eso que el conde de Colomera no supo quizás aprovecharse de estos
accidentes, del de Navarra particularmente, porque, como dice la historia más
encomiástica de las guerras de los Franceses de 1789 a 1815, si aquel general hubiera sabido reunir sus fuerzas en
aquel punto (junto á Pamplona), hubiérale sido fácil
obligar a sus enemigos a evacuar el valle del Baztán, y a consecuencia de esa
maniobra, que le hiciera dueño de Vera y de Irún, habría cortado las tropas
francesas que operaban hacia Vizcaya y Tolosa, comprometiendo singularmente su
seguridad». Y añade a renglón seguido: «Los mismos Franceses reconocían más y
más todas las desventajas de su posición.»
El sistema militar de Caro
fue excelente mientras no existiera la desproporción de fuerzas que después se
observó entre los dos ejércitos; todavía se puso de manifiesto en la última
acción dirigida por él, a fin de contener al enemigo en sus propósitos, ya
transparentes, de tomar la ofensiva; pero cuando ya pudo verse que la invasión
era inmediata y que no sería fácil contrarrestarla, el nuevo general en jefe
debió acudir con toda preferencia al mantenimiento de las plazas de guerra que,
de no entregarse, hubieran servido para la defensa del territorio en que
asientan y para la reorganización de las tropas batidas en el Baztán y San
Marcial. Es verdad que el país, por las razones que largamente hemos expuesto,
no parecía inclinado a oponerse á la irrupción francesa; pero si se hubiera visto
protegido por el ejército y a cubierto de ella por las plazas, cuyos
gobernadores, apoyados en un fuerte presidio, se impusieran por su autoridad y
carácter, los débiles se habrían reanimado, los descontentos sometido, y
todos, vueltos a ideas más patrióticas, hubieran hecho otra vez más los
sacrificios de otros tiempos. Un ejército no desmoralizado todavía y un pueblo
protegido, además, por las montañas, casi inaccesibles en la guerra, que cubren
la totalidad de la provincia de Guipúzcoa, sobraban en tal ocasión para detener
la marcha de los Franceses, como habían sobrado en las dos invasiones de 1638 y
1719, para que ni Condé ni Berwick pasaran del campo
de Fuenterrabía y de San Sebastián, dando lugar a una victoria en la primera de
aquellas memorables jornadas y a la paralización de las operaciones en la
segunda.
De todos modos, la campaña
de 1794 en los Pirineos occidentales no pudo satisfacer a los Franceses, que
esperaban de ella resultados muy otros y decisivos para la terminación de
aquella guerra.
La campaña en su conjunto,
y refiriéndonos ya a los dos extremos de la frontera, puesto que no hay para
qué tomar en cuenta la región central, dio les resultados que eran de esperar,
vista la inferioridad de fuerzas por parte de los Españoles y, más aún, la
muerte o la ausencia de los generales que tanta gloria habían proporcionado a
sus armas el año anterior de 1793. En los Pirineos orientales la estrella de
España se había eclipsado al desaparecer Ricardos, como si quisiera vestir el
luto de tan grande hombre; y, revés tras revés, todos fueron creciendo, según
se sucedían, hasta parar en una desgracia completa por la discordia entre los
generales que, antes sumisos, reconociendo la supremacía de aquél, se rebelaron
contra el conde de la Unión, a quien negaban genio, servicios y respetabilidad.
Y, sin embargo, ¿quién hubiera sido el Josué que presumiese de parar aquella
estrella a la altura en que la dejó el vencedor de Traillas,
para que continuara luciendo brillante y favorable sobre el horizonte español?
Bien pudo observarse
cuando, muerto Unión, hubo de pasar el mando del ejército a los que llevaban su
representación por sus empleos, antigüedad y prestigio. Ni aceptarlo quisieron
para poner remedio a un estado como el que ofrecían nuestras tropas en derredor
de Figueras, donde, al abrigo de plaza tan formidable, cabía reorganizarlas aún
y ofrecer al enemigo el doble obstáculo de un campo atrincherado, con sus
comunicaciones a retaguardia completamente libres, y la seguridad de refuerzo
tan importante como el de la división Vives, vencedora de los enemigos que
tenía delante, y retirándose con un orden y en una actitud que formarán
para siempre la gloria de tan valientes soldados y de su hábil general.
El país, por otra parte,
no adolecía del desánimo, el cansancio y el deseo de terminar cuanto antes la
guerra que, como a las tropas, le atribuye el P. Delbrel,
tantas veces citado en esta obra. No: el mismo padre jesuíta nos recuerda rasgos de patriotismo hasta en seres los más abyectos de la
sociedad española, que revelan que los hechos de despego hacia la causa
monárquica, una entonces con la nacional, eran los excepcionales, no la regla
general como él quiere suponer. Pero en Cataluña, además, no se inspiraba nadie
sino en el sentimiento de la patria y en el de la indignación que causaban los
atropellos cometidos por los Franceses en el Ampurdán, y las ofensas que inferían
a su espíritu religioso y al de la independencia de sus hogares y conciencias.
“La proximidad del peligro, dice D. Víctor Balaguer en su Historia de Cataluña,
había puesto en alarma a todo el Principado que, como por encanto, se levantó
en masa para oponerse a los Franceses, formándose en todas las cabezas de
partido juntas de armamento y defensa. Los corregimientos de Barcelona,
Villafranca, Lérida, Tortosa, Cervera, Tarragona, Manresa, Vich, Gerona y
Mataró, se pusieron en armas y organizaron sus somatenes, que fueron a ponerse
bajo las órdenes del general Urrutia.» Y no era necesario el testimonio del
ilustre académico para comprender el estado de los ánimos en aquella provincia
durante la guerra de la República, porque los mismos Franceses lo han
reconocido, y recuerdan en la campaña de 1795 aquellos soumatens que, con sus curas a la cabeza y cantando las letanías, no los dejaban un
momento en paz, hostilizándolos de día y de noche por cuantos lados de su línea
o acantonamiento hallaban vulnerables.
Dependía, pues, de la
habilidad de nuestros generales el aprovechar elementos de tal valer en favor
de la causa nacional, y es seguro que, no decimos el conde de la Unión, que se
aferró a una línea muy fácil de flanquear y hasta de envolver pretendiendo
hacer levantar el sitio de Bellegarde a través de un ejército mucho más
numeroso que el suyo, sino su sucesor tenía en Figueras un campo formidable, al
que hubiera tenido que llamar el enemigo todas sus tropas y dejar libre la
plaza de Rosas, por donde se habrían podido envolver sus comunicaciones con
Francia.
A pesar de todo eso, los
Franceses no se atrevieron a internarse en Cataluña, dejando así perderse el
fruto que no podían menos de producirles la jornada del 20 de Noviembre y la
conquista inesperada del castillo de Figueras, que les brindaba con nuevos y
aun más decisivos triunfos, tales como los esperaban y los habían ofrecido a su
gobierno desde las crestas del Pirineo. Por el contrario, no supieron cruzar
victoriosos la corriente humilde del Fluviá, de donde al fin serían rechazados,
para luego celebrar en Figueras una paz que, a su sentir, sólo debiera
firmarse ante los muros de Barcelona o quizás en Aragón.
Resultados no muy
diferentes fueron, según ya hemos dicho, los obtenidos por los republicanos en
los Pirineos occidentales. También allí faltó la dirección hábil que era necesaria
desde que D. Ventura Caro hubo de abandonar el mando del ejército español. Es
innegable que la iniciativa de aquel general ilustre contenía a los Franceses
en sus propósitos, ya de muy otras meditados, de invadir el territorio
vasco-navarro: sus frecuentes agresiones al de la República, repetidas con
singular insistencia y con una energía que debía llenarles de admiración, les
retenía en su línea y los campamentos en que se apoyaba. Se disponían a
verificar la gran combinación que les condujo al Baztán y San Marcial, y la
expedición a Valcarlos y el ataque del 23 de Junio
sobre Urrugne, sorprendiéndoles sin duda, paralizaba
su acción por más de un mes, hasta asegurarse de la grandeza de sus medios y la
pequeñez de los nuestros. La habilidad fue, por otra parte, a coincidir con
aquella superioridad numérica y, lo que aun les favoreció más, con la
presencia enfrente de un general que, lleno de valor, de experiencia y
patriotismo, carecía, sin embargo, de los talentos militares de su antecesor.
Las maniobras de Muller o, por decir mejor, del
general Moncey, obtuvieron el éxito que merecían ciertamente, decisivo para la
invasión que, así, se vio coronada con una conquista tan inesperada como la de
Figueras, la de las plazas de Fuenterrabía y San Sebastián, y la que
pudiéramos llamar correría feliz por casi todo Guipúzcoa, hasta las márgenes
del Deva.
Pero allí, como en
Navarra, sucedió lo que tan gráficamente explica Rosseeuw Saint-Hilaire: «que la Península ha sido siempre un cepo que se cierra sobre
cuantos se aventuran a entrar en ella, y desde la de Roncesvalles hasta
nuestros días, rara vez ha ofrecido fortuna a la invasión extranjera». A la
prudencia de Moncey y a la de la Junta de Salud pública, que dio oídos a sus
insistentes reclamaciones contra la jactancia de los representantes de la
Convención, debió la Francia el que sus ejércitos no sufrieran el bochorno de
repasar del todo la frontera en aquella misma campaña. “Se acercaba el
invierno, añade el insigne historiador, algo más imparcial que Thiers y otros
como éste, deslumbrados con las glorias de los soldados sus compatriotas, y el
general francés (Moncey), a despecho de todos sus éxitos, obró prudentemente al
dirigirse a tomar sus cuarteles de invierno a las puertas de Francia, en San
Juan de Pie de Puerto y el valle del Baztán.»
Esas frases de un
historiador francés y de tal autoridad, nos ahorran todo género de
observaciones y comentarios sobre la campaña de 1794. Si en el Norte habían
conseguido los Franceses abrirse, como dice Thiers, el camino de las
conquistas, obteniendo Bélgica, Holanda, el país comprendido entre el Mosa y el
Rin, el Palatinado y la línea de los Alpes mayores, en España, decimos nosotros,
aun conquistadas Figueras, Rosas, Fuenterrabía y San Sebastián, sus ejércitos
acababan por tomar posiciones de un carácter puramente defensivo y cerca de su
frontera.
CAPÍTULO X.CAMPAÑA DE 1795 |