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REINADO DE CARLOS IV

 

CAPÍTULO VIII .

CAMPAÑA DE 1794 EN LOS PIRINEOS ORIENTALES

 

 

Ya hemos indicado la situación del ejército español al ausentarse su general Ricardos de la frontera de los Pirineos orientales en que había combatido con tanta gloria para nuestras armas, y cómo aquel estado, el moral principalmente, había ido todavía decayendo en la interinidad del Marqués de las Amarillas que había sucedido en el mando al insigne caudillo, arrebatado a la patria en tan críticas y difíciles circunstancias. No se había descuidado el Marqués en fortificar las posiciones ocupadas por nuestras tropas al fin de la campaña anterior, completando las obras del Plá-del-Rey, de Saint-Luc y del Scingli, tantas veces citados, por amenazar siempre desde ellos los Franceses nuestro frente del campo del Boulou. La ermita de Saint-Ferreol y los puestos inmediatos habían recibido también grandes y útiles reformas en sus fortificaciones para cubrir las avenidas del puente de Ceret en que se apoyaba la izquierda española, constantemente amenazada siempre desde las alturas de la cordillera de los Aspres que se distinguen a su frente. Por la derecha del Boulou se habían enlazado con un atrincheramiento continuo las posiciones conocidas con el nombre de Trompettes, altas y bajas, que, a su vez, se ligaban a la de Montesquiou por una serie de reductos que la hacían casi inabordable, cerrando de ese modo por uno y otro flanco los caminos por donde pudiera dirigirse un ataque general a la línea española. Faltaba, sin embargo, para completar aquel vasto sistema militar la fuerza necesaria, no ya para hacerlo inatacable, sino hasta para defenderlo medianamente. Las enfermedades, más aun que el fuego del enemigo, habían disminuido en proporciones aterradoras el número de nuestros soldados; y apenas si podían contarse para las atenciones de línea tan extensa más de 20.000 infantes, aun incluyendo entre ellos la división portuguesa, y menos de 4.000 caballos que habían tenido que trasladarse a Cataluña para pasar sin gran deterioro el invierno. Los 40.000 hombres prometidos por el duque de Alcudia para aquel ejército no parecían por ninguna parte en suficiente número para cubrir siquiera las bajas experimentadas hasta entonces, ni era fácil pareciesen si con una quinta de igual cifra, dada, como todas, a deficiencias considerables, habría de atenderse a los tres ejércitos destinados a la defensa del Pirineo.

La muerte de Ricardos y la inmediata de O’Reilly, si de fama equívoca desde la jornada de Argel en el concepto público, gozando de la más alta opinión en las filas del ejército por sus indudables condiciones militares, aumentaron, no hay para qué ocultarlo, los motivos de disgusto y aun de desaliento en unas tropas que a todas las causas ya referidas tenían que añadir la de una administración que luego veremos no podía ser más detestable.

Amarillas, hombre de valor personal, pero sin el de la responsabilidad del mando, cuyo peso en aquella ocasión no era ciertamente para echado sobre interinidades, hubo de limitar sus operaciones a la de la defensa absoluta casi inerte, de los puestos de la línea, atacados todos los días por los Franceses, impacientes por dar comienzo al plan de campaña que sabían abrigaba su general en jefe para un momento ya próximo. No impidió eso al Marqués, saliéndose el 15 de Abril de su costumbre que tanta arrogancia inspiraba a los enemigos, prepararles una emboscada en el Mas de la Paille, en la cual cayeron para desgracia suya y no pocas pérdidas en hombres y caballos. Ellos, como en desquite, atacaron nuestra posición del Palau en la derecha del ejército; y aunque al fin del combate se vieron obligados a retroceder, no fue sin ocasionarnos una grave desgracia, la del marqués de las Torres que corrió en ayuda de los atacados, y la mayor aún de la evacuación del campo de Villalongue, error en el marqués de las Amarillas que no podían disculpar el próximo fin de su interinidad ni el deseo de transmitir a su sucesor el mando del ejército más concentrado de lo que había estado bajo el suyo.

¡En cuán diferentes condiciones se encontraba ya el de los Franceses!

A la desmoralización de aquel ejército, resultado de las condiciones de sus tropas, de las torpezas de los varios generales que lo habían mandado y de los reveses consiguientes a tales y tan graves causas, había sucedido su completa reorganización y el recobro de su disciplina y su moral por la tan eficaz como hábil conducta del general Dugommier, llamado desde Toulón al mando en los Pirineos orientales. Su herida en la jornada de la Batería de la Convención, aquella en que, según Napoleón se había batido con un valor verdaderamente republicano, le había proporcionado se le perdonase su generoso comportamiento con O’Hara, de quien él a su vez había sido prisionero en las Antillas, su patria; y la reconquista de Toulón le daba ahora la suficiente impunidad para exponer sus ideas humanitarias ante los feroces procónsules que estaban satisfaciendo su furia revolucionaria en los habitantes de aquella infeliz ciudad. El general Dugommier, al ponerse a la cabeza del único ejército que, al decir de uno de sus com­patriotas, «hacía cuatro meses no había logrado entrever la menor luz de esperanza y que sólo entre los demás quedaba enterrado bajo un montón de afrentas continuas, denunciadas oficialmente a toda Francia», se dedicó con el mayor ahínco a reorganizarlo y a comunicarle el espíritu de las tropas de Toulón que fueron con él a los Pirineos. Había pensado y aun propuesto a la Convención, el dirigirse con todas las fuerzas con que acababa de lanzar al mar a los aliados, sobre Perpiñán y acometer a los Españoles momentos después de haber tomado sus cuarteles de invierno; pero no fue aprobado su plan, se fraccionó su ejército para reforzar con la mayor parte de sus tropas el de los Alpes y hubo de marchar con 10.500 hombres a los Pirineos, a cuyo pie se presentaba a mediados de Enero de 1794. Infatigable en su tarea de reorganización comenzando por lanzar del ejército más de 20 de los generales que hasta entonces habían tenido mando en él y una nube de oficiales, en su concepto inútiles, logró en poco tiempo reunir hasta 70.000 hombres divididos en las que él llamaba tres categorías, la selecta, de las compañías de granaderos y batallones de cazadores, la línea, y la fuerza de inercia, esto es, la turba multa de reclutas y voluntarios que, según él, volvían aún la cabeza al disparar su fusil. Organizó, además, la caballería, la artillería, los servicios administrativos y particularmente el de completar el armamento estableciendo talleres de fabricación y recomposición en las fundiciones y fábricas más próximas y en todos los pueblos donde pudo hallar edificios, talleres y obreros que pudieran servir para tan preferente objeto. Y formando con las tropas dispuestas ya a pelear en campo abierto tres divisiones a cuyo frente puso a los después célebres generales Augereau, Perignon y Sauret y una reserva mandada por Víctor Perrin, tan conocido también por su constante acción en la guerra de la Independencia, avanzaba el 27 de Marzo a aquellas posiciones de Mas-Deu, Elne y Reart, donde meses antes habían sido tan rudamente escarmentados los hombres a quienes ahora había conseguido inspirar y comunicar su fuego patriótico y belicoso.

De esa línea en que estableció los campos de instrucción en que habrían de ejercitarse las fuerzas que él llamaba de inercia, hizo su base de operaciones el general Dugommier; y, cubriéndola a vanguardia con varios destacamentos o grandes guardias que observasen las avenidas todas de la posición española, dirigió reconocimientos sobre nuestros puestos avanzados para tenerlos, por lo menos, en constante alarma. Escarmentado en Tresserres, por donde pretendía amenazar el Pla-del-Rey y Saint Luc, logró, sin embargo, ocupar la posición la Banyuls-les-Aspres que Amarillas le abandonó, por su empeño, según ya hemos dicho, de entregar á su sucesor el ejército lo más reconcentrado posible. Ya desde Banyuls, de que hizo su cuartel general Dugommier, rompieron los Franceses en aquel sistema de acometidas que si les costó el revés de la emboscada, ya referida también, del Mas de la Paille, les procuró su establecimiento en la margen del Tech y los medios de encubrir los proyectos, ya próximos a ejecutarse, de su experto caudillo.

Tenían lugar entretanto los más graves sucesos operados en la Cerdaña, por donde deseaba también Dugommier llamar la atención de nuestros generales, a fin siempre de verse más y más desembarazado en sus operaciones sobre el Boulou. Parece que el plan venía impuesto de París en conferencias celebradas entre Carnot y Dagobert que, habiendo escapado como por milagro de la guillotina, constantemente alzada sobre los generales vencidos, debía ahora ejecutarlo; pero, cierto esto o no, Dugommier lo modificó, no proporcionando todos los medios que allí se habían creído necesarios para su más feliz éxito.

El general Dagobert, así, se presentaba el 1 de Abril en Puigcerdá, donde encontraría su antigua división establecida en una línea de puestos perpendicular al curso del Segre y al camino de la Seo de Urgel, primer objetivo ahora de aquella su última campaña. Enterado de la situación de las tropas, reforzadas con algunos batallones que llevaba consigo desde Perpiñán, no tardó en romper la marcha, y el 8 de aquel mismo mes acometía las posiciones españolas de Montallá, La Llosa, y Lles que le fue abandonando el general conde de San Hilario, que consideró imposible resistirle más que en los fuertes de La Seo, donde se propuso concentrar todas sus fuerzas, muy inferiores en número y organización a las francesas. Allí y en las montañas próximas, apoyado en la posición de Organyá, en que se concentraban, como en los altos de la Sierra de Cadí, los voluntarios y somatenes del país, se estableció el antiguo conde de Saint-Hilaire para dar calor a la defensa de los fuertes, si eran acometidos, e impedir el avance de los Franceses sobre Lérida o el flanqueo, más temible aún, de los caminos que por el Fluviá y el Ter pudieran conducirles a retaguardia de la línea española del Rosellón.

Eran, con efecto, muy difíciles de asaltar las posiciones de Castel-Ciutat y los pequeños fuertes o castillos que con él forman la posición militar de La Seo, ya que la plaza quedó abierta, como si dijéramos, e indefensa después de los sitios que había sufrido en principios de aquel siglo y fines del anterior. Así es que Dagobert no encontró obstáculo que le detuviese en su marcha combinada con la del general Charlet, que había batido toda la orilla derecha del Segre, y se apoderó sin resistencia del puente de Bar, de la posición de Calvinya en el Balira, donde se reunieron los dos generales, y de la ciudad por fin, cabecera del célebre condado de Urgel. En ella, como en todas las poblaciones que caían en poder de los Franceses, ejercieron los soldados de Dagobert todo género de atropellos, sin excluir en ellos las casas más respetables y los templos, donde hasta las formas sagradas fueron objeto del mayor escarnio. La vista, sin embargo, de los fuertes que ofrecían un aspecto imponente y cuya aproximación impedía el cauce del Balira, la rotura de su puente por los Españoles, la falta de un tren de Sitio y el carácter enérgico de la respuesta del general español a las intimaciones que le dirigió el francés, hicieron comprender a éste que resultaría ineficaz cualquier asalto o golpe de mano que intentara sobre las fortalezas. Así es que, después de ensayar un movimiento envolvente desde Calvinya y por el camino de Organyá, en que sus tropas de vanguardia fueron rudamente escarmentadas á espaldas de Castel-Ciutat, que sin duda querían amenazar a su paso, el general Dagobert, acometido de una fiebre violenta que cogió en la marcha que acababa de hacer por montes y caminos cubiertos, en gran parte, de nieve, se decidió a retirarse con todas sus tropas a Belver y después a Puigcerdá, donde el 18 de aquel mismo mes de Abril lanzaba su último aliento después de redactar el parte de sus recientes operaciones, canto de cisne, según lo calificó Barrére al leerlo en la Convención.

Fracasado aquel último esfuerzo de su indómito valor, tantas veces puesto en la balanza de los combates, aunque no pocas infructuosamente cuando lo ejercitó, según ya hemos visto, contra los Españoles, justo es rendir , un homenaje de consideración militar al egregio veterano de la guerra de Siete años, tan brillante y soberbio en los campos de batalla, como tenaz y generoso al rechazar las imposiciones y los desatinados proyectos de los representantes de la Convención en los consejos de guerra celebrados ante ellos. Pero ya que en nuestra pluma aparecería ese homenaje demasiado humilde para tan gran figura como la militar del general Dagobert, vamos a transcribir un párrafo del despacho dirigido a sus colegas del comité de Salud pública por los representantes del pueblo en aquel ejército: «Su franqueza, les dicen, su valor heroico, su constancia, su firmeza en los momentos críticos y los talentos adquiridos en 40 años de servicios, le hacen sea llorado por todo el ejército que siempre había llevado a la victoria; y podemos decir con toda verdad que es además el único general muerto en un país que conquistó para la libertad, defendiéndola con su denuedo después de haber echado por tierra a los enemigos interiores y confundido la calumnia».

La Convención decretó en su proceso verbal del 28 de Abril se hiciera mención honrosa de los servicios prestados a la República por el general Dagobert, recompensa bien pequeña, dictada quizás bajo la impresión que había causado en aquella Asamblea el espectáculo de un general que, en vez de defenderse en la barra de las delaciones de sus enemigos, atacó a éstos con tal audacia y franqueza, que logró confundirlos, arrancando de los convencionales disposiciones que restringieron la autoridad de sus comisarios en los ejércitos, con gran fruto para la República y para los hombres de honor y sus genuinos paladines en los campos de batalla.

Ese homenaje de la Convención recae, como de reflejo, sobre nuestros compatriotas del ejército de los Pirineos orientales que, a las manos, puede decirse, todos los días con Dagobert, lograron resistirle y vencerle en tantos y tantos como los gloriosísimos de Mas-Deu, Perpiñán y Trouillas.

Por aquellos días, ya lo hemos dicho, se encargó del mando en jefe de las tropas españolas el conde de la Unión. Teniente general moderno, como ascendido en la anterior campaña, habría de ser mirado con alguna prevención por sus pares en empleo más antiguos y por cuantos, aun cuando inferiores, atribuirían lo rápido de su carrera al favor de que gozaba en la corte. Y aun cuando no dejó por su parte y modestamente, hay que reconocerlo, de librarse de la inmensa responsabilidad que iba a cargar sobre sí; y aun cuando se supiera eso en el ejército en que, por lo pronto, tendría de su lado las clases de tropa que admiraban su celo extraordinario y su valor heroico, siempre halló en las superiores la frialdad, ya que no el desvío, de quienes se creerían ofendidos, si no en sus derechos, señalados en la ordenanza, sí en la consideración de sus servicios y de su mérito personal.

No tardó en echarse de menos la dirección del general Ricardos al iniciar su mando el nuevo general en jefe. Los movimientos que varios días antes emprendió Dugommier, no fueron comprendidos, ni mucho menos adivinados por los jefes españoles, si se exceptúa el general Morla, que en su citado escrito manifiesta habérselos advertido al conde de la Unión. Éste creyó siempre ver en los ataques de los Franceses sobre Ceret el objetivo preferente, si no único, de Dugommier, cuyo plan, en concepto del Conde, se dirigía a cortarle las comunicaciones con el alto Tech y con España por los puntos que habían servido para la invasión de Francia en la campaña anterior. Ese fue su primer error y el que le hizo establecer su cuartel general en Ceret, donde amenazado por fuerzas que él supuso mucho más numerosas, no sólo desatendió la derecha del ejército, contra la que se dirigían principalmente las miras del general francés, sino que llamó a sí fuerzas que le harían muy pronto falta en aquel lado de la línea general de los Españoles. Obcecado así, se empeñó en mantener su posición de Ceret y en asegurarla ocupando las montañas más culminantes de su frente, como las de Saint-Ferreol y Riorol, por donde temía bajasen los enemigos impunemente al puente de Reynes y Palalda, consiguiendo el fin que a él le preocupaba más. Con eso y con una serie de pequeñas acciones, con que los Franceses lograron entretenerle, dando, eso sí, lugar a que nuestras tropas y los generales marqués de las Amarillas y Mendinueta lucieran su valor, el conde de la Unión permaneció inmoble en Ceret, mientras en su derecha, en todo el campo y las montañas que enseñorean la posición del Boulou, desplegaban los enemigos la inmensa mayoría de sus fuerzas, la enérgica actividad de sus jefes y la hábil iniciativa de su general. Unión no veía enemigos sino a su frente, donde el general Augereau le presentaba una cortina formada de pequeñas columnas acometiendo sin cesar los puestos españoles y amenazando caer sobre él en los puentes del Tech, decoración verdaderamente teatral que llegó a alucinarle por completo; y en su obcecación, ya lo hemos dicho, distrajo del campo del Boulou la división del príncipe de Montforte, nunca más necesaria allí que en aquellos momentos.

Bien lo comprendió el general Morla que, acabada la acción del 29 de Abril, aconsejó la retirada de todas las tropas que habían combatido en Riorol y en la Palmera con las de Augereau, calculando por el número de los Franceses y por el género de sus ataques que no era Ceret el objetivo a que se dirigían exclusivamente, y sólo sí a conseguir con una llamada falsa entretener al general en jefe español y distraerle de la defensa del Boulou. Y con efecto, aquella misma noche del 29 ponían los Franceses en ejecución su proyecto de dominar, envolver y destruir todo el vasto sistema de puestos y fortificaciones que constituían el campo militar del Boulou, tan hábilmente elegido y preparado en la campaña anterior. El general Dugommier tenía al frente del Boulou unos 30.000 hombres, sin contar con otros 8.000 voluntarios o quintos destinados, dice uno de sus historiadores, a añadir al conjunto de las disposiciones tomadas el prestigio imponente de la superioridad del número, mientras que en la posición española, primero y principal objetivo de aquella empresa, no había, según confesión de esos mismos cronistas, más que 2.800 hombres que iban a habérselas con los mejores 17.000 soldados de la República destinados a asaltarla. Antes de la media noche, acabada de citar, el general Martín, a la cabeza de 3.000 cazadores con 1.000 caballos y varias piezas de artillería, se dirigió al alto de San Cristóbal, que domina todas las que entonces eran nuestras posiciones y con poco esfuerzo la carretera general por Bellegarde, ocupando la ermita antes de amanecer. Ni una sola atalaya, y mucho menos un destacamento que pudiera guardar puesto tan culminante y de ta­maña importancia, hubo allí para señalar por lo menos la presencia del enemigo. Las demás divisiones y brigadas francesas se adelantaban, entretanto, al Tech y se esta­blecían, sin resistencia alguna y aun sin ser vistas por nadie, al pie de las posiciones españolas, apoyadas en fuertes reservas, de las cuales la más numerosa formó junto a Banyuls-les-Aspres, donde se situó el general Dugommier.

Grande fue la sorpresa de los Españoles ante el espectáculo que en la mañana del 30 les ofreció el ejército francés, cuyas bayonetas veían brillar a la luz de un sol esplendoroso, rodeándolos con la amenaza de ir muy pronto a herirles por todas partes. No por eso llegaron a arredrarse; y aun cuando se vio a los Franceses descender de San Cristóbal en son de carga, avanzar los del Tech en tres grandes columnas y a su caballería maniobrando a fin de cubrir el movimiento de aquéllas y contener el de socorro que pudiera venir de la parte de Ceret, los Españoles de Montesquiou se prepararon a defenderse con el pertinaz denuedo que les inspiraba su carácter nacional y el recuerdo de sus anteriores victorias.

El general Perignon, que dirigía en persona el ataque, fue el primero en romper el fuego, desplegando a la vez una nube de tiradores, a que inmediatamente seguían formados en columnas de ataque y con el apoyo de la artillería establecida en las mejores posiciones inmediatas, todos los granaderos del ejército. En Montesquiou mandaba el coronel D. Francisco Venegas, acreditadísimo ya en aquella guerra, en que había sido muy rara la acción donde no se hallase para lucir como muy pocos su valor sobresaliente y su experiencia y talentos militares. No tenía a sus órdenes más que 1.000 infantes, que el escaso número de sus camaradas del Boulou no podría reforzar ni, como muy luego se vio, prestarles socorro alguno, sino el de apoyar su retirada con disposiciones que, en vez de darles ánimo para la defensa, hubieran a otros provocado a abandonarla. Porque el príncipe de Montforte, enviado por Unión al saberse en Ceret el ataque del Boulou, no creyó deber pasar de la posición de la Trompeta, temiendo que cuantas tropas metiera en Montesquiou mayor seria la presa que harían los Franceses al conquistarlo, según era el número de los asaltantes y el número también y la disposición de las columnas que les protegían y ayudaban de todos lados.

Pero los defensores de Montesquiou tenían otro temple muy superior, y supieron además inspirarse en el espíritu levantado que les comunicaba su jefe. No hay para qué hacer el elogio de aquella defensa; nos lo da acabado y justo el comandante Fervel con este párrafo de su escrito: «Su valor, con todo (el de los defensores), hizo rostro a prueba tan ruda. Y es que brillaba también a su cabeza un noble ejemplo, viendo a su intrépido coronel acudir allí donde, con efecto, la muerte les arrebataba un jefe o donde podría cebarse el peligro. Todos sus puestos iban quedando mutilados, la mayor parte de sus oficiales mordían el polvo, y su sangre corría ya por dos anchas heridas; pero ni las torturas que desgarraban sus entrañas ni el espectáculo aterrador que le rodeaba lograron conmover aquel corazón heroico, y fue necesario que el indomable Español sintiera llegarle su última hora para que pensase en la retirada»

Seis horas duró el asalto, en que, por el lado de los Franceses, tomaron parte soldados y voluntarios que habrían de ilustrar brillantemente la historia militar del primer imperio; pues sólo á las dos de la tarde acababa una acción que Perignon se resistió a proseguir en vista del cansancio de sus tropas. El bravo general, que ofrecía al representante Milhaud hacerle en una hora penetrar en un puesto atacado veinte veces durante la última campaña, y en que veinte veces también hablan sido rechazados sus compatriotas, se satisfizo luego con un ligero tiroteo y, lo que prueba el respeto que aún les inspiraban los nuestros, con restablecer y reforzar los atrincheramientos de la obra acabada de conquistar.

¿Qué había hecho entretanto el conde de la Unión? Con la noticia de los sucesos que habían tenido lugar en el Boulou durante las primeras horas de la mañana del 30, tan hábilmente preparados por Dugommier la noche anterior, en lugar de reunir todas las tropas que tenía a mano y llevarlas inmediatamente al teatro de la acción para la defensa de aquel campo y la seguridad de la importantísima comunicación de Bellegarde, puesta tan en peligro por el general Martin desde las alturas de San Cristóbal, creyó hacer bastante con enviar la corta fuerza del príncipe de Montforte que, como hemos visto, sólo sirvió para ofrecer un abrigo a los valientes presidiarios de Montesquiou. Y considerándose necesitado de consejo, reunió en su alojamiento de Ceret a los generales que no estaban en aquellos momentos al frente de sus tropas y a su Quartel Maestre, que fue necesario llevar en brazos por impedirle el movimiento una fuerte coz que el día anterior le había dado un caballo en el campo de batalla. El general Morla se opuso a la determinación, que ya se había tomado antes de su llegada al consejo, de retirar el ejército al otro lado de la frontera, manifestando que era el partido más funesto que se podía tomar por hacerse imposibles en tales circunstancias el transporte de la artillería y del material todo del ejército, la marcha ordenada de las tropas ante un enemigo tan numeroso y engreído de su victoria, y el sostenimiento de las fortalezas situadas en la orilla del mar. Su opinión era la de que se reuniesen todas las fuerzas existentes en el alto Vallespir, que ocupaban los Portugueses, las que permanecían en Saint-Feucot y los puestos inmediatos de la izquierda del Tech, y unidas todas con las del cuartel general y en combinación con las destacadas para la defensa de Collioure y Port-Vendres, se formaría una masa suficientemente numerosa para, apoyándose en los fuertes no conquistados todavía por el enemigo, arrojarlo al llano, donde nuestra excelente caballería sabría dar buena cuenta de él. Lo más urgente, según él, era mantener la posición de la Trompeta para conservar libre la comunicación de Bellegarde, para lo cual hasta llegó, una vez retirado del consejo, a dirigir una súplica al Conde, a fin de que reforzase con tres o cuatro batallones de los de Ceret aquella posición, en su concepto decisiva para crisis tan inminente.

En los momentos, sin embargo, en que se discutía la conducta más conveniente para poner a salvo las posiciones españolas del Boulou, habría sido muy difícil conseguirlo, porque el general Dugommier, una vez terminada la acción del 30, distribuyó todas las fuerzas que no habían tomado parte en ella con sus reservas y hasta las irregulares de que ya hicimos mención, puestas a distancia pero siempre en apoyo de las demás, y reforzó cuantos puntos supuso convenientes para al día inmediato caer sobre el resto del campo español y su comunicación con Bellegarde. Y eran tan numerosas las fuerzas de que disponía; habían ocupado ya tales posiciones, y su engreimiento se había elevado tanto con la victoria de aquel día, que, hecho el cálculo comparativo del número, la situación y la marcha necesaria de las nuestras, sería una temeridad el pensar que el consejo de Morla, fiel e inmediatamente seguido, hubiera alcanzado otro efecto, ese sí importantísimo, que el de recobrar el uso de la carretera general, puesto ya en peligro por la división Martín que, a la verdad, no hubiera podido resistir el empuje de los Españoles con fuerzas suficientes para, en circunstancia tan critica, impedirles un paso, que significaba la salvación de todo el ejército y de su inmenso material de guerra.

Mas para todo eso, como para la suerte de la acción que se estaba riñendo en el Boulou, era indispensable la presencia en ella del general en jefe español, cuyo valor, tan justamente apreciado por las tropas de su mando, hubiera sido de gran peso en la balanza de los destinos de aquel día. No es esta una opinión nacida del alto concepto que al autor de este escrito pudieran merecer las virtudes sociales y militares que atesoraba el conde de la Unión, es la de cuantos Españoles y Franceses se han ocupado en escribir la historia de aquella campaña, extrañando todos, pero sintiendo los primeros además, la falta del ejemplo que, a no dudar, habría dado el insigne general a las tropas que tanto le admiraban y querían.

Y sucedió que a la mañana siguiente, la del 1 de Mayo, el conde del Puerto, duque después dé San Carlos y sobrino carnal de Unión, aunque comprometido con tales lazos y más todavía con los de su brillante comportamiento anterior en aquella campaña y la de Toulón, no pudo resistir más de dos horas en la posición de las Señales, que ocupaba, ni Montforte en la Trompeta, dejando con eso a los Franceses dueños del campo y, lo que aun era peor, de la carretera general de España.

En esa situación y con la noticia de los acuerdos tomados en el consejo de guerra de Ceret, cuyo conocimiento conmovió, como es de suponer, el ánimo de las tropas que combatían en el Boulou, no había otro recurso que el de imponer orden a una retirada, indispensable ya en aquellas circunstancias. Cuantos proyectos y cálculos se han complacido en ofrecer a sus lectores algunos cronistas de tan tristes sucesos, suponiendo que hubiera podido darse el espectáculo de una reacción tan eficaz que destruyera cuantas esperanzas de victoria debían ya abrigar los Franceses, no son sino una pura quimera. Las cosas estaban ya tan adelantadas, y de tal manera se amontonaban los peligros sobre las tropas españolas, las del Boulou sobre todo, a quienes, entrada la mañana del 1 de Mayo, no quedaba sino un solo camino de salvación, que era el de Ceret, que las conducirla al abrigo del grueso de las tropas de su general en jefe, tan desacordadamente reunidas en el alto Tech; tan era imposible resistir por más tiempo, que, repetimos, no cabía más que dar orden y dirección a la retirada, para salvar cuanto fuera dable del inmenso material que se había acumulado en la línea española. No era fácil, sin embargo, tamaña empresa al frente de un enemigo tan numeroso y emprendedor como el francés, anhelante, como es natural, de ver despejado su territorio después de más de un año de opresión de parte de adversarios tan favorecidos hasta entonces por la fortuna. Había que dirigir sobre la izquierda de la línea todas las tropas y material del Boulou; era necesario llamar las que ocupaban una gran parte del macizo de los Aspres, acosadas por las del general Augereau, incansable en sacar fruto de las operaciones, aunque secundarias, que se le habían encomendado, y pensar también en la suerte de la división portuguesa que, aunque fuera del alcance de la derecha francesa, tenía a su retaguardia y flanco izquierdo un terreno de muy difícil tránsito para sus tropas y principalmente para su material. Y aunque el conde de la Unión señaló hábilmente la posición de Maureillas, intermedia entre el Boulou y Ceret y en condiciones de no ser envuelta, para que se concentrasen en ella la mayor parte de las fuerzas del ejército y conservar la única comunicación que ya le quedaba que era la de Portell, no fue posible conseguir el orden y la tranquilidad que eran necesarias para una marcha desahogada y sin el peligro de convertirse en una completa derrota. Por diligentes que quisieron andar los generales que abandonaban el campamento del Boulou, y por más que Vives procuró evacuar el Pla-del-Rey y Saint-Luc, las posiciones todas que se elevan en los Aspres sobre el flanco izquierdo, la proxi­midad de los Franceses a los primeros y las distancias que este general tenia que recorrer, produjeron uno de los descalabros más grandes que han sufrido los ejércitos al retirarse. La manera de los servicios del transporte de la artillería en aquellos tiempos, llevada por gentes desconocedoras de la disciplina militar, fue causa de la pérdida de una gran parte de su material, volada en el camino o arrojada por sus conductores a los barrancos y precipicios más inmediatos. Las tropas no podían sustraerse a la confusión y al pánico así producidos; y detenidas a veces y teniendo otras que salvar tales obstáculos, siempre, por supuesto, en el desorden que éstos y sus circunstancias producen, impidieron la llegada de todas ellas a Maureillas en disposición de atravesarse en la marcha a sus enemigos y lograr contener su avance. Si no secciones enteras, por llevar a retaguardia a los enemigos, no dejó de, con el material, perderse alguna gente de la del Boulou que regia el marqués de las Amarillas; pero de las de Vives quedaron prisioneros más de 700 hombres; porque, aprovechando el camino que recorre la izquierda del Tech desde el Boulou al puente de Ceret, la caballería francesa logró cortarlos en su bajada de Pla-del-Rey. Las brigadas Mirabel y Guieux, seguidas de aquel enjambre de voluntarios, de los batallones de inercia que en tan poco tenía el general Dugommier, acudían de todas partes sobre los Españoles, como sucede siempre en tales ocasiones cuando se retiran las tropas ante enemigos que dos horas antes no eran capaces de arrostrar ni su aspecto siquiera.

El conde de la Unión, vacilante, y eso no tiene nada de extraño en tal situación, sobre el camino que debería tomar, se fijó con particularidad en el del Portell, creyendo podría así salvar el inmenso material de artillería que, aun cuando en desorden, iba amontonándose en la posición de Maureillas. Era Morla de distinto parecer, pensando en que lo estrecho del camino, aquel mismo desorden y el ahínco que ponían los enemigos en la persecución, impedirían sacar fruto alguno de tal proyecto, y opinaba por que se dirigiesen Tech arriba los equipajes y la artillería para que, al apoyo de la división portuguesa y del castillo de Les-Bains, pudieran inutilizarse las piezas de grueso calibre y salvarse sin grandes dificultades las de pequeño y el bagaje todo por San Lorenzo de Cerdá, por donde no era fácil fueran perseguidos los Portugueses que los escoltaran, ya que estaban en la extrema izquierda de la línea, imposible de envolver. Unión, sin embargo, dirigió todo al Portell; y aun cuando pidió consejo y hasta intentó tomar posiciones en la divisoria á fin de detener a los enemigos e ir salvando el material posible, no era fácil empresa la de mantener el ejército en tal estado de moral y de disciplina con que pudiera llevarse á cabo aquel prudente pensamiento. Ya se tomó alguna de esas posiciones; pero las tropas que las ocuparon y las que se dirigían á tomar otras hubieron de abandonar su propósito de defensa, confundiéndose en el inmenso torbellino que formaba el ejército en su ansia de salvar la frontera. Con eso se perdió ya toda esperanza de salvar el material de guerra que había tomado el camino del Portell, quedando, en casi su totalidad, en manos de los enemigos. Sobre 120 fueron las piezas perdidas, y ni un solo bulto de los equipajes atravesó la frontera, cruzándola las tropas, como vulgarmente se dice, con lo puesto y sin parar hasta las cercanías de Figueras, punto de cita que se dieron todas ellas. Las portuguesas y las pocas españolas que con ellas maniobraban en el alto Vallespir lograron desentenderse del caos en que estaban envueltas las demás, saliendo de Francia por San Lorenzo de Cerdá, después de clavar la artillería de grueso calibre de los Baños y posiciones inmediatas y con las de campaña, con todos sus equipajes, hospitales y enfermos leves para establecerse a los dos días en San Lorenzo de la Muga, de donde el 2 daba parte de haber efectuado su retirada sin contratiempo alguno el valiente y digno general Forbes. Sólo algunos destacamentos de Porto y de Peniche, que Con el general Noronha habían sido enviados a Maureillas, siguieron la suerte de los demás Españoles, no pudiendo eludir la desbandada general, a pesar de haber encontrado para apoyarlos el regimiento de Freire de Andrade que, como los demás, cruzó el Pirineo para acampar en el glacis de la fortaleza de San Fernando.

El desastre, que ya fue inmenso, hubiera sido completo e irreparable si a la habilidad y a la energía desplegada en la jornada del Boulou por Dugommier y sus tropas no hubieran sucedido una torpeza y una flojedad más que nunca inconcebibles en tan solemne y decisiva ocasión. Porque Augereau no se movió de sus posiciones de los Aspres sino cuando ya los Portugueses se habían puesto muy lejos de él y fuera de su alcance; Perignon se detuvo en Maureillas y, atúrdanse nuestros lectores, receloso de lo corto de la fuerza con que perseguía a los Españoles, se plantó frente al Portell y, por supuesto, en el revés septentrional de la cordillera, para observar cómo la cruzaban sin intentar siquiera estorbarlo; y el mismo Dugommier, más que en seguir a Unión y, reuniendo las numerosísimas fuerzas de que disponía, meterse tras él en Cataluña, pensó en lo que creía su primer cometido, el de libertar el territorio francés de la presencia de sus invasores. Para él la permanencia de un solo español en el suelo de la República ofendía el sentimiento nacional hasta un punto que era preferible el sacrificio de una victoria a un espectáculo que por otra parte repugnaban los representantes de la Convención que iban con él en el ejército

Tal, en efecto, fue la torpe incuria de Dugommier en aquella circunstancia, verdaderamente extraordinaria y tan fácil de escapar, que el conde de la Unión pudo hacer su retirada por el Portell, sin las graves pérdidas que eran de temer, reforzar la guarnición de Bellegarde hasta completarla para las necesidades del sitio que iba a sufrir, y establecer por fin fuerzas considerables en Espolia para la comunicación de las plazas francesas del litoral por el Coll-de Bañuls, y en Peralada y Castellón para conservar la de Rosas y hasta atrincherar, mal o bien pensada, la línea que se abocase a la frontera francesa de uno y otro lado de la fortaleza de Bellegarde que acabamos de citar. El único contratiempo que experimentó, fue el de la pérdida de la fundición de San Lorenzo de la Muga que, conquistada por Augereau el 6 de Mayo, trató de recuperar el 19, aunque sin éxito, ya por haberse retardado con exceso, ya por no dirigir el ataque nuestros generales con la armonía y unidad de dirección que eran necesarias. Dugommier no pensaba en más empresa por el momento que la de recuperar Collioure, Saint-Elme y Port-Vendres, a cuya rendición seguiría la de Bellegarde, con lo que el suelo sagrado de la patria quedaba limpio de la negra mancha que hasta él lo había cubierto y deshonrado. Así es que, no bien acabada la batalla del Boulou, ordenaba al general Labarre que con 1.500 caballos envolviese la posición de Argelés, que los nuestros habían ya evacuado, y que después se adelantara hasta ponerse a la vista de Collioure, seguido de Sauret y Chabert que, con fuerzas numerosas de todas armas, deberían apoyarle y, ocupando el Coll-de-Bañuls, interceptar el camino de Figueras, por donde calculaba se le escaparía, como sucedió, la caballería española acantonada al frente de aquellas plazas. El mismo Dugommier se puso a la pista de sus generales; y el 2 de Mayo acampaba ante ellas con 14.000 hombres, dispuesto a no perder un momento para atacarlas.

Morla había propuesto abandonarlas inmediatamente después de la batalla del Boulou y la retirada del ejército, comprendiendo la necesidad de contar con las tropas y artillería de su guarnición, inútiles de todo punto si se dejaban en unos fuertes que, incapaces de defensa, deberían ser volados antes de que cayeran en poder del enemigo. Acorde con este pensamiento y manteniéndolo en una junta de generales celebrada en Figueras, Morla propuso también reconcentrar todo el ejército bajo los fuegos de la fortaleza de San Fernando, sin más destacamentos en vanguardia que los absolutamente necesarios para comunicar con Bellegarde y con las posiciones más importantes de los flancos. La opinión de los generales allí reunidos respecto a la defensa de Collioure, fue unánime al proponerse la voladura de aquella plaza; no así respecto a la concentración de las tropas tan a retaguardia de la frontera; pero el conde de la Unión no accedió a ninguna de aquellas proposiciones, manteniendo a Navarro en las plazas marítimas y estableciendo el ejército en la línea atrincherada que hemos dicho próxima al territorio francés.

Para entonces el general Dugommier apretaba más y más, por momentos, el sitio de Saint-Elme, llave de aquellas plazas y a cuya ocupación esperaba, con harto fundamento, seguiría la de Port-Vendres y Collioure. Y tal actividad empleó en la construcción de las primeras obras de sitio y en el establecimiento de las baterías, que pronto se vio sería imposible una resistencia afortunada. El primer elemento para obtenerla era el de la marina; y las fuerzas que la constituían en aquella costa estaban concentradas en el puerto de Rosas, más atentas, se conoce, a lo que sucedía en los Pirineos que en las aguas donde terminan. Porque es lo cierto que la artillería que hubiera de servir a los Franceses para el armamento de las baterías de sitio gastaría, de ser transportada por tierra, un tiempo que hasta habría hecho desistir de su empresa al general Dugommier, al menos por entonces. Pero el 5 de Mayo, por la noche, aparecía en las aguas de Collioure una escuadrilla francesa compuesta de 17 velas que, después de simular un ataque a la entrada de Port-Vendres, depositaban en la pequeña ensenada que llaman Anses-Pollies 12 piezas de 24, 3 de 12 y 8 morteros de diversos calibres. Y arrastrándolas, aunque con las más graves dificultades, y á brazo por supuesto, hasta el Puig de las Daines, donde Dugommier había establecido su cuartel general, pronto pudieron romper el fuego puestas en baterías sucesivas, en ayuda del que ya habían comenzado otras de menos calibre emplazadas en el Puig-Japone. Dirigíase el ataque al fuerte de Saint Elme, llave, como hemos dicho, de todo el sistema de fortificaciones de aquel insigne promontorio, tan conocido desde que los Griegos aparecieron por nuestras costas. La fortaleza, diminuta pudiera decirse, consistía en una anti­gua torre rodeada de una estrella sin fosos, cubierta de una gran bóveda en cuya plataforma se habían establecido nueve piezas de 12, 8 y 4 con tres morteros, teniendo una de hierro de 16 en la casamata que producía esa misma cubierta hacia el exterior. El general Dugommier, optimista como buen francés, creía que la toma de aquel fuerte era asunto de 48 horas; pero, ya completamente desilusionado, hubo de recurrir al fuego no interrumpido de toda su artillería, a la que tuvo aún que agregar otras 5 piezas según le iban llegando de Perpiñán. La fortaleza continua­ba defendiéndose a pesar de ese fuego y de los estragos que no podía menos de causarle siendo tan pequeña y en­deble, y a pesar, sobre todo, de que, habiendo aparecido, por fin, parte de la escuadra española, limitó su acción a embarcar los objetos más preciosos de las gentes de la guarnición y a recoger a cuantos sacerdotes o emigrados del resto de Francia quisieron trasladarse a nuestra península.

Desembarazado de tan grave peso, el general Navarro se decidió a una gran salida que, por lo menos, le diera con sus resultados más tiempo y mayor desahogo para la capitulación, que bien observaba no podría retardarse ya mucho; y en la noche del 16 al 17 destacó de la guarnición tres divisiones que, tambor batiente, ya que no podía ocultarlas la luna que brillaba en todo su esplendor, marcharon sobre el Puig de las Daines, donde sorprendido y herido el general Dugommier estuvo para caer en sus manos, mientras los presidiarios de Saint-Elme asaltaban a su vez la batería de brecha, aunque desgraciadamente también sin resultado y dejando en el campo cerca de 150 muertos o heridos y sobre 80 prisioneros. A ese arranque de nuestros compatriotas y después de un consejo de guerra celebrado por Dugommier el 19 de Mayo, contestaron los Franceses con un ataque general sobre toda la línea de nuestras fortificaciones, el cual tuvo lugar el 22 a la caída de la tarde. El general Víctor marchó sobre el campo de la Justicia que domina la plaza de Collioure, mientras una de sus brigadas se dirigía a tomar el Puig-Oriol que, a su vez, lo domina también; el general Micas atacaba el espacio descubierto entre Collioure y Port-Vendres, al mismo tiempo que una fuerte columna se reunía detrás de la batería de brecha y el resto de las tropas francesas se preparaba a secundar aquel ataque general. No se arredraron por tal espectáculo, verdaderamente sorprendente, los Españoles, sino que respondieron con un fuego que no llegó a interrumpirse, apoyado por el terrible que lanzaba sobre los enemigos el fuerte de Saint-Elme que, ya que no podía hacer uso de sus piezas por estar reducido, según el parte de los representantes franceses, a un montón de ruinas, hacían rodar de lo alto bombas, granadas, fuegos artificiales, tantas materias incendiarias que hacían aparecer a Saint-Elme como un volcán en erupción. Los Franceses de la columna establecida junto a la batería de brecha, antes de que les llegara su tiempo de acometer, que era aquel en que viesen vencedores a sus compatriotas del ataque general, se lanzaron a la escalada y asalto de Saint-Elme, donde obtuvieron, en vez del triunfo que esperaban, un escarmiento tan rudo que apenas pudieron salvar sus heridos y, entre ellos, al brutal y feroz representante Soubrany que, poco después, iría a sufrir, no la muerte gloriosa de los campos de batalla, sino la que entonces concedía la Convención en la plaza de Luis XVI.

Pero ni la salida de los Españoles la noche del 17 ni el ataque de los sitiadores la tarde del 22 hicieron cambiar la situación de unos y otros en aquella ya larga jornada del sitio de Collioure. Saint-Elme no podía continuar su admirable defensa; y, perdido aquel fuerte, los demás quedaban bajo el fuego dominante de la artillería de Dugommier, a la que no sería fácil contestase con eficacia la de las plazas de que podía aquél considerarse como el único baluarte. Así debió verlo el general Navarro que, habiendo rechazado hasta entonces las intimaciones que por tres veces le había dirigido Dugommier, comenzó a oír y estudiar la última del día 25, no de condiciones tan severas como las que antes querían imponérsele. Si en la forma continuaban siendo altaneras, y no era fácil lo evitase Dugommier que tenía a su lado a un Soubrany, ya lo hemos descrito con dos palabras, y a un Milhaud que, llegado a general, había de mandar aquellos dragones que, con los de Latour-Manbourg, dejaron 20 años después tan triste fama en España de rapaces y crueles, revelaban en su fondo una tendencia manifiesta a obtener, pronto sobre todo, un resultado que le dejase en libertad para acudir a otras atenciones de su mando. Concedía la salida de las tropas españolas, sin armas, eso sí, para su país canjeadas con igual fuerza de las francesas prisioneras nuestras, aunque eso, repetimos, en artículos de una capitulación que, por lo vejatorios, no quería Navarro suscribir.

El 26 de Mayo, sin embargo, fue necesario evacuar el fuerte de Saint-Elme, inhabitable ya y mucho menos sostenible; y descubierto, así, Port-Vendres e incapaz de defensa, hubieron todas las tropas de concentrarse en Collioure en espera de ocasión para su embarque. Pero la escuadra no llegaba: si en aquel día, lo cual es dudoso, y en caso sería de noche ya, salieron de Rosas las naves españolas destinadas al embarque de los defensores de Collioure, un temporal las obligó a mantenerse lejos de la costa, y Navarro pudo creer que, de resistir más, los exponía a capitular en condiciones peores.

¿A quién echar la culpa? ¿A Gravina, a los elementos o al general Navarro? No sería difícil demostrar que todos la tuvieron; porque Gravina debió salir antes y el viento no se hubiera opuesto quizás a su navegación, y porque Navarro, de esforzar un poco más su defensa, y a eso debía invitarle la proximidad de la escuadra, habría logrado un momento en que pudieran los buques acercársele y recogerlo con toda su tropa. Pero eso nos distraería demasiado en la narración, forzosamente sucinta, de aquellos sucesos en nuestro trabajo, y ya tenemos prisa de terminar la del sitio de Port-Vendres y Collioure.

La capitulación que el general Dugommier envió el 26 y Navarro firmó aquel mismo día, establecía en ocho artículos las condiciones ya expresadas de la salida de las tropas de la guarnición para España y el canje con otras francesas igualmente numerosas, obligándose unas y otras a no seguir tomando parte en aquella guerra. Uno de esos artículos, el V, era el más vejatorio para nuestra nación, puesto que obligaba, no sólo a declarar conspiradores, rebeldes y traidores a los Franceses acogidos a nuestra bandera, sino a entregarlos, además, a los republicanos, que era tanto como condenarlos a la guillotina. El general Navarro supo eludir hábilmente esa obligación que se le imponía estampando al pie del capítulo la para él honrosísima frase de no se cree que haya alguno, y embarcando, aunque con gran peligro para ellos por el estado del mar, a cuantos emigrados quedaban todavía en Collioure y principalmente, entre ellos, a los individuos todos de la legión auxiliar francesa, llamada de la Reina, que, por su entusiasmo monárquico y por la causa misma de su posición en Collioure, se habían distinguido en la defensa y aun brillado entre los más fogosos y valientes mantenedores de aquella posición.

Así es que, al presentarse la escuadra española en las aguas de Collioure, ya nuestros soldados atravesaban la frontera para penetrar en Cataluña y dirigirse a los puntos de la Península que se les señalaran. Pero aquella capitulación adolecía de un defecto capital, el de no haber sido aprobada por el general en jefe español, defecto que Dugommier había dejado inadvertido por el ansia, sin duda, que le devoraba de no demorar un momento la ocupación de aquellas plazas y poder inmediatamente dirigirse al teatro de las operaciones en campo abierto. En cambio aquella omisión, siempre tan grave, daba lugar a que el conde de la Unión eludiese los compromisos de tal convenio militar, tomados sin su anuencia, negándose a lo que también era capitalísimo en el general francés, a la restitución o canje de los prisioneros franceses internados en Cataluña. Lo cual produjo tales contestaciones entre los generales de uno y otro ejército y tal ruido en la Convención que acabó la República por declarar la guerra sin cuartel, a la que el conde de la Unión dijo respondería con una más generosa aún que la humana y caballeresca que hasta entonces había puesto en práctica durante su mando.

Dos son los gravísimos errores que se cometieron de uno y otro lado por los generales beligerantes, el del sostenimiento de aquellas plazas por el Español y el de su ataque por el Francés. Porque si error es y gravísimo, repetimos, en Unión el de mantener unas fortalezas cuya pérdida era ya inevitable, privándose de la fuerza de 7.000 hombres que tanto podía influir en la defensa de la frontera espa­ñola, no lo era menor en Dugommier el de paralizar durante un mes entero las operaciones a que estaba llamado después de una derrota tan ejecutiva y completa como la que el 1 de Mayo había sufrido el ejército de sus enemigos. Su primer cuidado, y bien lo hace ver el historiador Fervel, debió ser el de no dar punto de descanso a sus enemigos, ya que se retiraban en un desorden que los haría incapaces de defenderse en otro punto que el de Figueras, y eso si no tenía lugar un pánico igual al que, meses después, produjo la vergonzosa rendición de la fortaleza inmediata de San Fernando. ¡Cuántos lances de alternativa fortuna, y regularmente hasta su muerte, se hubiese evitado el general Dugommier!

Pero cuando a principios de Junio se presentó en la frontera española, la plaza de Bellegarde estaba ya provista, aunque no todo lo necesario, de hombres, material y víveres que alargarían su defensa; mal que bien, había sido fortificada la extensa línea española para impedir a los Franceses su descenso al Ampurdán; y las fuerzas que Dugommier conducía, ya innecesarias en Collioure, no aparecían bastante numerosas para vencer y allanar tales obstáculos.

Se conoce, sin embargo, que allá en su barraca de las Daines y durante los ocios que le consintieran las operaciones del sitio de Collioure, había meditado, y no poco, sobre la manera de proseguir una campaña de la que esperaría obtener los más brillantes resultados, porque consta entre sus despachos oficiales uno del 23 Floreal, esto es, del 12 de Mayo, en que, después de anunciar al Comité de Salud pública su entrada próxima en España, llegaba hasta contar con la anexión del Principado a Francia, el sueño dorado de Richelieu y de Luis XIV. «La bandera de la Fraternidad, le decía, marchará a la cabeza de nuestra vanguardia; la consigna será la de protección, y los catalanes, bien pronto afrancesados, me atrevo a predecirlo, facilitarán nuestros proyectos ulteriores sobre España.» Está visto que las ideas anteriormente enunciadas como de Fervel tenían su origen y su principal fundamento en las que no podemos llamar sino divagaciones del general Dugommier que, sin embargo, dejaba pasar los días y los meses sin llevarlas al campo de la realidad, comprometiendo, en lugar de favorecer, su propia causa.

Porque, sea por haberse recrudecido la herida que recibió en el sitio de Collioure, sea por no intervenir en las diferencias surgidas entre el general Augereau, caprichoso y violento, y Perignon, poco dado a alardes de autoridad, el primero se mantenía en San Lorenzo de la Muga fuera de toda comunicación y sin influencia sobre los destinos de la campaña, y el segundo permanecía inmóvil en derredor de Bellegarde, sin más iniciativa que la de apretar cada día más el bloqueo de aquella fortaleza y atento á la observación de los movimientos de los enemigos que tenía delante.

A ese nuevo error de Dugommier, puesto que a él como general en jefe debe atribuirse el alejamiento que mutuamente se procuraban sus tenientes en la frontera, hubo de añadir muy pronto otro mayor aún, el de, por sostener a Augereau en su situación aislada y sin objeto alguno militar importante sobre la línea española, comprometer, no sólo esa situación más y más, sino a la masa total de las tropas francesas que operaban en la Cerdaña, haciéndolas descender por los valles del Llobregat y del Ter para reforzar aquella división y, cuando menos, distraer al enemigo del pensamiento que en él debía calcular de atacarla y destruirla. Y para mejor conseguirlo, no bien llegó a la Junquera, del 6 al 7 de Junio, y después de dirigir una intimación al gobernador de Bellegarde, contestada por el marqués de Vallesantoro con la dignidad que hacían esperar sus anteriores servicios, rompió sobre la línea española en una acción que, por no ser muchas las tropas que tenía a mano, han reducido sus encomiadores a las proporciones de sólo un reconocimiento. No era ciertamente una batalla lo que se intentaba ofrecer s los Españoles; pero sí probar sus fuerzas y aprovecharse, si era dable, de su descuido o debilidad para arrebatarles sus posiciones más avanzadas.

El general Perignon utilizó la noche anterior para adelantarse con 5 ó 6.000 hombres hasta el Llobregat, dejando en el camino junto a Campmany, Biure y la orilla de aquel río, fuertes destacamentos de las dos armas que le diesen seguridad en su marcha. Y con unos 2.000 infantes y 300 caballos emprendió el ataque de los reductos establecidos en aquella parte de la línea española, el de la ermita del Roure, sobre todo, que estaban construyendo nuestros soldados. La resistencia en aquel punto fue muy débil; pero, al retirarse de él nuestra tropa, se encontró apoyada por las baterías de Pont-de-Molins que cubrieron de metralla la cabeza de la columna enemiga. No bastando eso y haciéndose urgente el recobro de aquella posición, un batallón de Hibernia, 100 granaderos reales y dragones de Numancia, a cuya cabeza se puso D. Juan de Hogán, mayor del primero de aquellos regimientos, rechazó á los más avanzados de los Franceses y fue enseguida a recuperar la ermita antes de que llegaran en su apoyo otros batallones que le mandó el conde de la Unión.

El general Courten, a su vez, rechazó a los Franceses que atacaban los reductos próximos, mientras una parte de nuestra caballería de la derecha se dirigió, remontando el Llobregat, a envolver la izquierda enemiga, donde campeaban los jinetes que Perignon había establecido con la brigada Point para asegurar su ataque sobre Roure. Mandábalos el general Labarre que, encendiéndose en coraje a la vista de los nuestros y con el ejemplo de temeridad que le daba el famoso representante Soubrany, se precipitó con ellos en lo más espeso de los escuadrones españoles. No costó mucho a éstos el destrozar la caballería de Labarre, el cual quedó muerto entre sus compañeros Raman y Guieux, heridos tamban, y, continuando en su alcance victorioso, derrotaron también a toda la brigada Point que se adelantaba en apoyo de los suyos. Suerte igual hubiera experimentado la que un francés llama intrépida falange de los granaderos del Gard, tan castigada, recordaremos, en la campaña anterior por los soldados de Ricardos, si el jefe que mandaba los jinetes de Algarbe y Pavía, destinados a envolver las fuerzas todas que estableció por aquella parte Perignon, no se hubiera obcecado con la idea de que el Llobregat era invadeable precisamente por donde ya lo habían atravesado los infantes franceses, cesando en un ataque que hubiera costado al ejército francés una derrota de no corta importancia en aquellos momentos.

Aun así quedaron paralizadas las operaciones de los Franceses contra la línea española, reduciendo Dugommier sus aspiraciones a apretar el cerco de Bellegarde, al menos mientras se verificaba en las altas cuencas del Muga y del Ter la maniobra que ya hemos dicho se había propuesto ejecutar para envolver todo el campo español hasta por retaguardia de la plaza de Figueras. No tuvo ésta mejor suerte, aunque con un desarrollo mucho mayor de fuerzas y de tiempo dio lugar a peripecias militares que hacen grande honor a nuestros soldados y a los miqueletes y somatenes catalanes, dignas de una monografía que no puede obtener sitio en la presente historia.

El general Doppet, que había relevado a Dagobert en el mando de la Cerdaña, bajaba con una fuerza de 8.000 hombres, dividida en tres columnas, sobre Camprodón, donde encontró el 7 de Junio un destacamento que Augereau había dirigido el 6 a su encuentro desde San Lorenzo de la Muga. Pero, en vez de, hallándose concentrados en posición tan ventajosa hasta 12.000 combatientes con hombre tan emprendedor a su cabeza como el futuro duque de Castiglione, marchar decididamente sobre el flanco y la retaguardia del campo español, para realizar así la maniobra tan decantada de Dugommier, Doppet, después de asegurar su retirada a Francia por el Coll-des-Aires con un fuerte destacamento, se dirigió a Ripoll con el objeto de destruir la fábrica de armas allí establecida. Esa marcha, la resistencia de los miqueletes que en ella fue encontrando y la ninguna experiencia de Doppet en aquel género, ni en ningún otro de las operaciones militares, le hizo perder el tiempo preciso para ejecutar la que se le había encomendado y de al conde de la Unión el necesario para hacerla fracasar.

El general Vives recibió, con efecto, la misión de castigar la torpeza de Doppet y, si le era posible, cortarle la retirada a Francia o a Cerdaña, de donde también partiría una columna española que amenazase el regreso allí de los Franceses. Vives llegó el 16 de Junio a San Juan de las Abadesas con cinco batallones de línea y una nube de somatenes, batiendo allí a Charlet que, al tratar de ganar la frontera en el Coll-des-Aires, lo halló ocupado por los nuestros que le obligaron a buscar su salvación por otros puntos con pérdida de toda su artillería y sus bagajes. Dos días después del ya citado, Doppet, inmóvil hasta entonces en Ripoll, decidió retirarse también, haciéndolo por el mismo camino en que había sido derrotado su teniente por andar los nuestros en su persecución por las crestas del Pirineo. Así logró Doppet entrar de nuevo en Camprodón, pero sólo para permanecer algunas horas y repasar luego la frontera en estado tan lastimoso como el de Charlet, aunque favorecido por una diversión que Augereau hizo sobre Besalú para amenazar la línea que acababa de seguir Vives. Éste, herido en una de las primeras refriegas de aquella jomada, pero bien secundado después por los jefes que le acompañaban, volvió a la línea; habiendo desbaratado la gran maniobra, tan hábilmente ideada por Dugommier y con tal torpeza ejecutada por su antecesor en el mando.

«Así, dice con razón el comandante Fervel, terminó aquella triste expedición de Ripoll. Hábilmente dirigida hubiera sido una de las combinaciones más brillantes de la campaña, pero tal como Doppet la había ejecutado casi recordaba nuestros malos días de 1793, y hubiera puesto en duda la seguridad misma de nuestra propia frontera, en las montañas por lo menos, sin el notable desquite que íbamos a tomar en Cerdaña.

Y ciertamente que bien lo necesitaban los Franceses por aquella parte puesto que, al bajar Doppet a su desastrosa incursión, el comandante Peleuck que, con tres batallones y cuatro piezas de artillería, había sido destinado a dispersar una concentración de somatenes en Castellar de Nuc y Pobla de Lillet, fue tan ejecutivamente rechazado que hubo de volver a reunirse al cuerpo de la expedición, perseguido hasta de las mujeres de aquella comarca, que siempre se han señalado por su ardimiento y energía. Ahora mandaba en la Cerdaña el córonel Porte con unos 3.000 Franceses establecidos junto a Belver, en una fortaleza, sobre todo, que había construido alrededor y en lo alto de una montaña cónica llamada el Montarrós, verdadero campo atrincherado que dominaba todo el valle del Segre, entre Puigcerdá y la Seo de Urgel. Allí, en efecto, rechazaron el ataque dirigido contra ellos por el general Cuesta con unos 3.000 veteranos y otros tantos somatenes, mientras por la izquierda del Segre se encaminaba con igual número de los últimos el general Rodríguez Buria sobre Puigcerdá. Dió, con todo, la coincidencia, efecto del retraso de las órdenes enviadas á Cuesta, de que, al atacar éste Porte en Montarrós, ya recibía el francés refuerzos de Charlet, volviendo de su malaventurada derrota en San Juan de las Abadesas y el Coll-des-Aires, y de que, al asomar La Buria a Puigcerdá, entraba en aquella plaza el grueso de la división Doppet de regreso también de Camprodón. Con eso y con la resistencia opuesta junto a Belver a los nuestros, Cuesta se retiró a La Seo por Montellá y La Buria remontándose al alto valle de Llosa, pero no sin pérdidas de alguna importancia.

Resultaba de todo con desquite o no en la Cerdaña, que había fracasado el plan de Dugommier y que la invasión de Cataluña, tan fácil al retirarse nuestro ejército del Boulou y Ceret y con tanta arrogancia y proyectos tan vastos puesta en noticia de la Convención, hallaba obstáculos que, no la ciencia de la guerra, sino los errores de los que la dirigían, iban haciendo por el pronto insuperables. Resultaba, además, que se habían así como desvirtuado las eminentes cualidades del general francés al tener que ejercitarse en una lucha de invasión, esto es, en la que iba a ofrecerle un pueblo en quien podría muy luego observar que no predominaban las ideas separatistas y democráticas que él tan gratuitamente le atribuía. Por el contrario, y mientras que tanto error como iba acumulando en sus pla­nes de invasión daba a las tropas españolas tiempo suficiente para reorganizarse y recibir refuerzos, siquiera desproporcionados a sus necesidades de defensa, veía con asombro cómo el país entero que tenía delante se alzaba unánime para burlarle en sus cálculos políticos y vengar las brutales ofensas que, a pesar de sus buenas intenciones, inferían los soldados de Francia a los objetos más venerados de los catalanes y a sus más caros intereses.

El ejército francés, por otra parte, era más numeroso que nunca en los Pirineos orientales, y rebosaban en él la disciplina, a que tanto contribuye la victoria, el entusiasmo por un jefe a quien suponía las cualidades más sobresalientes, y las esperanzas de una conquista que le valdría laureles y botín en proporciones para satisfacer a los más ambiciosos. Y si es verdad que experimentaba muchas bajas por efecto de las emanaciones palúdicas del bajo Ampurdán al comenzar los calores del verano, esa influencia azotaba lo mismo al ejército español y más aún, puesto que campaba en la zona más baja y más expuesta, de consiguiente, a su deletérea acción.

Hay que reconocer en medio de todo eso y aun contando con los talentos del general Dugommier y las excelencias del ejército que mandaba; hay que reconocer, volvemos a decir, una de dos causas, o ambas dos juntamente, que paralizaban su acción; esto es, la entrada de tan gran golpe de tropas francesas en el territorio español, el espectáculo de las nuestras reorganizándose tan pronto y fortificándose ante el enemigo y el que ofrecía el Principado de Cataluña alzándose por manera tan significativa para defender su independencia; o la falta entre los invasores de alguno que, como el oficial de artillería de Toulón, inspirase a su jefe aquellas concepciones admirables que le valieron la inmortalidad. ¿Cómo con un Napoleón a su lado habría Dugommier permanecido inactivo durante cuatro meses en las cumbres del Pirineo? Ya quiso llevarse consigo a los orientales a su mentor de Toulón, pero su desgracia hizo que se considerase a éste más útil en los Alpes y el Apenino, dejando así en descubierto y en un especie de eclipse las cualidades de quien, desde la brillante inspiración de la batalla del Boulou, no hizo sino amontonar deficiencias en la retirada de los Españoles el 1 de Mayo, el sitio de Collioure después, y ahora en su inacción injustificable al frente de nuestras líneas de Figueras.

A tal punto llegó esa inacción, siempre disculpada con la necesidad de apoderarse de Bellegarde, que hasta dio motivo para que el conde de la Unión ejecutara un ataque sobre el campo francés con el fin, principalmente, de hacer levantar el sitio de aquella fortaleza. A eso daban lugar la parsimonia, la falta de iniciativa en un general, que tanta había revelado en las operaciones anteriores. Y no se diga que los acontecimientos que por entonces se sucedían en París y los que muy pronto presenció la Convención fueran a paralizar, como se ha supuesto, la acción del general Dugommier, porque estaba eso bien de manifiesto desde antes del célebre 9 Thermidor que acabó con el tiránico poder de los Terroristas.

Lo que ostensiblemente paralizaba las operaciones del ejército francés era el empeño en su general de apoderarse de Bellegarde, así por recuperar aquel pedazo de Francia, único que aún permanecía en poder de los Españoles, como por no dejar a sus espaldas una fortaleza enemiga que pudiera hacerle mucho daño el día de una desgracia, siquiera inesperada, para sus armas. Bellegarde llevaba ya más de tres meses de un bloqueo riguroso y no era probable que resistiese por más tiempo, aun teniendo a la vista el ejército de quien hubiera, en caso, de recibir el socorro que esperase; y en su ocupación, una semana o un mes más tarde, encontraría Dugommier tiempo y pretexto, si no motivo fundamental, para la curación completa de su herida, para el reposo de su ánimo, no poco abatido según sus compatriotas, y hasta, como ya hemos dicho creían algunos, para esperar los resultados de aquel 9 Thermidor que iba a cambiar la faz de la Revolución.

Pero el marqués de Vallesantoro no se daba, como vulgarmente se dice, a buenas, contestando a las repetidas y a veces amenazantes intimaciones de Dugommier con comedimiento siempre, pero siempre también con frases que indicaban una resolución tan enérgica como leal. El tiempo pasaba, sin embargo, y la guarnición de Bellegarde iba careciendo de víveres a pesar de la economía que su gobernador había introducido en el reparto diario de ellos, comprendiendo que después de logrado el primer socorro, de que hemos hecho mención, sería imposible otro nuevo, cerradas como estaban por el ejército francés todas las comunicaciones con el español que campaba a su frente. El pan y la galleta se habían acabado, y la poca carne salada y el bacalao todavía existentes, más perjudicaban que aprovechaban a la salud de una tropa devorada por el escorbuto y las fiebres. Su situación se haría insostenible muy pronto; y la única esperanza que cabía ofrecer a gentes, a pesar de todo, resueltas a no rendirse sino en la mayor extremidad, era la de un combate en que el conde de la Unión lograra batir a los Franceses y abrirse paso hasta ellos.

Y no es que estuvieran olvidados los bravos defensores de Bellegarde de su general en jefe; no. Creyendo, sin embargo, que, aprovechado el error cometido por el Francés al conservar a Augereau en su posición aislada de San Lorenzo de la Muga, podría conseguir un éxito igual al de un ataque de frente, mucho más peligroso, resolvió acometerlo el 13 de Agosto con fuerzas, en su concepto suficientes, ya que la ocasión le brindaba a ello. Courten debía marchar desde Llers sobre Terradas, vanguardia de Augereau, que tenía su centro en San Lorenzo apoyando la izquierda en las formidables posiciones de la Magdalena y Nuestra Señora de la Salud; una fuerte columna iría por Llorona para envolver la línea enemiga por caminos y terreno sumamente difíciles, y otra, por fin, arrancando de Lladó, seguiría en apoyo de la de Llorona y con objeto casi igual pero en campo más restrin­gido.

Los Franceses han querido dar a aquella acción la importancia de una gran batalla, engalanándola con ese nombre y describiéndola con detalles que verdaderamente no merece; hasta se trae a colación la de Castiglione para más glorificar al general feliz que fue su héroe. Pero lo que sucedió fue que Courten se hizo dueño de Terradas, y se proponía continuar el ataque sobre San Lorenzo, donde reinaba ya la preocupación más seria, cuando, al ver que no llegaban al campo en que se habían citado las otras divisiones o columnas, la de Llorona por haberse extraviado y la de Lladó por, en razón de esto, haber suspendido su marcha, creyó deber también detenerse en medio de su primer triunfo. Animado con tal pausa el general Augereau, y no temiendo ya nada por sus flancos, acometió a su vez a Courten que, sin fuerzas suficientes para resistirle y con las instrucciones que le llevó Morla desde el cuartel general, situado en aquellos momentos en una altura entre Llers y Palau, hubo de retirarse con mucho orden, aunque no sin pérdidas graves en su tropa y oficialidad.

Lo que de su derecha, izquierda nuestra, han hecho los Franceses, y con mucha menos razón, de los sucesos que aquel mismo día tuvieron lugar en las posiciones del centro y en las orientales de la línea hasta la costa del Mediterráneo; han dado el carácter de un gran combate a lo que por parte de los Españoles no fue sino una llamada de atención al enemigo para que no se moviese en ayuda de Augereau. Pues qué, ¿no pudieron comprenderlo al ver la poca resistencia que nuestras tropas les oponían en Cantallops, tan distinta de la que el mismo Taranco, que emprendió aquel ataque, y el vizconde de Gand con la legión de la Reina, les ofrecieron al retirarse en Espolia? ¿O es que nuestra escuadrilla, al doblar el cabo de Creus, pensaba también en la reconquista de Collioure?

Claro es que el combate de San Lorenzo de Muga fue un fracaso para nuestras armas que, de obedecer a plan más juicioso y menos complicado, mejor concentradas y dirigidas, pudieran haber obtenido un gran éxito; pero la prueba del temor que infundió en los enemigos por si se repetía en otras condiciones, fue que pocos días después Dugommier, que así cayó en la cuenta del error que había cometido, hizo a Augereau trasladarse a Darnius, muy próximo al centro de su posición, reuniendo también su izquierda, casi extraviada en los picos y puertos del Pirineo hasta el de Bañuls. El gobierno francés se mostraba tan disgustado de las dilaciones de Dugommier y de la esterilidad de tanto y tanto ataque como sus tropas reñían, pero siempre en las mismas posiciones de la frontera, que el general hubo de pensar en operaciones que le dieran el fruto tan apetecido por la Convención, el de las plazas fuertes que estaban a la vista, y de consiguiente, al alcance del ejército. Con esa concentración de los Franceses, Bellegarde quedó más estrechamente bloqueada, haciendo inútil el consejo de Morla de que, destruyendo la artillería y preparando la voladura de las fortificaciones, la guarnición evacuase la plaza, abriéndose paso por entre los enemigos con el apoyo de una parte de nuestras tropas que rompería el cordón de enemigos que tenía en frente para recibir a sus compatriotas.

No ejecutado este plan, Bellegarde tuvo que rendirse después de 134 días de bloqueo, con 400 hombres de su presidio gravemente enfermos, devorados los demás por el hambre, y todos sin esperanza alguna de salvación después del infructuoso ataque de San Lorenzo y de la reunión en derredor suyo de todas las tropas del ejército francés. El marqués de Vallesantoro intentó una capitulación todo lo honrosa posible en el estado a que se veía reducido; pero Dugommier no podía concedérsela en obediencia al decreto de 11 de Agosto (24 Thermidor) en que la Convención disponía que no se hiciesen prisioneros españoles, y que los sacerdotes y los nobles españoles fueran cogidos como rehenes en cuantos lugares ocupasen los ejércitos franceses de los Pirineos orientales y occidentales. A pesar de eso y acogida la guarnición de Bellegarde a la generosidad francesa, según la frase de Dugommier en su contestación a Vallesantoro, el bravo general de la República hizo entender a los sitiados que nada tenían que temer por su vida, arrostrando él así la responsabilidad que le cupiera ante la Convención, apoyado, es cierto, por el nuevo representante Delbrel, que con su colega Vidal habían sustituido a Milhaud y Soubrany, el primero de los que, Delbrel, se disculpó con el peligro de que la guarnición de Bellegarde se resolviera a sepultarse en las ruinas de la fortaleza y corriese peligro la vida del sinnúmero de prisioneros franceses internados en España.

Tal importancia se dio en París a la reconquista de Bellegarde, que la Convención instituyó la fiesta de las Victorias, dando el nombre de Sud-Libre a aquella fortaleza, como había impuesto el de Nord-Libre a la de Condé, acabada de sacar del poder de los Austríacos. No se le dio tanta en Madrid, donde, sin rendir los honores debidos a la lealtad y abnegación de nuestros soldados y su ilustre general, se escribía al jefe del ejército español: «Tú has perdido una fortaleza, pero no la estimación pública».

No tenía, con efecto, medios suficientes el conde de la Unión para hacer levantar el sitio de la única conquista que ya nos quedaba de la campaña anterior. Sus intentos de socorro no habían podido realizarse; y de haberse intentado discretamente, habrían sido tan ineficaces como el de apoderarse después de la importantísima posición de Montroig que, aun conquistada el día 21 en el primer empuje de nuestros batallones, hubo de abandonarse inmediatamente por el desorden que tan fácil victoria introdujo en ellos entregándose con la más ciega confianza al merodeo de los lugares inmediatos.

Lo severo de las penas que el conde de la Unión impuso a los fugitivos, restableció en gran parte la disciplina y el buen espíritu de las tropas que en otro pequeño combate, dado diez días después, se batieron con singular denuedo é inspiraron alguna confianza para las operaciones sucesivas.

La concentración de los Franceses en derredor de Bellegarde aconsejaba la de los nuestros a fin de resistir el movimiento que era de esperar emprendiesen aquéllos, libres ya, con la ocupación de Bellegarde, para acometer la tantas veces anunciada invasión de Cataluña. El general Quartel Maestre proponía acercarse todo lo posible a los enemigos y, ocupando algunas de las posiciones avanzadas a la de Pont-de-Molins, fortificarse en ellas y guarnecerlas con fuerza que impidiera al enemigo hacer destacamento alguno en sus flancos por temor a verse cortado, y encerrarlo en el valle de la Junquera, donde al menor descuido suyo podría ser atacado y hasta puesto en derrota. Pero no satisfecho el Conde con la idea de abandonar el sinnúmero de posiciones que aún conservaba en las alas de su línea, siguió en ellas, añadiendo otras muchas baterías a las presupuestas en el plan acabado de enunciar y dejando así todas escasas de fuerza que, por otra parte, distraía del puesto donde más conveniente le era reunirla para una ocasión que ya no podía estar remota. Con decir que des­pués del combate de Montroig existían en la línea española y en una extensión de más de diez horas de marcha 77 baterías con 220 piezas, se comprenderá la debilidad de esa línea y lo imposible de acometer desde ella una acción ofensiva bastante eficaz para romper la concentración, harto sólida, de los enemigos que se hallaban al frente.

Por el contrario, los Franceses eran los que estaban en disposición de emprenderla; y, con efecto, al amanecer del 17 de Noviembre asomaban su cabeza las columnas francesas ante nuestra línea.

Dos motivos, se dice, que provocaron el ataque de los Franceses en aquel día; resolución, por otro lado, muy natural dos meses después de la reconquista de Bellegarde. El primero era el de la falta absoluta de víveres que impedía a los Franceses permanecer por más tiempo en la inacción. El segundo era de naturaleza más rara, revelando tratos de que no se tenía noticia en España. El día anterior había Dugommier recibido por el intermedio de un agente secreto que mantenía en el campo español, un ultimátum de nuestro Gobierno, asegurando su respeto á la forma de gobierno que adoptase la Francia, si ésta, en cambio, entregaba los dos hijos de Luis XVI, y al herede­ro algunas provincias limítrofes de España para gobernarlas como único soberano y rey.

Esa negociación diplomática venía de muy atrás entablada. El ministro que había logrado el destierro de Aranda por su oposición a la guerra, puesta de manifiesto en el Consejo de 14 de Marzo, y, llevando su rencor a un extremo inconcebible, sujetaba a hombre de tantos servicios a interrogatorios y reclusiones como las que le vimos sufrir en Jaén y la Alhambra de Granada, iba al mismo tiempo, en los mismos días de tamaños atropellos, a buscar la paz con Francia por los procedimientos más torpes y vergonzosos. Con la correspondencia del marqués de Aranda a la vista habíamos denunciado proyecto semejante, que principiaría a ponerse en ejecución en Junio de 1795 por el lado de los Pirineos occidentales, y el P. Delbrel, con la del conde de la Unión, ha venido ahora a revelar el en que tomó parte aquel malogrado general, aunque no aprobándolo, por el de los orientales.

Era éste, como se ve, muy anterior y había surgido en la mente de Godoy al comprender que no tardarían en realizarse las fatídicas predicciones de Aranda, las que le habían irritado tres meses antes hasta el punto de hacerle dictar providencias tan injustas y a con ellas comprometer la fama de bondadoso de que gozaba su soberano. No sabiendo cómo principiar las negociaciones de un tratado a que le inclinaban los reveses sufridos por nuestras armas en el Boulou y Collioure, ni a quién dirigirse para entablarlas con algún, aunque mediano, decoro para el Gobierno español, recurrió en busca de luz al general en jefe del ejército de Cataluña, por donde en aquellos días soplaba con mayor violencia el viento de la mala fortuna para España. El conde de la Unión, aun desaprobando, según ya hemos dicho, paso tan aventurado y resistiéndose a ser su primer motor, accedió, por servir al ministro y complacer al amigo, a pedir a Dugommier una entrevista, en que pudiera leerle el despacho de Godoy aconsejando a la Convención se trasladase con todos sus partidarios a las Antillas francesas, donde podría establecer una república según la deseara, pero dejando el gobierno de la madre patria a su legítimo soberano.

El proyecto era para hacer reír al asceta más recogido en sus santas meditaciones; pero por fortuna no hubo lugar para que lo leyese Dugommier, que se negó a recibir a ningún parlamentario sino en presencia de sus generales y Estado Mayor. Aún se repitió el intento de conferenciar con Dugommier, siempre inútilmente sin embargo, y hubo de recurrirse a un M. Simonin, pagador de los Franceses que se hallaban prisioneros en España y que mantenía, por consiguiente, una correspondencia bastante seguida con aquel general.

Simonin, no atreviéndose a estampar en su primera carta a Dugommier la palabra paz que estaba prohibida por la Convención para con ninguna potencia cuyos soldados ocuparan un punto siquiera de Francia, la sustituyó con un pequeño ramo de oliva, emblema perfectamente interpretado por el general que, habiéndolo recibido después de la capitulación de Bellegarde, tuvo medio para contestar que, una vez ejecutada la de Colliure, no habría ya motivo para la guerra a muerte, pudiéndose además prestar oído á la elocuente alegoría que encerraba la carta.

Esto dio lugar a que Godoy enviara a Unión las proposiciones que hemos dicho provocaron en Dugommier la resolución de atacar el 17 la línea española; proposiciones que el valido esperaba producirían un tratado de paz, necesario ya, en su concepto, para conjurar los mismos peligros cuya sospecha acababa de condenar en Aranda, los de que Inglaterra pudiera aprovecharse de la guerra para destruir, a la vez que el de Francia, nuestro poder marítimo y colonial. Pero al ofrecerlas a la República, Godoy, desconocedor del vuelo y del carácter que las ideas revolucionarias habían dado a sus mandatarios, añadía a la torpeza que revelaban, una mala fe que era imposible se escapara a la penetración del más novel en los asuntos del gobierno y de la política. El pensamiento de Godoy era el de que, aceptadas aquellas proposiciones, cabía encender en Francia la guerra civil, procurar con ella el restablecimiento del trono para su legítimo representante y fortalecer los de los demás monarcas interesados en aquella contienda.

Esas proposiciones llegaron el 16 de Noviembre a manos del representante Delbrel, quien a la vez que las transmitió al Comité de Salud pública con una carta donde anunciaba su respuesta a los Españoles con el cañón y la bayoneta, las comunicó al general Dugommier que al día siguiente la haría, más que elocuente, práctica emprendiendo las operaciones con el vigor que vamos a ver desplegado inmediatamente por sus tropas.

Si el primero, pues, de los motivos expuestos obligaba a los Franceses a levantar el campo de las crestas del Pirineo para subsistir, el segundo, que acabamos de circunstanciar, les obligaba también a, rechazando aquellas proposiciones, batirse, como dice un historiador de su país, por el honor de la República.

El plan de Dugommier, muy meditado en tanto tiempo como había tenido para discurrirlo, era hábil, pues que se dirigía a aprovecharse de la absurda extensión que había dado a la línea de los Españoles su general en jefe. Augereau, establecido, como ya hemos dicho, en Darnius, había efectuado aquella noche una marcha penosísima pero que le colocó mucho antes del amanecer del 17 sobre el flanco y, en puntos, a retaguardia de nuestra extrema izquierda. Remontando el Ricardell desde Darnius, había dado una inmensa vuelta para caer sobre el puente de San Sebastián, punto intermedio entre San Lorenzo de la Muga y la Fundición, situada entonces agua arriba de aquel pueblo. Inesperado su avance, las grandes guardias de los Españoles, sus avanzadas y hasta las pequeñas guarniciones de los reductos que cubrían el curso del Muga, fueron sorprendidas; y antes de que se disiparan las tinieblas de aquella noche, se hallaban envueltas también la posición de la Magdalena y la de Terradas, a pesar de la resistencia que opusieron los Españoles de Courten que, después de combatir con la energía en él de costumbre, hubo de retirarse privado de los auxilios que había pedido al conde de la Unión. Fueron considerables las pérdidas allí de nuestros compatriotas, tanto en la defensa de sus posiciones como en la retirada a Llers, donde Courten esperó la reunión de los cuerpos que habían combatido a sus órdenes

El ataque contra nuestra izquierda resultó así decisivo, pues que la retirada de Courten dejaba el centro a descubierto de la acción que Augereau pudiera emprender sobre él en los momentos en que andábamos a las manos con el de los Franceses, regido por Dugommier en persona. Pero ni en esta parte de la línea, ni en la derecha tampoco, había el combate ofrecido los mismos resultados.

En este flanco, izquierdo de los Franceses, el general Sauret salió del campo de Santa Lucía a las dos de la madrugada dirigiéndose a amenazar con su vanguardia nuestra posición de Capmany, mientras el resto de sus fuerzas, tres brigadas, atacarían decididamente los reductos de Vilaortoli y Espolia. Al hacerlo, contaba con una reserva que Dugommier había situado en contacto con su centro, pero de la que sería el general en jefe quien dispusiera en los momentos más convenientes. En Vilaortoli rechazaron el ataque de los Franceses las tropas del general Bellvis, y en Espolia las de Taranco; y tan ejecutivamente, que pudo desprenderse de ellas la legión de la Reina que, con el vizconde de Gand a su cabeza, se adelantó sobre Cantallops y el campamento de Santa Lucía, de los que se hubiera apoderado si no la detuvieran avisos que en tal momento llegaron del cuartel general anunciando el revés sufrido por Courten en el ala izquierda.

Ese momento era también el en que Sauret, por aquel lado, y Augereau, por el opuesto de la línea francesa, recibían la orden de cesar en los movimientos y operaciones de que estaban encargados.

Algo, pues, de extraordinario pasaba en el centro, de donde habían partido aquellas órdenes tan incomprensibles para todos como inesperadas.

Con previsión envidiable y con la actividad que caracteriza a los Franceses cuando la nave de su fortuna surca el mar de los sucesos viento en popa, habían establecido en las posiciones de Montroig y la Montaña Negra diez piezas, con que, al amanecer del 17, se pusieron a cañonear nuestras posiciones más avanzadas mientras sus columnas formaban en disposición de atacar a su apoyo con la mayor energía. La artillería española era, sin embargo, superior o estaba mejor servida; ello es que la francesa, en vez de apagar sus fuegos, se vio impotente para conseguirlo y aun puede decirse que desarmada.

Tan hicieron blanco de la Montaña Negra nuestros artilleros, que no había pasado mucho tiempo desde que se rompió el fuego cuando pudieron observar que en aquella cumbre, de donde se esperaba la acción más enérgica y hasta decisiva para la suerte de la batalla, sucedía algo extraordinario que pudiera paralizarla. Y era, con efecto, que uno de los proyectiles de la artillería española había alcanzado nada menos que al general Dugommier que, para mejor atalayar el campo y dirigir con más acierto el ataque simultáneo de sus columnas en el centro y las alas de la línea, se había establecido en la eminencia fatal.

Por más que Delbrel, que se hallaba a su lado, se apresuró a desimpresionar a cuantos presenciaron también aquella catástrofe del horror que no podía menos de causarles con palabras de la mayor energía; y aun cuando, al comunicar la noticia al general Perignon confiriéndole al mismo tiempo el mando del ejército, los Franceses parecieron querer proseguir la jornada con el mismo empuje que hasta entonces, pronto hubieron de cesar en él, sobre todo al ser rechazados de los reductos de Capmany, contra los que también se dirigió aquella columna de reserva que dijimos debía apoyar las maniobras de Sauret, a la que, como A todas, pasaron las órdenes, ya recordadas, de hacer alto.

Grandes habían sido las pérdidas de los Españoles, en su izquierda particularmente, y mucho debían preocuparles, aun cuando Morla no lo creyera así, las posiciones que había ocupado el general Augereau para el curso de aquella jornada, en la que, por el contrario, nuestras tropas habían salido vencedoras en la derecha y el centro; pero la muerte de Dugommier y su primer efecto, la cesación de la batalla, daban lugar A la esperanza de que acabara con resultados más brillantes aun y decisivos. ¡Augurio por extremo falaz como muy luego veremos!

La noticia de la muerte de Dugommier causó honda sensación en el ejército francés, aunque, afortunadamente para éste, le quedaban generales como Perignon, ya muy acreditado entre sus tropas, Augereau, que acabaría por ser el héroe de la campaña, y Víctor, que en aquel mismo día demostró, aun cuando obligado A retirarse delante de Espolia, condiciones excepcionales de energía. Tales eran las cualidades militares de Dugommier y su patriotismo, que justifican esa impresión, por más que no dejaran de oírse entre las tropas murmuraciones y quejas nada favorables para su reputación por la apatía de que parecía poseído en aquel período último de su vida.

Porque el prestigio del general Dugommier no se limitaba A la esfera de la autoridad militar, sino que extendíase también A la política, más que por su carácter de miembro de la Convención, por el conocimiento que todo el país tenía de los inmensos sacrificios que había hecho para acreditar su patriotismo de Francés y su entusiasmo por la República. Así es que, al leerse en la Convención el despacho en que Delbrel comunicaba la noticia de la muerte del insigne general, aquella Asamblea decretó que su nombre fuera inscrito en la columna elevada en el Pantheón A la memoria de los defensores de la patria y se propuso recompensarle largamente en las personas de su familia.

Las relaciones españolas de la batalla del 17 de Noviembre adelantan los movimientos que los Franceses emprendieron después para, continuándola, obtener los resultados que el general Dugommier se había propuesto alcanzar; pero lo cierto es que en el campo de los Franceses pudo observarse una vacilación bien disculpable ante catástrofe como la que acababa de experimentarse en su campo. Si el representante Delbrel opinaba porque se prosiguiese combatiendo sin lapso alguno de tiempo en que los Españoles pudieran reponerse del descalabro que habían sufrido en su ala izquierda, Perignon pedía se le dejara hacerse presente al ejército en todas sus fracciones y reconocer en todas sus partes también el campo enemigo.

No satisfecho con eso, para lo cual se había tomado el día 18, reunió el 19 en la Junquera un consejo de guerra en que, después de resolverse por unanimidad la marcha avanzando, se discutieron y aprobaron los detalles de la operación que, según lo acordado con Delbrel, debía emprenderse antes del amanecer del 20. En el campo español para nada aprovechó la paralización de los Franceses, dejando transcurrir tiempo tan precioso en conferencias, reconocimientos y proyectos que nada útil produjeron sino aumentar la discordia entre los generales y el disgusto y el desánimo en las tropas. Los acuerdos del consejo celebrado en la Junquera se traducían en preparativos que bien podían observarse desde nuestros reductos, cuyos comandantes tuvieron cuidado de anunciarlos A sus generales respectivos y éstos al en jefe y su Quartel Maestre; y a pesar de eso, al primer albor del día 20 asomaban los enemigos por todos los puntos de su línea sorprendiendo los de la nuestra como el rayo y el trueno al caminante en un cielo sereno y transparente. Con saber que á las diez de la mañana se habían perdido 18 baterías, las más avanzadas del centro desde la inmediata a la de Escaulas, ya en poder de Augereau desde el 17, hasta Capmany, se comprenderá la rapidez de los Franceses en su acción, y lo que es más triste, la flojedad con que fueron defendidas. Pero todavía ondeaba la bandera española en el Roure, y hacia su fuerte se dirigió el conde de la Unión tan pronto como tuvo conocimiento de que se había roto el fuego en la línea. Con el deseo de llegar cuanto antes al campo de batalla se hizo seguir tan sólo de un ordenanza, regularmente del que solía llevarle el caballo, enviando, sin embargo, la orden de que le alcanzasen A los generales y jefes de su Estado Mayor; pero ninguno llegó al Roure, donde él se hallaba en los momentos en que los soldados de Augereau, al mando del general Bon, acababan de asaltar la fortaleza.

Varias son las versiones sobre lo que debió suceder en aquella posición al presentarse en ella el Conde; pero estudiándolas todas y comparándolas, ninguna hemos encontrado más ajustada A la exactitud de los hechos que constituyen el drama dolorosísimo allí representado que la de su Quartel Maestre, corroborada y, A no dudarlo, inspirándose en el relato de un testigo presencial, el oficial de ingenieros D. Miguel Sánchez Jaramas, que se halló en aquellos momentos al lado de su general en jefe. «El día siguiente, dice Moría en su manuscrito, teniendo avisos el general al amanecer que los enemigos atacaban el centro, montó A caballo acompañado de una sola ordenanza de carabineros reales y envió recado A todos los generales y Quartel Maestre para que le siguiesen en dirección al Roure, como el 17; pero cuando llegó estaban ya perdidas las baterías de su frente y costado y los enemigos subían por todas partes A este punto, guardado por poquísima tropa: el general mandó al conde de Mollina guardase el reducto de la derecha y que él defendería el de la izquierda : dispuso un movimiento para situar A su idea las tropas que puso en confuso desorden, pero luego se orde­naron. Los enemigos se aproximaban: cree oportuno hacer una salida, se echa el general fuera del reducto y pide que le sigan: hácenlo como 3O hombres, y a pocos pasos ven entrar ya al enemigo en el reducto: retíranse todas las tropas en desorden e igualmente el general las sigue y recibe un balazo por la espalda, teniendo a su lado al ingeniero extraordinario D. Miguel Jaramas; apéase el general y cae al infante muerto. Jaramas y la ordenanza de carabineros acuden para atravesarle sobre su caballo, y no pueden porque los enemigos cargaron con la mayor velocidad, y dejan el cuerpo para salvar los suyos»

Muerte más gloriosa, más envidiable por consiguiente, no es posible ambicionar por un general, y sobre todo, cuando se halla en las circunstancias en que se vio el conde de la Unión el 20 de Noviembre de 1794. Más que los errores que pudiera cometer, lleváronle a ellas la fuerza de un destino que es de presumir habría del mismo modo inutilizado los esfuerzos del jefe más hábil y experto. La superioridad del ejército francés era evidente, así por el número de sus soldados como por el espíritu creado en ellos con las victorias ya alcanzadas y el estímulo de las que obtenían sus compañeros de armas en los demás teatros de la guerra. Sólo la paralización de las operaciones por efecto de los sitios de Collioure y Bellegarde, pero sobre todo por la apatía de Dugommier, «presa en sus últimos momentos, como dice Fervel, de esa agitación misteriosa que acaba a veces por apoderarse del hombre cuyos destinos van a cumplirse», podía mantener nuestras fuerzas en posiciones tan próximas a las del enemigo; y cualquiera, repetimos, que las hubiese mandado se habría visto vencido y roto. Eran necesarios rasgos extraordinarios de un genio sobresaliente, de los que aparecen pocos en escena durante las eternas luchas de la humanidad, para haber superado los obstáculos que opusieron al conde de la Unión tan fatales circunstancias, desde que, a pesar de sus protestas, hubo de tomar el mando de aquel ejército.

Valiente hasta la temeridad y amigo de congraciarse con el soldado, apreciador de una virtud que para él es siempre la primera, se dejaba llevar, quizás con exceso, de esa inclinación, sin pensar en que todos los organismos exigen perfecto equilibrio en los elementos que les constituyen si han de funcionar según su naturaleza y objeto, el militar, entre los demás, movido por resortes de cuya mejor combinación dependen su fuerza y sus éxitos. Lo rápido de su carrera y más aun lo inesperado del mando que se le confió sucediendo en él a un Ricardos, cuya superioridad de talentos nadie se atrevía á desconocer, atrajeron a Unión el descontento de muchos y ¿por qué no decirlo? la envidia de varios de los generales que, de más antiguos que él, fueron a parar en ser sus subordinados. Acusáronle, como siempre sucede, jefes y oficiales de parcialidad en sus juicios y en el reparto de las recompensas y gracias que podía otorgar; y el desvío que observaba en los generales y las murmuraciones que oía en sus más inmediatos superiores; la desgracia sobre todo en las operaciones ejecutadas en aquella campaña, llegaron a influir en el espíritu de la tropa que dejó luego de admirarle como antes. No es posible, sin embargo, sustraerse al atractivo que ejerce el recuerdo de su lealtad inquebrantable, de su intrepidez, ni una sola vez desmentida, de su fin glorioso y de los sentimientos caballerescos de que tantas pruebas había dado en su vida, para rendir al conde de la Unión el justo homenaje de honor por virtudes militares y cívicas de tal y tan subido precio.

Su desgracia fue lamentada en todo España y buena prueba de ello dieron las honras fúnebres que se celebraron en las principales iglesias, en las de Cataluña particularmente y del Perú, su patria, donde resonó además la voz de elocuentísimos oradores que ensalzaron hasta las nubes sus ya altos merecimientos. Perdióse el sepulcro que encerraba sus restos, devueltos por los Franceses, en las ruinas del convento de San Francisco de la capital del Principado, pero aún se conserva en España la memoria de aquél, según el P. Delbrel, irreconciliable adversario de la Revolución, infatigable defensor de las tradiciones religiosas y sociales que no eran sólo las de su país, sino las de toda la Europa cristiana.

Con la pérdida del Roure y la muerte del conde de la Unión quedó, no sólo roto, sino completamente destruido el centro de la línea española, acabando su defensa en los reductos de Pont-de-Molins, simultáneamente atacados por las columnas de Perignon y de Augereau que volaron a confluir allí para anonadar cuantos esfuerzos pudieran hacer nuestras tropas a las órdenes del marqués de las Amarillas. Inútil decir que una vez ocupada aquella posición, todas las inmediatas cayeron en poder de los Franceses, a pesar de haber encontrado en dos una resistencia que, en ocasión diferente, hubiera podido dar lugar a contener el avance victorioso de los enemigos. Con eso, la carretera y el terreno abierto que recorre quedaron libres para la acción de la caballería francesa, y nuestras tropas, ante tal peligro, tuvieron que buscar por caminos laterales el de su punto de cita, que eran la fortaleza de Figueras y sus posiciones más inmediatas. Tan precipitadamente y en tal desorden se hicieron aquellos movimientos, que los Franceses, en el ofensivo suyo, llegaron á introducir en el castillo de San Fernando algunos de los proyectiles de su artillería y, con ellos el germen del pánico que tan tristes frutos habría de producir pocas horas después.

En tanto que el general Morla, como Quartel-Maestre del ejército, daba disposiciones, así para impedir la aproximación de los Franceses estableciendo algunas tropas en las trincheras y reductos construidos al frente de la fortaleza, como para evitar también la retirada que ya se había pronunciado hacia el Fluviá y Gerona procurando reunir el ejército en el campo de Aviñonet, establecido en unas alturas a retaguardia pero próximas y en la izquierda todavía del Manol, se representaba en Figueras una escena, no nueva seguramente, pero sí ajena de ocasión tan extraordinaria. Al recibir el príncipe de Montforte, que ya se encontraba allí, al marqués de las Amarillas que se retiraba, se entabló la cuestión, gravísima en tales circunstancias, de quién de los dos había de suceder en el mando al conde de la Unión. El Príncipe, que era el teniente general más antiguo del ejército, lo rehusaba categóricamente, y Amarillas, que también se resistía a tomarlo, hubo de ceder a las apremiantes reclamaciones de Morla, que hasta llegó a amenazarle con llamar a Courten dejando a los dos en posición tan desairada. Amarillas tomó las providencias que creía más urgentes para resguardar una posición donde esperaba todavía hacerse fuerte al amparo del castillo, tenido hasta entonces por inexpugnable; y mientras se ejecutaban sus órdenes, reunió en consejo a todos los generales allí presentes.

Pero si triste y hasta vergonzosa resultaba la jornada de aquel día en el centro y la izquierda de la línea española, feliz y brillante aparecía en cambio en la derecha, donde el general Vives dio muestra elocuentísima de un mérito que le valió los mayores elogios de propios y extraños. «Aquella ala, en efecto, dice Fervel, no se había dejado arrollar, y el general que la mandaba, el valiente Vives, sostuvo hasta el fin, como el 12 floreal en el puente de Ceret, el honor de las armas españolas».

El general Sauret abandonó su campo antes de amanecer, y ya de día asomaba en una línea interpolada con su artillería volante paralelamente a la española de Vilaortoli. Si en un principio buscó el ser acometido para mejor batir a sus adversarios fuera del amparo de sus reductos, luego, y dejándose arrastrar del entusiasmo de su tropa, se dedicó a desmontar una de nuestras más importantes baterías. Y lo lograra, con efecto, si Vives, al ver algunas de sus piezas por tierra, no hubiese tomado la resolución de ser él quien acometiera la empresa de apoderarse de las que con tal acierto había emplazado a su frente el enemigo. El vizconde de Gand recibió en consecuencia la orden de avanzar con su legión de la Reina y algunas de las tropas españolas, haciéndolo con tal bravura que, a corto rato, la batería francesa quedaba en su poder, y cuantos la guardaban o sostenían eran echados a la bayoneta de su excelente posición. No cesó, con todo, la lucha en aquella parte que los Franceses disputaron con singular entereza, hasta que, viéndose arrollados definitivamente, tuvieron que apelar al auxilio de sus columnas de los flancos. Entonces se generalizó el combate, acudiendo Vives, con las fuerzas también de sus alas, a completar la victoria del centro, que hubiera sido decisiva si en lo más encarnizado de la pelea no llegaran al general español la noticia de lo que sucedía en el resto de la línea y la orden de retirarse. Y como esa noticia y esa orden coincidían con las naturalmente contradictorias dirigidas a Sauret por Perignon, la retirada de Vives se hizo más y más difícil, perseguido por los que acababa de vencer y flanqueado por los que en su marcha sobre Figueras se habían extendido a su flanco izquierdo hasta Vilarnadal y Massarach, pueblo, este último, que los nuestros hallaron ya ocupado.

En la ignorancia de lo que pasaba en el campo de Figueras, Vives procuró establecerse en la sierrezuela de Malaveyna, posición que le permitía amenazar el flanco de los Franceses, procurarse una retirada segura a su cuartel general y, en caso de apuro, a la plaza de Rosas; pero al saber el resultado del consejo de guerra que dejamos a nuestros generales celebrando y observar que las brigadas Motte y Víctor, una vez reunidas en Espolia, trataban de envolverle por Garriguellas, al E. de Malaveyna, tuvo que dirigirse al Fluviá, enviando a Rosas su artillería, que no podría conducir consigo por lo malo de los caminos de aquella costa.

Larga fue la jornada, ya que duró un día completo de pelear y de marcha, no poco de ese tiempo de noche y por terrenos ásperos o inundados; pero tampoco pudo ser más gloriosa, puesto que, al abandonar el campo de batalla donde tan ejecutivamente habían vencido a sus adversarios, las tropas españolas se retiraron sin dejarles una pieza de artillería ni pedazo alguno de su honor militar, tan hecho jirones en el resto de la línea. Loor, pues, eterno a esas tropas, al hábil y enérgico general Vives que las mandaba, y a sus tenientes Taranco, conde de Saint-Hilaire y vizconde de Gand, que con tal decisión le secundaron en sus sabias y afortunadas maniobras.

¿Qué había pasado, entretanto, en Figueras y sus inmediaciones?

En el consejo que se celebraba en casa del alcalde de aquella populosa villa, se planteó el arduo problema de lo que debía hacerse en tan críticas y terribles circunstancias como las en que se veía envuelto el ejército. Tres eran los acuerdos que se podían tomar; el de establecer el campo al pie del castillo de San Fernando en las posiciones de Aviñonet, Sierrablanca y Sierra Mitchana, donde, reorganizado el ejército y llamando a Vives, cabría presentar de nuevo batalla al enemigo; retirarse a Báscara, punto a cubierto de otro ataque por el curso del Fluviá, ya crecido en aquella estación; y, por fin, acogerse a la plaza de Gerona, evitando así el campamento de las tropas que acababan de perder todo el material de tiendas y demás necesario para él. El general Morla hizo ver el pro y el contra de esos tres proyectos, por el último de los cuales se pronunció el consejo, a pesar de los escrúpulos que el valor y la delicadeza del marqués de las Amarillas opuso para una determinación en que creía quedar lastimado su honor como general en jefe, aunque interino, que era desde la muerte del conde de la Unión.

Aquella resolución era, sin embargo, la única ya posible; porque al terminar el consejo, los generales se hallaron puede decirse que solos en Figueras, pues que con la noticia de que los Franceses habían forzado las posiciones de Aviñonet y la Pedrera y la inmediatamente después recibida de que Courten, para evitar el ser cortado, se había puesto en retirada al Fluviá, no quedaron en la población sino algunos dispersos, atentos tan sólo a saquear las tiendas abandonadas por sus dueños.

Afortunadamente el general Izquierdo conservaba a sus órdenes unos 3.000 infantes y gran parte de la caballería en el camino de Gerona, con lo que el cuartel general, Amarillas el último, pudo verificar su retirada, cubierta por los carabineros reales y sin que los Franceses trataran de perturbarla. La plaza de San Fernando quedaba con una guarnición que, por lo excesiva, quiso disminuir el general en jefe, sin lograrlo, empero, por la resistencia que a ello opuso el gobernador, y con víveres y municiones más que sobrados para una defensa, todo lo dilatada que qui­sieran sus presidiarios o, por mejor decir, su jefe.

Perignon temió comprometer el éxito de tan gran jornada lanzando sus tropas, extenuadas de cansancio, entre una plaza que consideraba, y con razón, muy fuerte y la derecha española que veía retirarse casi intacta y en buen orden.

La campaña podía considerarse completamente perdida; pero faltaba al ejército español presenciar el espectáculo de una gran vergüenza, el de la rendición de una fortaleza, virgen, es verdad, todavía de todo ataque, pero que desde entonces mereció el nombre que le han dado sus enemigos de La Belle Inutile.

La guarnición, que debía ser de 3 a 4.000 hombres, estaba compuesta en aquel triste caso de más de 9.000, todos bien armados y, según acabamos de decir, con recursos de material y víveres para mucho tiempo. Era su gobernador el brigadier D. Andrés de Torres, que mandaba a la vez los dragones de Sagunto, jefe no sin crédito hasta entonces en el ejército por sus servicios, en Toulón especialmente, y recomendado por su celo y probidad en la administración de su regimiento. No había dado, pues, motivo para desconfiar de él y menos para separarle de aquel gobierno que, aun cuando interino, desempeñaba de tiempo atrás y con la suma ya de cuantos datos en recursos y personal fueran necesarios para la defensa de una fortaleza que, por otra parte, no exigía grandes conocimientos por lo robusto, ya que no muy bien entendido, de sus obras.

A rendirse, pues, el gobernador de una plaza de tales condiciones, a los ocho días de avistarla el enemigo y ante las amenazas que éste pudiera dirigirle, de uso común en tales casos, algo más debió contribuir que el miedo personal y la falta absoluta de toda idea de honor que presupone una entrega que, con razón sobrada, calificaba de indecorosa, vil e ignominiosamente criminal el Real Decreto que confirmó la sentencia dictada por el consejo de guerra de generales celebrado en Barcelona. La idea del abandono en que quedaba la plaza con la retirada a Gerona de un ejército que se consideró desmoralizado y casi disuelto, impotente por mucho tiempo para volver al socorro del castillo, pero más aún una verdadera y eficacísima obsesión en derredor de la autoridad responsable, ya conmovida por sus preocupaciones y predispuesta por lo tanto a todo género de debilidades, fueron, a no dudarlo, las causas de acto tan cobarde como el a que se dejó llevar el brigadier Torres. La opinión, con efecto, acusaba a los otros tres oficiales condenados a muerte con el gobernador, de haberle ganado a sus indignos propósitos, ayudados de otro que parece debió su salvación al favor de que gozaba en Madrid por sus pérfidos manejos.

Sea de ello lo que quiera, lo tristemente cierto y lamentable es que las enérgicas intimaciones de Perignon habían impuesto de tal manera al gobernador y a muchos de los más obligados a fortificar los principios de honor en que aquél debiera inspirarse, que después de cartas, todas vergonzosas, dirigidas a obtener dilatorias del jefe enemigo, y de conferencias para conseguir de sus subordinados se hiciesen solidarios de la responsabilidad que pesaba sobre él, capituló el brigadier Torres antes de que los Franceses pusieran una sola pieza en batería contra el castillo.

Bastante se hizo esperar el castigo, pues que no se mandó formar el consejo de guerra hasta 1796 ni se aprobaron las sentencias hasta 1799; y aun así, fueron conmutadas las de muerte por las de destierro perpetuo y dulcificadas varias otras. Hasta se habló por entonces de socorros enviados a los delincuentes, y todo por el favor de que gozaba alguno de ellos en la corte; porque no es de creer mediaran circunstancias, como dice Marcillac, que pusieran a cubierto de la entrega de San Fernando a su mal aconsejado gobernador, a no ser que en aquella frontera hubiese como en la de los Pirineos occidentales algún emisario oficioso, cual Zamora, que, para hacer la paz, opinase por dejarse vencer.

Para lavar mancha tan negra se hacía necesaria por parte de los Españoles una hazaña muy brillante y ruidosa; y se encargó de ejecutarla entonces mismo la heroica guarnición de la plaza de Rosas. No la esperaba el general Perignon; y confiando sin duda en la entrega de fortaleza de tan medianas condiciones a los pocos días de su ataque, se dedicó a él en vez de proseguir la victoria hasta las puertas de Gerona. Es verdad que no fue suya toda la culpa; porque desde el día siguiente al de la ocupación del castillo de Figueras y de aquella tan feraz comarca del Ampurdán, se declaró en el ejército francés tal epidemia de indisciplina, que es necesario el testimonio de hombre tan formal como el representante Delbrel para concederla la importancia que merece. Oigamos a tan autorizado testigo en su despacho al Comité de París: «El robo, dice, el incendio, las violaciones, el asesinato, los excesos todos, en fin, de la indisciplina más desenfrenada, están como a la orden del día. No se ve sino objetos robados; las tiendas, las casas particulares son invadidas, las cosas más preciosas devastadas, rotas a destruidas. Almacenes soberbios de granos y forraje son presa de las llamas; y el incendio se comunica á calles enteras, cuya traza queda señalada tan sólo por las ruinas. Y tenemos la pena de no poder atribuir tales desgracias a simples accidentes, porque se lleva la rabia de la destrucción hasta la de dar fuego a los olivos cargados de fruto abundante y próximo a recolectarse. La violación, ese proceder infame que nos asemeja al bruto, se pone aquí también en práctica; y los viejos son estrangulados en sus hogares si no revelan inmediatamente, para satisfacer la impaciencia y la rapacidad de los saqueadores, el sitio donde éstos suponen debe haber algo oculto... Sería tarea muy larga la de relatar los detalles de los centinelas atropellados, las patrullas insultadas y amenazadas. En fin, los generales han venido varias veces a confesarme que renunciarían al mando si hubiere de continuar tal estado de cosas».

Y no había lugar a remediarlo: la voz de los representantes de la Convención fue desoída, elocuente y todo hasta hacerse conmovedora por lo noble y patriótica, y se llegó al extremo de que desertaran de las filas del ejército francés hasta 8 ó 9.000 hombres, hartos de botín o temiendo el castigo de sus bárbaras fechorías.

Entretanto la división Sauret, perdida la esperanza de romper a las tropas de Vives que se retiraban en su presencia, sin abandonarle, según dijimos, ni una pieza ni un herido, tomó la dirección de Rosas a que vio también encaminarse a algunos de los Españoles custodiando la artillería que aquel general, nuestro compatriota, había tenido la previsión de enviar allí por lo escabroso de los caminos que aún iba a recorrer para incorporarse al cuartel general en la margen del Fluviá o en Gerona. Sauret asomaba, así, al golfo de Rosas el día siguiente al de la batalla del 20 de Noviembre con las cuatro brigadas de su mando, y el 24 terminaba el cerco de la plaza y hasta rompía el fuego sobre ella con nueve obuses desde una posición avanzada de la Garriga para apoyar las intimaciones que había dirigido antes al gobernador. Éste las contestó en términos tan blandos como el de Figueras; pero habiendo tenido en medio de eso la prudencia de tomarse el tiempo de consultar al general en jefe, lo dio para que se le relevase por D. Domingo Izquierdo, á quien hemos visto en Tolón obteniendo los empleos de brigadier y mariscal de campo por sus eminentes servicios. Ya los tenía acreditados, aunque con grado inferior, en Gibraltar y Orán, en la campaña misma que estaba terminando, y a las órdenes de Courten se había hecho notar por su energía y actividad, cualidades que le valieron fuese elegido para una misión en que, revelándolas de nuevo, dejase bien puesto el honor de las armas españolas y vengara la vergüenza de Figueras.

Y, en efecto, pronto comprendieron los Franceses que para hacerse dueños de la plaza de Rosas necesitaban algo más que amenazar: que les sería preciso atacarla por procedimientos más ejecutivos y eficaces. Hasta cuatro fueron los ensayados, cada uno más violento que el anterior, según iban sus autores viendo que fracasaban ante la resistencia cada vez más tenaz y la actitud cada día más imponente de la que, no hacía mucho, consideraban, su general en feje el primero, una bicoca que se entregaría inmediatamente de embestida.

Consistían las fortificaciones de Rosas en un atrincheramiento que resguardaba de un rebato la población, apoyado hacia su extremo oriental en un reducto de campaña y en el opuesto por la llamada ciudadela, que es la que realmente les da el carácter y la importancia de una plaza de guerra, siquiera de tercero o cuarto orden. Esa obra, construida a mediados del siglo XVI por el ingeniero Pizano, tenía la forma de un pentágono abaluartado con muros bastante altos; foso, aunque no profundo, bien revestido, y uno como segundo, pero flaco, recinto, en sustitución de trabajos exteriores, que son los que exigen más sacrificios al sitiador en el período de las brechas y los asaltos. Hacia el cabo Nafeo, esto es, por la parte septentrional que cierra el tan hermoso y celebrado golfo, se elevaba un pequeño fuerte, conocido por nosotros con el nombre de la Trinidad y por los Franceses con el de Botón de Rosas, desde el que se domina el fondeadero próximo de la bahía, situado en lugar eminente y en forma de estrella, pero capaz tan sólo de ocho o nueve piezas de grueso calibre, mirando casi todas al mar, objetivo casi único de sus fuegos.

Si el terreno en que se halla construido Rosas no es favorable al sitiador en su parte occidental por pantanoso, y en la oriental por lo áspero y hasta abrupto, ofrece por la del Norte espacio suficiente y muy propio para los primeros trabajos de sitio; y por allí asomaron, según ya hemos indicado, los Franceses de Sauret con la esperanza de una inmediata victoria.

De los cuatro proyectos a que antes hemos aludido, el primero se dirigía, con un bombardeo sobre la Trinidad, la ciudadela y la escuadra, imponer a ésta para que se retirase y los fuertes para que se rindiesen. Treinta y cuatro piezas rompieron el fuego al amanecer del 10 de Diciembre y en presencia de Perignon, pero a pesar de mantenerlo vivo y sin descanso cinco días, no consiguieron sino resultados insignificantes que, en vez de aterrar, alentaron más y más a la guarnición de Rosas. El segundo plan ofrecía un carácter polémico con mayor Regularidad que el anterior: se comenzó la noche del 16 al 17 del mes acabado de citar, construyendo una dilatadísima paralela, apoyada en su extremo occidental por una de las baterías ya hechas, la de la playa en el camino de Castellón, y amenazando en el opuesto el reducto o fortín del atrincheramiento que resguardaba el caserío de la villa. La eficacia de las baterías levantadas a su abrigo, si sirvió para destruir las obras interiores, ninguna a prueba, incluso un polvorín, fue nula contra las de la fortificación exterior y menos para imponerse a los defensores. La artillería dirigida contra la Trinidad fue la que logró abrir una brecha practicable en la tapia de mampostería que cerraba la gola, pero cuando los Franceses iban a asaltarla, hallaron completamente evacuado el fuerte, sin uno solo de sus defensores, que se habían dirigido a la ciudadela en los botes de la escuadra que los esperaban en la orilla del mar. El temporal de aguas que se desencadenó á mediados de Diciembre, inundando los cuarteles del sitiador, que hubo de retirarse a terreno más elevado y distante; las salidas de la guarnición de la ciudadela, aunque rechazadas, y el disgusto de los Franceses, que llegó al punto de resistir el trabajo en las trincheras, limitaron sus ventajas a la de la toma de la villa, sin adelantar nada para la de la fortaleza.

Esto llevó a los sitiadores a la ejecución el 13 de Enero de 1795 de otro plan, el tercero, que consistía en atacar el frente de la ciudadela que da a la población, estableciendo baterías de rebote a vanguardia de la paralela y la de brecha, al pie del Puig-Rom, donde se habían plantado las dirigidas contra la Trinidad, ya ociosas, y caminar al asalto del rediente de la cara amenazada por el foso del atrincheramiento, ya conquistado, de la villa. La nieve, primero, helada á poco de caer, causando la retirada de los Franceses de sus nuevas obras con multitud de bajas, y el deshielo después, inundando de nuevo el campo, produjeron el desistimiento de todo trabajo regular y metódico de los que recomienda el arte de sitiar las plazas y la resolución, tomada en consejo de guerra presidido por Perignon, de volver al primer proyecto, ahora cuarto, el de bombardear la ciudadela hasta convertirla en ruinas, de las que se esperó saldría el gobernador a entregarla, libre ya de todo escrúpulo de honor militar.

La guarnición, en efecto, sufría de los temporales tanto como el sitiador, viéndose sin más abrigo ya contra el agua, la nieve y el frío, que las ruinas, casi convertidas en polvo, de sus antiguos alojamientos; siendo, sin embargo, lo que más la fatigaba el servicio de la vigilancia que exigía su situación, puede decirse que desesperada. Ni siquiera podían los defensores acercarse de noche á las hogueras para no servir de blanco á la artillería enemiga; y teniendo que vivir al día y de una escuadra que los temporales podrían alejar en momentos dados, y con tantos enfermos, según confiesa un francés cronista del sitio, como eran ellos, su situación se haría insostenible a poco que aumentara el sitiador sus esfuerzos.

Y así fue; porque la ruina de la fortaleza se completó muy pronto con el fuego nunca interrumpido de hasta 93 piezas de artillería, todas de grueso calibre, que, según lo dispuesto en el Consejo, vomitaron sobre la indomable ciudadela la destrucción y la muerte. Aún resistieron los sitiados aquel nuevo huracán de hierro dos días con sus noches, hasta la del 2 de Febrero, en que su gobernador y Gravina decidieron abandonar aquel montón informe de escombros, tan heroicamente defendido durante dos meses y medio.

He aquí la forma en que se verificó la evacuación. Gravina hizo formar tres líneas a vanguardia de sus navíos y buques mayores; la primera, de botes y lanchas, en la orilla para recoger la guarnición del fuerte; la segunda, de lanchones y jabeques mallorquines, más atrás; y la tercera, de bergantines y jabeques mayores, más cerca aún de la escuadra, a la que iría sucesivamente pasando la tropa. Sin una falsa alarma, promovida entre los últimos que se embarcaban, no hubiera quedado un español en tierra; pero, de todos modos, sólo un corto destacamento resultó prisionero al penetrar los Franceses la mañana siguiente en la ciudadela.

Aquí podemos dar por terminada la campaña de 1794 en los Pirineos orientales. Fue no sólo perdida en ella nuestra conquista del año anterior en el Rosellón, que tanto honor hizo a las tropas españolas y especialmente a su general en jefe, sino que, por el contrario, se vio hollado el patrio suelo por un enemigo que, herido antes en su orgullo de raza y militar, extremó la victoria hasta deshonrarla con todo género de atropellos y violencias. Venció, es verdad, por efecto de lo numeroso de su ejército y la disciplina de sus jefes, contrapuesta a la discordia entre los nuestros, pero sin sacar todo el fruto que era de temer de su triunfo, deteniéndose al principio para reconquistar las plazas marítimas y la de Bellegarde en su propio territorio, y sin atreverse a avanzar al Fluviá, aun después de puesto tan inesperadamente en sus manos el importantísimo castillo de San Fernando de Figueras.

Ninguna base más sólida para proseguir las operaciones que la de aquella gran fortaleza, y, sin embargo, Perignon no se decidió a avanzar sin antes apoderarse también de Rosas, con lo que, en vez de completar, como debía, la derrota y desorganización de nuestro ejército, le dio tiempo para rehacerse en Gerona y sus inmediaciones. Porque el general Urrutia, llamado de la frontera de Navarra para mandar el ejército de Cataluña con O’Farril, por Quartel Maestre, y el marqués de la Romana para ponerse a la cabeza de una división, se adelantó inmediatamente después de su llegada a la línea del Fluviá, estableciendo su centro en San Esteban, la izquierda en Bañólas y la derecha en Garrigolas, con orden ambas alas de extender sus reconocimientos hasta Castellfollit por un lado, y La Escala y el mar por el otro. La vanguardia ocupó el Coll de Orriols, y tan sólidamente, que sus avanzadas se adelantaban todos los días a combatir con las enemigas hasta Báscara y aún más allá del Fluviá, ya que, flaco el ejército francés con los destacamentos de divisiones enteras que iba mandando á reforzar el campo sitiador de Rosas, se había reconcentrado en derredor de Figueras. En ocasiones, tomó Urrutia la iniciativa para incomodar lo posible a los Franceses en su empresa de Rosas, ya enviando á Romana á insultar el cuerpo principal de Figueras, ya un grupo numeroso de miqueletes y somatenes que sorprendieron el parque de artillería que aquéllos tenían en Pía del Coto, junto al Pont de Molins, matando a algunos de los que lo guardaban y clavando varias de las piezas de que se componía.

Reservando, pues, nuestras más extensas observaciones para cuando hayamos dado a conocer la campaña de aquel año en todos sus teatros, vamos a dejar el de los Pirineos orientales y al ejército que allí la sustentaba con el recobro en Rosas del honor perdido en Figueras, y reorganizándose activamente para la del año siguiente.

 

 

REINADO DE CARLOS IV.

CAPÍTULO IX. CAMPAÑA DE 1794 EN LOS PIRINEOS OCCIDENTALES