REINADO DE CARLOS IVCAPÍTULO X.CAMPAÑA
DE 1795
Antes de
engolfarnos aún más en el Océano de tristezas que nos ha tocado en suerte
recordar a los lectores de la presente historia, cúmplenos poner término al
relato de la guerra que por espacio de tres años afligió a la nación española,
noblemente empeñada en mantener incólumes la religión, el trono y su propia
dignidad, amenazados o heridos por la Revolución, el mayor enemigo que hasta
entonces se hubiera presentado a combatir sentimientos é intereses tan caros a
nuestros pueblos.
Habíase
entibiado no poco el primer entusiasmo; sucediendo a la indignación que
produjeran los atropellos cometidos con el soberano de Francia y el
establecimiento de gobierno tan repulsivo como el de la República, la frialdad
causada por el espectáculo que ofrecía la corte, la incuria de sus ministros y
la esterilidad de los sacrificios hechos por la nación en las campañas
precedentes. Pero, aun pudiéndose observar ese olvido del antiguo fervor por
causa, en el concepto público, tan sagrada, el patriotismo ejercía aún su
natural influjo en los ánimos, con la justa aspiración de que saliesen sin
mancha el honor de pueblo, como el español, tan celoso de él y el de su
ejército, sobre todo, comprometido en lucha tan porfiada y generosa. A los
reveses del verano pasado había sucedido una actitud bien enérgica por parte de
nuestras tropas, puesta de manifiesto elocuentemente en los últimos sucesos de
la campaña, al paralizar la acción, poco antes arrebatadora, de las francesas,
lo mismo en una que en otra frontera, oriental y occidental; y veíaselas dispuestas a disputar reciamente el laurel de la
nueva jornada a poco que las ayudasen la previsión y la energía de su
gobierno.
Desgraciadamente
no correspondía éste a tales esfuerzos ni a las necesidades de un estado
militar y político, cuyos peligros a nadie que no fuese un Godoy podían
ocultarse. Porque la campaña de 1794 en el Rin y los Alpes, dando a los
Franceses una superioridad incontestable sobre los coligados de aquellas
partes, iba a permitirles reforzarse en nuestra frontera, donde tenían un
interés particular en vencer, por haberse hecho ya manifiesto en alguno de los
gobiernos del Norte el deseo de dar fin a guerra tan larga y devastadora.
Habíase la discordia abierto paso en las filas de la Coalición aun antes de
verse ahogado el Terror en la guillotina; dirigiendo sus miras la Rusia a
terminar la conquista de Polonia, desengañada el Austria de poder sustentar la
ocupación y dominio de los Países Bajos, y preparándose la Prusia, aunque
recatadamente, a tratar con Francia por sí sola y sin consideración a los lazos
que la unían a las demás potencias para aquella contienda.
Sólo entre
ellas se manifestaba consecuente la Gran Bretaña, buscando con el mayor empeño
el mantenerlas unidas y el suscitar nuevos enemigos al secular suyo; pero ni le
sería fácil conseguir aquel objeto ni menos el de aumentar su fuerza con otros
elementos que los que ya observaba se iban haciendo cada día más insubsistentes
y flacos. Pitt, el adversario más encarnizado de la Francia, era, aun así, el
que más odiaban los emigrados por negarse a reconocer como Regente al primero
de sus príncipes durante la cautividad del heredero del trono, rey ya
proclamado por ellos, para no pasar por quererse inmiscuir en los negocios interiores
de la República. A tal punto habían hecho retroceder las cosas los triunfos de
los revolucionarios, que ya participaban de esas ideas de no intervención
Austria y Prusia, previendo los obstáculos que habrían de hallar para la paz de
persistir en la guerra hasta la destrucción completa del gobierno que se había
dado Francia. Y si antes del 9 Thermidor sucedía eso,
haciendo presentir el desquiciamiento de una alianza de cuya unión y
consistencia era de esperar únicamente el éxito, ¿qué sería al aparecer en
Francia un gobierno reparador y con ínfulas de, al vengar los atropellos del
anterior, satisfacer las aspiraciones justas de la nación restableciendo la
tranquilidad sin menoscabo de su gloria y del fruto de sus precedentes
victorias? En sola España cifraban sus esperanzas los emigrados, los príncipes
particularmente que mantenían en Madrid al duque de Habré como vehículo de sus pretensiones,
escritas o verbales, para con el valido de Carlos IV, el monarca a quien
consideraban como el pariente más fiel y más sincero amigo del suyo.
Pero se
equivocaban en sus cálculos sobre España como en los que habían hecho sobre la
eficacia de las conspiraciones contra la Convención en el seno de Francia, y
como en los resultados que pudiera dar la guerra en la Vendée y en Bretaña. Ni
Carlos IV conservaba los odios y rencores que había producido en él la
catástrofe de Luis XVI, ni Godoy se hacía ilusiones respecto a una restauración
inmediata de la monarquía en Francia y menos sobre aquel espíritu que con tan
rara unanimidad pusieron los Españoles de manifiesto al declararse la guerra.
El patriotismo, como antes hemos dicho, y las honrosas aspiraciones de nuestro
ejército lograrían contener a los que, seducidos por el mentido halago de las
doctrinas imperantes al otro lado de los Pirineos, abrigasen los que D. Antonio
Alcalá Galiano llama «locos proyectos que el miedo figuraba temibles». Pero es
lo cierto que los había, si bien pocos, que, no sólo aceptaban esas ideas, sino
que se proponían además llevarlas a la práctica.
En Madrid
mismo había hecho sus victimas el proselitismo francés y se conspiraba para
plantear en España reformas que algunos ilusos creían poderse hacer aceptables
a la nación. Un tal Picornel, asociado con otros,
como él, descontentos de su suerte mejor que de la de sus compatriotas y del
país en general, no satisfecho con el efecto de sus predicaciones secretas y el
de varios papeles, clandestinos también, que, con el título de Manifiesto e
Instrucción, inducían al pueblo a establecer una república semejante a la
francesa, se hizo de armas y municiones con que sustentar e imponer su
temeraria pretensión. Se empezaría, como siempre después en España, por crear
una junta que, legislando y estableciendo reglas para el nuevo sistema político
que se pretendía fundar, las ejecutara también con la fuerza del pueblo reunido
y armado revolucionariamente, esto es, á la manera del de París que en todo se
tomaba por modelo.
Aquella
conspiración fue descubierta; pero sus cabezas, en número de 6, condenados a la
pena de horca por el tribunal constituido para la sustanciación del proceso que
se les formó, fueron inmediatamente indultados y proscritos a varios puntos de
América, fugándose luego de la Guaira Picornel para
proseguir desde las islas próximas sus trabajos de sedición contra el monarca
español y su gobierno. No fue sólo en Madrid donde se mostraron síntomas del
contagio político que iba extendiéndose por toda Europa y cuya acción favorecía
la guerra misma que parece debiera sofocarlo. En no pocas localidades, las de
mayor población como es de suponer, el gobierno llegó a descubrir complots
dirigidos a proclamar la república; en unas, federativa, compuesta de las que se
fundaran en cada uno de los antiguos reinos que componían la corona de España,
y, en otras, la unitaria con el nombre de Ibera o Iberiana.
Los que mantenían relaciones con los propagandistas franceses daban la
preferencia a la federativa que, para nuestros vecinos, representaba un estado
de discordias, debilidad y fraccionamiento, muy favorable a sus intereses y
miras ambiciosas; los menos atolondrados estaban por la unitaria, y eso
siguiendo el ejemplo de la una e indivisible de los que les aconsejaban lo
contrario. Hasta frailes y clérigos se reunían, en conventos algunos, con los
conspiradores; y hubo provincia, como la de Burgos, en que, imitando a los
extraviados junteros de Guetaria, se habían propuesto felicitar a los Franceses
cuando, como ya esperaban, pasasen el Ebro para dirigirse a la capital de la
monarquía. El sexo mismo que debiera estar más apartado de todo género de
manifestaciones políticas, tan comprometedoras para los hombres encargados por
sus alianzas de velar sobre su conducta, se manifestó en las esferas más
aristocráticas partidario de las nuevas doctrinas, alardeando de ellas, si no
con el escándalo que hacen suponer las declaraciones del embajador de Rusia,
antes recordadas, «con la imprudente manía, como dice Galiano, en personas de
esta clase, a quienes suelen mover a estas ideas odio a la parcialidad
dominante, y el prurito de ostentar su superioridad en su oposición al modo de
pensar de la plebe» *.
Era, sin
embargo, tan pequeño el número de los que en Madrid y las provincias pasaban
por prosélitos de aquella facción, que el Rey no vaciló en, siguiendo las
inspiraciones de su corazón, interrumpir el curso de algunos de los procesos ya
incoados como había conmutado la pena impuesta a Picornel y sus cómplices.
Hay, con
todo, que reconocer en eso alguna de las dificultades que se ofrecían al
gobierno español para manifestarse con los príncipes franceses emigrados lo
entusiasta y decidido que se le había visto en los comienzos de la Revolución y
principalmente al proclamarse la República. Pero una, y de las mayores, era
también la del estado de nuestra Hacienda, precario hasta haberse hecho
lamentable y harto peligroso para el crédito público y la prosecución de la
guerra. Eran ya crecidos los empréstitos hechos; y aun cuando alguno, el
decretado en 10 de Diciembre del año último de 1794, parecía dirigido al pago
por completo de los créditos de tiempo de Felipe V y Fernando VI, a que nos
referimos al principio de esta obra, de los que sólo se había satisfecho la poco
considerable suma de 26.000.000 de reales, bien se veía que era la guerra y no
la honra financiera la que estimulaba a préstamos que iban a comprometer por
mucho tiempo los productos más sanos de nuestras rentas. El uso del papel sellado se hizo, además, extensivo a todos
los tribunales y juzgados eclesiásticos, inclusos los de la Inquisición,
excluidos antes; se suprimieron muchos empleos que no se creían precisos y la
Secretaría de la Superintendencia general de Hacienda que se unió a la de
Estado; se aumentó en proporciones considerables, 3o.ooo.ooo de pesos, la
emisión de vales reales que afortunadamente no habían experimentado todavía
depreciación importante, y se exigió al clero de la Península, previo el
beneplácito del Papa, la cantidad de 36.ooo.ooo de reales, pagaderos en Abril y
Septiembre de 1795, y otros 3o al de Indias. Con eso, los donativos u ofertas
particulares que aún continuaban, aunque en disminución alarmante, y las
remesas de América, una de las cuales, la llegada el 19 de Abril á Cádiz en el
navío Europa, consistía en cerca de 3.000.000 de pesos, se trataba de sólo ir
conllevando los gastos de la campaña, apenas interrumpida al comenzar el año.
Todos estos
sacrificios tenían que traducirse en deseos de que cesara una lucha tan onerosa
como sangrienta; y si en Noviembre anterior se vio a la corte inclinada a una
paz que, propuesta por el conde de Aranda había producido su desgracia y tanta
y tanta alharaca de indignación patriótica, nada de extraño que se anhelase
ahora y, como luego diremos, se buscaran hombres que, aun cuando sin el influjo
de Unión para hacerla acepta a los generales republicanos, fuesen planteando
los jalones para llegar a ella con algunas más probabilidades de éxito.
Pero ¿qué
hizo el Gobierno español para que esos deseos fueran al menos apoyados en la
fuerza de las armas, que es la que mejor puede disimularlos cuando no
imponerlos?
Los
refuerzos enviados a los ejércitos fueron de escasa importancia, dada la que
habría de tener una campaña que, por cuantos antecedentes se conocían, iba a
ser la última y decisiva de la guerra. Los triunfos de Francia; su aspiración a
consolidar el gobierno de la República con una paz gloriosa; el cansancio de
los aliados, hecho manifiesto entre los del Norte por sus discordias y las
ambiciones de algunos de los soberanos de entre ellos, y la sospecha, ya que no
el conocimiento, de los pasos dados por Godoy en su busca, movido por la
opinión generalizada ya en el país, hacían esperar muy pronto la ocasión de,
por uno u otro medio, obtenerla más o menos favorable, honrosa por supuesto y
no mendigada. Pocas fueron las variaciones introducidas en la organización de
los ejércitos, y redujéronse sus aumentos al de algún
cuerpo formado con los voluntarios que, aun cuando en corto número, seguían
presentándose aún a los generales para el tiempo de la guerra. No así en la de
las fuerzas populares en los dos extremos de la frontera, en Cataluña y el país
vasco-navarro.
Ya hemos
recordado el efecto que produjo en el Principado la invasión francesa:
autoridades y pueblos rivalizaron en la manifestación de la ira patriótica que
en ellos provocó, y el enemigo tuvo siempre en derredor suyo un enjambre de
miqueletes y somatenes que, desprendiéndose de las montañas vecinas, le acosaba
sin cesar y perseguía en sus marchas y acantonamientos. Su número crecía por
momentos llegando de todos los puntos, aun los más lejanos del teatro de la
guerra; y el general Urrutia, según veremos muy pronto, aprovechó la acción que
le prestaban como la del auxiliar más influyente en sus operaciones militares.
La cifra fue superior en las Provincias Vascongadas y Navarra, alzándose los
naturales, más que por propia voluntad, por la de sus magistrados y
diputaciones según la obligación y las costumbres establecidas en sus
respectivos códigos forales; y sin circunstancias y órdenes que tuvieron su
origen o emanaron de causas y esferas ajenas a la voluntad, bien manifiesta, de
aquellos pueblos y del patriotismo que ni un solo día dejaron de demostrar,
estamos seguros de que los resultados hubieran sido muy otros de los que allí
se vieron y lamentaron. Los navarros fueron para el ejército concentrado en su
tierra por el príncipe de Castelfranco, su capitán
general, el primer elemento para espiar y contener los movimientos de los
Franceses en sus cantones de aquel invierno, inmediatos a la frontera a que se
habían retirado; los guipuzcoanos decretaron y llevaron a efecto la
reorganización de sus fuerzas dispersas de la campaña anterior, restablecidas y
aumentadas por las juntas de Salinas, que presidió en Enero de 1795 el delegado
regio, consejero de Castilla, D. Miguel de Mendinueta; y Vizcaya, continuando
sus esfuerzos del otoño anterior, reunió en todo el señorío, pero, sobre todo
en la margen izquierda del Deva, un ejército, si no poderoso por su disciplina,
fuerte por su número y el patriotismo de sus soldados y oficiales.
Estos
elementos en ambas fronteras y esos motivos produjeron la inauguración
afortunada de la campaña de 1795, gloriosa para las armas españolas y
presagiando un término militarmente feliz en uno de sus teatros y capaz, en el
otro, de inspirar al enemigo los sentimientos pacíficos que al fin
prevalecieron en los consejos de su gobierno.
En Cataluña,
donde puede decirse que, apartándose de la costumbre de aquellos tiempos, los
rigores del invierno no habían hecho cesar las operaciones de la guerra así
durante el sitio de Rosas como al quedar el ejército francés libre para seguir
su marcha victoriosa al interior del país, las tropas españolas, auxiliadas por
las fuerzas, siquiera irregulares, que se levantaron allí para estorbarla por
lo menos, lograron impedirla y, lo que es más, para todo el tiempo de aquella
memorable lucha. El general Perignon, presente en Rosas al ser evacuada aquella
plaza por los Españoles, estableció su línea frente al Fluviá; situando al
general Sauret sobre su izquierda en Rimors, a
Beaufort, con su división del centro, entre Fortianell y la carretera, y a Augereau a la derecha observando el curso de aquel río y
cubriendo el campo de Aviñonet. La reserva continuó
en Llers y la brigada Víctor quedó guardando la
comunicación de la costa entre Collioure y Rosas, la
parte, sobre todo, comprendida de aquella primera plaza al puertecillo de la
Selva del Mar, a que acudían los barcos costeros franceses que no se
aventuraban a doblar el cabo de Creus. Sus fuerzas habían disminuido
considerablemente, más que por efecto de las enfermedades, por las deserciones
de que ya dimos cuenta en el capítulo VIII; pero, aun así, eran superiores en
número a las españolas establecidas en la otra margen del Fluviá, ayudadas, es
verdad, por la sublevación del país que, para desmentir la opinión de que las
ideas francesas, como sus secuaces, iban obteniendo un buen recibimiento en
España, dice un escritor de aquella nación, tomaba proporciones
formidables .
Perignon,
sin embargo, para más facilitar sus operaciones se propuso llamar la atención
de los Españoles hacia el alto Segre, suponiendo que, amenazada la Seo de
Urgel, acudirían con parte de sus fuerzas en auxilio de aquella plaza. Y
haciendo dividir la fuerza que conservaba en la Cerdaña en cinco columnas, las
dirigió sobre Aristot, en la derecha del río, y
Estaña, Bexac y el puente de Bar, tantas veces citado
como teatro de diferentes y encarnizados combates en aquella guerra. Si en un
principio pareció favorecer a los Franceses la fortuna, pudiendo cruzar el
Segre los que atacaron el puente de Bar y Aristot, el
revés que sufrieron en Bexac, de donde, después de un
combate de más de dos horas, se retiraron rotos y con graves pérdidas, obligó a
las cinco columnas a abrigarse de nuevo en sus posiciones anteriores de la
Cerdaña para no volver a intentar expedición alguna hacia las nuestras.
Tan
escarmentado quedó Perignon de su iniciativa por la extrema derecha, proyectada
para, si la coronaba la suerte, caer con aquellas fuerzas sobre Camprodón y
Olot, que en adelante redujo su pensamiento al de forzar directamente nuestra
línea del Fluviá, imaginándose que, una vez rota, le conduciría de seguida a
Gerona y de allí al fondo de Cataluña y su capital; tan disperso retrocedería
nuestro ejército y tan escarmentado quedaría de sus esfuerzos el país todo
circunvecino, puesto en armas por aquellos días. Pero no salió mejor parado
allí el general francés que sus tenientes de la Cerdaña. Sus operaciones
comenzaron el 28 de Febrero haciendo maniobrar varios destacamentos de
caballería sobre su izquierda, a fin de distraer al general Urrutia, que así supondría
que iba a ser atacado por aquel flanco cuando iba a serlo seriamente por el
opuesto. Pero no logró engañar al general español que, adivinando los proyectos
de su adversario, mantuvo reconcentrada una gran parte de sus fuerzas frente a
los puntos que, con efecto, iban a ser atacados. Y cuando desembocó sobre
Besalú una columna francesa de 5.000 infantes y 3oo caballos a las órdenes del
general Charlet, y cruzaba el Fluviá otra de 4.000 de
aquella primera arma con algunos centenares, también de jinetes, por un vado
agua abajo de Báscara, ambas encontraron, cuando más
triunfantes se creían, otras de Españoles que las rechazasen. Atravesado el
Fluviá por la segunda de las columnas enemigas, extendióse ésta por sus alas esperando así envolver los poco numerosos cuerpos de
Españoles que creía tener al frente; pero Urrutia, que ya hemos dicho adivinó
los proyectos de Perignon, lanzó sobre ella una fuerza tan numerosa que,
sacando a los Franceses de su error, los obligó a retirarse, y tan
precipitadamente, que muchos de ellos se ahogaron en el río a la vista misma de
su general en jefe por, en su aturdimiento, no encontrar el paso de que poco
antes se habían aprovechado. La división Augereau cruzó el Fluviá por Besalú
según se le había mandado, y avanzando hacia Bañolas, su principal objetivo, se
encontró junto al pueblo de Seriñá con otra columna
española, dirigida por el general O’Farril, jefe de Estado Mayor, según ya
dijimos, de Urrutia y tan hábil y más que él, quien, al observar el superior
número de los Franceses y lo fuerte de las posiciones que había tomado, al
verle, el general Charlet, maniobró felizmente hasta
atraerlo a terreno propio, donde con los refuerzos que le llegaron
inmediatamente y los movimientos de su caballería, dirigidos sobre el flanco
izquierdo de los Franceses, hubieron éstos de retirarse después de un combate,
si corto, bastante mortífero para llevarlos precipitadamente hasta Besalú que
con ellos abandonó también el general Augereau, jefe de aquella expedición.
Los
comienzos, pues, de aquella campaña en los Pirineos orientales, no podían ser
más felices para las armas españolas, que así obtuvieron un plazo de un mes de
descanso para en él fortificar más y más su campamento de Orriols, posición
desde la cual podrían arrostrar con fortuna, como lo hicieron, cuantos ataques
intentaran de nuevo sus enemigos.
Ya tenía el
general Perignon un adversario que le detuviese en aquella marcha victoriosa
que él y su antecesor Dugommier se habían imaginado hasta los confines opuestos
de Cataluña, adivinándole ahora sus pensamientos sobre Gerona y comprendiendo
así la inacción del general Sauret en su extrema derecha, sus alardes por aquel
flanco también para atraerle hacia él y las acometidas por Báscara y Besalú, que en vano quieren los historiadores franceses disfrazar con el
nombre humilde de simples reconocimientos. Entonces, y para prevenir sin duda
esas erróneas opiniones, fue cuando el general Perignon concibió el plan de
campaña que, al parecer, no había tenido tiempo de forjar hasta entonces.
Podía contar
para ejecutarlo, con la fuerza efectiva (esto es, la confesada por los mismos
Franceses), de 5o.ooo bayonetas, 4.000 caballos y seis baterías de artillería
de campaña, sin las guarniciones, por supuesto, de los puntos fuertes de su
retaguardia y las columnas volantes destinadas a mantener sujeto el país ya
sometido, proveer al abastecimiento del ejército y á la seguridad de sus
comunicaciones en la frontera. Pero veamos cuál era ese plan; y para que no se
nos tenga por exagerados en nuestras apreciaciones futuras sobre aquella
campaña y para hacer al mismo tiempo resaltar el mérito de las tropas españolas
y sus generales en ella, vamos, siquiera cansemos la atención del lector, a
trasladarle la descripción que de ese proyecto hace el historiador más
distinguido de los que lo han hecho conocer, el ingeniero Napoleón Fervel. «De la Cerdaña, dice, debían partir 11.000 hombres:
6.000 que irían a sitiar la Seo de Urgel y 5.000 que penetrarían en el valle
del Ter. Estos últimos irían por Rivas y Camprodón a reunirse hacia las fuentes
del Manol con un destacamento de la misma fuerza,
lanzado de su parte por la división Augereau. Estos 10.000 hombres, después de
haber acabado de disipar la sublevación de las montañas insurreccionadas en la
proximidad de nuestra frontera, se apoderarían de Castell-Fullit y de Olot, desde donde, ocupando Ripoll, bajarían el Ter hasta Vich en el
centro de una pequeña llanura, cuya ocupación es preliminar indispensable del
sitio de Gerona.»
«En la otra
extremidad de nuestra línea, la división Sauret, elevada a la fuerza de 12.000
hombres, tomaría el camino de La Bisbal y se desplegaría desde el Ter hasta San
Feliú de Guixols, cortando así las comunicaciones
entre la costa y la plaza amenazada.»
«Al mismo
tiempo 22.000 infantes y 2.000 caballos (la otra mitad de nuestra caballería
iba dividida en las alas), en total 24.000 combatientes, forzarían el centro
del ejército español, arrojarían sus restos sobre el Ter y, dejando 4.000
hombres para guardar las crestas de la cuenca del Fluviá, correrían a embestir
la plaza de Gerona, cuyo sitio comenzaría desde el momento en que se supiese
que nuestros flancos estaban bien asegurados por el éxito de las operaciones de
derecha é izquierda.»
«Encerrado
en Gerona, Urrutia depondría las armas o se haría aplastar buscando el modo de
abrirse paso.»
«Entonces se
arrasarían las plazas conquistadas desde la Seo de Urgel a Gerona, incluso
estas dos; todo el ejército republicano se concentraría al pie de esta
fortaleza desmantelada; se dejarían allí y para guardar las comunicaciones
10.000 hombres, y 40.000 marcharían por Hostalrich a
Barcelona.»
«Restaba aún
apoderarse de esta gran plaza. Pero cuanto más inmensa y opulenta fuese, menos
dificultades ofrecía el hacerse dueño de ella. Amenazándola con un bombardeo,
podría lograrse el evitar la apertura de la trinchera; y esa amenaza, agitando
a los ricos y espantando a los tímidos, habría necesariamente de abreviar la
duración del sitio »
«
Conquistada Barcelona y sometidas las montañas, Cataluña era nuestra.«
Pero al
mismo tiempo que Perignon forjaba estos proyectos, la Junta de Salvación
pública dictaba en París los suyos; y como de opiniones tan encontradas habría
de resultar un choque y por consiguiente una víctima, Perignon fue relevado del
mando interino que hasta entonces había ejercido por el general Schérer que desde el ejército de Italia se trasladó a
Cataluña a ejecutar el plan novísimo de la Convención.
Ese plan
consistía en que el ejército de los Pirineos orientales limitara su acción a la
de ataques de frente que retuviesen en el Fluviá a los Españoles, defensores de
Cataluña, mientras que en los occidentales se tomaría una ofensiva tan enérgica
que se consideraba decisiva para el éxito de la guerra.
Es el caso,
sin embargo, que, necesitando mucho tiempo el general Schérer para incorporarse al ejército, y tardó nada menos que tres meses en hacerlo,
Perignon, ateniéndose a las instrucciones de París que prescribían la acción
defensiva en aquella frontera, permaneció inmóvil en sus cantones, limitándose
a rechazar los ataques de los somatenes por la parte de la montaña. Eso sirvió,
como es de suponer, al general Urrutia para fortificarse más en sus posiciones
y hasta adelantarse a otras que le facilitaran la defensa de la línea del
Fluviá en las márgenes mismas de aquel río. Así es que, manteniendo al marqués
de la Romana en la posición del Orriols con 6.000 infantes y 1.000 caballos,
hizo ocupar la villa de Báscara con 5oo miqueletes y
tres piezas de artillería. Por la derecha, el general Iturrigaray, con cerca de
3.000 infantes y gran golpe también de caballería, se estableció en la orilla
del Fluviá frente a Torroella y haciéndolo a la división Sauret que, como hemos
dicho, constituía la extrema izquierda del ejército francés. En el ala opuesta,
la izquierda española, la división Vives avanzó de Bañolas a Vilert con el fin, además, de cubrir el puente de Esponella y evitar una nueva irrupción como la del general
Augereau, felizmente escarmentada el 1.° de Mayo. La división Cuesta, situada
en San Esteban a espaldas de Orriols, serviría de reserva a aquellas fuerzas,
formando algunas otras una como segunda línea hacia Cerviá,
donde se hallaba el cuartel general del ejército.
Los
miqueletes y somatenes, entretanto, no descansaban un punto en la tarea,
peculiar suya, de atacar los cantones y destacamentos franceses que
consideraban más fáciles de ser sorprendidos y asaltados. Un cura de aldea del
nombre de Salgueda y el canónigo Cuffí se metieron por la montaña a sorprender, como antes D. Francisco Pineda, el
parque situado en Pía-del-Coto, las avanzadas enemigas y aún el campo de Coral,
establecido en la frontera por encima de Camprodón y Rocabruna;
y aun cuando estos asaltos no podían influir en el resultado de la campaña,
servían para evitar el que se había propuesto Perignon de, dominando la
divisoria entre el Segre y los ríos que bañan el Ampurdán, descender sobre la
izquierda del ejército español establecido allí, amenazándole hasta con
envolverlo y obligarle a retirarse a Barcelona. Así debía comprenderlo el
general Urrutia cuando, estimulando el alzamiento de los somatenes y
organizándolos en lo posible, les señaló en la montaña, hacia las fuentes del Manol, Llorona, Basagoda y el
país próximo á Bañolas, como puntos favorables para que, desde ellos, atacaran
de continuo a la izquierda francesa en cuantas ocasiones pudieran hábilmente
aprovechar. En oposición a esas fuerzas populares de los Españoles, Perignon
concentró en lugares propios para resistirlas una de 2.000 hombres que, a las
órdenes del general Guillaume, evitara sus temerarias acometidas. La fuerza
mayor campó junto a Sistella, al abrigo del campo, no
lejano, de Figueras; pero a fin de inutilizar su acción y dejar libre y
expedita la de los somatenes, el general Urrutia hizo el 5 de Mayo apoyarla con
fuerzas de su izquierda que mandaba Vives y cruzar al mismo tiempo el Fluviá a
tres columnas por el centro y los flancos de su línea, esto es, por Báscara, San Pedro Pescador y Esponella.
No era fácil comprender la razón de estas últimas maniobras, pero la presencia
de la columna de Vives con fuerza compuesta de número tan considerable de
voluntarios catalanes que desde Llorona iban ganando los montes para envolver
la posición de Sistella, hizo comprender a los
Franceses que ésta y no otra era el objetivo de aquellas tan excéntricas
operaciones de sus enemigos, calificadas y con razón por Urrutia en su parte de
falso ataque de nuestro centro en ayuda de los somatenes. Ese conocimiento y la
rapidez con que acudió Auguereau en socorro de
Guillaume, hizo que Vives, después de incendiado el campo de Sistella, tuviera que retirarse, pero no sin amparar a los
miqueletes y somatenes que, llevados de su ardor, se habían adelantado hasta
cerca de Aviñonet, recogiéndolos, al retroceder, en
sus filas y las de Romana, que repasaron el Fluviá como después O’Farril por
los mismos sitios en que lo habían cruzado antes.
El asalto de Sistella tenía naturalmente que provocar una reacción
ofensiva del campo de los Franceses; y al día siguiente, el 6 de Mayo, el
general Perignon verificó un ataque al que sus compatriotas han querido dar el
carácter de reconocimiento y que resultó general, aunque sin enlace ni conjunto
en las fuerzas que lo verificaron y sin resultado, por consiguiente,
beneficioso para sus armas. El general en jefe francés pasó el Fluviá por Báscara con poca resistencia por parte de los catalanes que
ocupaban aquella población; pero, dejándose llevar los suyos del ímpetu que les
es característico, fueron, por perseguir a los que se retiraban de Báscara, a caer en el centro de una maniobra que,
arrancando del Coll-de-Orriols, fue empujándolos de frente y por sus flancos
hasta ponerlos en el mayor peligro entre fuerzas muy numerosas y el Fluviá, el
cual pudieron repasar, aunque con poco orden, gracias a la artillería que su
general estableció en la orilla izquierda para proteger su retirada. Entretanto
el general Augereau se había presentado frente al puente de Esponella,
pero contentándose, al ver desplegarse en la orilla opuesta los batallones de
Vives, con un cañoneo sin resultado alguno notable. Cuatro horas llevaba de
duración el fuego cuando, arrastrado uno de los generales franceses por el
movimiento retrógrado de Perignon, trató también de retirarse por Espinavesa, donde la caballería española le obligó a
detenerse hasta que Romana y Vives, cruzando el Fluviá por Vilert y Esponella, pudieron acometerle poniéndole en un
peligro de que sólo su audacia y la abnegación de sus tropas pudieron sacarle.
El general Augereau volvió, pues, a sus posiciones anteriores de la mañana.
Otro tanto, poco más o menos, había sucedido en la izquierda francesa, en que,
anticipándose nuestros húsares a pasar el Fluviá por un lado y otro de San
Pedro Pescador, donde lo habían cruzado los Franceses, tuvieron éstos que
repasarlo precipitadamente para no verse envueltos; estableciéndose en Vilamacolum, de donde, a pesar de su fuerza considerable de
más de 2.000 infantes, tuvieron que alejarse para huir del desastre con que les
amenazaban las tropas de nuestra derecha que corrieron en ayuda de los húsares.
Aquel
combate, calificado, repetimos, por Perignon y sus compatriotas de sólo un
simple reconocimiento, fue, si no decisivo en sus resultados, bastante eficaz
para dar áaconocer á Españoles y Franceses que habían
cambiado completamente las condiciones de sus ejércitos respectivos; que los
Franceses no se manifestaban lo entusiastas y emprendedores de la anterior
campaña y que se había verificado en el espíritu de los Españoles una reacción
que les haría muy pronto volver a ser lo que dos años antes, cuando con su
valor y su disciplina llegaron a hacerse dueños del Rosellón. Es verdad que
había contribuido mucho a aquel cambio el de la mayor parte de los generales
que los mandaban; contraponiendo ahora los nuevos a la discordia y a las
rivalidades de los que de tan mala gana obedecían al conde de la Unión, tal
armonía entre ellos y tal sumisión a las órdenes de su jefe, que habrían
necesariamente de facilitarle el mando y contribuir a su gloria.
Así, el
general Urrutia, que ya había sobresalido en el mando de una división en la
campaña anterior de los Pirineos occidentales, logró en el del ejército de
Cataluña elevarse hasta una reputación sólo inferior a la de sus jefes en
aquella guerra, Ricardos y Caro. Nacido en el solar vizcaíno de sus mayores,
abrazó de muy joven la carrera militar, haciendo sus estudios en Barcelona con
el nunca bastante celebrado D. Pedro Lucuce, maestro
de toda aquella generación que tanto brilló en las guerras del siglo último en
Italia, África y América. Sus conocimientos le llevaron al continente de esta
última parte del mundo, dando en Nueva España muestras elocuentes de su valer
en los muchos planos y mapas que levantó formando parte de la comisión que allí
dirigieron los generales Villalba y marqués de Rubí. Estaba hecha su reputación
científica, que recibió nuevo brillo con sus trabajos geográficos en Canarias y
el profesorado en las academias de Ávila y el Puerto de Santa María,
consiguiendo hacerse la militar de las operaciones prácticas de la guerra en el
sitio de Gibraltar a las órdenes del general D. Martín Alvarez de Sotomayor, donde recibió con una herida grave su bautismo de sangre. En
Mahón después, y otra vez en el odiado peñón del estrecho hercúleo, peleó de
nuevo contra los Ingleses en las flotantes de tan triste celebridad, hasta que,
hecha la paz y continuando sus trabajos científicos que le acarrearon la
amistad de Floridablanca, fue destinado a estudiar en el extranjero los
sistemas de fortificación que las naciones más adelantadas de Europa habían
establecido para su defensa.
Entonces fue
cuando asistió a las operaciones de los Rusos en su campaña de Crimea contra
los Turcos, atrayéndose la benevolencia del general Príncipe de Potemkin y la amistad de Souvaroff y Kuttussoff, tan célebres después. Sus consejos para
el sitio de la plaza de Therman y la bravura que puso
de manifiesto en el asalto de la brecha le valieron los plácemes del ejército
ruso, las recomendaciones de los generales y una condecoración y una espada de
honor, acompañadas de una carta autógrafa de la emperatriz Catalina, que
elevaron la fama de Urrutia en aquel país y particularmente en España, adonde
le hicieron regresar las dolencias adquiridas en aquella guerra. Gobernador
después de Ceuta, de mariscal de campo ya, empleo que obtuvo por los combates
que riñó con los Moros, fue quien puso aquella plaza en el estado de defensa
que ostentaba últimamente, mandándola hasta que, en 1793 y solicitado a un
tiempo por los generales Ricardos y Caro, hizo las campañas en que le hemos
visto sucesivamente distinguirse en los Pirineos orientales primero, y en los
occidentales luego, alcanzando por sus servicios en Navarra y su anterior
brillante comportamiento al frente de Perpiñán, la alta jerarquía de teniente
general. Tenía fortuna y, al revés de lo que sucedió al conde de la Unión en
Francia, al desempeñar, aunque interinamente, el mando en jefe del ejército de
Guipúzcoa y Navarra que, sin consideración a la mucha mayor antigüedad de
varios otros, le confió el general Caro, no se produjo una sola queja ni la más
insignificante murmuración.
Tales eran
el prestigio y la autoridad que se había conquistado Urrrutia entre sus compañeros y con que ahora iba a mandar el ejército de Cataluña.
No podía el
general Perignon conformarse con el papel que estaba representando, y ya que se
veía escarmentado en sus arranques ofensivos contra las posiciones españolas de
la derecha del Fluviá y temeroso de que Urrutia tomara a su vez una iniciativa
que lo dejase completamente desairado en los días, ya pocos, que le restaban de
mando, quiso presentar a Schérer el campo francés, si
no dominando, al menos dueño de acometer ventajosamente al español que tenía
delante. Y aun cuando fuera tenido por mero imitador de su adversario, se
propuso hacer de la posición de Pontos un campo semejante al de los Españoles
en el Coll-de-Orriols, a fin de que, atraídos a él, recibieran igual
escarmiento que el que acababan sus tropas de experimentar el 6 de Mayo. Para
mejor conseguirlo hizo que Augereau ocupase Pontos y con el centro del ejército
se adelantó al frente de Báscara, dirigiendo la
división Sauret sobre los pasos del Fluviá en su extrema izquierda. Consiguió
con eso atraerse efectivamente a los Españoles hacia la posición que acababa de
elegir como reducto inabordable y apoyo en lo sucesivo de todas sus operaciones
sobre el Fluviá; pero nuestros compatriotas verificaron el paso del río tan
hábil y oportunamente que, al poco tiempo, el centro francés, flanqueado desde
el momento del paso, tuvo que retirarse a retaguardia de Pontos, resultando su
ejército cortado en dos grandes masas que, acosadas por las nuestras y sobre
todo por la caballería y la artillería a caballo que las iban flanqueando,
tuvieron que desplegar inauditos esfuerzos por sí y con todas sus reservas para
no ser completamente desbaratadas. La división Sauret, acosada también por
nuestra derecha, había ya retrocedido antes de verificarse el gran choque a que
acabamos de referirnos en el centro, y a eso del medio día lo hacía el mismo
Augereau, dejando burlados los proyectos de su general en jefe, con tanto calor
y con tan generosa ambición ideados en las postrimerías de su mando
Dos días
después de aquella acción llegó el general Schérer al
campo francés y se encargaba del mando el último de Mayo de 1795. No quedaría
ciertamente satisfecho del estado de las operaciones en el Fluviá al tener
conocimiento de los reveses sufridos desde el principio de la campaña, y menos
del en que pudo observar al ejército en la revista que le pasó inmediatamente,
sabiendo la miseria y el hambre que padecía, la deserción y la indisciplina a
que de nuevo se iba entregando. Pero todo general al inaugurar sus funciones se
apresura a forjar planes de campaña; y Schérer, aun
siendo el décimocuarto de los que mandaron en jefe
aquel ejército, propuso también el suyo, que era tan fantástico y temerario
como los de Dugommier y Perignon. Su primer pensamiento, y ése era prudente, se
dirigía a cruzar el Ampurdán desde Rimors a Alfa y la
línea del Manol con un gran atrincheramiento que
cubriese Figueras y el campo de Aviñonet, con cuyos
fuertes, bien guarnecidos como las plazas antes españolas y las francesas de la
frontera, creía poder operar a su frente sin preocupación alguna por la
seguridad del ejército y de sus comunicaciones. El resto de las tropas y las
que le vinieran de refuerzo, pedidas con la mayor instancia a la Convención,
organizaría cuatro divisiones activas; una, destinada a la Cerdaña y las otras
tres a combatir a los Españoles en el Fluviá, aunque por el pronto y mientras
llegaban los refuerzos solicitados, se mantendrían entre Figueras y Sistella para evitar el aire pestilencial de los terrenos bajos
que diezmaba sus tropas, respetando, al parecer, la salud envidiable de las
nuestras. La división de Cerdaña bajaría a Ripoll y Olot, dispersando, por
supuesto, cuantas bandas de catalanes trataran de oponérsele, en apoyo de la
derecha de las dos divisiones del centro que, desembocando por Besalú y Báscara, se apoderarían del campo de Bañolas para avanzar
sobre Gerona, donde se reunirían las tres. Entretanto, la otra división con
3.ooo caballos seguiría la carretera general, batiendo a los Españoles en el
Coll-de-Orriols y obligándolos a retirarse nada menos que hasta las montañas de
Aragón. Entonces el general Schérer avanzaría a
Gerona y, tomada aquella plaza, continuaría su marcha a la capital del
Principado, que de seguro se rendiría también ante el temor del bombardeo.
Pero el
general Schérer contaba para eso con los refuerzos
que había pedido, 25.ooo infantes, 2.000 caballos, el complemento de 4 baterías
ligeras y 40 piezas de sitio; y la Junta de Salvación pública le contestó: «Que
había renunciado a tan vastos proyectos en aquella frontera; que si él, con los
medios de que disponía entonces se encontraba seguro de batir a los Españoles e
imponerles la paz, quedaba autorizado a acometer la empresa, y que sólo se le
prescribía una cosa, la de no dejar nada al azar.»
Esto era
condenarle a la inacción a que Schérer, como era de
esperar, se resistía; y con el pretexto, o con el motivo, que no queremos
ahondar tanto del hambre que experimentaban sus soldados y el deseo o la
necesidad de apoderarse de las abundantes mieses que veían madurar en la orilla
derecha del bajo Fluviá, se decidió a valerse de la autorización que, en último
término, le daba el famoso Comité de París.
De ahí
resultó la llamada batalla del Fluviá, última de la campaña y tan victoriosa
por parte de los Españoles que, sin la paz de Basilea, hubieran penetrado de
nuevo en Francia haciendo recordar los buenos y gloriosos días de 1793. Por
supuesto que, al decir de los Franceses, aquella jornada no merece tampoco otro
nombre que el de un forraje en el pequeño Ampurdán; mas, para eso, salieron de
su campo el 14 de Junio cuatro columnas que por la noche ocupaban toda la
orilla izquierda del Fluviá, desmintiendo así el carácter harto humilde con que
se quiso después disfrazar la derrota. La izquierda francesa se extendió entre
la aldea de San Pedro Pescador, inmediata al mar, y Torroellá,
Santo Tomás y San Miguel, en cuyas alturas se apoyaba la segunda columna con
una fuerte reserva formada en tres líneas. En el centro, ocuparon las otras dos
columnas la posición de Pontos y las alturas inmediatas a Espinavesa con Augercau a la espalda y el resto de su división.
Los
Españoles, como era de suponer, creyeron que se trataba de un ataque general a
su línea y pusieron el ejército en movimiento, desplegándolo en las posiciones
más ventajosas de la orilla derecha del Fluviá en espera del ataque de los
Franceses. Pero, al observar su inmovilidad y después de un reconocimiento en
los dos extremos de la línea, decidió el general Urrutia atacar la francesa,
esperando que el buen espíritu de sus tropas, de tiempo atrás manifiesto, y el
entusiasmo con que las veía marchar le darían una completa victoria.
El general
Vives cruzó el Fluviá por Besalú y puntos inmediatos y marchó al enemigo, que
se había situado en el Puig de las Forcas, con sus descubiertas y cazadores al
frente; pero, al reconocer éstos el terreno, comprendió que se le disponía una
emboscada por parte de los Franceses que se ocultaban en un bosque inmediato,
por lo que, manteniendo el fuego sobre ellos, se preparó a ayudar el ataque que
veía ejecutarse por nuestro centro contra el del enemigo. En nuestra derecha el
combate ofreció más peripecias, reñido, como anduvo, durante muchas horas entre
el general Iturrigaray, que mandaba aquella ala, y Rougé y Ranel, puestos a la cabeza de las primeras columnas
francesas destinadas a hacer el tan cacareado forraje. La caballería de uno y
otro bando se cargó alternativamente con fortuna varia hasta que, en último
lance, el refuerzo mandado a la nuestra, decidió su victoria. Los pasos del
Fluviá por Armentera, Valveralla, Vilarroban y San Miguel, defendidos por la artillería
de Iturrigaray, sirvieron para el de los diferentes destacamentos que tomaron
parte en aquel combate que, á semejanza de el del ala izquierda, quedó así como
paralizado, en expectación del central en que se iba a decidir la suerte de la
batalla.
El general
Urrutia, observando la inmovilidad del centro francés, comprendió lo de que se
trataba, que no era, según ya hemos indicado, sino el esperar la acción de las
divisiones francesas en sus dos flancos pata sacar el fruto de la suya en un
gran ataque sobre Báscara y el Coll-de-Orriols, aquel
ataque cuyo éxito iría a abrirles de par en par las puertas de Gerona y
Barcelona. Y á fin de neutralizar esa acción, el general Urrutia hizo avanzar
sus columnas del centro sobre las posiciones enemigas de Pontos y Armadas, tan
de mañana ocupadas por el grueso del ejército francés. Los generales Arias y
Romana se dirigieron al castillo de Pontos que, aun cuando atacado por el
primero hacia la parte más accesible que era la de su frente al Fluviá, lo
asaltó el segundo y lo tomó a favor de un hábil movimiento envolvente por donde
el monte, en que está situado, aparece más áspero y abrupto. El general Cuesta
atacó la altura de Armadas, dividiendo su columna en otras dos, la primera de
las cuales marchó por la carretera para separar las dos posiciones francesas, y
la otra, acompañada de la caballería, fue oblicuando por su derecha para
envolver, como Romana la de Pontos, la altura de Armadas que, del mismo modo,
hubo de ser evacuada por los Franceses que, acuchillados después por nuestros
jinetes, fueron acogiéndose a su linea del Manol.
Tan completa
fue la victoria, que el general Urrutia se detuvo al frente del campo de Aviñonet un espacio de tiempo bastante considerable para
dar algún descanso a sus tropas, retrocediendo luego a sus posiciones del
Fluviá, de las que el corto número de sus fuerzas y el mal estado del
territorio que acababa de conquistar en tan gloriosa jornada no le permitían
por entonces separarse.
Pero ante
aquel movimiento de retroceso, ocúrresele al general
Augereau una reacción ofensiva que quite a los Españoles las ventajas y el
honor de la batalla; y, reuniendo todas las tropas disponibles de aquel campo y
combinando su marcha con la de los cuerpos que aún se mantenían en las alas de
la línea primitiva de batalla, acomete la empresa de tomar su desquite a última
hora derrotando a nuestras columnas centrales que volvían al Fluviá.
Afortunadamente se retiraban éstas por escalones y en el mejor orden, sin
esparcirse, como suele acontecer en tales casos para el merodeo, y tratando tan
sólo de recoger las piezas de artillería que el enemigo había abandonado en su
fuga. Así es que recibieron a los Franceses en las mismas posiciones de Pontos
y Armadas recientemente vencidas; y aun cuando los Franceses trataron de cortar
la nueva línea española separando la fuerza de Cuesta del cuerpo de batalla,
este general, cargándolos con el mayor ímpetu, burló su proyecto. «La Cuesta,
dice el francés Marcillac, les hizo cargar a los
Franceses) en su movimiento con impetuosidad y les forzó á reunirse con las
tropas que marchaban en columnas por su frente, y que ya atacaban las alturas
de Armadas; pero una diversión ejecutada felizmente por Don Francisco Taranco, que con una columna pasó sóbrela izquierda de los
enemigos, a los cuales había primeramente ocultado su marcha, les derrotó por
segunda vez en aquella jornada.»
Los
Franceses escritores de aquella campaña quieren decir que el fin que los
generales sus compatriotas se habían propuesto aquel día lo consiguieron
arrojando a los Españoles a su campamento de Orriols y haciendo su forraje, el
único objeto que, según ellos, llevaban en aquel combate. Pero ese mismo
emigrado que acaba de proporcionarnos el detalle interesantísimo de la acción
de Cuesta y Taranco junto a Armadas, continúa así su
relato, completamente de acuerdo con el del general Urrutia y los de nuestros cronistas
: « Arias y La Romana también habían sido atacados en la posición de Pontos,
pero después de haber rechazado a los que los atacaban, los habían perseguido
vivamente. Al caer la noche los Franceses iban enteramente en retirada, y los
Españoles volvieron a entrar en su línea»
Las pérdidas
de uno y otro ejército fueron importantes, habida consideración a lo que solían
ser en aquella guerra, casi toda de posiciones. Los Franceses dijeron que las
suyas hablan sido de 85 muertos y 297 heridos, las nuestras de 1.000 de los
primeros y 1.200 de los segundos. El general Urrutia decía en su parte que
había tenido 99 muertos, 317 heridos y 67 contusos, siendo la pérdida de los
enemigos de 2.5oo a 3.000 hombres. Fervel dice que
después de todo 12.000 de aquellos incomparables soldados de la Francia
republicana que Napoleón después tenía por los mejores de su ejército de
Italia, habían hecho retroceder a 25.000 Españoles, y Urrutia por su lado
aseguraba que la mayor ventaja obtenida en aquella acción era “la confianza que
había dado aquella victoria al ejército que tenia la honra de mandar.»
¿A cuál dar
fe de estas tan encontradas versiones? Pues a las españolas; porque, examinando
las francesas de mayor autoridad, hallamos, por un lado, la confesión de Schérer en su parte de que media etapa más al frente
hubiera hecho morir de hambre al ejército de su mando y que no se podía contar
con subsistencias entre el Fluviá y el Ter cuando la vista de las abundantes
mieses, ya maduras en aquel territorio, fue para él, y después para su
panegirista Fervel, el móvil principal de su ataque
el 14 de Junio .
No
acabaríamos de hacer patentes las muestras infinitas que dio el ejército
francés del estado de miseria, de abandono y de indisciplina en que se hallaba
por aquellos días, confesadas a cada paso por sus historiadores para disculpar,
sin duda, el vencimiento que no podían fregar, y eso cuando los triunfos
alcanzados por sus armas en las demás fronteras de la República le permitían
enviar refuerzos y sus generales más experimentados al ejército de los Pirineos
orientales.
Pero ¿se
quieren más pruebas del vencimiento de los Franceses en aquella campaña? Pues
vamos a dar una concluyente. A los pocos días de la batalla del Fluviá, Urrutia
destacaba de su campo la división Cuesta, destinada a arrojar definitivamente a
los Franceses de la Cerdaña española, conquistando las fortalezas de Puigcerdá
y Bellver en que se mantenían con la amenaza constante de volver sobre la Seo
de Urgel. ¿Es que hubiera podido aquel general desprenderse de fuerza tan
considerable sin la seguridad de que no sería atacado de nuevo en sus
posiciones? En cambio el general Charlet, que veía
iba a escapársele de su dominación un territorio tan influyente en las
operaciones ofensivas sobre la capital del Principado, pedía con la mayor
instancia socorros a Schérer, que le contestaba no le
era posible enviarle un solo hombre, satisfaciéndose con transmitir las
súplicas de su teniente de la Cerdaña a la Convención, que ni el trabajo quiso
tomarse de contestarle.
Así es que,
al presentarse Cuesta en la cuenca del alto Segre, Charlet se apresuró a llamar a todos sus destacamentos en derredor de Puigcerdá,
dejando al general Martín en Bellver la misión de conservar aquel punto, tan
interesante o más que el que ocupaba él mismo. La Cuesta se presenta al frente
de Puigcerdá sobre las cinco de la mañana del 25 de Julio, y pocas horas
después se apodera del campamento establecido en las afueras de la plaza,
mientras los miqueletes y somatenes van interceptando los destacamentos que
volvían a ella, no todos avisados por haber caído en manos de los Españoles el
ayudante expedido para comunicarles las órdenes de Charlet.
A las nueve se envía a la plaza la intimación de rendirse, a lo que Charlet se negó valientemente después de un consejo de
guerra celebrado con sus oficiales y con las protestas más vivas de la
guarnición, dispuesta a batirse hasta la última extremidad; a las once los
Españoles se apoderan del hospital, donde es herido Charlet,
sustituyéndole el general Despinoy que intenta,
aunque sin fruto, recobrarlo; y ya se andaba tratando de la capitulación de la
plaza, cuando Charlet y Despinoy,
herido también, supieron que se había verificado el asalto, tan pronto
ejecutado como dispuesto por Cuesta.
A la
conquista de Puigcerdá sucedió inmediatamente la de Bellver, cuyo gobernador,
el general Martín, según ya hemos dicho, capitulaba el 27, constituyéndose con
toda la guarnición prisionero de guerra. La Cerdaña quedó, por consiguiente, en
poder de los Españoles, sus legítimos dueños, que así pudieron entregarse a su
antiguo y favorito proyecto de buscar por aquel camino el de una nueva invasión
en Francia, pensada ya por Urrutia desde el día siguiente al de su victoria en
el Fluviá.
No nos
sonreía del mismo modo la fortuna en los Pirineos occidentales. Y no es que al
principio de la campaña se nos mostrara hosca; porque, sea que los Franceses se
hallaran bajo la impresión que les causó la retirada general de su ejército a
los puestos de la frontera, sea que habían dejado pocas fuerzas al frente de
los nuestros, lo cierto es que sus primeros ataques fueron constante y
ejecutivamente rechazados. Hay que observar una circunstancia que, con efecto,
debió paralizar la acción generalmente enérgica del general Moncey, la de la
epidemia que se desarrolló en su ejército durante casi todo el invierno,
quedando sin medios en su concepto para emprender la nueva campaña hasta bien
entrado el mes de Marzo de 1795.
Entretanto,
Guipúzcoa habla sufrido todas las calamidades consiguientes a la invasión,
victima de un descontento impropio del patriotismo de sus habitantes y de los
errores, más que crasos, de los mal llamados prohombres que se atribulan los
poderes y dirección política y hasta militar de la provincia. Se ha dicho que
los Franceses hablan guardado todo género de miramientos para con los moradores
de aquel país; pero ahí están las actas del ayuntamiento de San Sebastián que,
aun siendo formado de republicanos y afrancesados, porque los que no lo eran
huyeron de la ciudad, demostró en ellas los atropellos que allí se cometieron
para provecho y comodidad de la guarnición y de las tropas establecidas en el
campo inmediato y de las del ejército de operaciones. Ya lo hemos dicho en el
capítulo anterior y no sabemos que pudiera hacerse mayor violencia a las
creencias, sentimientos e intereses de un pueblo que la impuesta al guipuzcoano
en aquellos tristes días, empezando por levantar la guillotina en una de las plazas
de su primera población para así obtener cuanto creyese necesario y desearan
sus conquistadores. El terror que éstos imponían con tales procedimientos les
proporcionó la tranquilidad de que gozaban en la parte del país ocupada por sus
armas, logrando así un desembarazo como no deberían esperar en comarcas
distintas para su acción militar. Esta era una ventaja inapreciable de que
trece años después no disfrutarían y de que su general en jefe daba más
adelante testimonio irrefutable, ventaja que, además del terror, les permitió
aprovechar la incuria de la junta de Guetaria, tan sospechosa para ellos como
desleal para con el gobierno español. No así el pueblo que, como tenemos
consignado también, pronto comenzó a, con el desengaño sufrido, sublevarse
contra los Franceses, combatiéndolos solo en sus montañas o en unión de los
alaveses y vizcaínos en el Deva.
Estos
últimos son los que más decididos se manifestaron acudiendo a la palestra en
mayor número y con organización algo más determinada que la que era de esperar
de un pueblo que destina toda su acción y la ejercita en el laboreo de sus
campos, en la industria y el comercio, alejado, como suele estar, por sus
fueros del servicio de las armas.
Habíanse alistado desde Octubre de
1792 en previsión de los sucesos de París y procurádose fondos con que atender al equipo y armamento necesarios, haciéndose de ellos,
ya que no era posible en España, hasta en Suecia y Dinamarca. No fue preciso su
concurso sino en 1794, al temerse la invasión que luego se verificó; pero, una
vez realizada, formaron tres tercios de 8.000 hombres cada uno, de los que el
primero, que debía marchar a Tolosa, no lo hizo por haber Colomera decidido no
mantener aquella posición. Se situaron, pues, en la línea fronteriza de su
provincia, ocupando los 12.000 hombres que al fin de la campaña de 1794 tenían
organizados y armados las posiciones que descuellan entre Ondárroa, Marquina,
Hermua y Campanzar, la primera de estas poblaciones
en la orilla del mar, y la última frente á Vergara y dominando la carretera
general de Francia.
Con esa
gente, la poca que acudió de Álava, la guipuzcoana rehecha después de la
retirada general del Bidasoa y alguna tropa que aún permaneció en las orillas
del Deva y sus puentes, se riñeron aquel invierno varias acciones en que con
rara excepción salieron siempre mal parados los Franceses. Fueron las más
notables las del puente de Sasiola, el alto de
Azcárate, disputado sin cesar por su posición en el camino de Azcoitia a Eíbar, y sobre todo las que cubrieron de sangre el
encumbrado Musquirichu que domina por allí toda la
divisoria entre el Deva y el Urola, y alguna en
Madariaga y otros puntos que el enemigo observaba desde Tolosa, Azpeitia e Iciar, atento a aprovechar una ocasión favorable para
dispersar aquellas que consideraba bandas de paisanos que al primer tiro se
volverían a sus casas.
En uno de
esos ataques, el de 27 de Febrero en Azcárate, el capitán Zuaznabar, de
voluntarios de Guipúzcoa, derrotó un grueso destacamento francés, obligándole a
guarecerse en su cantón fortificado de Azcoitia, adonde más tarde, en Abril, se
acogía otro más fuerte aún, perseguido por el cura de Lezama hasta las mismas
tapias; y muchos otros, como Areizaga, Aranguren, Lersundiy Araguistain, reivindicaban para Guipúzcoa el honor
militar manchado en Fuenterrabía, San Sebastián, y todavía más en Guetaria.
Estás
pequeñas victorias, que los historiadores republicanos no se atreven a negar,
entusiasmaban a los vascongados que llegaron a creerse ya invencibles en sus
posiciones del Deva, apoyados en lo alto de la divisoria con el Ibaizábal por el núcleo de vizcaínos engrosándose al compás
del peligro que les amenazaba. Pero el ejército francés, repuesto de los
estragos que en él habían hecho la miseria y la peste aquel invierno, iba
dirigiendo los cuerpos de la frontera y los que le llegaban de las demás de la
República hacia sus puestos avanzados frente a los nuestros. Los que aquél
ocupaba en Iciar, Azpeitia y el Pirineo navarro se
cubrieron de tropas que, si hostilizadas sin cesar, se hicieron en Mayo
imponentes y amenazaban para un día u otro, el menos pensado, con la irrupción
de Vizcaya y Álava.
Entonces,
con todo, principió a esparcirse por el campo francés el rumor de negociaciones
que, como las emprendidas el año anterior en Cataluña por el vehículo del conde
de la Unión, quedaron después en la mayor reserva y envueltas en el más hondo
misterio. El duque de Alcudia, que tanto cuidó de ocultarlas al emprenderlas y
luego las tuvo secretas hasta sólo hacer mención somera de ellas en sus
Memorias, donde podía haberlas justificado, encomendó tan delicada misión al
marqués de Iranda que, sobre su fama de persona de talento, tenía la
circunstancia de poseer gran caudal y muchas propiedades en la frontera
francesa, particularmente en Hendaya, su residencia habitual en un palacio que
todavía lleva su nombre. En que los Franceses deseaban la paz, no cabe duda
alguna y Godoy puede vanagloriarse de ello, no por el temor que debiera España
infundirles con sus ejércitos, sino porque la paz, ya lo hemos indicado,
representaba para ellos el reconocimiento de su gobierno y con él la victoria
que habían obtenido contra la Europa entera coaligada. Pero las primeras
gestiones, las de Unión, otras aún más recientes en Cataluña y las de Iranda,
partieron del gobierno español, por más que se esperase no serían mal recibidas
si no se las acompañaba de exigencias como las con tanta indignación rechazadas
por el general Dugommier.
Lo hemos
dicho tratando de «La misión del marqués de Iranda» en otra parte: «El que se
avanzasen proposiciones de avenencia por el general Urrutia en Cataluña es una
muestra, y elocuente, de que el gobierno español deseaba la paz, no hay para que
negarlo; mas las repulsas de Perignon, que podía muy bien ignorar los proyectos
del Francés, fueron desaprobadas en París, y confrontadas las fechas prueban
que ya se habían hecho por los republicanos manifestaciones que daban a conocer
sus deseos de concordia con España. Las cartas de Bourgoing,
último ministro de Francia en Madrid, eco razonado de las que Tallien, influido por su patriotismo o por su célebre
mujer, antes señorita de Cabarrús, escribía
demostrando su gran deseo y hasta su premura por la paz, prueban que hacía
mucho tiempo se trabajaba para alcanzarla en las regiones oficiales y
extraoficiales de la República.
«Y nada
tiene esto de extraño ni menos de admirable. La aspiración más elevada que
podían abrigar los hombres de la revolución era la de su reconocimiento por el
pariente más próximo del infortunado Luis XVI. El ejemplo de un Borbón dando al
olvido los hechos abominables que le habían arrastrado a la lucha, del que
había alzado en armas a la nación entera, indignada, lo mismo que por aquellos
atropellos, por los ultrajes inferidos a las creencias y a los intereses
morales de mayor respetabilidad para ella, era para halagar el orgullo y
satisfacer la ambición de gloria de los más fieros enemigos del trono y de la
religión.»
Y luego se
añade: «Que en España se deseaba también la paz, no hay para qué dudarlo. Se
había desvanecido la esperanza de vengar la muerte de Luis XVI, de donde había
arrancado el impulso general de la opinión pública en 1793; las armas,
victoriosas aquel año en las dos fronteras, se habían visto obligadas a
acogerse al suelo patrio, con gloria todavía en el año siguiente, pero sin
fortuna; el de 1795 ofrecía el espectáculo de las provincias limítrofes
invadidas y las plazas más importantes de ellas ocupadas también, y ofrecía
además el temor de que no cesase hasta el interior de la Península la marcha
arrebatada de los enemigos, más numerosos cada día y reforzados más y más por
el espíritu que en ellos creaban sus recientes victorias en el Norte. Los consejos,
que al momento se hicieron públicos, del conde de Aranda, despreciados en el
primer hervor de la opinión, fueron con eso haciéndose lugar en los ánimos, y
eran muy pocos los Españoles que no los tuviesen ya por sanos y prudentes. No
tiene, de consiguiente, nada de particular que se lo hubiesen también hecho en
el Palacio Real, ocupado por quien tan rectas intenciones abrigaba, y que el
mismo Godoy, tan batallador al principio y causando la desgracia del de Aranda
con sus ambiciones de gloria militar, buscase en la paz el medro que antes
esperaba en la guerra».
A Iranda se
le acogió en el campo francés con todo género de consideraciones, y el 12 de
Junio celebraba una conferencia con el general Moncey y el representante
Median, en que, tratando todos de disfrazar sus intenciones, las dejaron
perfectamente traslucir a sus respectivos interlocutores; pacíficas en todos
también como preconcebidas y puede decirse que aprobadas ya. Para mejor
disimularlas, los delegados franceses, como el español, quedaron en consultar a
sus Gobiernos; pidiendo Iranda al suyo le enviara las instrucciones con nueva
fecha para no quedar a descubierto en las futuras conferencias respecto a su
rectitud y a la dignidad de la corte de Madrid.
No por eso
cesaron las operaciones de la guerra; y en aquellos mismos días, los del 17 y
24 de Junio, era disputada la posición de Musquirichu con el mayor encarnizamiento. En el segundo, el general barón de Triest rechazó a los Franceses que, a favor de una densa
niebla, trataron de apoderarse del monte, al tiempo que en otros puntos, como
Ondárroa y Madariaga, el brigadier Eguía y Mendizábal los escarmentaron
también, haciéndoles volver a sus cantones.
Pero
aumentando su fuerza por días y acaso para imponer condiciones más ventajosas
en la negociación comenzada con Iranda para la paz, el general Moncey proyectó
un ataque a la línea española para el día 28, en que, rota por cualquiera de
los puntos sobre los que se intentaba, colocase al ejército de su mando en la
izquierda del Deva y en disposición de invadir las provincias de Álava y
Vizcaya. El general D. José Simón de Crespo, segundo de Castelfranco,
que mandaba en aquel territorio, adivinó el proyecto de Moncey y se preparó a
resistir sus ataques estableciendo más fuerzas en Villarreal, Elosua y Musquirichu, adonde supuso se dirigían principalmente;
pero, contra lo que él esperaba, los Franceses, simulando, es verdad, el avance
sobre aquellos puntos y aun haciéndose dueños de Madariaga, atacaron con el
mayor golpe de sus fuerzas la posición de Sasiola,
envolviéndola con las que vadearon el Deva agua arriba y agua abajo del tan
disputado puente. De allí se extendieron inmediatamente a Berriatúa,
Marquina y Motrico; teniendo así Crespo que recoger las tropas de todos los
puntos ocupados en la derecha del Deva, y él desde Villarreal y Zumárraga
retirarse por el alto de Descarga a Vergara y, por fin, a Mondragón,
combatiendo a veces y escarmentando algunas a sus impetuosos perseguidores.
Los
Españoles habían combatido bizarramente en aquella jornada, lo mismo que los
destacamentos de tropas de línea que Crespo mantenía en cada puesto, los
Vascongados, mucho más numerosos, y a que servían aquéllos de núcleo para
comunicarles en lo posible su organización y espíritu militar; pero los
Franceses, con muchas fuerzas y maniobrando más reunidos y siguiendo un plan
bien meditado en combinación unas con otras se hicieron irresistibles.
No hay sino
acordarse de la respuesta dada al general Schérer por
la Convención para comprender las proporciones que ésta se había propuesto dar
a la guerra en los Pirineos occidentales y los refuerzos y medios que enviaría
al ejército, ya que tanto los escatimaba al que combatía en el otro extremo de
la frontera.
Ya hemos
indicado que el movimiento emprendido por los Franceses era general,
extendiéndose, por lo tanto, a Navarra, donde por los mismos días acometieron
el cortar la línea española que se apoyaba por su izquierda en las posiciones
guipuzcoanas inmediatas a Villarreal y Zumárraga y por su derecha en la plaza
de Pamplona.
El punto
central, notablemente adelantado y vigilando los cantones franceses y sus
comunicaciones, era Lucumberri, y a él se dirigieron
en combinación cuatro columnas que, saliendo de Tolosa, Hernani y Santesteban, atacaron y se propusieron envolver la posición
española, cuyos defensores se retiraron previamente a Irurzun, centro también
de la segunda línea, ya de antemano establecida.
Trataron los
Franceses de forzarla y de envolverla también, dividiendo su fuerza en las
mismas cuatro columnas, obligadas antes a marchar reunidas hasta Latasa, a fin
de pasar el famoso desfiladero de Las Dos Hermanas. Nuestros compatriotas
hubieron, lo mismo que antes, de abandonar su nueva posición, no sin pelear la
caballería con los invasores durante largo rato, hasta que, acometida por los
infantes franceses que llevaban a la cabeza a Harispe con sus Vascos y después de herido el general Horcasitas, se replegó al cuerpo
principal de los suyos. Aún proseguían los republicanos su ataque cuando la
columna de granaderos provinciales de Castilla la Vieja se lanzó. bayoneta
calada sobre ellos, dispersándolos hasta que, reforzados con todas las tropas
que apoyaban su movimiento, volvieron a la carga que los generales Escalante y Filangieri rechazaron valientemente hasta obligar a los que
la daban a refugiarse en su recién conquistado Irurzun y aldeas y posiciones
inmediatas.
Uno de los
caracteres más notables de aquella campaña y en general de toda la guerra, fue
el de las interrupciones que sufrían sus movimientos después de uno que parecía
hubiera de ser decisivo si se continuara con el ímpetu con que se había
iniciado; y después del paso del Deva el 28 de Junio y de la ocupación de
Irurzun el 6 de Julio, las operaciones de los Franceses, cuando puede decirse
que estaban sus soldados a la vista de Vitoria y Pamplona, sufrieron una
interrupción de varios días.
No bastó,
con todo, para que las gestiones del marqués de Iranda pudieran tener una
solución, satisfactoria o no. Porque la Convención, esperando la mejor de las
operaciones de su ejército, no se apresuraba a enviar su delegado con poderes
suficientes para arreglar un tratado de paz, ni Godoy, que sólo deseaba por el
pronto la suspensión de hostilidades en aquella frontera por tener
principalmente encomendadas las negociaciones diplomáticas a D. Domingo Iriarte
en Basilea, se apresuraba a enviar a Iranda las nuevas instrucciones que éste
le había pedido desde Hernani el 14 de Junio. Y como los deseos de Godoy eran
lo que menos querrían satisfacer los republicanos que esperaban de sus triunfos
mejores condiciones que las que pudieran obtener por los procedimientos de la
diplomacia, el papel de Iranda se hacía cada vez más desairado y más difícil de
representar. Los mismos Franceses debieron reconocerlo así; porque, ya sea por
no hacerlo hasta bochornoso o por contemporizar con el gobierno español
mientras se acordaba la paz en Suiza, la comisión ejecutiva de la Convención
envió a la frontera, como delegado plenipotenciario suyo, al general Serván,
ministro de la Guerra, como recordarán nuestros lectores, que habla sido de la
República. El marqués de Iranda, aunque privado de las últimas instrucciones de
Godoy y sin la autorización que habla creído necesaria, quiso entablar nuevas
conferencias, las para que se creía haber sido destinado, con el que él llama
en sus cartas y despachos el caballero Serván, que no quiso pasar de Bayona por
no comprometerse, sin duda, en pasos que pudieran inspirar a nuestros delegados
y gobierno demasiada confianza. La conferencia, con eso, celebrada el 3o de
Julio, en que Iranda ofreció a Serván proposiciones que le hacen mucho honor
por el patriotismo que revelan, controvertidas por su interlocutor con más
cortesía que intención de que se hicieran inmediatamente efectivas, no podía
conducir a nada práctico, ya que el plenipotenciario francés sabía que se
estaban discutiendo iguales o semejantes en Basilea, donde ya se habrían quizás
fijado, como, con efecto, había sucedido el 22 de aquel mismo mes, es decir,
ocho días antes de tener lugar la visita a que nos estamos refiriendo.
Con estos
antecedentes fácil es de comprender que Serván no accedería a lo que
principalmente deseaba Godoy y con celo tan laudable pretendía alcanzar Iranda,
a la celebración de un armisticio que detuviera a las tropas francesas en su
marcha invasora sobre Vitoria y sobre Miranda después, cuya sola noticia habría
de alarmar a los Españoles del centro de la Península y exigir después mayores
sacrificios para contenerla, o en último término, estorbarla. Serván debió
compadecerse de la situación de Iranda cuando después de discutir largamente
sobre unas condiciones que ciertamente no llevaban a la paz, tan deseada por
ambas partes beligerantes, se resistía a la única ya necesaria y urgente para
España, la de la suspensión de hostilidades. No quería negar la conveniencia,
hasta llegaba a condenar la guerra y ofrecía trasladarse al teatro de las
operaciones, cuya paralización decía, sin embargo, depender tan sólo del
gobierno supremo de Francia; pero todo, repetimos, por pura cortesía y para
ganar tiempo
Y, mientras,
el general Moncey procuraba con sus operaciones ayudar a los propósitos tan
hábilmente encubiertos por su colega Serván para desorientar a Iranda.
Situado el
general Crespo en Salinas de Leniz para apoyar su
nueva línea de Elgueta a las alturas de San Antonio, dispuesta para impedir la
marcha de los Franceses sobre Vitoria, parece que debía tenerlo asegurada
cuando la pérdida de Irurzun, cortándole su comunicación y su enlace con las
tropas de Navarra, le obligó a, después de disputar al enemigo las posiciones
avanzadas de la capital de Álava, dirigirse a Bilbao, creyendo así distraerle
de su avance sobre el Ebro. Y, con efecto, el 17 de Julio se hallaba en Bilbao;
pero no para enardecer la defensa de Vizcaya según pedía la Diputación que le
ofreció hombres, raciones y dinero para continuarla, sino para trasladarse a
Pancorvo a oponer nueva resistencia a los Franceses en aquel formidable
desfiladero.
Pero es que
se había expedido en Madrid una Real orden, la de 9 de aquel mes de Julio, en
que, a vueltas de agradecer los servicios del Señorío y de prometerle todos los
refuerzos posibles para su conservación y defensa, se le prevenía que «si la
desgracia llegase a poner las armas de los enemigos en el país, capitularan los
pueblos por medio de sus cabezas», retirándose la Diputación a medida que lo
hiciese el ejército y sin abatirse su nobleza con adversidades momentáneas de
restablecimiento no distante y a cuyo objeto se dirigían todos los cuidados del
Rey.
«He aquí, se
ha dicho en otra parte, el lenguaje mismo de Godoy a los gobernadores de San
Sebastián y Pancorvo para que entregasen aquellas plazas en 1808.»
Y es que se
hallaba en el cuartel general del ejército aquel Sr. Zamora, de quien hicimos
mención como agente oficioso de Godoy en el de los Pirineos orientales y
auditor general ahora, o mejor dicho, emisario a la manera de los de la
Convención en el de los occidentales; aún más, espía del valido para con los
generales descontentos de él en el ejército, que ya eran muchos. Con decir que
dudaba de la conveniencia de vencer a los Franceses, no fuera, escribía en uno
de sus despachos, a hacerse más difícil la paz con la herida que recibiesen en
su amor propio, está calificado el hombre.
El valor y
el patriotismo de Zamora iban dirigidos, mejor que a combatir a los Franceses,
contra los Vascongados y sus instituciones, que odiaba con todo su corazón. Así
es que su correspondencia respira ese rencor y la aspiración de desplegarlo con
toda la fuerza posible en ocasión, en concepto suyo, tan oportuna. No era, por
suerte, ésa la opinión de Godoy que, sin obedecer a la ojeriza de Zamora y
escuchando la defensa que de aquellas provincias le hizo Iranda en una larga y
fundada comunicación y más acaso la voz de su propia conciencia, no intentó
siquiera tomar providencia contra ellas. Él mismo había dictado su desarme; un
conflicto ahora, sólo aprovecharía a Francia y se decidió por atribuir la
derrota sufrida en aquella campaña al ejército, aunque sin razón alguna que
justificase sus impremeditadas iras.
Por el
contrario, nuestras tropas demostraron, en aquellos días cuán aventurados eran
los juicios que el valido hacía de su patriótica abnegación. Si resultaban
vencidas, no se debía a falta de valor en ninguna de sus clases, sino que,
aumentado el número de sus enemigos en proporciones que bien hace comprender el
pensamiento de la Convención al dedicar todos sus esfuerzos a vencer en los
Pirineos occidentales, se hacía imposible la resistencia de los Españoles,
desatendidos de su gobierno. Pero en aquella última parte de la campaña fue
precisamente en la que nuestros soldados demostraron con mayor elocuencia hasta
dónde llegan sus condiciones militares, aun en medio de la desgracia, por
abrumadora que sea como entonces.
Los
Franceses necesitaban después de la jornada de Irurzun, además de romper la
comunicación de las dos alas del ejército español, abrirse paso a la plaza de
Pamplona, para cuyo sitio hacían sus preparativos en Bayona varios oficiales de
ingenieros con el después tan célebre Marescot a su
frente. El general Willot había salido el 13 con una
fuerte columna en dirección de Vitoria por la Burunda, que fue sometiendo con
todos sus pueblos, Villanueva, Alsasua y Salvatierra, los principales de ellos,
reuniéndose en aquella capital con Dessein, que la
había ocupado el 15. Digonnet, que quedó en Irurzun
para encaminarse a Pamplona, emprendió la jornada el 20, comenzándola y
terminándola a la vez con el ataque de la posición de Ollaregui,
que tenían ocupada una compañía de Ubeda y algunos
voluntarios navarros. No era difícil la empresa contando el general francés con
dos batallones de granaderos y cazadores a la mano y la fuerza toda de su
brigada con otras más de reserva. El collado de Ollaregui fue, así, conquistado en poco tiempo, aunque con muchas bajas; pero, al
descender del otro lado, los republicanos se hallaron con los dos primeros
batallones del regimiento de África que acudían en auxilio de sus compatriotas.
La arremetida fue terrible; y he aquí cómo la describe la historia de aquel
cuerpo que aún no hacía un año salvó a su coronel, duque después de Bailén, en
el Calvario de Urrugne por esfuerzos tan extraños
como heroicos. «Tenían los Franceses, dice, grande superioridad numérica, y el
sentimiento de ella, unido al del ascendiente que habían obtenido ya sobre
nuestras tropas, les hizo redoblar sus esfuerzos con aquel impulso de ira que
convierte el valor en temeridad. África, inquebrantable como una columna de
diamante, resistía a pie firme las furiosas embestidas del enemigo y contestaba
con un fuego regular y mortífero al terrible que contra él fulminaban los
republicanos. En lo más encendido del combate cae atravesado de dos balazos el
nuevo coronel de África, D. Agustín Goyeneta, y queda también herido el
teniente coronel D. José González Acuña. Estas desgracias no arredran al
veterano regimiento. Nuevos y abundantes refuerzos llegan a nutrir las filas
francesas, y África se halla envuelto en doble círculo de fuego y de bayonetas.
Pero semejante a un león acorralado que siente aumentar sus fuerzas a medida
que se acercan los cazadores, así el antiguo tercio de Sicilia cobra bríos en
proporción de la magnitud y perentoriedad del peligro. El heroico Goyeneta,
haciéndose superior a sus dolores, se levanta del suelo, y colocándose a la
cabeza del regimiento, se lanza a la bayoneta sobre el enemigo. La matanza fue
espantosa, y por un instante vacilaron las compactas columnas francesas; pero
la fortuna, enemiga en este trance del valor, hizo que una tercera bala
alcanzase a Goyeneta y le derribase en tierra moribundo. El teniente coronel
cayó en poder del enemigo, y el mayor de África experimentó la misma infausta
suerte. Podía creerse que este cuerpo había agotado todos los recursos, no sólo
de la intrepidez, sino también de la desesperación, y que sin jefes ya, y
circundado por los enemigos, acabaría por sucumbir bajo su destino fatal. Sin
embargo, no fue así; en las grandes ocasiones brillan los hombres
extraordinarios, y el denonado Goyeneta tuvo un digno
imitador en el capitán D. Juan Aguirre. Este valiente oficial toma el mando del
regimiento, reanima a sus soldados con breves y elocuentes frases, y los lleva
otra vez sobre las bayonetas republicanas. Mas habiéndose adelantado este jefe
para dar el primer ejemplo en el peligro, se vio repentinamente rodeado por
tres granaderos franceses. Aquel hombre, dotado de un alma impasible y de un
brazo hercúleo, conserva su serenidad en este peligro extremo: aséstale un
bayonetazo en los riñones uno de los granaderos franceses, pero Aguirre le
contesta con un sablazo que le tiende bañado en su sangre; redoblaron entonces
su ira los otros granaderos, pero el valiente español, esgrimiendo su
formidable arma, hirió a los dos y les obligó a huir de una muerte casi
infalible.
«Tales y tan
épicas hazañas no bastaron sin embargo a contrabalancear el número siempre en
incremento de los republicanos. África, precisado a retirarse, abrió á
bayonetazos una ancha brecha en las filas enemigas, y pronunció su movimiento
vía de Izarve. Cargáronle en la retirada los Franceses con ímpetu indecible, pero el veterano cuerpo,
fiel sucesor de aquella infantería española que derrotada en Ravena, eclipsó
con su conducta las glorias de los vencedores, siguió retrogradando y
defendiéndose hasta tocar el mencionado pueblo de Izarve.
Acudieron a este punto otros cuatro batallones españoles; pero África,
sintiendo este inesperado auxilio, no quiso ceder a nadie el lauro de la
victoria; recobra súbitamente la ofensiva, y abalanzándose contra los
agresores, los fuerza a replegarse sobre las primeras cumbres que habían
conquistado en aquel tremendo día. El ejército entero hizo justicia al
brillante comportamiento de África, y pasó como válida y fundada la opinión de
que sólo la resistencia de este cuerpo pudo salvar muchas importantes líneas.»
En la
situación en que quedaron los dos campos de Navarra aquella noche, en esa
permanecieron en adelante, demostrando así los Franceses el efecto que había
producido en el suyo la conducta de nuestras tropas. Y lo que allí, poco más o
menos, y el mismo día sucedió en Miranda, por cuyo puente pasó el Ebro la
brigada Miollis, que fue rechazada en la tarde por
varios destacamentos de tropas, un escuadrón de Guardias de Corps y algunos
grupos de Burgaleses y Riojanos, hasta hacérselo repasar con bastantes bajas y,
entre ellas, la de Mauras, jefe de la media brigada de los cazadores de las
Montañas que tanto se había distinguido en aquella guerra. Había llegado el
general Crespo de su expedición a Bilbao y con tal oportunidad que podía
considerarse con eso cerrado a las tropas francesas aquel paso importantísimo
para su invasión en Castilla.
En las
mismas horas del 22 de Julio en que se reñían estos combates firmaban en
Basilea D. Domingo Iriarte y M. Barthelemy el tratado
que iba a poner término a la guerra que por tres años había hecho teatro de sus
estragos las comarcas más bellas de la frontera pirenaica. Ratificado el 1° de
Agosto por la Convención y por el rey de España el 4, llegó el 5 la noticia al
ejército francés, cuyos generales y representantes se apresuraron a comunicarla
a nuestras autoridades, celebrándose con la mayor efusión, al parecer, en los
dos campos.
En ese
tratado, además de declararse la paz, amistad y buena inteligencia entre el rey
de España y la República, se estipulaba que ésta devolvería todas sus
conquistas, hechas durante la guerra, evacuándolas sus tropas en los quince
días siguientes al canje de las ratificaciones. En cambio el Rey cedía y
abandonaba en toda su propiedad a Francia la parte española de la isla de Santo
Domingo, cuya guarnición la entregaría a las tropas que la República enviara a
ocuparla. Los prisioneros de ambas partes, y se incluía en ellos a los
Portugueses, así del ejército como de las armadas respectivas, se devolverían
sin consideración a número ni calidad, y se aceptaba la mediación del rey
católico, así para con la reina de Portugal y los reyes de Nápoles, Cerdeña e infante
duque de Parma y los demás Estados de Italia para el restablecimiento de la
paz, como para con las demás potencias beligerantes que quisieran entrar en
negociaciones con el gobierno francés.
A esas
estipulaciones, que son las más importantes del tratado, se añadieron otras
secretas por las que España se comprometía a permitir a la República la
extracción de España durante seis años de yeguas y caballos padres de Andalucía
y ganado lanar en número, éste de 1.000 ovejas y 200 carneros por año.
Ese convenio
produjo en toda Europa honda sensación, aun siendo precedido del de 5 de Abril,
también celebrado en Basilea, en que el rey de Prusia cesó de formar parte de
la Coalición, dando fin a la guerra, con tanto ardor iniciada contra los
Franceses en las márgenes del Rin. No hay para qué decir la que causó en
Austria, cuyo soberano, con el de España, se creía más interesado en la
continuación de una lucha emprendida por causas, entre las que eran las más
influyentes la del parentesco que los unía con la familia destronada y tan
cruelmente tratada por la Revolución, la pérdida, que era de presumir, de los
Países Bajos, y la ambición manifiesta del gobierno republicano de llevar sus
límites al Rin por la parte de Alemania. Pero donde la paz de España hizo mayor
impresión fue en Inglaterra que, como invulnerable en sus estados de Europa, ni
podía consentir la anexión de Bélgica y Holanda a la República francesa, ni
avenirse a hacer cesar unas hostilidades de que esperaba el dominio
incontestable del mar en todas las regiones del globo. El desastre de Quiveron, por otra parte, desacreditándola ante los
partidarios de la monarquía legítima, tan horriblemente maltratados en aquella
jornada y clamando contra Pitt, obligaba a éste a redoblar sus esfuerzos y
mantener el espíritu del Gobierno austríaco facilitándole, como lo hizo,
subsidios considerables con que continuar la guerra.
Francia era
la más beneficiada con el tratado de Basilea, de cuyas ventajas era la menor la
de la adquisición de Santo Domingo. El reconocimiento de la República por la
nación que pasaba por más monárquica, añadido al de la Prusia, daba a la
Convención, no sólo el carácter de un Gobierno nacional respetado y digno, sino
que glorioso también, ya que lo debía principalmente a su triunfo sobre la
Europa entera sublevada contra él. Nada, pues, más fácil de comprender que su
aspiración a la paz y nada menos de extrañar que los avances hechos por medio
de Bourgoing a fin de obtenerla, rechazando, sin
embargo, imposiciones como las que Godoy le había dirigido en alguna ocasión
que ya hemos recordado. En Francia, de consiguiente, es donde obtuvo más
aplausos el tratado de Basilea.
El pueblo
que lo recibirla con sentimientos más diversos era el español, influido siempre
por tantas opiniones como individuos se detuvieran a examinarlo. Ha pasado
cerca de un siglo de cuando la publicación de aquel convenio debió halagar o
herir las fibras del patriotismo español y todavía, al recordarse, suscita las
polémicas más vivas.
Un
historiador que en España goza de favor, más o menos merecido y que no queremos
ahora calificar, en la opinión pública, D. Modesto Lafuente, dice al emitir su
juicio en ese punto: «Ciertamente ninguna potencia de las que en aquel tiempo,
antes o después de este ajuste, concertaron paces con la República francesa,
lograron hacerlo con menos sacrificio y con condiciones menos gravosas que
España; porque sacrificio no podía llamarse la cesión de la parte española de
la isla de Santo Domingo, que estaba siendo una carga para la nación, y de
hecho se podía ya considerar como abandonada por los principales colonos; y
esto a cambio de la evacuación completa del territorio de la Península, con la
devolución hasta de los cañones y pertrechos de guerra que existían en las
plazas que habían de restituirse, al tiempo de firmarse el tratado. No hallamos
por lo mismo la razón en que pudieron fundarse los que calificaron esta paz de
vergonzosa para España. No la consideran así los historiadores franceses de más
nota.»
Esto último
no tiene nada de extraño; pero allá va la opinión de un hombre de Estado de
nuestro país, el marqués de Miraflores, que cuatro años después, en 1862, decía
lo siguiente en su «Breve Reseña de los hechos acaecidos en España durante la
gobernación de los reyes de la Casa de Austria y de Borbón hasta la muerte del
señor Don Fernando VII»... el resultado (de la guerra) fue bien funesto a
España, porque después de tres años y medio de inmensos sacrificios de sangre y
dinero, los Franceses arrojaron nuestras tropas de su territorio, ocuparon
parte de las Provincias Vascongadas en 1795, entraron por Cataluña y tomaron la
importante plaza de Figueras, que conservaron hasta el año siguiente de 1796,
que nos la devolvieron por la vergonzosa paz que se concluyó con condiciones
aún mucho más humillantes, cuales fueron, además de la cesión que España hizo
de la parte española de la isla de Santo Domingo, la de que había de entregar
también a Francia 28.000.000 de pesos fuertes y darla 16.000 hombres de infantería
y 6.000 de caballería, y además 15 navíos de línea con la tripulación
correspondiente, siempre que Francia tuviese guerra con cualquiera otra
potencia».
Si
transcurrido tan largo espacio de tiempo asoman todavía por los horizontes de
la historia, que debieran ser reflejo fiel de la más serena imparcialidad, esos
destellos de la pasión política y hasta personal, ¿qué no seria entonces,
cuando, como ya hemos dicho, el encumbramiento de Godoy, la visible conducta de
sus ciegos protectores, las desgracias ocasionadas por la guerra y el
desencanto, hecho casi general, por el fracaso de aquellas aspiraciones, más
generales aún, al restablecimiento del trono de Francia, a la mayor exaltación
de la Iglesia y a la gloria que acarrearía a España intervención tan generosa,
pusieran de manifiesto a nuestros compatriotas la inutilidad de sus esfuerzos,
la flaqueza de sus medios, la decadencia, en fin, de nación tan poderosa pocos
años antes? Sin embargo, la opinión general acogió con regocijo la noticia de
la paz, teniendo por baladí la cesión de Santo Domingo y saboreando con gusto
el beneficio de ver luego a los enemigos fuera del suelo patrio y la cesación
de los sacrificios que imponía guerra tan larga y, sobre todo, amenazando con
tomar por teatro el corazón de la monarquía. No se le escatimaron, pues, a
Godoy los plácemes y las lisonjas, tan bajas algunas, como las que le dirigían,
desde el ejército, su confidente y amigo Zamora, y en la corte cuantos bebían
en la copiosísima fuente de sus favores.
De las
consecuencias del tratado de Basilea, que fueron varias y algunas muy
trascendentales, la más inmediata y que, a lo visto, urgía ya, fue la elevación
de Godoy al rango y título de Príncipe de la Paz, con que desde entonces ha
sido conocido en el mundo y en la historia, a la que acompañó en la Gaceta una lista de gracias y mercedes que comprendía cuatro consejeros de Estado, uno
con honores y sueldo de tal, que era la de Iriarte, y tres con los honores tan
sólo; una de grande de España y tres con honores; un Toisón de Oro; siete
grandes cruces de Carlos III y 28 cruces supernumerarias; 10 bandas de María
Luisa, 36 llaves de gentilhombre de todas clases y una mayordomía de semana.
Esto era en cuanto al estado civil y cargos palatinos; que para el ejército se
nombraron tres capitanes generales, Campo de Alange, Castelfranco y Urrutia (cayó en olvido o, por mejor decir, en desgracia, D. Ventura Caro 2);
26 tenientes generales, 46 mariscales de campo, 79 brigadieres y, como ahora se
dice, la mar de coroneles y demás clases de jefes y oficiales de todas armas.
Para la armada hubo su parte proporcional, siendo promovidos al empleo de
tenientes generales 10 jefes de escuadra; á éste 12 brigadieres y al de
brigadier 25 capitanes de navío.
Tal
promoción, nunca vista, sin contar, aún así, con las no escasas hechas durante
la guerra y las que todavía fueron después publicando las Gacetas sucesivas para obviar olvidos o atraerse nuevas voluntades, debió obedecer en
gran parte al empeño de formar, con el reconocimiento de los agraciados, un
partido numeroso favorable al flamante Príncipe, o al de que, así, no se
extrañara una merced, como la que a él se otorgaba, desconocida en país en que
sólo se reconocía tal título en el heredero de la corona. Algo tocó a los
pueblos, aliviándolos de cargas que había impuesto la guerra y que, por
desgracia, pronto volverían a caer sobre ellos. Nadie puede, en justicia, negar
las intenciones de Godoy que, después de todo, no debían ser otras que las de
hacer olvidar su origen y extraordinarios medros con una administración
benéfica y prudente; pero negábale la fortuna los
medios de conseguir objeto tan laudable, preparándole, en cambio de tantas
satisfacciones de su ciega fantasía y locas ambiciones, las amarguras que
habrían de extender su fatal influjo hasta los más severos juicios de la
opinión y, después, de la Historia.
Todavía
buscó por el camino de la clemencia el borrar la memoria de actos
verdaderamente tiránicos a que se había entregado dejándose llevar del odio que
en su corazón crearon la independencia de carácter, la rectitud y el talento de
quienes él tomaba por enemigos personales y pretendía hacerlos pasar como del
Rey. El destierro en que yacía el conde de Aranda, era para despertar en el más
orgulloso ministro remordimientos que le devolvieran la serenidad de espíritu
que debe cernerse siempre sobre las altas esferas del gobierno; y aun cuando
Godoy pugnaba y ha seguido después pugnando por establecer diferencias entre la
situación comparada de 1794 y 1795, no cabe duda en que no se pudo eximir de
atemperarse a los mismos razonamientos y seguir los consejos dados por el
ilustre veterano en el Consejo de Estado y en presencia del soberano. Aun así y
procurando hacer olvidar conducta tan arbitraria, Godoy logró arrancar del
Consejo la declaración de que el Conde no habla satisfecho a los cargos que se
le dirigieron, dejando así y aunque sin otra sentencia, comprometidos intereses
tan altos como el de la justicia, el de la dignidad real y el del propio honor
de tribunal tan respetable, puesto con ocasión como aquélla a los pies del
prepotente valido. De ese modo se permitió al de Aranda trasladarse a sus
estados de Epila, en Aragón, donde moría el 9 de
Enero de 1798, llorado de aquellos leales moradores, a quienes llenó de
beneficios hasta sus últimos momentos.
Para
entonces guardó el Gobierno los elogios que merecía el Conde, estampándolos,
como era costumbre de aquellos tiempos, en la Gaceta, pero sin la
enumeración completa de los muchísimos y eminentes servicios que había prestado
a la patria en su dilatada carrera militar y política. «¡Contraste singular por
cierto!, dice el Sr. Muriel en su Historia manuscrita de Carlos IV.» El
político hábil que previó los males de la patria; el consejero fiel que propuso
al Rey evitarlos, el que juzgaba conveniente que cesase la guerra contra la
República francesa; el que solamente por haber dado este consejo fue tratado de
mal vasallo al cabo de la más brillante carrera de servicios que hubiese hecho
ningún otro español de su tiempo, sale de su prisión y se encamina con ánimo
sereno hacia el retiro de sus estados a pasar en ellos los últimos días de su
larga y gloriosa vida, lejos de la corte de que fue ornamento y del soberano a
quien sirvió siempre con lealtad y buen celo! ¡Y en ese mismo tiempo el joven
valido, que le ultrajó en público. Consejo sin respeto a sus canas y sin
consideración a sus servicios, tan sólo porque fue de dictamen contrario al
suyo, el que castigaba como desacato al trono proponer que se hiciese la paz
con Francia en tiempo todavía oportuno, la firma presuroso después de graves
descalabros, a precio de una alianza funesta, y toma envanecido el título
fastuoso de Príncipe de la Paz, cual si esta denominación hubiese de recordar
en los siglos venideros venturas o glorias de la monarquía española!»
De las demás
consecuencias del tratado de Basilea, de las que hemos calificado de muy
trascendentales, no cabe tratar en este capítulo, ya que han de sentirse en
tiempos posteriores y en circunstancias en que se dejarán sentir con toda su
fuerza. No terminaremos, sin embargo, antes de dar nuestra humilde opinión
sobre las operaciones en general de una guerra que ha sido motivo de tan
encontrados conceptos militares y objeto de polémicas políticas las más
ardientes.
Que la lucha
se hizo inevitable, creemos haberlo probado hasta la saciedad, vistos los
excesos de los revolucionarios franceses, sobre todo, el nunca bastante
vituperado de la ejecución de Luis XVI, y tomando en cuenta la situación y
circunstancias de nuestro soberano y las ideas y manera de ser del pueblo
español. No era, de consiguiente, posible dejar desatendidos intereses como los
atropellados en Francia que, de otra parte, se habían resuelto a defender las
naciones más poderosas de Europa, algunas no tan comprometidas como la nuestra
a reivindicarlos y, cuando no, á vengarlos. ¿Debió en 1794 seguirse el consejo
de Aranda y pedir el restablecimiento de la paz? También hemos dicho que ese
consejo, con ser tan digno de estudio y de respeto, era prematuro, así por el
estado de la opinión pública, excitada con los triunfos de la campaña anterior
como por la mancha que hubiera caído sobre España y su soberano al ser los
primeros en reconocer la República y hechos de que todavía abominaba el mundo
entero culto y el monárquico sobre todo. Que hubo después apresuramiento en
suscribir a una paz hasta el año anterior tan repugnada, no lo negaremos, aun
cuando hayamos de confesar el cansancio en nuestro pueblo de una lucha de que
veía no iba a sacar ya fruto alguno.
Nuestra
opinión en este punto se funda, más que en razones políticas, cuya fuerza se
iba ya desconociendo y dejando a un lado, en las militares, en las que nos
suministra la guerra misma y su estado en los momentos en que se la hizo
terminar.
Porque
siempre sostendremos que fue gloriosa para el ejército español. Dio comienzo,
cual se ha visto, con una felicidad que sorprendió a nuestros enemigos y nunca
esperarían nuestros aliados, tan decisivos fueron los triunfos de las tropas
españolas en ambas fronteras, según el papel que estaban destinadas a
representar en cada una de ellas. El soldado apareció a la altura de sus
generales y éstos demostraron que no se había perdido del todo la escuela en
que recibieron su educación los incomparables caudillos del siglo XVI y los
que, si no émulos suyos porque no era posible, habían mantenido el honor de las
armas españolas en la primera mitad del que ellos ilustraban en sus postreros
años. Cuando faltaron Ricardos y Caro, vinieron, es verdad, los reveses a hacer
más patente el mérito de generales tan insignes; y nuestro país fue invadido
por las huestes enemigas, introduciéndose entonces en él a favor también de la
desconfianza en sus propias fuerzas y las debilidades y torpezas que observaba
en el Gobierno, los desfallecimientos y las dudas hasta en los principios
fundamentales de un patriotismo que la propaganda revolucionaria había logrado
introducir con sus soldados y sus doctrinas.
Pero, al
arreciar más y más el peligro y al conocerlo de cerca, soldados y ciudadanos se
acuerdan de que son españoles descendientes de los que, sin medirlo nunca,
habían ofrecido al mundo el espectáculo admirable de un pueblo resistiendo por
años y centurias, no ya a los ejércitos que tenían delante, devorados por la
indisciplina a que convidaba el desorden existente en Francia, sino a los mejor
organizados del Pueblo-Rey, a las multitudes septentrionales y africanas y, lo
que es más, a sus propias discordias, única fuerza que había logrado
avasallarlos. Y el ejército de Cataluña, secundado por el pueblo, puede decirse
que brotando de sus inexpugnables montañas, y con un general que él mismo se
hace, según el proverbio de sus campamentos, o por quien se deja hacer, vuelve
a ser lo que en su primera y feliz campaña, venciendo sin interrupción a los
enemigos y amenazándolos con invadir de nuevo su territorio. No tan afortunado
el de las regiones occidentales del Pirineo, hace ver, sin embargo, que no ha
muerto en él ni ha hecho más que entibiarse el antiguo ardor; con lo que el
enemigo comprende que serán en adelante inútiles cuantos esfuerzos despliegue
para obtener una victoria completa. Y si esto no llega a creerse, léase lo que
dice un escritor francés, testigo de toda excepción de aquella campaña, el
ciudadano Beaulac, que se jacta de ofrecer una
relación histórica que no se parece, como no debe parecerse ninguna, al lecho
de Busiris que entregaba al hierro a quien excediese
de su longitud, ni al calzado de Theramene, que venía
bien a todos los pies. Nuestra situación en los Pirineos orientales comenzaba a
presentarse como muy crítica; y si la brillantez de la última campaña en
Occidente echaba sobre nuestro platillo un peso favorable en la balanza
militar, no es difícil de creer que muy pocos instantes podrían hacerlo
desaparecer. Es verdad que las marchas audaces de nuestras tropas habían
desconcertado al enemigo; pero también lo es que, una vez reconcentrado, podría
sacar mucho fruto de las probabilidades de éxito que le ofreciera la
continuación de movimientos peligrosos por su valentía misma, para cerrar el
camino de la retirada a un ejército que apenas le igualaba en número y cuyos
cuerpos, separados por grandes distancias, no se prestaban el mutuo apoyo
necesario. Con un ejército de 25.000 hombres, sin caballos, sin subsistencia,
¿habríamos pensado formalmente en apoderarnos de Pamplona? Es probable que el
valor de nuestras tropas y la habilidad de nuestros generales habrían
consolidado con tan brillante esfuerzo nuestra situación en España; pero, ¿cómo
calcular milagros, ni cómo la confianza más ciega puede defenderse de cualquier
presentimiento contrario, haciendo frente a los obstáculos que se oponían a tal
empresa? Aun suponiendo que hubiéramos logrado procurarnos las subsistencias y
los transportes de que estábamos desprovistos en los poco fértiles campos que
rodean a Pamplona, o en Vizcaya y Álava que tendríamos que evacuar, ¿es
probable, cualquiera que sea la inercia que se atribuye a los Españoles, es
probable que con un ejército poco inferior al nuestro y pudiendo reforzarse a
cada instante, fueran a dejar libre la llegada desde Bayona de los convoyes de
artillería y de las municiones necesarias para un sitio tan importante? ¿O es
que la protección que habría de darse a esos convoyes no iba a hacer precisas
de nuestra parte desmembramientos frecuentes y capaces de echarlo todo a
perder? Añadamos a eso que el cansancio y la pusilanimidad que, a consecuencia
del 9 Thermidor, se habían insinuado en todas las
esferas del Gobierno, no nos prometían en mucho tiempo otros recursos militares
que los que habíamos sabido conservar. Los éxitos, pues, de la última campaña
se hubieran reducido probablemente a una incursión brillante y sin fruto; y muy
luego, echados a nuestras primeras posiciones, habríamos visto a los
conquistadores de Italia y a los pacificadores de la Vendée gastar su denuedo
en la defensa de los puestos ignorados de Iziar o Donamaría.
¿Hay nada
más elocuente que esos renglones, bien tristes, eso sí, para la arrogancia
francesa, cuando se tratan de examinar concienzudamente los resultados de la
guerra de la República en España? Ni estábamos preparados para hacerla, ni
nuestro Gobierno desplegó los esfuerzos que exigía lucha tan ruda; y, sin
embargo, quedó bien puesto el honor de las armas españolas y la Convención se
apresuró a aceptar, si no a proponer, una paz de que el único fruto, eso sí
bien deseado a lo visto, sería arrancar a la coalición uno de los que, sin
duda, consideraba como sus más robustos brazos.
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