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REINADO DE CARLOS IV

CAPÍTULO X.

CAMPAÑA DE 1795

 

Antes de engolfarnos aún más en el Océano de tristezas que nos ha tocado en suerte recordar a los lectores de la presente historia, cúmplenos poner término al relato de la guerra que por espacio de tres años afligió a la nación española, noblemente empeñada en mantener incólumes la religión, el trono y su propia dignidad, amenazados o heridos por la Revolución, el mayor enemigo que hasta entonces se hubiera presentado a combatir sentimientos é intereses tan caros a nuestros pueblos.

Habíase entibiado no poco el primer entusiasmo; sucediendo a la indignación que produjeran los atropellos cometidos con el soberano de Francia y el establecimiento de gobierno tan repulsivo como el de la República, la frialdad causada por el espectáculo que ofrecía la corte, la incuria de sus ministros y la esterilidad de los sacrificios hechos por la nación en las campañas precedentes. Pero, aun pudiéndose observar ese olvido del antiguo fervor por causa, en el concepto público, tan sagrada, el patriotismo ejercía aún su natural influjo en los ánimos, con la justa aspiración de que saliesen sin mancha el honor de pueblo, como el español, tan celoso de él y el de su ejército, sobre todo, comprometido en lucha tan porfiada y generosa. A los reveses del verano pasado había sucedido una actitud bien enérgica por parte de nuestras tropas, puesta de manifiesto elocuentemente en los últimos sucesos de la cam­paña, al paralizar la acción, poco antes arrebatadora, de las francesas, lo mismo en una que en otra frontera, orien­tal y occidental; y veíaselas dispuestas a disputar reciamente el laurel de la nueva jornada a poco que las ayuda­sen la previsión y la energía de su gobierno.

Desgraciadamente no correspondía éste a tales esfuerzos ni a las necesidades de un estado militar y político, cuyos peligros a nadie que no fuese un Godoy podían ocultarse. Porque la campaña de 1794 en el Rin y los Alpes, dando a los Franceses una superioridad incontestable sobre los coligados de aquellas partes, iba a permitirles reforzarse en nuestra frontera, donde tenían un interés particular en vencer, por haberse hecho ya manifiesto en alguno de los gobiernos del Norte el deseo de dar fin a guerra tan larga y devastadora. Habíase la discordia abierto paso en las filas de la Coalición aun antes de verse ahogado el Terror en la guillotina; dirigiendo sus miras la Rusia a terminar la conquista de Polonia, desengañada el Austria de poder sustentar la ocupación y dominio de los Países Bajos, y preparándose la Prusia, aunque recatadamente, a tratar con Francia por sí sola y sin consideración a los lazos que la unían a las demás potencias para aquella contienda.

Sólo entre ellas se manifestaba consecuente la Gran Bretaña, buscando con el mayor empeño el mantenerlas unidas y el suscitar nuevos enemigos al secular suyo; pero ni le sería fácil conseguir aquel objeto ni menos el de aumentar su fuerza con otros elementos que los que ya observaba se iban haciendo cada día más insubsistentes y flacos. Pitt, el adversario más encarnizado de la Francia, era, aun así, el que más odiaban los emigrados por negarse a reconocer como Regente al primero de sus príncipes durante la cautividad del heredero del trono, rey ya proclamado por ellos, para no pasar por quererse inmiscuir en los negocios inte­riores de la República. A tal punto habían hecho retroce­der las cosas los triunfos de los revolucionarios, que ya par­ticipaban de esas ideas de no intervención Austria y Prusia, previendo los obstáculos que habrían de hallar para la paz de persistir en la guerra hasta la destrucción completa del gobierno que se había dado Francia. Y si antes del 9 Thermidor sucedía eso, haciendo presentir el desquiciamiento de una alianza de cuya unión y consistencia era de esperar únicamente el éxito, ¿qué sería al aparecer en Francia un gobierno reparador y con ínfulas de, al vengar los atropellos del anterior, satisfacer las aspiraciones justas de la nación restableciendo la tranquilidad sin menoscabo de su gloria y del fruto de sus precedentes victorias? En sola España cifraban sus esperanzas los emigrados, los príncipes particularmente que mantenían en Madrid al duque de Habré como vehículo de sus pretensiones, escritas o verbales, para con el valido de Carlos IV, el monarca a quien consideraban como el pariente más fiel y más sincero amigo del suyo.

Pero se equivocaban en sus cálculos sobre España como en los que habían hecho sobre la eficacia de las conspiraciones contra la Convención en el seno de Francia, y como en los resultados que pudiera dar la guerra en la Vendée y en Bretaña. Ni Carlos IV conservaba los odios y rencores que había producido en él la catástrofe de Luis XVI, ni Godoy se hacía ilusiones respecto a una restauración inmediata de la monarquía en Francia y menos sobre aquel espíritu que con tan rara unanimidad pusieron los Españoles de manifiesto al declararse la guerra. El patriotismo, como antes hemos dicho, y las honrosas aspiraciones de nuestro ejército lograrían contener a los que, seducidos por el mentido halago de las doctrinas imperantes al otro lado de los Pirineos, abrigasen los que D. Antonio Alcalá Galiano llama «locos proyectos que el miedo figuraba temibles». Pero es lo cierto que los había, si bien pocos, que, no sólo aceptaban esas ideas, sino que se proponían además llevarlas a la práctica.

En Madrid mismo había hecho sus victimas el proselitismo francés y se conspiraba para plantear en España reformas que algunos ilusos creían poderse hacer aceptables a la nación. Un tal Picornel, asociado con otros, como él, descontentos de su suerte mejor que de la de sus compatriotas y del país en general, no satisfecho con el efecto de sus predicaciones secretas y el de varios papeles, clandestinos también, que, con el título de Manifiesto e Instrucción, inducían al pueblo a establecer una república semejante a la francesa, se hizo de armas y municiones con que sustentar e imponer su temeraria pretensión. Se empezaría, como siempre después en España, por crear una junta que, legislando y estableciendo reglas para el nuevo sistema político que se pretendía fundar, las ejecutara también con la fuerza del pueblo reunido y armado revolucionariamente, esto es, á la manera del de París que en todo se tomaba por modelo.

Aquella conspiración fue descubierta; pero sus cabezas, en número de 6, condenados a la pena de horca por el tribunal constituido para la sustanciación del proceso que se les formó, fueron inmediatamente indultados y proscritos a varios puntos de América, fugándose luego de la Guaira Picornel para proseguir desde las islas próximas sus trabajos de sedición contra el monarca español y su gobierno. No fue sólo en Madrid donde se mostraron síntomas del contagio político que iba extendiéndose por toda Europa y cuya acción favorecía la guerra misma que parece debiera sofocarlo. En no pocas localidades, las de mayor población como es de suponer, el gobierno llegó a descubrir complots dirigidos a proclamar la república; en unas, federativa, compuesta de las que se fundaran en cada uno de los antiguos reinos que componían la corona de España, y, en otras, la unitaria con el nombre de Ibera o Iberiana. Los que mantenían relaciones con los propagandistas franceses daban la preferencia a la federativa que, para nuestros vecinos, representaba un estado de discordias, debilidad y fraccionamiento, muy favorable a sus intereses y miras ambiciosas; los menos atolondrados estaban por la unitaria, y eso siguiendo el ejemplo de la una e indivisible de los que les aconsejaban lo contrario. Hasta frailes y clérigos se reunían, en conventos algunos, con los conspiradores; y hubo provincia, como la de Burgos, en que, imitando a los extraviados junteros de Guetaria, se habían propuesto felicitar a los Franceses cuando, como ya esperaban, pasasen el Ebro para dirigirse a la capital de la monarquía. El sexo mismo que debiera estar más apartado de todo género de manifestaciones políticas, tan comprometedoras para los hombres encargados por sus alianzas de velar sobre su conducta, se manifestó en las esferas más aristocráticas partidario de las nuevas doctrinas, alardeando de ellas, si no con el escándalo que hacen suponer las declaraciones del embajador de Rusia, antes recordadas, «con la imprudente manía, como dice Galiano, en personas de esta clase, a quienes suelen mover a estas ideas odio a la parcialidad dominante, y el prurito de ostentar su superioridad en su oposición al modo de pensar de la plebe» *.

Era, sin embargo, tan pequeño el número de los que en Madrid y las provincias pasaban por prosélitos de aquella facción, que el Rey no vaciló en, siguiendo las inspiraciones de su corazón, interrumpir el curso de algunos de los procesos ya incoados como había conmutado la pena impuesta a Picornel y sus cómplices.

Hay, con todo, que reconocer en eso alguna de las dificultades que se ofrecían al gobierno español para manifestarse con los príncipes franceses emigrados lo entusiasta y decidido que se le había visto en los comienzos de la Revolución y principalmente al proclamarse la República. Pero una, y de las mayores, era también la del estado de nuestra Hacienda, precario hasta haberse hecho lamentable y harto peligroso para el crédito público y la prosecución de la guerra. Eran ya crecidos los empréstitos hechos; y aun cuando alguno, el decretado en 10 de Diciembre del año último de 1794, parecía dirigido al pago por completo de los créditos de tiempo de Felipe V y Fernando VI, a que nos referimos al principio de esta obra, de los que sólo se había satisfecho la poco considerable suma de 26.000.000 de reales, bien se veía que era la guerra y no la honra financiera la que estimulaba a préstamos que iban a comprometer por mucho tiempo los productos más sanos de nuestras rentas. El uso del papel  sellado se hizo, además, extensivo a todos los tribunales y juzgados eclesiásticos, inclusos los de la Inquisición, excluidos antes; se suprimieron muchos empleos que no se creían precisos y la Secretaría de la Superintendencia general de Hacienda que se unió a la de Estado; se aumentó en proporciones considerables, 3o.ooo.ooo de pesos, la emisión de vales reales que afortunadamente no habían experimentado todavía depreciación importante, y se exigió al clero de la Península, previo el beneplácito del Papa, la cantidad de 36.ooo.ooo de reales, pagaderos en Abril y Septiembre de 1795, y otros 3o al de Indias. Con eso, los donativos u ofertas particulares que aún continuaban, aunque en disminución alarmante, y las remesas de América, una de las cuales, la llegada el 19 de Abril á Cádiz en el navío Europa, consistía en cerca de 3.000.000 de pesos, se trataba de sólo ir conllevando los gastos de la campaña, apenas interrumpida al comenzar el año.

Todos estos sacrificios tenían que traducirse en deseos de que cesara una lucha tan onerosa como sangrienta; y si en Noviembre anterior se vio a la corte inclinada a una paz que, propuesta por el conde de Aranda había producido su desgracia y tanta y tanta alharaca de indignación patriótica, nada de extraño que se anhelase ahora y, como luego diremos, se buscaran hombres que, aun cuando sin el influjo de Unión para hacerla acepta a los generales republicanos, fuesen planteando los jalones para llegar a ella con algunas más probabilidades de éxito.

Pero ¿qué hizo el Gobierno español para que esos deseos fueran al menos apoyados en la fuerza de las armas, que es la que mejor puede disimularlos cuando no imponerlos?

Los refuerzos enviados a los ejércitos fueron de escasa importancia, dada la que habría de tener una campaña que, por cuantos antecedentes se conocían, iba a ser la última y decisiva de la guerra. Los triunfos de Francia; su aspiración a consolidar el gobierno de la República con una paz gloriosa; el cansancio de los aliados, hecho manifiesto entre los del Norte por sus discordias y las ambiciones de algunos de los soberanos de entre ellos, y la sospecha, ya que no el conocimiento, de los pasos dados por Godoy en su busca, movido por la opinión generalizada ya en el país, hacían esperar muy pronto la ocasión de, por uno u otro medio, obtenerla más o menos favorable, honrosa por supuesto y no mendigada. Pocas fueron las variaciones introducidas en la organización de los ejércitos, y redujéronse sus aumentos al de algún cuerpo formado con los voluntarios que, aun cuando en corto número, seguían presentándose aún a los generales para el tiempo de la guerra. No así en la de las fuerzas populares en los dos extremos de la frontera, en Cataluña y el país vasco-navarro.

Ya hemos recordado el efecto que produjo en el Principado la invasión francesa: autoridades y pueblos rivalizaron en la manifestación de la ira patriótica que en ellos provocó, y el enemigo tuvo siempre en derredor suyo un enjambre de miqueletes y somatenes que, desprendiéndose de las montañas vecinas, le acosaba sin cesar y perseguía en sus marchas y acantonamientos. Su número crecía por momentos llegando de todos los puntos, aun los más lejanos del teatro de la guerra; y el general Urrutia, según veremos muy pronto, aprovechó la acción que le prestaban como la del auxiliar más influyente en sus operaciones militares. La cifra fue superior en las Provincias Vascongadas y Navarra, alzándose los naturales, más que por propia voluntad, por la de sus magistrados y diputaciones según la obligación y las costumbres establecidas en sus respectivos códigos forales; y sin circunstancias y órdenes que tuvieron su origen o emanaron de causas y esferas ajenas a la voluntad, bien manifiesta, de aquellos pueblos y del patriotismo que ni un solo día dejaron de demostrar, estamos seguros de que los resultados hubieran sido muy otros de los que allí se vieron y lamentaron. Los navarros fueron para el ejército concentrado en su tierra por el príncipe de Castelfranco, su capitán general, el primer elemento para espiar y contener los movimientos de los Franceses en sus cantones de aquel invierno, inmediatos a la frontera a que se habían retirado; los guipuzcoanos decretaron y llevaron a efecto la reorganización de sus fuerzas dispersas de la campaña anterior, restablecidas y aumentadas por las juntas de Salinas, que presidió en Enero de 1795 el delegado regio, consejero de Castilla, D. Miguel de Mendinueta; y Vizcaya, continuando sus esfuerzos del otoño anterior, reunió en todo el señorío, pero, sobre todo en la margen izquierda del Deva, un ejército, si no poderoso por su disciplina, fuerte por su número y el patriotismo de sus soldados y oficiales.

Estos elementos en ambas fronteras y esos motivos produjeron la inauguración afortunada de la campaña de 1795, gloriosa para las armas españolas y presagiando un término militarmente feliz en uno de sus teatros y capaz, en el otro, de inspirar al enemigo los sentimientos pacíficos que al fin prevalecieron en los consejos de su gobierno.

En Cataluña, donde puede decirse que, apartándose de la costumbre de aquellos tiempos, los rigores del invierno no habían hecho cesar las operaciones de la guerra así durante el sitio de Rosas como al quedar el ejército francés libre para seguir su marcha victoriosa al interior del país, las tropas españolas, auxiliadas por las fuerzas, siquiera irregulares, que se levantaron allí para estorbarla por lo menos, lograron impedirla y, lo que es más, para todo el tiempo de aquella memorable lucha. El general Perignon, presente en Rosas al ser evacuada aquella plaza por los Españoles, estableció su línea frente al Fluviá; situando al general Sauret sobre su izquierda en Rimors, a Beaufort, con su división del centro, entre Fortianell y la carretera, y a Augereau a la derecha observando el curso de aquel río y cubriendo el campo de Aviñonet. La reserva continuó en Llers y la brigada Víctor quedó guardando la comunicación de la costa entre Collioure y Rosas, la parte, sobre todo, comprendida de aquella primera plaza al puertecillo de la Selva del Mar, a que acudían los barcos costeros franceses que no se aventuraban a doblar el cabo de Creus. Sus fuerzas habían disminuido considerablemente, más que por efecto de las enfermedades, por las deserciones de que ya dimos cuenta en el capítulo VIII; pero, aun así, eran superiores en número a las españolas establecidas en la otra margen del Fluviá, ayudadas, es verdad, por la sublevación del país que, para desmentir la opinión de que las ideas francesas, como sus secuaces, iban obteniendo un buen recibimiento en España, dice un escritor de aquella nación, tomaba proporciones formidables .

Perignon, sin embargo, para más facilitar sus operaciones se propuso llamar la atención de los Españoles hacia el alto Segre, suponiendo que, amenazada la Seo de Urgel, acudirían con parte de sus fuerzas en auxilio de aquella plaza. Y haciendo dividir la fuerza que conservaba en la Cerdaña en cinco columnas, las dirigió sobre Aristot, en la derecha del río, y Estaña, Bexac y el puente de Bar, tantas veces citado como teatro de diferentes y encarnizados combates en aquella guerra. Si en un principio pareció favorecer a los Franceses la fortuna, pudiendo cruzar el Segre los que atacaron el puente de Bar y Aristot, el revés que sufrieron en Bexac, de donde, después de un combate de más de dos horas, se retiraron rotos y con graves pérdidas, obligó a las cinco columnas a abrigarse de nuevo en sus posiciones anteriores de la Cerdaña para no volver a intentar expedición alguna hacia las nuestras.

Tan escarmentado quedó Perignon de su iniciativa por la extrema derecha, proyectada para, si la coronaba la suerte, caer con aquellas fuerzas sobre Camprodón y Olot, que en adelante redujo su pensamiento al de forzar directamente nuestra línea del Fluviá, imaginándose que, una vez rota, le conduciría de seguida a Gerona y de allí al fondo de Cataluña y su capital; tan disperso retrocedería nuestro ejército y tan escarmentado quedaría de sus esfuerzos el país todo circunvecino, puesto en armas por aquellos días. Pero no salió mejor parado allí el general francés que sus tenientes de la Cerdaña. Sus operaciones comenzaron el 28 de Febrero haciendo maniobrar varios destacamentos de caballería sobre su izquierda, a fin de distraer al general Urrutia, que así supondría que iba a ser atacado por aquel flanco cuando iba a serlo seriamente por el opuesto. Pero no logró engañar al general español que, adivinando los proyectos de su adversario, mantuvo reconcentrada una gran parte de sus fuerzas frente a los puntos que, con efecto, iban a ser atacados. Y cuando desembocó sobre Besalú una columna francesa de 5.000 infantes y 3oo caballos a las órdenes del general Charlet, y cruzaba el Fluviá otra de 4.000 de aquella primera arma con algunos centenares, también de jinetes, por un vado agua abajo de Báscara, ambas encontraron, cuando más triunfantes se creían, otras de Españoles que las rechazasen. Atravesado el Fluviá por la segunda de las columnas enemigas, extendióse ésta por sus alas esperando así envolver los poco numerosos cuerpos de Españoles que creía tener al frente; pero Urrutia, que ya hemos dicho adivinó los proyectos de Perignon, lanzó sobre ella una fuerza tan numerosa que, sacando a los Franceses de su error, los obligó a retirarse, y tan precipitadamente, que muchos de ellos se ahogaron en el río a la vista misma de su general en jefe por, en su aturdimiento, no encontrar el paso de que poco antes se habían aprovechado. La división Augereau cruzó el Fluviá por Besalú según se le había mandado, y avanzando hacia Bañolas, su principal objetivo, se encontró junto al pueblo de Seriñá con otra columna española, dirigida por el general O’Farril, jefe de Estado Mayor, según ya dijimos, de Urrutia y tan hábil y más que él, quien, al observar el superior número de los Franceses y lo fuerte de las posiciones que había tomado, al verle, el general Charlet, maniobró felizmente hasta atraerlo a terreno propio, donde con los refuerzos que le llegaron inmediatamente y los movimientos de su caballería, dirigidos sobre el flanco izquierdo de los Franceses, hubieron éstos de retirarse después de un combate, si corto, bastante mortífero para llevarlos precipitadamente hasta Besalú que con ellos abandonó también el general Augereau, jefe de aquella expedición.

Los comienzos, pues, de aquella campaña en los Pirineos orientales, no podían ser más felices para las armas españolas, que así obtuvieron un plazo de un mes de descanso para en él fortificar más y más su campamento de Orriols, posición desde la cual podrían arrostrar con fortuna, como lo hicieron, cuantos ataques intentaran de nuevo sus enemigos.

Ya tenía el general Perignon un adversario que le detuviese en aquella marcha victoriosa que él y su antecesor Dugommier se habían imaginado hasta los confines opuestos de Cataluña, adivinándole ahora sus pensamientos sobre Gerona y comprendiendo así la inacción del general Sauret en su extrema derecha, sus alardes por aquel flanco también para atraerle hacia él y las acometidas por Báscara y Besalú, que en vano quieren los historiadores franceses disfrazar con el nombre humilde de simples reconocimientos. Entonces, y para prevenir sin duda esas erróneas opiniones, fue cuando el general Perignon concibió el plan de campaña que, al parecer, no había tenido tiempo de forjar hasta entonces.

Podía contar para ejecutarlo, con la fuerza efectiva (esto es, la confesada por los mismos Franceses), de 5o.ooo bayonetas, 4.000 caballos y seis baterías de artillería de campaña, sin las guarniciones, por supuesto, de los puntos fuertes de su retaguardia y las columnas volantes destinadas a mantener sujeto el país ya sometido, proveer al abastecimiento del ejército y á la seguridad de sus comunicaciones en la frontera. Pero veamos cuál era ese plan; y para que no se nos tenga por exagerados en nuestras apreciaciones futuras sobre aquella campaña y para hacer al mismo tiempo resaltar el mérito de las tropas españolas y sus generales en ella, vamos, siquiera cansemos la atención del lector, a trasladarle la descripción que de ese proyecto hace el historiador más distinguido de los que lo han hecho conocer, el ingeniero Napoleón Fervel. «De la Cerdaña, dice, debían partir 11.000 hombres: 6.000 que irían a sitiar la Seo de Urgel y 5.000 que penetrarían en el valle del Ter. Estos últimos irían por Rivas y Camprodón a reunirse hacia las fuentes del Manol con un destacamento de la misma fuerza, lanzado de su parte por la división Augereau. Estos 10.000 hombres, después de haber acabado de disipar la sublevación de las montañas insurreccionadas en la proximidad de nuestra frontera, se apoderarían de Castell-Fullit y de Olot, desde donde, ocupando Ripoll, bajarían el Ter hasta Vich en el centro de una pequeña llanura, cuya ocupación es preliminar indispensable del sitio de Gerona.»

«En la otra extremidad de nuestra línea, la división Sauret, elevada a la fuerza de 12.000 hombres, tomaría el camino de La Bisbal y se desplegaría desde el Ter hasta San Feliú de Guixols, cortando así las comunicaciones entre la costa y la plaza amenazada.»

«Al mismo tiempo 22.000 infantes y 2.000 caballos (la otra mitad de nuestra caballería iba dividida en las alas), en total 24.000 combatientes, forzarían el centro del ejército español, arrojarían sus restos sobre el Ter y, dejando 4.000 hombres para guardar las crestas de la cuenca del Fluviá, correrían a embestir la plaza de Gerona, cuyo sitio comenzaría desde el momento en que se supiese que nuestros flancos estaban bien asegurados por el éxito de las operaciones de derecha é izquierda.»

«Encerrado en Gerona, Urrutia depondría las armas o se haría aplastar buscando el modo de abrirse paso.»

«Entonces se arrasarían las plazas conquistadas desde la Seo de Urgel a Gerona, incluso estas dos; todo el ejército republicano se concentraría al pie de esta fortaleza desmantelada; se dejarían allí y para guardar las comunicaciones 10.000 hombres, y 40.000 marcharían por Hostalrich a Barcelona.»

«Restaba aún apoderarse de esta gran plaza. Pero cuanto más inmensa y opulenta fuese, menos dificultades ofrecía el hacerse dueño de ella. Amenazándola con un bombardeo, podría lograrse el evitar la apertura de la trinchera; y esa amenaza, agitando a los ricos y espantando a los tímidos, habría necesariamente de abreviar la duración del sitio »

« Conquistada Barcelona y sometidas las montañas, Cataluña era nuestra.«

Pero al mismo tiempo que Perignon forjaba estos proyectos, la Junta de Salvación pública dictaba en París los suyos; y como de opiniones tan encontradas habría de resultar un choque y por consiguiente una víctima, Perignon fue relevado del mando interino que hasta entonces había ejercido por el general Schérer que desde el ejército de Italia se trasladó a Cataluña a ejecutar el plan novísimo de la Convención.

Ese plan consistía en que el ejército de los Pirineos orientales limitara su acción a la de ataques de frente que retuviesen en el Fluviá a los Españoles, defensores de Cataluña, mientras que en los occidentales se tomaría una ofensiva tan enérgica que se consideraba decisiva para el éxito de la guerra.

Es el caso, sin embargo, que, necesitando mucho tiempo el general Schérer para incorporarse al ejército, y tardó nada menos que tres meses en hacerlo, Perignon, ateniéndose a las instrucciones de París que prescribían la acción defensiva en aquella frontera, permaneció inmóvil en sus cantones, limitándose a rechazar los ataques de los somatenes por la parte de la montaña. Eso sirvió, como es de suponer, al general Urrutia para fortificarse más en sus posiciones y hasta adelantarse a otras que le facilitaran la defensa de la línea del Fluviá en las márgenes mismas de aquel río. Así es que, manteniendo al marqués de la Romana en la posición del Orriols con 6.000 infantes y 1.000 caballos, hizo ocupar la villa de Báscara con 5oo miqueletes y tres piezas de artillería. Por la derecha, el general Iturrigaray, con cerca de 3.000 infantes y gran golpe también de caballería, se estableció en la orilla del Fluviá frente a Torroella y haciéndolo a la división Sauret que, como hemos dicho, constituía la extrema izquierda del ejército francés. En el ala opuesta, la izquierda española, la división Vives avanzó de Bañolas a Vilert con el fin, además, de cubrir el puente de Esponella y evitar una nueva irrupción como la del general Augereau, felizmente escarmentada el 1.° de Mayo. La división Cuesta, situada en San Esteban a espaldas de Orriols, serviría de reserva a aquellas fuerzas, formando algunas otras una como segunda línea hacia Cerviá, donde se hallaba el cuartel general del ejército.

Los miqueletes y somatenes, entretanto, no descansaban un punto en la tarea, peculiar suya, de atacar los cantones y destacamentos franceses que consideraban más fáciles de ser sorprendidos y asaltados. Un cura de aldea del nombre de Salgueda y el canónigo Cuffí se metieron por la montaña a sorprender, como antes D. Francisco Pineda, el parque situado en Pía-del-Coto, las avanzadas enemigas y aún el campo de Coral, establecido en la frontera por encima de Camprodón y Rocabruna; y aun cuando estos asaltos no podían influir en el resultado de la campaña, servían para evitar el que se había propuesto Perignon de, dominando la divisoria entre el Segre y los ríos que bañan el Ampurdán, descender sobre la izquierda del ejército español establecido allí, amenazándole hasta con envolverlo y obligarle a retirarse a Barcelona. Así debía comprenderlo el general Urrutia cuando, estimulando el alzamiento de los somatenes y organizándolos en lo posible, les señaló en la montaña, hacia las fuentes del Manol, Llorona, Basagoda y el país próximo á Bañolas, como puntos favorables para que, desde ellos, atacaran de continuo a la izquierda francesa en cuantas ocasiones pudieran hábilmente aprovechar. En oposición a esas fuerzas populares de los Españoles, Perignon concentró en lugares propios para resistirlas una de 2.000 hombres que, a las órdenes del general Guillaume, evitara sus temerarias acometidas. La fuerza mayor campó junto a Sistella, al abrigo del campo, no lejano, de Figueras; pero a fin de inutilizar su acción y dejar libre y expedita la de los somatenes, el general Urrutia hizo el 5 de Mayo apoyarla con fuerzas de su izquierda que mandaba Vives y cruzar al mismo tiempo el Fluviá a tres columnas por el centro y los flancos de su línea, esto es, por Báscara, San Pedro Pescador y Esponella. No era fácil comprender la razón de estas últimas maniobras, pero la presencia de la columna de Vives con fuerza compuesta de número tan considerable de voluntarios catalanes que desde Llorona iban ganando los montes para envolver la posición de Sistella, hizo comprender a los Franceses que ésta y no otra era el objetivo de aquellas tan excéntricas operaciones de sus enemigos, calificadas y con razón por Urrutia en su parte de falso ataque de nuestro centro en ayuda de los somatenes. Ese conocimiento y la rapidez con que acudió Auguereau en socorro de Guillaume, hizo que Vives, después de incendiado el campo de Sistella, tuviera que retirarse, pero no sin amparar a los miqueletes y somatenes que, llevados de su ardor, se habían adelantado hasta cerca de Aviñonet, recogiéndolos, al retroceder, en sus filas y las de Romana, que repasaron el Fluviá como después O’Farril por los mismos sitios en que lo habían cruzado antes.

El asalto de Sistella tenía naturalmente que provocar una reacción ofensiva del campo de los Franceses; y al día siguiente, el 6 de Mayo, el general Perignon verificó un ataque al que sus compatriotas han querido dar el carácter de reconocimiento y que resultó general, aunque sin enlace ni conjunto en las fuerzas que lo verificaron y sin resultado, por consiguiente, beneficioso para sus armas. El general en jefe francés pasó el Fluviá por Báscara con poca resistencia por parte de los catalanes que ocupaban aquella población; pero, dejándose llevar los suyos del ímpetu que les es característico, fueron, por perseguir a los que se retiraban de Báscara, a caer en el centro de una maniobra que, arrancando del Coll-de-Orriols, fue empujándolos de frente y por sus flancos hasta ponerlos en el mayor peligro entre fuerzas muy numerosas y el Fluviá, el cual pudieron repasar, aunque con poco orden, gracias a la artillería que su general estableció en la orilla izquierda para proteger su retirada. Entretanto el general Augereau se había presentado frente al puente de Esponella, pero contentándose, al ver desplegarse en la orilla opuesta los batallones de Vives, con un cañoneo sin resultado alguno notable. Cuatro horas llevaba de duración el fuego cuando, arrastrado uno de los generales franceses por el movimiento retrógrado de Perignon, trató también de retirarse por Espinavesa, donde la caballería española le obligó a detenerse hasta que Romana y Vives, cruzando el Fluviá por Vilert y Esponella, pudieron acometerle poniéndole en un peligro de que sólo su audacia y la abnegación de sus tropas pudieron sacarle. El general Augereau volvió, pues, a sus posiciones anteriores de la mañana. Otro tanto, poco más o menos, había sucedido en la izquierda francesa, en que, anticipándose nuestros húsares a pasar el Fluviá por un lado y otro de San Pedro Pescador, donde lo habían cruzado los Franceses, tuvieron éstos que repasarlo precipitadamente para no verse envueltos; estableciéndose en Vilamacolum, de donde, a pesar de su fuerza considerable de más de 2.000 infantes, tuvieron que alejarse para huir del desastre con que les amenazaban las tropas de nuestra derecha que corrieron en ayuda de los húsares.

Aquel combate, calificado, repetimos, por Perignon y sus compatriotas de sólo un simple reconocimiento, fue, si no decisivo en sus resultados, bastante eficaz para dar áaconocer á Españoles y Franceses que habían cambiado completamente las condiciones de sus ejércitos respectivos; que los Franceses no se manifestaban lo entusiastas y emprendedores de la anterior campaña y que se había verificado en el espíritu de los Españoles una reacción que les haría muy pronto volver a ser lo que dos años antes, cuando con su valor y su disciplina llegaron a hacerse dueños del Rosellón. Es verdad que había contribuido mucho a aquel cambio el de la mayor parte de los generales que los mandaban; contraponiendo ahora los nuevos a la discordia y a las rivalidades de los que de tan mala gana obedecían al conde de la Unión, tal armonía entre ellos y tal sumisión a las órdenes de su jefe, que habrían necesariamente de facilitarle el mando y contribuir a su gloria.

Así, el general Urrutia, que ya había sobresalido en el mando de una división en la campaña anterior de los Pirineos occidentales, logró en el del ejército de Cataluña elevarse hasta una reputación sólo inferior a la de sus jefes en aquella guerra, Ricardos y Caro. Nacido en el solar vizcaíno de sus mayores, abrazó de muy joven la carrera militar, haciendo sus estudios en Barcelona con el nunca bastante celebrado D. Pedro Lucuce, maestro de toda aquella generación que tanto brilló en las guerras del siglo último en Italia, África y América. Sus conocimientos le llevaron al continente de esta última parte del mundo, dando en Nueva España muestras elocuentes de su valer en los muchos planos y mapas que levantó formando parte de la comisión que allí dirigieron los generales Villalba y marqués de Rubí. Estaba hecha su reputación científica, que recibió nuevo brillo con sus trabajos geográficos en Canarias y el profesorado en las academias de Ávila y el Puerto de Santa María, consiguiendo hacerse la militar de las operaciones prácticas de la guerra en el sitio de Gibraltar a las órdenes del general D. Martín Alvarez de Sotomayor, donde recibió con una herida grave su bautismo de sangre. En Mahón después, y otra vez en el odiado peñón del estrecho hercúleo, peleó de nuevo contra los Ingleses en las flotantes de tan triste celebridad, hasta que, hecha la paz y continuando sus trabajos científicos que le acarrearon la amistad de Floridablanca, fue destinado a estudiar en el extranjero los sistemas de fortificación que las naciones más adelantadas de Europa habían establecido para su defensa.

Entonces fue cuando asistió a las operaciones de los Rusos en su campaña de Crimea contra los Turcos, atrayéndose la benevolencia del general Príncipe de Potemkin y la amistad de Souvaroff y Kuttussoff, tan célebres después. Sus consejos para el sitio de la plaza de Therman y la bravura que puso de manifiesto en el asalto de la brecha le valieron los plácemes del ejército ruso, las recomendaciones de los generales y una condecoración y una espada de honor, acompañadas de una carta autógrafa de la emperatriz Catalina, que elevaron la fama de Urrutia en aquel país y particularmente en España, adonde le hicieron regresar las dolencias adquiridas en aquella guerra. Gobernador después de Ceuta, de mariscal de campo ya, empleo que obtuvo por los combates que riñó con los Moros, fue quien puso aquella plaza en el estado de defensa que ostentaba últimamente, mandándola hasta que, en 1793 y solicitado a un tiempo por los generales Ricardos y Caro, hizo las campañas en que le hemos visto sucesivamente distinguirse en los Pirineos orientales primero, y en los occidentales luego, alcanzando por sus servicios en Navarra y su anterior brillante comportamiento al frente de Perpiñán, la alta jerarquía de teniente general. Tenía fortuna y, al revés de lo que sucedió al conde de la Unión en Francia, al desempeñar, aunque interinamente, el mando en jefe del ejército de Guipúzcoa y Navarra que, sin consideración a la mucha mayor antigüedad de varios otros, le confió el general Caro, no se produjo una sola queja ni la más insignificante murmuración.

Tales eran el prestigio y la autoridad que se había conquistado Urrrutia entre sus compañeros y con que ahora iba a mandar el ejército de Cataluña.

No podía el general Perignon conformarse con el papel que estaba representando, y ya que se veía escarmentado en sus arranques ofensivos contra las posiciones españolas de la derecha del Fluviá y temeroso de que Urrutia tomara a su vez una iniciativa que lo dejase completamente desairado en los días, ya pocos, que le restaban de mando, quiso presentar a Schérer el campo francés, si no dominando, al menos dueño de acometer ventajosamente al español que tenía delante. Y aun cuando fuera tenido por mero imitador de su adversario, se propuso hacer de la posición de Pontos un campo semejante al de los Españoles en el Coll-de-Orriols, a fin de que, atraídos a él, recibieran igual escarmiento que el que acababan sus tropas de experimentar el 6 de Mayo. Para mejor conseguirlo hizo que Augereau ocupase Pontos y con el centro del ejército se adelantó al frente de Báscara, dirigiendo la división Sauret sobre los pasos del Fluviá en su extrema izquierda. Consiguió con eso atraerse efectivamente a los Españoles hacia la posición que acababa de elegir como reducto inabordable y apoyo en lo sucesivo de todas sus operaciones sobre el Fluviá; pero nuestros compatriotas verificaron el paso del río tan hábil y oportunamente que, al poco tiempo, el centro francés, flanqueado desde el momento del paso, tuvo que retirarse a retaguardia de Pontos, resultando su ejército cortado en dos grandes masas que, acosadas por las nuestras y sobre todo por la caballería y la artillería a caballo que las iban flanqueando, tuvieron que desplegar inauditos esfuerzos por sí y con todas sus reservas para no ser completamente desbaratadas. La división Sauret, acosada también por nuestra derecha, había ya retrocedido antes de verificarse el gran choque a que acabamos de referirnos en el centro, y a eso del medio día lo hacía el mismo Augereau, dejando burlados los proyectos de su general en jefe, con tanto calor y con tan generosa ambición ideados en las postrimerías de su mando

Dos días después de aquella acción llegó el general Schérer al campo francés y se encargaba del mando el último de Mayo de 1795. No quedaría ciertamente satisfecho del estado de las operaciones en el Fluviá al tener conocimiento de los reveses sufridos desde el principio de la campaña, y menos del en que pudo observar al ejército en la revista que le pasó inmediatamente, sabiendo la miseria y el hambre que padecía, la deserción y la indisciplina a que de nuevo se iba entregando. Pero todo general al inaugurar sus funciones se apresura a forjar planes de campaña; y Schérer, aun siendo el décimocuarto de los que mandaron en jefe aquel ejército, propuso también el suyo, que era tan fantástico y temerario como los de Dugommier y Perignon. Su primer pensamiento, y ése era prudente, se dirigía a cruzar el Ampurdán desde Rimors a Alfa y la línea del Manol con un gran atrincheramiento que cubriese Figueras y el campo de Aviñonet, con cuyos fuertes, bien guarnecidos como las plazas antes españolas y las francesas de la frontera, creía poder operar a su frente sin preocupación alguna por la seguridad del ejército y de sus comunicaciones. El resto de las tropas y las que le vinieran de refuerzo, pedidas con la mayor instancia a la Convención, organizaría cuatro divisiones activas; una, destinada a la Cerdaña y las otras tres a combatir a los Españoles en el Fluviá, aunque por el pronto y mientras llegaban los refuerzos solicitados, se mantendrían entre Figueras y Sistella para evitar el aire pestilencial de los terrenos bajos que diezmaba sus tropas, respetando, al parecer, la salud envidiable de las nuestras. La división de Cerdaña bajaría a Ripoll y Olot, dispersando, por supuesto, cuantas bandas de catalanes trataran de oponérsele, en apoyo de la derecha de las dos divisiones del centro que, desembocando por Besalú y Báscara, se apoderarían del campo de Bañolas para avanzar sobre Gerona, donde se reunirían las tres. Entretanto, la otra división con 3.ooo caballos seguiría la carretera general, batiendo a los Españoles en el Coll-de-Orriols y obligándolos a retirarse nada menos que hasta las montañas de Aragón. Entonces el general Schérer avanzaría a Gerona y, tomada aquella plaza, continuaría su marcha a la capital del Principado, que de seguro se rendiría también ante el temor del bombardeo.

Pero el general Schérer contaba para eso con los refuerzos que había pedido, 25.ooo infantes, 2.000 caballos, el complemento de 4 baterías ligeras y 40 piezas de sitio; y la Junta de Salvación pública le contestó: «Que había renunciado a tan vastos proyectos en aquella frontera; que si él, con los medios de que disponía entonces se encontraba seguro de batir a los Españoles e imponerles la paz, quedaba autorizado a acometer la empresa, y que sólo se le prescribía una cosa, la de no dejar nada al azar.»

Esto era condenarle a la inacción a que Schérer, como era de esperar, se resistía; y con el pretexto, o con el motivo, que no queremos ahondar tanto del hambre que experimentaban sus soldados y el deseo o la necesidad de apoderarse de las abundantes mieses que veían madurar en la orilla derecha del bajo Fluviá, se decidió a valerse de la autorización que, en último término, le daba el famoso Comité de París.

De ahí resultó la llamada batalla del Fluviá, última de la campaña y tan victoriosa por parte de los Españoles que, sin la paz de Basilea, hubieran penetrado de nuevo en Francia haciendo recordar los buenos y gloriosos días de 1793. Por supuesto que, al decir de los Franceses, aquella jornada no merece tampoco otro nombre que el de un forraje en el pequeño Ampurdán; mas, para eso, salieron de su campo el 14 de Junio cuatro columnas que por la noche ocupaban toda la orilla izquierda del Fluviá, desmintiendo así el carácter harto humilde con que se quiso después disfrazar la derrota. La izquierda francesa se extendió entre la aldea de San Pedro Pescador, inmediata al mar, y Torroellá, Santo Tomás y San Miguel, en cuyas alturas se apoyaba la segunda columna con una fuerte reserva formada en tres líneas. En el centro, ocuparon las otras dos columnas la posición de Pontos y las alturas inmediatas a Espinavesa con Augercau a la espalda y el resto de su división.

Los Españoles, como era de suponer, creyeron que se trataba de un ataque general a su línea y pusieron el ejército en movimiento, desplegándolo en las posiciones más ventajosas de la orilla derecha del Fluviá en espera del ataque de los Franceses. Pero, al observar su inmovilidad y después de un reconocimiento en los dos extremos de la línea, decidió el general Urrutia atacar la francesa, esperando que el buen espíritu de sus tropas, de tiempo atrás manifiesto, y el entusiasmo con que las veía marchar le darían una completa victoria.

El general Vives cruzó el Fluviá por Besalú y puntos inmediatos y marchó al enemigo, que se había situado en el Puig de las Forcas, con sus descubiertas y cazadores al frente; pero, al reconocer éstos el terreno, comprendió que se le disponía una emboscada por parte de los Franceses que se ocultaban en un bosque inmediato, por lo que, manteniendo el fuego sobre ellos, se preparó a ayudar el ataque que veía ejecutarse por nuestro centro contra el del enemigo. En nuestra derecha el combate ofreció más peripecias, reñido, como anduvo, durante muchas horas entre el general Iturrigaray, que mandaba aquella ala, y Rougé y Ranel, puestos a la cabeza de las primeras columnas francesas destinadas a hacer el tan cacareado forraje. La caballería de uno y otro bando se cargó alternativamente con fortuna varia hasta que, en último lance, el refuerzo mandado a la nuestra, decidió su victoria. Los pasos del Fluviá por Armentera, Valveralla, Vilarroban y San Miguel, defendidos por la artillería de Iturrigaray, sirvieron para el de los diferentes destacamentos que tomaron parte en aquel combate que, á semejanza de el del ala izquierda, quedó así como paralizado, en expectación del central en que se iba a decidir la suerte de la batalla.

El general Urrutia, observando la inmovilidad del centro francés, comprendió lo de que se trataba, que no era, según ya hemos indicado, sino el esperar la acción de las divisiones francesas en sus dos flancos pata sacar el fruto de la suya en un gran ataque sobre Báscara y el Coll-de-Orriols, aquel ataque cuyo éxito iría a abrirles de par en par las puertas de Gerona y Barcelona. Y á fin de neutralizar esa acción, el general Urrutia hizo avanzar sus columnas del centro sobre las posiciones enemigas de Pontos y Armadas, tan de mañana ocupadas por el grueso del ejército francés. Los generales Arias y Romana se dirigieron al castillo de Pontos que, aun cuando atacado por el primero hacia la parte más accesible que era la de su frente al Fluviá, lo asaltó el segundo y lo tomó a favor de un hábil movimiento envolvente por donde el monte, en que está situado, aparece más áspero y abrupto. El general Cuesta atacó la altura de Armadas, dividiendo su columna en otras dos, la primera de las cuales marchó por la carretera para separar las dos posiciones francesas, y la otra, acompañada de la caballería, fue oblicuando por su derecha para envolver, como Romana la de Pontos, la altura de Armadas que, del mismo modo, hubo de ser evacuada por los Franceses que, acuchillados después por nuestros jinetes, fueron acogiéndose a su linea del Manol.

Tan completa fue la victoria, que el general Urrutia se detuvo al frente del campo de Aviñonet un espacio de tiempo bastante considerable para dar algún descanso a sus tropas, retrocediendo luego a sus posiciones del Fluviá, de las que el corto número de sus fuerzas y el mal estado del territorio que acababa de conquistar en tan gloriosa jornada no le permitían por entonces separarse.

Pero ante aquel movimiento de retroceso, ocúrresele al general Augereau una reacción ofensiva que quite a los Españoles las ventajas y el honor de la batalla; y, reuniendo todas las tropas disponibles de aquel campo y combinando su marcha con la de los cuerpos que aún se mantenían en las alas de la línea primitiva de batalla, acomete la empresa de tomar su desquite a última hora derrotando a nuestras columnas centrales que volvían al Fluviá. Afortunadamente se retiraban éstas por escalones y en el mejor orden, sin esparcirse, como suele acontecer en tales casos para el merodeo, y tratando tan sólo de recoger las piezas de artillería que el enemigo había abandonado en su fuga. Así es que recibieron a los Franceses en las mismas posiciones de Pontos y Armadas recientemente vencidas; y aun cuando los Franceses trataron de cortar la nueva línea española separando la fuerza de Cuesta del cuerpo de batalla, este general, cargándolos con el mayor ímpetu, burló su proyecto. «La Cuesta, dice el francés Marcillac, les hizo cargar a los Franceses) en su movimiento con impetuosidad y les forzó á reunirse con las tropas que marchaban en columnas por su frente, y que ya atacaban las alturas de Armadas; pero una diversión ejecutada felizmente por Don Francisco Taranco, que con una columna pasó sóbrela izquierda de los enemigos, a los cuales había primeramente ocultado su marcha, les derrotó por segunda vez en aquella jornada.»

Los Franceses escritores de aquella campaña quieren decir que el fin que los generales sus compatriotas se habían propuesto aquel día lo consiguieron arrojando a los Españoles a su campamento de Orriols y haciendo su forraje, el único objeto que, según ellos, llevaban en aquel combate. Pero ese mismo emigrado que acaba de proporcionarnos el detalle interesantísimo de la acción de Cuesta y Taranco junto a Armadas, continúa así su relato, completamente de acuerdo con el del general Urrutia y los de nuestros cronistas : « Arias y La Romana también habían sido atacados en la posición de Pontos, pero después de haber rechazado a los que los atacaban, los habían perseguido vivamente. Al caer la noche los Franceses iban enteramente en retirada, y los Españoles volvieron a entrar en su línea»

Las pérdidas de uno y otro ejército fueron importantes, habida consideración a lo que solían ser en aquella guerra, casi toda de posiciones. Los Franceses dijeron que las suyas hablan sido de 85 muertos y 297 heridos, las nuestras de 1.000 de los primeros y 1.200 de los segundos. El general Urrutia decía en su parte que había tenido 99 muertos, 317 heridos y 67 contusos, siendo la pérdida de los enemigos de 2.5oo a 3.000 hombres. Fervel dice que después de todo 12.000 de aquellos incomparables soldados de la Francia republicana que Napoleón después tenía por los mejores de su ejército de Italia, habían hecho retroceder a 25.000 Españoles, y Urrutia por su lado aseguraba que la mayor ventaja obtenida en aquella acción era “la confianza que había dado aquella victoria al ejército que tenia la honra de mandar.»

¿A cuál dar fe de estas tan encontradas versiones? Pues a las españolas; porque, examinando las francesas de mayor autoridad, hallamos, por un lado, la confesión de Schérer en su parte de que media etapa más al frente hubiera hecho morir de hambre al ejército de su mando y que no se podía contar con subsistencias entre el Fluviá y el Ter cuando la vista de las abundantes mieses, ya maduras en aquel territorio, fue para él, y después para su panegirista Fervel, el móvil principal de su ataque el 14 de Junio .

No acabaríamos de hacer patentes las muestras infinitas que dio el ejército francés del estado de miseria, de abandono y de indisciplina en que se hallaba por aquellos días, confesadas a cada paso por sus historiadores para disculpar, sin duda, el vencimiento que no podían fregar, y eso cuando los triunfos alcanzados por sus armas en las demás fronteras de la República le permitían enviar refuerzos y sus generales más experimentados al ejército de los Pirineos orientales.

Pero ¿se quieren más pruebas del vencimiento de los Franceses en aquella campaña? Pues vamos a dar una concluyente. A los pocos días de la batalla del Fluviá, Urrutia destacaba de su campo la división Cuesta, destinada a arrojar definitivamente a los Franceses de la Cerdaña española, conquistando las fortalezas de Puigcerdá y Bellver en que se mantenían con la amenaza constante de volver sobre la Seo de Urgel. ¿Es que hubiera podido aquel general desprenderse de fuerza tan considerable sin la seguridad de que no sería atacado de nuevo en sus posiciones? En cambio el general Charlet, que veía iba a escapársele de su dominación un territorio tan influyente en las operaciones ofensivas sobre la capital del Principado, pedía con la mayor instancia socorros a Schérer, que le contestaba no le era posible enviarle un solo hombre, satisfaciéndose con transmitir las súplicas de su teniente de la Cerdaña a la Convención, que ni el trabajo quiso tomarse de contestarle.

Así es que, al presentarse Cuesta en la cuenca del alto Segre, Charlet se apresuró a llamar a todos sus destacamentos en derredor de Puigcerdá, dejando al general Martín en Bellver la misión de conservar aquel punto, tan interesante o más que el que ocupaba él mismo. La Cuesta se presenta al frente de Puigcerdá sobre las cinco de la mañana del 25 de Julio, y pocas horas después se apodera del campamento establecido en las afueras de la plaza, mientras los miqueletes y somatenes van interceptando los destacamentos que volvían a ella, no todos avisados por haber caído en manos de los Españoles el ayudante expedido para comunicarles las órdenes de Charlet. A las nueve se envía a la plaza la intimación de rendirse, a lo que Charlet se negó valientemente después de un consejo de guerra celebrado con sus oficiales y con las protestas más vivas de la guarnición, dispuesta a batirse hasta la última extremidad; a las once los Españoles se apoderan del hospital, donde es herido Charlet, sustituyéndole el general Despinoy que intenta, aunque sin fruto, recobrarlo; y ya se andaba tratando de la capitulación de la plaza, cuando Charlet y Despinoy, herido también, supieron que se había verificado el asalto, tan pronto ejecutado como dispuesto por Cuesta.

A la conquista de Puigcerdá sucedió inmediatamente la de Bellver, cuyo gobernador, el general Martín, según ya hemos dicho, capitulaba el 27, constituyéndose con toda la guarnición prisionero de guerra. La Cerdaña quedó, por consiguiente, en poder de los Españoles, sus legítimos dueños, que así pudieron entregarse a su antiguo y favorito proyecto de buscar por aquel camino el de una nueva invasión en Francia, pensada ya por Urrutia desde el día siguiente al de su victoria en el Fluviá.

No nos sonreía del mismo modo la fortuna en los Pirineos occidentales. Y no es que al principio de la campaña se nos mostrara hosca; porque, sea que los Franceses se hallaran bajo la impresión que les causó la retirada general de su ejército a los puestos de la frontera, sea que habían dejado pocas fuerzas al frente de los nuestros, lo cierto es que sus primeros ataques fueron constante y ejecutivamente rechazados. Hay que observar una circunstancia que, con efecto, debió paralizar la acción generalmente enérgica del general Moncey, la de la epidemia que se desarrolló en su ejército durante casi todo el invierno, quedando sin medios en su concepto para emprender la nueva campaña hasta bien entrado el mes de Marzo de 1795.

Entretanto, Guipúzcoa habla sufrido todas las calamidades consiguientes a la invasión, victima de un descontento impropio del patriotismo de sus habitantes y de los errores, más que crasos, de los mal llamados prohombres que se atribulan los poderes y dirección política y hasta militar de la provincia. Se ha dicho que los Franceses hablan guardado todo género de miramientos para con los moradores de aquel país; pero ahí están las actas del ayuntamiento de San Sebastián que, aun siendo formado de republicanos y afrancesados, porque los que no lo eran huyeron de la ciudad, demostró en ellas los atropellos que allí se cometieron para provecho y comodidad de la guarnición y de las tropas establecidas en el campo inmediato y de las del ejército de operaciones. Ya lo hemos dicho en el capítulo anterior y no sabemos que pudiera hacerse mayor violencia a las creencias, sentimientos e intereses de un pueblo que la impuesta al guipuzcoano en aquellos tristes días, empezando por levantar la guillotina en una de las plazas de su primera población para así obtener cuanto creyese necesario y desearan sus conquistadores. El terror que éstos imponían con tales procedimientos les proporcionó la tranquilidad de que gozaban en la parte del país ocupada por sus armas, logrando así un desembarazo como no deberían esperar en comarcas distintas para su acción militar. Esta era una ventaja inapreciable de que trece años después no disfrutarían y de que su general en jefe daba más adelante testimonio irrefutable, ventaja que, además del terror, les permitió aprovechar la incuria de la junta de Guetaria, tan sospechosa para ellos como desleal para con el gobierno español. No así el pueblo que, como tenemos consignado también, pronto comenzó a, con el desengaño sufrido, sublevarse contra los Franceses, combatiéndolos solo en sus montañas o en unión de los alaveses y vizcaínos en el Deva.

Estos últimos son los que más decididos se manifestaron acudiendo a la palestra en mayor número y con organización algo más determinada que la que era de esperar de un pueblo que destina toda su acción y la ejercita en el laboreo de sus campos, en la industria y el comercio, alejado, como suele estar, por sus fueros del servicio de las armas.

Habíanse alistado desde Octubre de 1792 en previsión de los sucesos de París y procurádose fondos con que atender al equipo y armamento necesarios, haciéndose de ellos, ya que no era posible en España, hasta en Suecia y Dinamarca. No fue preciso su concurso sino en 1794, al temerse la invasión que luego se verificó; pero, una vez realizada, formaron tres tercios de 8.000 hombres cada uno, de los que el primero, que debía marchar a Tolosa, no lo hizo por haber Colomera decidido no mantener aquella posición. Se situaron, pues, en la línea fronteriza de su provincia, ocupando los 12.000 hombres que al fin de la campaña de 1794 tenían organizados y armados las posiciones que descuellan entre Ondárroa, Marquina, Hermua y Campanzar, la primera de estas poblaciones en la orilla del mar, y la última frente á Vergara y dominando la carretera general de Francia.

Con esa gente, la poca que acudió de Álava, la guipuzcoana rehecha después de la retirada general del Bidasoa y alguna tropa que aún permaneció en las orillas del Deva y sus puentes, se riñeron aquel invierno varias acciones en que con rara excepción salieron siempre mal parados los Franceses. Fueron las más notables las del puente de Sasiola, el alto de Azcárate, disputado sin cesar por su posición en el camino de Azcoitia a Eíbar, y sobre todo las que cubrieron de sangre el encumbrado Musquirichu que domina por allí toda la divisoria entre el Deva y el Urola, y alguna en Madariaga y otros puntos que el enemigo observaba desde Tolosa, Azpeitia e Iciar, atento a aprovechar una ocasión favorable para dispersar aquellas que consideraba bandas de paisanos que al primer tiro se volverían a sus casas.

En uno de esos ataques, el de 27 de Febrero en Azcárate, el capitán Zuaznabar, de voluntarios de Guipúzcoa, derrotó un grueso destacamento francés, obligándole a guarecerse en su cantón fortificado de Azcoitia, adonde más tarde, en Abril, se acogía otro más fuerte aún, perseguido por el cura de Lezama hasta las mismas tapias; y muchos otros, como Areizaga, Aranguren, Lersundiy Araguistain, reivindicaban para Guipúzcoa el honor militar manchado en Fuenterrabía, San Sebastián, y todavía más en Guetaria.

Estás pequeñas victorias, que los historiadores republicanos no se atreven a negar, entusiasmaban a los vascongados que llegaron a creerse ya invencibles en sus posiciones del Deva, apoyados en lo alto de la divisoria con el Ibaizábal por el núcleo de vizcaínos engrosándose al compás del peligro que les amenazaba. Pero el ejército francés, repuesto de los estragos que en él habían hecho la miseria y la peste aquel invierno, iba dirigiendo los cuerpos de la frontera y los que le llegaban de las demás de la República hacia sus puestos avanzados frente a los nuestros. Los que aquél ocupaba en Iciar, Azpeitia y el Pirineo navarro se cubrieron de tropas que, si hostilizadas sin cesar, se hicieron en Mayo imponentes y amenazaban para un día u otro, el menos pensado, con la irrupción de Vizcaya y Álava.

Entonces, con todo, principió a esparcirse por el campo francés el rumor de negociaciones que, como las emprendidas el año anterior en Cataluña por el vehículo del conde de la Unión, quedaron después en la mayor reserva y envueltas en el más hondo misterio. El duque de Alcudia, que tanto cuidó de ocultarlas al emprenderlas y luego las tuvo secretas hasta sólo hacer mención somera de ellas en sus Memorias, donde podía haberlas justificado, encomendó tan delicada misión al marqués de Iranda que, sobre su fama de persona de talento, tenía la circunstancia de poseer gran caudal y muchas propiedades en la frontera francesa, particularmente en Hendaya, su residencia habitual en un palacio que todavía lleva su nombre. En que los Franceses deseaban la paz, no cabe duda alguna y Godoy puede vanagloriarse de ello, no por el temor que debiera España infundirles con sus ejércitos, sino porque la paz, ya lo hemos indicado, representaba para ellos el reconocimiento de su gobierno y con él la victoria que habían obtenido contra la Europa entera coaligada. Pero las primeras gestiones, las de Unión, otras aún más recientes en Cataluña y las de Iranda, partieron del gobierno español, por más que se esperase no serían mal recibidas si no se las acompañaba de exigencias como las con tanta indignación rechazadas por el general Dugommier.

Lo hemos dicho tratando de «La misión del marqués de Iranda» en otra parte: «El que se avanzasen proposiciones de avenencia por el general Urrutia en Cataluña es una muestra, y elocuente, de que el gobierno español deseaba la paz, no hay para que negarlo; mas las repulsas de Perignon, que podía muy bien ignorar los proyectos del Francés, fueron desaprobadas en París, y confrontadas las fechas prueban que ya se habían hecho por los republicanos manifestaciones que daban a conocer sus deseos de concordia con España. Las cartas de Bourgoing, último ministro de Francia en Madrid, eco razonado de las que Tallien, influido por su patriotismo o por su célebre mujer, antes señorita de Cabarrús, escribía demostrando su gran deseo y hasta su premura por la paz, prueban que hacía mucho tiempo se trabajaba para alcanzarla en las regiones oficiales y extraoficiales de la República.

«Y nada tiene esto de extraño ni menos de admirable. La aspiración más elevada que podían abrigar los hombres de la revolución era la de su reconocimiento por el pariente más próximo del infortunado Luis XVI. El ejemplo de un Borbón dando al olvido los hechos abominables que le habían arrastrado a la lucha, del que había alzado en armas a la nación entera, indignada, lo mismo que por aquellos atropellos, por los ultrajes inferidos a las creencias y a los intereses morales de mayor respetabilidad para ella, era para halagar el orgullo y satisfacer la ambición de gloria de los más fieros enemigos del trono y de la religión.»

Y luego se añade: «Que en España se deseaba también la paz, no hay para qué dudarlo. Se había desvanecido la esperanza de vengar la muerte de Luis XVI, de donde había arrancado el impulso general de la opinión pública en 1793; las armas, victoriosas aquel año en las dos fronteras, se habían visto obligadas a acogerse al suelo patrio, con gloria todavía en el año siguiente, pero sin fortuna; el de 1795 ofrecía el espectáculo de las provincias limítrofes invadidas y las plazas más importantes de ellas ocupadas también, y ofrecía además el temor de que no cesase hasta el interior de la Península la marcha arrebatada de los enemigos, más numerosos cada día y reforzados más y más por el espíritu que en ellos creaban sus recientes victorias en el Norte. Los consejos, que al momento se hicieron públicos, del conde de Aranda, despreciados en el primer hervor de la opinión, fueron con eso haciéndose lugar en los ánimos, y eran muy pocos los Españoles que no los tuviesen ya por sanos y prudentes. No tiene, de consiguiente, nada de particular que se lo hubiesen también hecho en el Palacio Real, ocupado por quien tan rectas intenciones abrigaba, y que el mismo Godoy, tan batallador al principio y causando la desgracia del de Aranda con sus ambiciones de gloria militar, buscase en la paz el medro que antes esperaba en la guerra».

A Iranda se le acogió en el campo francés con todo género de consideraciones, y el 12 de Junio celebraba una conferencia con el general Moncey y el representante Median, en que, tratando todos de disfrazar sus intenciones, las dejaron perfectamente traslucir a sus respectivos interlocutores; pacíficas en todos también como preconcebidas y puede decirse que aprobadas ya. Para mejor disimularlas, los delegados franceses, como el español, quedaron en consultar a sus Gobiernos; pidiendo Iranda al suyo le enviara las instrucciones con nueva fecha para no quedar a descubierto en las futuras conferencias respecto a su rectitud y a la dignidad de la corte de Madrid.

No por eso cesaron las operaciones de la guerra; y en aquellos mismos días, los del 17 y 24 de Junio, era disputada la posición de Musquirichu con el mayor encarnizamiento. En el segundo, el general barón de Triest rechazó a los Franceses que, a favor de una densa niebla, trataron de apoderarse del monte, al tiempo que en otros puntos, como Ondárroa y Madariaga, el brigadier Eguía y Mendizábal los escarmentaron también, haciéndoles volver a sus cantones.

Pero aumentando su fuerza por días y acaso para imponer condiciones más ventajosas en la negociación comenzada con Iranda para la paz, el general Moncey proyectó un ataque a la línea española para el día 28, en que, rota por cualquiera de los puntos sobre los que se intentaba, colocase al ejército de su mando en la izquierda del Deva y en disposición de invadir las provincias de Álava y Vizcaya. El general D. José Simón de Crespo, segundo de Castelfranco, que mandaba en aquel territorio, adivinó el proyecto de Moncey y se preparó a resistir sus ataques estableciendo más fuerzas en Villarreal, Elosua y Musquirichu, adonde supuso se dirigían principalmente; pero, contra lo que él esperaba, los Franceses, simulando, es verdad, el avance sobre aquellos puntos y aun haciéndose dueños de Madariaga, atacaron con el mayor golpe de sus fuerzas la posición de Sasiola, envolviéndola con las que vadearon el Deva agua arriba y agua abajo del tan disputado puente. De allí se extendieron inmediatamente a Berriatúa, Marquina y Motrico; teniendo así Crespo que recoger las tropas de todos los puntos ocupados en la derecha del Deva, y él desde Villarreal y Zumárraga retirarse por el alto de Descarga a Vergara y, por fin, a Mondragón, combatiendo a veces y escarmentando algunas a sus impetuosos perseguidores.

Los Españoles habían combatido bizarramente en aquella jornada, lo mismo que los destacamentos de tropas de línea que Crespo mantenía en cada puesto, los Vascongados, mucho más numerosos, y a que servían aquéllos de núcleo para comunicarles en lo posible su organización y espíritu militar; pero los Franceses, con muchas fuerzas y maniobrando más reunidos y siguiendo un plan bien meditado en combinación unas con otras se hicieron irresistibles.

No hay sino acordarse de la respuesta dada al general Schérer por la Convención para comprender las proporciones que ésta se había propuesto dar a la guerra en los Pirineos occidentales y los refuerzos y medios que enviaría al ejército, ya que tanto los escatimaba al que combatía en el otro extremo de la frontera.

Ya hemos indicado que el movimiento emprendido por los Franceses era general, extendiéndose, por lo tanto, a Navarra, donde por los mismos días acometieron el cortar la línea española que se apoyaba por su izquierda en las posiciones guipuzcoanas inmediatas a Villarreal y Zumárraga y por su derecha en la plaza de Pamplona.

El punto central, notablemente adelantado y vigilando los cantones franceses y sus comunicaciones, era Lucumberri, y a él se dirigieron en combinación cuatro columnas que, saliendo de Tolosa, Hernani y Santesteban, atacaron y se propusieron envolver la posición española, cuyos defensores se retiraron previamente a Irurzun, centro también de la segunda línea, ya de antemano establecida.

Trataron los Franceses de forzarla y de envolverla también, dividiendo su fuerza en las mismas cuatro columnas, obligadas antes a marchar reunidas hasta Latasa, a fin de pasar el famoso desfiladero de Las Dos Hermanas. Nuestros compatriotas hubieron, lo mismo que antes, de abandonar su nueva posición, no sin pelear la caballería con los invasores durante largo rato, hasta que, acometida por los infantes franceses que llevaban a la cabeza a Harispe con sus Vascos y después de herido el general Horcasitas, se replegó al cuerpo principal de los suyos. Aún proseguían los republicanos su ataque cuando la columna de granaderos provinciales de Castilla la Vieja se lanzó. bayoneta calada sobre ellos, dispersándolos hasta que, reforzados con todas las tropas que apoyaban su movimiento, volvieron a la carga que los generales Escalante y Filangieri rechazaron valientemente hasta obligar a los que la daban a refugiarse en su recién conquistado Irurzun y aldeas y posiciones inmediatas.

Uno de los caracteres más notables de aquella campaña y en general de toda la guerra, fue el de las interrupciones que sufrían sus movimientos después de uno que parecía hubiera de ser decisivo si se continuara con el ímpetu con que se había iniciado; y después del paso del Deva el 28 de Junio y de la ocupación de Irurzun el 6 de Julio, las operaciones de los Franceses, cuando puede decirse que estaban sus soldados a la vista de Vitoria y Pamplona, sufrieron una interrupción de varios días.

No bastó, con todo, para que las gestiones del marqués de Iranda pudieran tener una solución, satisfactoria o no. Porque la Convención, esperando la mejor de las operaciones de su ejército, no se apresuraba a enviar su delegado con poderes suficientes para arreglar un tratado de paz, ni Godoy, que sólo deseaba por el pronto la suspensión de hostilidades en aquella frontera por tener principalmente encomendadas las negociaciones diplomáticas a D. Domingo Iriarte en Basilea, se apresuraba a enviar a Iranda las nuevas instrucciones que éste le había pedido desde Hernani el 14 de Junio. Y como los deseos de Godoy eran lo que menos querrían satisfacer los republicanos que esperaban de sus triunfos mejores condiciones que las que pudieran obtener por los procedimientos de la diplomacia, el papel de Iranda se hacía cada vez más desairado y más difícil de representar. Los mismos Franceses debieron reconocerlo así; porque, ya sea por no hacerlo hasta bochornoso o por contemporizar con el gobierno español mientras se acordaba la paz en Suiza, la comisión ejecutiva de la Convención envió a la frontera, como delegado plenipotenciario suyo, al general Serván, ministro de la Guerra, como recordarán nuestros lectores, que habla sido de la República. El marqués de Iranda, aunque privado de las últimas instrucciones de Godoy y sin la autorización que habla creído necesaria, quiso entablar nuevas conferencias, las para que se creía haber sido destinado, con el que él llama en sus cartas y despachos el caballero Serván, que no quiso pasar de Bayona por no comprometerse, sin duda, en pasos que pudieran inspirar a nuestros delegados y gobierno demasiada confianza. La conferencia, con eso, celebrada el 3o de Julio, en que Iranda ofreció a Serván proposiciones que le hacen mucho honor por el patriotismo que revelan, controvertidas por su interlocutor con más cortesía que intención de que se hicieran inmediatamente efectivas, no podía conducir a nada práctico, ya que el plenipotenciario francés sabía que se estaban discutiendo iguales o semejantes en Basilea, donde ya se habrían quizás fijado, como, con efecto, había sucedido el 22 de aquel mismo mes, es decir, ocho días antes de tener lugar la visita a que nos estamos refiriendo.

Con estos antecedentes fácil es de comprender que Serván no accedería a lo que principalmente deseaba Godoy y con celo tan laudable pretendía alcanzar Iranda, a la celebración de un armisticio que detuviera a las tropas francesas en su marcha invasora sobre Vitoria y sobre Miranda después, cuya sola noticia habría de alarmar a los Españoles del centro de la Península y exigir después mayores sacrificios para contenerla, o en último término, estorbarla. Serván debió compadecerse de la situación de Iranda cuando después de discutir largamente sobre unas condiciones que ciertamente no llevaban a la paz, tan deseada por ambas partes beligerantes, se resistía a la única ya necesaria y urgente para España, la de la suspensión de hostilidades. No quería negar la conveniencia, hasta llegaba a condenar la guerra y ofrecía trasladarse al teatro de las operaciones, cuya paralización decía, sin embargo, depender tan sólo del gobierno supremo de Francia; pero todo, repetimos, por pura cortesía y para ganar tiempo

Y, mientras, el general Moncey procuraba con sus operaciones ayudar a los propósitos tan hábilmente encubiertos por su colega Serván para desorientar a Iranda.

Situado el general Crespo en Salinas de Leniz para apoyar su nueva línea de Elgueta a las alturas de San Antonio, dispuesta para impedir la marcha de los Franceses sobre Vitoria, parece que debía tenerlo asegurada cuando la pérdida de Irurzun, cortándole su comunicación y su enlace con las tropas de Navarra, le obligó a, después de disputar al enemigo las posiciones avanzadas de la capital de Álava, dirigirse a Bilbao, creyendo así distraerle de su avance sobre el Ebro. Y, con efecto, el 17 de Julio se hallaba en Bilbao; pero no para enardecer la defensa de Vizcaya según pedía la Diputación que le ofreció hombres, raciones y dinero para continuarla, sino para trasladarse a Pancorvo a oponer nueva resistencia a los Franceses en aquel formidable desfiladero.

Pero es que se había expedido en Madrid una Real orden, la de 9 de aquel mes de Julio, en que, a vueltas de agradecer los servicios del Señorío y de prometerle todos los refuerzos posibles para su conservación y defensa, se le prevenía que «si la desgracia llegase a poner las armas de los enemigos en el país, capitularan los pueblos por medio de sus cabezas», retirándose la Diputación a medida que lo hiciese el ejército y sin abatirse su nobleza con adversidades momentáneas de restablecimiento no distante y a cuyo objeto se dirigían todos los cuidados del Rey.

«He aquí, se ha dicho en otra parte, el lenguaje mismo de Godoy a los gobernadores de San Sebastián y Pancorvo para que entregasen aquellas plazas en 1808.»

Y es que se hallaba en el cuartel general del ejército aquel Sr. Zamora, de quien hicimos mención como agente oficioso de Godoy en el de los Pirineos orientales y auditor general ahora, o mejor dicho, emisario a la manera de los de la Convención en el de los occidentales; aún más, espía del valido para con los generales descontentos de él en el ejército, que ya eran muchos. Con decir que dudaba de la conveniencia de vencer a los Franceses, no fuera, escribía en uno de sus despachos, a hacerse más difícil la paz con la herida que recibiesen en su amor propio, está calificado el hombre.

El valor y el patriotismo de Zamora iban dirigidos, mejor que a combatir a los Franceses, contra los Vascongados y sus instituciones, que odiaba con todo su corazón. Así es que su correspondencia respira ese rencor y la aspiración de desplegarlo con toda la fuerza posible en ocasión, en concepto suyo, tan oportuna. No era, por suerte, ésa la opinión de Godoy que, sin obedecer a la ojeriza de Zamora y escuchando la defensa que de aquellas provincias le hizo Iranda en una larga y fundada comunicación y más acaso la voz de su propia conciencia, no intentó siquiera tomar providencia contra ellas. Él mismo había dictado su desarme; un conflicto ahora, sólo aprovecharía a Francia y se decidió por atribuir la derrota sufrida en aquella campaña al ejército, aunque sin razón alguna que justificase sus impremeditadas iras.

Por el contrario, nuestras tropas demostraron, en aquellos días cuán aventurados eran los juicios que el valido hacía de su patriótica abnegación. Si resultaban vencidas, no se debía a falta de valor en ninguna de sus clases, sino que, aumentado el número de sus enemigos en proporciones que bien hace comprender el pensamiento de la Convención al dedicar todos sus esfuerzos a vencer en los Pirineos occidentales, se hacía imposible la resistencia de los Españoles, desatendidos de su gobierno. Pero en aquella última parte de la campaña fue precisamente en la que nuestros soldados demostraron con mayor elocuencia hasta dónde llegan sus condiciones militares, aun en medio de la desgracia, por abrumadora que sea como entonces. 

Los Franceses necesitaban después de la jornada de Irurzun, además de romper la comunicación de las dos alas del ejército español, abrirse paso a la plaza de Pamplona, para cuyo sitio hacían sus preparativos en Bayona varios oficiales de ingenieros con el después tan célebre Marescot a su frente. El general Willot había salido el 13 con una fuerte columna en dirección de Vitoria por la Burunda, que fue sometiendo con todos sus pueblos, Villanueva, Alsasua y Salvatierra, los principales de ellos, reuniéndose en aquella capital con Dessein, que la había ocupado el 15. Digonnet, que quedó en Irurzun para encaminarse a Pamplona, emprendió la jornada el 20, comenzándola y terminándola a la vez con el ataque de la posición de Ollaregui, que tenían ocupada una compañía de Ubeda y algunos voluntarios navarros. No era difícil la empresa contando el general francés con dos batallones de granaderos y cazadores a la mano y la fuerza toda de su brigada con otras más de reserva. El collado de Ollaregui fue, así, conquistado en poco tiempo, aunque con muchas bajas; pero, al descender del otro lado, los republicanos se hallaron con los dos primeros batallones del regimiento de África que acudían en auxilio de sus compatriotas. La arremetida fue terrible; y he aquí cómo la describe la historia de aquel cuerpo que aún no hacía un año salvó a su coronel, duque después de Bailén, en el Calvario de Urrugne por esfuerzos tan extraños como heroicos. «Tenían los Franceses, dice, grande superioridad numérica, y el sentimiento de ella, unido al del ascendiente que habían obtenido ya sobre nuestras tropas, les hizo redoblar sus esfuerzos con aquel impulso de ira que convierte el valor en temeridad. África, inquebrantable como una columna de diamante, resistía a pie firme las furiosas embestidas del enemigo y contestaba con un fuego regular y mortífero al terrible que contra él fulminaban los republicanos. En lo más encendido del combate cae atravesado de dos balazos el nuevo coronel de África, D. Agustín Goyeneta, y queda también herido el teniente coronel D. José González Acuña. Estas desgracias no arredran al veterano regimiento. Nuevos y abundantes refuerzos llegan a nutrir las filas francesas, y África se halla envuelto en doble círculo de fuego y de bayonetas. Pero semejante a un león acorralado que siente aumentar sus fuerzas a medida que se acercan los cazadores, así el antiguo tercio de Sicilia cobra bríos en proporción de la magnitud y perentoriedad del peligro. El heroico Goyeneta, haciéndose superior a sus dolores, se levanta del suelo, y colocándose a la cabeza del regimiento, se lanza a la bayoneta sobre el enemigo. La matanza fue espantosa, y por un instante vacilaron las compactas columnas francesas; pero la fortuna, enemiga en este trance del valor, hizo que una tercera bala alcanzase a Goyeneta y le derribase en tierra moribundo. El teniente coronel cayó en poder del enemigo, y el mayor de África experimentó la misma infausta suerte. Podía creerse que este cuerpo había agotado todos los recursos, no sólo de la intrepidez, sino también de la desesperación, y que sin jefes ya, y circundado por los enemigos, acabaría por sucumbir bajo su destino fatal. Sin embargo, no fue así; en las grandes ocasiones brillan los hombres extraordinarios, y el denonado Goyeneta tuvo un digno imitador en el capitán D. Juan Aguirre. Este valiente oficial toma el mando del regimiento, reanima a sus soldados con breves y elocuentes frases, y los lleva otra vez sobre las bayonetas republicanas. Mas habiéndose adelantado este jefe para dar el primer ejemplo en el peligro, se vio repentinamente rodeado por tres granaderos franceses. Aquel hombre, dotado de un alma impasible y de un brazo hercúleo, conserva su serenidad en este peligro extremo: aséstale un bayonetazo en los riñones uno de los granaderos franceses, pero Aguirre le contesta con un sablazo que le tiende bañado en su sangre; redoblaron entonces su ira los otros granaderos, pero el valiente español, esgrimiendo su formidable arma, hirió a los dos y les obligó a huir de una muerte casi infalible.

«Tales y tan épicas hazañas no bastaron sin embargo a contrabalancear el número siempre en incremento de los republicanos. África, precisado a retirarse, abrió á bayonetazos una ancha brecha en las filas enemigas, y pronunció su movimiento vía de Izarve. Cargáronle en la retirada los Franceses con ímpetu indecible, pero el veterano cuerpo, fiel sucesor de aquella infantería española que derrotada en Ravena, eclipsó con su conducta las glorias de los vencedores, siguió retrogradando y defendiéndose hasta tocar el mencionado pueblo de Izarve. Acudieron a este punto otros cuatro batallones españoles; pero África, sintiendo este inesperado auxilio, no quiso ceder a nadie el lauro de la victoria; recobra súbitamente la ofensiva, y abalanzándose contra los agresores, los fuerza a replegarse sobre las primeras cumbres que habían conquistado en aquel tremendo día. El ejército entero hizo justicia al brillante comportamiento de África, y pasó como válida y fundada la opinión de que sólo la resistencia de este cuerpo pudo salvar muchas importantes líneas.»

En la situación en que quedaron los dos campos de Navarra aquella noche, en esa permanecieron en adelante, demostrando así los Franceses el efecto que había producido en el suyo la conducta de nuestras tropas. Y lo que allí, poco más o menos, y el mismo día sucedió en Miranda, por cuyo puente pasó el Ebro la brigada Miollis, que fue rechazada en la tarde por varios destacamentos de tropas, un escuadrón de Guardias de Corps y algunos grupos de Burgaleses y Riojanos, hasta hacérselo repasar con bastantes bajas y, entre ellas, la de Mauras, jefe de la media brigada de los cazadores de las Montañas que tanto se había distinguido en aquella guerra. Había llegado el general Crespo de su expedición a Bilbao y con tal oportunidad que podía considerarse con eso cerrado a las tropas francesas aquel paso importantísimo para su invasión en Castilla.

En las mismas horas del 22 de Julio en que se reñían estos combates firmaban en Basilea D. Domingo Iriarte y M. Barthelemy el tratado que iba a poner término a la guerra que por tres años había hecho teatro de sus estragos las comarcas más bellas de la frontera pirenaica. Ratificado el 1° de Agosto por la Convención y por el rey de España el 4, llegó el 5 la noticia al ejército francés, cuyos generales y representantes se apresuraron a comunicarla a nuestras autoridades, celebrándose con la mayor efusión, al parecer, en los dos campos.

En ese tratado, además de declararse la paz, amistad y buena inteligencia entre el rey de España y la República, se estipulaba que ésta devolvería todas sus conquistas, hechas durante la guerra, evacuándolas sus tropas en los quince días siguientes al canje de las ratificaciones. En cambio el Rey cedía y abandonaba en toda su propiedad a Francia la parte española de la isla de Santo Domingo, cuya guarnición la entregaría a las tropas que la República enviara a ocuparla. Los prisioneros de ambas partes, y se incluía en ellos a los Portugueses, así del ejército como de las armadas respectivas, se devolverían sin consideración a número ni calidad, y se aceptaba la mediación del rey católico, así para con la reina de Portugal y los reyes de Nápoles, Cerdeña e infante duque de Parma y los demás Estados de Italia para el restablecimiento de la paz, como para con las demás potencias beligerantes que quisieran entrar en negociaciones con el gobierno francés.

A esas estipulaciones, que son las más importantes del tratado, se añadieron otras secretas por las que España se comprometía a permitir a la República la extracción de España durante seis años de yeguas y caballos padres de Andalucía y ganado lanar en número, éste de 1.000 ovejas y 200 carneros por año.

Ese convenio produjo en toda Europa honda sensación, aun siendo precedido del de 5 de Abril, también celebrado en Basilea, en que el rey de Prusia cesó de formar parte de la Coalición, dando fin a la guerra, con tanto ardor iniciada contra los Franceses en las márgenes del Rin. No hay para qué decir la que causó en Austria, cuyo soberano, con el de España, se creía más interesado en la continuación de una lucha emprendida por causas, entre las que eran las más influyentes la del parentesco que los unía con la familia destronada y tan cruelmente tratada por la Revolución, la pérdida, que era de presumir, de los Países Bajos, y la ambición manifiesta del gobierno republicano de llevar sus límites al Rin por la parte de Alemania. Pero donde la paz de España hizo mayor impresión fue en Inglaterra que, como invulnerable en sus estados de Europa, ni podía consentir la anexión de Bélgica y Holanda a la República francesa, ni avenirse a hacer cesar unas hostilidades de que esperaba el dominio incontestable del mar en todas las regiones del globo. El desastre de Quiveron, por otra parte, desacreditándola ante los partidarios de la monarquía legítima, tan horriblemente maltratados en aquella jornada y clamando contra Pitt, obligaba a éste a redoblar sus esfuerzos y mantener el espíritu del Gobierno austríaco facilitándole, como lo hizo, subsidios considerables con que continuar la guerra.

Francia era la más beneficiada con el tratado de Basilea, de cuyas ventajas era la menor la de la adquisición de Santo Domingo. El reconocimiento de la República por la nación que pasaba por más monárquica, añadido al de la Prusia, daba a la Convención, no sólo el carácter de un Gobierno nacional respetado y digno, sino que glorioso también, ya que lo debía principalmente a su triunfo sobre la Europa entera sublevada contra él. Nada, pues, más fácil de comprender que su aspiración a la paz y nada menos de extrañar que los avances hechos por medio de Bourgoing a fin de obtenerla, rechazando, sin embargo, imposiciones como las que Godoy le había dirigido en alguna ocasión que ya hemos recordado. En Francia, de consiguiente, es donde obtuvo más aplausos el tratado de Basilea.

El pueblo que lo recibirla con sentimientos más diversos era el español, influido siempre por tantas opiniones como individuos se detuvieran a examinarlo. Ha pasado cerca de un siglo de cuando la publicación de aquel convenio debió halagar o herir las fibras del patriotismo español y todavía, al recordarse, suscita las polémicas más vivas.

Un historiador que en España goza de favor, más o menos merecido y que no queremos ahora calificar, en la opinión pública, D. Modesto Lafuente, dice al emitir su juicio en ese punto: «Ciertamente ninguna potencia de las que en aquel tiempo, antes o después de este ajuste, concertaron paces con la República francesa, lograron hacerlo con menos sacrificio y con condiciones menos gravosas que España; porque sacrificio no podía llamarse la cesión de la parte española de la isla de Santo Domingo, que estaba siendo una carga para la nación, y de hecho se podía ya considerar como abandonada por los principales colonos; y esto a cambio de la evacuación completa del territorio de la Península, con la devolución hasta de los cañones y pertrechos de guerra que existían en las plazas que habían de restituirse, al tiempo de firmarse el tratado. No hallamos por lo mismo la razón en que pudieron fundarse los que calificaron esta paz de vergonzosa para España. No la consideran así los historiadores franceses de más nota.»

Esto último no tiene nada de extraño; pero allá va la opinión de un hombre de Estado de nuestro país, el marqués de Miraflores, que cuatro años después, en 1862, decía lo siguiente en su «Breve Reseña de los hechos acaecidos en España durante la gobernación de los reyes de la Casa de Austria y de Borbón hasta la muerte del señor Don Fernando VII»... el resultado (de la guerra) fue bien funesto a España, porque después de tres años y medio de inmensos sacrificios de sangre y dinero, los Franceses arrojaron nuestras tropas de su territorio, ocuparon parte de las Provincias Vascongadas en 1795, entraron por Cataluña y tomaron la importante plaza de Figueras, que conservaron hasta el año siguiente de 1796, que nos la devolvieron por la vergonzosa paz que se concluyó con condiciones aún mucho más humillantes, cuales fueron, además de la cesión que España hizo de la parte española de la isla de Santo Domingo, la de que había de entregar también a Francia 28.000.000 de pesos fuertes y darla 16.000 hombres de infantería y 6.000 de caballería, y además 15 navíos de línea con la tripulación correspondiente, siempre que Francia tuviese guerra con cualquiera otra potencia».

Si transcurrido tan largo espacio de tiempo asoman todavía por los horizontes de la historia, que debieran ser reflejo fiel de la más serena imparcialidad, esos destellos de la pasión política y hasta personal, ¿qué no seria entonces, cuando, como ya hemos dicho, el encumbramiento de Godoy, la visible conducta de sus ciegos protectores, las desgracias ocasionadas por la guerra y el desencanto, hecho casi general, por el fracaso de aquellas aspiraciones, más generales aún, al restablecimiento del trono de Francia, a la mayor exaltación de la Iglesia y a la gloria que acarrearía a España intervención tan generosa, pusieran de manifiesto a nuestros compatriotas la inutilidad de sus esfuerzos, la flaqueza de sus medios, la decadencia, en fin, de nación tan poderosa pocos años antes? Sin embargo, la opinión general acogió con regocijo la noticia de la paz, teniendo por baladí la cesión de Santo Domingo y saboreando con gusto el beneficio de ver luego a los enemigos fuera del suelo patrio y la cesación de los sacrificios que imponía guerra tan larga y, sobre todo, amenazando con tomar por teatro el corazón de la monarquía. No se le escatimaron, pues, a Godoy los plácemes y las lisonjas, tan bajas algunas, como las que le dirigían, desde el ejército, su confidente y amigo Zamora, y en la corte cuantos bebían en la copiosísima fuente de sus favores.

De las consecuencias del tratado de Basilea, que fueron varias y algunas muy trascendentales, la más inmediata y que, a lo visto, urgía ya, fue la elevación de Godoy al rango y título de Príncipe de la Paz, con que desde entonces ha sido conocido en el mundo y en la historia, a la que acompañó en la Gaceta una lista de gracias y mercedes que comprendía cuatro consejeros de Estado, uno con honores y sueldo de tal, que era la de Iriarte, y tres con los honores tan sólo; una de grande de España y tres con honores; un Toisón de Oro; siete grandes cruces de Carlos III y 28 cruces supernumerarias; 10 bandas de María Luisa, 36 llaves de gentilhombre de todas clases y una mayordomía de semana. Esto era en cuanto al estado civil y cargos palatinos; que para el ejército se nombraron tres capitanes generales, Campo de Alange, Castelfranco y Urrutia (cayó en olvido o, por mejor decir, en desgracia, D. Ventura Caro 2); 26 tenientes generales, 46 mariscales de campo, 79 brigadieres y, como ahora se dice, la mar de coroneles y demás clases de jefes y oficiales de todas armas. Para la armada hubo su parte proporcional, siendo promovidos al empleo de tenientes generales 10 jefes de escuadra; á éste 12 brigadieres y al de brigadier 25 capitanes de navío.

Tal promoción, nunca vista, sin contar, aún así, con las no escasas hechas durante la guerra y las que todavía fueron después publicando las Gacetas sucesivas para obviar olvidos o atraerse nuevas voluntades, debió obedecer en gran parte al empeño de formar, con el reconocimiento de los agraciados, un partido numeroso favorable al flamante Príncipe, o al de que, así, no se extrañara una merced, como la que a él se otorgaba, desconocida en país en que sólo se reconocía tal título en el heredero de la corona. Algo tocó a los pueblos, aliviándolos de cargas que había impuesto la guerra y que, por desgracia, pronto volverían a caer sobre ellos. Nadie puede, en justicia, negar las intenciones de Godoy que, después de todo, no debían ser otras que las de hacer olvidar su origen y extraordinarios medros con una administración benéfica y prudente; pero negábale la fortuna los medios de conseguir objeto tan laudable, preparándole, en cambio de tantas satisfacciones de su ciega fantasía y locas ambiciones, las amarguras que habrían de extender su fatal influjo hasta los más severos juicios de la opinión y, después, de la Historia.

Todavía buscó por el camino de la clemencia el borrar la memoria de actos verdaderamente tiránicos a que se había entregado dejándose llevar del odio que en su corazón crearon la independencia de carácter, la rectitud y el talento de quienes él tomaba por enemigos personales y pretendía hacerlos pasar como del Rey. El destierro en que yacía el conde de Aranda, era para despertar en el más orgulloso ministro remordimientos que le devolvieran la serenidad de espíritu que debe cernerse siempre sobre las altas esferas del gobierno; y aun cuando Godoy pugnaba y ha seguido después pugnando por establecer diferencias entre la situación comparada de 1794 y 1795, no cabe duda en que no se pudo eximir de atemperarse a los mismos razonamientos y seguir los consejos dados por el ilustre veterano en el Consejo de Estado y en presencia del soberano. Aun así y procurando hacer olvidar conducta tan arbitraria, Godoy logró arrancar del Consejo la declaración de que el Conde no habla satisfecho a los cargos que se le dirigieron, dejando así y aunque sin otra sentencia, comprometidos intereses tan altos como el de la justicia, el de la dignidad real y el del propio honor de tribunal tan respetable, puesto con ocasión como aquélla a los pies del prepotente valido. De ese modo se permitió al de Aranda trasladarse a sus estados de Epila, en Aragón, donde moría el 9 de Enero de 1798, llorado de aquellos leales moradores, a quienes llenó de beneficios hasta sus últimos momentos.

Para entonces guardó el Gobierno los elogios que merecía el Conde, estampándolos, como era costumbre de aquellos tiempos, en la Gaceta, pero sin la enumeración completa de los muchísimos y eminentes servicios que había prestado a la patria en su dilatada carrera militar y política. «¡Contraste singular por cierto!, dice el Sr. Muriel en su Historia manuscrita de Carlos IV.» El político hábil que previó los males de la patria; el consejero fiel que propuso al Rey evitarlos, el que juzgaba conveniente que cesase la guerra contra la República francesa; el que solamente por haber dado este consejo fue tratado de mal vasallo al cabo de la más brillante carrera de servicios que hubiese hecho ningún otro español de su tiempo, sale de su prisión y se encamina con ánimo sereno hacia el retiro de sus estados a pasar en ellos los últimos días de su larga y gloriosa vida, lejos de la corte de que fue ornamento y del soberano a quien sirvió siempre con lealtad y buen celo! ¡Y en ese mismo tiempo el joven valido, que le ultrajó en público. Consejo sin respeto a sus canas y sin consideración a sus servicios, tan sólo porque fue de dictamen contrario al suyo, el que castigaba como desacato al trono proponer que se hiciese la paz con Francia en tiempo todavía oportuno, la firma presuroso después de graves descalabros, a precio de una alianza funesta, y toma envanecido el título fastuoso de Príncipe de la Paz, cual si esta denominación hubiese de recordar en los siglos venideros venturas o glorias de la monarquía española!»

De las demás consecuencias del tratado de Basilea, de las que hemos calificado de muy trascendentales, no cabe tratar en este capítulo, ya que han de sentirse en tiempos posteriores y en circunstancias en que se dejarán sentir con toda su fuerza. No terminaremos, sin embargo, antes de dar nuestra humilde opinión sobre las operaciones en general de una guerra que ha sido motivo de tan encontrados conceptos militares y objeto de polémicas políticas las más ardientes.

Que la lucha se hizo inevitable, creemos haberlo probado hasta la saciedad, vistos los excesos de los revolucionarios franceses, sobre todo, el nunca bastante vituperado de la ejecución de Luis XVI, y tomando en cuenta la situación y circunstancias de nuestro soberano y las ideas y manera de ser del pueblo español. No era, de consiguiente, posible dejar desatendidos intereses como los atropellados en Francia que, de otra parte, se habían resuelto a defender las naciones más poderosas de Europa, algunas no tan comprometidas como la nuestra a reivindicarlos y, cuando no, á vengarlos. ¿Debió en 1794 seguirse el consejo de Aranda y pedir el restablecimiento de la paz? También hemos dicho que ese consejo, con ser tan digno de estudio y de respeto, era prematuro, así por el estado de la opinión pública, excitada con los triunfos de la campaña anterior como por la mancha que hubiera caído sobre España y su soberano al ser los primeros en reconocer la República y hechos de que todavía abominaba el mundo entero culto y el monárquico sobre todo. Que hubo después apresuramiento en suscribir a una paz hasta el año anterior tan repugnada, no lo negaremos, aun cuando hayamos de confesar el cansancio en nuestro pueblo de una lucha de que veía no iba a sacar ya fruto alguno.

Nuestra opinión en este punto se funda, más que en razones políticas, cuya fuerza se iba ya desconociendo y dejando a un lado, en las militares, en las que nos suministra la guerra misma y su estado en los momentos en que se la hizo terminar.

Porque siempre sostendremos que fue gloriosa para el ejército español. Dio comienzo, cual se ha visto, con una felicidad que sorprendió a nuestros enemigos y nunca esperarían nuestros aliados, tan decisivos fueron los triunfos de las tropas españolas en ambas fronteras, según el papel que estaban destinadas a representar en cada una de ellas. El soldado apareció a la altura de sus generales y éstos demostraron que no se había perdido del todo la escuela en que recibieron su educación los incomparables caudillos del siglo XVI y los que, si no émulos suyos porque no era posible, habían mantenido el honor de las armas españolas en la primera mitad del que ellos ilustraban en sus postreros años. Cuando faltaron Ricardos y Caro, vinieron, es verdad, los reveses a hacer más patente el mérito de generales tan insignes; y nuestro país fue invadido por las huestes enemigas, introduciéndose entonces en él a favor también de la desconfianza en sus propias fuerzas y las debilidades y torpezas que observaba en el Gobierno, los desfallecimientos y las dudas hasta en los principios fundamentales de un patriotismo que la propaganda revolucionaria había logrado introducir con sus soldados y sus doctrinas.

Pero, al arreciar más y más el peligro y al conocerlo de cerca, soldados y ciudadanos se acuerdan de que son españoles descendientes de los que, sin medirlo nunca, habían ofrecido al mundo el espectáculo admirable de un pueblo resistiendo por años y centurias, no ya a los ejércitos que tenían delante, devorados por la indisciplina a que convidaba el desorden existente en Francia, sino a los mejor organizados del Pueblo-Rey, a las multitudes septentrionales y africanas y, lo que es más, a sus propias discordias, única fuerza que había logrado avasallarlos. Y el ejército de Cataluña, secundado por el pueblo, puede decirse que brotando de sus inexpugnables montañas, y con un general que él mismo se hace, según el proverbio de sus campamentos, o por quien se deja hacer, vuelve a ser lo que en su primera y feliz campaña, venciendo sin interrupción a los enemigos y amenazándolos con invadir de nuevo su territorio. No tan afortunado el de las regiones occidentales del Pirineo, hace ver, sin embargo, que no ha muerto en él ni ha hecho más que entibiarse el antiguo ardor; con lo que el enemigo comprende que serán en adelante inútiles cuantos esfuerzos despliegue para obtener una victoria completa. Y si esto no llega a creerse, léase lo que dice un escritor francés, testigo de toda excepción de aquella campaña, el ciudadano Beaulac, que se jacta de ofrecer una relación histórica que no se parece, como no debe parecerse ninguna, al lecho de Busiris que entregaba al hierro a quien excediese de su longitud, ni al calzado de Theramene, que venía bien a todos los pies. Nuestra situación en los Pirineos orientales comenzaba a presentarse como muy crítica; y si la brillantez de la última campaña en Occidente echaba sobre nuestro platillo un peso favorable en la balanza militar, no es difícil de creer que muy pocos instantes podrían hacerlo desaparecer. Es verdad que las marchas audaces de nuestras tropas habían desconcertado al enemigo; pero también lo es que, una vez reconcentrado, podría sacar mucho fruto de las probabilidades de éxito que le ofreciera la continuación de movimientos peligrosos por su valentía misma, para cerrar el camino de la retirada a un ejército que apenas le igualaba en número y cuyos cuerpos, separados por grandes distancias, no se prestaban el mutuo apoyo necesario. Con un ejército de 25.000 hombres, sin caballos, sin subsistencia, ¿habríamos pensado formalmente en apoderarnos de Pamplona? Es probable que el valor de nuestras tropas y la habilidad de nuestros generales habrían consolidado con tan brillante esfuerzo nuestra situación en España; pero, ¿cómo calcular milagros, ni cómo la confianza más ciega puede defenderse de cualquier presentimiento contrario, haciendo frente a los obstáculos que se oponían a tal empresa? Aun suponiendo que hubiéramos logrado procurarnos las subsistencias y los transportes de que estábamos desprovistos en los poco fértiles campos que rodean a Pamplona, o en Vizcaya y Álava que tendríamos que evacuar, ¿es probable, cualquiera que sea la inercia que se atribuye a los Españoles, es probable que con un ejército poco inferior al nuestro y pudiendo reforzarse a cada instante, fueran a dejar libre la llegada desde Bayona de los convoyes de artillería y de las municiones necesarias para un sitio tan importante? ¿O es que la protección que habría de darse a esos convoyes no iba a hacer precisas de nuestra parte desmembramientos frecuentes y capaces de echarlo todo a perder? Añadamos a eso que el cansancio y la pusilanimidad que, a consecuencia del 9 Thermidor, se habían insinuado en todas las esferas del Gobierno, no nos prometían en mucho tiempo otros recursos militares que los que habíamos sabido conservar. Los éxitos, pues, de la última campaña se hubieran reducido probablemente a una incursión brillante y sin fruto; y muy luego, echados a nuestras primeras posiciones, habríamos visto a los conquistadores de Italia y a los pacificadores de la Vendée gastar su denuedo en la defensa de los puestos ignorados de Iziar o Donamaría.

¿Hay nada más elocuente que esos renglones, bien tristes, eso sí, para la arrogancia francesa, cuando se tratan de examinar concienzudamente los resultados de la guerra de la República en España? Ni estábamos preparados para hacerla, ni nuestro Gobierno desplegó los esfuerzos que exigía lucha tan ruda; y, sin embargo, quedó bien puesto el honor de las armas españolas y la Convención se apresuró a aceptar, si no a proponer, una paz de que el único fruto, eso sí bien deseado a lo visto, sería arrancar a la coalición uno de los que, sin duda, consideraba como sus más robustos brazos.

 

 

CAPÍTULO XI

LA ALIANZA CON FRANCIA