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REINADO DE CARLOS IV

 

CAPÍTULO VII .

PREPARATIVOS PARA LA NUEVA CAMPAÑA

 

Absorto el ánimo de nuestros gobernantes con los sucesos de la campaña de 1793, pocas y de muy pequeña importancia habían sido las resoluciones que tomaran en los demás ramos de la Administración pública. La guerra no había extendido sus estragos sino a contados lugares del suelo patrio, y ésos puede decirse que insignificantes; los intereses coloniales estaban completamente garantidos con haberse estrechado como nunca los lazos de nuestra alianza con Inglaterra, y la gloria adquirida en los Pirineos por la nación española, única vencedora en la gigantesca lucha de la Francia republicana con Europa toda, producían esa quietud que, desgraciadamente, iba luego a traducirse en la indiferencia que caracteriza a nuestros compatriotas, y a todo país regido por iguales instituciones.

Porque si es exacto y sumamente honroso el arranque de los Españoles al saber la catástrofe del 21 de Enero en la antigua plaza de Luis XV, después de la Revolución, inspirándose en el espíritu, altamente conservador, de sus mayores, y dejándose llevar de los sentimientos monárquicos y religiosos que forman el fondo de nuestro carácter nacional, también es cierto que fueron luego aflojando en su empeño o por no ver en riesgo sus hogares, razón la más potente de las explosiones patrióticas, o por los espectáculos que ofrecían el gobierno de la nación, entregado a manos manifiestamente ineptas, y la corte, a ojos vistas también, corrompida como nunca se pudiera imaginar. Los donativos, con efecto, disminuían en proporciones alarmantes, si apareciendo todavía algunos en la Gaceta, no pocos de ellos de fecha atrasada y nunca suficientes para compensar los inmensos gastos de la guerra, y la prestación personal se había ya reducido a la forzosa de una quinta, considerándose que las circunstancias no provocaban, como en nuestra enemiga la República francesa, a los alistamientos generales, mejor dicho, al alzamiento en masa decretado por la Convención y que el Terror hacía efectivo, faltando así a nuestros ejércitos de la frontera el alimento necesariamente diario que exigían las bajas de toda índole que en ellos se experimentaban. En la capital de la monarquía se agitaba, por otro lado, la opinión, si casi unánime un año antes por la guerra, teniéndola por ineludible para la dignidad de España y el decoro de su soberano, dividida ahora y dudosa, creyendo en mucha parte satisfechos esos motivos, y preocupada en cuanto a las eventualidades de un futuro envuelto en nieblas y, de todos modos, augurando sacrificios acaso imposibles de resistir. Y como no se veía al gobierno arbitrar recursos bastantes para hacer frente á tantas y tan perentorias necesidades, torpe, como se mostraba, y sin la conciencia de sus deberes, ni a la corte variar en su manera de ser, perdiendo el tiempo preciso para dirigir con alguna probabilidad de acierto los asuntos de Estado más importantes y urgentes, en sus acostumbradas cacerías o en las fiestas, unas alegres y otras tristes, consecuencia de lo numeroso de la familia real y de las etiquetas palaciegas, comenzaban a decaer los ánimos de su anterior entusiasmo, a desconfiar de sus propias fuerzas, a no reconocer en los gobernantes aquella previsión que había hecho la gloria de los Ensenada y Floridablanca, ni en el monarca mismo el carácter, los talentos, ni el celo y la actividad de Carlos III, muerto cuando tan necesarias se hacían aquellas sus cualidades más sobresalientes. Es verdad que, como ya hemos dicho en capítulos anteriores, Floridablanca había dejado resueltos los problemas de mayor trascendencia para la agricultura y el comercio según las ideas y procedimientos de aquellos tiempos; y ni Aranda en los pocos meses de su ministerio, ni Alcudia en los que llevaba de gobernar, como los secretarios del Despacho, encargados especialmente de la Administración en sus diferentes ramos, hallaban nada que introducir de nuevo ni que modificar. Así es que sólo se atendía a los asuntos del ejército y, aun en ellos, era rara la variación que se introdujera respecto a sus organismos, limitándose a la creación de algún cuerpo, a que se agregaban los voluntarios ofrecidos por los pueblos o la Grandeza; al aumento de compañías en los batallones de línea y aun al de la fuerza en todos, sustituyendo las gratificaciones de criados con los Trabantes que tenían plaza de soldados. La organización de la compañía americana en el cuerpo de Guardias de Corps, una ligera reforma en las legiones de emigrados franceses de los Pirineos y Saint-Simón, el establecimiento de una escuela de equitación en Madrid, el cambio del paño blanco por el pardo en el uniforme de la infantería, y el de los bucles del peinado por las patillas y las alas de pichón; esto es cuanto le ocurrió a Godoy reformar en el tiempo intermedio de la primera a la segunda campaña de la guerra con la República francesa.

Lo que más importaba, sin embargo, y lo más urgente, vistos los progresos hechos en la campaña de 1793 por los ejércitos franceses en sus fronteras, excepto la de los Pirineos, era fijar los planes a que hubiera de someterse la acción de los generales en jefe para la ya próxima de 1794. A fin de determinar esos planes con todo género de datos y, oyendo las opiniones y consejos de mayor autoridad, darles la fuerza que siempre lleva consigo la experiencia de los sucesos pasados y mayormente cuando han sido recientes, se llamó a Madrid a Ricardos, Caro y Castelfranco para que asistiesen a las sesiones que iba a celebrar el Consejo de Estado bajo la presidencia del Rey. Discutidos y después acordados en principio los proyectos de la campaña por aquellos jefes con el ya capitán general duque de Alcudia, elevado a esta alta jerarquía el 23 de Mayo anterior, mucho antes de que pudiera temerse le precediera en ella alguno de los caudillos que tanta gloria estaban proporcionando a la patria, se verificó la sesión regia del Consejo el 14 de Marzo con asistencia de sus conspicuos miembros y, por supuesto, la del conde de Aranda, su decano.

Si desde antes de declararse la guerra existía en Madrid un partido que no la aprobaba, corto en número y recatado, según las Memorias de Godoy, y compuesto especialmente de gente letrada, jóvenes abogados, profesores de ciencias y estudiantes, pero sin que les faltara el apoyo de personas notables entre las clases elevadas, ese partido creció y se hizo más atrevido al tener noticia de los triunfos alcanzados por la Francia sobre la, en concepto de todos formidable, coalición de las naciones del Norte. No es de extrañar que, al discurrir sobre las consecuencias de aquellas victorias, calculasen sus observadores que vendrían, días antes o después, a extenderse hasta nuestras fronteras, ya que los armamentos de la República, si lentos en un principio y sucesivos, habían acabado por traducirse en uno solo, pero general y simultáneo, parando en una constitución militar, sola también, la de la Nación armada, como ahora se la llama. Ese partido de la paz tenía, pues, al pensarse en la futura campaña, muchos e influyentes secuaces; pero, a decir verdad, más que por terminar la lucha con la Francia revolucionaria, de cuyos excesos abominaban, apasionados por ver cuanto antes vencido por ellos y rechazado por la corte al presuntuoso y prepotente valido.

Continuaba dirigiéndolos el conde de Aranda, consecuente en sus ideas conciliadoras para con Francia, fuese por sus tan arraigadas aficiones a los iniciadores de la Revolución, aquellos filósofos sus amigos, aun cuando muertos muchos y oscurecidos los demás por el humo sangriento del Terror, fuese por la terquedad que llegó a hacerse proverbial en él. Y como ahora se ofrecía nueva ocasión de mantener sus opiniones ante el Rey, que un año antes las había desatendido, y en el Consejo de Estado, donde creería hallar algún apoyo por razón de presidirlo, las volvió a reproducir con mayor solemnidad, por consiguiente, y esperando una victoria decisiva sobre un rival que mal podía, además, comparársele en carrera, servicios ni respetabilidad.

Por más que en el Consejo se trató de plantear la cuestión militar y no la política, era muy difícil, si no imposible, que no se extraviara la discusión sobre ese punto en un cuerpo en que la mayoría de sus miembros de lo que menos debían entender era de las cosas de la guerra, sobre todo de sus procedimientos y planes de campaña. ¿A qué entonces llevar al Consejo esa cuestión y a qué insistir tanto después Godoy en que cualquier proposición que se presentara fuera de ese tema sería improcedente y extemporánea? Y sucedió en el Consejo lo que no podía menos de acontecer, lo que la previsión más vulgar debía haber mucho antes adivinado; que surgió la magna cuestión de si aquella guerra era o no impolítica y si convenía o no proseguirla en los términos que hasta entonces según los resultados de la campaña anterior y la situación respectiva de las naciones que habían tomado parte en ella. Abrió el camino a la oposición, que Godoy parece haber sospechado, el conde de Aranda que, no asistiendo a algunas de las sesiones del Consejo por efecto de una caída, había enviado el 3 de Marzo un escrito en que explicaba sus ideas, escrito con cuya lectura se comenzó la discusión el día, ya citado, 14 de aquel mismo mes.

Aranda declaraba injusta aquella guerra por no conceder a nación alguna derecho para mezclarse en los asuntos interiores de las demás comprometiendo la salud del Estado, por más que en aquel caso mediasen intereses de familia sumamente respetables, pero que debían sacrificarse al bienestar de la patria, ley suprema, decía, ante la cual deben desaparecer los intereses todos y afecciones particulares. Era, además, impolítica, porque daba lugar a las represalias en igual sentido al que pretendía inclinarse la intervención española, cuando la conveniencia y la historia aconsejaban unirse cada vez más estrechamente a Francia para evitar que Inglaterra, enemiga en un principio de mezclarse en los asuntos de su rival secular, decidida después por el restablecimiento de la monarquía y dando subsidios importantes a los soberanos y príncipes de Alemania, armase escuadras numerosas y comprometiese más y más a España, con el intento, esto último sobre todo otro, de destruir el poder marítimo de las dos únicas naciones que, unidas, pudieran hacer sombra al suyo. Inglaterra no iba a olvidar nuestra conducta para con ella en América del Norte, y difícilmente se le presentaría ocasión más propicia para vengarse en las colonias que poseíamos en aquel continente, precisamente algunas muy próximas a las en que, como suyas, podría reunir fuerzas considerables.

Luego, además de injusta e impolítica, la guerra iba a resultar ruinosa para España, vulnerable, de un lado, en Europa por ser los Ingleses dueños de Gibraltar y tener, de otro, una gran base para sus operaciones militares en la Península desde Portugal, que podía también considerarse como una provincia de Gran Bretaña. Todo eso sin contar con el estado lamentable en que se hallaba nuestra Hacienda sobrecargada de una deuda enorme, la ruina de las varias cajas creadas en favor del comercio y para restablecer el crédito que habían echado por tierra las guerras marítimas anteriores, y los gastos de la campaña pasada que, aun cuando no había exigido empréstitos, y en esto elogiaba la conducta del Gobierno, acabarían por dejar exhausto el Tesoro.

Añadía el Conde que iba decayendo no poco el espíritu público, el entusiasmo, verdaderamente extraordinario, que se había producido con las primeras causas de la guerra; que iban faltando los donativos que tan altos habían puesto el honor y la lealtad de España, y que escaseaban también los enganches voluntarios en nuestra juventud, desanimada, sin duda, con lo pequeño de los resultados de la última campaña que si había sido muy honrosa para las armas españolas, no lo fructífera ni decisiva que hacía esperar la extraordinaria manifestación del patriotismo de nuestros pueblos en los primeros días de la lucha.

Al abrirse la sesión del Consejo el 14 de Marzo tenía Godoy, por consiguiente, noticia del escrito del conde de Aranda y debería haberlo leído con el detenimiento y la atención que era de suponer tratándose de un trabajo cuyo autor y el objeto que lo provocaba bien merecían se hubiera hecho de él un estudio especial, aunque no fuese más que para refutarlo con el conocimiento y los datos precisos. Por el contrario, no hay ligereza al decir que Godoy casi desconocía el escrito de Aranda al proponer y conseguir su lectura en el Consejo, pues qué consta por lo que dijo al abrirse la sesión y porque él mismo lo reconoce y confiesa en sus Memorias.

El discurso del Conde tenía que producir necesariamente efecto en los individuos del Consejo, y para desvanecerlo hubo de impugnarlo el duque de Alcudia, haciéndolo en los términos violentos que debían esperar los que supieran el desacuerdo en que se hallaba con el General y el concepto belicoso con que hasta entonces se producía siempre. Dos son las versiones, extraoficiales, que se han publicado sobre aquella sesión regia sobre el discurso de Aranda y el con que le impugnó el duque de Alcudia.

Como es de presumir, las dos difieren esencialmente, como obra la una del abate Muriel, que tuvo a la vista y copió en parte un escrito de Aranda posterior a la sesión y a su destierro, y fruto, la segunda, de aquellas que antes hemos llamado lucubraciones ciceronianas de Godoy en sus últimos años. Porque al leer sus Memorias baste decir que son 17 las páginas que ocupa en ellas su discurso de contestación al del Conde; y si no fuera porque, así como se atribuye a otro la redacción de la voluminosa defensa de su conducta en el gobierno de España, debe también hacerse sospechosa la de esta parte, deberíamos incluir en el catálogo de nuestros primeros oradores al por tantos títulos célebre valido, ministro y puede decirse que dictador. Claro es que en ese discurso, a vueltas de establecer los principios de derecho público que deben regir en las naciones cultas y sobre que giraba su acción en el Ministerio de Estado de su cargo, como para dar a conocer que no le eran ajenas las grandes cuestiones cuya aplicación corresponde a los verdaderos hombres de Estado, ponía de manifiesto su deseo de la paz, por la que tanto había trabajado sin lograr, empero, realizar antes y abrigar ahora la bella esperanza de conseguirla. Procuró después demostrar que la guerra entonces era necesaria, lo cual equivalía a decir que era justa, pues que si las naciones tienen derecho a que ninguna otra se entrometa en sus asuntos interiores, tampoco ellas deben quebrantar ese principio, y Francia había sido la primera en olvidarlo: eso sin contar la división profunda, la guerra civil que en su seno se había provocado, y que sólo a fuerza de sangre había conseguido sofocar en Lyon, Toulón y Marsella, pero no toda­vía en toda la extensión del litoral oceánico entre Burdeos y el Havre. Y como si tuviera presente en el momento en que dictaba aquellas páginas, puesto que antes no era posible, la incomparable oda de D. Juan Nicasio Gallego al Dos de Mayo, decía al recordar la muerte de Luis XVI y las exigencias de la Convención: «¿Qué Español pudo dudar en la elección y en la respuesta? ¡Guerra! fue el grito de la nación entera: ¡Guerra! fue también la voz de su monarca poderoso. Esta voz no fue un aullido de fanáticos; fue Santiago, fue el Cierra España, fue el ¡A ellos! del honor castellano ».

Siguió a esta explosión del sentimiento patrio una larga serie de imprecaciones contra los vándalos, tiranos, monstruos y no sabemos cuántos más epítetos dirigidos a los revolucionarios franceses, así como la profecía del próximo fin del gobierno sanguinario de Francia, del 9 Thermidor, en una palabra, que él esperaba para restablecer la paz de las naciones y el equilibrio europeo. Pero la situación del día estorbaba el que España pidiera, tratara ni aun aceptase la paz con Francia, no creyendo hubiera un solo compatriota nuestro que se aviniese a poner su firma «al lado de un Collot d’Herbois, de un Couthon, de un Robespierre o de un Saint Just» en un tratado que á ella condujese.

No podía, pues, acusarse a aquella guerra de injusta ni de impolítica; y en cuanto a los temores que abrigaba el conde de Aranda respecto a Gran Bretaña, manifestó Godoy que ningún suceso posible hallaría desprevenido al Gobierno, el cual, no estando, como era de esperar, solo, nada tendría que temer, siendo de todos modos, si no seguro, probable por lo menos el éxito de aquella lucha; y que, si contra lo que era de esperar, no acababa pronto el poder de la Convención, en cuyo caso la paz estaba a la puerta, deberían arrostrarse todos los riesgos de la guerra, que, aun cuando fuera desgraciada, «no por eso, concluyó diciendo, no por eso sucumbiremos ni la ley del enemigo será impuesta, porque la España guerrea por su rey, por sus aras, por sus hogares y su tierra nunca hollada impunemente por el extranjero».

Pero es el caso que el acta de aquella sesión, que Muriel vio y copió, nada dice del discurso de Godoy, sino que, por el contrario, consigna y aquí copiamos sus palabras: «Concluida la lectura, el duque de la Alcudia se volvió inmediatamente hacia el Rey, y le dijo: Señor, este es un papel que merece castigo, y al autor de él se le debe formar causa y nombrar jueces que le condenen, así a él como a varias otras personas que forman sociedades y adoptan ideas contrarias al servicio de V. M., lo cual es un escándalo. Es preciso tomar providencias rigurosas. A los que somos ministros de V. M. nos toca celar mucho estas cosas y detener la propagación de las malas máximas que se van extendiendo.»

Inútil es decir el efecto que estas palabras producirían en el ánimo de un hombre tan altivo y de carácter tan duro como el conde de Aranda. Por más que procuró dominarse y manifestar el respeto que le infundía la presencia del Rey, su contestación y los ademanes que hizo dirigiéndose a Alcudia fueron, si breve aquélla y convincente, amenazadores éstos hasta levantar la mano derecha con el puño cerrado en ademán de entablar un combate personal.

Entre las versiones tan opuestas de Muriel y el duque de Alcudia, las dos apasionadas, no es fácil fijar de un modo irrebatible la verdad de las frases, todas agresivas, que se dirigieron los protagonistas de aquella escena tan violenta y tan irrespetuosa, como representada en presencia del Rey. La de Muriel, sin embargo, ofrece caracteres que la dan grande autoridad y, entre ellos, la de estar no pocas veces conforme con la naturalmente estudiada después de tantos años por el valido en su destierro, sino que también por estampar los incidentes producidos por la intervención de varios de los consejeros que los presenciaron y vieron de calmar a los contendientes en polémica tan enojosa y arrancar al Rey la orden de que se guardara una profunda reserva de ella y cesara el escándalo que S. M. parece presenciaba con semblante indiferente y el mutismo más absoluto. El conde de Aranda, al contestar a expresiones del Duque en que se le culpaba de ser partidario de la Revolución francesa, hizo presentes sus servicios a la corona, las heridas recibidas por defenderla, los cargos elevadísimos que había ejercido y su avanzada edad que le había permitido tranquilizar al reino en momentos muy críticos (aludiendo sin duda a la expulsión de los jesuitas y al motín de Esquilache), ascender a capitán general de ejército y a la presidencia del Consejo de Castilla cuando su contrincante acababa de venir al mundo, lo que parece debiera inspirarle más comedimiento delante de S. M. y las personas respetables que allí se encontraban. El Duque contestó con estas palabras que la historia ha desmentido después: «Es verdad, dijo, que tengo 26 años no más; pero trabajo 14 horas cada día, cosa que nadie ha hecho; duermo 4, y fuera de las de comer no dejo de atender a cuanto ocurre.»

Sucedió a esa polémica personal la discusión sobre los procedimientos militares a que debiera atender la campaña futura; y a consecuencia de un discurso algún tanto difuso, según se dice, de Campomanes por falta de conocimientos militares, se entabló una nueva cuestión sobre si eran o no accesibles los Pirineos Centrales para una invasión francesa, de donde, por haber tomado parte el Rey desmintiendo a Aranda, y animado con eso el de Alcudia, volvió el Consejo a escuchar y ver, no sin protesta por parte de sus vo­cales, las mismas recriminaciones y amenazas de momen­tos antes.

El Rey, por fin, se levantó; y dijera o no al pasar junto a Aranda las palabras de desagrado que le atribuye Godoy, lo cierto es que dos horas después se presentaban en casa del Conde el secretario del Consejo y el gobernador de Aranjuez; aquél para recoger cuantos papeles hallara relativos al Consejo, al ministerio y a las embajadas que había desempeñado, y el gobernador, conde de Casatrejo, con la orden del ministro de la Guerra para que emprendiera la marcha, en un coche que se le puso a la puerta, en dirección a Jaén, punto que por lo pronto se le destinaba para su residencia.

En los razonamientos ofrecidos al Consejo por el conde de Aranda oponiéndose á la continuación de la guerra, había varios muy fáciles de refutar, como en los datos que adujo muchos que contradecir. La situación respectiva de Francia y España; los resultados de la campaña anterior, más que en la frontera pirenaica, en las del Norte y Oriente de la novísima República, daban lugar a opiniones ciertamente muy contrarias, pero que en último término resultarían opuestas a la que con tanta tenacidad mantenía el conde de Aranda. Si en los Consejos de las naciones que en Italia y Alemania constituían la coalición pudo discutirse la conveniencia o no de continuar la guerra, como celebrados en presencia de sus soberanos lograron sus acuerdos mantenerse, cual en España, secretos, e ignorados, por consiguiente, hasta mucho más adelante; pero en Inglaterra, donde la constitución, esencialmente parlamentaria, de sus poderes, tenía que hacer públicas las discusiones más graves, aun las referentes a la paz y la guerra, se puso a debate en la Cámara de los Pares, al discutir en Enero la contestación al discurso de la corona, la magna cuestión de si entraba en los intereses de Gran Bretaña el proseguir una lucha que, de una manera u otra, habría de afectarlos gravemente. Hubo oradores, como el conde de Guildford, el duque de Norfolk y otros varios, amigos del célebre Mr. Fox, y hasta alguno, como Stanhope, deudo próximo de Mr. Pitt, presidente del Ministerio, que abogaron por la paz bajo condiciones honrosas para la nación, pero siempre reconociendo a los Franceses el derecho de constituir el gobierno que mejor les pareciera. De esta base partían los razonamientos de la oposición, la misma que había servido al conde de Aranda para formular sus ideas conciliadoras en el Consejo de Estado, a cuya última sesión acabamos de referirnos; pero el Gobierno británico, que era precisamente el que más fruto había sacado y esperaba sacar de la guerra con la destrucción, sobre todo, del poder marítimo de la Francia, la defendía con calor. Fundaba su opinión en ese punto el secretario de Estado, lord Grenville, en la conducta misma de los Franceses, al señalar la Convención pena de muerte para cualquiera de sus miembros que se atreviese a proponer la paz si no se ejecutaban de antemano la evacuación, por parte de las naciones aliadas, de todo el territorio francés; el reconocimiento de la República, una e indivisible, y el de su independencia, fundada en la igualdad y la justicia. En la imposibilidad de acceder a pretensiones tales, formuladas en términos tan altaneros, mucho menos por parte de una potencia que ni había provocado la guerra, ni la hacía sino en un sentido esencialmente defensivo y en apoyo de los intereses más respetables, los de la religión, la monarquía y el honor nacional, la guerra era inevitable, en concepto del Gobierno inglés, y la continuaría con el mismo vigor con que la había empezado. Así se aprobó por 92 Pares contra 12, y en la Cámara de los Comunes por 277 votos contra 59, a pesar de un elocuentísimo discurso de Fox, a que, y esos números prueban que victoriosamente, contestó Mr. Pitt en nombre del Gobierno.

Ni era dable, con efecto, otra resolución cuando Francia no cesaba en sus desafueros revolucionarios dentro ni fuera de su territorio. El régimen del Terror no excluía a nadie; la guillotina no se embotaba ni en las cabezas más ilustres ni en las del vulgo. A la ejecución del Rey había seguido el 16 de Octubre del año anterior la de María Antonieta después de 14 meses de cárcel y de todo género de tormentos y vilipendios, ni tardaría en correr suerte igual, menos merecida, si cabe, Madame Isabel, la amable y benéfica princesa, sin otro motivo que el inextinguible cariño que profesaba a su hermano. Con Malesherbes, De Bailly, De Condorcet, Lavoisier, glorias científicas las más puras de la Francia, subían al cadalso las históricas de la más encumbrada nobleza, sin que por eso se librase el pueblo, en cuyo nombre se ejecutaban matanzas como las de Lyon y Nantes con formas de tan refinada como bárbara crueldad. Si la guillotina no podía dar abasto para satisfacer la sed hidrópica de sangre de los jefes de la Convención, se recurría a los fusilamientos en masa; y cuando todavía no bastaba tan expedita ejecución, se echaba mano de los barcos que, cargados de víctimas, iban a sumergirse en el fondo del mar a la vista de las ciudades, a cuyo menor castigo se destinaba por vía de escarmiento aquel horrendo espectáculo. A más de 30.000 asciende el número de los desgraciados que así sacrificó el Terror en Francia, siempre, por supuesto, invocando los verdugos los dulcísimos nombres de Libertad, Igualdad y Fraternidad, de que tanto se reiría luego el tirano que les deparó la Providencia para su castigo. Pero si eso sucedía en París y las provincias regidas por la Convención, en las invadidas por las armas republicanas eran tales las violencias llevadas a cabo, las muertes, incendios, exacciones y atropellos, aun considerándose los ejércitos franceses como el único refugio contra la anarquía y el desorden, que no era de esperar sentimiento ni arranque alguno de conciliación de parte de los pueblos así tratados, ni menos de la de los soberanos que debían ampararlos. Escribía el general Leval: «Mando el ejército al frente de Manhéin, y continuamos devastando enteramente este rico país enemigo y transportando cuanto hallamos en 40 leguas a la redonda. Hemos enviado ya a Francia 10.000 carros de granos, hierro, cobre, plomo y varios millones en dinero; en suma, no dejamos a los enemigos sino los ojos para llorar.»

¿Cabía, de ese modo, acercarse a la República francesa y tratar con ella?

El conde de Aranda perseguía, de consiguiente, una vaga ilusión al solicitar la paz en momentos en que se hacía imposible, si principalmente por la altanería francesa y los actos de su gobierno, no poco también por el estado de los ánimos en España, cuya irritación, aun cuando no poco calmada con el corto fruto de nuestras victorias de la campaña anterior, se mantenía aún con fuerza suficiente para rechazar todo proyecto de concordia con los atropelladores de la monarquía y de la religión, los dos objetos privilegiados en el corazón de los Españoles. El pueblo, todo sentimiento y despreciando los cálculos del interés material, era de temer se rebelase contra ellos, e ins­pirándose, además, en el espíritu de arrogancia y de dignidad, quizás exagerado, que le caracterizan, llegara a comprometer con las manifestaciones de su siempre enérgica iniciativa a un Gobierno que así se separaba, y el primero, por desgracia, de la gran coalición que seguía manteniendo con ese mismo espíritu los principios que antes había proclamado. Era, repetimos, la del veterano general y diplomático, una aspiración en completo desacuerdo con la del país, y se necesitarían golpes muy contundentes para, con ellos y la certeza de su impotencia, avenirse a desechar las halagüeñas esperanzas que se había forjado al dar a conocer su patriotismo cual ningún otro pueblo de Europa lo había hecho hasta entonces. El Gobierno, pues, y el duque de Alcudia, que lo presidía, acertaron al proponer la continuación de la guerra, y Carlos IV, al aprobarla, no hizo sino confirmar los sentimientos en que se inspiraba al comenzar una lucha en que iban aunadas sus afecciones de familia con las que no podrían menos de provocar su espíritu religioso y el amor a sus pueblos.

Pero nunca hubo motivo para el tratamiento cruel que se dio al conde de Aranda. Se le debió contestar, como él decía en sus primeras réplicas a Godoy, exponiéndole los errores que contenía su discurso, ya políticos, ya militares, para que procurase dar sus razones o retractarse de sus asertos cuando oyese otras más fundadas que las suyas; nunca, repetimos, con argumentos de violencia, con el destierro sobre todo y la formación de una causa que rechazaría la conciencia pública, bien penetrada de los grandes servicios que había prestado en su larguísima carrera aquel insigne repúblico.

Ya en Jaén y cuando se creía olvidado, dejándose llevar de su empeño casi monomaniaco de entregar al papel sus desahogos, pretendió escribir una Memoria que le sincerase de su conducta en el Consejo de Estado. Necesitaba, para conseguirlo, la presencia de papeles que había dejado en su casa de Madrid, un extracto sobre todo con el epígrafe de Conducta, especie de vade mecum donde tenía apuntados cronológicamente cuantos sucesos habían ocurrido durante su ministerio, referentes a las relaciones del Gobierno español con el de Francia. Debió Godoy adquirir alguna noticia del deseo manifestado por el Conde de que se le enviasen a Jaén aquellos documentos; y, a fin de impedirlo, hizo practicar en casa de Aranda un escrupuloso registro de todos ellos, secuestrándolos inmediatamente y metiendo presos en oscuro calabozo, así al mayordomo que los custodiaba como al que debía transportarlos a su legítimo dueño. El conde de Aranda comprendió, al tener noticia de aquel atropello, que, en vez de amansarse la furia de su perseguidor, aumentaba a punto de, no sin razón, deberse temer desafueros mayores para con su persona. Y esperando encontrar en la corte la protección que creía merecer y la gratitud justísima debida a sus eminentes servicios, dirigió al Rey una representación en que, después de recordarle su lealtad y el interés que siempre le había guiado por el lustre de la Corona y de su augusto representante; después de ponerle de manifiesto el estado de sus relaciones con el duque de Alcudia y de recordarle que aún era el decano del Consejo de Estado, que él había logrado restaurar para el mejor servicio del Trono, le pedía la restitución a su gracia y, de todos modos, su juicio ante aquel mismo elevado cuerpo político. No satisfecho con ese acto de sumisión, todavía se extendió a implorar la protección de la Reina; y él que tanto la conocía y que tantas veces habría observado las irregularidades de su conducta, añadía en su escrito al Rey: «Tiene V. M. a su lado una soberana compañera de discreción y luces, que le asiste con su buen consejo. Como tuve proporción de observar en el tiempo de mi interinidad la mutua confianza con que ambas majestades se entendían y como creo que tienen igual propensión a hacer justicia a sus vasallos, pongo mi suerte en sus manos». Era hasta donde podía llegar el respeto monárquico y la sumisión del conde de Aranda, infructuosa a todas luces para todo el que, conociendo las relacio­nes que mediaban entre la Reina y Godoy, tuviera una idea, siquiera remota, del carácter apasionado de aquella soberana y la petulancia y altanería, aunque injustificadas, de su favorito. Así es que, en vez de obtener la gracia que solicitaba, no hizo con su representación sino provocar nuevos actos de arbitrariedad de su vengativo adversario en las discusiones del Consejo de Estado. En los primeros días de Agosto se presentó en Jaén D. Antonio Vargas Laguna, ministro del Consejo de las Órdenes, el que procedió inmediatamente a un interrogatorio tan torpe, aunque estuviese preparado por el valido, como injusto e indigno. Así, en efecto, pueden calificarse las preguntas del delegado ministerial; la de no haber el Conde hecho entrega de los papeles que tenia en Madrid, copias todos de originales de que no debió sacar traslado por escribientes, pues era tanto como publicarlos; la de hablar en su representación al Rey de adulaciones y condescendencias que podían inferirle ofensa en su dignidad; la de las consecuencias que hubiera podido tener su circular de 4 de Septiembre, en que manifestó que la guerra era justa y necesaria y de otras posteriores confirmando aquella opinión y el motivo de los preparativos militares hechos en su tiempo, cuando poco después había de desmentirla en su voto del 3 de Marzo; y cómo podía proponer alianza alguna con Francia ni criticar después la constitución de nuestros ejércitos por estar compuestos en su mayoría de soldados nuevos y, por consiguiente, inexpertos. Nada más fácil que el contestar a tales cargos, si bien capciosos, bien fútiles también por cierto. No hay, pues, para qué recordar la manera victoriosa con que los rechazó Aranda. Solamente estamparemos en esta breve historia las contestaciones dadas por el Conde a las dos últimas preguntas. A la primera de ellas, que terminaba acusándole de trabajar por los intereses de la Revolución, contestó el Conde: «Nadie en el mundo pensará con más pureza que yo en cuanto a máximas políticas y religiosas: Un Dios, una fe, un rey, una ley. No responderé otra cosa a esta pregunta.» Y a la que se refiere a las condiciones de nuestros soldados, respondió: «Atengámonos sobre esto a las resultados que tenga la guerra. Por ellas quedarán justificadas nuestras predicciones.»

Así como su representación al Rey provocó el interrogatorio a que acabamos de referirnos, ese mismo cuestionario, al parecer frívolo e ineficaz, contra la persona como para la Memoria del conde de Aranda, tuvo por consecuencia inmediata su traslado a Granada y su encierro en el morisco alcázar de la Alhambra que, como propiedad de la Casa Real, se hallaba entonces bajo la jurisdicción del ministro de Estado, esto es, del duque de Alcudia, el enemigo más encarnizado de aquel insigne general.

Dejémosle allí, que no tardará en llegar el día de su elogio, es decir, el de su muerte, hecho en la Gaceta de Madrid por los mismos que tanto le habían calumniado y perseguido.

La resolución tomada por el Rey a consecuencia del acuerdo del Consejo de Estado el 14 de Marzo, en que lo presidió, exigía, como resultado inmediato, los preparativos ya urgentes para emprender la campaña de aquel año de 1794. Por fatal coincidencia, triste augurio de las desgracias que iban a sobrevenir muy pronto a España, el día antes del de aquella célebre fecha falleció en Madrid el general Ricardos, el hombre más necesario al frente de nuestros ejércitos en la crisis que el pesimista conde de Aranda había pronosticado como muy próxima. «Ya puede la patria que serviste y honraste, decía D. Josef Martínez de Hervás en el Elogio que, un año después, leyó en la Sociedad de Amigos del País de esta Corte; ya puede presentar a la imitación de los que siguen la misma carrera, este modelo de una vida siempre útil y perdida en su defensa. Tú fuiste buen hijo, buen vasallo, buen ciudadano, excelente amo, amigo heroico, generoso con tus enemigos; igualmente capaz de sobresalir en el Ministerio y en el Senado, al frente de una provincia, como al de los Ejércitos; magnánimo, incorruptible, y solo amable del bien y de la gloria»

Era necesario, por consiguiente, nombrar un nuevo general en jefe para el ejército de Cataluña; y habiendo Ricardos, en sus últimos momentos, señalado para sucederle al general O’Reilly que, a la cualidad de ser su más íntimo amigo, reunía la de tenerle por uno de los más activos y expertos generales a pesar de su desgracia en la jornada de Argel, recibió éste la orden de ponerse inmediatamente en camino para la frontera de los Pirineos orientales. Acaso para fortuna suya, la muerte sorprendió también a O’Reilly el 23 de aquel mismo mes de Marzo en el Bonete, cuando ya se dirigía a Valencia; pues que los armamentos que los Franceses hacían en la frontera y su número inmensamente superior al de los Españoles, no auguraban para él ni para Ricardos los gloriosos resultados que éste había obtenido en la campaña anterior.

Al saber el Rey la muerte de O’Reilly, creyó que el llamado en primer lugar a sucederle debía ser uno de los generales que habían hecho la guerra en el Rosellón, conocedor, así del terreno y de las fuerzas que estaba destinado a regir, como de las posiciones y medios también del enemigo que iba a tener enfrente; y estando por aquellos días muy alto en la opinión pública el concepto del conde de la Unión por los rasgos de lealtad que le caracterizaban y el valor, la abnegación y el celo que había desplegado, le confirió, sin vacilar un momento, la dirección en jefe de aquel ejército.

Parece que el conde de la Unión resistió por tres veces el tomar el mando, comprendiendo las dificultades que iba a encontrar para ejercerlo, visto el estado de indisciplina en que se hallaban las tropas, después, sobre todo, de la marcha del general Ricardos, en que se había empeorado en proporciones notables, no por falta de energía del marqués de las Amarillas en su poco afortunada interinidad, sino por esa condición de flaqueza que impone a los ejércitos la ausencia de un jefe ya coronado por la victoria, a quien sólo así secundan activamente hasta los más subalternos. El Conde tenía comunicaciones del mismo Ricardos que le confirmaban sus propias ideas sobre el desorden que en varias circunstancias había dominado en el ejército, y aun de la negligencia y la inacción de algunos de sus jefes y oficiales; y si bien aquellas comunicaciones eran de fecha bastante atrasada, tenia el Gobierno alguna de Enero de 1794 en que el general Ricardos auguraba desastres para la campaña futura si no se hacia mejorar las condiciones materiales y morales en que se hallaba el ejército. Unión, repetimos, lo sabía todo y procuró eludir la responsabilidad que veía caer sobre él; pero el Rey insistió en su determinación de confiarle el mando; y como dice el P. Delbrel, «pasando por encima de todas las consideraciones personales, hubo de resignarse, y al notificar al soberano la aceptación del mando, le declaró que desde aquella fecha (25 de Abril de 1794) respondía de Cataluña.»

Pero además de un general de grandes condiciones, y luego veremos si las tenía el malogrado conde de la Unión, se hacían necesarios en aquella y en las demás fronteras refuerzos considerables en tropas y en material, así como una administración inteligente que los hiciera fecundos y no estériles, como al fin resultaron. No bastaban los ya enumerados al principio de este capitulo, los que suponía la formación de los regimientos de Valencia, compuesto de los nuevos reclutas, y el de Borbón de los emigrados franceses; y aun haciéndose efectiva la quinta de 40.000 hombres que se había ordenado, apenas si serían bastantes para cubrir las bajas de la campaña anterior y eso con gentes que, inexpertas en el manejo de las armas, sólo servirían por el pronto para aumentar el desorden en las veteranas y el día de un revés para introducir el pánico en ellas. Parece imposible que el hombre que tenía en sus manos las comunicaciones a que acabamos de referirnos y, aun así, abrigaba las ideas belicosas que le hemos visto desarrollar en el Consejo de Estado, no procurara fortificarlas y acreditarlas con un esfuerzo general y grande que le proporcionase el triunfo, sinceramente o no augurado por él en la célebre sesión del 14 de Marzo.

Ni se distinguían por los horizontes políticos de aquel año síntomas en los de las fronteras orientales y septentrionales de Francia que ofrecieran confianza de un éxito que Godoy daba por seguro y decisivo. La Coalición se mostraba en la frontera del Norte de Francia tan dividida en cuanto a las operaciones y los consejos de los generales como a los intereses de las diferentes naciones que la formaban. A la victoria de Nerwinden, que había dado por fruto el más importante la defección del general Dumouriez; a la conquista de Maguncia por los Prusianos y a la de Valenciennes por los Austríacos, que, con la sublevación de la Vendée, habían provocado el advenimiento de la era del Terror y la conscripción general de toda la juventud francesa desde la edad de 18 años a la de 25, había sucedido en el campo de los aliados una paralización que dejó sin fruto triunfos, al parecer tan decisivos para el éxito de aquella guerra. Parece que después y con la retirada de los ejércitos franceses de los campamentos de Tamars y de César, se abría Francia a la acción incontrarrestable de los ejércitos de la Coalición; pero reinaba en ellos, o por mejor decir, en sus soberanos y, por consiguiente, en sus generales, la división, según acabamos de decir, de los intereses particulares por que cada uno de ellos se veía impulsado.

Francia, según sus planes, debía desaparecer como nación unida y como muro de separación entre las que constituían la Europa septentrional de las del Mediodía. Cada uno de los coaligados quería para sí una parte de ella, la que política o estratégicamente pudiera convenirle más; y en el concierto general que acompañaba al militar de su alianza, se había formado un mapa donde se reducía a Francia al mismo miserable estado de fraccionamiento que caracterizaba el de la dividida e impotente península italiana. El rey de Prusia, sin embargo, atento más que nunca al engrandecimiento de su corona por la parte de Polonia, la segunda parte de cuya repartición estaba entablada en los Gabinetes también de Austria y Rusia, se mostraba poco activo y aun flojo de voluntad en sus operaciones contra la Francia, a punto de hasta desistir de ellas para animar con su presencia y la de sus tropas la acción que se había propuesto en las orillas del Wartha. Afortunadamente para la Coalición se resolvió ese punto interesantísimo a gusto de Federico Guillermo, firmándose el tratado de repartición por él tan deseado; y cediendo entonces a los ruegos y consejos del Emperador y de Inglaterra, pudo el ejército reunido de los Alemanes forzar las líneas francesas de Wisemburgo, aunque sin los resultados que debían esperarse por no haber desaparecido del todo las causas de desconfianza que producían aquella circunspección, verdaderamente germánica, que al fin había de dar a la Francia la victoria más completa.

No tardaron, así, en sentirse los efectos de aquella división que se iba haciendo característica en los aliados. Los Ingleses y Austríacos tenían que levantar el sitio de Dunkerque, batidos en Hondschoote el 11 de Septiembre de 1793; el general Jourdan derrotaba, un mes después, a los Austríacos en Watignies, y con la cooperación del célebre Carnot, que entonces comenzó su gloriosa carrera militar, tan desatendida después por Napoleón, alzaba el bloqueo de Maubeuge; Lyon y poco más tarde Toulón caían en poder de los convencionales, y todos los enemigos de Francia, no poco desanimados, se entregaban al descanso y a sus recíprocas recriminaciones en los cuarteles de invierno. Sólo en la frontera española y en La Vendée quedaban humilladas las armas francesas al terminar el año de 1793; pero, aun allí, podían preverse y aun se sentían síntomas de una reacción por parte de Francia, que auguraban, con un triunfo decisivo, la liberación completa de su territorio y el fracaso de aquella alianza general de las potencias europeas, que poco antes amenazaba su existencia política y su influjo, por consiguiente, en el equilibrio de las naciones que tienen su asiento en este viejo continente.

Y era que a la división y a la discordia, mejor de dicho, que imperaba en las filas de los aliados, iba á oponerse lo que ellos no esperaban: la unión de las voluntades en Francia, si impuesta, en no pequeña parte, por el miedo a aquel Gobierno feroz y sanguinario que parecía iba a aniquilarla, estimulada por el patriotismo que en todo pueblo viril excita la presencia del extranjero en su suelo.

Ejercía sus estragos el Terror con una violencia que parecía iba a acabar con las fuerzas todas de Francia; a tal número se elevaba ya el de sus víctimas, y en tales proporciones destruía los intereses que parece debieran sostener los esfuerzos extraordinarios que desplegaba en la guerra. Allí no regía otro principio ni debía seguirse otro sistema que los del exterminio de cuantos no se dejaran llevar de aquel delirium tremens que embargaba el corazón y la inteligencia de los que, a fuerza de violencias y excesos horrendos, habían logrado sobreponerse a todos y regir arbitraria y despóticamente a la nación francesa, tan arrogante siempre. Y, sin embargo, esto, que parece pudiera sublevar los ánimos y elevar los caracteres de gentes que siempre han presumido de una independencia verdaderamente genial, provocando entre todas ellas el desorden, la indisciplina y la rebeldía, que debieran traducirse en una guerra civil por todas las provincias de la República, sólo produjo unos que podríamos llamar chispazos en las regiones occidental y meridional, en cuyos sucesos nos hemos ocupado anteriormente. El miedo, la prudencia si se quiere, había llevado a los más moderados o indiferentes a las filas del ejército, único abrigo contra la crueldad de aquel Gobierno; y los que nada tenían que temer de él y la masa inmensa de los que no podían presenciar impasibles la profanación del suelo patrio, acudían también a las filas para rechazarla y vengarla.

No eran estos últimos los mejores adalides de la independencia de Francia; que todo el mundo sabe que, salvo raras excepciones, los famosos voluntarios, más que de utilidad, sirvieron de estorbo y ofrecieron graves dificultades a los generales franceses en el mando de los ejércitos. Pero la conscripción general a que antes nos hemos referido, esto es, la que también hemos llamado constitución armada de toda Francia, produjo, no sólo un número de soldados nunca visto hasta entonces en tanta y tanta guerra como había asolado a la Europa central, sino el entusiasmo en ellos que les daba la mutua comunicación de todas sus clases, la comunidad de peligros y de la gloria, uno de los móviles más poderosos en la nacionalidad francesa, y el ansia, sobre todo, de mostrar que ni las divisiones intestinas, ni la acción más enérgica de cuantos enemigos pudieran combatirla, lograrían entibiar su impetuosa iniciativa y su furia característica.

Ofrecíanse, pues, en perspectiva para la campaña de 1794 ejércitos numerosos como nunca, y si adoleciendo de la indisciplina, entonces circunstancial por tantas y tan hondas causas de desmoralización, y aun con el grave defecto de haber de instruirse en el ejercicio de las armas a la vista y bajo la acción del enemigo, muchos al fin y en disposición de a la primera victoria constituirse en los más activos y hábiles de Europa, como preparándose para, años adelante, alardear del título, para nadie como para los Franceses halagüeño, de invencibles. Pronto los veremos abandonar su actitud defensiva de la campaña anterior, tomando la ofensiva en todas las fronteras, la que siempre ha formado el ideal y constituido la aspiración que mejor cuadra al soldado francés.

Tal era la situación de los beligerantes en aquella guerra durante los primeros meses de 1794, época en que, como hemos visto, se discutían en las esferas del Gobierno español la conveniencia o no de continuar la guerra y los procedimientos que habrían de seguir los generales encargados de hacerla en caso afirmativo. Ya con eso y con el ofrecimiento, no poco temerario en Godoy, de reforzar los ejércitos de la frontera pirenaica hasta equilibrarlos en número con los franceses, oferta no sostenida por el ministro de la Guerra conde de Campo-Alange, más sesudo y más experto que el nuevo capitán general, árbitro entonces de los destinos de España, salían de Madrid para sus respectivos destinos D. Ventura Caro, olvidado en las interminables listas de recompensas otorgadas por la campaña anterior, el que, después de Ricardos, había sido su primero y más glorioso actor, y el príncipe de Castelfranco, llevando pendiente de su cuello el collar de la insigne Orden del Toisón de Oro, como premio a los servicios que, a su vez, había prestado, si no por sus deseos muy inferiores a los de su colega de los Pirineos occidentales, por la condición geográfica de la frontera cuya defensa se le habla confiado.

 

 

REINADO DE CARLOS IV

CAPÍTULO VIII .

CAMPAÑA DE 1794 EN LOS PIRINEOS ORIENTALES