CAPÍTULO
VII
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PREPARATIVOS PARA LA NUEVA
CAMPAÑA
Absorto el ánimo de
nuestros gobernantes con los sucesos de la campaña de 1793, pocas y de muy
pequeña importancia habían sido las resoluciones que tomaran en los demás ramos
de la Administración pública. La guerra no había extendido sus estragos sino a
contados lugares del suelo patrio, y ésos puede decirse que insignificantes;
los intereses coloniales estaban completamente garantidos con haberse
estrechado como nunca los lazos de nuestra alianza con Inglaterra, y la gloria
adquirida en los Pirineos por la nación española, única vencedora en la
gigantesca lucha de la Francia republicana con Europa toda, producían esa
quietud que, desgraciadamente, iba luego a traducirse en la indiferencia que
caracteriza a nuestros compatriotas, y a todo país regido por iguales
instituciones.
Porque si es exacto y
sumamente honroso el arranque de los Españoles al saber la catástrofe del 21 de
Enero en la antigua plaza de Luis XV, después de la Revolución, inspirándose en
el espíritu, altamente conservador, de sus mayores, y dejándose llevar de los
sentimientos monárquicos y religiosos que forman el fondo de nuestro carácter
nacional, también es cierto que fueron luego aflojando en su empeño o por no
ver en riesgo sus hogares, razón la más potente de las explosiones patrióticas,
o por los espectáculos que ofrecían el gobierno de la nación, entregado a
manos manifiestamente ineptas, y la corte, a ojos vistas también, corrompida
como nunca se pudiera imaginar. Los donativos, con efecto, disminuían en
proporciones alarmantes, si apareciendo todavía algunos en la Gaceta,
no pocos de ellos de fecha atrasada y nunca suficientes para compensar los
inmensos gastos de la guerra, y la prestación personal se había ya reducido a
la forzosa de una quinta, considerándose que las circunstancias no provocaban,
como en nuestra enemiga la República francesa, a los alistamientos generales,
mejor dicho, al alzamiento en masa decretado por la Convención y que el Terror
hacía efectivo, faltando así a nuestros ejércitos de la frontera el alimento
necesariamente diario que exigían las bajas de toda índole que en ellos se
experimentaban. En la capital de la monarquía se agitaba, por otro lado, la
opinión, si casi unánime un año antes por la guerra, teniéndola por ineludible
para la dignidad de España y el decoro de su soberano, dividida ahora y dudosa,
creyendo en mucha parte satisfechos esos motivos, y preocupada en cuanto a las
eventualidades de un futuro envuelto en nieblas y, de todos modos, augurando
sacrificios acaso imposibles de resistir. Y como no se veía al gobierno
arbitrar recursos bastantes para hacer frente á tantas y tan perentorias
necesidades, torpe, como se mostraba, y sin la conciencia de sus deberes, ni a
la corte variar en su manera de ser, perdiendo el tiempo preciso para dirigir
con alguna probabilidad de acierto los asuntos de Estado más importantes y
urgentes, en sus acostumbradas cacerías o en las fiestas, unas alegres y otras
tristes, consecuencia de lo numeroso de la familia real y de las etiquetas
palaciegas, comenzaban a decaer los ánimos de su anterior entusiasmo, a
desconfiar de sus propias fuerzas, a no reconocer en los gobernantes aquella
previsión que había hecho la gloria de los Ensenada y Floridablanca, ni en el
monarca mismo el carácter, los talentos, ni el celo y la actividad de Carlos
III, muerto cuando tan necesarias se hacían aquellas sus cualidades más
sobresalientes. Es verdad que, como ya hemos dicho en capítulos anteriores,
Floridablanca había dejado resueltos los problemas de mayor trascendencia para
la agricultura y el comercio según las ideas y procedimientos de aquellos
tiempos; y ni Aranda en los pocos meses de su ministerio, ni Alcudia en los que
llevaba de gobernar, como los secretarios del Despacho, encargados
especialmente de la Administración en sus diferentes ramos, hallaban nada que
introducir de nuevo ni que modificar. Así es que sólo se atendía a los asuntos
del ejército y, aun en ellos, era rara la variación que se introdujera respecto
a sus organismos, limitándose a la creación de algún cuerpo, a que se
agregaban los voluntarios ofrecidos por los pueblos o la Grandeza; al aumento
de compañías en los batallones de línea y aun al de la fuerza en todos,
sustituyendo las gratificaciones de criados con los Trabantes que tenían
plaza de soldados. La organización de la compañía americana en el cuerpo de
Guardias de Corps, una ligera reforma en las legiones de emigrados franceses de
los Pirineos y Saint-Simón, el establecimiento de una escuela de equitación en
Madrid, el cambio del paño blanco por el pardo en el uniforme de la infantería,
y el de los bucles del peinado por las patillas y las alas de pichón; esto es
cuanto le ocurrió a Godoy reformar en el tiempo intermedio de la primera a la
segunda campaña de la guerra con la República francesa.
Lo que más
importaba, sin embargo, y lo más urgente, vistos los progresos hechos en la campaña
de 1793 por los ejércitos franceses en sus fronteras, excepto la de los
Pirineos, era fijar los planes a que hubiera de someterse la acción de los
generales en jefe para la ya próxima de 1794. A fin de determinar esos planes
con todo género de datos y, oyendo las opiniones y consejos de mayor
autoridad, darles la fuerza que siempre lleva consigo la experiencia de los
sucesos pasados y mayormente cuando han sido recientes, se llamó a Madrid a
Ricardos, Caro y Castelfranco para que asistiesen a
las sesiones que iba a celebrar el Consejo de Estado bajo la presidencia del
Rey. Discutidos y después acordados en principio los proyectos de la campaña
por aquellos jefes con el ya capitán general duque de Alcudia, elevado a esta
alta jerarquía el 23 de Mayo anterior, mucho antes de que pudiera temerse le
precediera en ella alguno de los caudillos que tanta gloria estaban
proporcionando a la patria, se verificó la sesión regia del Consejo el 14 de
Marzo con asistencia de sus conspicuos miembros y, por supuesto, la del conde
de Aranda, su decano.
Si desde antes de
declararse la guerra existía en Madrid un partido que no la aprobaba, corto en
número y recatado, según las Memorias de Godoy, y compuesto especialmente de
gente letrada, jóvenes abogados, profesores de ciencias y estudiantes, pero sin
que les faltara el apoyo de personas notables entre las clases elevadas, ese
partido creció y se hizo más atrevido al tener noticia de los triunfos alcanzados
por la Francia sobre la, en concepto de todos formidable, coalición de las
naciones del Norte. No es de extrañar que, al discurrir sobre las consecuencias
de aquellas victorias, calculasen sus observadores que vendrían, días antes o
después, a extenderse hasta nuestras fronteras, ya que los armamentos de la
República, si lentos en un principio y sucesivos, habían acabado por traducirse
en uno solo, pero general y simultáneo, parando en una constitución militar,
sola también, la de la Nación armada, como ahora se la llama. Ese partido de la
paz tenía, pues, al pensarse en la futura campaña, muchos e influyentes
secuaces; pero, a decir verdad, más que por terminar la lucha con la Francia
revolucionaria, de cuyos excesos abominaban, apasionados por ver cuanto antes
vencido por ellos y rechazado por la corte al presuntuoso y prepotente valido.
Continuaba dirigiéndolos
el conde de Aranda, consecuente en sus ideas conciliadoras para con Francia,
fuese por sus tan arraigadas aficiones a los iniciadores de la Revolución,
aquellos filósofos sus amigos, aun cuando muertos muchos y oscurecidos los
demás por el humo sangriento del Terror, fuese por la terquedad que llegó a
hacerse proverbial en él. Y como ahora se ofrecía nueva ocasión de mantener
sus opiniones ante el Rey, que un año antes las había desatendido, y en el
Consejo de Estado, donde creería hallar algún apoyo por razón de presidirlo,
las volvió a reproducir con mayor solemnidad, por consiguiente, y esperando
una victoria decisiva sobre un rival que mal podía, además, comparársele en
carrera, servicios ni respetabilidad.
Por más que en el Consejo
se trató de plantear la cuestión militar y no la política, era muy difícil, si
no imposible, que no se extraviara la discusión sobre ese punto en un cuerpo en
que la mayoría de sus miembros de lo que menos debían entender era de las cosas
de la guerra, sobre todo de sus procedimientos y planes de campaña. ¿A qué
entonces llevar al Consejo esa cuestión y a qué insistir tanto después Godoy en
que cualquier proposición que se presentara fuera de ese tema sería improcedente
y extemporánea? Y sucedió en el Consejo lo que no podía menos de acontecer, lo
que la previsión más vulgar debía haber mucho antes adivinado; que surgió la
magna cuestión de si aquella guerra era o no impolítica y si convenía o no
proseguirla en los términos que hasta entonces según los resultados de la
campaña anterior y la situación respectiva de las naciones que habían tomado
parte en ella. Abrió el camino a la oposición, que Godoy parece haber
sospechado, el conde de Aranda que, no asistiendo a algunas de las sesiones
del Consejo por efecto de una caída, había enviado el 3 de Marzo un escrito en
que explicaba sus ideas, escrito con cuya lectura se comenzó la discusión el
día, ya citado, 14 de aquel mismo mes.
Aranda declaraba injusta
aquella guerra por no conceder a nación alguna derecho para mezclarse en los
asuntos interiores de las demás comprometiendo la salud del Estado, por más que
en aquel caso mediasen intereses de familia sumamente respetables, pero que
debían sacrificarse al bienestar de la patria, ley suprema, decía, ante la cual
deben desaparecer los intereses todos y afecciones particulares. Era, además,
impolítica, porque daba lugar a las represalias en igual sentido al que
pretendía inclinarse la intervención española, cuando la conveniencia y la
historia aconsejaban unirse cada vez más estrechamente a Francia para evitar
que Inglaterra, enemiga en un principio de mezclarse en los asuntos de su rival
secular, decidida después por el restablecimiento de la monarquía y dando
subsidios importantes a los soberanos y príncipes de Alemania, armase escuadras
numerosas y comprometiese más y más a España, con el intento, esto último sobre
todo otro, de destruir el poder marítimo de las dos únicas naciones que,
unidas, pudieran hacer sombra al suyo. Inglaterra no iba a olvidar nuestra
conducta para con ella en América del Norte, y difícilmente se le presentaría
ocasión más propicia para vengarse en las colonias que poseíamos en aquel
continente, precisamente algunas muy próximas a las en que, como suyas, podría
reunir fuerzas considerables.
Luego, además de injusta e
impolítica, la guerra iba a resultar ruinosa para España, vulnerable, de un
lado, en Europa por ser los Ingleses dueños de Gibraltar y tener, de otro, una
gran base para sus operaciones militares en la Península desde Portugal, que
podía también considerarse como una provincia de Gran Bretaña. Todo eso sin contar
con el estado lamentable en que se hallaba nuestra Hacienda sobrecargada de una
deuda enorme, la ruina de las varias cajas creadas en favor del comercio y para
restablecer el crédito que habían echado por tierra las guerras marítimas
anteriores, y los gastos de la campaña pasada que, aun cuando no había exigido
empréstitos, y en esto elogiaba la conducta del Gobierno, acabarían por dejar
exhausto el Tesoro.
Añadía el Conde que iba
decayendo no poco el espíritu público, el entusiasmo, verdaderamente
extraordinario, que se había producido con las primeras causas de la guerra;
que iban faltando los donativos que tan altos habían puesto el honor y la
lealtad de España, y que escaseaban también los enganches voluntarios en
nuestra juventud, desanimada, sin duda, con lo pequeño de los resultados de la
última campaña que si había sido muy honrosa para las armas españolas, no lo
fructífera ni decisiva que hacía esperar la extraordinaria manifestación del
patriotismo de nuestros pueblos en los primeros días de la lucha.
Al abrirse la sesión del
Consejo el 14 de Marzo tenía Godoy, por consiguiente, noticia del escrito del
conde de Aranda y debería haberlo leído con el detenimiento y la atención que
era de suponer tratándose de un trabajo cuyo autor y el objeto que lo provocaba
bien merecían se hubiera hecho de él un estudio especial, aunque no fuese más
que para refutarlo con el conocimiento y los datos precisos. Por el contrario,
no hay ligereza al decir que Godoy casi desconocía el escrito de Aranda al
proponer y conseguir su lectura en el Consejo, pues qué consta por lo que dijo
al abrirse la sesión y porque él mismo lo reconoce y confiesa en sus Memorias.
El discurso del Conde
tenía que producir necesariamente efecto en los individuos del Consejo, y para
desvanecerlo hubo de impugnarlo el duque de Alcudia, haciéndolo en los términos
violentos que debían esperar los que supieran el desacuerdo en que se hallaba
con el General y el concepto belicoso con que hasta entonces se producía
siempre. Dos son las versiones, extraoficiales, que se han publicado sobre aquella
sesión regia sobre el discurso de Aranda y el con que le impugnó el duque de
Alcudia.
Como es de presumir, las
dos difieren esencialmente, como obra la una del abate Muriel, que tuvo a la
vista y copió en parte un escrito de Aranda posterior a la sesión y a su
destierro, y fruto, la segunda, de aquellas que antes hemos llamado
lucubraciones ciceronianas de Godoy en sus últimos años. Porque al leer sus
Memorias baste decir que son 17 las páginas que ocupa en ellas su discurso de
contestación al del Conde; y si no fuera porque, así como se atribuye a otro
la redacción de la voluminosa defensa de su conducta en el gobierno de España,
debe también hacerse sospechosa la de esta parte, deberíamos incluir en el
catálogo de nuestros primeros oradores al por tantos títulos célebre valido,
ministro y puede decirse que dictador. Claro es que en ese discurso, a vueltas
de establecer los principios de derecho público que deben regir en las
naciones cultas y sobre que giraba su acción en el Ministerio de Estado de su
cargo, como para dar a conocer que no le eran ajenas las grandes cuestiones
cuya aplicación corresponde a los verdaderos hombres de Estado, ponía de
manifiesto su deseo de la paz, por la que tanto había trabajado sin lograr,
empero, realizar antes y abrigar ahora la bella esperanza de conseguirla.
Procuró después demostrar que la guerra entonces era necesaria, lo cual
equivalía a decir que era justa, pues que si las naciones tienen derecho a que
ninguna otra se entrometa en sus asuntos interiores, tampoco ellas deben
quebrantar ese principio, y Francia había sido la primera en olvidarlo: eso sin
contar la división profunda, la guerra civil que en su seno se había provocado,
y que sólo a fuerza de sangre había conseguido sofocar en Lyon, Toulón y
Marsella, pero no todavía en toda la extensión del litoral oceánico entre
Burdeos y el Havre. Y como si tuviera presente en el
momento en que dictaba aquellas páginas, puesto que antes no era posible, la
incomparable oda de D. Juan Nicasio Gallego al Dos de Mayo, decía al recordar
la muerte de Luis XVI y las exigencias de la Convención: «¿Qué Español pudo
dudar en la elección y en la respuesta? ¡Guerra! fue el grito de la nación
entera: ¡Guerra! fue también la voz de su monarca poderoso. Esta voz no fue un
aullido de fanáticos; fue Santiago, fue el Cierra España, fue el ¡A ellos! del
honor castellano ».
Siguió a esta explosión
del sentimiento patrio una larga serie de imprecaciones contra los vándalos,
tiranos, monstruos y no sabemos cuántos más epítetos dirigidos a los revolucionarios
franceses, así como la profecía del próximo fin del gobierno sanguinario de
Francia, del 9 Thermidor, en una palabra, que él
esperaba para restablecer la paz de las naciones y el equilibrio europeo. Pero
la situación del día estorbaba el que España pidiera, tratara ni aun aceptase
la paz con Francia, no creyendo hubiera un solo compatriota nuestro que se
aviniese a poner su firma «al lado de un Collot d’Herbois, de un Couthon, de un
Robespierre o de un Saint Just» en un tratado que á ella condujese.
No podía, pues, acusarse a
aquella guerra de injusta ni de impolítica; y en cuanto a los temores que
abrigaba el conde de Aranda respecto a Gran Bretaña, manifestó Godoy que ningún
suceso posible hallaría desprevenido al Gobierno, el cual, no estando, como era
de esperar, solo, nada tendría que temer, siendo de todos modos, si no seguro,
probable por lo menos el éxito de aquella lucha; y que, si contra lo que era de
esperar, no acababa pronto el poder de la Convención, en cuyo caso la paz
estaba a la puerta, deberían arrostrarse todos los riesgos de la guerra, que,
aun cuando fuera desgraciada, «no por eso, concluyó diciendo, no por eso
sucumbiremos ni la ley del enemigo será impuesta, porque la España guerrea por
su rey, por sus aras, por sus hogares y su tierra nunca hollada impunemente por
el extranjero».
Pero es el caso que el
acta de aquella sesión, que Muriel vio y copió, nada dice del discurso de
Godoy, sino que, por el contrario, consigna y aquí copiamos sus palabras:
«Concluida la lectura, el duque de la Alcudia se volvió inmediatamente hacia el
Rey, y le dijo: Señor, este es un papel que merece castigo, y al autor de él se
le debe formar causa y nombrar jueces que le condenen, así a él como a varias
otras personas que forman sociedades y adoptan ideas contrarias al servicio de
V. M., lo cual es un escándalo. Es preciso tomar providencias rigurosas. A los
que somos ministros de V. M. nos toca celar mucho estas cosas y detener la
propagación de las malas máximas que se van extendiendo.»
Inútil es decir el efecto
que estas palabras producirían en el ánimo de un hombre tan altivo y de
carácter tan duro como el conde de Aranda. Por más que procuró dominarse y
manifestar el respeto que le infundía la presencia del Rey, su contestación y
los ademanes que hizo dirigiéndose a Alcudia fueron, si breve aquélla y convincente,
amenazadores éstos hasta levantar la mano derecha con el puño cerrado en ademán
de entablar un combate personal.
Entre las versiones tan
opuestas de Muriel y el duque de Alcudia, las dos apasionadas, no es fácil
fijar de un modo irrebatible la verdad de las frases, todas agresivas, que se
dirigieron los protagonistas de aquella escena tan violenta y tan irrespetuosa,
como representada en presencia del Rey. La de Muriel, sin embargo, ofrece
caracteres que la dan grande autoridad y, entre ellos, la de estar no pocas
veces conforme con la naturalmente estudiada después de tantos años por el
valido en su destierro, sino que también por estampar los incidentes producidos
por la intervención de varios de los consejeros que los presenciaron y vieron
de calmar a los contendientes en polémica tan enojosa y arrancar al Rey la
orden de que se guardara una profunda reserva de ella y cesara el escándalo que
S. M. parece presenciaba con semblante indiferente y el mutismo más absoluto.
El conde de Aranda, al contestar a expresiones del Duque en que se le culpaba
de ser partidario de la Revolución francesa, hizo presentes sus servicios a la
corona, las heridas recibidas por defenderla, los cargos elevadísimos que
había ejercido y su avanzada edad que le había permitido tranquilizar al reino
en momentos muy críticos (aludiendo sin duda a la expulsión de los jesuitas y
al motín de Esquilache), ascender a capitán general de ejército y a la
presidencia del Consejo de Castilla cuando su contrincante acababa de venir al
mundo, lo que parece debiera inspirarle más comedimiento delante de S. M. y las
personas respetables que allí se encontraban. El Duque contestó con estas
palabras que la historia ha desmentido después: «Es verdad, dijo, que tengo 26
años no más; pero trabajo 14 horas cada día, cosa que nadie ha hecho; duermo
4, y fuera de las de comer no dejo de atender a cuanto ocurre.»
Sucedió a esa polémica
personal la discusión sobre los procedimientos militares a que debiera atender
la campaña futura; y a consecuencia de un discurso algún tanto difuso, según se
dice, de Campomanes por falta de conocimientos militares, se entabló una nueva
cuestión sobre si eran o no accesibles los Pirineos Centrales para una invasión
francesa, de donde, por haber tomado parte el Rey desmintiendo a Aranda, y
animado con eso el de Alcudia, volvió el Consejo a escuchar y ver, no sin
protesta por parte de sus vocales, las mismas recriminaciones y amenazas de
momentos antes.
El Rey, por
fin, se levantó; y dijera o no al pasar junto a Aranda las palabras de
desagrado que le atribuye Godoy, lo cierto es que dos horas después se
presentaban en casa del Conde el secretario del Consejo y el gobernador de
Aranjuez; aquél para recoger cuantos papeles hallara relativos al Consejo, al
ministerio y a las embajadas que había desempeñado, y el gobernador, conde de Casatrejo, con la orden del ministro de la Guerra para que
emprendiera la marcha, en un coche que se le puso a la puerta, en dirección a
Jaén, punto que por lo pronto se le destinaba para su residencia.
En los razonamientos
ofrecidos al Consejo por el conde de Aranda oponiéndose á la continuación de la
guerra, había varios muy fáciles de refutar, como en los datos que adujo muchos
que contradecir. La situación respectiva de Francia y España; los resultados
de la campaña anterior, más que en la frontera pirenaica, en las del Norte y
Oriente de la novísima República, daban lugar a opiniones ciertamente muy
contrarias, pero que en último término resultarían opuestas a la que con tanta
tenacidad mantenía el conde de Aranda. Si en los Consejos de las naciones que
en Italia y Alemania constituían la coalición pudo discutirse la conveniencia o
no de continuar la guerra, como celebrados en presencia de sus soberanos
lograron sus acuerdos mantenerse, cual en España, secretos, e ignorados, por
consiguiente, hasta mucho más adelante; pero en Inglaterra, donde la
constitución, esencialmente parlamentaria, de sus poderes, tenía que hacer
públicas las discusiones más graves, aun las referentes a la paz y la guerra,
se puso a debate en la Cámara de los Pares, al discutir en Enero la
contestación al discurso de la corona, la magna cuestión de si entraba en los
intereses de Gran Bretaña el proseguir una lucha que, de una manera u otra,
habría de afectarlos gravemente. Hubo oradores, como el conde de Guildford, el
duque de Norfolk y otros varios, amigos del célebre Mr. Fox, y hasta alguno,
como Stanhope, deudo próximo de Mr. Pitt, presidente
del Ministerio, que abogaron por la paz bajo condiciones honrosas para la
nación, pero siempre reconociendo a los Franceses el derecho de constituir el
gobierno que mejor les pareciera. De esta base partían los razonamientos de la
oposición, la misma que había servido al conde de Aranda para formular sus
ideas conciliadoras en el Consejo de Estado, a cuya última sesión acabamos de
referirnos; pero el Gobierno británico, que era precisamente el que más fruto
había sacado y esperaba sacar de la guerra con la destrucción, sobre todo, del
poder marítimo de la Francia, la defendía con calor. Fundaba su opinión en ese
punto el secretario de Estado, lord Grenville, en la
conducta misma de los Franceses, al señalar la Convención pena de muerte para
cualquiera de sus miembros que se atreviese a proponer la paz si no se
ejecutaban de antemano la evacuación, por parte de las naciones aliadas, de
todo el territorio francés; el reconocimiento de la República, una e
indivisible, y el de su independencia, fundada en la igualdad y la justicia. En
la imposibilidad de acceder a pretensiones tales, formuladas en términos tan
altaneros, mucho menos por parte de una potencia que ni había provocado la
guerra, ni la hacía sino en un sentido esencialmente defensivo y en apoyo de
los intereses más respetables, los de la religión, la monarquía y el honor
nacional, la guerra era inevitable, en concepto del Gobierno inglés, y la
continuaría con el mismo vigor con que la había empezado. Así se aprobó por 92
Pares contra 12, y en la Cámara de los Comunes por 277 votos contra 59, a pesar
de un elocuentísimo discurso de Fox, a que, y esos números prueban que victoriosamente,
contestó Mr. Pitt en nombre del Gobierno.
Ni era dable, con efecto,
otra resolución cuando Francia no cesaba en sus desafueros revolucionarios
dentro ni fuera de su territorio. El régimen del Terror no excluía a nadie; la
guillotina no se embotaba ni en las cabezas más ilustres ni en las del vulgo. A
la ejecución del Rey había seguido el 16 de Octubre del año anterior la de
María Antonieta después de 14 meses de cárcel y de todo género de tormentos y
vilipendios, ni tardaría en correr suerte igual, menos merecida, si cabe,
Madame Isabel, la amable y benéfica princesa, sin otro motivo que el inextinguible
cariño que profesaba a su hermano. Con Malesherbes, De Bailly, De Condorcet,
Lavoisier, glorias científicas las más puras de la Francia, subían al cadalso
las históricas de la más encumbrada nobleza, sin que por eso se librase el
pueblo, en cuyo nombre se ejecutaban matanzas como las de Lyon y Nantes con
formas de tan refinada como bárbara crueldad. Si la guillotina no podía dar
abasto para satisfacer la sed hidrópica de sangre de los jefes de la
Convención, se recurría a los fusilamientos en masa; y cuando todavía no
bastaba tan expedita ejecución, se echaba mano de los barcos que, cargados de
víctimas, iban a sumergirse en el fondo del mar a la vista de las ciudades, a
cuyo menor castigo se destinaba por vía de escarmiento aquel horrendo
espectáculo. A más de 30.000 asciende el número de los desgraciados que así
sacrificó el Terror en Francia, siempre, por supuesto, invocando los verdugos
los dulcísimos nombres de Libertad, Igualdad y Fraternidad, de que tanto se
reiría luego el tirano que les deparó la Providencia para su castigo. Pero si
eso sucedía en París y las provincias regidas por la Convención, en las invadidas
por las armas republicanas eran tales las violencias llevadas a cabo, las
muertes, incendios, exacciones y atropellos, aun considerándose los ejércitos
franceses como el único refugio contra la anarquía y el desorden, que no era de
esperar sentimiento ni arranque alguno de conciliación de parte de los pueblos
así tratados, ni menos de la de los soberanos que debían ampararlos. Escribía
el general Leval: «Mando el ejército al frente de Manhéin, y continuamos devastando enteramente este rico
país enemigo y transportando cuanto hallamos en 40 leguas a la redonda. Hemos
enviado ya a Francia 10.000 carros de granos, hierro, cobre, plomo y varios
millones en dinero; en suma, no dejamos a los enemigos sino los ojos para
llorar.»
¿Cabía, de ese modo,
acercarse a la República francesa y tratar con ella?
El conde de Aranda
perseguía, de consiguiente, una vaga ilusión al solicitar la paz en momentos en
que se hacía imposible, si principalmente por la altanería francesa y los
actos de su gobierno, no poco también por el estado de los ánimos en España,
cuya irritación, aun cuando no poco calmada con el corto fruto de nuestras
victorias de la campaña anterior, se mantenía aún con fuerza suficiente para
rechazar todo proyecto de concordia con los atropelladores de la monarquía y de
la religión, los dos objetos privilegiados en el corazón de los Españoles. El pueblo,
todo sentimiento y despreciando los cálculos del interés material, era de
temer se rebelase contra ellos, e inspirándose, además, en el espíritu de
arrogancia y de dignidad, quizás exagerado, que le caracterizan, llegara a
comprometer con las manifestaciones de su siempre enérgica iniciativa a un
Gobierno que así se separaba, y el primero, por desgracia, de la gran coalición
que seguía manteniendo con ese mismo espíritu los principios que antes había
proclamado. Era, repetimos, la del veterano general y diplomático, una
aspiración en completo desacuerdo con la del país, y se necesitarían golpes
muy contundentes para, con ellos y la certeza de su impotencia, avenirse a
desechar las halagüeñas esperanzas que se había forjado al dar a conocer su
patriotismo cual ningún otro pueblo de Europa lo había hecho hasta entonces. El
Gobierno, pues, y el duque de Alcudia, que lo presidía, acertaron al proponer
la continuación de la guerra, y Carlos IV, al aprobarla, no hizo sino
confirmar los sentimientos en que se inspiraba al comenzar una lucha en que
iban aunadas sus afecciones de familia con las que no podrían menos de provocar
su espíritu religioso y el amor a sus pueblos.
Pero nunca hubo motivo
para el tratamiento cruel que se dio al conde de Aranda. Se le debió contestar,
como él decía en sus primeras réplicas a Godoy, exponiéndole los errores que
contenía su discurso, ya políticos, ya militares, para que procurase dar sus
razones o retractarse de sus asertos cuando oyese otras más fundadas que las
suyas; nunca, repetimos, con argumentos de violencia, con el destierro sobre
todo y la formación de una causa que rechazaría la conciencia pública, bien
penetrada de los grandes servicios que había prestado en su larguísima carrera
aquel insigne repúblico.
Ya en Jaén y cuando se
creía olvidado, dejándose llevar de su empeño casi monomaniaco de entregar al
papel sus desahogos, pretendió escribir una Memoria que le sincerase de su
conducta en el Consejo de Estado. Necesitaba, para conseguirlo, la presencia de
papeles que había dejado en su casa de Madrid, un extracto sobre todo con el
epígrafe de Conducta, especie de vade mecum donde tenía apuntados cronológicamente cuantos sucesos habían ocurrido durante
su ministerio, referentes a las relaciones del Gobierno español con el de
Francia. Debió Godoy adquirir alguna noticia del deseo manifestado por el
Conde de que se le enviasen a Jaén aquellos documentos; y, a fin de impedirlo,
hizo practicar en casa de Aranda un escrupuloso registro de todos ellos,
secuestrándolos inmediatamente y metiendo presos en oscuro calabozo, así al
mayordomo que los custodiaba como al que debía transportarlos a su legítimo
dueño. El conde de Aranda comprendió, al tener noticia de aquel atropello,
que, en vez de amansarse la furia de su perseguidor, aumentaba a punto de, no
sin razón, deberse temer desafueros mayores para con su persona. Y esperando
encontrar en la corte la protección que creía merecer y la gratitud justísima
debida a sus eminentes servicios, dirigió al Rey una representación en que,
después de recordarle su lealtad y el interés que siempre le había guiado por
el lustre de la Corona y de su augusto representante; después de ponerle de
manifiesto el estado de sus relaciones con el duque de Alcudia y de recordarle
que aún era el decano del Consejo de Estado, que él había logrado restaurar
para el mejor servicio del Trono, le pedía la restitución a su gracia y, de
todos modos, su juicio ante aquel mismo elevado cuerpo político. No satisfecho
con ese acto de sumisión, todavía se extendió a implorar la protección de la
Reina; y él que tanto la conocía y que tantas veces habría observado las
irregularidades de su conducta, añadía en su escrito al Rey: «Tiene V. M. a su
lado una soberana compañera de discreción y luces, que le asiste con su buen
consejo. Como tuve proporción de observar en el tiempo de mi interinidad la
mutua confianza con que ambas majestades se entendían y como creo que tienen
igual propensión a hacer justicia a sus vasallos, pongo mi suerte en sus manos».
Era hasta donde podía llegar el respeto monárquico y la sumisión del conde de
Aranda, infructuosa a todas luces para todo el que, conociendo las relaciones
que mediaban entre la Reina y Godoy, tuviera una idea, siquiera remota, del
carácter apasionado de aquella soberana y la petulancia y altanería, aunque
injustificadas, de su favorito. Así es que, en vez de obtener la gracia que
solicitaba, no hizo con su representación sino provocar nuevos actos de
arbitrariedad de su vengativo adversario en las discusiones del Consejo de
Estado. En los primeros días de Agosto se presentó en Jaén D. Antonio Vargas
Laguna, ministro del Consejo de las Órdenes, el que procedió inmediatamente a
un interrogatorio tan torpe, aunque estuviese preparado por el valido, como
injusto e indigno. Así, en efecto, pueden calificarse las preguntas del
delegado ministerial; la de no haber el Conde hecho entrega de los papeles que
tenia en Madrid, copias todos de originales de que no debió sacar traslado por
escribientes, pues era tanto como publicarlos; la de hablar en su
representación al Rey de adulaciones y condescendencias que podían inferirle
ofensa en su dignidad; la de las consecuencias que hubiera podido tener su
circular de 4 de Septiembre, en que manifestó que la guerra era justa y
necesaria y de otras posteriores confirmando aquella opinión y el motivo de
los preparativos militares hechos en su tiempo, cuando poco después había de
desmentirla en su voto del 3 de Marzo; y cómo podía proponer alianza alguna con
Francia ni criticar después la constitución de nuestros ejércitos por estar
compuestos en su mayoría de soldados nuevos y, por consiguiente, inexpertos.
Nada más fácil que el contestar a tales cargos, si bien capciosos, bien fútiles
también por cierto. No hay, pues, para qué recordar la manera victoriosa con
que los rechazó Aranda. Solamente estamparemos en esta breve historia las
contestaciones dadas por el Conde a las dos últimas preguntas. A la primera de
ellas, que terminaba acusándole de trabajar por los intereses de la Revolución,
contestó el Conde: «Nadie en el mundo pensará con más pureza que yo en cuanto a
máximas políticas y religiosas: Un Dios, una fe, un rey, una ley. No responderé
otra cosa a esta pregunta.» Y a la que se refiere a las condiciones de nuestros
soldados, respondió: «Atengámonos sobre esto a las resultados que tenga la
guerra. Por ellas quedarán justificadas nuestras predicciones.»
Así como su representación
al Rey provocó el interrogatorio a que acabamos de referirnos, ese mismo
cuestionario, al parecer frívolo e ineficaz, contra la persona como para la
Memoria del conde de Aranda, tuvo por consecuencia inmediata su traslado a
Granada y su encierro en el morisco alcázar de la Alhambra que, como propiedad
de la Casa Real, se hallaba entonces bajo la jurisdicción del ministro de
Estado, esto es, del duque de Alcudia, el enemigo más encarnizado de aquel
insigne general.
Dejémosle allí, que no
tardará en llegar el día de su elogio, es decir, el de su muerte, hecho en la
Gaceta de Madrid por los mismos que tanto le habían calumniado y perseguido.
La resolución tomada por
el Rey a consecuencia del acuerdo del Consejo de Estado el 14 de Marzo, en que
lo presidió, exigía, como resultado inmediato, los preparativos ya urgentes
para emprender la campaña de aquel año de 1794. Por fatal coincidencia, triste
augurio de las desgracias que iban a sobrevenir muy pronto a España, el día
antes del de aquella célebre fecha falleció en Madrid el general Ricardos, el
hombre más necesario al frente de nuestros ejércitos en la crisis que el
pesimista conde de Aranda había pronosticado como muy próxima. «Ya puede la
patria que serviste y honraste, decía D. Josef Martínez de Hervás en el Elogio
que, un año después, leyó en la Sociedad de Amigos del País de esta Corte; ya
puede presentar a la imitación de los que siguen la misma carrera, este modelo
de una vida siempre útil y perdida en su defensa. Tú fuiste buen hijo, buen
vasallo, buen ciudadano, excelente amo, amigo heroico, generoso con tus
enemigos; igualmente capaz de sobresalir en el Ministerio y en el Senado, al
frente de una provincia, como al de los Ejércitos; magnánimo, incorruptible, y
solo amable del bien y de la gloria»
Era necesario, por
consiguiente, nombrar un nuevo general en jefe para el ejército de Cataluña; y
habiendo Ricardos, en sus últimos momentos, señalado para sucederle al general
O’Reilly que, a la cualidad de ser su más íntimo amigo, reunía la de tenerle
por uno de los más activos y expertos generales a pesar de su desgracia en la
jornada de Argel, recibió éste la orden de ponerse inmediatamente en camino
para la frontera de los Pirineos orientales. Acaso para fortuna suya, la muerte
sorprendió también a O’Reilly el 23 de aquel mismo mes de Marzo en el Bonete,
cuando ya se dirigía a Valencia; pues que los armamentos que los Franceses
hacían en la frontera y su número inmensamente superior al de los Españoles,
no auguraban para él ni para Ricardos los gloriosos resultados que éste había
obtenido en la campaña anterior.
Al saber el Rey la muerte
de O’Reilly, creyó que el llamado en primer lugar a sucederle debía ser uno de
los generales que habían hecho la guerra en el Rosellón, conocedor, así del
terreno y de las fuerzas que estaba destinado a regir, como de las posiciones y
medios también del enemigo que iba a tener enfrente; y estando por aquellos
días muy alto en la opinión pública el concepto del conde de la Unión por los
rasgos de lealtad que le caracterizaban y el valor, la abnegación y el celo que
había desplegado, le confirió, sin vacilar un momento, la dirección en jefe de
aquel ejército.
Parece que el conde de la
Unión resistió por tres veces el tomar el mando, comprendiendo las dificultades
que iba a encontrar para ejercerlo, visto el estado de indisciplina en que se
hallaban las tropas, después, sobre todo, de la marcha del general Ricardos, en
que se había empeorado en proporciones notables, no por falta de energía del
marqués de las Amarillas en su poco afortunada interinidad, sino por esa
condición de flaqueza que impone a los ejércitos la ausencia de un jefe ya
coronado por la victoria, a quien sólo así secundan activamente hasta los más
subalternos. El Conde tenía comunicaciones del mismo Ricardos que le
confirmaban sus propias ideas sobre el desorden que en varias circunstancias
había dominado en el ejército, y aun de la negligencia y la inacción de algunos
de sus jefes y oficiales; y si bien aquellas comunicaciones eran de fecha
bastante atrasada, tenia el Gobierno alguna de Enero de 1794 en que el general
Ricardos auguraba desastres para la campaña futura si no se hacia mejorar las
condiciones materiales y morales en que se hallaba el ejército. Unión,
repetimos, lo sabía todo y procuró eludir la responsabilidad que veía caer
sobre él; pero el Rey insistió en su determinación de confiarle el mando; y
como dice el P. Delbrel, «pasando por encima de todas
las consideraciones personales, hubo de resignarse, y al notificar al soberano
la aceptación del mando, le declaró que desde aquella fecha (25 de Abril de
1794) respondía de Cataluña.»
Pero además de un general
de grandes condiciones, y luego veremos si las tenía el malogrado conde de la
Unión, se hacían necesarios en aquella y en las demás fronteras refuerzos
considerables en tropas y en material, así como una administración inteligente
que los hiciera fecundos y no estériles, como al fin resultaron. No bastaban
los ya enumerados al principio de este capitulo, los que suponía la formación
de los regimientos de Valencia, compuesto de los nuevos reclutas, y el de
Borbón de los emigrados franceses; y aun haciéndose efectiva la quinta de
40.000 hombres que se había ordenado, apenas si serían bastantes para cubrir
las bajas de la campaña anterior y eso con gentes que, inexpertas en el manejo
de las armas, sólo servirían por el pronto para aumentar el desorden en las
veteranas y el día de un revés para introducir el pánico en ellas. Parece imposible
que el hombre que tenía en sus manos las comunicaciones a que acabamos de
referirnos y, aun así, abrigaba las ideas belicosas que le hemos visto
desarrollar en el Consejo de Estado, no procurara fortificarlas y acreditarlas
con un esfuerzo general y grande que le proporcionase el triunfo, sinceramente
o no augurado por él en la célebre sesión del 14 de Marzo.
Ni se distinguían por los
horizontes políticos de aquel año síntomas en los de las fronteras orientales y
septentrionales de Francia que ofrecieran confianza de un éxito que Godoy daba
por seguro y decisivo. La Coalición se mostraba en la frontera del Norte de
Francia tan dividida en cuanto a las operaciones y los consejos de los
generales como a los intereses de las diferentes naciones que la formaban. A la
victoria de Nerwinden, que había dado por fruto el
más importante la defección del general Dumouriez; a la conquista de Maguncia
por los Prusianos y a la de Valenciennes por los
Austríacos, que, con la sublevación de la Vendée, habían provocado el
advenimiento de la era del Terror y la conscripción general de toda la juventud
francesa desde la edad de 18 años a la de 25, había sucedido en el campo de los
aliados una paralización que dejó sin fruto triunfos, al parecer tan decisivos
para el éxito de aquella guerra. Parece que después y con la retirada de los
ejércitos franceses de los campamentos de Tamars y de
César, se abría Francia a la acción incontrarrestable de los ejércitos de la
Coalición; pero reinaba en ellos, o por mejor decir, en sus soberanos y, por
consiguiente, en sus generales, la división, según acabamos de decir, de los
intereses particulares por que cada uno de ellos se veía impulsado.
Francia, según sus planes,
debía desaparecer como nación unida y como muro de separación entre las que
constituían la Europa septentrional de las del Mediodía. Cada uno de los
coaligados quería para sí una parte de ella, la que política o estratégicamente
pudiera convenirle más; y en el concierto general que acompañaba al militar de
su alianza, se había formado un mapa donde se reducía a Francia al mismo
miserable estado de fraccionamiento que caracterizaba el de la dividida e
impotente península italiana. El rey de Prusia, sin embargo, atento más que
nunca al engrandecimiento de su corona por la parte de Polonia, la segunda
parte de cuya repartición estaba entablada en los Gabinetes también de Austria
y Rusia, se mostraba poco activo y aun flojo de voluntad en sus operaciones
contra la Francia, a punto de hasta desistir de ellas para animar con su
presencia y la de sus tropas la acción que se había propuesto en las orillas
del Wartha. Afortunadamente para la Coalición se
resolvió ese punto interesantísimo a gusto de Federico Guillermo, firmándose el
tratado de repartición por él tan deseado; y cediendo entonces a los ruegos y
consejos del Emperador y de Inglaterra, pudo el ejército reunido de los
Alemanes forzar las líneas francesas de Wisemburgo,
aunque sin los resultados que debían esperarse por no haber desaparecido del
todo las causas de desconfianza que producían aquella circunspección, verdaderamente
germánica, que al fin había de dar a la Francia la victoria más completa.
No tardaron, así, en
sentirse los efectos de aquella división que se iba haciendo característica en
los aliados. Los Ingleses y Austríacos tenían que levantar el sitio de Dunkerque,
batidos en Hondschoote el 11 de Septiembre de 1793;
el general Jourdan derrotaba, un mes después, a los
Austríacos en Watignies, y con la cooperación del célebre
Carnot, que entonces comenzó su gloriosa carrera militar, tan desatendida
después por Napoleón, alzaba el bloqueo de Maubeuge;
Lyon y poco más tarde Toulón caían en poder de los convencionales, y todos los
enemigos de Francia, no poco desanimados, se entregaban al descanso y a sus
recíprocas recriminaciones en los cuarteles de invierno. Sólo en la frontera
española y en La Vendée quedaban humilladas las armas francesas al terminar el
año de 1793; pero, aun allí, podían preverse y aun se sentían síntomas de una
reacción por parte de Francia, que auguraban, con un triunfo decisivo, la
liberación completa de su territorio y el fracaso de aquella alianza general
de las potencias europeas, que poco antes amenazaba su existencia política y su
influjo, por consiguiente, en el equilibrio de las naciones que tienen su
asiento en este viejo continente.
Y era que a la división y a
la discordia, mejor de dicho, que imperaba en las filas de los aliados, iba á
oponerse lo que ellos no esperaban: la unión de las voluntades en Francia, si
impuesta, en no pequeña parte, por el miedo a aquel Gobierno feroz y
sanguinario que parecía iba a aniquilarla, estimulada por el patriotismo que en
todo pueblo viril excita la presencia del extranjero en su suelo.
Ejercía sus estragos el
Terror con una violencia que parecía iba a acabar con las fuerzas todas de
Francia; a tal número se elevaba ya el de sus víctimas, y en tales proporciones
destruía los intereses que parece debieran sostener los esfuerzos
extraordinarios que desplegaba en la guerra. Allí no regía otro principio ni
debía seguirse otro sistema que los del exterminio de cuantos no se dejaran
llevar de aquel delirium tremens que embargaba el corazón y la inteligencia de
los que, a fuerza de violencias y excesos horrendos, habían logrado
sobreponerse a todos y regir arbitraria y despóticamente a la nación francesa,
tan arrogante siempre. Y, sin embargo, esto, que parece pudiera sublevar los
ánimos y elevar los caracteres de gentes que siempre han presumido de una
independencia verdaderamente genial, provocando entre todas ellas el desorden,
la indisciplina y la rebeldía, que debieran traducirse en una guerra civil por
todas las provincias de la República, sólo produjo unos que podríamos llamar
chispazos en las regiones occidental y meridional, en cuyos sucesos nos hemos
ocupado anteriormente. El miedo, la prudencia si se quiere, había llevado a
los más moderados o indiferentes a las filas del ejército, único abrigo contra la
crueldad de aquel Gobierno; y los que nada tenían que temer de él y la masa
inmensa de los que no podían presenciar impasibles la profanación del suelo
patrio, acudían también a las filas para rechazarla y vengarla.
No eran estos últimos los
mejores adalides de la independencia de Francia; que todo el mundo sabe que,
salvo raras excepciones, los famosos voluntarios, más que de utilidad,
sirvieron de estorbo y ofrecieron graves dificultades a los generales franceses
en el mando de los ejércitos. Pero la conscripción general a que antes nos
hemos referido, esto es, la que también hemos llamado constitución armada de
toda Francia, produjo, no sólo un número de soldados nunca visto hasta entonces
en tanta y tanta guerra como había asolado a la Europa central, sino el
entusiasmo en ellos que les daba la mutua comunicación de todas sus clases, la
comunidad de peligros y de la gloria, uno de los móviles más poderosos en la
nacionalidad francesa, y el ansia, sobre todo, de mostrar que ni las divisiones
intestinas, ni la acción más enérgica de cuantos enemigos pudieran combatirla,
lograrían entibiar su impetuosa iniciativa y su furia característica.
Ofrecíanse, pues, en perspectiva
para la campaña de 1794 ejércitos numerosos como nunca, y si adoleciendo de la
indisciplina, entonces circunstancial por tantas y tan hondas causas de
desmoralización, y aun con el grave defecto de haber de instruirse en el
ejercicio de las armas a la vista y bajo la acción del enemigo, muchos al fin y
en disposición de a la primera victoria constituirse en los más activos y
hábiles de Europa, como preparándose para, años adelante, alardear del título,
para nadie como para los Franceses halagüeño, de invencibles. Pronto los
veremos abandonar su actitud defensiva de la campaña anterior, tomando la
ofensiva en todas las fronteras, la que siempre ha formado el ideal y
constituido la aspiración que mejor cuadra al soldado francés.
Tal era la situación de
los beligerantes en aquella guerra durante los primeros meses de 1794, época en
que, como hemos visto, se discutían en las esferas del Gobierno español la
conveniencia o no de continuar la guerra y los procedimientos que habrían de seguir
los generales encargados de hacerla en caso afirmativo. Ya con eso y con el
ofrecimiento, no poco temerario en Godoy, de reforzar los ejércitos de la
frontera pirenaica hasta equilibrarlos en número con los franceses, oferta no
sostenida por el ministro de la Guerra conde de Campo-Alange, más sesudo y más
experto que el nuevo capitán general, árbitro entonces de los destinos de
España, salían de Madrid para sus respectivos destinos D. Ventura Caro,
olvidado en las interminables listas de recompensas otorgadas por la campaña
anterior, el que, después de Ricardos, había sido su primero y más glorioso
actor, y el príncipe de Castelfranco, llevando
pendiente de su cuello el collar de la insigne Orden del Toisón de Oro, como
premio a los servicios que, a su vez, había prestado, si no por sus deseos muy
inferiores a los de su colega de los Pirineos occidentales, por la condición
geográfica de la frontera cuya defensa se le habla confiado.