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REINADO DE CARLOS IV

CAPÍTULO VI

TOULÓN

Del 18 de septiembre al 18 de diciembre de 1793

 

 

Cuando tenían lugar en la frontera española los sucesos militares que acabamos de describir en los capítulos anteriores, presentaba Francia en sus provincias del Norte el espectáculo de otra lucha parecida, pero más formidable, con los ejércitos alemanes de la coalición, y en las del Mediodía y Occidente el de la mayor anarquía y guerra civil. La República se encontraba sola en tan colosal contienda y para mayor desgracia con enemigos formidables dentro de su misma casa. A su principal y más encarnizado adversario, el Austria, hemos visto que al poco tiempo de su ruptura se habían unido, primero Prusia y luego Cerdeña; y cuando la cabeza de Luis XVI cayó rodando en el patíbulo, no ya España, cuyo soberano habría de vengar tamaño atentado, sino que Portugal también y por fin Gran Bretaña comprenderían que ya no eran compatibles con sus instituciones y su decoro comercio alguno político ni aun la paz con la Convención, manchada de sangre tan generosa y crímenes tan horrendos. Y, sin embargo, todos estaban ciegos, según Thiers; el emperador de Austria, el reyezuelo de Cerdeña y el monarca español por su parentesco, y Holanda, llevada de sus pasiones aristocráticas, se armaban contra Francia, aliada natural y protectora de algunas de esas naciones; la emperatriz Catalina por la frívola utilidad, añade el célebre historiador, de adquirir algunas provincias, la Polonia nada menos, e Inglaterra, en cuyo solo provecho redundarían tamaños sacrificios, siendo la enemiga, también natural, de todas y su explotadora en la guerra como en la paz y en el comercio general del mundo.

Pero si todo eso creaba para Francia una situación muy difícil de salvar con fortuna, ya que la de las armas es tan voluble, la sublevación de algunas de sus más importantes ciudades y, peor aún, la de una provincia, toda ella levantando pendones por la causa monárquica, la agravaba a un punto de que sólo un esfuerzo, hasta entonces improbable, lograría sacarla airosa. Mientras la guerra internacional ofrecía sus vaivenes en Bélgica y el Rin, donde la defensa parecía imposible para Francia, de tantos enemigos acosada, a los que habría de añadir los Ingleses que pronto iban a entrar en acción y los Holandeses que ya asomaban por el Norte de los Países Bajos, combatidos por ejércitos desnudos y hambrientos, mandados por generales como Dumouriez, en vísperas de abandonar la patria, y Custine, próximo a sucumbir en la guillotina, el Midí manifestaba su desvío a la causa republicana sublevándose en Marsella, Lyon, Burdeos y otras poblaciones considerables por su vecindario y riqueza, y La Vendée, en Occidente, organizaba ejércitos prontos a medirse con los de la Convención proclamando el restablecimiento de la monarquía y del culto católico. El Tribunal criminal extraordinario, la Junta de salvación pública y el triunfo de Marat no podían dar otros resultados; ni la derrota de Neerwinden y la evacuación de Bélgica, como los triunfos de los Españoles en la frontera pirenaica, dejarían de animar a los disidentes para sus proyectos de restauración en unos, y para mantener, en otros, sus rivalidades de localidad con París, sostenidas en la Convención por el partido, ya en riesgo, de los Girondinos.

Lyon, devorada por las facciones a que tanto calor daba su condición eminentemente industrial y mal avenida con las exageraciones que predominaban en París y la tiranía de su municipio, compuesto de lo más abyecto de la ciudad y regido por el sanguinario Chalier, se había alzado en Mayo de 1793 y se vio, aun protestando de su adhesión a los principios revolucionarios, obligada a resistir las imposiciones de la Convención que mandó contra ella un ejército de 60.000 hombres que acabaría por reducirla. Estériles resultaron los esfuerzos hechos por la mayor parte de los pueblos de la Provenza para socorrer a Lyon; el general Carteaux, enviado por Kellermann desde el ejército de los Alpes, dispersó las tropas que se dirigían a la ciudad sublevada y tras de ellas y con ellas penetró en Marsella, que volvió a sufrir todos los furores de los que ya no encontraban otra manera de gobierno que el del Terror.

En estado semejante y alentada con el ejemplo que ofrecía todo aquel territorio meridional en que, aun habiéndose aceptado la Constitución de 1791, predominaban el espíritu religioso y el de la antigua monarquía francesa, los Toloneses habían rehusado también la obediencia a la Convención, manejada ya sin contrapeso alguno por Robespierre y sus feroces satélites. Érales ya al clero, a la nobleza y a la misma clase media insoportable el yugo que pretendían imponerles los jacobinos o montañeses, que en Toulón no eran otros que los de la clase más baja y tumultuosa del pueblo. Y no satisfechos los sublevados con su primer triunfo y temerosos de que las tropas de la Convención que operaban en la provincia sometiendo, según acabamos de decir, a los demás pueblos acordes en un todo con el alzamiento de Lyon y Marsella, pudieran dirigirse contra ellos para de nuevo sujetarlos, se decidieron a llamar en su auxilio a la escuadra inglesa que surcaba el mar frente a su magnifico puerto. Eso era tanto como divorciarse completamente de la Francia revolucionaria; y aun cuando quiso resistirlo el contraalmirante Saint-Julien, segundo jefe de la escuadra francesa allí presta, compuesta de 22 navíos, 8 fragatas y otros 25 barcos de menor porte, los Toloneses dispusieron los fuertes de tierra para hacer respetar su voluntad y, al saber la entrada de Carteaux en Marsella y el peligro que corrían, hicieron encender los hornos de las baterías de la rada, decididos a someter inmediatamente la flota o a quemarla.

Saint-Julien tuvo que huir con algunos pocos de sus barcos, aunque para presentarse luego a los aliados que lo enviaron a Barcelona; pudieron Ingleses y Españoles penetrar en la bahía, y se proclamó en la ciudad a Luis XVII como legítimo heredero del trono de Francia.

Al entablar el almirante Hood sus negociaciones con los Toloneses para la toma de posesión de aquella insigne ciudad y de su puerto y arsenal, la escuadra española al mando del teniente general D. Juan de Lángara, destinada a cruzar frente a las costas de España y Francia en apoyo del ejército de Ricardos, tuvo aviso, por un barco enviádole por Hood, de suceso tan trascendental para el éxito de aquella guerra, e inmediatamente se hizo a la vela a fin de aprovecharlo. Tanta fue su diligencia que, habiendo dejado la costa española la mañana del 27 de Agosto con 17 navíos, una fragata y un bergantín, se presentaba al día siguiente frente a Toulón, donde recibió una carta de la ciudad pintándole las tristes circunstancias en que se hallaba y la urgencia de su socorro

Por aquello de que parece menos bochornoso atribuir, las propias desgracias a los poderes más altos o robustos, los Franceses, al recordar la de Toulón, suelen referirse a los Ingleses en cuanto a la entrega de su famoso puerto de la costa mediterránea; pero consta de una manera incontestable que el almirante Hood, no sólo avisó a Lángara de las intenciones de los Toloneses para que se le uniera inmediatamente, sino que no se permitió entrar en la rada antes de hacerlo la escuadra española. «Entraron, dice el parte de Lángara, las escuadras en el puerto a un mismo tiempo bordeando, precedidas de los dos comandantes generales y mezclados los navíos, pero en disposición de poder forzarlo; y a las once del día (del 29) no quedaba uno a la vela, sin que en tan difícil maniobra hubiere el menor descalabro.»

Era D. Juan Lángara uno de los generales más ilustres de la marina española, tan entendido en el arte naval como experto en la lucha con los elementos y los hombres. Vascongado de origen aunque nacido, según parece, en la Coruña, hacía 43 años que comenzara la carrera bajo la dirección de su sabio maestro D. Jorge Juan que, después de elegirle para el curso extraordinario de las matemáticas sublimes, le había enviado a París a completar su instrucción; con lo que, al practicar sus estudios en los mares, mereció muy pronto, como dice en su biografía el vicealmirante D. Francisco de Paula Pavía «el concepto de oficial sobresaliente, de quien se echaba mano en todas las ocasiones de importancia y sobre todo para las navegaciones difíciles». Pronto obtuvo, de consiguiente, mandos de buques y aun de escuadras con que recorrió los mares más apartados y peligrosos y tomó parte en combates que, si desgraciado alguno, como el del cabo de San Vicente, le sirvieron todos para revelar las altas dotes de inteligencia y de valor que lo encumbraron a los primeros puestos de la marina. Por eso en 1793 fue elegido para el mando de la escuadra que debía bloquear las costas francesas del Mediterráneo, teatro de la lucha que acabamos de describir, y con la que le vemos ahora aparecer en las aguas de Toulón.

Antes de penetrar en la rada había Lángara nombrado al jefe de escuadra D. Federico Gravina, para que con varios navíos protegiese el desembarco de unos 1.000 hombres que, a las órdenes de un capitán de navío, ocuparan los fuertes exteriores y la plaza en unión con los Ingleses. Entretanto, los dos almirantes harían desarmar los navíos franceses allí hallados; quedando así aquel magnífico establecimiento naval bajo la protección de las dos naciones aliadas y a la sombra de la bandera legítima de la Francia, que se hizo tremolar en todas partes.

Era además urgente poner la plaza de Toulón en estado de defensa, ya que el general Carteaux, vencedor de los Marselleses y de todas las agrupaciones realistas y federales que se habían levantado en la Provenza proclamando al soberano legítimo o en son de protesta por los atropellos de la Convención, podía presentarse de un momento a otro y destruir de un solo golpe la obra toda de restauración emprendida por los Toloneses. Ya el día 30 fue necesario hacer una salida de la plaza con 500 hombres, 200 entre ellos de la marina inglesa, para dispersar una fuerza de los convencionales que se había adelantado a Ollioules, punto próximo que poco después serviría de cuartel general al ejército que se preparaba a emprender el sitio de la ciudad rebelde. Era, pues, urgente llevar a Toulón fuerzas terrestres que lo defendiesen; y las dos escuadras, española e inglesa, destacaron parte de sus buques a fin de poder conducir de Cataluña, Gibraltar, Génova y Nápoles tropas de las cuatro naciones que, representando a la coalición, se emplearan en asegurar aquel emporio para el soberano de Francia que acababa allí de proclamarse. Y contribuyendo el general Ricardos con varios regimientos de infantería, sacados de su ejército a favor de las victorias que acababa de obtener, la guarnición de Gibraltar con 2.000 de sus soldados, y Cerdeña y Nápoles con los que les permitían sus diversas atenciones de los Alpes y la costa, se formó en Toulón una fuerza de hasta 16.000 hombres que se dividieron bajo el mando de sus respectivos jefes las posiciones más convenientes para contrarrestar el ímpetu, primero, del ejército de Carteaux y después el de Dugommier que, con las eficacísimas inspiraciones del comandante de artillería Buonaparte, había de destruir la halagüeña esperanza de los Toloneses y sus aliados, la de asentar allí la piedra fundamental del gran monumento de la restauración en Francia.

Como los almirantes habrían de quedar en la rada con sus respectivas escuadras, se convino en que el general inglés O’Hara, que llegó al poco tiempo, se hiciera cargo del gobierno de la plaza. El general Gravina obtuvo el mando de las tropas españolas que, según iban llegando de la Península, eran dirigidas a los fuertes exteriores, quedando el menor número en alojamientos que por su desnudez, ya que ni camas se pudieron proporcionar en ellos, produjeron un gran malestar en los alojados y no pocas enfermedades. Y como lo urgente del servicio a que habían sido llamadas aquellas tropas al embarcarse en España, no había permitido proveerlas de lo necesario para resistir la intemperie y las privaciones consiguientes al destino que se las diera en la defensa de una plaza cuya primera atención sería la de tener muy alejado al enemigo para resguardar la escuadra de sus fuegos, fueron no pocas las privaciones y miserias que hubieron de sufrir; haciéndose, eso sí, más gloriosa con eso aquella excepcional campaña

Las fortificaciones de la plaza estaban bastante descuidadas cuando fueron los aliados a ocuparlas, y hubo necesidad de hacer en ellas reparos importantes así como de ocupar en las cercanías las posiciones de mayor relieve y más ventajoso dominio sobre las de los futuros sitiadores, atrincherarlas y guarnecerlas de tropas y artillería. Los habitantes se mostraron desde el primer día agradecidos a la intervención militar de nuestros compatriotas, en quienes veían la generosidad y desapropio que les distingue en ocasiones, como aquélla, patrióticas a la vez que humanitarias. No así con los Ingleses, cuyo orgullo llegó a hacérseles insoportable; lo cual, unido a la idea de que aquellos insulares, siempre utilitarios, mejor que la cooperación a una causa justa y altamente política como la de la restauración monárquica en Francia, buscaban el absoluto dominio en los mares por la destrucción o el acaparamiento de las escuadras de su secular enemiga y rival, produjo en el pueblo un disgusto notable y en las autoridades los rozamientos a que tantas y tan trascendentales causas habían de dar lugar. El almirante y los Sres. Elliot y O’Hara, comisarios plenipotenciarios del rey de Gran Bretaña, publicaron una declaración en que S. M. B., a vueltas de dar seguridades de su conformidad con las leyes que desde antiguo regían en Francia aunque con las modificaciones que se creyeran convenientes, se atribuía para sí solo la dirección de todos los asuntos, así administrativos como civiles y militares, de aquella ciudad y de cuántas pudieran sus naves y tropas arrebatar en adelante a los revolucionarios franceses. Esa era la política tradicional inglesa, y no era de extrañar por los que hubieran podido observarla en la historia principalmente de aquel siglo; así es que se creó en Toulón tal estado de desconfianza en unos, de celos y mortificadoras preocupaciones en otros, y de disgusto en cada uno y todos los aliados, no Ingleses, que pronto se traduciría en discordia y en el malogro, por fin, de una empresa que antes inspiraba las más halagüeñas esperanzas.

Antes de que estuviesen reunidas todas aquellas tropas, pero antes también de que hubieran llegado las revolucionarias que acudían del ejército de los Alpes para formalizar el sitio que inmediatamente trataron de poner las de Carteaux, procedentes de Marsella, raro fue el día en que no tuviera lugar algún choque en las inmediaciones de Tolón. Ya hemos dicho que al siguiente del de su entrada había sido necesario rechazar una fuerza de los convencionales que se presentó en Ollioules; y, desde entonces, con objeto semejante y el de proteger la construcción de atrincheramientos o fuertes en las posiciones inmediatas, hubo que trabar con los revolucionarios una lucha que no cesó hasta el abandono de aquella plaza y de su puerto. El 6 de Septiembre el teniente coronel Bret, con tropas de su regimiento de Hibernia y algunas de Mallorca, desalojó a las francesas de la altura de Santa Bárbara a que habían avanzado desde las del grande y pequeño Zervau; pero el 7 fue preciso abandonarla por falta de municiones y la presencia frente a Ollioures de toda la división Carteaux, cuyos progresos por el camino de Marsella hubo que contener con una salida de fuerzas de todas naciones, dirigida hábilmente por el brigadier Izquierdo, al apoyo de otras de Gravina.

Así se continuó escaramuceando hasta el 18, en que los enemigos descubrieron ya varias baterías para hostilizar a los buques ingleses y españoles acoderados a la costa, y el 20 en que, temerosos los almirantes de los estragos que pudiera sufrir la escuadra si no se ocupaba alguna posición desde la que se impidiera el alcance de la artillería sitiadora, construyeron un robusto atrincheramiento en L’Eguillette, el histórico Petit Gibraltar designado por Buonaparte como la llave de Toulón.

Se conoce que ya había llamado la atención de los Franceses, porque el 21 atacaron aquella altura con fuerzas considerables divididas en tres columnas; pero atraídos con hábil astucia por nuestras avanzadas hasta el pie del atrincheramiento, bien provisto ya de artillería y municiones, obtuvieron tan terrible acogida que, sin la oscuridad del crepúsculo, lo próximo de un bosque al cual se retiraron y el cansancio de los defensores, hubieran sido completamente destruidos. Si los Franceses continuaron levantando baterías a cuyo fuego contestaban nuestros navíos, las flotantes y bombardas, Gravina las levantaba también en los puntos más importantes para la defensa, armándolas con piezas de grueso calibre que no pocas veces desmontaron las del enemigo. En los días del 25 del referido mes de Septiembre al 1 de Octubre la lucha se encendió más y más según llegaban refuerzos a uno y otro campo; logrando, empero, los aliados rechazar cuantos ataques y asaltos intentaron los Franceses sobre los fuertes de Farón, Pomets y la Masque.

El ataque de esta última posición constituye una de las glorias más puras de Gravina, a quien valió una corona de laurel que las secciones de Toulón le ofrecieron al pie del lecho a que fue llevado gravemente herido, y el ascenso a teniente general de la armada que le otorgó su soberano. Se había perdido la posición de la Masque, que domina el fuerte de Farón; y siendo necesario recuperarla antes de que el enemigo la artillara, la atacó Gravina con 1.500 Españoles, Ingleses, Sardos y Napolitanos, ganando la altura hasta muy cerca del reducto en construcción que la coronaba. Le esperaban los Franceses en dos líneas avanzadas que los aliados arrollaron luego, echándolos por fin de la posición después de causarles muchas bajas; pero no sin experimentarlas y, entre ellas, la de Gravina que, herido en una pierna, quedó inutilizado por casi todo el tiempo restante del sitio, y las de varios oficiales extranjeros y el español D. Carlos O’Donnell, padre después de nuestro primer duque de Tetuán. «Recibid, decían a Gravina los comisarios de Tolón, este ramo de laurel, que siempre fue el premio de la victoria; este homenaje sencillo y modesto es muy propio de guerreros que más bien combaten por la humanidad que por la gloria: haced partícipes de él a los compañeros de vuestras armas, a aquellos generosos soldados dignos de pelear a las órdenes de un Jefe tan intrépido.»

Se conoce que Gravina se había mostrado tan temerario en el combate que, a renglón seguido, añadían aquellos señores: «Émulo de los héroes de la antigua Grecia; permitid en fin a unos hombres cuyo amor habéis adquirido tan justamente, os rueguen que moderéis vuestro ardor guerrero; y que conservéis para nosotros y para vuestros intrépidos soldados los preciosos días de su denodado Jefe. Aquiles, el invencible Aquiles no era invulnerable: no nos expongáis, pues, a que los sentimientos de alegría debidos a vuestro valor y a vuestras gloriosas victorias sean acibarados con lágrimas de dolor»

Este es, en nuestro concepto, el lugar más propio para decir quién era el general Gravina.

Había nacido en Palermo de padres que, descendiendo de los reyes españoles de Sicilia, se naturalizaron en nuestra patria a principios del siglo último, después de haber sufrido hasta la miseria por no reconocer otros soberanos en su isla, por lo cual obtuvieron la grandeza de España en el título de duques de San Miguel. A los 19 años, en el de 1775, sentó plaza de guardia marina en Cádiz, de donde el 77 salió para el Río de la Plata, en que hubo de prestar servicios importantes como después en los sitios de Mahón y Gibraltar, mandando en el último la flotante San Cristóbal que pereció en las llamas. Capitán de navío por su mérito en aquella fatal jornada y brigadier en 1789, ya le vimos conquistarse el empleo de jefe de escuadra en Orán, sin por eso desistir del estudio del arte naval lo mismo en Inglaterra que en los varios países que le consintió la paz recorrer, hasta que, sobreviniendo la guerra de que ahora se está tratando, volvió a España para tomar el mando del navío San Hermenegildo, con el que entró en Toulón a las órdenes de Lángara, su antiguo jefe.

A esa acción siguió la del día 8 del mismo Octubre, muy notable para nuestro propósito, pues que la circunstancia de haber clavado los Españoles tres cañones de  24, uno de 6 reforzado y dos morteros de 14 en una batería enemiga, nos pone de manifiesto la presencia de Napoleón en el campo de los sitiadores. Porque en uno de sus primeros despachos, el dirigido al ministro de la Guerra en 14 de Noviembre, dice el entonces comandante de artillería que cuando llegó al frente de Toulón no había allí más que algunas piezas de campaña, 2 de 24, 2 de 16 y 2 morteros, y añade luego que al poco tiempo tenía 14 cañones, 4 morteros y cuanto pudiera necesitar para la construcción de varias baterías

Así es que para el tiempo a que nos vamos refiriendo se podía observar ya en el ejército francés una tendencia marcada á apoderarse del promontorio que, con el nombre de L’Eguillette, forma la parte occidental de la gran rada de Toulón y que, por lo mismo, andaban sin cesar fortificando los aliados con un reducto llamado de Balaguier, primer objetivo de los sitiadores, y luego con el que éstos denominaban el Reducto inglés conocido más tarde por Fuerte Napoleón. Que si el Emperador, cuya celebridad comenzaba entonces, había descubierto en aquel monte el secreto de la reconquista de Toulón, los marinos que ocupaban con sus naves la bahía, comprendieron también de su parte que, una vez dueños los enemigos de tan formidable posición, no podrían mantenerse en la suya y habrían de darse inmediatamente a la vela. Por eso al tiempo que los republicanos se empeñaban en adelantar sus obras de ataque contra las defensivas de Balaguier, los aliados establecían junto a éstas un pequeño campamento y daban al fuerte mencionado tal extensión y robustez para sus muros que llegaría a constituir la llave de Toulón, el Petit Gibraltar del comandante Buonaparte. Entre las resoluciones tomadas en un consejo de guerra, celebrado en Ollioules por el general Dugommier que acababa de llegar del ejército de los Alpes, la primera había sido precisamente la de «dirigir todos los ataques contra el reducto inglés y establecer en los sitios más favorables de la extremidad del promontorio de L’Eguillette baterías que obligasen a la escuadra a evacuar la rada, incendiándola si un viento contrario llegara a oponerse a su salida». Quedaba en segundo lugar el proyecto de batir el fuerte de Malbousquet y las alturas del cabo Brun, el de apoderarse de la montaña de Farón y el de bombardear la plaza; pero todo esto con el carácter de ataques falsos que sólo se harían efectivos si las circunstancias se mostraban completamente favorables a ellos. Desde el 12 de Noviembre no pasó día en que no se celebrara alguna función de guerra frente a los puntos más importantes del perímetro de Toulón, cuyas inmediaciones se cubrieron de fuertes, bien para la defensa de la plaza, bien para su ataque, levantando para dar mayor energía a éste los Franceses una gran línea de contravalación que alejase todo temor de que, aumentando la fuerza de los aliados, pudiera correr peligro el campo mismo de los sitiadores. Pero esto último que era, como lo más conveniente, lo probable en ocasión tan solemne para la monarquía en Francia y para el éxito de la coalición, no lo era, como con razón podían temerlo sus enemigos. Porque las fuerzas aliadas, distribuidas en la plaza y sus fuertes y campamentos del exterior en una extensión de 12 kilómetros lo menos, consistían en 16.500 hombres de los que 7.000 eran Españoles, 5.000 Napolitanos, 2.000 Ingleses, 1.500 Sardos y 1.000 Franceses, guardias nacionales de la plaza.

Ese, precisamente, fue el error de las naciones coaligadas contra la República francesa en su campaña de las costas del Mediterráneo. Porque si en vez de los 16.500 hombres, y esto sin contar las bajas, siempre muchas en tales situaciones, que reunieron en Tolón, hubieran desembarcado 50 ó 60.000, no sólo habríase mantenido aquella importante plaza indemne y sin peligro alguno, sino que, fomentándose la sublevación de todas las provincias inmediatas en que, como en Lyon y la Vendée, ardía el fuego insurreccional contra los terroristas de París, la Francia monárquica encontrara allí un punto sólido de apoyo y la palanca con que habría derribado el entonces movedizo edificio de la Revolución, de tantas partes combatido. Las victorias de la Revolución francesa, más que a la característica furia de sus soldados, muchos de ellos noveles y no pocos acogidos a sus filas por el miedo, se deben a la falta de unión y conformidad en los que la com­batían, a sus métodos militares tenidos falsamente por clásicos, y al poco entusiasmo y ninguna iniciativa que revelaron en toda la campaña.

El ejemplo más elocuente que de eso puede darse es el de la defensa de Toulón, donde las rivalidades de una con otra nación de entre las aliadas, fueron el motivo, quizás mayor, del fracaso de aquella empresa.

Al resolverse la salida, lo mismo que al realizarla, no se había contado con los comandantes de artillería y de ingenieros; y de ahí el que, al reconquistar los Franceses la batería de la Convención, no se hallara en ella un oficial español o inglés de aquellas armas que inutilizase las piezas y destruyera la obra con tal preferencia y tanto esmero construida y artillada por Buonaparte para batir el fuerte de Malbousquet. Esa misma predilección le llevó uno de los primeros a la reconquista de aquella batería, y tan diligente anduvo en la reparación de las piezas que, a los pocos momentos, hacían éstas llover sobre los aliados un mar de proyectiles que aumentaron el desorden en que se acogían a la plaza. Los Franceses, si flojos al comenzar la lucha, pelearon después hasta con encarnizamiento, con el ejemplo particularmente y el impulso que les dio su general Dugommier, de quien decía Buonaparte se había batido con un valor verdaderamente republicano, que se conoce era muy distinto del que desplegaron después los Murat, Lannes y Ney a las órdenes del emperador Napoleón.

Las pérdidas de unos y otros de los combatientes fueron considerables, mayores por supuesto las de los aliados, ascendiendo a la de 12 oficiales Ingleses muertos o heridos, 10 Españoles y 6 Sardos o Napolitanos con 100 de la clase de tropa y más de 200 prisioneros o extraviados. Pero más que el número de esas bajas impresionó a Toloneses y aliados la idea de que, según aumentaban los sitiadores de recursos, disminuían los de la plaza y, lo que era peor, iba también menguando el primer entusiasmo con la perturbación, sobre todo, que habían introducido en los habitantes y la mayor parte de las tropas el orgullo y el exclusivismo, harto sospechosos para todos, que ostentaban los Ingleses.

Con eso era muy fácil de comprender que se acercaba el momento de una crisis que no dejaría de ser funesta para Toulón y sus defensores, los que si pudieron, durante los primeros días de Diciembre, mantener sus posiciones, aunque siempre combatidas y aun bombardeadas por la artillería inmensamente superior de los enemigos, fue a fuerza de pérdidas, la de la esperanza, entre las más graves, del éxito de su empresa. ¿Cómo, en efecto, resistir la acción de 11 baterías que no cesaban de dirigir sus fuegos contra el fuerte de Malbousquet, su campamento y los reductos de L’Eguillette, sin por eso dejar de batir con otras varias las posiciones de la parte oriental de Farón y cabo Brun, tan esenciales también para la suerte de la defensa? Pero ya el 14 se había observado un grupo de generales y otros oficiales del Estado Mayor republicano que reconocían la posición del reducto que los Franceses llamaban el pequeño Gibraltar y los aliados de Mulgrave, por el nombre de uno de los jefes ingleses que quizás hubiera hecho observar la gran importancia que tendría en aquel punto un fuerte para la seguridad de la escuadra. Ese reconocimiento, sumamente minucioso pero sin que se interrumpiese el fuego, creciente cada día, de las baterías francesas, daba bien a conocer que, como antes hemos dicho, se acercaba el período más crítico dé aquélla campaña.

Parecía que la lluvia, que no cesaba de caer en los días 15 y 16, serviría para dilatar el momento del combate; pero, aun siendo copiosísima en la madrugada del 17, los republicanos, desembocando de la Seyne, una aldea situada al pie del reducto, emprendieron su ataque por dis­tintos puntos con la fuerza de unos 12.000 hombres dividida en varias columnas. Los Napolitanos, que se mantenían en un pequeño campamento a retaguardia de la posición, fueron los primeros en sufrir el empuje de una de aquellas columnas y también en entregarse a la fuga hasta la orilla del mar, donde se embarcaron. Españoles e Ingleses cubrían los puestos avanzados de la derecha y, aun cuando resistieron con valor el primer ataque, les fue imposible sostenerse más ante la masa imponente de los enemigos, que los abrumaron primero con su fuego y después con sus cargas de bayoneta. Sin embargo, donde el combate adquirió las mayores y más terroríficas proporciones fue en el asalto del reducto, cuando las divisiones francesas de los generales Labarre y Víctor, aunque equivocando las instrucciones que habían recibido, emprendieron el ataque con todas sus fuerzas. No bastaron a detenerlos las obras exteriores ni un alto espaldón que hallaron a su frente defendido por toda clase de fuegos directos y de flanco de fusilería y artillería. La mortandad se hizo horrorosa, necesitando los asaltantes cubrirse unos a otros y hasta los vivos con los muertos para llegar a aquel parapeto que acabaron por ganar con su mutua ayuda por las mismas cañoneras que parecían vomitar la muerte sobre las filas enemigas. Una vez dentro los más valientes, ágiles o afortunados, el combate tomó el carácter personal, de cuerpo a cuerpo, en el que los Ingleses de la guarnición, favorecidos por el fuego de un recinto interior que no esperaban encontrar los Franceses, obligaron a éstos a retroceder por las mismas cañoneras por donde habían entrado. Igual suerte tuvo otro segundo asalto, hasta que, en el tercero, lograron los republicanos establecerse ya sólidamente dentro del espaldón. «Entretanto, dicen los autores de la tan conocida historia de Victoires et Conquétes des Français de 1789 à 1815, los gritos de victoria y desesperación, los desgarradores de los heridos, el estampido del rayo que retumba en aquel teatro de carnicería y que domina el fragor de las armas, la lluvia que cae a torrentes, la resistencia obstinadísima de los Ingleses ofreciéndose a la muerte, todo contribuye en los primeros instantes a introducir en las filas republicanas un desorden que el enemigo iba quizás a aprovechar para librarse por tercera vez, cuando nuevos asaltantes ocupan el lugar de los primeros, ya extenuados por el cansancio, y mantienen la ocupación del reducto. Caen en su poder todos los traveses, los artilleros ingleses son degollados sobre sus piezas y los soldados de la guarnición muertos o dispersos. Todo esto sucedía en la oscuridad de la noche que, si era posible, aumentaba el horror de escena tan sangrienta.»

Ya no era posible sostener las demás posiciones de aquel famoso promontorio de L’Eguillette y, aun cuando el general Izquierdo, que mantenía algunas de nuestras tropas a retaguardia, las formó y con ayuda de otras que se sacaron de la escuadra llegó a intentar el recobro del reducto formándolas en dos columnas de ataque, pronto vio lo impracticable de su proyecto ante el número de los enemigos que se le oponían. Hubo, pues, de limitar su acción a la de mantenerse firme en una batería en que, ayudado por el fuego de los buques y cañoneras de la escuadra, logró sostenerse hasta la noche siguiente, protegiendo desde allí la retirada y el embarque de cuantas tropas no habían podido verificarlo hasta entonces.

No fue menos afortunado el general Lapoype en la zona oriental de Tolón, en que tenía el encargo de apoderarse de las posiciones fortificadas de los aliados, entre las que descollaba por su importancia la tantas veces citada de Farón. Una hora antes de amanecer el general francés había organizado los 8.000 hombres de su mando en dos columnas, de las que si la primera fue vencida al escalar la montaña de Farón, erizada de caballos de frisa y de grandes rocas que los defensores hicieron rodar sobre los republicanos, la segunda, dirigida a los desfiladeros de Leidet, que nuestra tropa conocía con los nombres de la Masca y del Monje, pudo superar los débiles obstáculos que se le opusieron. El establecimiento, con todo, de una gran batería que plantaron los Franceses contra el reducto de Farón y, por encima de su fuego y del de las varias columnas con que se preparaban a atacarlo, la noticia del asalto del fuerte de L’Eguillette, obligaron a los Ingleses a abandonar aquella posición después de una muy ligera resistencia.

La campaña estaba perdida; cuantos fuertes formaban el recinto exterior de la plaza, tardarían poco en ser ocupados por los sitiadores y ya no cabía abrigar esperanza alguna de salvación aun en los ánimos más optimistas de los Toloneses y de los aliados sus protectores. Un consejo de guerra celebrado la mañana del 17 en el alojamiento del almirante Hood por todos los generales de mar y tierra que había en Toulón, resolvió, después de oír también a los comandantes de artillería e ingenieros, Españoles e Ingleses, que se evacuase la posición de Balaguier, única que ya quedaba en L’Eguillette, y se abandonó antes de anochecer sin que los sitiadores se atrevieran a estorbarlo ni a perseguir a sus presidiarios, que así pudieron embarcarse sin contratiempo alguno. A la mañana siguiente, la del 18, se retiraron también las guarniciones de los dos fuertes de San Antonio y de los de San Andrés, Pomets y los Molinos, dejando en Malbousquet y Mississi la orden de resistir todo el tiempo que fuera posible para preservar la plaza de un ataque prematuro, ínterin sus jefes tomaban las providencias necesarias a fin de evacuarla sin peligro para las tropas ni las naves de la escuadra Porque en aquel consejo, en que los artilleros e ingenieros, retirados a deliberar, demostraron por escrito que ni podría conservarse la plaza una vez perdidos los fuertes de Farón y Balaguier ni establecer en la península de Cepet, que domina la entrada de la bahía, un puesto, si capaz de la defensa más vigorosa, inútil para el objeto con que se proyectaba fortificarlo, se resolvió también abandonar Toulón y su rada, avisando de este acuerdo a los habitantes que desearan emigrar a quienes se facilitarían transportes y víveres, meter en los barcos sin demora los enfermos y heridos, sacar los navíos franceses armados aún y destruir los demás, y poner por fin en franquía aquella misma noche la escuadra toda de los aliados, pues era de esperar que los Franceses no perderían un momento para establecer baterías en L’Eguillette con que incendiarla.

A fin de asegurar la ejecución de todas esas providencias, se guarnecieron los muros y las baterías del recinto con las tropas procedentes de los fuertes exteriores que, después de haber clavado la artillería que en ellos dejaban, se retiraron con la claridad, de la luna y sin oposición de los Franceses que iban sucesivamente ocupando los puestos que ellas abandonaban. La población, a la vista de todo eso, se puso en la mayor alarma, y el terror que se apoderó de cuantos temían la venganza de los sitiadores llegó al colmo al observar los preparativos qué se hacían en la rada para el embarque de las tropas; siendo los Napolitanos los que con llevar sus equipajes y aun alguna de su tropa a los muelles, hicieron los primeros presumir lo inminente de la catástrofe que les amenazaba, aun antes de anunciarse el acuerdo del consejo en lo que a aquellos desgraciados se refería.

No es posible describir con todos sus detalles aquel infausto suceso, ni pintar la confusión espantable, ni las escenas de horror que presenciaron los aliados en los tristes momentos de su reembarque, con los colores sombríos que fueran de exigir en cuadro tan desgarrador. Como los momentos eran cortos y por demás apremiantes, no fue posible tener atracadas a los muelles todas las embarcaciones necesarias para el transporte de tanto infeliz a los grandes buques de la escuadra; y aumentándose por instantes el número de los que deseaban emigrar y a quienes detenía en la orilla la necesidad, además, del embarque de más de 4.000 enfermos y heridos que, como soldados del ejército, merecían una preferencia indisputable, el espectáculo de desolación y de espanto que ofrecía el muelle, el clamoreo de los que, hombres, mujeres y niños, creían ver a su espalda a los feroces sicarios de la Convención y oir sus imprecaciones y gritos de venganza, era capaz de conmover a los corazones más fríos de los que lo presenciaban. No bastaba para tranquilizar a aquellas gentes el conocimiento de que aún permanecía una gran parte de las tropas aliadas en las murallas de la plaza y en los fuertes de la Malgue, Cabo Brun y los Sablettes que los enemigos no se habían atrevido a atacar todavía, reduciendo su acción a observarlos, y llegó su terror al paroxismo al escuchar una descarga que hizo una parte de la fuerza napolitana al ir a embarcarse, motivada en el desorden producido en el pueblo por un francés borracho que arrebató su fusil a uno de los soldados que allí iban. Todo él mundo creyó que los enemigos habían entrado en la ciudad; y no hubo ya medio de calmar los ánimos a pesar de haber nuestros jefes recurrido al hábil expediente de esparcir por las calles soldados de caballería que anunciasen a los habitantes el motivo de aquel alboroto, y al de que cuando se retiraban las tropas de la muralla formasen en las plazas principales, como en demostración de que no se corría aún el peligro inminente de que se creían amenazados.

Habíase dado la orden de que toda la infantería se mantuviese hasta las siete de la noche en las murallas entre las dos únicas puertas de la plaza, las llamadas de Francia y de Italia. Otra orden, pero ya reservada y dirigida a los jefes de cuerpo, les prevenía que a las doce de la noche se emprendiera el embarque, principiándolo los Ingleses, a quienes seguirían los Sardos y por fin los Españoles, encargados de cubrir la retaguardia. Al mismo tiempo se habían dictado las instrucciones más terminantes para el incendio del arsenal y de cuantos buques franceses no pudieran ser sacados del puerto con los demás ingleses y españoles que iban a evacuarlo. Habíase preparado todo género de combustibles para llevar a cabo aquella operación, y varias lanchas cañoneras recorrían el puerto con camisas embreadas, barriles de brea, alquitrán y otros mixtos incendiarios y hasta un burlote inglés, bajo la dirección de oficiales de ambas naciones que irían comunicando el fuego por todas partes. Ya por la mañana una bomba, de las que los revolucionarios lanzaban desde el fuerte Malbousquet, había comunicado su fuego al arsenal; pero, creyendo prematuro el incendio, se logró apagarlo para que, aplicándolo a las diez de la noche, fuese simultáneo en aquel establecimiento y en toda la rada, al tiempo mismo en que las tropas emprendieran su embarque al apoyo del fuerte de la Malga en el extremo meridional del puerto.

La escena que desde aquella hora ofreció Toulón es una de las más extraordinarias que pueden registrarse en la historia, por lo imponente y conmovedora. No sólo muchos de sus historiadores, sino que el mismo almirante de la escuadra española la compararon con la que debió ofrecer Troya el día de su destrucción; y no es de extrañar cuando, remontando la memoria á aquella noche infausta en que el humo del incendio de tantos y tan magníficos barcos como se encerraban en la dársena de Toulón, oscureciendo la luz de la luna y el inmenso clamoreo de tanto ser desgraciado como ansiaba buscar en tierra extranjera la paz que iba a negarle la suya propia, dominado a intervalos por las detonaciones de los buques preñados de pólvora y mixtos, tenga presente todavía las elocuentes admirables descripciones de los clásicos sobre los últimos momentos de la tan desgraciada, como antes floreciente ciudad de Príamo.

Decía después la Gaceta de Madrid, copiándolo, sin duda, del parte de Lángara: «Entre las varias posiciones de nuestra escuadra en aquella noche, así para estar menos expuestos al fuego de los enemigos como para facilitar que atracaran muchos barcos del país cargados de familias, tuvo mucho en que ejercitarse la piedad, pues el corazón más inhumano y empedernido debió a tal ocasión penetrarse de dolor; los padres preguntaban por sus hijos, los maridos por sus mujeres y todos por los suyos, muchos calados por haberse arrojado al agua para coger el barco que salía, en cuya operación se ahogaron no pocos de ellos, dejando las mujeres recién paridas sus camas para substraerse de la cuchilla de los enemigos, formando todo el aspecto más lastimoso que puede concebirse, sin que aun hubiese llegado el momento tremendo del incendio, pues era un asunto reservadísimo: ningún auxilio de cuantos pudieron facilitarse faltó a estos infelices; a todos se les recibió a bordo de los buques, y en ellos han tenido el posible consuelo en desempeño de los derechos de la humanidad. Ver Toulón fue ver Troya.»

Y si esto, como dice Lángara, fue antes del incendio, ¿cuál no sería en los momentos en que los habitantes de la infeliz ciudad se vieran iluminados por la luz siniestra de aquel horno inconmensurable, a través de cuyas llamas se descubría, por un lado, la mano que las atizaba y, por el otro, la banda siniestra de los galeotes, que habiendo logrado abrir las puertas de sus prisiones, si tuvieron la abnegación de dedicarse a la patriótica tarea de apagar el incendio, también emplearon parte de aquel tiempo en atropellar a sus compatriotas de la ciudad y entregarse al saqueo de sus casas?

No hay nada comparable a la suerte que deparó el destino a Toulón que, víctima de su patriotismo y de su empeño monárquico, si en aquellos días sufrió los males que siempre acompañan a la ocupación extranjera, tuvieron al siguiente que experimentar los horrores que en ella ejercieron los sicarios de la Convención, aguijoneados por la venganza y el ansia de asentar sobre cimientos inundados de sangre el período del Terror comenzado recientemente.

Es opinión general la de que los Ingleses se negaron a recibir en sus barcos a las familias de los francesas emigrantes de Toulón. Los mismos historiadores franceses se han complacido en hacer resaltar esa oposición inhumana de los marinos británicos; y los Españoles les han hecho naturalmente coro para rodear de una aureola todavía más brillante la acción gloriosa, a la par que llena de generosidad, de los nuestros que, con efecto, no perdieron ocasión, ni momento para revelar su gratitud a los Toloneses que tantas simpatías les habían demostrado en la larga estancia que hicieron en su ciudad. La preferencia de que fueron objeto los Españoles, bien patente en el cuidado de sus heridos y en el trato que todos recibieron, pero más todavía, en la esquivez, el miedo y hasta la repugnancia que Toulón demostró a los Ingleses, merecían, en efecto, la incomparable y generosa conducta de nuestros compatriotas, que constituye una de las glorias más puras de la nación española. M. Thiers ha sido el que con más calor ha tratado de echar una mancha indeleble sobre la memoria de los Ingleses en aquella ocasión. «Ni una sola chalupa, dice en su obra de La Revolución francesa, se presentaba en el mar para socorrer a estos imprudentes franceses que habían depositado su confianza en extranjeros, entregándoles el primer puerto de su patria. Sin embargo, el almirante Lángara, más humano, mandó echar al mar las lanchas y recibir en la escuadra española a todos los refugiados que cupiesen en ella. Entonces el almirante Hood, no atreviéndose a despreciar este ejemplo, ni ser insensible a las imprecaciones que contra él se lanzaban, ordenó después, aunque muy tarde, recibir a los Toloneses.»

Ya hemos visto que la resolución de amparar a los emigrantes toloneses fue tomada en el consejo de guerra por cuantos lo formaban, lo mismo Ingleses que Españoles. Si cupo a estos últimos la fortuna y la gloria de ser los más generosos en los momentos del embarque, no tendría poca parte en ella la circunstancia de ser los últimos que debían abandonar el puerto como sus tropas habían sido también las postreras en dejar la ciudad, cabiéndoles la honra de cubrir la retaguardia de cuantas habían constituido la guarnición de la plaza y defendídola de sus enemigos. Lo que si es verdad, y no podrán negar los Ingleses más apasionados por su causa, es que manifestaron mayor empeñó que en defender la de los Toloneses, en aprovechar ocasión tan favorable como la entrega de aquel magnifico apostadero a las armas aliadas, para destruir la escuadra francesa abrigada en él y reunir a sus naves las que pudieran serles útiles. Y la prueba de que ése debió ser su principal objeto es la de que, contra la opinión de los Toloneses y del gobierno español que deseaban se hiciera de aquella plaza la base de operaciones en el Midí para, levantando el espíritu realista allí predominante, quitar a la Revolución tan extenso e importante territorio, los Ingleses se resistieron siempre a tan útil pensamiento, limitando su acción al dominio de aquel puerto que tantas ventajas les ofrecía para los fines utilitarios que siempre han perseguido. Hay más todavía; los Franceses y los demás aliados proyectaban constituir en Toulón un gobierno que, si no regido por el antiguo Delfín, entonces Luis XVII, preso en el Temple bajo la férula del zapatero Simón, su implacable carcelero, fuese representado por el conde de Provenza, dispuesto a acudir inmediatamente al llamamiento que pudiera hacérsele. El almirante Hood se opuso siempre a tan prudente y útil propuesta, por más que siempre proclamara, como el gobierno de que dependía, la restauración de los Borbones en Francia. Y todo esto que en Toulón produjo el desvío de sus habitantes hacia los Ingleses y las recriminaciones de los demás aliados, fue indudablemente causa también de que en los momentos supremos del abandona de aquella ciudad, cuanto más anhelante se mostrara el general Hood en sacar del puerto los navíos franceses útiles y quemar los que pudieran estorbarle en su navegación, los emigrantes sufrieran las consecuencias de aquel despojo, mientras los Españoles sin tal codicia y con los propósitos generosos que siempre los han distinguido en circunstancias dolorosas como aquélla, se entregaran a satisfacerlos y a acaparar, más que el fruto, la gloria de tal jornada.

Mientras las escuadras se dirigían a las islas Hyeres, para luego trasladarse la española a Mahón y Cartagena, entraban los republicanos en Toulón, de cuyos principales edificios se habían derribado los signos todos de la monarquía que antes ostentaban, lo cual, como la fuga de cuantos pudieran haberse comprometido por causa tan legítima, no impidió las ejecuciones más bárbaras, dictadas por los procónsules que acompañaban al ejército francés, en los infelices e inermes ancianos, mujeres y niños, parientes o amigos de los que no habían logrado coger entre sus garras.

A pesar de lucha tan prolongada como la que había producido el sitio de Toulón y a pesar del incendio de la última noche, no fue el daño material lo inmenso que debería suponerse. Los galeotes por un lado, los habitantes y, por fin, las tropas francesas al penetrar en la plaza, pudieron impedir parte de ese daño, y no todos los barcos del arsenal y de la pequeña rada fueron completamente destrozados, habiendo grandes almacenes y depósitos de material de la marina y aun de la pólvora que no sufrieron los efectos de las llamas. Escribía Napoleón al ciudadano Dupin: «Me bastará decirte que los Ingleses no se han llevado ninguna de nuestras piezas, encontrando nosotros en Toulón la misma artillería que había antes de nuestra entrada. Es verdad que la han clavado, pero a la hora en que escribo ya no lo está más de la mitad. Lo que han hecho ha sido perfeccionar y aumentar las fortificaciones de la plaza; así es que Toulón está en el caso de defenderse mejor que nunca»

Así acabó aquella famosa jornada naval, de la que eran de esperar resultados tan brillantes para la causa de la restauración monárquica en Francia. Con mayor armonía entre las naciones aliadas y con los habitantes de Toulón y de todo el Midí de Francia, con alguna más abnegación por parte del gobierno británico y haciendo, lo que era de esperar en ocasión tan solemne, un gran esfuerzo para que de Inglaterra, de España y del ejército sardo y napolitano que operaba en la frontera de los Alpes, llevando a Toulón, como antes hemos dicho, un ejército poderoso, Marsella hubiera vuelto a proclamar a Luis XVII, no hubiera llegado a rendirse Lyon y levantando en armas todo el Midí hasta Burdeos, sublevada también contra la Convención, y dándose la mano con los ejércitos de la Vendée, por entonces victoriosos, la Revolución, circunscrita a las provincias centrales y a las del Norte y del Este, invadidas por sus enemigos más poderosos, hubiera quizás sucumbido; evitándose la dilatadísima serie de guerras que tuvieron asolada la Europa durante más de 20 años.

 

REINADO DE CARLOS IV.

CAPÍTULO VII .

PREPARATIVOS PARA LA NUEVA CAMPAÑA