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REINADO DE CARLOS IV

 

CAPITULO V. CAMPAÑA DE 1793 EN LOS PIRINEOS OCCIDENTALES Y DEL CENTRO

 

Don Ventura Caro.—Misión del ejército.—Primer ataque.—Toma del campo de Sarre.—Retirada del ejército francés. — Castel-Piñón y su conquista.— Ataque general á la línea española.—Nuevo sistema de ataque.—Defensa de Biriatu.—El campo des Sans-Culottes.—La Croix-des-Bouquets. -Acción del 5 de Febrero.— Terminan las operaciones en el Bidasoa.— La guerra en Aragón. — El príncipe de Castelfranco.— Acción de la Venta de Braset.— Irrupciones de los Franceses desde Arán.— Fin de la campaña.

 

Ya dijimos cuál era la fuerza del ejército que debía mantener la campaña en los Pirineos occidentales, esto es, en Navarra y Guipúzcoa, las dos provincias limítrofes de Francia en aquella zona eminentemente militar de la frontera. Expusimos también el papel que le tocaba representar a aquel ejército en el plan general resuelto en Madrid; el de una defensiva que, según la situación y las fuerzas del enemigo, pudiera tomar a veces un carácter ofensivo con el objeto de que aquél no pudiera socorrer ni reforzar a los demás de la frontera, particularmente a los del Rosellón. Sabemos, además, que iba á mandar el ejército español en todo aquel territorio, comprendido entre los altos Pirineos y la costa del mar Cantábrico, el teniente general D. Ventura Caro, muy conocedor del país y militar de altas prendas, con reputación y prestigio que muy luego le veremos acreditar para gloria suya y de la patria.

Hijo cuarto del primer marqués de la Romana, había empezado a servir en 1747 a la edad de 10 años como cadete de Guardias Españolas; pero, hechos sus estudios, entró en los Valonas con los que, desempeñando los primeros empleos, se halló en la campaña de Portugal y la expedición de Argel, donde vio morir a su hermano mayor, aun defendiéndolo con el mayor brío de los Moros.

Había asistido en 1776 a la expedición del río de la Plata y la colonia del Sacramento, desempeñando, además del mando de la caballería, el servicio de artillero e ingeniero que aprendió con el sabio Lucuce, su maestro en la escuela de Barcelona. Vuelto a España y hallándose en el campo de Gibraltar, fue destinado al sitio de Mahón, donde obtuvo el empleo de brigadier y el cargo de gobernador del castillo, acabado de conquistar, de San Felipe, aun cuando poco tiempo por venir a la Península con Crillón, que deseaba utilizar su valor y sus conocimientos en el sitio de Gibraltar. Tan meritorios fueron, con efecto, los que reveló Caro en aquella tan accidentada como funesta empresa, que, al hacerse la paz con la Gran Bretaña, fue ascendido a mariscal de campo.

Ejerció después cargos como el de inspector de las tropas de varias provincias, y comisiones del servicio de varia índole, una de ellas la de límites con Francia, tan conocida por los vastos estudios topográficos que se hicieron en su tiempo, en los que le sorprendió su ascenso a teniente general entre las gracias que Carlos IV otorgó al subir al trono; continuándola, sin embargo, hasta terminarla, A pesar de habérsele conferido la capitanía general de Cuba, que no quiso admitir. La de Galicia después le dio gran renombre por las grandes obras que realizó en aquel antiguo reino, en las que andaba ocupado cuando se le llamó a Madrid para confiarle el cargo de general en jefe del ejército de Navarra y Guipúzcoa que le vamos A ver desempeñar.

La misión de aquél ejército, ya lo hemos dicho, no era ni lo importante ni lo airosa que la del de Cataluña, y por las fuerzas con que contaba y la clase del terreno en que iba a operar se reduciría a la de una campaña de combates aislados y de puestos, sin consecuencia alguna decisiva, al menos en aquel año, para la suerte de la guerra. Ésa era, sin embargo, la que se le había impuesto; y, con llenarla, satisfaría las exigencias del plan, que es lo que se esperaba y debía esperarse del valor de las tropas y de la pericia de general tan entendido y experto. La corta fuerza del ejército, pues que ya hemos dicho que debería constar de unos 16.000 hombres, bien que marchando, como en los Pirineos orientales, por cuerpos y destacamentos, tardaría mucho en reunirse en la frontera y recibir la organización que más conviniera, hacía imposible se pudiera concentrar en los pasos principales de la cordillera de donde partir combinada a una acción verdaderamente eficaz. Y como, según también anticipamos en el capítulo anterior, los Franceses se habían adelantado con la suya invadiendo nuestro territorio por el Baztán y era necesario, no sólo contenerlos en las irrupciones que aún pudieran intentar, sino escarmentarlos para que no volvieran a pensar en ellas, se hizo también necesario oponer a sus destacamentos otros tantos y arrebatarles sus posiciones o dominarlas desde las que pudiéramos ocupar. Pero eran tantas a lo largo de la frontera, ya de suyo dilatada y ofreciendo tal número de pasos de uno a otro país, aun cuando dificilísimos si se exceptúan los de Roncesvalles e Irún, únicos propios para operaciones de alguna importancia, que forzosamente, contra la voluntad del general en jefe y todos sus planes, el ejército español se encontró a principios de Abril tan diseminado como el francés, cuya organización le obligaba a atender a un territorio mucho mayor pues que abrazaba el comprendido entre el valle de Arán y el Océano. Es verdad que los fronterizos de uno y otro lado iban a tomar parte en la lucha como auxiliares de los ejércitos beligerantes. Los naturales de los valles del Roncal y Salazar ayudaron, con efecto, al nuestro por modo eficacísimo, ya sirviéndole en los puestos avanzados y como guías para sus operaciones, ya hostilizando a los de los valles franceses opuestos, que, con motivo de la guerra, olvidaban la deuda de los tributos que desde tiempo inmemorial tenían obligación de pagar a los nuestros. Los Franceses, de su parte, habían organizado hasta 10 compañías de cazadores Vascos que, emulando en actividad y energía con nuestros Guipuzcoanos y Navarros, se dedicaron a igual servicio; dándose, así, lugar a irrupciones, saqueos e incendios de uno a otro país que mantendrían cada vez más viva la lucha entre ellos.

Otra cosa, naturalmente, habría de suceder en Valcarlos, el Baztán y el Bidasoa guipuzcoano, donde la guerra iba a exigir operaciones en proporción de la naturaleza del terreno y del número y facilidad de los caminos. Ese era, por consiguiente, el espacio teatro principal de la lucha que iba a inaugurarse; y Roncesvalles, el puerto de Maya, Vera y Fuenterrabía constituían los puntos de observación y luego de partida sobre Saint-Jean-Pied-de-Port, los campamentos de Sarre, Jolimont y Hendaye, donde el ejército francés, mandado entonces por el general Duverger, había concentrado la mayor parte de sus fuerzas.

Así las cosas, los Franceses repetían sus anteriores irrupciones, penetrando el 20 de Abril, en número de unos 1.200, por Zugarramurdi, que saquearon y quemaron según su costumbre, sin que pudieran impedirlo 100 voluntarios de Aragón que estaban allí observando el campo próximo de Sarre. El general Caro, al saberlo, contestó a aquella agresión el 23 con el bombardeo de la fortaleza de Hendaya y el asalto de la montaña de Luis XIV, los cañones de cuya batería, contrapuesta a las nuestras de San Marcial, hizo clavar mientras se adelantaba a reconocer e insultar el campamento de Jolimont, establecido en el nudo de las comunicaciones de Vera y Biriatou con Urrugne y San Juan de Luz.

Ese fue el primer trance de alguna importancia en aquella campaña; porque Hendaya quedó desierto con la fuga de sus habitantes, llenos de espanto, sobre todo cuando observaron el paso del Bidasoa por los Españoles que, después de rebasar la población, se extendieron por las alturas inmediatas en que fueron heridos el general Renier y varios oficiales franceses. El terreno de la derecha del río hasta cerca de dos leguas de la orilla, fue recorrido sin oposición por nuestras tropas que, cinco horas después y ya quemado el inmediato campo de Biriatou, repasaban al suyo con la sola pérdida de 6 heridos; tal fue la consternación en que pusieron al enemigo.

A esta acción, que no puede decirse empeñada pues que los Franceses no opusieron la resistencia que debía esperarse de ellos, siguió pocos días después la brillante del campamento de Sarre, que daría muy otros e importantes resultados. Y era necesaria; porque los republicanos habían dado a su jornada de Zugarramurdi tales proporciones cuando la notició a la Convención el representante Dartigoeyte, que los hubo que la tomaron por una hazaña extraordinaria. El desencanto, por lo mismo, resultó después más pronunciado y desconsolador.

Era el 1° de Mayo y las columnas, preparadas la noche anterior a las órdenes de los generales Gil, Moreo y Escalante, debían desde Lesaca y Vera dirigirse sobre el campo francés, mientras el general Horcasitas, pasando el Bidasoa con 6 batallones, se establecería en las alturas que dominan los caminos de Hendaya, Urrugne y San Juan de Luz con el objeto de impedir a los Franceses su uso en favor de los de Sarre. El golpe no podía estar mejor pensado y el éxito correspondió completamente a su objeto.

La columna de Lesaca tenía que superar grandes obstáculos en su marcha por las condiciones del terreno que iba a recorrer sobre la izquierda francesa; así es que Caro, a fin de que la de Vera no se viese sola a las manos con el enemigo, se adelantó con algunas compañías que seguían el mismo rumbo, mandadas por su sobrino, el marqués de la Romana, y D. Jerónimo Cifuentes, y echando por delante 5o voluntarios de Echalar, con oficio de guías y exploradores, fue a dar con los Franceses en una borda ocupada por alguno de sus cuerpos avanzados. Aun dominado aquel puesto, que los Franceses defendieron bizarramente, no era dable sorprender el campamento, porque el coronel Lachapelette, que acababa de llegar con algunos refuerzos y tenía noticia de los proyectos de Caro, le salió al encuentro en la unión de los desfiladeros por donde los caminos de Echalar y Vera cruzan la montaña divisoria de aguas entre las del Bidasoa y La Nivelle. El paso estaba, además, interceptado por un pequeño reducto, que aquel jefe reforzó con dos piezas de artillería conducidas la misma noche del 3o de Abril en que recibió la noticia. Ni esas precauciones ni el ruido del asaltó de la borda impidieron que los soldados de Romana, que avanzaban siempre, se apoderaran del reducto y de los violentos, no cesando por eso en la persecución de los que, no sin resistencia, los abandonaron. Lachapelette acudió naturalmente al socorro de los suyos, haciéndose preceder de un destacamento de su cuerpo, el 8o de línea, a cuya cabeza iba el heroico y legendario Latour d’Auvergne que tomó posición en el alto de Santa Bárbara que domina el camino de Sarre. Amanecía entonces, pero era tan densa la niebla que cubría aquellas montañas, que no se lograba distinguir los objetos ni aun a corta distancia; así es que hasta se negó a creer que eran Españoles y no enemigos los que se oía moverse en la altura opuesta para formar su línea y establecer las varias piezas de artillería que llevaban. Pero durante esas vacilaciones y reconocimientos, llegaron las columnas españolas y con ellas 8 piezas de artillería, con 2 de las cuales, las primeras que se pusieron en batería, se contestó al fuego que ya habían roto los republicanos. El general Caro, comprendiendo que era preciso desalojarlos inmediatamente de la posición para no diferir el ataque del campamento de Sarre, destacó al marqués de Ferreras con un batallón de granaderos sobre el flanco izquierdo de los Franceses, que no tuvo tiempo para envolver porque, al observar su movimiento, se apresuraron a retirarse para defender de más cerca su campo. Hubieron, sin embargo, de abandonarlo también cuando, siguiéndolos nuestras tropas, lo cañonearon, introduciendo en las filas de sus defensores un desaliento, que ni el valor de Latour d’Auvergne ni la energía de Lachapelette lograron desterrar de sus tropas que, no por el número, igual al de las españolas, sino por su desorganización y anarquía, estaban incapaces de medirse con ellas. Su retirada a Ainhoué fué desastrosa, dejando en el camino piezas de artillería y heridos en número considerable; y sin la necesidad de ocupar el campo de Sarre y de destruirlo después, Caro hubiera podido hacerla más aún, aun cuando sus jefes trabajaron cuanto era dable por contenerla.

El campo, después de saqueado, se incendió por completo a fin de que no pudieran los enemigos utilizarlo en adelante; y las columnas españolas volvieron a sus anteriores posiciones sin haber sufrido sino muy ligeras pérdidas, las de 4 muertos y 20 heridos, tal había sido el desánimo y la impericia de las tropas francesas. Acorde Caro con la conducta seguida por Ricardos en el Rosellón y obedeciendo las instrucciones, como ya hemos dicho, generosas del gobierno, los vecinos de Sarre no tuvieron nada que sufrir, a pesar de las tropelías que los Franceses habían cometido pocos días antes en Urdax y Zugarramurdi.

Por poco que se estudien estas primeras operaciones del ejército español en los Pirineos occidentales, se comprende el plan de campaña que se le había impuesto, defectuoso en otras circunstancias militar y políticamente considerado. El general Caro no debía ejecutarlo en el sentido altamente restrictivo que algunos han creído ver en las instrucciones que se le habían dado para la defensa de nuestro territorio. Aquellos ataques que, aun siendo eficacísimos y felices, acababan por la retirada de nuestro ejército al Bidasoa, daban tiempo con ella a los vencidos para reponerse bastante de sus pérdidas y organizarse de nuevo mientras que en los vencedores cabía, por lo mismo, entrase la duda de su propia y verdadera fuerza y del porvenir de gloria que pudiera esperarles, primero y más punzante estímulo de los ejércitos en campaña. El plan, según tantas veces hemos dicho, era hábil en cuanto a que España no tenía fuerzas suficientes para una ofensiva resuelta en los dos extremos de la cordillera pirenaica; pero es necesario estudiar de lejos aquella guerra para no suponer, como los que la hicieron, que el ejército de Caro estaba representando un papel que podría más adelante exponerle a perder el excelente espíritu con que empezó las operaciones que se le habían encomendado.

Porque en tanto que volvía a sus cantones de la frontera, los Franceses que, llenos de terror, la habían abandonado, se iban reorganizando, según ya hemos dicho, en Ainhoué y en San Juan de Luz, pero sobre todo en un nuevo campamento que el general Serván, al relevar a Duverger, estableció en Bidart con los refuerzos que a cada momento iban llegando a Bayona y la evacuación de Hendaya y Jolimont, ésta, es verdad, con todo el carácter de la derrota más tumultuosa. Los Españoles, con eso, lograron enseñorearse del fuerte de Hendaya, en que existían 12 piezas de artillería de grueso calibre; pudieron recorrer impunemente una vasta zona de la frontera hasta el curso todo de La Nivelle; y sin las nuevas instrucciones que su general en jefe acababa de recibir, habría logrado llegar a las mismas puertas de Bayona, donde sólo reinaban el desorden más espantoso y la consternación. El campamento de Bidart fue luego tomando cuerpo; y, entrando en orden las tropas, no sólo por la influencia personal del general Serván sino mejor aún por la que ejercía el aumento de las que diariamente llegaban de Toulouse y del interior de la República, no tardaron en establecer puestos en la margen derecha de La Nivelle y aun en adelantarse desde San Juan de Luz y de posición en posición hasta formar a fines de Mayo en Ciboure un nuevo campo con fuertes avanzados sobre la línea de montes, limitada al O. por el mar y al E. por la carretera general de Irún a Bayona.

Entretanto no andaban ociosas las armas en el otro extremo de la línea española, esto es, por la parte de Alduides y Roncesvalles. Los Franceses habían formado otro campo en una posición verdaderamente privilegiada que, además de dominar todo Valcarlos hasta la plaza de Saint-Jean-Pied-de-Port, base de sus operaciones por aquella parte, amenazaba de cerca todos los puestos de la frontera española y el del collado histórico de Ibañeta, entre ellos, paso de la cordillera entre Roncesvalles y Arnegui donde acaba nuestro territorio por aquel rumbo. Castel-Piñón era, con efecto, más que una posición, una fortaleza que, bien guarnecida, debía poner en cuidado a nuestra línea en su extrema derecha; y comprendiéndolo así los Franceses, habían añadido a las excelencias naturales de tal puesto, cuantas artificiales pudieron imaginar, bien con hondas cortaduras, bien con altos y espesos parapetos en los varios escalones que van formando la montaña coronada por el castillo, bien presidiado entonces y provisto de artillería. Aumentaba la fuerza del sitio la circunstancia de su corta distancia a los Alduides, desde cuyo extremo oriental, el Lindus, ejercían y, si no, podían ejercer los Franceses una vigilante observación y un dominio difíciles de evitar sobre la cordillera y Valcarlos, amenazando siempre a los cuerpos españoles que se dirigieran al ataque de Castel-Piñón o a Arnegui por el mismo hondo y áspero camino en que pereció la flor de la caballería de Carlomagno.

Pero si los Franceses tenían interés en conservar aquellas posiciones que les proporcionaban el pleno dominio de paso tan importante, mayor era en los Españoles, ya que desde ellas podría ser invadido el territorio en que se hallaban dos establecimientos militares como los de Eugui y Orbaiceta y poner en peligro los puestos de Roncesvalles y Burguete en la carretera, siquiera difícil pero siempre practicable, de Pamplona.

Viendo, pues, Caro despejado su flanco izquierdo con la retirada de los Franceses al campo de Bidart, se decidió a maniobrar por la derecha a fin de tener completamente expedita la zona toda comprendida entre las fortalezas de Saint-Jean-Pied-de-Port y Bayona, ya que no le era dado acometer la conquista de ellas, así por falta de medios como por las instrucciones que no cesaba de comunicarle la corte. Y, trasladándose a Burguete y haciéndose llevar en litera al sitio de la acción, aquejado por un ataque de gota de los que con frecuencia le asaltaban, el general Caro, puesto a caballo, se dirigió el 6 de Junio a la conquista de Castel-Piñón al frente, según acostumbraba, de sus tropas.

Si en muchos días antes las nieves y las nieblas no habían permitido operar, aquél apareció algo despejado en las alturas de cuyas primeras posiciones y el camino particularmente lograron apartar la nieve los naturales, deseosos de que una acción victoriosa les permitiera utilizar sus viviendas, saqueadas a cada momento por los republicanos. La niebla apareció baja y cubriendo los valles inmediatos; pero, móvil como el viento, no dejó de elevarse a veces y con grave daño para los Españoles. Porque una de sus baterías, la primera y más avanzada que se estableció para combatir la posición de Urdenharria, un peñasco, según dice su nombre, que cubría la de Castel-Piñón, se vio, no sólo en la imposibilidad de hacer un fuego certero por impedírselo la niebla que la cubría enteramente, sino que permitió al activo y valeroso capitán Moncey, general tan conocido después en España, el acercarse impunemente con los cazadores fronterizos, cuyo mando se le había confiado, y acometer a nuestros artilleros con tal energía que muchos de ellos, con su brigadier D. Jorge Guillelmi y varios oficiales, resultaron heridos, aquél de gravedad, y aún fue ocupado alguno de los seis violentos que conducían. Afortunadamente se hallaba cerca el marqués de la Romana con sus compañías, llamadas de alternación, y atacando a los Franceses los hizo huir y dejó libre la batería.

Pero huyeron también las nubes, volviendo á lucir el sol en la montaña; y los Españoles, haciendo avanzar nuevas piezas de su no escasa artillería, se apoderaron de Urdenharria y de cuantas posiciones encontraron, escalándolas intrépidamente hasta ponerse al frente del castillo, con cuyo fuego trataban sus presidiarios de proteger la retirada, mejor dicho, la fuga de sus compatriotas, presa del mayor pánico con los efectos de nuestras Granada, arma, dice uno, desconocida para ellos. Aquel debía ser el ataque de mayor empeño y el decisivo, puesto que todas las tropas francesas, sobre 4.000 hombres, se habían concentrado en los flancos y retaguardia de la fortaleza con su jefe, el general Lagenetiére, resuelto a defenderla. Seis piezas, entre las que dos obuses, rompieron el fuego desde la segunda posición acabada de tomar; y con su apoyo acometieron la subida a Castel-Piñón nuestras tropas ligeras y las compañías de Romana que, secundadas después por algunos batallones que el general Gil situó en una altura próxima, fueron palmo a palmo y dedo a dedo, según dice el parte, y ocupando los vivos el lugar que dejaban los muertos, ganando terreno hasta el pie del fuerte, donde una carga de los dragones de la Reina dio término glorioso a la acción, dispersando las tropas de socorro, cuyo general rindió la espada a uno de nuestros oficiales.

Así, cayó en poder de los Españoles una fortaleza que, por su situación, el número de las tropas que la guarnecían y el de las de socorro establecidas ante la plaza inmediata de Saint-Jean-Pied-de-Port, pasaba por inexpugnable. Nuestros batallones, muy poco superiores en fuerza a los Franceses, la conquistaron en poco más de cuatro horas, con gran trabajo, es verdad, y pérdidas considerables; pero confirmando una vez más la reputación que desde el principio de la campaña adquirieron, así por el valor y la disciplina de sus soldados como por la pericia de su general.

Éste comprendió a los pocos días no deber conservar Castel-Piñón, cuya guarda, poco importante para las operaciones futuras de la guerra, era muy costosa para su presidio que empezaron a diezmar las enfermedades; y el 18 de Junio lo abandonó, inutilizando sus defensas y llevándose la artillería, las tiendas de campaña y hasta la tablazón de los barracones allí levantados, para con ella establecer los necesarios en Burguete, donde quedó un grueso destacamento en observación de aquella parte de la frontera. Aparecían hacia el Baztán nuevos enemigos, y era necesario salir a su encuentro, ya que los recién vencidos no quedaban en estado de reponerse, en condiciones, al menos, de repetir sus amenazas a Orbaiceta y Eugui en mucho tiempo. Habíanse acogido al recinto de Saint-Jean en tumulto y confusión que no hubo medio de calmar hasta la llegada de la noticia positiva de que los Españoles cesaban de perseguirlos desde la venta de Orisón, muy lejos todavía de aquella plaza. Sólo bastaron para tranquilizar a aquellos desdichados nueva tan feliz y la entrada de cinco batallones que se les envió desde el campo de Bidart; y, aun cuando, como sucede generalmente y con particularidad a los Franceses, a tal pánico siguió la esperanza de un desquite inmediato, pedido entonces con la más imprudente altanería, su nuevo general Dubouquet los contuvo por el pronto, y luego se dedicó a restablecer en sus filas el verdadero espíritu militar, el orden y la disciplina, único medio de poder aspirar más adelante a la victoria. Saint-Jean-Pied-de-Port recibió grandes mejoras en sus fortificaciones, que la excesiva confianza tenía descuidadas; alzáronse reductos en su derredor formando un sistema polémico bien meditado y robusto, y al poco tiempo se puso en estado tan respetable de defensa que hubiera sido una temeridad el atacarla.

Nunca pensó Caro en tal cosa, sino que, allanando, por el contrario, los muros de Castel-Piñón, se trasladó al Baztán, donde, con efecto, había aparecido un cuerpo francés en son de invadir aquel valle, tan importante en los momentos en que por él se podía cortar la comunicación entre las dos alas del ejército español. Pero no fue necesaria la intervención de Caro en la defensa del Baztán; porque, al saber los Franceses en Errazu el desastre de sus camaradas de Valcarlos, se retiraron por detrás de los Alduides, temerosos de hallar interceptada su comunicación con la plaza a que aquéllos se habían acogido.

El general Serván, en tan tristes circunstancias para sus tropas, necesitaba un golpe de fortuna que le devolviera la opinión de que antes gozaba y le ofreciese alguna seguridad en unos tiempos en que del mando de los ejércitos a la plaza de la Revolución había la misma distancia que del Capitolio á la roca Tarpeya. Había reunido en Bidart y en las posiciones de Ciboure una masa muy considerable de tropas, sólo inferior a la de las españolas en su espíritu militar y su disciplina; calculaba que cuando el general Caro se mantenía siempre en el Bidasoa sin sacar fruto de sus victorias pasadas y recientes, debía ser por no contar con medios bastantes para una campaña ofensiva a que aquellos mismos triunfos parecían convidarle; y resolvió emprenderla él asaltando los puestos que sus enemigos ocupaban en la margen derecha de aquel río internacional. Así, a fines de Junio salieron de la línea francesa varias columnas que, dividiéndose después en otras más, acometieron la entrada en el Roncal, en el Baztán y en el terreno todo que dominaba la izquierda de nuestro ejército. Si al pronto, por efecto de su fuerza o la sorpresa, lograron alguna ventaja, luego se vieron en la precisión de retirarse, tal fue la resistencia que se les opuso en todas partes. La montaña de Luis XIV cayó en su poder y costó mucho resistirlos en la extrema izquierda cerca de Hendaya; los Roncaleses, amenazados desde la Guimbalette, que domina su valle, tuvieron que llamar en su auxilio a los de Salazar, Lumbier, Hecho y Ansó, y a las tropas de línea más inmediatas; pero acabaron por penetrar en el territorio francés y saquearlo; y en Alduides, aun sorprendidas nuestras avanzadas de Izpegui y perdidos los atrincheramientos que cubrían aquel collado a favor de las nieblas que, densas como nunca, permitieron apoderarse de ellos á los Franceses guiados por los paisanos de Baigorri, el teniente coronel Cagigal, saliendo de Errazu con fuerzas de su regimiento de Asturias y haciéndose incorporar en el camino los fugitivos, recobró Izpegui y los puestos inmediatos de la cordillera, volviendo a dominar aquel alto valle tan conocido en España, su antigua dueña, con el nombre de Quinto Real.

Todos esos combates y otros poco posteriores cuya ninguna importancia revela el número insignificante de las bajas de uno y otro campo, son la mejor prueba de lo fielmente que se seguía el sistema defensivo, impuesto por el gobierno español para la guerra en los Pirineos occidentales. Allí no se hacía sino de puesto a puesto, entre los pequeños campamentos establecidos en la frontera y por grupos de tropas de los que no podía esperarse un choque bastante serio para representar lo que en el tecnicismo militar se llama una batalla.

Ese plan debía acomodar a los Franceses, pues que hacían a la guerra a sus reclutas que, aumentando en número de día en día, formaban la mayor parte de aquel ejército. Esas frecuentes acciones sin resultado alguno decisivo y la seguridad que iban adquiriendo de que los Españoles, sujetos a un plan que ya parecía invariable, no se internarían en el país, lo mismo que la conducta de su general en jefe, atento a reunir en el campo de Bidart un núcleo de fuerzas disciplinadas, devolvieron al ejército francés una parte de la moral que le habían hecho perder sus anteriores reveses. El general Serván, Delbecq, al sucederle, y el comandante Villot por su lado y como jefe de la vanguardia, fueron, al tiempo que reorganizando sus tropas con el fuego, haciéndolas avanzar de puesto en puesto y de colina en colina hasta llevarlas a la proximidad del Bidasoa, con el objeto, principalmente, de entablar en circunstancias favorables una acción general que las hiciese dueñas de toda la orilla derecha. Caro, tanto para hacer ineficaz aquel proyecto de los Franceses como para tener siempre expedito el paso, dependiente unas veces de las mareas y otras de haber de remontar el río a una distancia considerable en busca de los puentes, estableció uno de barcas cerca de Irún, que los enemigos trataron de inutilizar, pero con tan desgraciado éxito que, al intentarlo unas compañías de las famosas de cazadores vascos se vieron envueltas por los nuestros y hechas prisioneras después de haber experimentado bajas proporcionalmente enormes. Aquella lucha, incesante pero sin resultados, podría muy bien compararse con la de las olas del mar en su movimiento, continuo también, del flujo y el reflujo. Ya asomaban los Franceses al Bidasoa y a los altos valles del Roncal, Alduides y el Baztán reduciendo sus correrías al saqueo y al incendio de las aldeas y caseríos, todo lo más a la toma de algún puesto o atrincheramiento encumbrado a las nubes; ya se adelantaban los Españoles a Sarre, Urrugne o San Juan de Luz con fines no muy dispares de los de sus enemigos. Y como, al llegar unos y otros a los campos de concentración del enemigo, tenían que retirarse ante las masas, siempre imponentes, que se hacía salir de ellos, de ahí el ir y venir, el flujo y reflujo, el chocar diario y el ineficaz e inútil derramamiento de sangre en aquella campaña, reducida a no permitir que los beligerantes pudieran llevar sus respectivas fuerzas a otro teatro más importante de la guerra. Pero los Franceses, como luego haremos ver, comenzaban a iniciar en las demás fronteras de la República una serie de ventajas que les permitía atender a la de los Pirineos con refuerzos más necesarios, en su concepto, hasta entonces donde el peligro aparecía mayor, pues que amenazaba puede decirse que directa y hasta inmediatamente al corazón del territorio nacional. Y no terminaba el mes de Julio cuando el ejército francés, contando con 28.000 hombres ya enregimentados e instruidos, cerca de 2.000 caballos y otros tantos artilleros, con un material abundante y bien acondicionado para aquella campaña, se decidían a emprender una operación de que esperaban los mejores resultados.

Cuando más engolfados andaban los Franceses en sus trabajos de la línea de Ciboure a Hendaya abriendo caminos y levantando reductos bajo la inteligente dirección de Villot, el ataque de los Españoles a las posiciones de Urrugne dio a aquéllos ocasión de un desquite que hubiera podido resultar muy trascendental en la nueva situación de fuerzas y de ánimo en que principiaban a verse. Los granaderos de Latour d’Auvergne, después de rechazar el 13 de Julio a los nuestros, los habían seguido en su retirada hasta Biriatou, de que procuraron apoderarse atacando la iglesia en que se metieron los Españoles. Varios fueron los asaltos dados por los Franceses con un valor y una obstinación que verdaderamente merecían otro éxito; Latour d’Auvergne, con un hacha en la mano, iba siempre delante dándoles ejemplo, y hasta llegó a la puerta misma de la iglesia esperando abrir en ella la brecha por donde penetrar y rendir a los defensores. ¡Trabajo inútil! Los Españoles resistieron felizmente a todos los ataques y el primer granadero francés hubo de retroceder, dejando al pie de la iglesia no pocos de sus valientes camaradas

Esta acción y otra del día siguiente, más general, puesto que los Españoles dejaron sus puestos del Bidasoa para escarmentar a los enemigos en su propio territorio, mostraron a Caro la necesidad de cubrir la posición de Biriatou con fortificaciones que, bien guarnecidas, impidiesen a los Franceses establecerse sobre la margen del Bidasoa, en punto de donde podrían coger de revés toda la zona española de la derecha de aquel río en el Baztán. Así es que, a los pocos días, Biriatou se hallaba convertido en un pequeño campo atrincherado, con baterías bien entendidas y artilladas y con una guarnición suficientemente numerosa que, para mayor abundamiento, se puso a las órdenes del marqués de la Romana. Tan oportunamente se tomaron aquellas disposiciones, que al poco tiempo un nuevo general francés, Despréz-Crassiér, acometía la empresa de atacar la posición de Biriatou, esperando, si lograba ocuparla, cruzar el Bidasoa tras los fugitivos y destruir todas las baterías de nuestra orilla izquierda. Aquel plan llenó de entusiasmo a las tropas francesas, teniéndolo por de éxito seguro y decisivo, tanto más halagüeño cuanto que, si no estaba inspirado por los representantes de la Convención, había obtenido su completo acuerdo. Todo respiraba la atmósfera del triunfo en el campo francés, y no parece sino que iba ya a celebrarse con las hogueras que los Españoles distinguieron la noche del 29 de Agosto en todas las alturas al frente de su línea. Un cañonazo dio al enemigo la señal de su ataque, que fue todo lo enérgico que era de esperar en el entusiasmo que le dominaba. El general Caro, avisado por las fogatas y por el estampido del cañón, prematuro en concepto de los Franceses después de su derrota, comprendió al momento que Biriatou era el punto verdaderamente amenazado y lo reforzó en seguida con varias compañías de granaderos, así de línea como provinciales, cuyo fuego impidió el ataque y hasta la aproximación de los Franceses. No satisfecho, sin embargo, Caro de aquellas precauciones y de la de haber establecido en el puente próximo de Boga varios cuerpos de infantería y alguno de caballería para que hicieran frente a cualquiera invasión que intentase el enemigo por la parte de Vera, decidió hacer un movimiento de avance contra toda la línea de fuego francesa, a fin de terminar un combate cuyo éxito comprendía ya como feliz e inmediato. Y haciendo cargar a las tropas que tenía en reserva espiando las peripecias del combate frente a Biriatou, con tal ardor lo hicieron nuestros soldados, que a los pocos momentos se ponían los Franceses en completa retirada, que llegó a hacerse tan ignominiosa que costó la destitución y el arresto del general Despréz-Crassiér, de Willot y de varios otros oficiales, los que más confianza habían inspirado a los republicanos en su tan cacareada empresa. La magnífica posición de la Croix des Bouquets fue asaltada por nuestras tropas; y aun cuando los Franceses en una de sus reacciones y a favor del fuego de cuatro piezas de campaña lograron recuperarla, pronto se vieron obligados á retirarse, seguidos de cerca por nuestros valientes compatriotas que, en combinación con el general Urrutia y el marqués de la Romana, que se apoderaron de todas las posiciones de los Franceses, se extendieron hasta cerca de Urrugne, quemando cuantas casas encontraron en su marcha a fin de que después no sirvieran de abrigo a sus enemigos.

Esta victoria dejó al general Caro en disposición de reforzar sus posiciones de la derecha, logrando así rechazar otros ataques que los Franceses dirigieron contra Urdax y Zugarramurdi, persiguiéndolos después ejecutivamente los generales Urrutia y Horcasitas que habían salido de Vera y el puerto de Maya para hacerles frente y envolverlos.

Así, y a fines de Septiembre, la guerra no ofrecía en aquellos lugares otro carácter que el del pillaje y el incendio en los pueblos y caseríos de la frontera; tales eran los estímulos a que obedecían los revolucionarios de Bayona y el espíritu de venganza en que, contra tales atropellos, se inspiraban nuestros paisanos de la raya y los soldados que los protegían.

La consecuencia más inmediata de la acción del 3o de Agosto y de los reveses que acabamos de recordar, sufridos por los republicanos, fue la de siempre, lo mismo en los Pirineos occidentales que en los orientales, el cambio de general en jefe y de los representantes de la Convención; siendo nombrado para aquel mando el general Müller, y Monestier, Pinet y Cavaignac para ejercer, mejor que aquél, la autoridad suprema en el ejército poniendo en práctica los terribles medios que sólo podía consagrar el código revolucionario. Y vuelta al antiguo sistema de ir los Franceses avanzando de posición en posición hasta colocarse en las alturas que dominan el Bidasoa en la última parte de su curso, entre Hendaya y el mar. Allí y en la colina donde se elevaba la ermita de Santa Ana formaron un campamento, a que en sus entusiasmos y extravagancias, naturales de aquella época en Francia, pusieron el nombre decampo des Sans-Culottes; todo él rodeado de fortificaciones hasta distancias muy considerables para, no sólo darle seguridad por su frente y flancos, sino tener siempre expedita su comunicación á retaguardia con lo que en su jerga revolucionaria llamaban irreligiosamente Jean de Luz. Las tiendas de campaña que alzaron el primer día, fueron muy pocos después relevadas por grandes y sólidos barracones, y las trincheras, en un principio abiertas para proporcionar abrigo momentáneo contra un ataque de los Españoles, fueron sustituidas por trabajos de fortificación, que los mismos Franceses no se recatan de llamar inmensos, para consolidar aquel nuevo establecimiento de que el célebre Latour d’Auvergne hizo centro de sus operaciones de guerrillero que tanta fama le dieron en su patria. Al ejército francés llegaban cada día refuerzos importantes en tropas y material, hasta el punto de considerarse, y con fundamento, de que con los reclutas que incesantemente venían de los departamentos franceses y los veteranos que enviaban los ejércitos de Bélgica y el Rin podía contarse en el campo francés con cerca de 5o.ooo hombres En el español, por el contrario, no aumentaba la fuerza, según llevamos dicho, sino en muy corta medida, a punto de que la incorporación de un par de batallones y algún cuerpo de caballería y el alistamiento de unos cuantos voluntarios que enviaba al Baztán o Alduides el conde de Colomera, capitán general de Navarra, se tomara por un refuerzo capaz de cubrir la responsabilidad del gobierno en tan extraordinarias circunstancias.

Todavía se combatió otra vez antes de que el invierno paralizase las operaciones de la guerra, lo mismo en aquella frontera que en todas las demás de la república francesa. El general Caro, queriendo anticiparse a la acción, que suponía inmediata, de los Franceses viendo cómo se extendían sus columnas por la izquierda del nuevo campo inmediato a Hendaya y las que, en dirección opuesta, venían de los cantones y puestos de la frontera por la parte de Saint-Jean-Pied-de-Port, les acometió en toda la línea cuando ya iban a romper su movimiento contra la española. Las avenidas de Biriatou fueron reciamente disputadas y con éxito por el marqués de la Romana, acosado de cerca y por fuerzas muy superiores en número, y La Croix des Bouquets fue teatro de un combate encarnizado, quedando, como Biriatou, en poder de los Españoles. En el Baztán, por fin, y en los Alduides fueron también escarmentados los enemigos, rechazándolos el general Filangieri hasta meterlos en su propio territorio, quemándoles algunos de sus depósitos de víveres y haciendo en su regimiento de Cambresis un destrozo enorme.

Parece que ahí debía acabar la campaña de 1793, ventajosa para los Españoles, si no en el grado eminente de la del Rosellón, quedando dueños en uno y otro campo de una parte, siquiera pequeña, del suelo francés y demostrando una superioridad incontestable, no en el número de las fuerzas respectivas, que ya hemos dicho era muy inferior al de las francesas, sino en la iniciativa de sus generales y en el valor y la constancia de unos soldados siempre prontos a presentarse los primeros para la lucha y a resistir todo género de fatigas e inclemencias. El invierno, sin embargo, de 1793 a 1794 fue sumamente templado en la frontera de Navarra y Guipúzcoa; y dando lugar esa circunstancia a que no cesaran, del todo las hostilidades en ella, fue rara la semana en que no se interrumpiese la tranquilidad de los dos campos opuestos con escaramuzas más o menos vivas, según el objeto y los fines que las provocaran. Los Franceses eran los que aparentemente se presentaban más pacíficos; pero era con el propósito de, extendiendo sus fortificaciones cuanto les fuese posible hasta el alcance de nuestra artillería, preparar para la campaña sucesiva una acción que, apartándose de todo lo antes ejecutado, facilitara con el aumento de fuerzas de que disponían y una unidad perfecta en toda la extensión de su línea, la entrada en España, pensamiento elaborado en el cerebro de Müller con el acuerdo unánime de sus generales divisionarios y de los representantes de la Convención.

No pasó desatendido ese pensamiento por la mente del general Caro; así es que, a fin de retardar su ejecución ya que no pudiera impedirla en su día, y a pesar del tiempo, impropio entonces para ese género de operaciones, rompió el 5 de Febrero de 1794 con tres columnas que salieron de la línea del Bidasoa por Vera, La Croix des Bouquets y Hendaya, invadiendo en un momento todas las posiciones de su frente. Si la división del general Urrutia, que arrancó de Vera, no hubiera encontrado los entorpecimientos que se le opusieron en los caminos que siguió y las montañas que hubo de ir ganando, la derrota de los Franceses hubiera sido completa viéndose obligados a retirarse a la derecha de La Nivelle. La Croix des Bouquets fue conquistada a la bayoneta por nuestras tropas que inmediatamente establecieron en ella una gran batería, con cuyo fuego metieron el mayor espanto en el campo des Sans-Culottes y pudieron proteger el ataque de la tercera columna que, con alguna mayor insistencia de su parte y la llegada oportuna de la de Urrutia, hubiera quizás cortado la retirada a las divisiones francesas establecidas sobre el Bidasoa, y apoderádose, por lo menos, de todo el sistema de fortificaciones de Ciboure a la ermita de Santa Ana y de cuanto material habían acumulado allí los enemigos. Nada menos que de violenta erupción califican los historiadores franceses la acometida de las tropas españolas en aquel día. Y sin embargo, el plan de campaña a que estaba sometido el general Caro y la tardía llegada de Urrutia al campo de las operaciones impidieron sacar todo el resultado apetecible de punta tan brillante sobre el campo enemigo.

Ya podía darse por terminada la campaña: los Franceses, si antes de la última acción se manifestaban sin ánimo de emprender operaciones que les hicieran dueños del terreno nacional, devastado en cerca de un año de correrías, incendios y saqueos por sus enemigos menos quizás que por ellos mismos, después de aquella jornada sólo pensaron en fortificarse más y más, en asegurar la comunicación de sus campamentos con Bayona y en instruir a los reclutas que les llegaban cada día en mayor número. En las proporciones de aquella lucha, en que ninguno de los contendientes debía aspirar a resultados grandiosos y sobre todo decisivos, atentos principalmente los Franceses a impedir la invasión de su país por las provincias septentrionales donde intentaban abrumarlos el Austria y la Prusia, primeros factores de la gran coalición de que se veían amenazados, y procurando los Españoles llamar la atención tan sólo en las márgenes del Bidasoa para que Ricardos superase los obstáculos que se le opusieran en su marcha por el Rosellón, era muy difícil y sería muy raro que se entablasen acciones de las que bastara una para influir en tal resultado como el término de la campaña.

El general Caro, en su primera acometida, había logrado dejar despejada de enemigos la zona española de la frontera que antes insultaban aunque no impunemente, y hacer que desalojasen una fortaleza, la de Hendaya, y campos y establecimientos tan importantes como los de Biriatou, Jolimont, Sarre y Urrugne, hasta La Nivelle, segunda línea militar defensiva de su territorio. Y tal respeto, ya que no espanto tratándose de soldados tan bizarros, supo infundir en las filas del ejército francés, después particularmente de la de Castel-Piñón, que, aun siendo más numerosos que los Españoles, los republicanos creyeron no poder continuar la campaña hasta que, reorganizados en un campo bien fortificado y al apoyo de una plaza de guerra, con refuerzos considerables que se les enviara del interior de Francia y estableciendo una disciplina muy distinta de la hasta entonces revelada, pudieran medirse con sus enemigos con algunas mayores probabilidades de éxito. Pero, no bastando aún eso, los Franceses apelaron a un sistema, si ofensivo, tan tímido y lento, que más parecía que marchaban contra las obras de una plaza en un sitio regular y metódico que contra un ejército que los esperaba en campo abierto para combatirlos con sus maniobras, y su fuego, más que con eso, con las bayonetas y los sables que eran las armas que le habían servido siempre para vencerlos. Ya se hallaban reorganizados en número más que de sobra al compararlo con el de los Españoles; ya se iban acercando al Bidasoa a la zapa y cubriendo de artillería sus obras de aproche y los. reductos que habrían de darles seguridad en sus futuras combinaciones tácticas; parecía llegado el momento de tomar la iniciativa de que esperaban la liberación del suelo patrio; y no sólo salían escarmentados en su empresa de apoderarse de Biriatou y de envolver todas las posiciones enemigas de la frontera, sino que faltó poco para que, envueltas las suyas, tuvieran, como sus compatriotas del Pirineo oriental al campo de la Unión y Perpiñán, volver ellos al campo de Bidart y a Bayona, tomando en tan seguros recintos sus cuarteles de invierno.

El fin y los resultados de aquella campaña, que hay historiadores franceses que ni siquiera mencionan, no necesitan por parte de los Españoles de panegíricos que pudieran creerse apasionados: nos los dan hechos los sucesos mismos de ella, siempre ventajosos a nuestras armas, y el concepto que inspiraban al gobierno francés. ¿A qué, si no, aquel incesante relevo de generales; el aumento a cada jornada de los representantes que enviaba la Convención para con sus exageraciones revolucionarias, sus bárbaros mandatos y arbitrariedades, reanimar el espíritu del ejército, ya que no por sus prendas de talento y experiencia militares?

Causa pena ver que hombres de la talla intelectual del general Foy se empeñen en desvirtuar el mérito de la campaña de 1793 en los dos extremos del Pirineo, suponiendo paralizado el valor de los soldados españoles por la letargía del gobierno de Madrid y a sus generales torpes y sin talento. «El favorito, dice el eximio historiador de la guerra de la Península, formaba los planes de campaña y se ejecutaban mal, ignorándose la guerra de montañas. Queriendo estar en todas partes, no se estaba en ninguna. La guerra ofensiva tenía el carácter de la defensa cuando, por el contrario, la defensa de los Franceses ofrecía el carácter de la guerra ofensiva.»

¿Cómo creer en hombre tan distinguido ignorancia tan supina de los sucesos de aquella contienda?

«Que apenas se hicieron ver entre los Españoles algunos generales de segundo orden»: y entonces ¿qué calificativo deberíamos aplicar a los diez que venció Ricardos, Dagobert entre ellos, y a los cinco que a tan maltraer tuvo durante un año D. Ventura Caro? Es verdad que no los cita, baste que sean Franceses; y hace bien, para que no caiga ese borrón sobre los nombres de quienes se dejaron vencer por soldados entumecidos y generales que ni la guerra de montañas comprendían, mucho menos las grandes operaciones de los republicanos, que para fortuna nuestra no quisieron, sin duda, emprender en aquélla. Y no hay que achacar las derrotas de los Franceses, como nosotros, haciendo justicia al ardimiento y demás cualidades de sus tropas, las atribuimos al desorden y al abatimiento que en ellas producían los excesos revolucionarios y la inepcia de sus jefes; porque otro francés de tanto talento como Foy en nuestro sentir, Carrión-Nisas, y con experiencia también sobrada de la guerra en España, dice de los soldados republicanos de aquella época que «jamás valieron más por sí mismos ni ofrecieron más inteligencia, mayor ímpetu, ni más recursos individuales de toda clase». No; así no se escribe la historia: de ese modo se la desfigura, sin que gane por ello el crédito del autor ni la causa que se trata de defender.

Nosotros no necesitamos de apasionamientos para poner de manifiesto la razón de las victorias de los Españoles en 1793. Una autoridad excepcional nos da testimonio, y ése de visu, del resultado de la campaña en los Pirineos occidentales y de los motivos que lo produjeron. El ciudadano B... los expone así: «Sintetizando los resultados de aquella campaña, vemos que las ventajas fueron para los Españoles: destruyeron el fuerte de Hendaya y quedaron dueños de todo el curso del Bidasoa. Las cimas de los montes se ven cubiertas de sus soldados y atrincheramientos, y ocupan cuantos puede haber favorables para una defensa obstinada. La causa de esta superioridad de los Españoles consiste naturalmente en el cuidado que han tenido de estar siempre dispuestos a combatir y siempre antes que los Franceses»

Para Beaulac no estaban entumecidos; y, a no estarlo el soldado, algo debe contribuir el espíritu, la vigilancia y el conocimiento de sus generales.

Don Ventura Caro reunía, con efecto, esas condiciones militares que es en vano pretendan desconocer sus adversarios. Ni los malos tiempos ni, lo que es peor, la gota de que adolecía con harta frecuencia, le impidieron presentarse siempre en el campo de acción de sus tropas; y si no pudo ofrecer el espectáculo de las grandes batallas que Ricardos en el otro extremo de la cordillera que nos separa de Francia, a lo diferente de su misión debe atribuirse y a las condiciones en que se hallaban sus enemigos, no á la falta de aptitud en él para resolver en el gabinete y en los campos de batalla los grandes problemas de la guerra.

No fue atendido en las esferas del gobierno, donde se hizo poco caso de sus servicios por el desvío, quizás, que se observaría en él hacia el hombre de cuya mano poderosa arrancaban todos los favores como todas las gracias y recompensas. Él, Godoy, elogia por igual en sus Memorias a todos los generales que tomaron parte en aquella campaña; pero ¡qué diferencia entre ellos para el repartimiento del premio en sus servicios! Mientras a Ricardos y a Castelfranco se otorgaban mercedes y remuneraciones no escasas, a don Ventura Caro se le pretería con tales caracteres de desaire que al fin producirían su alejamiento del ejército con gravísimas consecuencias para el servicio del Estado.

No tardó mucho en sentirlas nuestra patria.

En Aragón ofrecieron las operaciones de la guerra muy distinta faz. Lo encumbrado y áspero de la cordillera pirenaica que separa aquel antiguo reino de Francia y la falta de caminos que la crucen propios para la guerra, en escala y por métodos regulares, causas todas que habían servido para la fijación del plan de campaña, lo fueron también para la división de los ejércitos, de los que el del Pirineo central se ceñiría a observar la frontera y servir de lazo de unión entre los otros dos que iban a operar más activamente.

Obtuvo el mando de ese ejército el teniente general D. Pablo de Sangro y de Merode, un prócer napolitano que, educado para la carrera eclesiástica, quedó a la muerte de su padre en libertad de elegir la que le llamaban sus inclinaciones, presentándose en Madrid a sentar plaza, a la edad ya de 24 años, en la compañía italiana de Guardias de Corps que mandaba su pariente y protector el príncipe de Riccia. Tan eficaz había sido aquella recomendación que, cinco meses después, D. Pablo Sangro era nombrado exento de aquel real cuerpo, empleo equivalente al de coronel de caballería. No carecía de condiciones militares; y, aplicándose al estudio del arte y deseando distinguirse, fue con el duque de Crillón a Menorca, donde lo consiguió, justificando con sus servicios la rápida carrera que hasta entonces había hecho y dando mayor brillo al título de príncipe de Castelfranco que por entonces heredó de su hermano mayor. Brigadier desde aquella fecha, obtuvo el empleo de mariscal de campo al terminar la triste jornada de Gibraltar. Inspector general, después, de caballería, relevó al general Ricardos en el consejo de la Guerra y, como otros y D. Ventura Caro, fue ascendido a teniente general al subir Carlos IV al trono.

El secreto de tantos ascensos, el del mando del regimiento de guardias walonas que se le confirió en 1791 y la gran cruz de Carlos III, que obtuvo casi al mismo tiempo, estaba, por más que hubiera prestado servicios meritorios en aquellas dos célebres ocasiones de Mahón y Gibraltar, estaba, repetimos, en el favor que había sabido ganarse con su sagacidad, verdaderamente napolitana, para con D. Manuel Godoy, «cuya robusta privanza, dice don Jacobo de la Pezuela en la biografía que dejó manuscrita de Castelfranco, había éste sabido adivinar primero que la mayor parte de los cortesanos en Madrid.

Ese mismo favor que muy luego demostró haber olvidado, como los más altos deberes que le imponían su nacimiento, su carrera y la acogida que había obtenido de los reyes de España, le valió en Febrero de 1793 el mando del ejército de Aragón en que le veremos confirmar el concepto, ya enunciado, de sus prendas militares que no ha de escatimarle nuestra imparcialidad histórica en tan solemne ocasión como la de la guerra de España con la República francesa.

Ya dijimos en los comienzos del capítulo anterior que uno de los primeros hechos con que se inició aquella guerra fue la invasión de los repu­blicanos en el valle de Arán. Si escarmentados en un principio, a pesar de su número considerable, y contenidos en los valles del Noguera Ribagorzana y del Cinca, al intentar el descenso por ellos a Monzón y Barbastro, primero por los voluntarios y somatenes sublevados a la vista del enemigo y después por las tropas que Castelfranco envió hacia aquellas altas tierras, los Franceses de Arán pretendieron bajar por el otro lado á las comarcas tributarias del Segre, con el objeto, sin duda, de combinar sus movimientos y su acción con la de sus compatriotas en la Cerdaña. La vigorosa oposición que hallaron en los habitantes del Noguera Pallaresa y los demás valles contiguos con el apoyo natural que habrían de ofrecerles las tropas de Lérida, Balaguer y la Seo de Urgel, y aquella inacción militar que pusimos de manifiesto en el territorio comprendido entre Puigcerdá y Mont-Louis, hicieron inútiles los esfuerzos de los Franceses por aquella parte de Cataluña, dirigiéndolos, como de rechazo, á la de Aragón, que quizás por eso considerarían de más fácil y hasta probable resultado.

También expusimos lo exiguo de las fuerzas señaladas para el ejército que bien pudiéramos llamar del Centro, como se ha llamado en otros tiempos al de Aragón al destinársele al mismo teatro y al objetivo mismo que el de aquella guerra. Claro es que en esas condiciones y en la de lo inaccesible del terreno en que iba á operar, sería insuficiente tal número de soldados para la guarda de una línea, como la de aquella frontera, de 3o leguas de extensión, entre la de Cataluña y Navarra. Había, sin embargo, en la cordillera algunos pasos con caminos que, sin ser carreteros ni mucho menos fáciles, ofrecían acceso a nuestro territorio, y, entre ellos, el que estaba destinado á cubrir la plaza de Jaca en los orígenes del río Aragón y el que cerraba el fuerte de Benasque en los del Eserá, tributario del Cinca, ya recorridos en armas aunque con inmensas dificultades en la guerra de Sucesión y en las mil algaradas que desde tiempo inmemorial han servido para hostilizarse los fronterizos de uno y otro lado del Pirineo central. Los del valle de Tena, donde nace el Gállego, y los de Broto, donde el Ara, no ofrecen por su parte salida a la tierra más llana del alto Aragón, pues que antes encuentran el obstáculo de la sierra de Guara y el de la Peña de Oroel que no es fácil se atrevan a franquear los invasores en las condiciones en que se ha de suponer deben llegar a ellos. La proximidad, sin embargo, de la plaza de Jaca a la primera de esas comunicaciones que acabamos de citar, la del valle de Tena, aconsejaría a Castelfranco hacer de Sallent, punto inmediato a Francia, la base de una agresión sobre el territorio republicano que constituiría uno de los pocos accidentes algo notables de la campaña. Si nuestra zona fronteriza no convidaba a la invasión por parte de los Franceses, no siendo ni lo frondosa, poblada y fértil que la suya, alguna ventaja ofrecía y algún estímulo a nuestros compatriotas una entrada por la vertiente septentrional, encumbrados como andaban hacía ya tiempo por las áridas mesetas de la cordillera, vigilando antes de la guerra el contrabando político de los revolucionarios é impidiendo después sus algaradas y rebatos.

Así, el príncipe de Castelfranco, una vez desembarazada de nieves la cordillera, y no habría de verse suficientemente limpia de ella hasta muy entrada la primavera, trató de, no sólo impedir cualquiera agresión que pudieran acometer los Franceses, sino de anticiparse a los que la intentaran en el valle de Tena por donde era de esperar según las noticias que llegaban a su cuartel general de Jaca. Ya que no hallaba en las inmediaciones de la raya puntos convenientes en que fortificar la posición del destacamento español que debía defender aquella entrada por donde podría envolverse la citada plaza, pensó en procurárselos dentro del territorio francés junto a un campamento que los enemigos tenían fortificado y bien guarnecido de tropa y artillería en derredor de la Venta de Broset, objeto dos meses antes de un ataque de los nuestros que, sin duda por no darle importancia, la habían incendiado. Y el 3o de Junio penetraba Castelfranco en Francia con cuatro columnas, dos de tropas ligeras que, yendo por los flancos, se extendieran á envolver la posición enemiga, y otras dos de tropas de línea, a cuya cabeza se pusieron él y el duque de Granada para ocupar los puertos de Aneu y Lorade a que veníamos haciendo alusión. Los miñones de Zaragoza y los voluntarios de Álcega, después de mil trabajos por lo escabroso y nevado de las cumbres que hubieron de recorrer, y eso de noche, llegaron a su destino; y, al oír el cañonazo que su general en jefe hizo disparar desde Lorade, acometieron tan bizarramente a los Franceses del campamento que, con la sola ayuda de algunas compañías de cazadores que se les envió, penetraron en él e hicieron rendirse o huir a los bosques próximos y a Gavas a los defensores, cuya pérdida ascendió a la de más de 100 muertos o heridos, sus dos jefes entre aquéllos, 44 prisioneros, 2 cañones y una bandera, con unas 2.000 cabezas de ganado que se trajeron a España. La nuestra fue insignificante ya que el brigadier D. Juan Carrafa que, mandando los cazadores, rodó por el monte, pudo luego reponerse de las heridas que se hizo.

Si por aquel lado de la frontera desapareció todo peligro de una invasión en las altas tierras del Aragón y el Gállego, y aun cabía esperar no se interrumpiese en el Pirineo central la tranquilidad relativa de que en él se gozaba, reduciéndose la acción de nuestros fronterizos y soldados a fortificarse lo posible en los pasos más conocidos para interceptarlos, todavía hubo de combatirse en los últimos días de Septiembre y primeros de Octubre, así como para celebrar la despedida de la campaña en aquellos lugares que muy luego volverían a cubrir las nieves. Los Franceses continuaban ocupando el valle de Arán con las fuerzas respetables con que lo habían invadido; tenían próxima la división del centro situada hacia Pau y Toulouse, de la que podrían valerse en ocasión que creyeran conveniente; y sea para ayudar a sus camaradas de la Cerdaña como antes, sea para distraer a los nuestros del ejército de Aragón de toda otra empresa, salieron por uno y otro lado de la alta hoya en que nace el Garona para derramarse por las vertientes del Noguera catalán y el Cinca. El 18 de Septiembre bajaron de Arán a Esterri y Escaló unos 1.5oo Franceses mandados por el general Sahouquet, cometiendo, como siempre, todo género de excesos con los habitantes de aquel valle y de Pallas. No es la catalana gente que se deje atropellar sin vengarse; así es que al toque de somatén muy pronto se vieron aquellas montañas coronadas de valientes que, regidos por sus concejos, jueces y curas, subieron hasta de pueblos bastante lejanos de entre los del Noguera Pallaresa y corregimiento de Talarn. Seis días duró el pelear, tan rudo, que los Franceses, victoriosos en un principio y decididos a seguir en sus desmanes por aquel extenso valle, hubieron de replegarse el tercero a Esterri, donde se habían establecido su general y su adjunto consabido, el representante de la Convención. Eso dio tiempo a que aumentase el número de los patriotas en proporciones alarmantes para los republicanos que, al tener por fin noticia de que se acercaban tropas de Lérida y la Seo con el brigadier Rodríguez de la Buria, se volvieron el 24 a Arán, no sin escarmiento notable y dejando bastantes muertos, heridos y prisioneros en manos de los montañeses, dignos sucesores de aquellos almogávares que tanto espanto habían inspirado en las remotísimas tierras del Oriente.

A tal irrupción, tan fácilmente rechazada, sucedió muy luego la de los valles de Bielsa, Gistain y Benasque con más fuerzas ahora, aunque no creemos que con el grandioso objeto que le atribuye, sin determinarlo, el príncipe de Castelfranco. Al ruido de los movimientos que se iniciaban en Arán, el general en jefe español se trasladó de Jaca a Benasque y con tal oportunidad que, al llegar a esta villa, ya nuestros destacamentos de la frontera próxima andaban a las manos con los Franceses. ¿Era el pensamiento de éstos el de una invasión formal que pudiera extenderse hasta las importantes poblaciones del Cinca inferior, Graus, Benavarre, Barbastro y Monzón, por donde amenazar a la plaza de Lérida, o el de una diversión que llamara hacia sí al ejército español para atacar otros puntos que hubiera de desguarnecer? No es fácil calcularlo; porque en el puerto de Bielsa no hizo más que presentarse el 3 de Octubre una columna francesa, sin penetrar en nuestro territorio que pronto puso en seguridad el brigadier Carrafa con unos 3oo o 400 hombres de tropas ligeras; en el de Plan cruzaba el mismo día la divisoria otra fuerza enemiga dividida en tres columnas y era rechazada por el teniente coronel D. Mateo Arriola con algunas compañías de su regimiento de Zaragoza; y sólo en el de Benasque aparecían el 6 los republicanos en número y con artillería que hicieran presumir un ataque capaz de comprometer la suerte de nuestras armas. El ataque no se reducía al de aquel paso, a cuya inmediación los Españoles habían establecido un campamento apoyado á retaguardia en Benasque y su castillo, sino que debían descender otras fuerzas desde los puertos de Arán, combinando sus movimientos de modo que todas lo hicieran simultáneamente por el frente y los flancos de las posiciones españolas. Pero Castelfranco, vigilante siempre y activo, había hecho explorar el terreno y dispuesto por todas partes celadas con que responder a los ataques que de todos lados también le amenazaban. El día 6 las descubiertas anunciaron la aproximación de unos 5.000 hombres que con una fuerte vanguardia se dirigían al hospital que de antiguo se halla establecido en la cumbre para auxilio de los viajantes en los tiempos crudos que allí reinan la mayor parte del año. Pronto se reforzó el campamento con tropas de Aragón, walones y voluntarios del país, de los que, más avanzados aún, andaban algunos tiroteándose ya con los Franceses. Éstos se detuvieron, dejando el ataque para otro día; y el 8, como muchos que eran, se fraccionaron en varias columnas que desde las alturas del puerto y de las de Arán, que tenían ocupadas, emprendieron la bajada al campamento que se habían propuesto asaltar. Pero sus maniobras por los flancos los llevaron a nuestras emboscadas que desde las rocas y malezas de la montaña los ofendían gravemente sin recibir de su parte daño alguno. Por cuidado que pusieron los Franceses en dominar aquel obstáculo reforzando sus columnas de las alas mientras plantaban una batería de cuatro piezas contra el frente del campamento, mayor lo puso Castelfranco en enviar tropas y tropas en auxilio de los combatientes y en contestar con su artillería á la del enemigo, y con tal éxito que después de cuatro horas de fuego y de todo género de esfuerzos, perfectamente inútiles, se decidieron a retirarse para no volver ya en todo aquel año a intentar nuevas irrupciones en la escala, al menos, en que habían acometido aquélla. Todo el campo de la acción estaba cubierto de tropas que, aun cuando poco numerosas, se hallaban bien repartidas e hicieron un fuego siempre muy vivo, y los paisanos de los pueblos inmediatos acudían a todas partes, como al final del combate lo hizo el duque de Alburquerque con cerca de 3.ooo que desde localidades más distantes corrían a ayudar a sus vecinos con sus personas, armas, municiones y víveres.

Aquel fue el último episodio importante de la campaña de 1793 en los Pirineos centrales: pronto vinieron las tormentas del otoño y las nieves a hacerlos intransitables, y las tropas de uno y otro ejército de los beligerantes hubieron de establecerse en cantones más cómodos, dejando en los pasos de la cordillera los destacamentos absolutamente necesarios para impedir las correrías de los fronterizos.

Cuantas observaciones pudiéramos hacer acerca de la campaña de 1793 en general, las hemos ofrecido al lector en sus dos más importantes jornadas, las del Rosellón y el Bidasoa, únicas a que suelen referirse los historiadores que se detienen, siempre poco y con injusticia marcada, en el estudio y descripción de la guerra, llamada en España de la República. Nosotros, los Españoles, no debemos dejarla pasar desatendida; porque la campaña de 1793 constituye una de las glorias más puras de la nación; y no ya con las narraciones de nuestros compatriotas, que pueden aparecer apasionadas, ni con nuestros propios argumentos, sino con los terminantes de los que en momentos en que no suele desfigurarse la verdad, sobre todo si resulta adversa, la confiesan paladinamente. Ya hemos presentado datos de escritores contemporáneos de aquellos sucesos revelando el vencimiento de sus compatriotas los Franceses, principalmente en las márgenes del Bidasoa y La Nivelle; las Memorias de Cavanyes y de otros de los actores de la camp­ña del Rosellón han hecho ver sus reveses en aquel extremo del Pirineo en una lucha de la que Barrére decía a la Convención días después: «Los castillos se abandonaron, y nuestro ejército está deshecho y totalmente derrotado.» Esto se decía a los Franceses en todos tonos por aquel tiempo, en que, por lo mismo que las armas republicanas se presentaban vencedoras en las fronteras donde más les importaría el triunfo, dejaban de ocultar los desastres que sufrían en la española. Jomini en su magistral obra del «Tratado de las operaciones militares» pone bien de manifiesto esos desastres y sus causas, todas favorables a las condiciones del ejército español; el mismo Thiers, y esto es muy de notar en historiador tan parcial, declara nuestra victoria en la nube gloriosa de las alcanzadas por la Revolución en aquel año; y no hay quien con alguna lealtad recuerde aquellos sucesos, que los desfigure hasta negar que los Españoles fueron los únicos a quienes la gran nación no logró arrojar de su suelo.

«He aquí pues, como con harta razón dice Godoy en sus Memorias, un año del todo favorable a nuestras armas, una campaña entera mantenida con honor y con gloria en el largo y enredado espacio de nuestra frontera, donde todas las ventajas quedaron por nosotros, preservado nuestro suelo en todas partes de las armas enemigas, y ocupado más o menos por las nuestras el de Francia en las dos avenidas principales de los Pirineos.»

 

 

CAPÍTULO VI

TOULÓN

Del 18 de septiembre al 18 de diciembre de 1793