REINADO DE CARLOS IVCAPÍTULO
IV.
CAMPAÑA
DE 1793 EN LOS PIRINEOS ORIENTALES
Vamos
a emprender el estudio de uno de los períodos históricos que ha dado lugar a
conceptos más variados sobre la situación de nuestra patria en cuanto se
refiere á las fuerzas y recursos con que podía contar para intervenir en la
política europea; esto es, sobre la solidez de un poderío que pocos años antes
aparecía de los más robustos, discutido, empero, desde que, separados de su
dirección los dos célebres estadistas que aún lo sostenían después de la muerte
de Carlos III, caía en la del inepto tercer ministro de su hijo. Porque es
necesario reconocer que en los principios del reinado de Carlos IV aún no se
descubrían señales manifiestas de decadencia en el imperio español, siguiendo
considerado por las demás potencias y los pueblos todos, como si la continuación
del conde de Floridablanca en el gobierno lo representara cubierto del mismo
ropaje de importancia y gloria con que lo había mantenido en su primera época.
¿Qué había, pues, sucedido en la segunda y en la de la interinidad del conde de
Aranda para que cayese en tan humillante olvido la influencia española entre
las naciones más interesadas en la contienda que acababa de inaugurarse contra
la Francia, y hasta en desprecio por el gobierno de una nación que tantos años
llevaba de amistad y alianza con la nuestra? Es un fenómeno no fácil de
explicar el de la mudanza que se observa en el espacio de muy pocos años de un
reinado que, sin ofrecer síntoma ni motivo alguno de decadencia, puesto que
transcurrieron perfectamente pacíficos en todos los ámbitos de sus vastos
dominios, se la ve llegar próxima y amenazante para los espíritus previsores,
aun ante arranques de entusiasmo y virilidad de nuestro pueblo, que parece
debieran contenerla, ya que no conjurarla completamente. Y es que esos
espíritus, preocupados con las vacilaciones que presentaba nuestra política
ante la marcha, cada vez más rápida, de la revolución francesa hacia el que
desde sus primeros momentos se veía ser único objetivo de las aspiraciones que
habían despertado en ella las doctrinas anteriormente difundidas y las
debilidades de su gobierno y su ineptitud para contrarrestarlas; esos
espíritus, repetimos, comprendían que no era con la indiferencia con la que
cabía mantener todo el influjo que España había ejercido hasta entonces en los
destinos de Europa. Los primeros días del gobierno del duque de Alcudia no
habían sido, por otra parte, tan fecundos en previsión y energía que inspirasen
confianza de más próspero porvenir que el que se dibujaba en los horizontes de
una interinidad como la de Aranda, cuyo secreto, como el de su establecimiento
y condiciones, no podía serlo sino en la fantasía y la temeridad de los que la
habían forjado para hacer más fácil la ejecución de sus proyectos, tan
desacordados como su ambición y las pasiones que los inspiraban. Godoy había
sustituido á Aranda, pero no para ejercitar política diferente, lo cual hubiera
justificado quizás su encumbramiento á las esferas del poder. No; sus primeros
pasos se habían dirigido por las mismas huellas que había dejado su antecesor
hacia la neutralidad y el desarme en que aquél convenía con la condición de
salvar los grandes intereses de la monarquía y dar satisfacción a los
sentimientos de nuestro soberano. Ya le hemos visto no interrumpir las
relaciones del gobierno que representaba como su primer ministro y romperlas
tan sólo, no como Aranda al recibir las que pudiéramos llamar imposiciones de
la Convención después de las jornadas del 20 de Junio y 10 de Agosto en París,
sino cuando un desenlace como el de la ejecución de Luis XVI, irreparable en
todos conceptos, dejaba sólo lugar a las represalias, mejor dicho, a la
venganza que el decoro del trono y el sentimiento despertado en la nación
española exigían imperiosamente. De modo que el cambio de política que pudiera
justificar el del ministerio, no procedía de cálculos ni previsión alguna para
un porvenir, tan probable en Noviembre de 1792 como en Enero del año siguiente,
sino de la conducta incalificable, pero esperada, de la Convención francesa.
Pero
ahora iba a verse si cabía justificación en aquella mudanza con las medidas que
el nuevo ministro tomara para dejar bien puesto el honor de nuestras armas en
el campo de acción que se le ofrecía.
Ya
hemos dicho cómo pinta Godoy en sus Memorias el estado en que halló a la nación
española al tomar él las riendas de su gobierno. No era, repetimos, lo
lisonjero que debía esperarse, cuando de nubes tan oscuras aparecía cubierto el
horizonte político de Europa; pero ni Floridablanca ni mucho menos Aranda
habían olvidado al ejército. El ministro de la Guerra del primero de aquellos
estadistas había empezado sus trabajos por aumentar la fuerza de los cuerpos de
infantería; y al pronunciarse en Francia los síntomas, ya alarmantes, de la
Revolución, aparecía en España el reglamento de 21 de Junio de 1791
reorganizando el arma de infantería, lo mismo en los cuerpos de línea que en
los de la ligera, mediante disposiciones que hoy pasan por muy sabias, aunque no
ofrezcan novedad alguna, para, sin aumentos excesivos del presupuesto, mantener
el ejército en estado de pasar de uno a otro, del de paz al de guerra, en corto
tiempo y sin perturbación alguna. En los últimos días del ministerio de Aranda,
aquel hombre, todo patriotismo y experiencia, había ido reduciendo los cuerpos
extranjeros que nuestra antigua y vasta dominación había hecho crear, y
reemplazándolos con otros nacionales en cuyo espíritu se entrañase, sobre todo,
el de nuestra vieja madre la España; cambiando a la vez el modo de ser de la
infantería ligera con organizaría en batallones sueltos, como se ha continuado
después, por adaptarse mejor esa forma al servicio que siempre han desempeñado
en campaña.
Al
marchar, pues, las tropas españolas a la frontera francesa, llevaban, si no la
fuerza necesaria para emprender operaciones decisivas, sí los medios de
aumentarla y una constitución para el mantenimiento de su moral como la mejor
de que pudieran alardear los ejércitos del Norte de Europa, que pasaban, el
prusiano sobre todo, por maestros indiscutibles del arte militar en cuanto a
organización y táctica.
La
creación de los terceros batallones que habrían de servir de depósito en tiempo
de guerra; el de las asambleas anuales para la instrucción de todo el personal
de tropa, y el del pase de los reclutas a sus casas con licencia ilimitada
después de haber servido el primer año en sus cuerpos, se hallan establecidos
en el Decreto ya citado de 1791 con un criterio todo lo más acertado que hoy
pudiera desearse.
¿Qué
le quedaba, de consiguiente, por hacer a Godoy para que el ejército español
entrase en campaña con todas las ventajas posibles después de la declaración de
guerra del 23 de Marzo de 1793, sino aumentar la fuerza de los cuerpos hasta
ponerlos al pie de guerra? Y eso es lo único que hizo Godoy, por más que en sus
Memorias se esfuerce, como ya hemos dicho, en pintarnos el ejército con los
colores más sombríos. Para eso también le sirvió aquel arranque de patriotismo
que produjo lo que él mismo tiene que confesar, «afluencia prodigiosa de los
Españoles de todas clases y que de su propia voluntad marcharon a filas» Sólo
puede señalarse alguna que otra excepción en su labor orgánica de los cuerpos
que iban a hacer la guerra, la de la formación de los batallones voluntarios de
Barcelona, Barbastro y Aragón, y la del regimiento de Órdenes Militares
formado, según ya hemos dicho, por la asamblea de las mismas y el duque de
Arión.
De
ese modo se logró organizar tres ejércitos; uno llamado de Cataluña, que, como
luego veremos, llevó a sus filas hasta 32.000 infantes (en el papel, por
supuesto); otro en Navarra y Guipúzcoa con 18.000, y el tercero en Aragón con
5.000; fuerza, como supondrá el lector, muy corta para la ardua tarea que les
estaba encomendada. Porque, además, esa misma fuerza fue llegando, puede
decirse que por destacamentos a los puntos que se eligieron para bases de las
operaciones: de modo que la previsión de Godoy apareció corriendo parejas con
las ideas que pudiera abrigar respecto a la magnitud de la empresa para obtener
los resultados que debían buscarse, el de vengar los agravios inferidos a
España y a su soberano, y el de prestar la cooperación que habrían de apetecer
nuestros aliados del Norte, a las manos todos los días y de mucho tiempo atrás
con el grueso de los ejércitos franceses.
Parece
que Godoy abrigó el pensamiento de una irrupción por Normandía, haciendo
desembarcar en aquellas costas un ejército de 36.000 hombres que marchara
inmediatamente sobre París. Si la idea no era nueva, atribuyéndose al rey de
Suecia cuando, por inspiración y con fuerzas que le prestaría la emperatriz
Catalina, se propuso, según ya hemos indicado, invadir Francia, no es menos
cierto que era absurda y a todas luces temeraria. No sin razón le pareció
descabellada al conde de Aranda, a quien debió Godoy confiársela en una
conferencia de que después daba cuenta el célebre veterano en su representación
de 1794. Y aquí se revela una vez más la ligereza que caracterizaba al duque de
Alcudia, lo mismo en su conducta política y en sus pretensiones de general, que
en la redacción de sus famosas Memorias. ¡Bonito papel hubiera representado un
ejército que, aun desembarcando felizmente y al apoyo de un buen puerto, que es
mucho conceder, se internara en Francia ante las muchedumbres militares que
estaban organizándose en toda ella y que a la segunda marcha lo dejarían
aislado del mar y de su patria, privada para mayor vergüenza de poderle enviar
socorro alguno bastante eficaz en tamaño aprieto! Ni ¿cómo puede decirse que,
al encargarse Godoy del ministerio, España no tenía más de 36.000 hombres
escasos para a los tres meses y sin nuevas organizaciones ir a emplearlos en
expedición tan arriesgada y remota del suelo patrio? ¿De qué fuerzas dispondría
después para defender una frontera tan vasta como la de los Pirineos, amenazada
desde antes de declararse la guerra por los ejércitos franceses organizándose o
en vías de formación en toda la línea desde Perpiñán a Burdeos? Esto no exige
demostración alguna ni comentario para que se comprenda cómo el primer ministro
del gobierno español podría dirigir una campaña en que iban a verse
comprometidos intereses tan altos como el honor de la patria y el de su
soberano.
Afortunadamente
deberían asistirle con sus consejos generales cuyos talentos y experiencia,
adquiridos por un largo ejercicio en la carrera de las armas, le pondrían ante
los ojos otro plan más meditado, más práctico, más hábil, por consiguiente, y
eficaz para el importantísimo objeto a que iba encaminada aquella guerra.
La
designación de los tres ejércitos a que nos venimos refiriendo revela por modo
elocuentísimo el plan de la futura campaña.
No
es de este lugar la descripción física del territorio que iba a ser teatro de
la lucha. ¿Quién ignora su figura y su extensión, la cordillera que lo cruza,
los grandes estribos de la misma que lo accidentan, los ríos que lo surcan, las
poblaciones de que se halla salpicada y los caminos que las unen? En una
historia como la presente no tiene cabida otra descripción que la esencialmente
militar que dirija al lector en el estudio y esclarecimiento de las operaciones
de que va a dársele cuenta.
Dos
entradas únicamente ofrece la frontera pirenaica, y éstas en los extremos de la
cordillera, si han de utilizarse con los medios indispensables para hacer
eficaz la invasión de uno a otro lado de ella. Los Pirineos centrales, esto es,
la elevadísima y abrupta masa cubierta de rocas, sobre todo en su vertiente
española azotada por el austro, no ofrece paso alguno por donde puedan operar
los ejércitos con el material indispensable para los combates decisivos en el
éxito de la guerra. En los Pirineos orientales no se halla más tránsito con
tales condiciones que el del Portas, por donde la carretera general cruza la
divisoria de aguas entre las dos naciones: los demás sólo ofrecen acceso a la
infantería y a lo más á cuerpos no considerables de caballería, ni consienten
operaciones que traspasen los límites de los de una sorpresa o un flanqueo, de
importancia, sin embargo, en alguna ocasión como la que vamos a recordar muy
pronto. Desde la orilla del mar en los cabos de Creus y Cervera, hasta el pico
de Corlitte, término de los Pirineos orientales,
fuera de una, la principal de que luego trataremos extensamente, interceptada
entonces, sólo existen comunicaciones de las a que acabamos de referirnos, si
bien al pie de aquel encumbrado monte se hace observar una depresión que puede
dar acceso y grande importancia a una empresa militar, la de la Cerdaña entre
la fortaleza francesa de Mont-Louis y las españolas de Puigcerdá y la Seo de
Urgel, por donde Españoles y Franceses pueden hostilizarse con resultados de no
corta consideración en sus respectivos países. En Puigcerdá, desmantelada de
antiguo, se ve el origen del Segre que desciende a Lérida, llave de todo el movimiento
existente entre el Principado de Cataluña y el cuerpo de la nación; y en
Mont-Louis el de las dos líneas del Tech y del Tet, primeras y las más importantes de la defensa del
territorio francés en el Rosellón.
Por
el otro extremo de la cordillera, esto es, en los Pirineos occidentales, si
bien puede decirse que es una la entrada considerándola bajo un punto de vista
general, divídese en dos, aptas para recibir el
material de guerra, la de Roncesvalles, carril usual de los Pirineos que se le
llamaba desde cuando servía para el camino romano de León y Pamplona a Burdeos,
y la de Irún, de fecha relativamente moderna, principalísima después para una
invasión en España. Las dos están ligadas además entre sí por la que desde el
collado de Maya facilita el ingreso en el valle del Baztán, por donde y por los Alduides pueden, aunque con gran dificultad,
comunicar los ejércitos que por aquéllas emprendan sus operaciones, que siempre
serán las más eficaces.
Estas
circunstancias geográficas inspiraron a los generales españoles el plan de
campaña al determinarse en los primeros días de Abril de 1793.
Ni
el número de las fuerzas disponibles para aquella fecha, ni la consideración
del estado de las fortificaciones de una y otra de las partes beligerantes en
aquellas fronteras, permitían una acción ofensiva simultánea por ambos extremos
de la cordillera. Y siendo tan diferentes las condiciones del territorio
francés en ambos lados, se imponían, la ofensiva por uno de ellos y la defensa
del otro, no exenta, eso sí, de reacciones enérgicas y que llamasen la atención
del enemigo y lo distrajeran de acudir con todas sus fuerzas al apoyo de las
demás. El Rosellón ofrecía varias e importantes ventajas para hacérsele objeto
de la acción ofensiva por parte de los Españoles. Es tierra que fue española,
arrebatada á nuestra dominación a favor del movimiento fatal de Cataluña en
1640; los habitantes en su mayor número hablan el mismo idioma que los de
Cataluña, tienen sus mismas costumbres y, en parte, iguales aspiraciones. En el
Rosellón, como en todo el Mediodía de la Francia, prevalecían las ideas
monárquicas y religiosas; y si no como en Tolón, Lyon y Marsella, sublevadas
entonces o luego Contra la Asamblea de París, era de esperar que por la poca
importancia de sus poblaciones y por servir de teatro a la guerra que se
suponía inmediata, el ejército español no hallaría a sus habitantes
completamente refractarios a las ideas que iba a sustentar; ya que, según
veremos muy pronto, no se trataba de conquistarlos ni oprimirlos.
Una
campaña, pues, en que, ocupando el Rosellón, pudiera nuestro ejército darse la
mano con los insurrectos de las ciudades antes citadas y apoyarlos en su
resistencia enarbolando su misma bandera y proclamando iguales ideas que las
que se proponían sustentar, podría herir con tal acierto a la Convención y
reanimar a tal punto el espíritu religioso y dinástico del resto de Francia,
que provocara una reacción saludable en favor del hijo de Luis XVI,
arrancándolo, como a toda su familia, de las garras de sus carceleros de París.
Así, por lo menos, lo pensaron Carlos IV, su gobierno y sus generales.
La.
invasión por los Pirineos occidentales, si al primer golpe de vista aparecía
más fácil por no encontrar, como, en los orientales, la serie de fortalezas que
cubren la frontera francesa, no hallándose más que la de Bayona para contener
la marcha de un grande ejército hasta Burdeos, ofrece, sin embargo, un
obstáculo no insignificante en la naturaleza del terreno, si llano en general,
despejado y propio, por lo mismo, para internarse en él, fatalísimo para el caso, no improbable, de una retirada; con la desventaja, además, de no
tener á su espalda otro orden de fortalezas, como en caso igual ofrece el
Principado de Cataluña, para abrigo de los ejércitos batidos o rechazados en
Francia.
El
plan, por lo tanto, ideado en Madrid para aquella campaña, no podía ser más
hábil, ni más prudente.
Antes,
sin embargo, de señalarse el principio de su ejecución, habían los Franceses
procedido a la del suyo, si indeterminado entre las declamaciones de los
Convencionales y las vaguedades en que andaban envueltos para la formación de
los ejércitos, la elección de los generales y la provisión de los recursos
necesarios para emprenderlo, fijo en lo de ser ellos los primeros en comenzar
las operaciones como lo habían sido en la declaración de la guerra.
No
es fácil determinar el número ni la organización de las fuerzas con que podrían
contar en la frontera pirenaica, porque sus historiadores más distinguidos han
tratado de reducirlas a la menor expresión, para así disculpar sus primeros
reveses. El comandante de ingenieros Napoleón Fervel,
el que con más datos y mayor espacio ha descrito aquella guerra, lleva a tal
exageración el cálculo de las fuerzas francesas, que no la hace pasar en el
Rosellón de 8.000 hombres, de los que encierra 6.000 en las doce plazas o
fuertes de la frontera; dejando, de ese modo, para guardarla desde Mont-Louis
al Mediterráneo, de 1.700 á 1.800 infantes, 200 gendarmes mal montados por toda
caballería, 40 artilleros, 3 oficiales de artillería e ingenieros, y, por fin,
4 carros y 60 mulas para el tren de equipajes. Compagine el lector esta rotunda
aseveración con los discursos pronunciados en la Convención francesa y el
informe, sobre todo, de Barrére, en que, al
declararse la guerra el 7 de Marzo, se ordenaba al Consejo ejecutivo el envío
de un grande ejército con que pudiera verificarse la invasión en España;
diciendo que ya se organizaba bajo un pie formidable. Y si es cierto que ese
ejército no sumaría los 100.000 hombres con que lo dotaba la Convención en la
extensa línea del Mediterráneo al Océano, el mismo señor Fervel no puede desmentir el que, para una operación tan insignificante como la de
ocupar el valle de Arán, de donde no sabemos adónde podrían dirigirse, se
destinaron más de 4.000 hombres, fuerza que representa cifras muy considerables
para la ocupación de los extremos de la frontera, únicos, en caso, amenazados
por nuestras tropas. Porque, y esto tampoco puede negarse, entre los escrúpulos
del conde de Aranda por no alarmar a los Franceses, y el empeño en Godoy de continuar
las negociaciones sobre la neutralidad con Bourgoing,
la frontera permanecía desguarnecida de las tropas necesarias para defenderla,
y mucho más para emprender operación alguna ofensiva en el territorio de la
República. Tan era así, que además de los actos, que hemos calificado de
piratería, ejercidos por los Franceses sobre nuestros buques mercantes, y entre
ellos contra el bergantín La Virgen del Rosario a la vista de Barcelona, fue la
frontera insultada por varios de sus puntos más vulnerables.
Ya
intentaron los Franceses una incursión desde el valle de Arán; pero, no bien
pensada, fue contenida por algunas compañías sueltas de Aragón, que tomaron las
alturas de la cordillera que forman aquella elevadísima cuenca donde nace el
Garona, y por los batallones de guardias españolas y walonas que el príncipe de Castel-Franco envió para interceptar los pasos del Noguera
Ribagorzana y el Cinca, por donde los Franceses pudieran descender a Barbastro
y Monzón. También se vio amenazado el valle del Baztán por 500 o 600 Franceses,
que el 6 de Abril hubieron de retirarse ante nuestras tropas de observación,
como otros tantos que aparecieron por el lado de Maya y a quienes obligó a
retroceder el capitán de voluntarios de Aragón D. Vicente Jiménez, que salió herido
en la refriega.
Todo
esto y cuanto muy pronto vamos a relatar al iniciarse la narración de la
campaña, demuestra que no eran tan cortas en número las fuerzas francesas que
guarnecían su frontera.
Las
españolas iban entretanto reuniéndose al frente de la línea francesa, si bien
por destacamentos cuya marcha, excesivamente lenta, hacía temer tardasen
todavía mucho en formar un cuerpo de ejército, suficiente para acometer la
invasión del país vecino con todos los recursos necesarios de fuerza y
material.
No
era, con todo, el general Ricardos de los que, una vez en su posición de
entonces, sufrieran resignadamente las dilaciones que parecían imponérsele. Su
historia anterior, si no acreditaba el genio militar que desplegó en aquella
campaña, última de su vida, lo hacía en gran parte presentir, y alguna de su
gloria cabe al que, comprendiéndolo sin duda, lo eligió para el mando de
empresa tan arriesgada e importante como la de la conquista del Rosellón.
Ricardos había hecho sus primeras armas en Italia, y con tal brillo que, al
terminar la campaña de ocho años que afirmó a nuestro infante D. Felipe en el
trono de Parma, obtuvo el regimiento de caballería de Malta que su padre,
ascendido á general, le dejó vacante. La guerra de Portugal, después, los
trabajos de reorganización de nuestras tropas en Nueva España y la inspección
del arma de caballería a su vuelta de Ultramar, desarrollaron en él un espíritu
de orden y de disciplina que luego le haría más fáciles y eficaces los
procedimientos de la guerra, no poco influyentes en los resultados a que se
dirige. Pero alternando esas tareas, esencialmente militares, con las también
arduas del estudio de los asuntos administrativos y políticos, entre los que
llamaban la atención general la creación de la Compañía de Filipinas y la
necesidad de fijar en los Pirineos los límites de las dos naciones que a ellos
tocan, para evitar los frecuentes choques de los fronterizos de una y otra,
hubo de ser buscado por los hombres de los partidos políticos que, aun en las
monarquías absolutas, se disputan el disfrute y las responsabilidades del poder
ministerial. Sus talentos, su verbo no común, el aticismo de sus escritos y la
independencia de su carácter, eran prendas muy solicitadas para oponerlas a un
gobierno tan autoritario como el de Floridablanca, y no tardó Ricardos en
hallarse frente al célebre ministro con Aranda, O’Reilly y otros varios que
componían el partido aragonés, llamado así por la nacionalidad de su jefe, a la
que también él pertenecía.
Ya
hemos visto que la opinión achacaba a Ricardos alguno de los libelos que
corrieron por Madrid, y no es de extrañar que se le comprendiera en la
dispersión que, con O’Reilly el primero, se impuso a muchos de sus amigos.
Ricardos entonces fue destinado al mando de Guipúzcoa, si exento de los
cuidados de la administración de una provincia, como todas las Vascongadas,
regida por sus peculiares fueros, llamado a una importancia no escasa desde que
fueron acentuándose las pretensiones y luego los excesos de la revolución
francesa. Muy lejos estaría, con todo, de pensar en el porvenir de gloria que
de tan cerca le esperaba, cuando la muerte de Luis XVI y la declaración de la
guerra fueron a arrancarle, nuevo Cincinato, del cuidado de un jardín, que
cultivaba por sus manos, para el rudo y á la par sublime tráfago de las armas.
A
pesar de vida tan variada en accidentes y peripecias, Ricardos mostróse siempre «sereno y apacible, como dice uno de sus
biógrafos, consolándose en el seno de la amistad y en la meditación de ideas
útiles a la patria»; inspirándose en las de una filosofía verdaderamente
estoica en cuantas ocasiones le ofrecieron su desgracia, a veces, y su fortuna
en otras, pero en todas igual y generosa. Y, si no, hay está el juicio que de
él emite el tantas veces citado Mr. Fervel, que, si
erróneo en algunos desús conceptos, acierta en el de su carácter, revelado en
la conducta que observó y en los éxitos por él obtenidos en aquella campaña con
su dulzura y humanidad.
Ya
hemos indicado a quién debió su nombramiento para el mando de las armas en
Cataluña y el Rosellón, a Godoy, que en los dos días en que Ricardos estuvo en
Madrid le dio sus instrucciones, conformes con los deseos del Rey, respecto a
los procedimientos políticos que habría de observar para con los habitantes de
aquella provincia francesa, no reñidos con la energía que le seria conveniente
imprimir á las operaciones de la guerra. Así es que puesto en la frontera a
mediados de Abril y sin dejar de hacer traslucir á los pueblos en ella situados
sus conciliadores propósitos, se decidió a maniobrar inmediatamente,
comprendiendo que en la presteza y el vigor estaría el secreto de sus primeros
éxitos. Y como para penetrar en Francia por la carretera general se hacían
imprescindibles el sitio y toma del castillo de Bellegarde, operación que
requería grandes preparativos y mucho tiempo, resolvió practicar un movimiento
de flanco que le permitiese envolver aquella fortaleza y facilitar por algún
otro punto la entrada de todo su material de campaña en Francia. Existía, con
efecto, uno fácil de habilitar para el tránsito de la artillería y los trenes
de municiones y equipajes, el Portell o Coll de Panisas, pero tan próximo a Bellegarde que sólo dista 96
metros de las baterías más avanzadas al Oeste de la célebre fortaleza. También
podía hacerse practicable el Coll de Banyuls; pero
mucho más distante, como abierto en la montaña de Albera a 24 kilómetros al E.
de Bellegarde, y cubierto por los fuegos del fuerte de Saint-Elme, ofrecía, por
otro lado, la desventaja de no conducir su camino a los objetivos más
interesantes, presupuestos en el plan del general Ricardos. Éste, pues, sin
vacilar un momento, luego de bien reconocidos y estudiados los puestos de la
frontera más o menos próximos a Bellegarde, donde los enemigos esperarían
detenerle todo el tiempo necesario para organizar y establecer los refuerzos
que sin cesar les llegaban, se encumbró rápidamente por la cordillera, y el 17
de aquel mes de Abril, ya citado, aparecía una de sus columnas, mandada por el
general Escoffet, sobre Saint-Laurent de Cerdá, por
cuyas calles penetraba a las diez de la mañana, haciendo huir y con graves
pérdidas a las dos compañías francesas. Los que acudían al relevo de la
guarnición, a las órdenes del teniente coronel Laterrade,
un ex constituyente muy enérgico al decir de los suyos, se encontraron ya a la
vista de Saint-Laurent, envueltos en el pánico y la derrota de los que
pretendían socorrer; y viendo a su frente y coronando las alturas de sus
flancos a los Españoles, hubieron de acogerse, no sin dejar algunos de los
suyos, dos banderas y otros efectos en el campo, a los muros de Arlés, que al
día siguiente evacuaban también para retraerse a Céret con el general Gautier-Kervegen, jefe de Estado Mayor
de La Houliére que mandaba el ejército francés en
Perpiñán.
Allí
debieron esperar los Franceses, pues había ya bastantes reunidos, dar una
lección a nuestros soldados; porque, formando una línea de batalla, aunque muy
defectuosa por lo extensa y mal sostenida, se prepararon a defender la ciudad y
su comunicación con el puente del Teth, que se halla
muy inmediato y a su espalda. La columna de Escoffet acababa de obtener el refuerzo de otra que, regida por el conde de la Unión, no
había podido tomar parte en el combate de Saint-Laurent, extraviada en los
bosques y barrancos inmediatos del Pirineo; pero en la mañana del 20, apoderada
de las alturas que se alzan sobre lo que constituía el ala izquierda francesa,
amenazó desde el primer momento combatirla y aun envolverla.
En
vano los Franceses, que contaban con unos 3.000 hombres, número igual
próximamente al de los nuestros, trataron de defender aquel lado de su línea
cubriendo de metralla las cabezas de las columnas españolas; el conde de la
Unión las lanzó a la bayoneta, arrollando con tal energía a sus enemigos, que
todos se entregaron a la fuga más precipitada, que por fortuna para ellos pudo
apoyar el teniente coronel Sauret con su batallón de
Champagne. Aun así, el pánico de los Franceses introdujo en Perpiñán la mayor
alarma que sólo pudo contener la presencia de algunos representantes del
pueblo, entre cuyas enérgicas medidas fueron; una de ellas, la de enviar al
general Willot a Toulouse a que diese cuenta de su
conducta, y otra, la de suspender del mando al general La Houliére que, no pudiendo soportar tal afrenta, se levantó, como dice Fervel, la tapa de los sesos.
Los
trofeos de aquel combate fueron cuatro piezas de artillería de campaña, de las
con que trataron de contener el ímpetu de nuestros infantes, desprovistos de
ella, y algunos prisioneros, a más de 200 enemigos que quedaron en el campo de
batalla, muertos o heridos, y muchos más que se ahogaron en el Tech al tratar de cruzarlo a nado, ya que el puente
aparecía intransitable por la muchedumbre de los fugitivos que trataban de
salvarse por él.
Allí
debían contenerse los progresos de los Españoles, faltos de la artillería
necesaria para continuarlos, y que habría de procurarse pasándola por el Portell, a cuya retaguardia se hallaban ya. Aquella
operación era todo lo delicada que hacen suponer lo escabroso del tránsito y la
proximidad del castillo de Bellegarde. Fueron necesarios 2.000 hombres y tres
días para poner el camino practicable, y esto distrayendo a la guarnición de
Bellegarde con una gran batería de morteros, establecida al frente de la Junquera,
y otra de piezas de sitio que, desde las alturas próximas al Portell, inutilizaban el fuego que los Franceses de la
fortaleza pudieran dirigir sobre aquel paso para estorbar los trabajos que en
él verificaba nuestra tropa. Naturalmente transcurrieron varios días en tal
faena, los días que los historiadores franceses toman por de excesiva
circunspección de parte del general Ricardos, que inmediatamente les
demostraría que no era sino la falta absoluta de medios y su bien entendida
prudencia, las que le detenían en Céret para, con
ímpetu después irresistible, acorralar a todos sus enemigos en Perpiñán. Porque
pocos días después y pasados los primeros de Mayo, todos de muy mal tiempo,
avanzaba el general español al frente de 12.000 hombres sobre Elne, Thuir y Mas-Deu, donde los Franceses habían establecido su campo con
objeto de cubrir la plaza de Perpiñán que tenían muy inmediata a su
retaguardia. Era un movimiento, el de Ricardos, tanto más hábil cuanto
indispensable; el de buscar a sus enemigos reunidos en un punto desde el que,
además de defender la capital del Rosellón, vigilaban y podían socorrer los
varios fuertes que él no había podido aún ocupar, atento, por el pronto, a
envolverlos en su rápida invasión hasta que, disuelto el grueso del ejército
francés, pudiera desahogadamente proceder a su ataque y conquista. Y el día 18
de aquel mes de Mayo levantaba su campo Ricardos para el 20 presentarse al
frente del general francés Dagobert, situado en la península del Rear, entre el Mas-Conte, el convento generalmente llamado
Mas-Deu y las ruinas del castillo del Rear, donde formaba su extrema izquierda. El ejército
español marchaba en tres columnas; la de la derecha mandada por el duque de
Osuna, la de la izquierda por el general Courten y la central por el general
Villalba que, amenazando al grueso del enemigo, servía también de reserva a las
otras. El general Ricardos, a la cabeza de la caballería, apoyaba a Courten y a
la vez se dirigía a cortar la derecha enemiga sobre las baterías allí
establecidas, como lado el más débil de la posición francesa. Era, pues, una
acción campal, una verdadera batalla la que iba a darse en aquel día, decisiva
acaso para el resto de las operaciones que hubieran de poner toda la frontera
en manos del ejército español.
Como
el centro del francés aparecía inatacable por lo quebrado del terreno, toda la
acción tenía que desarrollarse sobre los flancos, en que naturalmente uno y
otro de los generales en jefe hicieron establecer la mayor fuerza de su
artillería. Con esta arma, de consiguiente, se rompió el primer fuego por los
Españoles, contestándolo los Franceses con uno tan violento que muy pronto se
hizo superior al nuestro. Ya llevaba tres horas de duración, cuando Ricardos,
impaciente y creyendo, sin duda, bastante quebrantada la derecha francesa, se
lanzó a su asalto con la caballería, que hemos dicho, se propuso regir
principalmente en aquella jornada. Sin embargo, la metralla enemiga logró
obligar a retirarse a nuestros jinetes después de hacerles sufrir una pérdida
considerable; pero la carga había hecho también su efecto, porque el general
Dagobert, viendo el peligro que corría el flanco en que se daba, desguarneció
su posición del izquierdo para acudir en auxilio de sus camaradas de aquél.
Dos
errores, pues, había cometido el viejo y peritísimo general, que bien pudiéramos llamar el héroe francés de aquella campaña;
primero, el de no haberse atrincherado en sus posiciones ante enemigo tan
emprendedor como Ricardos, y segundo, el de no comprender con exactitud la
ineficacia de la caballería ante la masa de piezas que había establecido sobre
su derecha en posición que, además, ofrecía no pocas dificultades para una
carga en los accidentes del terreno que obligaban a combatir en orden, no todo
lo compacto que en aquel caso se hacía necesario.
Aprovechando
el segundo de esos errores, el duque de Osuna, que ya hemos dicho mandaba la
derecha española, lanzó todas sus tropas sobre la posición enemiga, la
disminución de cuyas fuerzas y su debilidad consiguiente observó desde el
primer momento. Sus columnas de ataque acometieron con el ímpetu característico
de nuestros compatriotas, y más encontrándose hábilmente dirigidos; y la
izquierda francesa se vio, puede decirse que instantáneamente, arrojada del
Mas-Deu, para acogerse al castillo del Rear, adonde no podría Osuna seguirla, atento a las
peripecias que pudieran tener lugar en el otro lado de la línea que Dagobert se
empeñaba todavía en sostener.
La
acción estaba, sin embargo, decidida en favor de las armas españolas. La
caballería, rechazada poco antes, volvió a la carga, y a su vista y a la de las
columnas de Courten que, al apoyarla, se dirigían resueltamente a ellos,
comprendiendo los Franceses la inutilidad de nuevos esfuerzos, cesaron en los
ya hechos para entregarse a la fuga más vergonzosa, al grito, usual en sus
derrotas, de ¡Sauve qui peut!
Ni la voz de su impertérrito general, ni una carga que en su ira caballeresca
intentó con 300 gendarmes que tenía a la mano, lograron detener a los
fugitivos; sus jinetes volvieron cara a los primeros pasos, y los pocos
infantes que aún se mantenían a su lado fueron retirándose formados en cuadro
hasta reunirse, muy a retaguardia de la posición, con los menos medrosos de sus
camaradas.
No
podría el ejército español proseguir la victoria alcanzada, obligado por la
escasez de sus recursos y más aún por la de sus transportes a volver al campo
del Boulou, de donde había partido para la batalla. Las fatigas del día, todo
él empleado en batirse, la falta de raciones, según acabamos de indicar, y la
seguridad de no poder obtenerlas inmediatamente en país que ocupaba el enemigo,
protegido por la inmediación de la plaza de Perpiñán y por los socorros que le
llevaba el general De Flers puesto a retaguardia del
ejército vencido, obligaban imperiosamente a retroceder al Boulou, a cuyo
campamento volvieron, con efecto, los Españoles aquella misma noche arrastrando
a brazo las piezas de artillería tomadas al enemigo en tan glorioso combate.
El
general Ricardos habla conseguido el objeto principal que le llevó al campo
enemigo de Mas-Deu. ¿Debería continuar su marcha
invasora hasta los muros de Perpiñán? Aun suponiendo que no hallara obstáculo
alguno hasta avistarlos y formalizar su sitio, para lo cual no llevaba medios
suficientes, ni los tenía en su posición del Boulou; ¿iría a realizar
pensamiento, tan grato por otra parte para su orgullo militar y sus ínfulas de
vencedor, dejando a la espalda intactas y sólo en parte bloqueadas, las fortalezas
francesas que cubrían la frontera? Digan lo que quieran sus detractores no hay
que olvidar el principio axiomático de no avanzar nunca un ejército sin la
absoluta seguridad de su comunicación con la base de operaciones, y es preciso
calcular cuál hubiera sido la suerte de las tropas españolas si, rechazadas en
los fosos de Perpiñán, como era probable visto el número de sus defensores, que
por lo menos serían los combatientes de Mas-Deu, el
entusiasmo, siquiera revolucionario, de sus habitantes y la fortaleza de sus
murallas, tuvieran que retirarse por un país, todo él enemigo, y cruzar una
línea erizada de fortificaciones, intactas como hemos dicho, hasta entonces. La
iniciativa enérgica de Ricardos, si había de mostrarse eficaz, tenía que
traducirse en prudencia consumada para dar resultados positivos, verdaderamente
prácticos, en una campaña que por sus motivos tenia tanto de política como de
militar.
Y
ninguna mejor prueba de este nuestro último aserto, que la de la conducta de
Ricardos en aquella campaña, si impuesta por un gobierno que renunciaba a todo
género de conquistas en Francia para sustentar sólo una idea, y ésa generosa
hasta la más exagerada abnegación, la de dejar á salvo el decoro del soberano y
los fueros de la monarquía hollados por la Revolución, observada también con
una escrupulosidad que los mismos enemigos de España se han visto obligados a
confesar y hasta elogiar mil veces en sus escritos. En los pueblos invadidos no
se hacía flotar otra bandera que la francesa, la antigua por supuesto; y el
vencedor, en vez de exigir las contribuciones de costumbre a los vencidos, los
aliviaba, por el contrario, en su desgracia, distribuyendo el pan gratis o a
vil precio a los pobres de aquel país. Se ha dicho no hace mucho que Francia
era la única nación que sabía batirse y aun sacrificarse por una idea; pero
puede responderse que cuando lo proclamaba así Napoleón III al despedir a las
tropas expedicionarias de Siria, no recordaría rasgos como los nobilísimos que
caracterizaron nuestra campaña de 1793 en el Rosellón que, después de todo,
había sido provincia española y nada hubiera tenido de particular que se
deseara recuperarla. Ya en el Boulou, Ricardos, según expusimos, se propuso
apoderarse de todos los puntos fuertes de la frontera para establecerse
sólidamente en ella. Para conseguirlo, destacó desde aquel centro de sus nuevas
operaciones, varias columnas que atacaran o apretasen el sitio o bloqueo que
anteriormente se les había impuesto. Una de aquellas columnas ocupó la
población y el fuerte de Argelés, punto importante
por su proximidad a Collioure, Saint-Elme y Port-Vendres, grupo de fortalezas establecidas en la orilla del
mar y del que podían partir socorros de toda clase para las demás de la
frontera. Otra columna se apoderó de Elne y Corneilla, y como el general Crespo desde Argelés, el duque de Osuna desde aquellas poblaciones
remitió al cuartel general, ganado y harinas con que abastecer los campamentos
designados para el sitio de Bellegarde, comenzado por aquellos mismos días.
Igual suerte corrieron Prats-de-Molió y Fort-les-Bains,
que cayó en poder de los Españoles después de una defensa obstinada y de
capitular con los honores de la guerra.
No
eran estos ataques, sin embargo, más que preparativos para el de la gran
fortaleza de Bellegarde, la más importante de la frontera cuyo paso principal
cierra completamente, armada con más de 40 piezas de artillería y guarnecida de
tropas, mejor que escogidas, inspirándose hasta el más alto grado en un gran
espíritu de patriotismo y el honor de sus banderas. Así es que la fortaleza
resistió cuanto era dable en las difíciles circunstancias en que se encontraba,
hasta verse completamente abandonada del ejército que pudiera haber acudido á
su socorro; cuando sus parapetos estaban hechos polvo, sus piezas desmontadas,
y se hacía imposible la permanencia de su guarnición en los muros y el interior
del fuerte bajo el fuego de una artillería que llegó a lanzar sobre él 23.073
balas de todos calibres, 4.021 bombas y 3.251 granadas. Este solo dato revela
la resistencia notabilísima de los defensores de Bellegarde, que, de ese modo,
obtuvieron de Ricardos, no sólo una capitulación honrosa, saliendo de la plaza
tambor batiente y banderas desplegadas, sino además una orden general dirigida
a los soldados españoles, que no sabemos decir a quién honra más, si a los
defensores de Bellegarde o al general español que la dictó. «El General, se
decía en ella, no puede presumirse que nadie se atreva a insultar con acciones,
palabras, o en otra manera alguna a los prisioneros franceses, sea al salir de
la fortaleza, o sea en el camino, marchando al lugar a que serán destinados. Si
el honor no es bastante a conteneros, reflexionad que los cambios de la guerra
os pueden constituir en igual estado. Pero si contra toda esperanza hubiese
soldados, paisanos, carreteros o cualesquiera personas que cometiesen el menor
insulto contra estos militares desgraciados, serán inmediatamente presos y
castigados con seis carreras de baquetas.» Igual recomendación hacía a los
oficiales, aunque en los términos diferentes a que obligaba su clase, y llegó
la bizarría del general Ricardos a permitir a los oficiales franceses que se
trasladasen a Perpiñán a ver a jefes suyos o allegados, produciendo su
presencia en aquella capital una de las escenas más conmovedoras que pueden
ofrecer el patriotismo, el espíritu de hermandad y el anhelo en los más de
vengar la suerte de sus camaradas y compatriotas.
Esto
sucedía el 23 de Junio causando un efecto tal en todo el Rosellón y en sus
autoridades, que el general De Flers creyó deber
establecer en las inmediaciones de Perpiñán un campo atrincherado donde reunir
los voluntarios y reclutas que de todas partes acudían y las tropas que el
gobierno dirigiese desde los ejércitos inmediatos de la frontera de Italia. Por
más que apareciese el ejército francés del Rosellón abandonado a sus solas
fuerzas porque el gobierno enviara a decirle que pedía leche de una madre agotada,
no es esto suficiente para hacer creer a la posteridad que lo había olvidado
tan por completo; porque en los cuadros de fuerza procedentes de su Estado
Mayor, aparece un aumento sucesivo y considerable entre las fechas de Junio a
Agosto a que nos estamos contrayendo. El campo de la Unión, a un kilómetro de
Perpiñán, todo él atrincherado siguiendo la configuración variada del terreno y
con fuertes destacados que evitasen su flanqueo, ofrecía para la organización
de los cuerpos que en él se juntaban, su instrucción y práctica del servicio de
campaña, ventajas que sólo el valor de los Españoles y el genio de su general
podrían neutralizar. Ni faltó dinero a aquel ejército, ni dejaron de
presentarse en el país agentes del poder con autoridad ilimitada para prestarle
todo género de refuerzos; porque el convencional Cassanyes,
echado a empujones de la Asamblea por Dantón, llevó
14.000.000 de francos y una actividad como de quien se creía destinado a salvar
a su país; creándose así una situación tal en él, que los mismos Franceses, tan
interesados en pintárnosla como deplorable, no se atreven a hacerlo elogiando
al general De Flers de quien, después de todo, dicen
que había logrado crear un ejército con que vengar la afrenta de Mas-Deu y de Bellegarde.
Ricardos,
entretanto, resistiéndose a dejar a su espalda puntos de donde se le pudieran
cortar las comunicaciones con España, se había decidido a acabar con el que
hemos llamado grupo de Port-Vendres, Collioure y Saint-Elme, cuyo ataque comenzó por el del
Puig-Oriol, que por circunstancias frecuentes en las luchas nocturnas y el
valor de los presidiarios del fuerte, no produjo los resultados que eran de
esperar, teniendo que retirarse los generales Crespo y Oquendo que mandaban
nuestras fuerzas. La noticia, sin embargo, de las fuerzas que se iban reuniendo
en el campo de la Unión y de los movimientos que emprendía su vanguardia,
establecida en Canohes, inspirando a Ricardos la
sospecha de que el general en jefe francés abrigara el pensamiento de
establecerse sólidamente en posiciones que a él le impidiesen moverse del
Boulou, le obligó a atender principalmente a tan importante objeto. El conde de
la Unión recibió, por consecuencia de aquellas nuevas, la orden de trasladarse
a Thuir con 6 batallones, 9 escuadrones y 30 piezas.
Hubo, sin embargo, de mantenerse a la defensiva en aquel punto al ver al
enemigo formando columnas con el ánimo, al parecer, de atacarle. Era el general
De Flers que había salido del campo de la Unión con 6
u 8.000 hombres dejando en él una fuerza mucho mayor, a la que volvía a
reunirse la noche siguiente del 1° de Julio, a pesar del empeño que manifestaba
el general Dagobert, jefe siempre de la vanguardia francesa, por emprender el
ataque contra los nuestros. La resolución de De Flers era, sin embargo, la prudente, porque Ricardos, al
saber aquel movimiento de los enemigos, salió del Boulou con la mayor parte de
sus fuerzas, estableciéndolas entre Mas-Deu y Thuir, dispuesto a flanquear las posiciones francesas
amenazando a Perpiñán y el paso del Tet, con que
quedarían envueltos aquella plaza, el campo de la Unión, la comarca toda en
fin, en que hasta entonces habían operado aquellos ejércitos. Tal temor impuso
la serie de movimientos que hizo Ricardos con ese objeto, que en Perpiñán se
trató de abandonar la plaza que no se suponía defendible; y sin la energía de De Flers, aun llegando a hacerse
sospechosa, hubiérase realizado la torpeza de, sin
combatir, abandonarnos todo el Rosellón. Ya tuvo Ricardos el proyecto de
contribuir con un ataque decisivo sobre el campo de la Unión a la fiesta del 14
de Julio que los Franceses, por su lado, querían celebrar con una gran victoria
contra los Españoles; pero convencido de lo temerario del paso del Tet ante un ejército que, digan lo que quieran los
historiadores franceses, era tan numeroso como el español y se hallaba abrigado
en posiciones tan cuidadosamente fortificadas, se satisfizo con inmovilizar, si
así puede decirse, al enemigo, manteniéndolo en los mismos puestos de donde
quería partir para la gran batalla presupuesta de aquel día. Mantuviéronse, pues, todos en observación unos de otros
hasta el 17 de Julio, en que, después de un vivo cañoneo por ambas partes y
algunas escaramuzas, obstinándose De Flers en no
salir al encuentro de los Españoles ni al frente siquiera de su campo, único
punto en que creía poder mantenerse en apoyo de Perpiñán, hubo Ricardos de
retroceder a los puntos de que había salido creyéndose provocado a una acción
general y decisiva.
Para
demostrar que no se retiraba vencido basta una prueba, y es la de que pocos
días más tarde una columna del ejército de Ricardos se apoderaba de la
fortaleza de Villefranche, posición dominante del alto Tet,
cuyo paso amenazaba con eso nuestro ejército. A pesar de que De Flers vió en la marcha del
general Crespo, que mandaba aquella columna, una ocasión excelente de
destruirla en los desfiladeros que a su vuelta tendría que recorrer, nuestros
soldados rechazaron a todos los cuerpos franceses que se presentaron a
combatirlos en Vinca y Col-Ternére, apoderándose a su
vista de la citada fortaleza mientras otra columna de Ricardos tomaba posesión
de Millas, haciéndole árbitro de trasladarse o no a la izquierda del Tet. ¿Se quiere, repetimos, muestra más elocuente de que la
batalla de Perpiñán no fue tal batalla ni por el choque, que tampoco se
verificó, ni por sus resultados que, en caso, sólo fueron favorables a los
Españoles?
No
nos podemos detener en la descripción del sinnúmero de combates que tuvieron
lugar en la izquierda del Tet, el paso de cuyas aguas
esparció la mayor alarma en el campo francés, en Perpiñán, particularmente,
donde el general De Flers, objeto de las
recriminaciones más severas, fue destituido del mando, relevándole el general
Puget de Barbantane, que no tardaría tampoco en
presentar su dimisión, abrumado por la opinión y, más que por la opinión, por
el terror que impusieron sus torpezas en aquella plaza y su inmediato
campamento. Pero el pasajero entusiasmo que produjo la fiesta del 10 de Agosto
y, más bien, los refuerzos que a marchas forzadas les llegaban á los Franceses
de la frontera de los Alpes y del interior de la República, demostraron que el
ejército español carecía realmente de fuerzas con que mantener a su devoción
todo el territorio de las descendencias de los montes Corbiéres,
levantados casi en masa para su defensa. Las jornadas de Peyrestortes y Vernet, mantenidas por nuestros infantes con un valor sostenido por la
obstinación que les es característica, a pesar de encontrarse abandonados de la
caballería que principalmente debía sostener su retirada, ineludible ante masas
tan numerosas como las que la atacaron el 17 de Septiembre, llevaron las
divisiones de Courten a la derecha del Tet, siendo
verdaderamente aquella infausta ocasión la primera en que pudieron los
Franceses vanagloriarse de haber visto la espalda a nuestros batallones en
aquella campaña.
En Peyrestortes, después de ganado el campo por el marqués de
las Amarillas el 5 de Septiembre y de batir el 8 a los Franceses en Rivesaltes, se había concentrado el cuerpo de ejército
puesto a las órdenes del general Courten para la conquista y ocupación del
territorio de la izquierda del Tet, por donde se
pensaba atacar a Perpiñán al mismo tiempo que se haría por la derecha, una vez
dispersas o inutilizadas al menos, las tropas que andaban organizándose en
Salces. Tal confianza llegaron a inspirar los fáciles triunfos del paso del Tet y los acabados de citar, que se dio a Courten la orden
de ocupar la posición atrincherada del Vernet, desde la que se podía hacer
blanco en los principales edificios de Perpiñán y hasta barrer con la
artillería algunas de sus calles. La ocupación del reducto de Vernet se efectuó
con la mayor felicidad batiendo a sus defensores y cogiéndoles las piezas que
lo defendían; pero, acudiendo tropas de la plaza y del campo inmediato de la
Unión en gran número, rechazaron a las nuestras hasta su punto de partida, que
también hubieron de evacuar ante la reunión de los Franceses de Perpiñán y
Salces, abandonándoles una gran parte de la artillería que no supieron proteger
nuestros jinetes, dispersos en la oscuridad por el pánico.
Para
aquella fecha ya había sido llamado Dagobert al mando en jefe del ejército
francés, como único, al parecer, que pudiese sustentar la guerra, si no con
fortuna, con honra al menos para las armas de su nación. Y que debía suceder
así iba a demostrarlo muy pronto una ocasión en que, como en varias otras,
habían quedado defraudadas las esperanzas de nuestros tan confiados como
valientes adversarios. Porque no habían pasado más de cuatro días desde el de
su victoria y del abandono de nuestras ilusiones respecto a la invasión en el
interior de Francia, cuando, reforzado aún más el ejército francés con la
división de la Cerdaña, en que únicamente tenía depositada su confianza el
general Dagobert, se presentaba al frente del campo español de Ponteilla, más empujado que decidido a acometer su
conquista. Y decimos empujado porque, nuevo Fabio, se resistía a atacar la
línea española, sabiamente fortificada, en su concepto, como todo el campo de
la espalda y las comunicaciones que le unían a España, ambicionando tan sólo
aguerrir á sus soldados, entre los que se ofrecía a pelear como uno de tantos,
porque, como general, jamás se decidiría á ofrecer sus tropas a los sables de
la caballería española.
En
esa disposición de ánimo apareció el general Dagobert al frente de Ponteilla el 22 de Septiembre, en que se verían confirmados
sus tristes augurios en tal combate que representa una de las glorias más
esplendorosas de nuestra patria.
La
batalla de Trouillas, por las proporciones que tuvo,
las grandes maniobras que ofreció al estudio de los aplicados al del arte de la
guerra y los brillantes resultados que produjo, es, con efecto, digna de pasar
a la posteridad como monumento perdurable de honor para el general que la
dirigió y las tropas que la hicieron con su valor tan fructuosa como feliz.
Formaban
el campo a su frente varias obras de campaña levantadas entre la aldea de Nils, junto al Reart, y la tantas
veces citada ville de Thuir,
población de bastante importancia en aquella comarca, toda salpicada de
pueblecillos pintorescamente situados al pie o en las estribaciones de los
montes Aspres que limitan por el O. la gran llanura que entre ellos y el mar
cruzan la carretera general de España a Perpiñán y el camino de la costa que
une a aquella plaza los puntos ya marítimos de Argelés, Collioure y Port-Vendres.
Entre los extremos de la línea se hacía notar Ponteilla,
que daba nombre al campo español, cubierta con una gran batería de piezas de
grueso calibre, ligada a las obras avanzadas de Nils por una extensa y honda tala de árboles que cerraba el barranco que desde allí
baja casi perpendicularmente al Reart. Aquella
batería cruzaba sus fuegos también con otras destacadas a su izquierda en
dirección a Trouillas, cuartel general de Ricardos,
establecido un poco a retaguardia y en el centro de la posición, comunicando un
poco más atrás y a su lado oriental con las ya famosas cumbres de Mas-Deu y del castillo arruinado de Reart,
ya al otro lado de la carretera, y por el occidental con las aldeas de Torrats y Llupia que mediaban,
especialmente la primera de ellas, con Thuir, extrema
izquierda, según ya hemos dicho, del frente español en aquella jornada.
Para
atacarlo, dictó Dagobert disposiciones, si no lo sabias que eran de esperar de
general tan acreditado, tampoco lo faltas de habilidad y de prudencia que
quisieron suponer después los torpes y vengativos tenientes suyos, cuya
conducta fue una de las causas principales de su derrota. Llevaba dividido el
ejército en tres grandes columnas; la de la derecha, que a las órdenes del
general Goguet debía apoderarse de Thuir y, por Llupia y Terrats, envolver el cuartel general de Ricardos y su
posición avanzada de Ponteilla; la de la izquierda,
que mandaba D’Aoust, iría por la carretera hasta el castillo de Reart, de donde en un caso podría flanquear el Mas-Deu; y la central, por fin, que Dagobert lanzaría sobre la
batería de Ponteilla y por el barranco para cortar la
línea española y sorprender su cuartel general. Pero si tenía, aunque exacta,
muy mala idea de la habilidad y el patriotismo de sus generales, a uno de los
que públicamente llamaba ese joven ayudante de campo y al otro ese médico
general, no debió tampoco contar con que a su adversario le sobraban aquellas
condiciones, coronadas, si así puede decirse, por un genio militar, revelado
varias veces a su vista y con harto escarmiento suyo. No habían acabado de
aparecer las columnas francesas a la vista del campamento español y, por las
direcciones que tomaban, el número de las tropas que las componían y su
calidad, que a ningún ojo experto se escapaba en los antiguos campos de batalla
por su limitada extensión, comprendió Ricardos al momento el destino de cada
una de ellas y el peligro que iba muy pronto á amenazarle por Thuir, punto el más endeble de su posición, más que por la
que ocupa, por el campo que ofrecía a un enemigo emprendedor para más
fácilmente herirle y acabarle. Amenazábanle por su
derecha fuerzas colecticias y hasta un grueso escuadrón de picas que podían
recordar los del siglo XVI, aunque acompañadas de la artillería a caballo, y en
el centro tenía Ricardos posiciones y baterías las más fuertes de su línea,
patentes a la vista del hombre de guerra menos experto; luego la izquierda iba
a ser el objetivo del ataque de aquel día por parte de un general como
Dagobert, envejecido en tanta y tanta lucha sostenida por la Francia desde la
de Siete años inclusive.
Y
Ricardos aumentó la guarnición de Thuir, haciendo,
además, marchar en su apoyo al conde de la Unión para que con cuatro batallones
y los dragones de Pavía sostuviese a todo trance aquel puesto, en cuyo
mantenimiento se cifraría la suerte del ejército. En vez de reforzar su
derecha, amenazada por la columna más numerosa de los Franceses, Ricardos que,
como antes hemos dicho, comprendió que no era por aquel lado por el que podría
venirle el peligro mayor; en vez, repetimos, de reforzar al general Crespo que
mandaba allí unos 3.000 hombres, le quitó, aunque poca, alguna infantería, y
toda la brigada de carabineros, s cuya cabeza pasó él rápidamente al flanco
izquierdo de su línea.
Pero
no porque el general Dagobert acertase en su elección del punto de ataque,
comprendida perfectamente por Ricardos, sino por la torpeza o mala voluntad del
general Goguet, Thuir y su
campo eran teatro de un combate sólo de artillería, tan inútil como débil. Goguet se satisfizo con cañonear los muros de Thuir, reparados por los Españoles y sostenidos también con
artillería capaz de resistirle, ya que la suya disparaba mal y de lejos,
dejando así transcurrir el día; y su empeño de vengar los despreciativos
epítetos de Dagobert y el espectáculo de las grandes masas españolas que veía
al frente esperando su ataque, le dieron pretexto, ya que no causa, para
mantenerse inactivo a alguna distancia y hasta ocultando su caballería en los
olivares próximos.
Había
cambiado, pues, la marcha toda de aquella jornada; y de un orden de batalla que
debía ser oblicuo según las instrucciones de Dagobert, iba a resultar un ataque
central, sin esperanza siquiera de cooperación alguna de parte de las alas, que
no llegaron a tomar ninguna, absolutamente ninguna, en su funesto desenlace.
Pero Dagobert no era hombre que se presentara en un campo de batalla, para
retirarse sin probar fortuna; y, lleno de ira al ver desobedecidas sus órdenes
y haciendo papel tan desairado al ejército de su mando, acometió la temeraria
empresa de, con sola su columna, atacar las posiciones más formidables del
frente español. Dividióla en tres, de las que la
primera fue destinada a asaltar la gran batería que se alzaba a la izquierda de Ponteilla; la segunda, con él a la cabeza, rompería
la tala que hemos dicho cerraba la entrada del barranco, por el que penetraría
después para romper el centro enemigo y ponerse a su espalda; la tercera
permanecería de reserva, en espera de ocasión para ayudar o recoger a las otras
en su choque o su retirada.
La
primera en el avance fue la encargada de tomar la batería, toda ella, según ya
hemos dicho, formada de piezas de grueso calibre y sostenida por el duque de
Osuna y las fuerzas de su mando. El ataque fue todo lo enérgico que era de
esperar de las tropas francesas, en cuya primera línea iba, además, el
regimiento de Champagne, uno de los de reputación más sólida en aquel ejército
y decidido a tomar la batería sin disparar un tiro, con la punta de sus
bayonetas. Oigamos cómo describe Fervel aquella
carga: «La primera columna avanza, dice, y enmudece el cañón; llega á medio
tiro y continúa el silencio. Proseguía su marcha y tocaba ya la meta cuando de
repente, azotadas por una metralla espantosa, caen las primeras filas y después
golpe tras golpe el resto todo de aquellos valientes que en un abrir y cerrar
de ojos van a cubrir con sus cadáveres el glacis del ancho foso abierto al pie
de la terrible batería.»
El
duque de Osuna se había vuelto a mostrar en aquellos lugares como en la gran
función del Mas-Deu, tan previsor y hábil como
heroico.
No
esperó el general Dagobert el resultado de aquel ataque, en que los asaltantes
de la batería que iban en segunda línea no quisieron exponerse a la misma y
cruel suerte del regimiento de Champagne, retrocediendo al abrigo de la columna
de reserva; sino que, precipitándose sobre la tala de árboles que se oponía a
su entrada por el barranco y rompiéndola, arrollaba a cuantos la defendían y se
hacía dueño de un pequeño reducto, levantado también para cubrirla con sus
fuegos. Pero no sabía el bravo general en la que, como vulgarmente se dice, se
había metido. El barranco estaba dominado, según es también de presumir, por
sus dos lados; y tanto por el de Ponteilla, como por
el de Nils, coronaban las alturas las tropas
españolas, muy de antemano dispuestas para defenderlo. Mientras la artillería
de uno de aquellos flancos cubría de metralla a la columna enemiga, un batallón
de Guardias españolas, en el opuesto y esperándola hasta muy cerca, hacía sobre
ella descargas cerradas; y al salir del barranco Dagobert, tan reciamente
azotado por aquel huracán de hierro y plomo, se encontraba con una nueva
barrera, de fuego también y muerte. El conde de la Unión, haciendo un
movimiento oportuno, lanzó sobre él todo el regimiento de Pavía que, combinando
su acción con la de los carabineros y otros dragones que le llevaba el mismo
Ricardos, introdujo un gran desorden en la columna francesa. Parecía imposible
que pudiera cuerpo alguno de los que la componían salir de aquel torbellino que
por todas partes la rodeaba; sólo un hombre del temple de Dagobert sería capaz
de tomar en tal conflicto una resolución de esas extraordinarias que, por lo
mismo y por la sorpresa que producen, se hacen a veces salvadoras, pues al
encontrarse sin horizonte alguno despejado y libre, el veterano general halló
en su rara energía y el prestigio de que gozaba en las tropas, el único camino
que lo sacara de tal situación. Otro hubiera buscado ese camino en el de la
retirada por los mismos lugares que acababa de recorrer con su temerario
ataque; Dagobert comprendió que se le habrían ido cerrando a su paso por ellos,
y emprendió el que, atravesando el campo enemigo, le condujera al flanco que él
se había propuesto atacar primero, donde, si se habían seguido sus
instrucciones, hallaría la columna Goguet que le
serviría de refugio. Pero como este general andaba, mejor que avanzando en la
dirección que se le había señalado, abrigándose en las posiciones, según ya
hemos dicho, que forman las descendencias de los Aspres cuánto tiempo y qué de
accidentes y peripecias tendría que sufrir Dagobert en tan largo trayecto! Uno
de sus mejores regimientos, el que aún se conocía con el nombre de Vermandois,
y alguna fuerza del de Gard, formando la izquierda de aquella columna medio
dispersa, se vieron instantáneamente rodeados de una nube de jinetes españoles
que Ricardos, que había ido a buscar a los de Santiago, Montesa, Calatrava y
España, lanzó sobre ellos. Viéndose perdidos y al intimárseles la rendición,
pidieron veinte minutos para consultar a su general, de quien recibieron por
toda respuesta una descarga de metralla que les dirigió lleno de indignación
por tan cobarde consulta. Y entre la vergüenza de tal castigo y el terror que
les inspiraba la amenazadora actitud de los jinetes españoles, entregóse a ellos el regimiento francés, salvándose sólo
unos pocos con una bandera del de Gard que presentó el capitán Bresson al
general Dagobert.
Ya
no quedaban de toda la columna sino grupos informes que ninguna resistencia
podían oponer, dejando el camino recorrido, más que sembrado, cubierto de
muertos y heridos, a punto de dificultar las cargas que sin cesar les daba la
caballería enemiga. Así es que muy pocos, y ésos formados en cuadro y siempre
regidos y animados por el impertérrito Dagobert, lograron llegar a las alturas
de Sainte-Colombe que ocupaban las tropas de Goguet y los que, no confiando salvarse antes, se habían
acogido a ellas huyendo de aquel campo de devastación y de muerte.
Allí,
juntos con sus camaradas de Goguet, trataron de
resistir la persecución de que eran objeto; pero Ricardos envió contra ellos
algunas fuerzas que les hicieron ceder el puesto e internarse en las montañas
después de volar sus carros de municiones y despeñar otros objetos de su
impedimenta.
Las
pérdidas de los Franceses en aquella jornada fueron muy considerables en
muertos, heridos y prisioneros; y aunque sus historiadores las hayan calculado
en 3.000 hombres, fueron mucho más importantes, porque, además de dejar en
manos de los Españoles piezas de artillería y trofeos de todo género, su
deserción en la noche que siguió a la batalla ascendió á un número igual o
mayor del que habían perdido en ella. En cambio las nuestras fueron muy cortas,
obteniendo, por encima de todo, el resultado de que la caballería, que tanto
había comprometido su honor en las acciones de la izquierda del Tet, se condujo en Trouillas de
la manera más brillante á las órdenes del conde de la Unión y del mismo
Ricardos. ¡Cuán cierto es que muchas veces la iniciativa de los jefes, y bien
conocida es la de los dos generales que acabamos de citar, hace cambiar en los
ejércitos su espíritu y que lo recobren, puede decirse que instantáneamente,
los que una vez lo perdieron por causas accidentales, tan difíciles de evitar
como de prever!
A
pesar de tan brillante victoria, se hizo insostenible la posición del general
Ricardos en su campo de Ponteilla; y aun hubo de
renunciar a todo pensamiento ulterior ofensivo. Al día siguiente recibían los
Franceses un refuerzo de 15.000 hombres, muestra inequívoca de la torpe
precipitación de los representantes y revolucionarios exaltados que pretendían
dominar en Perpiñán, y de la prudencia con que Dagobert quiso oponerse, aunque
en balde, a sus pretensiones de combatir a los Españoles antes de que llegaran
aquellas fuerzas, cuyo choque no hubiese seguramente esperado el general
Ricardos.
Ni
un solo día aguardaron los Franceses recién llegados al teatro de las
operaciones para tomar de nuevo la ofensiva, ya que no de frente por el
escarmiento recibido en el ataque del campo español, ejecutando un movimiento
de flanco que obligase al general Ricardos a evacuarlo. Hasta 12.000 hombres,
no 8.000 como decían los partes oficiales de nuestro general en jefe, y 15
piezas de artillería obtuvieron por destino el de remontarse á las alturas de Corbére, amenazar la izquierda del ejército español y aun el
puente de Ceret, cuya conquista tanto comprometería
sus comunicaciones con España. Pero tan alto estaba el espíritu de nuestros
compatriotas y tan decaído el de sus adversarios, que una pequeña columna de
2.500 hombres que llevó contra ellos el brigadier Vives logró batir su
vanguardia y ahuyentar á todos, arrebatándoles dos de sus piezas de artillería.
Aquel
movimiento, sin embargo, de los Franceses hizo comprender a Ricardos los planes
de sus enemigos y la necesidad de reconcentrar todas sus fuerzas en un campo
desde el que, manteniendo el honor de las armas españolas, pudiera acabar la
conquista de las plazas francesas que aún quedaban en el extremo oriental de
aquella parte del Pirineo, y, sobre todo, mantener expeditas sus comunicaciones
con la madre patria.
Para
llenar tan importantes objetos, ineludibles también en su posición, era el del
Boulou el único campo que satisficiese a todos. Establecido en la carretera
general y rodeado de posiciones que el valor de los Españoles podría hacer
inconquistables, ofrecía el Boulou la doble ventaja de tener a su frente
terreno en que pudiera maniobrar su caballería amenazando a todas horas a los
enemigos con nuevas invasiones como la pasada. La falta de refuerzos, a punto
de aparecer ya aquel ejército como olvidado del gobierno y del pueblo entre las
brumosas escabrosidades del Pirineo, exigía también un momento de espera para
los proyectos que en sus sueños y ambiciones de gloria pudiera abrigar, y
abrigaba sin duda, su general en jefe. Sin distraer a nuestros lectores con la
descripción detallada de aquel campo, bástenos decirles que aun con todos sus
defectos, cuyo origen, principalmente, estaba en los torrentes inmediatos que
se hacían intransitables en las épocas de lluvia y en lo accesible de alguna de
sus avenidas, era el único desde el que se harían sumamente difíciles las
incursiones del enemigo en España y se sostendría sin esfuerzo extraordinario
la gran posición de Bellegarde, llave de nuestra ocupación en el territorio
francés y llave de la defensa general del nuestro.
Pero
el general Ricardos tenía que mantenerse en Trouillas el tiempo necesario para, sin precipitación alguna y cual al honor de sus armas
vencedoras correspondía, retirar al Boulou cuanto material poseía hasta, como
gráficamente dice en su parte y copia Marcillac, el
cronista, puede así llamársele, de la guerra de la República, no dejar ni una
estaca en aquel campo glorioso, tan hábil como valientemente mantenido por las
armas españolas. Y aunque amenazado todos los días por su frente, sus flancos y
retaguardia, y sosteniendo continuos combates con los destacamentos franceses
que, viéndose reforzados, trataban a toda costa de vengar su anterior derrota,
retiró sosegadamente toda la artillería gruesa de su campo, los equipajes y
cuanto pudiera estorbarle en las operaciones que aún le faltaba ejecutar; y el
día 30, esto es, 8 después de su jornada de Trouillas,
se trasladó con todo su ejército y las piezas de campaña al Boulou, donde le
esperaban todavía grandes emociones y trabajos. Pudo ser tanto más tranquila su
retirada cuanto era de profundo el respeto que infundía á sus enemigos,
quienes, en vez de estorbársela como hubieran podido, se acogieron a su campo
de la Unión, a reponerse, sin duda, de las pasadas fatigas y de los desastres
sufridos.
Mientras
tanto se realizaban los acontecimientos que hemos traído a la memoria de
nuestros lectores en la parte del Rosellón, próxima y a veces contigua al mar,
tenían lugar también otros, si no de igual importancia, no faltos de interés y
no poco relacionados con ellos, en la alta cuenca del Tet,
donde dijimos ofrecen los Pirineos una depresión que naturalmente convida á
franquear el paso de una a otra de sus vertientes. Para cerrar ese tránsito,
que la naturaleza presenta como fácil y muy peligroso, de consiguiente, en las
funciones de una guerra entre España y Francia, esta nación ha levantado a 20
kilómetros de la frontera una plaza de armas, Mont-Louis, obra de Vauban, que
así defiende, cubriéndolas, las fuentes de aquel río francés y las del Ariége y l’Aude que se dirigen a
los dos mares contrapuestos, como, y lo hemos dicho también, domina en nuestra
Cerdaña las del Segre y su curso importantísimo por La Seo de Urgel y Lérida
hasta su confluencia con el Ebro. Esa posición de Mont-Louis intercepta en la
Cerdaña francesa el camino de Perpiñán e impide la invasión hasta después de
entregada a las armas enemigas: las de Puigcerdá y Belver,
despojadas de sus antiguas fortificaciones, no tienen para su defensa ni para
la del acceso a La Seo otras que la índole del terreno que las rodea y la falta
de comunicaciones con el interior de Cataluña, por donde poderla invadir. No se
diga de la pequeña población de Llivia, tan citada en
nuestras luchas con el pueblo Rey; porque, enclavada en el territorio francés,
sería una temeridad indisculpable el pensar siquiera en defenderla.
La
ventaja de poseer una plaza en sitio tan favorable, militarmente considerado,
inspiró a los Franceses la idea de aprovecharla en los comienzos de aquella
guerra para, estableciéndose en Puigcerdá, amenazarnos con la invasión del alto
valle del Segre y hasta realizarla en cuanto pudieran contar con fuerzas
suficientes. Pero allí, como en todos los puntos de la frontera pirenaica,
menos en Arán, los Españoles, si perezosos para recoger el guante de la
Convención, no se descuidaron en echárselo a la cara en su mismo campo, cerrado
o abierto, tal como lo hallaron en su ímpetu o en la ira vengativa que los
caracteriza. Mas para apagar el fuego no hay como la nieve; y nuestros
soldados, al salir el 25 de Abril de Puigcerdá en dirección de Mont Louis,
hallaron tanta en su camino que, a pesar de haber dedicado mucha gente a
desembarazarlo de ella, tuvieron que volver al punto de partida, devorados por
las enfermedades y el despecho.
Así
hubieron de permanecer inactivos Españoles y Franceses; éstos, por falta de
tropas teniéndolas todas ocupadas en defender las llanuras del Rosellón, y
nuestros compatriotas, esperando la llegada de algunas piezas de artillería,
arma indispensable para hacerse dueños de la fortaleza de Mont-Louis. Pero esa
artillería tardó cerca de tres meses en llegar a Puigcerdá, tales eran los
caminos que hubo de recorrer y las montañas que salvar, llevada a brazo por
nuestros soldados y paisanos, cuando algunas de las piezas por sus calibres
hubieran necesitado para su arrastre un ganado numerosísimo, imposible de
hallar en las altas tierras de la montaña catalana. Por fin llegaron algunas de
aquellas piezas; pero acontecimiento tan favorable influyó mucho menos para
emprender de nuevo la entrada en la Cerdaña francesa que la toma de Bellegarde,
punto de partida, como se ha visto antes, para las nuevas operaciones ofensivas
que pensaba y realizó el general Ricardos.
El
general D. Diego de la Peña se dirigió, con efecto, al ataque de Mont-Louis,
comenzando por la construcción de algunos reductos en los pueblos próximos á un
lado y otro del collado de la Perche en la divisoria de aguas del Tet y el Segre; todo con objeto de asegurarse posiciones
que le sirvieran de base para el sitio que iba á emprender. Mas lo exiguo de
sus fuerzas, la actitud de las que el enemigo reunía en derredor de la
fortaleza y un ataque inopinado de las acantonadas en Bolquére,
le hicieron mantenerse todavía en expectativa de sucesos que pudieran animarle
a renovar sus proyectos anteriores. Y, con efecto, la toma de Villefranche, que
anteriormente mencionamos, pudo poner a Mont-Louis en peligro mucho mayor que
el con que le amenazaba Peña, si el general Crespo lograba combinar con él sus
esfuerzos desde la plaza recién conquistada y mejor desde Olette,
que podía considerarse su punto avanzado. El camino, sin embargo, era muy
escabroso y de un tránsito dificilísimo para la artillería; y en tanto que
pudiera allanarse lo suficiente, el general Crespo permanecería separado de
Ricardos más tiempo del que conviniera para las operaciones que éste ejecutaba
en derredor de Perpiñán. Con eso, siguieron paralizadas las de la Cerdaña, y
Mont-Louis tuvo tiempo sobrado para preparar sus comunicaciones para el
interior por el valle de l’Aude, armar sus murallas y
reunir las provisiones de boca y guerra necesarias con su guarnición de 2.000
hombres por espacio de cuatro meses. Pero, más todavía que todo eso, sirvió
para salvar a Mont-Louis y despejar la Cerdaña francesa de sus enemigos los
Españoles, la llegada en Agosto de una fuerte división que los representantes
del gobierno en Perpiñán confiaron al general Dagobert, agregándole, según
costumbre de la Convención, un diputado que á la vez le ayudara y vigilase;
siéndolo entonces M. de Cassanyes que no tardó en
unirse a su veterano colega con los lazos de la más estrecha amistad.
La
situación había, pues, variado radicalmente en el campo de Mont-Louis. Aun
cuando no hubiera llevado a él Dagobert más que los 3.000 hombres que le
asignan sus cronistas, podía disponer de una parte de la numerosa guarnición de
aquella fortaleza, de los voluntarios, migueletes y paisanos franceses que
pululaban en derredor de ella y de los dispersos y fugitivos de Villefranche
que, según la dirección de Crespo en su ataque, no tenían otra que tomar en su
derrota sino la de la Cerdaña. Resultaba, por tanto, á las órdenes de Dagobert
una masa muy considerable de tropas, si se compara, sobre todo, con la de Peña
que sólo operaba con tres batallones, y no completos, los de la Reina, Sevilla
y Gerona, los dragones de Sagun-to y unos pocos
artilleros. Así es que Dagobert, vacilante, al llegar, por las noticias que
recibió del Rosellón, sobre si retrocedería o no en auxilio de Perpiñán, se
decidió, una vez resuelto a seguir el consejo de Cassanyes demorando su vuelta hasta hacer levantar el sitio de Mont-Louis, a no dejar
transcurrir un día sin emprender el ataque del campo español y la destrucción
de todas sus obras. Y después de expedir las órdenes más apremiantes para que
aquella noche se concentrasen todas las tropas acantonadas en derredor de
Mont-Louis y de reconocer las posiciones españolas, el 28 de Agosto al amanecer
las atacaba, tratando hasta de sorprenderlas para así hacer más completo y
decisivo su triunfo.
Los
Franceses, tan maltratados en el Rosellón por la pericia de Ricardos y el valor
de los Españoles, se gozan en conceder al combate del Coll de la Perche las
proporciones de una gran batalla, sin darse por entendidos ni mucho menos de la
inmensa superioridad de sus fuerzas. ¡Cuál no sería cuando Dagobert destacaba
sobre Eyne dos compañías de migueletes en guerrilla
(en enfants perdus) con la
misión de cortar la retirada de los Españoles y, si era posible, apoderarse de
la persona de su general!
A
pesar de tamaña ventaja, todavía costó a los Franceses mucho tiempo y no poca
sangre el hacerse dueños del campamento español. Porque su derecha, mandada por
el general d’Arbonneau, necesitó detenerse ante la
posición de Bolquére que se entretuvo en cañonear; en
el centro, donde iba Dagobert, hubo su desbandada y fue necesaria toda la
energía de tan heroico soldado para contenerla; y el mismo Poinçot, que mandaba
la izquierda, vio uno de sus batallones huir todo él, batido por nuestra
metralla y cargado luego por los dragones de Sagunto.
Todo,
sin embargo, hubo de ceder ante el número, y aun cuando la persecución, una vez
conquistado el campamento español, no duró más espacio que el de media hora,
las tropas del general Peña tuvieron que abandonar Puigcerdá y Bellver para
acogerse al abrigo, entonces seguro, de la Seo de Urgel. Sus pérdidas habían
sido de consideración, contándose en ellas 108 muertos, 78 heridos y 115
extraviados en la infantería, de los que 7 oficiales de los primeros y 2 de los
segundos, y 26 muertos con 4 oficiales, 19 heridos con su coronel y 17
extraviados con su teniente coronel prisionero en la caballería; en total 363
bajas.
Los
Franceses, que sufrieron muchas menos, 150 según ellos, continuaron la victoria
ya muy tarde, vivaqueando al frente de Puigcerdá, temerosos de un ataque
nocturno que dejaron para el día siguiente, en que aquella insigne villa vio a
los generales republicanos asistir a un Te-Deum en su
iglesia principal, dando así, dijeron, A los catalanes una prenda de su respeto
al culto católico.
Pero
cuando, avanzando a la Seo y después de dejar una guarnición en Bellver,
establecía Dagobert un puesto de observación en el Coll de Tosas por donde,
dicen sus admiradores, pensaba dirigirse nada menos que á destruir la fábrica
de armas de Ripoll, sabe que Mont-Louis vuelve á estar amenazada por los
Españoles y entonces con fuerzas considerables que avanzan desde Villefranche y Olette seguidas de un tren de artillería. Ricardos
había destacado al general D. Rafael Vasco al frente de 5 batallones, 30 caballos
y varias piezas para que, batiendo á los Franceses que custodiaban el camino
del Tet, procurase unirse a Peña en su campo de
Mont-Louis. Vasco había, efectivamente, derrotado a los Franceses que encontró
en su expedición; pero, dividiéndose en busca de mantenimientos y envuelto en
una niebla densísima la mañana del 3 de Septiembre, fue sorprendido por
Dagobert que, con la mayor parte de sus fuerzas y los dispersos de los días
anteriores, acudió con la velocidad del rayo, batiéndole completamente y apoderándose
de toda su artillería. Los fugitivos no pararon hasta Villefranche, a cuyos
muros se acogieron y adonde fue enviado el conde de la Unión con dos
batallones, algunos jinetes y varias piezas de campaña, con los que pocos días
después, el 19, tenía que acudir a Saint-Feliú a proteger la retirada de
nuestras tropas de la izquierda del Tet, vencidas en
Vernet. De ese modo pudieron aparecer en la jornada de Trouillas Crespo y Unión, que se habían reunido en Saint-Feliú, y Dagobert, cuya jornada
de la Cerdaña le valió el mando en jefe del ejército francés del Rosellón.
No
cansaremos la atención de nuestros lectores con los sucesos que hacen de la
defensa del Boulou uno de los episodios más gloriosos de la historia militar
para las armas españolas; básteles fijarla en muy pocos de los reñidísimos
combates que lo constituyen para apreciar en su justo valor, así el talento y
la pericia del que las mandaba, como la extraordinaria constancia, la
abnegación y el denuedo de los que las blandían en honor y holocausto a la
patria. Es aquel un acontecimiento pocas veces repetido en la larga serie de
guerras que han afligido a la humanidad y para cuyo elogio hay que adelantarse
a los tiempos y pensar en les sitios de los campos atrincherados modernos, de
los que el de Plewna no sufre la comparación con el
del Boulou ni en lo dilatado ni en lo feliz de su defensa. Se ha querido, y con
justicia, elevar un monumento a la memoria de Osmán Bajá; las generaciones
coetáneas, sin buscar ejemplos ni establecer paralelos, han parecido proclamar
su hazaña como única en los tiempos modernos, y nadie ha levantado sus
recuerdos, aun estando tan próximo, al de D. Antonio Ricardos para protestar de
un olvido tan extraño como inmerecido. Toda Europa aparecía vencida en las
fronteras de Francia, y España mostraba sus enseñas gloriosas en el territorio
de una República cuyas legiones, aumentándose cada día, no lograron en seis
meses de lucha arrancar de aquel pedazo del suelo patrio una dominación que
tanto debía avergonzarlas.
Y no
es que no emprendieran la obra de su rescate, aun habiendo sido el Rosellón tan
injustamente arrebatado á su verdadera y legítima nacionalidad, con el empeño y
el brío ingénitos en la francesa; porque si, como hemos dicho, rechazados en la
retirada de los Españoles, se volvieron los republicanos a su campo de la
Unión, avanzaban de nuevo el 30 de Septiembre, ocho días después del de su
derrota, sobre Elne, cuya reconquista no les costó
más que media docena de cañonazos, insostenible como era su mantenimiento, y el
1° de Octubre sobre Banyuls-des-Aspres, Pía del Rey y
Mas de la Paille, situándose frente á la línea del
Boulou y a tiro de fusil de ella.
Aquellas
tres posiciones respondían a las que formaban el frente español; amenazando, la
primera, al reducto levantado sobre nuestra derecha en el cerro de Montesquiou
que domina el valle del Tech desde el Boulou a Mas-Agouillouse; la segunda o del centro, el Puig Scingli que cruzan el arroyo de Valmagne y la carretera general; y la tercera, toda la masa de montañas que van luego á
caer sobre el puente de Ceret, cuya ocupación pondría
en peligro tan grave al campamento español. Véase, pues, bien claro cuál podía
ser el proyecto de los Franceses, y no es de extrañar se ofreciera tan franco a
Ricardos y descifrable cuando se piense. que Dagobert había desaparecido de
aquel teatro de la guerra, dimitiendo un mando que no cesaban de disputarle los
representantes de la Convención para entregárselo de nuevo a su favorito
D’Aoust. Y no fue poca fortuna; porque, preocupado este general con la idea de
que la detención de los Españoles en el Boulou no era sino momentánea para
establecerse con toda tranquilidad al pie y bajo la protección de Bel legar de,
creyó que su acción por el momento debía reducirse a perseguirlos sin riesgo ni
consecuencia alguna.
Desvanecida,
empero, aquella ilusión al observar el 2 de Octubre la actitud de sus
adversarios, D’Aoust emprendió una serie de ataques en que pudo convencerse una
vez más de lo erróneo de sus suposiciones y de lo difícil y comprometido de su
misión ante enemigos como Ricardos y sus valerosos y tenaces soldados. Un
ataque frustrado al Scingli el 3 y otro a las Trompettes por el otro lado del Tech,
en que se vieron los Franceses adelantados con la ocupación del pico de Saint-Christophe por los Españoles; el asalto, rechazado también,
a Montesquiou, con pérdida de la batería que debía facilitarlo, y otros varios
menos decididos a distintos puntos del campo español, hicieron ver al
presuntuoso general francés en los primeros seis días de su nueva campaña, que no
era tan fácil como suponía arrancar a sus enemigos de la posición que se habían
propuesto conservar dentro del territorio, para él sagrado, de la República.
Sorprendido de tal resistencia, esperó varios días, hasta el 14, en que,
reforzado su ejército por tropas que continuamente le llegaban de las
provincias más remotas, creyó poder dar al nuestro un golpe decisivo
apoderándose de una batería que dominaba al Scingli y
toda la parte avanzada, por consiguiente, del campo. Guarnecíanla unos 1.500 infantes de varios batallones, por hallarse éstos puede decirse que
en cuadro, efecto de las enfermedades que desde el primer día se desarrollaron
entre las tropas y más por el exceso del cansancio producido en 24 días que
llevaban de no dejar las armas de la mano. Atacaron la batería unos 6.000
Franceses, y a media noche, para sorprender, en primer lugar, y en fin, en
segundo, de que Ricardos no lograra calcular si aquel era el principal objetivo
o podían serlo otros puntos por donde se trató también de llamarle la atención.
Alerta, sin embargo, el teniente coronel de Soria D. Francisco Taranco, que mandaba allí, resistió heroicamente las
primeras embestidas de aquella multitud de enemigos que, valiéndose de la
oscuridad y del número, lograron por fin hacerse dueños de la batería, después
de recobrada tres veces o más por sus legítimos y bravos presidiarios. No se
alejaron éstos, sin embargo, de aquellos tan disputados parapetos esperando
auxilio con que recuperarlos, el cual no tardó en llegarles aunque
desproporcionado, pues consistía en un batallón de walones al que, faltándole la compañía de granaderos, no se le podían calcular más de
300 hombres. Pero, aun recibidos por una descarga general y a bocajarro de los
Franceses, abalánzanse los walones con su jefe D. Francisco Kraywinkel y con Taranco a la cabeza, seguidos de los acabados de expulsar
de la batería, y la reconquistan a la bayoneta haciendo tal carnicería y
poniendo tal pavor en sus enemigos que, a pesar de amanecer poco después y de
observar la superioridad de sus fuerzas, se despeñaron de la montaña para
cuanto antes reunirse en su campo. Los batallones de Kellerman y de la Moselle, recién llegados de Lorena, quedaron
destruidos, tales fueron el número de sus muertos como el de los prisioneros
que dejaron en la batería, la que, por la repetición de los ataques, la
tenacidad de la lucha y el amontonamiento de los cadáveres que la cubrían,
recibió el, a la vez que aterrador, glorioso nombre de Batería de la Sangre.
No
había, entretanto, permanecido ocioso el infatigable general Dagobert. Mientras
sus ingratos compatriotas se estrellaban contra las rocas de Montesquiou y la
batería de la Sangre por arrojar a los nuestros al otro lado de la cordillera,
él la cruzaba en demanda de Ripoll, cuya fábrica de armas se había propuesto
destruir. Para conseguirlo necesitaba someter primero la villa de Campredón, desde donde, reunida su columna con otra que le
llevaría el representante Cassanyes por Ribas,
continuarían las dos su proyectada expedición. Pero el alcalde de Campredón le ofreció balas por rehenes, que Dagobert le
pedía, y cerrar los portillos del recinto con cadáveres de Franceses; y aunque
fue arrollado con los pocos habitantes que le secundaban en la defensa de la
villa, y ésta padeció saqueo, incendios, profanación de sus templos y cuantos
atropellos acostumbraban cometer sus enemigos, el veterano general hubo de
volverse a Mont-Louis, recogiendo en el camino á sus camaradas de Ribas,
cargados también de un botín que era, según sus jefes, la razón más poderosa
para entrar de nuevo en Francia.
Igual
resultado obtuvo Dagobert de su intentona contra la Seo de Urgel, teniendo que
volverse desde Monteilla, donde cometieron excesos
parecidos sus soldados que Cassanyes se empeñó en
retirar de aquel país para, como él dice en las Memorias que después publicó,
restablecer su disciplina. ¡Lo de la fábula tan conocida de «La zorra y las
uvas» : Estaban verdes!
Afortunadamente
para Dagobert, al regresar a Mont-Louis se encontró al general Turreau que,
antes de tomar el mando en jefe del ejército del Rosellón, quitado por segunda
vez a D’Aoust, quería consultarle y hasta se lo llevó consigo a Banyuls-les-Aspres al frente de nuestro campo del Boulou.
Y
¿para qué? Para, contra su opinión y la de Dagobert, consentir en una
expedición a Cataluña, a duras penas limitada a hacer una punta sobre Rosas. Se
trataba de la reconquista de Tolón en España, según la frase de Fabre, que los
botafuegos del ejército francés y D’Aoust hicieron proverbial en aquellos días.
Pero, después de forjar mil proyectos de que Turreau se declaró irresponsable,
se decidió salir de Collioure con 6 u 8.000 hombres
divididos en tres columnas; una que a lo largo de la costa penetrara en España,
otra que lo haría por el Coll de Banyuls, y la
tercera por el de Fourcat para, unidas, atacar la
posición de Espolia, donde los Españoles tenían un cuerpo avanzado con que
vigilar la frontera desde Bellegarde al Mediterráneo. El brigadier D. Ildefonso
Arias, que lo mandaba, resistió cuanto pudo en tan desigual combate; pero,
amenazado por todas partes, abandonó Banyuls para
retirarse a Espolia, donde también le atacaron el 28 Delatre,
que regía las tropas francesas, y su admirador y patrono el representante
Fabre. Rechazados allí, aún se mantuvieron cerca los republicanos esperando la
columna de su derecha que había sufrido suerte peor, pues que, al descender del Fourcat, se vio, pasados Recasens y Cantallops,
asaltada y dispersa por el paisanaje y somatenes, exasperados con el saqueo y
las violencias que, entonces por orden de sus jefes, habían ejercido los
Franceses en aquellos pueblos y las aldeas y caseríos próximos.
Juntas
ya, sin embargo, las dos columnas y reforzadas con nuevas tropas que se
hicieron ir de Collioure hasta contar con más de
8.000 hombres, revolvió el belicoso Fabre sobre Espolia el 30, pero con fortuna
todavía más adversa; porque, aun viéndose Arias apuradísimo y obligado a
reconcentrarse más y más y á retirar algunas de sus piezas por temor de que cayesen
en manos de sus enemigos, se mantuvo heroicamente en sus mejores posiciones
hasta que, llegándole refuerzos que le enviaba Ricardos y con ellos los
generales Moria, Cagigal, Belvis y Vives, logró cargar a los Franceses en
varias direcciones y ponerlos en la más completa derrota. No los pudo seguir
largó trecho la caballería por lo escabroso del terreno; que, de otro modo, no
hubieran llegado a Banyuls, según iban dejando en su
camino hombres, banderas y municiones.
No
fue mucho mejor la suerte de la columna de la izquierda. Costeando el mar pudo
llegar a Llansá, de donde esperaba muy luego
presentarse ante el fuerte de la Trinidad que a la sola intimación de su jefe,
el general Raimóri, se rendiría, como inmediatamente
después la plaza de Rosas que yace a su pie en la bahía del mismo nombre. Pero,
como la de la derecha, encontró el país todo alzado en armas; y, viéndose
impotente ante insurrección tan general y resuelta, e incomunicada con los
demás cuerpos de la expedición, se resolvió también a retroceder hasta cerca de
Francia, completando así el fracaso de aquella punta que, en concepto de los
grandes estrategos civiles del consejo de guerra de Banyuls-les-Aspres,
debía provocar en Ricardos la instantánea y definitiva evacuación del campo
del Boulou.
Tal
fue el resultado de la tan decantada expedición de Rosas; sin que tampoco lo
tuviera más próspero el movimiento combinado de Dagobert y Solbeauclair que debían atacar la posición de Ceret,
importantísima para la seguridad del Boulou, y con el que, de todos modos,
conseguirían los Franceses distraer la atención de Ricardos de su marcha sobre
Rosas. Las dilaciones de Solbeauclair y el despecho
de Dagobert, manteniéndolos inactivos a uno y otro lado del Tech hasta el 1° de Noviembre, dieron tiempo a Ricardos para enviar refuerzos a Ceret, y en la mañana de aquel día sus cañones despejaron
aquel terreno de enemigos, obligándolos a retirarse respectivamente a Saint-Ferreol y Palalda dando por
fracasados sus proyectos y por inútiles los sacrificios hechos por sus tropas.
Pocos
días después y cuando iba á celebrarse un nuevo consejo de guerra en que, con
la sola excepción de Dagobert, resolverían los Franceses repetir su jornada en
Rosas, no escarmentados de la anterior, desembarcaba en la bahía de aquella
plaza española una división portuguesa, compuesta de 6 regimientos de
infantería con 4.912 plazas, 8 compañías de artillería con 416 y 22 piezas de
campaña. Ante el espectáculo que ofrecía la revolución francesa y ya declarada
la guerra, los gobiernos de España y Portugal convinieron por un tratado que
lleva la fecha de i5 de Julio de aquel año de 1793, en que Portugal cooperaría
en los Pirineos orientales con aquella división, regida por el teniente general
D. Juan Forbes Skellater. El 20 de Septiembre
abandonó el Tajo la escuadra que llevaba aquella fuerza; depositándola, según
ya hemos dicho, en Rosas con varios personajes portugueses, ingleses y
alemanes, agregados voluntariamente al Estado Mayor, deseosos de tomar parte en
aquella cruzada restauradora de la monarquía en Francia. No hubo de estar mucho
tiempo inactiva la división auxiliar portuguesa, porque el día 18 del mismo mes
de su desembarque salía para su destino en el ejército, llegando el 25 a Ceret cuatro de sus regimientos, esperando otro, el 1° de
Oporto, su embarque para operar sobre la izquierda de los Franceses, y pasando
el de Peniche a Maureillas, posición intermedia entre Ceret y El Boulou y que domina la derecha del Tech.
No
podían, pues, los Franceses haber elegido ocasión más propicia para su nueva
expedición a Rosas, en la cual se hubieran hallado, no sólo con las fuerzas
españolas que hicieron fracasar la primera, sino con una reserva de 5.000
Portugueses deseosos de medir con ellos sus bríos, acreditándolos una vez más
en tan generosa empresa. Afortunadamente para ellos, a pesar de lo convenido en
el consejo de guerra y de la destitución sucesiva de los generales Dagobert,
Poinçot y el mismo Turreau, por los representantes de la Convención en el
ejército, que con eso llevaron a su colmo la anarquía que de tanto tiempo atrás
le devoraba, hicieron que D’Aoust, que por tercera vez tomó el mando en jefe
ínterin llegaba el general Doppet a quien había sido
conferido, diese la orden de retirarse a todas las tropas que ya se disponían a
tomar parte en tan descabellada intentona.
Entonces
pensó Ricardos en completar su línea puente de vanguardia, cubriendo los dos
flancos, tanto el izquierdo, apoderándose de las alturas que lo coronan, como
el derecho, apoyándose en el mar, para arrebatar a los Franceses su posición de
Villelongue que amenazaba la nuestra de Montesquiou. Pero una horrible
tempestad de cinco días sin intermisión alguna, haciendo desbordarse los ríos a
punto de romper el puente del Boulou, interrumpir todo género de comunicaciones
con España y hasta entre los destacamentos del ejército, y de dispersar nuestra
escuadra, algunos de cuyos buques se estrellaron en la costa, paralizó aquel
proyecto. Y cuando podía, por calmar el temporal, emprenderse, ya los
Franceses, avisados del peligro corrido por nuestras tropas, asaltaban el
puente de Ceret, único que había quedado en el Tech.
Aquella
resultó una de las jornadas más gloriosas y trascendentales de la campaña. El
ejército español hizo con ella y la subsiguiente de Villelongue posibles y
aseguró sus cuarteles de invierno, cuya tranquilidad, de otro modo, hubiera
sido muy problemática en la situación en que se hallaba.
Andaban
los Franceses espiando la ocasión de caer sobre el puente de Ceret, para cuya conquista tenían antes que apoderarse de
un reducto avanzado que lo cubría en la margen izquierda del Tech; y como la ermita de Saint-Ferreol,
nudo de las comunicaciones principales de los Aspres, domina de cerca el
reducto y el puente, la tenían muy fortificada, bien presidiada y guarnecida de
abundante artillería. Para mayor seguridad de aquella posición, extrema derecha
de su línea, habían construido un buen camino desde su campo; y para dar más en
seguro el golpe que intentaban, habían también escalonado, entre la ermita y el
reducto español, otros tres en puntos desde los que, además de asomar sus
avanzadas, flanqueaban el camino del Boulou a Ceret.
A pesar de combatir en su propio país, y eso prueba las simpatías que allí
inspiraban los Españoles, no tenían los Franceses noticia exacta de los
movimientos del conde la Unión que, enviado por Ricardos, vigilaba todo el
valle, temeroso de que se le pudiera interceptar el único camino que le quedaba
en los días del recio temporal de que acabamos de hacer mención. Así es que no
pudieron aprovechar oportunamente la circunstancia de haberse remontado el
Conde por el Tech con el fin de envolver sus
posiciones que no había atacado el día anterior, 25 de Noviembre, por
impedírselo la lluvia. El 26, sin embargo, reuniendo sus fuerzas,
principalmente formadas de la antigua división Dagobert, la única, según ya
hemos dicho, en que tenía confianza el experto veterano Solbeauclair,
que ahora las mandaba, las desplegó frente al reducto español, ocupado durante
la maniobra de Unión por parte de los regimientos portugueses recién llegados.
Parece que el general francés observó esta circunstancia; y, no teniendo,
acaso, gran concepto de nuestros aliados, hizo romper el fuego, al que ellos no
pudieron o no supieron contestar con la eficacia necesaria, perdiendo el
reducto que fue inmediatamente ocupado por los enemigos. Ya se precipitaban
todos, fugitivos y vencedores, al puente, cuando apareció el conde de la Unión
que, habiendo oído el fuego, acudía a él con sus tropas, aunque empapadas en
agua y ateridas de frío. Llegó de las primeras la compañía de granaderos de
Guardias españolas; y, sin detenerse para nada su capitán, D. Felipe Viana, acometió
con ella y con los que de más cerca le seguían la reconquista del reducto que,
a los pocos momentos y a pesar de la resistencia que opusieron los Franceses,
poco antes tan orgullosos de su efímero triunfo, cayó en poder del valiente
Viana, herido y todo en la refriega. Dado el impulso y con el calor de la
victoria no era fácil contener a nuestros soldados; y el conde de la Unión, que
no era hombre que tratara de templar las pasiones en tales trances, supo
aprovecharlas para lanzar a Españoles, Portugueses y a cuantos con tanto
entusiasmo se le ofrecían, sobre los reductos enemigos y el campo mismo de
Saint-Ferreol que, una vez en sus manos, constituyó
hasta la siguiente campaña la izquierda de la línea del Boulou y había de ser
su mejor apoyo.
Faltaba,
con todo, dejar desembarazada de enemigos el ala derecha donde tenían, además
del campo de Villelongue, los fuertes y plazas de la costa, peligro constante,
pues con el ejército allí creado por hombres de la iniciativa del representante
Fabre y el general Delattre, se corría, y muy grande,
de verse el campo español cortado en sus comunicaciones con España. Y el
general Ricardos destacó sobre la primera de aquellas posiciones a Courten, que
el 7 de Diciembre se hacía dueño de ella y de todas las baterías que la
apoyaban. El combate duró cortos instantes, siendo la bayoneta la única arma
con que lo emprendieron y ejecutaron nuestros compatriotas y algunos de los
Portugueses de la legión auxiliar, en cuyo poder quedaron 34 piezas de
artillería, 22 carros del tren, 2.000 fusiles, municiones de todas clases, de
boca y guerra, así como objetos innumerables de campamento y hasta un hospital
perfectamente montado en Saint-Genis. Nuestros
muertos fueron 14, 46 los heridos, y 6 los contusos, mientras los Franceses
perdieron, además de dos banderas, 300 muertos, 40 heridos y 312 prisioneros,
de los que 26 eran oficiales. No pudo ser ni más completa ni más barata la
victoria, además de lo trascendental para el resto de la campaña. Porque siete
días después, el 14, tomaba el mismo Courten el Coll de Banyuls y horas después el pueblo del mismo nombre, guarida de los que más daño habían
hecho en el Ampurdán con sus correrías, violencias y depredaciones, pero que
entonces no supieron defenderla. Es verdad que la acción fue dispuesta con tal
acierto y ejecutada con energía y rapidez tan singulares, que los enemigos,
bien cubiertos con los pliegues del terreno y los atrincheramientos que habían
construido y apoyados por artillería abundante, a los estragos de cuyo fuego
costó mucho sobreponerse en un principio, hubieron luego de ceder en todas sus
posiciones de la cordillera para huir, puede decirse que a la desbandada,
dejándonos 23 piezas de artillería y algunos cientos de prisioneros. Pero, al
huir de ese modo, llevaron la alarma y el terror de que iban poseídos a los
puntos fuertes de la costa, que mal podrían así resistir el ímpetu de sus
victoriosos enemigos.
El
día 20, en efecto, después de una breve batalla, hábilmente reñida por el
general D. Gregorio de la Cuesta a las puertas de Port-Vendres,
sucumbía la plaza y con ella luego el fuerte próximo de Saint-Elme, y al
amanecer del día siguiente seguían la misma suerte Collioure,
su castillo y el del Puig Oriol, cuyos defensores fueron unos tras otros
embarcándose, menos el representante Fabre que supo rescatar con una muerte
gloriosa la triste fama que le habían proporcionado sus exageraciones
republicanas y su ignorante intrusión en las operaciones militares de aquella
campaña.
Sólo
un paréntesis había tenido aquella serie de triunfos alcanzados por los
Españoles en un mes escaso, la reconquista momentánea del campo de Villelongue
por los Franceses el día 18 de Diciembre. Los Portugueses, que el 6 habían tan
valientemente arrojado a los republicanos de las crestas de los Alberes
persiguiéndolos hasta cerca de aquel campo que después conquistó Courten, no lo
supieron defender con su ingénita bravura, recibiendo por pago de su debilidad
los tratamientos más crueles de sus enemigos.
La
pérdida de Villelongue, en que 5.000 Españoles habían derrotado a más de 10.000
Franceses bien cubiertos detrás de fortificaciones que habían estado más de dos
meses levantando; la irreparable en mucho tiempo del sistema de plazas
marítimas que acababan de caer bajo el dominio de Ricardos; la deserción que el
desánimo, el cansancio y la penuria habían fomentado en el campo francés, y la
afrenta que se imponía a sus generales con someterlos al vejatorio trato de los
representantes de la Convención, llevaron a su colmo la indisciplina, por
tantos y tantos motivos provocada, en el ejército republicano. La anarquía se
enseñoreó de todas las clases; la obediencia se hizo rara y con condiciones
siempre humillantes para la autoridad; y cual si fuera poco, como debería
parecerlo, la marcha del general Doppet a Perpiñán,
tan enfermo del espíritu como del cuerpo, recayó el mando en jefe por cuarta
vez en aquel D’Aoust que sólo había asistido a los desastres más
trascendentales de sus armas, tanto por resultado de su temeraria ignorancia
como por sus humildes condescendencias para con los déspotas y brutales
procónsules, sus protectores. Ya no era posible resistir más y se hizo preciso
pensar en impedir una catástrofe que en tales circunstancias no tardaría en
suceder, acogiéndose a punto en que pudiera contenerse el ímpetu de los
Españoles, irresistible si se calculaba por los éxitos sorprendentes que
acababan de obtener. Y tan lo pensaba así el mismo D’Aoust, que el día en que
sucumbían las fortalezas de la costa, daba principio á la evacuación del campo
francés, comenzando por la artillería de grueso calibre mientras se dirigían
reconocimientos sobre la línea española, así para obtener noticias de Port-Vendres y Collioure como para
impedir a los nuestros el paso del Tech. Las noticias
hicieron conocer al día siguiente aquel cúmulo de reveses sufridos,
vergonzosos, más que por otra cosa, por lo inesperados; y los húsares de Berchini, a la vuelta de espiar nuestras guardias
avanzadas, hicieron saber que muy pronto serían atacados sus compañeros de Banyuls-les-Aspres y de Elne por
los vencedores que ya se preparaban a salir del Boulou en combinación con los
de Collioure y Argelés.
Por
mucha que fue la diligencia de los Franceses para abandonar del todo su campo,
al hacerlo eran atacados de todas partes por los Españoles y sus auxiliares;
por aquéllos, en su centro tomándoles las baterías más adelantadas y en la
izquierda donde la caballería iba esparciendo el terror entre los enemigos
temerosos de verse cortados; y por los Portugueses, acometiendo en la derecha,
defendida, afortunadamente para los republicanos, por el general Pérignon que con su energía logró en Saint-Luc contener a sus
soldados y rechazar el rudo ataque de que fue objeto aquella posición
privilegiada. El acto de Pérignon proporcionó un
respiro a D’Aoust, con el que pudo organizar la retirada, apoyándola además con
reacciones, a veces ofensivas, que permitieron a las tropas francesas ganar al
anochecer el campo de la Unión con la pérdida tan sólo de unos 800 a 1.000 hombres
y 23 piezas de artillería.
Así
acabó la por tantos conceptos memorable campaña de 1793 en el Rosellón. Las
tropas españolas que la habían iniciado, si en muy corto número, sin artillería
y por un terreno el más fácil de defender en frontera tan escabrosa, con la
energía que les es propia cuando se ven dirigidas por el talento y la pericia,
se mostraron después, y en toda la campaña, dotadas de un espíritu sólo
comparable con el de aquellos famosos tercios que, por sus hazañas en Italia y
Flandes, alcanzaron la fama de contener los primeros soldados de su tiempo. En
una circunstancia desmerecieron del concepto que sus mismos enemigos les
concedían; en la de la ocupación de la izquierda del Tet en que tuvieron que luchar con su aislamiento del grueso del ejército, la
ausencia de su general en jefe y la inmensa superioridad numérica de los
Franceses que parecía vomitar la tierra en su derredor. Ya lo hemos visto;
cinco días después alcanzaban el lauro mayor de la campaña con aquel admirable
combate de Trouillas, en que no se sabe qué tomar más
en cuenta, si la actitud serena de las tropas, si el genio militar de su
general o el respeto que, aun con los reveses del Vernet y Peyrestortes,
imponían, evidenciado por la parsimonia de los jefes que gobernaban las dos
alas enemigas y el resultado nefasto de la desesperada resolución de Dagobert
en el centro. Y ¿qué diremos de la defensa del Boulou que en otro país que
España hubiera ya logrado el honor de un poema tan encomiástico como merecido?
Pocas veces se ha puesto a prueba la disciplina de un ejército y nunca el valor
y la abnegación del soldado como en aquel vasto campamento, dominado de todas
partes desde posiciones que parecían inexpugnables y con sola una y estrecha
comunicación hábil para la retirada del ejército que el enemigo esperaba a cada
momento desde el primer día de su ataque. Tres meses resistió el Español, y no
sometido á una defensiva que pudieran hacer eficaz las condiciones militares
que todo el mundo nos concede, sino acompañada de arranques ofensivos que
dieron el magnífico resultado de rechazar siempre al enemigo en sus diarias
embestidas, de arrebatarle ante sus mismos ojos toda una serie de plazas que,
de seguro, no esperaba ver tan rápidamente conquistadas, y arrojarlo, por fin,
a su antiguo abrigo de Perpiñán y el campo inmediato con tanto esmero
fortificados, dejándonos expeditos el Pirineo y los llanos del Rosellón.
La
campaña terminaba, así, en las partes orientales de la frontera
franco-española, ya que no con las ventajas que, de tener nuestro ejército la
fuerza conveniente, hubiera de seguro alcanzado, con gloria, sí, que nadie con
justicia podrá negarle. Nuestros adversarios han tenido que confesar que de los
14 ejércitos que sostuvieron la lucha gigantesca emprendida por la Francia en
aquel año, sólo el de los Pirineos orientales se retiró vencido. Ya les
demostraremos que, si no fue tan decisivo el triunfo de los Españoles en el
otro extremo de la frontera, resultó por lo menos tan glorioso, ya que su
misión era muy diferente y no dirigida a iguales términos; y, de todos modos,
resultará que la nación despreciada, la que no amamantaba más que esclavos
abyectos de un tirano tan estúpido como ellos, sabía imponerse a la suya tan
regenerada de sus antiguas humillaciones, entusiasta ahora de sus nuevos y
sublimes principios sociales y políticos y blasonando de amenazar á toda la
Europa coaligada contra ella. Ni las miras de la corte de España iban
encaminadas a una conquista, y bien pudo observarse en la conducta de sus
ejércitos, ni desplegó las fuerzas necesarias para tal objeto; pero, aun así,
vio su obra coronada con el único resultado a que podía aspirar cuando sus
aliados eran vencidos en las demás fronteras, el de una victoria que sorprendió
a todos, aun cuando sin razón alguna para ello.
Y es
en balde que se busquen en las condiciones del ejército francés de los Pirineos
orientales y en la influencia perniciosa de los representantes de la Convención
la causa de sus derrotas y de su final vencimiento. Es necesario que, para
explicarla, concedan algo a las virtudes militares del español, y al talento y
a la pericia, ya que le niegan el genio, de su general en jefe. La campaña se
inauguró con un golpe de mano tan hábil como atrevido. Saliéndose de la rutina
que le achacan sus émulos, no comenzó, como ellos esperarían, las operaciones
con el sitio metódico, regular y detenido de la plaza de Bellegarde, primer
obstáculo que se le ofrecía para la invasión del territorio francés; hizo lo
que entonces aparecía nuevo, fuera de esa rutina, atacar por su flanco tan
terrible posición y envolverla luego para inhabilitarla, sorprendiendo con tan
ruda e inesperada maniobra á sus enemigos y llevándolos por delante vencidos y
consternados hasta alejarlos de la frontera formidable e cuya defensa habían
sido destinados. Las batallas, después, que ganó, todas en puridad, revelan al
general táctico cuyo golpe de vista, abrazando todo el campo de la acción, sabe
distinguir el secreto del enemigo, esto es, sus proyectos, la clave de sus
posiciones y el camino mejor para su ataque y ocupación. Y eso se vio o pudo
verse en la batalla de Mas-Deu, en que, además, hizo
Ricardos uso tan oportuno de sus reservas, que le proporcionó el triunfo sobre
un enemigo que había elegido y preparado su campo, rival tan valeroso y práctico
como el general Dagobert. Por el contrario, en la de Trouillas,
la defensa del campo español no dejaba nada que desear, y bien lo demostraron
las dificultades que hubieron de hallar los Franceses en sus diferentes ataques
y su completa derrota que, si no tuvo otras consecuencias, fue por los
considerables refuerzos que les llegaron al día siguiente. La misma operación
del paso del Tet, desgraciada y todo en sus
resultados, hizo patentes las facultades estratégicas del general en jefe
español; eso sin contar con que, de haber podido él trasladarse a la orilla
izquierda, no hubieran tenido lugar los reveses del Vernet y Peyrestortes, ocasionados, de otra parte, por la
desproporción de las fuerzas francesas acudiendo del interior de Francia, del
campo de Salces y aún del de Perpiñán para abrumar con su número y su peso a
nuestros compatriotas. Ricardos tenía que observar esa plaza y el campo de la
Unión, que la cubría en la derecha del Tet; tenía que
estar también á la mira de las tropas que había enviado a Villefranche, a las
manos en aquellos momentos con las de Dagobert que volvía de la Cerdaña y
Mont-Louis; y con atenciones tan de bulto, le era imposible dirigir por sí
mismo el osado movimiento emprendido para aislar la capital del Rosellón y
constreñirla a rendirse. ¿Qué clase, pues, de operaciones necesitaba ejercitar
Ricardos para acreditarse de general en todos conceptos ilustre, cuando las
terminaba con una victoria tan decisiva como la que le proporcionó la defensa
del Boulou?
El
ejército francés que en actitud tan jactanciosa se había agolpado sobre aquel
campo, persuadido de que, al asomarse a él las cabezas de sus columnas, huirían
los Españoles al otro lado de la frontera sin preocuparse de más que de la
defensa de Bellegarde, único trofeo que les quedaría de su campaña en el
Rosellón, se vio en la triste e imprescindible necesidad de retirarse a
Perpiñán, abrumado por las enfermedades, la fatiga y el desencanto de sus
ilusiones triunfadoras. Al hacerlo, seguido de cerca por los Españoles, sin
otro propósito, con todo, que el de asegurar la victoria y confirmarla con el
bochorno de sus enemigos, se abrió la época de los cuarteles de invierno de
que, aun sin contar con las costumbres militares de aquel tiempo, se hallaban
bien necesitados ambos ejércitos por la crudeza de la estación, la epidemia que
los diezmaba y la conveniencia del descanso para en la primavera siguiente
proseguir con nuevos bríos la lucha.
Los
generales franceses se habían visto burlados, Dagobert el primero, por la
perspicacia de Ricardos que supo descubrir sus proyectos para inmediatamente
desbaratarlos y adelantarse con los suyos valiéndose, como de su talento, de la
confianza que había sabido inspirar a sus soldados, tan entusiastas por la
causa que proclamaban que, no hay para qué dudarlo, revestía todos los
caracteres de nacional, como dirigida a mantener incólumes el honor de la
patria, el decoro del trono y sus ideas religiosas.
Pero
si cupiere la menor vacilación en aclamar a Ricardos como uno de los generales
más notables de su época, reflexiónese sobre una circunstancia que lo eleva y
engrandece de un modo incontestable. Francia le opuso diez generales en jefe,
Servan, de la Houliére, Champron, Grandpré, De Flers, Puget
de Barbantane, d’Aoust,
Dagobert, Turreau y Doppet, ayudados, dirigidos,
impuestos, todo lo que se quiera, por una nube de representantes de la
Convención, los ilustres procónsules tan encomiados por los revolucionarios, a
quienes se pretende atribuir el fervor republicano de sus tropas y el ímpetu (l’élan) irresistible que se las supone característico, su
organización, los prodigios, en fin, que hicieron en el ciclo, para ellas tan
glorioso, que comenzó en aquella campaña. Todos ellos fueron vencidos por
Ricardos y con circunstancias tan humillantes para la Gran Nación, que uno hubo
de suicidarse, dos fueron a parar a la guillotina, de la que libró á otro el 9 Thermidor, y los demás reemplazados voluntaria o forzosamente
en vista de lo infructuoso de sus esfuerzos, de la torpeza de sus operaciones o
de lo decisivo de sus reveses.
El
gobierno español premió los servicios del general Ricardos con el empleo de
capitán general de ejército por la batalla de Mas-Deu,
y luego con el marquesado de Trouillas, cuyo título
recayó en su esposa y que al poco tiempo desaparecía de la Guía de Forasteros.
Lo que no morirá nunca entre los hombres celosos de las glorias españolas, es
la memoria de las hazañas ejecutadas por aquel varón insigne en su última
campaña, la de 1793 en los Pirineos orientales.
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