web counter
cristoraul.org
 
 

 

REINADO DE CARLOS IV

 

CAPÍTULO IV.

CAMPAÑA DE 1793 EN LOS PIRINEOS ORIENTALES

 

 

Vamos a emprender el estudio de uno de los períodos históricos que ha dado lugar a conceptos más variados sobre la situación de nuestra patria en cuanto se refiere á las fuerzas y recursos con que podía contar para intervenir en la política europea; esto es, sobre la solidez de un poderío que pocos años antes aparecía de los más robustos, discutido, empero, desde que, separados de su dirección los dos célebres estadistas que aún lo sostenían después de la muerte de Carlos III, caía en la del inepto tercer ministro de su hijo. Porque es necesario reconocer que en los principios del reinado de Carlos IV aún no se descubrían señales manifiestas de decadencia en el imperio español, siguiendo considerado por las demás potencias y los pueblos todos, como si la continuación del conde de Floridablanca en el gobierno lo representara cubierto del mismo ropaje de importancia y gloria con que lo había mantenido en su primera época. ¿Qué había, pues, sucedido en la segunda y en la de la interinidad del conde de Aranda para que cayese en tan humillante olvido la influencia española entre las naciones más interesadas en la contienda que acababa de inaugurarse contra la Francia, y hasta en desprecio por el gobierno de una nación que tantos años llevaba de amistad y alianza con la nuestra? Es un fenómeno no fácil de explicar el de la mudanza que se observa en el espacio de muy pocos años de un reinado que, sin ofrecer síntoma ni motivo alguno de decadencia, puesto que transcurrieron perfectamente pacíficos en todos los ámbitos de sus vastos dominios, se la ve llegar próxima y amenazante para los espíritus previsores, aun ante arranques de entusiasmo y virilidad de nuestro pueblo, que parece debieran contenerla, ya que no conjurarla completamente. Y es que esos espíritus, preocupados con las vacilaciones que presentaba nuestra política ante la marcha, cada vez más rápida, de la revolución francesa hacia el que desde sus primeros momentos se veía ser único objetivo de las aspiraciones que habían despertado en ella las doctrinas anteriormente difundidas y las debilidades de su gobierno y su ineptitud para contrarrestarlas; esos espíritus, repetimos, comprendían que no era con la indiferencia con la que cabía mantener todo el influjo que España había ejercido hasta entonces en los destinos de Europa. Los primeros días del gobierno del duque de Alcudia no habían sido, por otra parte, tan fecundos en previsión y energía que inspirasen confianza de más próspero porvenir que el que se dibujaba en los horizontes de una interinidad como la de Aranda, cuyo secreto, como el de su establecimiento y condiciones, no podía serlo sino en la fantasía y la temeridad de los que la habían forjado para hacer más fácil la ejecución de sus proyectos, tan desacordados como su ambición y las pasiones que los inspiraban. Godoy había sustituido á Aranda, pero no para ejercitar política diferente, lo cual hubiera justificado quizás su encumbramiento á las esferas del poder. No; sus primeros pasos se habían dirigido por las mismas huellas que había dejado su antecesor hacia la neutralidad y el desarme en que aquél convenía con la condición de salvar los grandes intereses de la monarquía y dar satisfacción a los sentimientos de nuestro soberano. Ya le hemos visto no interrumpir las relaciones del gobierno que representaba como su primer ministro y romperlas tan sólo, no como Aranda al recibir las que pudiéramos llamar imposiciones de la Convención después de las jornadas del 20 de Junio y 10 de Agosto en París, sino cuando un desenlace como el de la ejecución de Luis XVI, irreparable en todos conceptos, dejaba sólo lugar a las represalias, mejor dicho, a la venganza que el decoro del trono y el sentimiento despertado en la nación española exigían imperiosamente. De modo que el cambio de política que pudiera justificar el del ministerio, no procedía de cálculos ni previsión alguna para un porvenir, tan probable en Noviembre de 1792 como en Enero del año siguiente, sino de la conducta incalificable, pero esperada, de la Convención francesa.

Pero ahora iba a verse si cabía justificación en aquella mudanza con las medidas que el nuevo ministro tomara para dejar bien puesto el honor de nuestras armas en el campo de acción que se le ofrecía.

Ya hemos dicho cómo pinta Godoy en sus Memorias el estado en que halló a la nación española al tomar él las riendas de su gobierno. No era, repetimos, lo lisonjero que debía esperarse, cuando de nubes tan oscuras aparecía cubierto el horizonte político de Europa; pero ni Floridablanca ni mucho menos Aranda habían olvidado al ejército. El ministro de la Guerra del primero de aquellos estadistas había empezado sus trabajos por aumentar la fuerza de los cuerpos de infantería; y al pronunciarse en Francia los síntomas, ya alarmantes, de la Revolución, aparecía en España el reglamento de 21 de Junio de 1791 reorganizando el arma de infantería, lo mismo en los cuerpos de línea que en los de la ligera, mediante disposiciones que hoy pasan por muy sabias, aunque no ofrezcan novedad alguna, para, sin aumentos excesivos del presupuesto, mantener el ejército en estado de pasar de uno a otro, del de paz al de guerra, en corto tiempo y sin perturbación alguna. En los últimos días del ministerio de Aranda, aquel hombre, todo patriotismo y experiencia, había ido reduciendo los cuerpos extranjeros que nuestra antigua y vasta dominación había hecho crear, y reemplazándolos con otros nacionales en cuyo espíritu se entrañase, sobre todo, el de nuestra vieja madre la España; cambiando a la vez el modo de ser de la infantería ligera con organizaría en batallones sueltos, como se ha continuado después, por adaptarse mejor esa forma al servicio que siempre han desempeñado en campaña.

Al marchar, pues, las tropas españolas a la frontera francesa, llevaban, si no la fuerza necesaria para emprender operaciones decisivas, sí los medios de aumentarla y una constitución para el mantenimiento de su moral como la mejor de que pudieran alardear los ejércitos del Norte de Europa, que pasaban, el prusiano sobre todo, por maestros indiscutibles del arte militar en cuanto a organización y táctica.

La creación de los terceros batallones que habrían de servir de depósito en tiempo de guerra; el de las asambleas anuales para la instrucción de todo el personal de tropa, y el del pase de los reclutas a sus casas con licencia ilimitada después de haber servido el primer año en sus cuerpos, se hallan establecidos en el Decreto ya citado de 1791 con un criterio todo lo más acertado que hoy pudiera desearse.

¿Qué le quedaba, de consiguiente, por hacer a Godoy para que el ejército español entrase en campaña con todas las ventajas posibles después de la declaración de guerra del 23 de Marzo de 1793, sino aumentar la fuerza de los cuerpos hasta ponerlos al pie de guerra? Y eso es lo único que hizo Godoy, por más que en sus Memorias se esfuerce, como ya hemos dicho, en pintarnos el ejército con los colores más sombríos. Para eso también le sirvió aquel arranque de patriotismo que produjo lo que él mismo tiene que confesar, «afluencia prodigiosa de los Españoles de todas clases y que de su propia voluntad marcharon a filas» Sólo puede señalarse alguna que otra excepción en su labor orgánica de los cuerpos que iban a hacer la guerra, la de la formación de los batallones voluntarios de Barcelona, Barbastro y Aragón, y la del regimiento de Órdenes Militares formado, según ya hemos dicho, por la asamblea de las mismas y el duque de Arión.

De ese modo se logró organizar tres ejércitos; uno llamado de Cataluña, que, como luego veremos, llevó a sus filas hasta 32.000 infantes (en el papel, por supuesto); otro en Navarra y Guipúzcoa con 18.000, y el tercero en Aragón con 5.000; fuerza, como supondrá el lector, muy corta para la ardua tarea que les estaba encomendada. Porque, además, esa misma fuerza fue llegando, puede decirse que por destacamentos a los puntos que se eligieron para bases de las operaciones: de modo que la previsión de Godoy apareció corriendo parejas con las ideas que pudiera abrigar respecto a la magnitud de la empresa para obtener los resultados que debían buscarse, el de vengar los agravios inferidos a España y a su soberano, y el de prestar la cooperación que habrían de apetecer nuestros aliados del Norte, a las manos todos los días y de mucho tiempo atrás con el grueso de los ejércitos franceses.

Parece que Godoy abrigó el pensamiento de una irrupción por Normandía, haciendo desembarcar en aquellas costas un ejército de 36.000 hombres que marchara inmediatamente sobre París. Si la idea no era nueva, atribuyéndose al rey de Suecia cuando, por inspiración y con fuerzas que le prestaría la emperatriz Catalina, se propuso, según ya hemos indicado, invadir Francia, no es menos cierto que era absurda y a todas luces temeraria. No sin razón le pareció descabellada al conde de Aranda, a quien debió Godoy confiársela en una conferencia de que después daba cuenta el célebre veterano en su representación de 1794. Y aquí se revela una vez más la ligereza que caracterizaba al duque de Alcudia, lo mismo en su conducta política y en sus pretensiones de general, que en la redacción de sus famosas Memorias. ¡Bonito papel hubiera representado un ejército que, aun desembarcando felizmente y al apoyo de un buen puerto, que es mucho conceder, se internara en Francia ante las muchedumbres militares que estaban organizándose en toda ella y que a la segunda marcha lo dejarían aislado del mar y de su patria, privada para mayor vergüenza de poderle enviar socorro alguno bastante eficaz en tamaño aprieto! Ni ¿cómo puede decirse que, al encargarse Godoy del ministerio, España no tenía más de 36.000 hombres escasos para a los tres meses y sin nuevas organizaciones ir a emplearlos en expedición tan arriesgada y remota del suelo patrio? ¿De qué fuerzas dispondría después para defender una frontera tan vasta como la de los Pirineos, amenazada desde antes de declararse la guerra por los ejércitos franceses organizándose o en vías de formación en toda la línea desde Perpiñán a Burdeos? Esto no exige demostración alguna ni comentario para que se comprenda cómo el primer ministro del gobierno español podría dirigir una campaña en que iban a verse comprometidos intereses tan altos como el honor de la patria y el de su soberano.

Afortunadamente deberían asistirle con sus consejos generales cuyos talentos y experiencia, adquiridos por un largo ejercicio en la carrera de las armas, le pondrían ante los ojos otro plan más meditado, más práctico, más hábil, por consiguiente, y eficaz para el importantísimo objeto a que iba encaminada aquella guerra.

La designación de los tres ejércitos a que nos venimos refiriendo revela por modo elocuentísimo el plan de la futura campaña.

No es de este lugar la descripción física del territorio que iba a ser teatro de la lucha. ¿Quién ignora su figura y su extensión, la cordillera que lo cruza, los grandes estribos de la misma que lo accidentan, los ríos que lo surcan, las poblaciones de que se halla salpicada y los caminos que las unen? En una historia como la presente no tiene cabida otra descripción que la esencialmente militar que dirija al lector en el estudio y esclarecimiento de las operaciones de que va a dársele cuenta.

Dos entradas únicamente ofrece la frontera pirenaica, y éstas en los extremos de la cordillera, si han de utilizarse con los medios indispensables para hacer eficaz la invasión de uno a otro lado de ella. Los Pirineos centrales, esto es, la elevadísima y abrupta masa cubierta de rocas, sobre todo en su vertiente española azotada por el austro, no ofrece paso alguno por donde puedan operar los ejércitos con el material indispensable para los combates decisivos en el éxito de la guerra. En los Pirineos orientales no se halla más tránsito con tales condiciones que el del Portas, por donde la carretera general cruza la divisoria de aguas entre las dos naciones: los demás sólo ofrecen acceso a la infantería y a lo más á cuerpos no considerables de caballería, ni consienten operaciones que traspasen los límites de los de una sorpresa o un flanqueo, de importancia, sin embargo, en alguna ocasión como la que vamos a recordar muy pronto. Desde la orilla del mar en los cabos de Creus y Cervera, hasta el pico de Corlitte, término de los Pirineos orientales, fuera de una, la principal de que luego trataremos extensamente, interceptada entonces, sólo existen comunicaciones de las a que acabamos de referirnos, si bien al pie de aquel encumbrado monte se hace observar una depresión que puede dar acceso y grande importancia a una empresa militar, la de la Cerdaña entre la fortaleza francesa de Mont-Louis y las españolas de Puigcerdá y la Seo de Urgel, por donde Españoles y Franceses pueden hostilizarse con resultados de no corta consideración en sus respectivos países. En Puigcerdá, desmantelada de antiguo, se ve el origen del Segre que desciende a Lérida, llave de todo el movimiento existente entre el Principado de Cataluña y el cuerpo de la nación; y en Mont-Louis el de las dos líneas del Tech y del Tet, primeras y las más importantes de la defensa del territorio francés en el Rosellón.

Por el otro extremo de la cordillera, esto es, en los Pirineos occidentales, si bien puede decirse que es una la entrada considerándola bajo un punto de vista general, divídese en dos, aptas para recibir el material de guerra, la de Roncesvalles, carril usual de los Pirineos que se le llamaba desde cuando servía para el camino romano de León y Pamplona a Burdeos, y la de Irún, de fecha relativamente moderna, principalísima después para una invasión en España. Las dos están ligadas además entre sí por la que desde el collado de Maya facilita el ingreso en el valle del Baztán, por donde y por los Alduides pueden, aunque con gran dificultad, comunicar los ejércitos que por aquéllas emprendan sus operaciones, que siempre serán las más eficaces.

Estas circunstancias geográficas inspiraron a los generales españoles el plan de campaña al determinarse en los primeros días de Abril de 1793.

Ni el número de las fuerzas disponibles para aquella fecha, ni la consideración del estado de las fortificaciones de una y otra de las partes beligerantes en aquellas fronteras, permitían una acción ofensiva simultánea por ambos extremos de la cordillera. Y siendo tan diferentes las condiciones del territorio francés en ambos lados, se imponían, la ofensiva por uno de ellos y la defensa del otro, no exenta, eso sí, de reacciones enérgicas y que llamasen la atención del enemigo y lo distrajeran de acudir con todas sus fuerzas al apoyo de las demás. El Rosellón ofrecía varias e importantes ventajas para hacérsele objeto de la acción ofensiva por parte de los Españoles. Es tierra que fue española, arrebatada á nuestra dominación a favor del movimiento fatal de Cataluña en 1640; los habitantes en su mayor número hablan el mismo idioma que los de Cataluña, tienen sus mismas costumbres y, en parte, iguales aspiraciones. En el Rosellón, como en todo el Mediodía de la Francia, prevalecían las ideas monárquicas y religiosas; y si no como en Tolón, Lyon y Marsella, sublevadas entonces o luego Contra la Asamblea de París, era de esperar que por la poca importancia de sus poblaciones y por servir de teatro a la guerra que se suponía inmediata, el ejército español no hallaría a sus habitantes completamente refractarios a las ideas que iba a sustentar; ya que, según veremos muy pronto, no se trataba de conquistarlos ni oprimirlos.

Una campaña, pues, en que, ocupando el Rosellón, pudiera nuestro ejército darse la mano con los insurrectos de las ciudades antes citadas y apoyarlos en su resistencia enarbolando su misma bandera y proclamando iguales ideas que las que se proponían sustentar, podría herir con tal acierto a la Convención y reanimar a tal punto el espíritu religioso y dinástico del resto de Francia, que provocara una reacción saludable en favor del hijo de Luis XVI, arrancándolo, como a toda su familia, de las garras de sus carceleros de París. Así, por lo menos, lo pensaron Carlos IV, su gobierno y sus generales.

La. invasión por los Pirineos occidentales, si al primer golpe de vista aparecía más fácil por no encontrar, como, en los orientales, la serie de fortalezas que cubren la frontera francesa, no hallándose más que la de Bayona para contener la marcha de un grande ejército hasta Burdeos, ofrece, sin embargo, un obstáculo no insignificante en la naturaleza del terreno, si llano en general, despejado y propio, por lo mismo, para internarse en él, fatalísimo para el caso, no improbable, de una retirada; con la desventaja, además, de no tener á su espalda otro orden de fortalezas, como en caso igual ofrece el Principado de Cataluña, para abrigo de los ejércitos batidos o rechazados en Francia.

El plan, por lo tanto, ideado en Madrid para aquella campaña, no podía ser más hábil, ni más prudente.

Antes, sin embargo, de señalarse el principio de su ejecución, habían los Franceses procedido a la del suyo, si indeterminado entre las declamaciones de los Convencionales y las vaguedades en que andaban envueltos para la formación de los ejércitos, la elección de los generales y la provisión de los recursos necesarios para emprenderlo, fijo en lo de ser ellos los primeros en comenzar las operaciones como lo habían sido en la declaración de la guerra.

No es fácil determinar el número ni la organización de las fuerzas con que podrían contar en la frontera pirenaica, porque sus historiadores más distinguidos han tratado de reducirlas a la menor expresión, para así disculpar sus primeros reveses. El comandante de ingenieros Napoleón Fervel, el que con más datos y mayor espacio ha descrito aquella guerra, lleva a tal exageración el cálculo de las fuerzas francesas, que no la hace pasar en el Rosellón de 8.000 hombres, de los que encierra 6.000 en las doce plazas o fuertes de la frontera; dejando, de ese modo, para guardarla desde Mont-Louis al Mediterráneo, de 1.700 á 1.800 infantes, 200 gendarmes mal montados por toda caballería, 40 artilleros, 3 oficiales de artillería e ingenieros, y, por fin, 4 carros y 60 mulas para el tren de equipajes. Compagine el lector esta rotunda aseveración con los discursos pronunciados en la Convención francesa y el informe, sobre todo, de Barrére, en que, al declararse la guerra el 7 de Marzo, se ordenaba al Consejo ejecutivo el envío de un grande ejército con que pudiera verificarse la invasión en España; diciendo que ya se organizaba bajo un pie formidable. Y si es cierto que ese ejército no sumaría los 100.000 hombres con que lo dotaba la Convención en la extensa línea del Mediterráneo al Océano, el mismo señor Fervel no puede desmentir el que, para una operación tan insignificante como la de ocupar el valle de Arán, de donde no sabemos adónde podrían dirigirse, se destinaron más de 4.000 hombres, fuerza que representa cifras muy considerables para la ocupación de los extremos de la frontera, únicos, en caso, amenazados por nuestras tropas. Porque, y esto tampoco puede negarse, entre los escrúpulos del conde de Aranda por no alarmar a los Franceses, y el empeño en Godoy de continuar las negociaciones sobre la neutralidad con Bourgoing, la frontera permanecía desguarnecida de las tropas necesarias para defenderla, y mucho más para emprender operación alguna ofensiva en el territorio de la República. Tan era así, que además de los actos, que hemos calificado de piratería, ejercidos por los Franceses sobre nuestros buques mercantes, y entre ellos contra el bergantín La Virgen del Rosario a la vista de Barcelona, fue la frontera insultada por varios de sus puntos más vulnerables.

Ya intentaron los Franceses una incursión desde el valle de Arán; pero, no bien pensada, fue contenida por algunas compañías sueltas de Aragón, que tomaron las alturas de la cordillera que forman aquella elevadísima cuenca donde nace el Garona, y por los batallones de guardias españolas y walonas que el príncipe de Castel-Franco envió para interceptar los pasos del Noguera Ribagorzana y el Cinca, por donde los Franceses pudieran descender a Barbastro y Monzón. También se vio amenazado el valle del Baztán por 500 o 600 Franceses, que el 6 de Abril hubieron de retirarse ante nuestras tropas de observación, como otros tantos que aparecieron por el lado de Maya y a quienes obligó a retroceder el capitán de voluntarios de Aragón D. Vicente Jiménez, que salió herido en la refriega.

Todo esto y cuanto muy pronto vamos a relatar al iniciarse la narración de la campaña, demuestra que no eran tan cortas en número las fuerzas francesas que guarnecían su frontera.

Las españolas iban entretanto reuniéndose al frente de la línea francesa, si bien por destacamentos cuya marcha, excesivamente lenta, hacía temer tardasen todavía mucho en formar un cuerpo de ejército, suficiente para acometer la invasión del país vecino con todos los recursos necesarios de fuerza y material.

No era, con todo, el general Ricardos de los que, una vez en su posición de entonces, sufrieran resignadamente las dilaciones que parecían imponérsele. Su historia anterior, si no acreditaba el genio militar que desplegó en aquella campaña, última de su vida, lo hacía en gran parte presentir, y alguna de su gloria cabe al que, comprendiéndolo sin duda, lo eligió para el mando de empresa tan arriesgada e importante como la de la conquista del Rosellón. Ricardos había hecho sus primeras armas en Italia, y con tal brillo que, al terminar la campaña de ocho años que afirmó a nuestro infante D. Felipe en el trono de Parma, obtuvo el regimiento de caballería de Malta que su padre, ascendido á general, le dejó vacante. La guerra de Portugal, después, los trabajos de reorganización de nuestras tropas en Nueva España y la inspección del arma de caballería a su vuelta de Ultramar, desarrollaron en él un espíritu de orden y de disciplina que luego le haría más fáciles y eficaces los procedimientos de la guerra, no poco influyentes en los resultados a que se dirige. Pero alternando esas tareas, esencialmente militares, con las también arduas del estudio de los asuntos administrativos y políticos, entre los que llamaban la atención general la creación de la Compañía de Filipinas y la necesidad de fijar en los Pirineos los límites de las dos naciones que a ellos tocan, para evitar los frecuentes choques de los fronterizos de una y otra, hubo de ser buscado por los hombres de los partidos políticos que, aun en las monarquías absolutas, se disputan el disfrute y las responsabilidades del poder ministerial. Sus talentos, su verbo no común, el aticismo de sus escritos y la independencia de su carácter, eran prendas muy solicitadas para oponerlas a un gobierno tan autoritario como el de Floridablanca, y no tardó Ricardos en hallarse frente al célebre ministro con Aranda, O’Reilly y otros varios que componían el partido aragonés, llamado así por la nacionalidad de su jefe, a la que también él pertenecía.

Ya hemos visto que la opinión achacaba a Ricardos alguno de los libelos que corrieron por Madrid, y no es de extrañar que se le comprendiera en la dispersión que, con O’Reilly el primero, se impuso a muchos de sus amigos. Ricardos entonces fue destinado al mando de Guipúzcoa, si exento de los cuidados de la administración de una provincia, como todas las Vascongadas, regida por sus peculiares fueros, llamado a una importancia no escasa desde que fueron acentuándose las pretensiones y luego los excesos de la revolución francesa. Muy lejos estaría, con todo, de pensar en el porvenir de gloria que de tan cerca le esperaba, cuando la muerte de Luis XVI y la declaración de la guerra fueron a arrancarle, nuevo Cincinato, del cuidado de un jardín, que cultivaba por sus manos, para el rudo y á la par sublime tráfago de las armas.

A pesar de vida tan variada en accidentes y peripecias, Ricardos mostróse siempre «sereno y apacible, como dice uno de sus biógrafos, consolándose en el seno de la amistad y en la meditación de ideas útiles a la patria»; inspirándose en las de una filosofía verdaderamente estoica en cuantas ocasiones le ofrecieron su desgracia, a veces, y su fortuna en otras, pero en todas igual y generosa. Y, si no, hay está el juicio que de él emite el tantas veces citado Mr. Fervel, que, si erróneo en algunos desús conceptos, acierta en el de su carácter, revelado en la conducta que observó y en los éxitos por él obtenidos en aquella campaña con su dulzura y humanidad.

Ya hemos indicado a quién debió su nombramiento para el mando de las armas en Cataluña y el Rosellón, a Godoy, que en los dos días en que Ricardos estuvo en Madrid le dio sus instrucciones, conformes con los deseos del Rey, respecto a los procedimientos políticos que habría de observar para con los habitantes de aquella provincia francesa, no reñidos con la energía que le seria conveniente imprimir á las operaciones de la guerra. Así es que puesto en la frontera a mediados de Abril y sin dejar de hacer traslucir á los pueblos en ella situados sus conciliadores propósitos, se decidió a maniobrar inmediatamente, comprendiendo que en la presteza y el vigor estaría el secreto de sus primeros éxitos. Y como para penetrar en Francia por la carretera general se hacían imprescindibles el sitio y toma del castillo de Bellegarde, operación que requería grandes preparativos y mucho tiempo, resolvió practicar un movimiento de flanco que le permitiese envolver aquella fortaleza y facilitar por algún otro punto la entrada de todo su material de campaña en Francia. Existía, con efecto, uno fácil de habilitar para el tránsito de la artillería y los trenes de municiones y equipajes, el Portell o Coll de Panisas, pero tan próximo a Bellegarde que sólo dista 96 metros de las baterías más avanzadas al Oeste de la célebre fortaleza. También podía hacerse practicable el Coll de Banyuls; pero mucho más distante, como abierto en la montaña de Albera a 24 kilómetros al E. de Bellegarde, y cubierto por los fuegos del fuerte de Saint-Elme, ofrecía, por otro lado, la desventaja de no conducir su camino a los objetivos más interesantes, presupuestos en el plan del general Ricardos. Éste, pues, sin vacilar un momento, luego de bien reconocidos y estudiados los puestos de la frontera más o menos próximos a Bellegarde, donde los enemigos esperarían detenerle todo el tiempo necesario para organizar y establecer los refuerzos que sin cesar les llegaban, se encumbró rápidamente por la cordillera, y el 17 de aquel mes de Abril, ya citado, aparecía una de sus columnas, mandada por el general Escoffet, sobre Saint-Laurent de Cerdá, por cuyas calles penetraba a las diez de la mañana, haciendo huir y con graves pérdidas a las dos compañías francesas. Los que acudían al relevo de la guarnición, a las órdenes del teniente coronel Laterrade, un ex constituyente muy enérgico al decir de los suyos, se encontraron ya a la vista de Saint-Laurent, envueltos en el pánico y la derrota de los que pretendían socorrer; y viendo a su frente y coronando las alturas de sus flancos a los Españoles, hubieron de acogerse, no sin dejar algunos de los suyos, dos banderas y otros efectos en el campo, a los muros de Arlés, que al día siguiente evacuaban también para retraerse a Céret con el general Gautier-Kervegen, jefe de Estado Mayor de La Houliére que mandaba el ejército francés en Perpiñán.

Allí debieron esperar los Franceses, pues había ya bastantes reunidos, dar una lección a nuestros soldados; porque, formando una línea de batalla, aunque muy defectuosa por lo extensa y mal sostenida, se prepararon a defender la ciudad y su comunicación con el puente del Teth, que se halla muy inmediato y a su espalda. La columna de Escoffet acababa de obtener el refuerzo de otra que, regida por el conde de la Unión, no había podido tomar parte en el combate de Saint-Laurent, extraviada en los bosques y barrancos inmediatos del Pirineo; pero en la mañana del 20, apoderada de las alturas que se alzan sobre lo que constituía el ala izquierda francesa, amenazó desde el primer momento combatirla y aun envolverla.

En vano los Franceses, que contaban con unos 3.000 hombres, número igual próximamente al de los nuestros, trataron de defender aquel lado de su línea cubriendo de metralla las cabezas de las columnas españolas; el conde de la Unión las lanzó a la bayoneta, arrollando con tal energía a sus enemigos, que todos se entregaron a la fuga más precipitada, que por fortuna para ellos pudo apoyar el teniente coronel Sauret con su batallón de Champagne. Aun así, el pánico de los Franceses introdujo en Perpiñán la mayor alarma que sólo pudo contener la presencia de algunos representantes del pueblo, entre cuyas enérgicas medidas fueron; una de ellas, la de enviar al general Willot a Toulouse a que diese cuenta de su conducta, y otra, la de suspender del mando al general La Houliére que, no pudiendo soportar tal afrenta, se levantó, como dice Fervel, la tapa de los sesos.

Los trofeos de aquel combate fueron cuatro piezas de artillería de campaña, de las con que trataron de contener el ímpetu de nuestros infantes, desprovistos de ella, y algunos prisioneros, a más de 200 enemigos que quedaron en el campo de batalla, muertos o heridos, y muchos más que se ahogaron en el Tech al tratar de cruzarlo a nado, ya que el puente aparecía intransitable por la muchedumbre de los fugitivos que trataban de salvarse por él.

Allí debían contenerse los progresos de los Españoles, faltos de la artillería necesaria para continuarlos, y que habría de procurarse pasándola por el Portell, a cuya retaguardia se hallaban ya. Aquella operación era todo lo delicada que hacen suponer lo escabroso del tránsito y la proximidad del castillo de Bellegarde. Fueron necesarios 2.000 hombres y tres días para poner el camino practicable, y esto distrayendo a la guarnición de Bellegarde con una gran batería de morteros, establecida al frente de la Junquera, y otra de piezas de sitio que, desde las alturas próximas al Portell, inutilizaban el fuego que los Franceses de la fortaleza pudieran dirigir sobre aquel paso para estorbar los trabajos que en él verificaba nuestra tropa. Naturalmente transcurrieron varios días en tal faena, los días que los historiadores franceses toman por de excesiva circunspección de parte del general Ricardos, que inmediatamente les demostraría que no era sino la falta absoluta de medios y su bien entendida prudencia, las que le detenían en Céret para, con ímpetu después irresistible, acorralar a todos sus enemigos en Perpiñán. Porque pocos días después y pasados los primeros de Mayo, todos de muy mal tiempo, avanzaba el general español al frente de 12.000 hombres sobre Elne, Thuir y Mas-Deu, donde los Franceses habían establecido su campo con objeto de cubrir la plaza de Perpiñán que tenían muy inmediata a su retaguardia. Era un movimiento, el de Ricardos, tanto más hábil cuanto indispensable; el de buscar a sus enemigos reunidos en un punto desde el que, además de defender la capital del Rosellón, vigilaban y podían socorrer los varios fuertes que él no había podido aún ocupar, atento, por el pronto, a envolverlos en su rápida invasión hasta que, disuelto el grueso del ejército francés, pudiera desahogadamente proceder a su ataque y conquista. Y el día 18 de aquel mes de Mayo levantaba su campo Ricardos para el 20 presentarse al frente del general francés Dagobert, situado en la península del Rear, entre el Mas-Conte, el convento generalmente llamado Mas-Deu y las ruinas del castillo del Rear, donde formaba su extrema izquierda. El ejército español marchaba en tres columnas; la de la derecha mandada por el duque de Osuna, la de la izquierda por el general Courten y la central por el general Villalba que, amenazando al grueso del enemigo, servía también de reserva a las otras. El general Ricardos, a la cabeza de la caballería, apoyaba a Courten y a la vez se dirigía a cortar la derecha enemiga sobre las baterías allí establecidas, como lado el más débil de la posición francesa. Era, pues, una acción campal, una verdadera batalla la que iba a darse en aquel día, decisiva acaso para el resto de las operaciones que hubieran de poner toda la frontera en manos del ejército español.

Como el centro del francés aparecía inatacable por lo quebrado del terreno, toda la acción tenía que desarrollarse sobre los flancos, en que naturalmente uno y otro de los generales en jefe hicieron establecer la mayor fuerza de su artillería. Con esta arma, de consiguiente, se rompió el primer fuego por los Españoles, contestándolo los Franceses con uno tan violento que muy pronto se hizo superior al nuestro. Ya llevaba tres horas de duración, cuando Ricardos, impaciente y creyendo, sin duda, bastante quebrantada la derecha francesa, se lanzó a su asalto con la caballería, que hemos dicho, se propuso regir principalmente en aquella jornada. Sin embargo, la metralla enemiga logró obligar a retirarse a nuestros jinetes después de hacerles sufrir una pérdida considerable; pero la carga había hecho también su efecto, porque el general Dagobert, viendo el peligro que corría el flanco en que se daba, desguarneció su posición del izquierdo para acudir en auxilio de sus camaradas de aquél.

Dos errores, pues, había cometido el viejo y peritísimo general, que bien pudiéramos llamar el héroe francés de aquella campaña; primero, el de no haberse atrincherado en sus posiciones ante enemigo tan emprendedor como Ricardos, y segundo, el de no comprender con exactitud la ineficacia de la caballería ante la masa de piezas que había establecido sobre su derecha en posición que, además, ofrecía no pocas dificultades para una carga en los accidentes del terreno que obligaban a combatir en orden, no todo lo compacto que en aquel caso se hacía necesario.

Aprovechando el segundo de esos errores, el duque de Osuna, que ya hemos dicho mandaba la derecha española, lanzó todas sus tropas sobre la posición enemiga, la disminución de cuyas fuerzas y su debilidad consiguiente observó desde el primer momento. Sus columnas de ataque acometieron con el ímpetu característico de nuestros compatriotas, y más encontrándose hábilmente dirigidos; y la izquierda francesa se vio, puede decirse que instantáneamente, arrojada del Mas-Deu, para acogerse al castillo del Rear, adonde no podría Osuna seguirla, atento a las peripecias que pudieran tener lugar en el otro lado de la línea que Dagobert se empeñaba todavía en sostener.

La acción estaba, sin embargo, decidida en favor de las armas españolas. La caballería, rechazada poco antes, volvió a la carga, y a su vista y a la de las columnas de Courten que, al apoyarla, se dirigían resueltamente a ellos, comprendiendo los Franceses la inutilidad de nuevos esfuerzos, cesaron en los ya hechos para entregarse a la fuga más vergonzosa, al grito, usual en sus derrotas, de ¡Sauve qui peut! Ni la voz de su impertérrito general, ni una carga que en su ira caballeresca intentó con 300 gendarmes que tenía a la mano, lograron detener a los fugitivos; sus jinetes volvieron cara a los primeros pasos, y los pocos infantes que aún se mantenían a su lado fueron retirándose formados en cuadro hasta reunirse, muy a retaguardia de la posición, con los menos medrosos de sus camaradas.

No podría el ejército español proseguir la victoria alcanzada, obligado por la escasez de sus recursos y más aún por la de sus transportes a volver al campo del Boulou, de donde había partido para la batalla. Las fatigas del día, todo él empleado en batirse, la falta de raciones, según acabamos de indicar, y la seguridad de no poder obtenerlas inmediatamente en país que ocupaba el enemigo, protegido por la inmediación de la plaza de Perpiñán y por los socorros que le llevaba el general De Flers puesto a retaguardia del ejército vencido, obligaban imperiosamente a retroceder al Boulou, a cuyo campamento volvieron, con efecto, los Españoles aquella misma noche arrastrando a brazo las piezas de artillería tomadas al enemigo en tan glorioso combate.

El general Ricardos habla conseguido el objeto principal que le llevó al campo enemigo de Mas-Deu. ¿Debería continuar su marcha invasora hasta los muros de Perpiñán? Aun suponiendo que no hallara obstáculo alguno hasta avistarlos y formalizar su sitio, para lo cual no llevaba medios suficientes, ni los tenía en su posición del Boulou; ¿iría a realizar pensamiento, tan grato por otra parte para su orgullo militar y sus ínfulas de vencedor, dejando a la espalda intactas y sólo en parte bloqueadas, las fortalezas francesas que cubrían la frontera? Digan lo que quieran sus detractores no hay que olvidar el principio axiomático de no avanzar nunca un ejército sin la absoluta seguridad de su comunicación con la base de operaciones, y es preciso calcular cuál hubiera sido la suerte de las tropas españolas si, rechazadas en los fosos de Perpiñán, como era probable visto el número de sus defensores, que por lo menos serían los combatientes de Mas-Deu, el entusiasmo, siquiera revolucionario, de sus habitantes y la fortaleza de sus murallas, tuvieran que retirarse por un país, todo él enemigo, y cruzar una línea erizada de fortificaciones, intactas como hemos dicho, hasta entonces. La iniciativa enérgica de Ricardos, si había de mostrarse eficaz, tenía que traducirse en prudencia consumada para dar resultados positivos, verdaderamente prácticos, en una campaña que por sus motivos tenia tanto de política como de militar.

Y ninguna mejor prueba de este nuestro último aserto, que la de la conducta de Ricardos en aquella campaña, si impuesta por un gobierno que renunciaba a todo género de conquistas en Francia para sustentar sólo una idea, y ésa generosa hasta la más exagerada abnegación, la de dejar á salvo el decoro del soberano y los fueros de la monarquía hollados por la Revolución, observada también con una escrupulosidad que los mismos enemigos de España se han visto obligados a confesar y hasta elogiar mil veces en sus escritos. En los pueblos invadidos no se hacía flotar otra bandera que la francesa, la antigua por supuesto; y el vencedor, en vez de exigir las contribuciones de costumbre a los vencidos, los aliviaba, por el contrario, en su desgracia, distribuyendo el pan gratis o a vil precio a los pobres de aquel país. Se ha dicho no hace mucho que Francia era la única nación que sabía batirse y aun sacrificarse por una idea; pero puede responderse que cuando lo proclamaba así Napoleón III al despedir a las tropas expedicionarias de Siria, no recordaría rasgos como los nobilísimos que caracterizaron nuestra campaña de 1793 en el Rosellón que, después de todo, había sido provincia española y nada hubiera tenido de particular que se deseara recuperarla. Ya en el Boulou, Ricardos, según expusimos, se propuso apoderarse de todos los puntos fuertes de la frontera para establecerse sólidamente en ella. Para conseguirlo, destacó desde aquel centro de sus nuevas operaciones, varias columnas que atacaran o apretasen el sitio o bloqueo que anteriormente se les había impuesto. Una de aquellas columnas ocupó la población y el fuerte de Argelés, punto importante por su proximidad a Collioure, Saint-Elme y Port-Vendres, grupo de fortalezas establecidas en la orilla del mar y del que podían partir socorros de toda clase para las demás de la frontera. Otra columna se apoderó de Elne y Corneilla, y como el general Crespo desde Argelés, el duque de Osuna desde aquellas poblaciones remitió al cuartel general, ganado y harinas con que abastecer los campamentos designados para el sitio de Bellegarde, comenzado por aquellos mismos días. Igual suerte corrieron Prats-de-Molió y Fort-les-Bains, que cayó en poder de los Españoles después de una defensa obstinada y de capitular con los honores de la guerra.

No eran estos ataques, sin embargo, más que preparativos para el de la gran fortaleza de Bellegarde, la más importante de la frontera cuyo paso principal cierra completamente, armada con más de 40 piezas de artillería y guarnecida de tropas, mejor que escogidas, inspirándose hasta el más alto grado en un gran espíritu de patriotismo y el honor de sus banderas. Así es que la fortaleza resistió cuanto era dable en las difíciles circunstancias en que se encontraba, hasta verse completamente abandonada del ejército que pudiera haber acudido á su socorro; cuando sus parapetos estaban hechos polvo, sus piezas desmontadas, y se hacía imposible la permanencia de su guarnición en los muros y el interior del fuerte bajo el fuego de una artillería que llegó a lanzar sobre él 23.073 balas de todos calibres, 4.021 bombas y 3.251 granadas. Este solo dato revela la resistencia notabilísima de los defensores de Bellegarde, que, de ese modo, obtuvieron de Ricardos, no sólo una capitulación honrosa, saliendo de la plaza tambor batiente y banderas desplegadas, sino además una orden general dirigida a los soldados españoles, que no sabemos decir a quién honra más, si a los defensores de Bellegarde o al general español que la dictó. «El General, se decía en ella, no puede presumirse que nadie se atreva a insultar con acciones, palabras, o en otra manera alguna a los prisioneros franceses, sea al salir de la fortaleza, o sea en el camino, marchando al lugar a que serán destinados. Si el honor no es bastante a conteneros, reflexionad que los cambios de la guerra os pueden constituir en igual estado. Pero si contra toda esperanza hubiese soldados, paisanos, carreteros o cualesquiera personas que cometiesen el menor insulto contra estos militares desgraciados, serán inmediatamente presos y castigados con seis carreras de baquetas.» Igual recomendación hacía a los oficiales, aunque en los términos diferentes a que obligaba su clase, y llegó la bizarría del general Ricardos a permitir a los oficiales franceses que se trasladasen a Perpiñán a ver a jefes suyos o allegados, produciendo su presencia en aquella capital una de las escenas más conmovedoras que pueden ofrecer el patriotismo, el espíritu de hermandad y el anhelo en los más de vengar la suerte de sus camaradas y compatriotas.

Esto sucedía el 23 de Junio causando un efecto tal en todo el Rosellón y en sus autoridades, que el general De Flers creyó deber establecer en las inmediaciones de Perpiñán un campo atrincherado donde reunir los voluntarios y reclutas que de todas partes acudían y las tropas que el gobierno dirigiese desde los ejércitos inmediatos de la frontera de Italia. Por más que apareciese el ejército francés del Rosellón abandonado a sus solas fuerzas porque el gobierno enviara a decirle que pedía leche de una madre agotada, no es esto suficiente para hacer creer a la posteridad que lo había olvidado tan por completo; porque en los cuadros de fuerza procedentes de su Estado Mayor, aparece un aumento sucesivo y considerable entre las fechas de Junio a Agosto a que nos estamos contrayendo. El campo de la Unión, a un kilómetro de Perpiñán, todo él atrincherado siguiendo la configuración variada del terreno y con fuertes destacados que evitasen su flanqueo, ofrecía para la organización de los cuerpos que en él se juntaban, su instrucción y práctica del servicio de campaña, ventajas que sólo el valor de los Españoles y el genio de su general podrían neutralizar. Ni faltó dinero a aquel ejército, ni dejaron de presentarse en el país agentes del poder con autoridad ilimitada para prestarle todo género de refuerzos; porque el convencional Cassanyes, echado a empujones de la Asamblea por Dantón, llevó 14.000.000 de francos y una actividad como de quien se creía destinado a salvar a su país; creándose así una situación tal en él, que los mismos Franceses, tan interesados en pintárnosla como deplorable, no se atreven a hacerlo elogiando al general De Flers de quien, después de todo, dicen que había logrado crear un ejército con que vengar la afrenta de Mas-Deu y de Bellegarde.

Ricardos, entretanto, resistiéndose a dejar a su espalda puntos de donde se le pudieran cortar las comunicaciones con España, se había decidido a acabar con el que hemos llamado grupo de Port-Vendres, Collioure y Saint-Elme, cuyo ataque comenzó por el del Puig-Oriol, que por circunstancias frecuentes en las luchas nocturnas y el valor de los presidiarios del fuerte, no produjo los resultados que eran de esperar, teniendo que retirarse los generales Crespo y Oquendo que mandaban nuestras fuerzas. La noticia, sin embargo, de las fuerzas que se iban reuniendo en el campo de la Unión y de los movimientos que emprendía su vanguardia, establecida en Canohes, inspirando a Ricardos la sospecha de que el general en jefe francés abrigara el pensamiento de establecerse sólidamente en posiciones que a él le impidiesen moverse del Boulou, le obligó a atender principalmente a tan importante objeto. El conde de la Unión recibió, por consecuencia de aquellas nuevas, la orden de trasladarse a Thuir con 6 batallones, 9 escuadrones y 30 piezas. Hubo, sin embargo, de mantenerse a la defensiva en aquel punto al ver al enemigo formando columnas con el ánimo, al parecer, de atacarle. Era el general De Flers que había salido del campo de la Unión con 6 u 8.000 hombres dejando en él una fuerza mucho mayor, a la que volvía a reunirse la noche siguiente del 1° de Julio, a pesar del empeño que manifestaba el general Dagobert, jefe siempre de la vanguardia francesa, por emprender el ataque contra los nuestros. La resolución de De Flers era, sin embargo, la prudente, porque Ricardos, al saber aquel movimiento de los enemigos, salió del Boulou con la mayor parte de sus fuerzas, estableciéndolas entre Mas-Deu y Thuir, dispuesto a flanquear las posiciones francesas amenazando a Perpiñán y el paso del Tet, con que quedarían envueltos aquella plaza, el campo de la Unión, la comarca toda en fin, en que hasta entonces habían operado aquellos ejércitos. Tal temor impuso la serie de movimientos que hizo Ricardos con ese objeto, que en Perpiñán se trató de abandonar la plaza que no se suponía defendible; y sin la energía de De Flers, aun llegando a hacerse sospechosa, hubiérase realizado la torpeza de, sin combatir, abandonarnos todo el Rosellón. Ya tuvo Ricardos el proyecto de contribuir con un ataque decisivo sobre el campo de la Unión a la fiesta del 14 de Julio que los Franceses, por su lado, querían celebrar con una gran victoria contra los Españoles; pero convencido de lo temerario del paso del Tet ante un ejército que, digan lo que quieran los historiadores franceses, era tan numeroso como el español y se hallaba abrigado en posiciones tan cuidadosamente fortificadas, se satisfizo con inmovilizar, si así puede decirse, al enemigo, manteniéndolo en los mismos puestos de donde quería partir para la gran batalla presupuesta de aquel día. Mantuviéronse, pues, todos en observación unos de otros hasta el 17 de Julio, en que, después de un vivo cañoneo por ambas partes y algunas escaramuzas, obstinándose De Flers en no salir al encuentro de los Españoles ni al frente siquiera de su campo, único punto en que creía poder mantenerse en apoyo de Perpiñán, hubo Ricardos de retroceder a los puntos de que había salido creyéndose provocado a una acción general y decisiva.

Para demostrar que no se retiraba vencido basta una prueba, y es la de que pocos días más tarde una columna del ejército de Ricardos se apoderaba de la fortaleza de Villefranche, posición dominante del alto Tet, cuyo paso amenazaba con eso nuestro ejército. A pesar de que De Flers vió en la marcha del general Crespo, que mandaba aquella columna, una ocasión excelente de destruirla en los desfiladeros que a su vuelta tendría que recorrer, nuestros soldados rechazaron a todos los cuerpos franceses que se presentaron a combatirlos en Vinca y Col-Ternére, apoderándose a su vista de la citada fortaleza mientras otra columna de Ricardos tomaba posesión de Millas, haciéndole árbitro de trasladarse o no a la izquierda del Tet. ¿Se quiere, repetimos, muestra más elocuente de que la batalla de Perpiñán no fue tal batalla ni por el choque, que tampoco se verificó, ni por sus resultados que, en caso, sólo fueron favorables a los Españoles?

No nos podemos detener en la descripción del sinnúmero de combates que tuvieron lugar en la izquierda del Tet, el paso de cuyas aguas esparció la mayor alarma en el campo francés, en Perpiñán, particularmente, donde el general De Flers, objeto de las recriminaciones más severas, fue destituido del mando, relevándole el general Puget de Barbantane, que no tardaría tampoco en presentar su dimisión, abrumado por la opinión y, más que por la opinión, por el terror que impu­sieron sus torpezas en aquella plaza y su inmediato campamento. Pero el pasajero entusiasmo que produjo la fiesta del 10 de Agosto y, más bien, los refuerzos que a marchas forzadas les llegaban á los Franceses de la frontera de los Alpes y del interior de la República, demostraron que el ejército español carecía realmente de fuerzas con que mantener a su devoción todo el territorio de las descendencias de los montes Corbiéres, levantados casi en masa para su defensa. Las jornadas de Peyrestortes y Vernet, mantenidas por nuestros infantes con un valor sostenido por la obstinación que les es característica, a pesar de encontrarse abandonados de la caballería que principalmente debía sostener su retirada, ineludible ante masas tan numerosas como las que la atacaron el 17 de Septiembre, llevaron las divisiones de Courten a la derecha del Tet, siendo verdaderamente aquella infausta ocasión la primera en que pudieron los Franceses vanagloriarse de haber visto la espalda a nuestros batallones en aquella campaña.

En Peyrestortes, después de ganado el campo por el marqués de las Amarillas el 5 de Septiembre y de batir el 8 a los Franceses en Rivesaltes, se había concentrado el cuerpo de ejército puesto a las órdenes del general Courten para la conquista y ocupación del territorio de la izquierda del Tet, por donde se pensaba atacar a Perpiñán al mismo tiempo que se haría por la derecha, una vez dispersas o inutilizadas al menos, las tropas que andaban organizándose en Salces. Tal confianza llegaron a inspirar los fáciles triunfos del paso del Tet y los acabados de citar, que se dio a Courten la orden de ocupar la posición atrincherada del Vernet, desde la que se podía hacer blanco en los principales edificios de Perpiñán y hasta barrer con la artillería algunas de sus calles. La ocupación del reducto de Vernet se efectuó con la mayor felicidad batiendo a sus defensores y cogiéndoles las piezas que lo defendían; pero, acudiendo tropas de la plaza y del campo inmediato de la Unión en gran número, rechazaron a las nuestras hasta su punto de partida, que también hubieron de evacuar ante la reunión de los Franceses de Perpiñán y Salces, abandonándoles una gran parte de la artillería que no supieron proteger nuestros jinetes, dispersos en la oscuridad por el pánico.

Para aquella fecha ya había sido llamado Dagobert al mando en jefe del ejército francés, como único, al parecer, que pudiese sustentar la guerra, si no con fortuna, con honra al menos para las armas de su nación. Y que debía suceder así iba a demostrarlo muy pronto una ocasión en que, como en varias otras, habían quedado defraudadas las esperanzas de nuestros tan confiados como valientes adversarios. Porque no habían pasado más de cuatro días desde el de su victoria y del abandono de nuestras ilusiones respecto a la invasión en el interior de Francia, cuando, reforzado aún más el ejército francés con la división de la Cerdaña, en que únicamente tenía depositada su confianza el general Dagobert, se presentaba al frente del campo español de Ponteilla, más empujado que decidido a acometer su conquista. Y decimos empujado porque, nuevo Fabio, se resistía a atacar la línea española, sabiamente fortificada, en su concepto, como todo el campo de la espalda y las comunicaciones que le unían a España, ambicionando tan sólo aguerrir á sus soldados, entre los que se ofrecía a pelear como uno de tantos, porque, como general, jamás se decidiría á ofrecer sus tropas a los sables de la caballería española.

En esa disposición de ánimo apareció el general Dagobert al frente de Ponteilla el 22 de Septiembre, en que se verían confirmados sus tristes augurios en tal combate que representa una de las glorias más esplendorosas de nuestra patria.

La batalla de Trouillas, por las proporciones que tuvo, las grandes maniobras que ofreció al estudio de los aplicados al del arte de la guerra y los brillantes resultados que produjo, es, con efecto, digna de pasar a la posteridad como monumento perdurable de honor para el general que la dirigió y las tropas que la hicieron con su valor tan fructuosa como feliz.

Formaban el campo a su frente varias obras de campaña levantadas entre la aldea de Nils, junto al Reart, y la tantas veces citada ville de Thuir, población de bastante importancia en aquella comarca, toda salpicada de pueblecillos pintorescamente situados al pie o en las estribaciones de los montes Aspres que limitan por el O. la gran llanura que entre ellos y el mar cruzan la carretera general de España a Perpiñán y el camino de la costa que une a aquella plaza los puntos ya marítimos de Argelés, Collioure y Port-Vendres. Entre los extremos de la línea se hacía notar Ponteilla, que daba nombre al campo español, cubierta con una gran batería de piezas de grueso calibre, ligada a las obras avanzadas de Nils por una extensa y honda tala de árboles que cerraba el barranco que desde allí baja casi perpendicularmente al Reart. Aquella batería cruzaba sus fuegos también con otras destacadas a su izquierda en dirección a Trouillas, cuartel general de Ricardos, establecido un poco a retaguardia y en el centro de la posición, comunicando un poco más atrás y a su lado oriental con las ya famosas cumbres de Mas-Deu y del castillo arruinado de Reart, ya al otro lado de la carretera, y por el occidental con las aldeas de Torrats y Llupia que mediaban, especialmente la primera de ellas, con Thuir, extrema izquierda, según ya hemos dicho, del frente español en aquella jornada.

Para atacarlo, dictó Dagobert disposiciones, si no lo sabias que eran de esperar de general tan acreditado, tampoco lo faltas de habilidad y de prudencia que quisieron suponer después los torpes y vengativos tenientes suyos, cuya conducta fue una de las causas principales de su derrota. Llevaba dividido el ejército en tres grandes columnas; la de la derecha, que a las órdenes del general Goguet debía apoderarse de Thuir y, por Llupia y Terrats, envolver el cuartel general de Ricardos y su posición avanzada de Ponteilla; la de la izquierda, que mandaba D’Aoust, iría por la carretera hasta el castillo de Reart, de donde en un caso podría flanquear el Mas-Deu; y la central, por fin, que Dagobert lanzaría sobre la batería de Ponteilla y por el barranco para cortar la línea española y sorprender su cuartel general. Pero si tenía, aunque exacta, muy mala idea de la habilidad y el patriotismo de sus generales, a uno de los que públicamente llamaba ese joven ayudante de campo y al otro ese médico general, no debió tampoco contar con que a su adversario le sobraban aquellas condiciones, coronadas, si así puede decirse, por un genio militar, revelado varias veces a su vista y con harto escarmiento suyo. No habían acabado de aparecer las columnas francesas a la vista del campamento español y, por las direcciones que tomaban, el número de las tropas que las componían y su calidad, que a ningún ojo experto se escapaba en los antiguos campos de batalla por su limitada extensión, comprendió Ricardos al momento el destino de cada una de ellas y el peligro que iba muy pronto á amenazarle por Thuir, punto el más endeble de su posición, más que por la que ocupa, por el campo que ofrecía a un enemigo emprendedor para más fácilmente herirle y acabarle. Amenazábanle por su derecha fuerzas colecticias y hasta un grueso escuadrón de picas que podían recordar los del siglo XVI, aunque acompañadas de la artillería a caballo, y en el centro tenía Ricardos posiciones y baterías las más fuertes de su línea, patentes a la vista del hombre de guerra menos experto; luego la izquierda iba a ser el objetivo del ataque de aquel día por parte de un general como Dagobert, envejecido en tanta y tanta lucha sostenida por la Francia desde la de Siete años inclusive.

Y Ricardos aumentó la guarnición de Thuir, haciendo, además, marchar en su apoyo al conde de la Unión para que con cuatro batallones y los dragones de Pavía sostuviese a todo trance aquel puesto, en cuyo mantenimiento se cifraría la suerte del ejército. En vez de reforzar su derecha, amenazada por la columna más numerosa de los Franceses, Ricardos que, como antes hemos dicho, comprendió que no era por aquel lado por el que podría venirle el peligro mayor; en vez, repetimos, de reforzar al general Crespo que mandaba allí unos 3.000 hombres, le quitó, aunque poca, alguna infantería, y toda la brigada de carabineros, s cuya cabeza pasó él rápidamente al flanco izquierdo de su línea.

Pero no porque el general Dagobert acertase en su elección del punto de ataque, comprendida perfectamente por Ricardos, sino por la torpeza o mala voluntad del general Goguet, Thuir y su campo eran teatro de un combate sólo de artillería, tan inútil como débil. Goguet se satisfizo con cañonear los muros de Thuir, reparados por los Españoles y sostenidos también con artillería capaz de resistirle, ya que la suya disparaba mal y de lejos, dejando así transcurrir el día; y su empeño de vengar los despreciativos epítetos de Dagobert y el espectáculo de las grandes masas españolas que veía al frente esperando su ataque, le dieron pretexto, ya que no causa, para mantenerse inactivo a alguna distancia y hasta ocultando su caballería en los olivares próximos.

Había cambiado, pues, la marcha toda de aquella jornada; y de un orden de batalla que debía ser oblicuo según las instrucciones de Dagobert, iba a resultar un ataque central, sin esperanza siquiera de cooperación alguna de parte de las alas, que no llegaron a tomar ninguna, absolutamente ninguna, en su funesto desenlace. Pero Dagobert no era hombre que se presentara en un campo de batalla, para retirarse sin probar fortuna; y, lleno de ira al ver desobedecidas sus órdenes y haciendo papel tan desairado al ejército de su mando, acometió la temeraria empresa de, con sola su columna, atacar las posiciones más formidables del frente español. Dividióla en tres, de las que la primera fue destinada a asaltar la gran batería que se alzaba a la izquierda de Ponteilla; la segunda, con él a la cabeza, rompería la tala que hemos dicho cerraba la entrada del barranco, por el que penetraría después para romper el centro enemigo y ponerse a su espalda; la tercera permanecería de reserva, en espera de ocasión para ayudar o recoger a las otras en su choque o su retirada.

La primera en el avance fue la encargada de tomar la batería, toda ella, según ya hemos dicho, formada de piezas de grueso calibre y sostenida por el duque de Osuna y las fuerzas de su mando. El ataque fue todo lo enérgico que era de esperar de las tropas francesas, en cuya primera línea iba, además, el regimiento de Champagne, uno de los de reputación más sólida en aquel ejército y decidido a tomar la batería sin disparar un tiro, con la punta de sus bayonetas. Oigamos cómo describe Fervel aquella carga: «La primera columna avanza, dice, y enmudece el cañón; llega á medio tiro y continúa el silencio. Proseguía su marcha y tocaba ya la meta cuando de repente, azotadas por una metralla espantosa, caen las primeras filas y después golpe tras golpe el resto todo de aquellos valientes que en un abrir y cerrar de ojos van a cubrir con sus cadáveres el glacis del ancho foso abierto al pie de la terrible batería.»

El duque de Osuna se había vuelto a mostrar en aquellos lugares como en la gran función del Mas-Deu, tan previsor y hábil como heroico.

No esperó el general Dagobert el resultado de aquel ataque, en que los asaltantes de la batería que iban en segunda línea no quisieron exponerse a la misma y cruel suerte del regimiento de Champagne, retrocediendo al abrigo de la columna de reserva; sino que, precipitándose sobre la tala de árboles que se oponía a su entrada por el barranco y rompiéndola, arrollaba a cuantos la defendían y se hacía dueño de un pequeño reducto, levantado también para cubrirla con sus fuegos. Pero no sabía el bravo general en la que, como vulgarmente se dice, se había metido. El barranco estaba dominado, según es también de presumir, por sus dos lados; y tanto por el de Ponteilla, como por el de Nils, coronaban las alturas las tropas españolas, muy de antemano dispuestas para defenderlo. Mientras la artillería de uno de aquellos flancos cubría de metralla a la columna enemiga, un batallón de Guardias españolas, en el opuesto y esperándola hasta muy cerca, hacía sobre ella descargas cerradas; y al salir del barranco Dagobert, tan reciamente azotado por aquel huracán de hierro y plomo, se encontraba con una nueva barrera, de fuego también y muerte. El conde de la Unión, haciendo un movimiento oportuno, lanzó sobre él todo el regimiento de Pavía que, combinando su acción con la de los carabineros y otros dragones que le llevaba el mismo Ricardos, introdujo un gran desorden en la columna francesa. Parecía imposible que pudiera cuerpo alguno de los que la componían salir de aquel torbellino que por todas partes la rodeaba; sólo un hombre del temple de Dagobert sería capaz de tomar en tal conflicto una resolución de esas extraordinarias que, por lo mismo y por la sorpresa que producen, se hacen a veces salvadoras, pues al encontrarse sin horizonte alguno despejado y libre, el veterano general halló en su rara energía y el prestigio de que gozaba en las tropas, el único camino que lo sacara de tal situación. Otro hubiera buscado ese camino en el de la retirada por los mismos lugares que acababa de recorrer con su temerario ataque; Dagobert comprendió que se le habrían ido cerrando a su paso por ellos, y emprendió el que, atravesando el campo enemigo, le condujera al flanco que él se había propuesto atacar primero, donde, si se habían seguido sus instrucciones, hallaría la columna Goguet que le serviría de refugio. Pero como este general andaba, mejor que avanzando en la dirección que se le había señalado, abrigándose en las posiciones, según ya hemos dicho, que forman las descendencias de los Aspres cuánto tiempo y qué de accidentes y peripecias tendría que sufrir Dagobert en tan largo trayecto! Uno de sus mejores regimientos, el que aún se conocía con el nombre de Vermandois, y alguna fuerza del de Gard, formando la izquierda de aquella columna medio dispersa, se vieron instantáneamente rodeados de una nube de jinetes españoles que Ricardos, que había ido a buscar a los de Santiago, Montesa, Calatrava y España, lanzó sobre ellos. Viéndose perdidos y al intimárseles la rendición, pidieron veinte minutos para consultar a su general, de quien recibieron por toda respuesta una descarga de metralla que les dirigió lleno de indignación por tan cobarde consulta. Y entre la vergüenza de tal castigo y el terror que les inspiraba la amenazadora actitud de los jinetes españoles, entregóse a ellos el regimiento francés, salvándose sólo unos pocos con una bandera del de Gard que presentó el capitán Bresson al general Dagobert.

Ya no quedaban de toda la columna sino grupos informes que ninguna resistencia podían oponer, dejando el camino recorrido, más que sembrado, cubierto de muertos y heridos, a punto de dificultar las cargas que sin cesar les daba la caballería enemiga. Así es que muy pocos, y ésos formados en cuadro y siempre regidos y animados por el impertérrito Dagobert, lograron llegar a las alturas de Sainte-Colombe que ocupaban las tropas de Goguet y los que, no confiando salvarse antes, se habían acogido a ellas huyendo de aquel campo de devastación y de muerte.

Allí, juntos con sus camaradas de Goguet, trataron de resistir la persecución de que eran objeto; pero Ricardos envió contra ellos algunas fuerzas que les hicieron ceder el puesto e internarse en las montañas después de volar sus carros de municiones y despeñar otros objetos de su impedimenta.

Las pérdidas de los Franceses en aquella jornada fueron muy considerables en muertos, heridos y prisioneros; y aunque sus historiadores las hayan calculado en 3.000 hombres, fueron mucho más importantes, porque, además de dejar en manos de los Españoles piezas de artillería y trofeos de todo género, su deserción en la noche que siguió a la batalla ascendió á un número igual o mayor del que habían perdido en ella. En cambio las nuestras fueron muy cortas, obteniendo, por encima de todo, el resultado de que la caballería, que tanto había comprometido su honor en las acciones de la izquierda del Tet, se condujo en Trouillas de la manera más brillante á las órdenes del conde de la Unión y del mismo Ricardos. ¡Cuán cierto es que muchas veces la iniciativa de los jefes, y bien conocida es la de los dos generales que acabamos de citar, hace cambiar en los ejércitos su espíritu y que lo recobren, puede decirse que instantáneamente, los que una vez lo perdieron por causas accidentales, tan difíciles de evitar como de prever!

A pesar de tan brillante victoria, se hizo insostenible la posición del general Ricardos en su campo de Ponteilla; y aun hubo de renunciar a todo pensamiento ulterior ofensivo. Al día siguiente recibían los Franceses un refuerzo de 15.000 hombres, muestra inequívoca de la torpe precipitación de los representantes y revolucionarios exaltados que pretendían dominar en Perpiñán, y de la prudencia con que Dagobert quiso oponerse, aunque en balde, a sus pretensiones de combatir a los Españoles antes de que llegaran aquellas fuerzas, cuyo choque no hubiese seguramente esperado el general Ricardos.

Ni un solo día aguardaron los Franceses recién llegados al teatro de las operaciones para tomar de nuevo la ofensiva, ya que no de frente por el escarmiento recibido en el ataque del campo español, ejecutando un movimiento de flanco que obligase al general Ricardos a evacuarlo. Hasta 12.000 hombres, no 8.000 como decían los partes oficiales de nuestro general en jefe, y 15 piezas de artillería obtuvieron por destino el de remontarse á las alturas de Corbére, amenazar la izquierda del ejército español y aun el puente de Ceret, cuya conquista tanto comprometería sus comunicaciones con España. Pero tan alto estaba el espíritu de nuestros compatriotas y tan decaído el de sus adversarios, que una pequeña columna de 2.500 hombres que llevó contra ellos el brigadier Vives logró batir su vanguardia y ahuyentar á todos, arrebatándoles dos de sus piezas de artillería.

Aquel movimiento, sin embargo, de los Franceses hizo comprender a Ricardos los planes de sus enemigos y la necesidad de reconcentrar todas sus fuerzas en un campo desde el que, manteniendo el honor de las armas españolas, pudiera acabar la conquista de las plazas francesas que aún quedaban en el extremo oriental de aquella parte del Pirineo, y, sobre todo, mantener expeditas sus comunicaciones con la madre patria.

Para llenar tan importantes objetos, ineludibles también en su posición, era el del Boulou el único campo que satisficiese a todos. Establecido en la carretera general y rodeado de posiciones que el valor de los Españoles podría hacer inconquistables, ofrecía el Boulou la doble ventaja de tener a su frente terreno en que pudiera maniobrar su caballería amenazando a todas horas a los enemigos con nuevas invasiones como la pasada. La falta de refuerzos, a punto de aparecer ya aquel ejército como olvidado del gobierno y del pueblo entre las brumosas escabrosidades del Pirineo, exigía también un momento de espera para los proyectos que en sus sueños y ambiciones de gloria pudiera abrigar, y abrigaba sin duda, su general en jefe. Sin distraer a nuestros lectores con la descripción detallada de aquel campo, bástenos decirles que aun con todos sus defectos, cuyo origen, principalmente, estaba en los torrentes inmediatos que se hacían intransitables en las épocas de lluvia y en lo accesible de alguna de sus avenidas, era el único desde el que se harían sumamente difíciles las incursiones del enemigo en España y se sostendría sin esfuerzo extraordinario la gran posición de Bellegarde, llave de nuestra ocupación en el territorio francés y llave de la defensa general del nuestro.

Pero el general Ricardos tenía que mantenerse en Trouillas el tiempo necesario para, sin precipitación alguna y cual al honor de sus armas vencedoras correspondía, retirar al Boulou cuanto material poseía hasta, como gráficamente dice en su parte y copia Marcillac, el cronista, puede así llamársele, de la guerra de la República, no dejar ni una estaca en aquel campo glorioso, tan hábil como valientemente mantenido por las armas españolas. Y aunque amenazado todos los días por su frente, sus flancos y retaguardia, y sosteniendo continuos combates con los destacamentos franceses que, viéndose reforzados, trataban a toda costa de vengar su anterior derrota, retiró sosegadamente toda la artillería gruesa de su campo, los equipajes y cuanto pudiera estorbarle en las operaciones que aún le faltaba ejecutar; y el día 30, esto es, 8 después de su jornada de Trouillas, se trasladó con todo su ejército y las piezas de campaña al Boulou, donde le esperaban todavía grandes emociones y trabajos. Pudo ser tanto más tranquila su retirada cuanto era de profundo el respeto que infundía á sus enemigos, quienes, en vez de estorbársela como hubieran podido, se acogieron a su campo de la Unión, a reponerse, sin duda, de las pasadas fatigas y de los desastres sufridos.

Mientras tanto se realizaban los acontecimientos que hemos traído a la memoria de nuestros lectores en la parte del Rosellón, próxima y a veces contigua al mar, tenían lugar también otros, si no de igual importancia, no faltos de interés y no poco relacionados con ellos, en la alta cuenca del Tet, donde dijimos ofrecen los Pirineos una depresión que naturalmente convida á franquear el paso de una a otra de sus vertientes. Para cerrar ese tránsito, que la naturaleza presenta como fácil y muy peligroso, de consiguiente, en las funciones de una guerra entre España y Francia, esta nación ha levantado a 20 kilómetros de la frontera una plaza de armas, Mont-Louis, obra de Vauban, que así defiende, cubriéndolas, las fuentes de aquel río francés y las del Ariége y l’Aude que se dirigen a los dos mares contrapuestos, como, y lo hemos dicho también, domina en nuestra Cerdaña las del Segre y su curso importantísimo por La Seo de Urgel y Lérida hasta su confluencia con el Ebro. Esa posición de Mont-Louis intercepta en la Cerdaña francesa el camino de Perpiñán e impide la invasión hasta después de entregada a las armas enemigas: las de Puigcerdá y Belver, despojadas de sus antiguas fortificaciones, no tienen para su defensa ni para la del acceso a La Seo otras que la índole del terreno que las rodea y la falta de comunicaciones con el interior de Cataluña, por donde poderla invadir. No se diga de la pequeña población de Llivia, tan citada en nuestras luchas con el pueblo Rey; porque, enclavada en el territorio francés, sería una temeridad indisculpable el pensar siquiera en defenderla.

La ventaja de poseer una plaza en sitio tan favorable, militarmente considerado, inspiró a los Franceses la idea de aprovecharla en los comienzos de aquella guerra para, estableciéndose en Puigcerdá, amenazarnos con la invasión del alto valle del Segre y hasta realizarla en cuanto pudieran contar con fuerzas suficientes. Pero allí, como en todos los puntos de la frontera pirenaica, menos en Arán, los Españoles, si perezosos para recoger el guante de la Convención, no se descuidaron en echárselo a la cara en su mismo campo, cerrado o abierto, tal como lo hallaron en su ímpetu o en la ira vengativa que los caracteriza. Mas para apagar el fuego no hay como la nieve; y nuestros soldados, al salir el 25 de Abril de Puigcerdá en dirección de Mont Louis, hallaron tanta en su camino que, a pesar de haber dedicado mucha gente a desembarazarlo de ella, tuvieron que volver al punto de partida, devorados por las enfermedades y el despecho.

Así hubieron de permanecer inactivos Españoles y Franceses; éstos, por falta de tropas teniéndolas todas ocupadas en defender las llanuras del Rosellón, y nuestros compatriotas, esperando la llegada de algunas piezas de artillería, arma indispensable para hacerse dueños de la fortaleza de Mont-Louis. Pero esa artillería tardó cerca de tres meses en llegar a Puigcerdá, tales eran los caminos que hubo de recorrer y las montañas que salvar, llevada a brazo por nuestros soldados y paisanos, cuando algunas de las piezas por sus calibres hubieran necesitado para su arrastre un ganado numerosísimo, imposible de hallar en las altas tierras de la montaña catalana. Por fin llegaron algunas de aquellas piezas; pero acontecimiento tan favorable influyó mucho menos para emprender de nuevo la entrada en la Cerdaña francesa que la toma de Bellegarde, punto de partida, como se ha visto antes, para las nuevas operaciones ofensivas que pensaba y realizó el general Ricardos.

El general D. Diego de la Peña se dirigió, con efecto, al ataque de Mont-Louis, comenzando por la construcción de algunos reductos en los pueblos próximos á un lado y otro del collado de la Perche en la divisoria de aguas del Tet y el Segre; todo con objeto de asegurarse posiciones que le sirvieran de base para el sitio que iba á emprender. Mas lo exiguo de sus fuerzas, la actitud de las que el enemigo reunía en derredor de la fortaleza y un ataque inopinado de las acantonadas en Bolquére, le hicieron mantenerse todavía en expectativa de sucesos que pudieran animarle a renovar sus proyectos anteriores. Y, con efecto, la toma de Villefranche, que anteriormente mencionamos, pudo poner a Mont-Louis en peligro mucho mayor que el con que le amenazaba Peña, si el general Crespo lograba combinar con él sus esfuerzos desde la plaza recién conquistada y mejor desde Olette, que podía considerarse su punto avanzado. El camino, sin embargo, era muy escabroso y de un tránsito dificilísimo para la artillería; y en tanto que pudiera allanarse lo suficiente, el general Crespo permanecería separado de Ricardos más tiempo del que conviniera para las operaciones que éste ejecutaba en derredor de Perpiñán. Con eso, siguieron paralizadas las de la Cerdaña, y Mont-Louis tuvo tiempo sobrado para preparar sus comunicaciones para el interior por el valle de l’Aude, armar sus murallas y reunir las provisiones de boca y guerra necesarias con su guarnición de 2.000 hombres por espacio de cuatro meses. Pero, más todavía que todo eso, sirvió para salvar a Mont-Louis y despejar la Cerdaña francesa de sus enemigos los Españoles, la llegada en Agosto de una fuerte división que los representantes del gobierno en Perpiñán confiaron al general Dagobert, agregándole, según costumbre de la Convención, un diputado que á la vez le ayudara y vigilase; siéndolo entonces M. de Cassanyes que no tardó en unirse a su veterano colega con los lazos de la más estrecha amistad.

La situación había, pues, variado radicalmente en el campo de Mont-Louis. Aun cuando no hubiera llevado a él Dagobert más que los 3.000 hombres que le asignan sus cronistas, podía disponer de una parte de la numerosa guarnición de aquella fortaleza, de los voluntarios, migueletes y paisanos franceses que pululaban en derredor de ella y de los dispersos y fugitivos de Villefranche que, según la dirección de Crespo en su ataque, no tenían otra que tomar en su derrota sino la de la Cerdaña. Resultaba, por tanto, á las órdenes de Dagobert una masa muy considerable de tropas, si se compara, sobre todo, con la de Peña que sólo operaba con tres batallones, y no completos, los de la Reina, Sevilla y Gerona, los dragones de Sagun-to y unos pocos artilleros. Así es que Dagobert, vacilante, al llegar, por las noticias que recibió del Rosellón, sobre si retrocedería o no en auxilio de Perpiñán, se decidió, una vez resuelto a seguir el consejo de Cassanyes demorando su vuelta hasta hacer levantar el sitio de Mont-Louis, a no dejar transcurrir un día sin emprender el ataque del campo español y la destrucción de todas sus obras. Y después de expedir las órdenes más apremiantes para que aquella noche se concentrasen todas las tropas acantonadas en derredor de Mont-Louis y de reconocer las posiciones españolas, el 28 de Agosto al amanecer las atacaba, tratando hasta de sorprenderlas para así hacer más completo y decisivo su triunfo.

Los Franceses, tan maltratados en el Rosellón por la pericia de Ricardos y el valor de los Españoles, se gozan en conceder al combate del Coll de la Perche las proporciones de una gran batalla, sin darse por entendidos ni mucho menos de la inmensa superioridad de sus fuerzas. ¡Cuál no sería cuando Dagobert destacaba sobre Eyne dos compañías de migueletes en guerrilla (en enfants perdus) con la misión de cortar la retirada de los Españoles y, si era posible, apoderarse de la persona de su general!

A pesar de tamaña ventaja, todavía costó a los Franceses mucho tiempo y no poca sangre el hacerse dueños del campamento español. Porque su derecha, mandada por el general d’Arbonneau, necesitó detenerse ante la posición de Bolquére que se entretuvo en cañonear; en el centro, donde iba Dagobert, hubo su desbandada y fue necesaria toda la energía de tan heroico soldado para contenerla; y el mismo Poinçot, que mandaba la izquierda, vio uno de sus batallones huir todo él, batido por nuestra metralla y cargado luego por los dragones de Sagunto.

Todo, sin embargo, hubo de ceder ante el número, y aun cuando la persecución, una vez conquistado el campamento español, no duró más espacio que el de media hora, las tropas del general Peña tuvieron que abandonar Puigcerdá y Bellver para acogerse al abrigo, entonces seguro, de la Seo de Urgel. Sus pérdidas habían sido de consideración, contándose en ellas 108 muertos, 78 heridos y 115 extraviados en la infantería, de los que 7 oficiales de los primeros y 2 de los segundos, y 26 muertos con 4 oficiales, 19 heridos con su coronel y 17 extraviados con su teniente coronel prisionero en la caballería; en total 363 bajas.

Los Franceses, que sufrieron muchas menos, 150 según ellos, continuaron la victoria ya muy tarde, vivaqueando al frente de Puigcerdá, temerosos de un ataque nocturno que dejaron para el día siguiente, en que aquella insigne villa vio a los generales republicanos asistir a un Te-Deum en su iglesia principal, dando así, dijeron, A los catalanes una prenda de su respeto al culto católico.

Pero cuando, avanzando a la Seo y después de dejar una guarnición en Bellver, establecía Dagobert un puesto de observación en el Coll de Tosas por donde, dicen sus admiradores, pensaba dirigirse nada menos que á destruir la fábrica de armas de Ripoll, sabe que Mont-Louis vuelve á estar amenazada por los Españoles y entonces con fuerzas considerables que avanzan desde Villefranche y Olette seguidas de un tren de artillería. Ricardos había destacado al general D. Rafael Vasco al frente de 5 batallones, 30 caballos y varias piezas para que, batiendo á los Franceses que custodiaban el camino del Tet, procurase unirse a Peña en su campo de Mont-Louis. Vasco había, efectivamente, derrotado a los Franceses que encontró en su expedición; pero, dividiéndose en busca de mantenimientos y envuelto en una niebla densísima la mañana del 3 de Septiembre, fue sorprendido por Dagobert que, con la mayor parte de sus fuerzas y los dispersos de los días anteriores, acudió con la velocidad del rayo, batiéndole completamente y apoderándose de toda su artillería. Los fugitivos no pararon hasta Villefranche, a cuyos muros se acogieron y adonde fue enviado el conde de la Unión con dos batallones, algunos jinetes y varias piezas de campaña, con los que pocos días después, el 19, tenía que acudir a Saint-Feliú a proteger la retirada de nuestras tropas de la izquierda del Tet, vencidas en Vernet. De ese modo pudieron aparecer en la jornada de Trouillas Crespo y Unión, que se habían reunido en Saint-Feliú, y Dagobert, cuya jornada de la Cerdaña le valió el mando en jefe del ejército francés del Rosellón.

No cansaremos la atención de nuestros lectores con los sucesos que hacen de la defensa del Boulou uno de los episodios más gloriosos de la historia militar para las armas españolas; básteles fijarla en muy pocos de los reñidísimos combates que lo constituyen para apreciar en su justo valor, así el talento y la pericia del que las mandaba, como la extraordinaria constancia, la abnegación y el denuedo de los que las blandían en honor y holocausto a la patria. Es aquel un acontecimiento pocas veces repetido en la larga serie de guerras que han afligido a la humanidad y para cuyo elogio hay que adelantarse a los tiempos y pensar en les sitios de los campos atrincherados modernos, de los que el de Plewna no sufre la comparación con el del Boulou ni en lo dilatado ni en lo feliz de su defensa. Se ha querido, y con justicia, elevar un monumento a la memoria de Osmán Bajá; las generaciones coetáneas, sin buscar ejemplos ni establecer paralelos, han parecido proclamar su hazaña como única en los tiempos modernos, y nadie ha levantado sus recuerdos, aun estando tan próximo, al de D. Antonio Ricardos para protestar de un olvido tan extraño como inmerecido. Toda Europa aparecía vencida en las fronteras de Francia, y España mostraba sus enseñas gloriosas en el territorio de una República cuyas legiones, aumentándose cada día, no lograron en seis meses de lucha arrancar de aquel pedazo del suelo patrio una dominación que tanto debía avergonzarlas.

Y no es que no emprendieran la obra de su rescate, aun habiendo sido el Rosellón tan injustamente arrebatado á su verdadera y legítima nacionalidad, con el empeño y el brío ingénitos en la francesa; porque si, como hemos dicho, rechazados en la retirada de los Españoles, se volvieron los republicanos a su campo de la Unión, avanzaban de nuevo el 30 de Septiembre, ocho días después del de su derrota, sobre Elne, cuya reconquista no les costó más que media docena de cañonazos, insostenible como era su mantenimiento, y el 1° de Octubre sobre Banyuls-des-Aspres, Pía del Rey y Mas de la Paille, situándose frente á la línea del Boulou y a tiro de fusil de ella.

Aquellas tres posiciones respondían a las que formaban el frente español; amenazando, la primera, al reducto levantado sobre nuestra derecha en el cerro de Montesquiou que domina el valle del Tech desde el Boulou a Mas-Agouillouse; la segunda o del centro, el Puig Scingli que cruzan el arroyo de Valmagne y la carretera general; y la tercera, toda la masa de montañas que van luego á caer sobre el puente de Ceret, cuya ocupación pondría en peligro tan grave al campamento español. Véase, pues, bien claro cuál podía ser el proyecto de los Franceses, y no es de extrañar se ofreciera tan franco a Ricardos y descifrable cuando se piense. que Dagobert había desaparecido de aquel teatro de la guerra, dimitiendo un mando que no cesaban de disputarle los representantes de la Convención para entregárselo de nuevo a su favorito D’Aoust. Y no fue poca fortuna; porque, preocupado este general con la idea de que la detención de los Españoles en el Boulou no era sino momentánea para establecerse con toda tranquilidad al pie y bajo la protección de Bel legar de, creyó que su acción por el momento debía reducirse a perseguirlos sin riesgo ni consecuencia alguna.

Desvanecida, empero, aquella ilusión al observar el 2 de Octubre la actitud de sus adversarios, D’Aoust emprendió una serie de ataques en que pudo convencerse una vez más de lo erróneo de sus suposiciones y de lo difícil y comprometido de su misión ante enemigos como Ricardos y sus valerosos y tenaces soldados. Un ataque frustrado al Scingli el 3 y otro a las Trompettes por el otro lado del Tech, en que se vieron los Franceses adelantados con la ocupación del pico de Saint-Christophe por los Españoles; el asalto, rechazado también, a Montesquiou, con pérdida de la batería que debía facilitarlo, y otros varios menos decididos a distintos puntos del campo español, hicieron ver al presuntuoso general francés en los primeros seis días de su nueva campaña, que no era tan fácil como suponía arrancar a sus enemigos de la posición que se habían propuesto conservar dentro del territorio, para él sagrado, de la República. Sorprendido de tal resistencia, esperó varios días, hasta el 14, en que, reforzado su ejército por tropas que continuamente le llegaban de las provincias más remotas, creyó poder dar al nuestro un golpe decisivo apoderándose de una batería que dominaba al Scingli y toda la parte avanzada, por consiguiente, del campo. Guarnecíanla unos 1.500 infantes de varios batallones, por hallarse éstos puede decirse que en cuadro, efecto de las enfermedades que desde el primer día se desarrollaron entre las tropas y más por el exceso del cansancio producido en 24 días que llevaban de no dejar las armas de la mano. Atacaron la batería unos 6.000 Franceses, y a media noche, para sorprender, en primer lugar, y en fin, en segundo, de que Ricardos no lograra calcular si aquel era el principal objetivo o podían serlo otros puntos por donde se trató también de llamarle la atención. Alerta, sin embargo, el teniente coronel de Soria D. Francisco Taranco, que mandaba allí, resistió heroicamente las primeras embestidas de aquella multitud de enemigos que, valiéndose de la oscuridad y del número, lograron por fin hacerse dueños de la batería, después de recobrada tres veces o más por sus legítimos y bravos presidiarios. No se alejaron éstos, sin embargo, de aquellos tan disputados parapetos esperando auxilio con que recuperarlos, el cual no tardó en llegarles aunque desproporcionado, pues consistía en un batallón de walones al que, faltándole la compañía de granaderos, no se le podían calcular más de 300 hombres. Pero, aun recibidos por una descarga general y a bocajarro de los Franceses, abalánzanse los walones con su jefe D. Francisco Kraywinkel y con Taranco a la cabeza, seguidos de los acabados de expulsar de la batería, y la reconquistan a la bayoneta haciendo tal carnicería y poniendo tal pavor en sus enemigos que, a pesar de amanecer poco después y de observar la superioridad de sus fuerzas, se despeñaron de la montaña para cuanto antes reunirse en su campo. Los batallones de Kellerman y de la Moselle, recién llegados de Lorena, quedaron destruidos, tales fueron el número de sus muertos como el de los prisioneros que dejaron en la batería, la que, por la repetición de los ataques, la tenacidad de la lucha y el amontonamiento de los cadáveres que la cubrían, recibió el, a la vez que aterrador, glorioso nombre de Batería de la Sangre.

No había, entretanto, permanecido ocioso el infatigable general Dagobert. Mientras sus ingratos compatriotas se estrellaban contra las rocas de Montesquiou y la batería de la Sangre por arrojar a los nuestros al otro lado de la cordillera, él la cruzaba en demanda de Ripoll, cuya fábrica de armas se había propuesto destruir. Para conseguirlo necesitaba someter primero la villa de Campredón, desde donde, reunida su columna con otra que le llevaría el representante Cassanyes por Ribas, continuarían las dos su proyectada expedición. Pero el alcalde de Campredón le ofreció balas por rehenes, que Dagobert le pedía, y cerrar los portillos del recinto con cadáveres de Franceses; y aunque fue arrollado con los pocos habitantes que le secundaban en la defensa de la villa, y ésta padeció saqueo, incendios, profanación de sus templos y cuantos atropellos acostumbraban cometer sus enemigos, el veterano general hubo de volverse a Mont-Louis, recogiendo en el camino á sus camaradas de Ribas, cargados también de un botín que era, según sus jefes, la razón más poderosa para entrar de nuevo en Francia.

Igual resultado obtuvo Dagobert de su intentona contra la Seo de Urgel, teniendo que volverse desde Monteilla, donde cometieron excesos parecidos sus soldados que Cassanyes se empeñó en retirar de aquel país para, como él dice en las Memorias que después publicó, restablecer su disciplina. ¡Lo de la fábula tan conocida de «La zorra y las uvas» : Estaban verdes!

Afortunadamente para Dagobert, al regresar a Mont-Louis se encontró al general Turreau que, antes de tomar el mando en jefe del ejército del Rosellón, quitado por segunda vez a D’Aoust, quería consultarle y hasta se lo llevó consigo a Banyuls-les-Aspres al frente de nuestro campo del Boulou.

Y ¿para qué? Para, contra su opinión y la de Dagobert, consentir en una expedición a Cataluña, a duras penas limitada a hacer una punta sobre Rosas. Se trataba de la reconquista de Tolón en España, según la frase de Fabre, que los botafuegos del ejército francés y D’Aoust hicieron proverbial en aquellos días. Pero, después de forjar mil proyectos de que Turreau se declaró irresponsable, se decidió salir de Collioure con 6 u 8.000 hombres divididos en tres columnas; una que a lo largo de la costa penetrara en España, otra que lo haría por el Coll de Banyuls, y la tercera por el de Fourcat para, unidas, atacar la posición de Espolia, donde los Españoles tenían un cuerpo avanzado con que vigilar la frontera desde Bellegarde al Mediterráneo. El brigadier D. Ildefonso Arias, que lo mandaba, resistió cuanto pudo en tan desigual combate; pero, amenazado por todas partes, abandonó Banyuls para retirarse a Espolia, donde también le atacaron el 28 Delatre, que regía las tropas francesas, y su admirador y patrono el representante Fabre. Rechazados allí, aún se mantuvieron cerca los republicanos esperando la columna de su derecha que había sufrido suerte peor, pues que, al descender del Fourcat, se vio, pasados Recasens y Cantallops, asaltada y dispersa por el paisanaje y somatenes, exasperados con el saqueo y las violencias que, entonces por orden de sus jefes, habían ejercido los Franceses en aquellos pueblos y las aldeas y caseríos próximos.

Juntas ya, sin embargo, las dos columnas y reforzadas con nuevas tropas que se hicieron ir de Collioure hasta contar con más de 8.000 hombres, revolvió el belicoso Fabre sobre Espolia el 30, pero con fortuna todavía más adversa; porque, aun viéndose Arias apuradísimo y obligado a reconcentrarse más y más y á retirar algunas de sus piezas por temor de que cayesen en manos de sus enemigos, se mantuvo heroicamente en sus mejores posiciones hasta que, llegándole refuerzos que le enviaba Ricardos y con ellos los generales Moria, Cagigal, Belvis y Vives, logró cargar a los Franceses en varias direcciones y ponerlos en la más completa derrota. No los pudo seguir largó trecho la caballería por lo escabroso del terreno; que, de otro modo, no hubieran llegado a Banyuls, según iban dejando en su camino hombres, banderas y municiones.

No fue mucho mejor la suerte de la columna de la izquierda. Costeando el mar pudo llegar a Llansá, de donde esperaba muy luego presentarse ante el fuerte de la Trinidad que a la sola intimación de su jefe, el general Raimóri, se rendiría, como inmediatamente después la plaza de Rosas que yace a su pie en la bahía del mismo nombre. Pero, como la de la derecha, encontró el país todo alzado en armas; y, viéndose impotente ante insurrección tan general y resuelta, e incomunicada con los demás cuerpos de la expedición, se resolvió también a retroceder hasta cerca de Francia, completando así el fracaso de aquella punta que, en concepto de los grandes estrategos civiles del consejo de guerra de Banyuls-les-Aspres, debía provocar en Ricar­dos la instantánea y definitiva evacuación del campo del Boulou.

Tal fue el resultado de la tan decantada expedición de Rosas; sin que tampoco lo tuviera más próspero el movimiento combinado de Dagobert y Solbeauclair que debían atacar la posición de Ceret, importantísima para la seguridad del Boulou, y con el que, de todos modos, conseguirían los Franceses distraer la atención de Ricardos de su marcha sobre Rosas. Las dilaciones de Solbeauclair y el despecho de Dagobert, manteniéndolos inactivos a uno y otro lado del Tech hasta el 1° de Noviembre, dieron tiempo a Ricardos para enviar refuerzos a Ceret, y en la mañana de aquel día sus cañones despejaron aquel terreno de enemigos, obligándolos a retirarse respectivamente a Saint-Ferreol y Palalda dando por fracasados sus proyectos y por inútiles los sacrificios hechos por sus tropas.

Pocos días después y cuando iba á celebrarse un nuevo consejo de guerra en que, con la sola excepción de Dagobert, resolverían los Franceses repetir su jornada en Rosas, no escarmentados de la anterior, desembarcaba en la bahía de aquella plaza española una división portuguesa, compuesta de 6 regimientos de infantería con 4.912 plazas, 8 compañías de artillería con 416 y 22 piezas de campaña. Ante el espectáculo que ofrecía la revolución francesa y ya declarada la guerra, los gobiernos de España y Portugal convinieron por un tratado que lleva la fecha de i5 de Julio de aquel año de 1793, en que Portugal cooperaría en los Pirineos orientales con aquella división, regida por el teniente general D. Juan Forbes Skellater. El 20 de Septiembre abandonó el Tajo la escuadra que llevaba aquella fuerza; depositándola, según ya hemos dicho, en Rosas con varios personajes portugueses, ingleses y alemanes, agregados voluntariamente al Estado Mayor, deseosos de tomar parte en aquella cruzada restauradora de la monarquía en Francia. No hubo de estar mucho tiempo inactiva la división auxiliar portuguesa, porque el día 18 del mismo mes de su desembarque salía para su destino en el ejército, llegando el 25 a Ceret cuatro de sus regimientos, esperando otro, el 1° de Oporto, su embarque para operar sobre la izquierda de los Franceses, y pasando el de Peniche a Maureillas, posición intermedia entre Ceret y El Boulou y que domina la derecha del Tech.

No podían, pues, los Franceses haber elegido ocasión más propicia para su nueva expedición a Rosas, en la cual se hubieran hallado, no sólo con las fuerzas españolas que hicieron fracasar la primera, sino con una reserva de 5.000 Portugueses deseosos de medir con ellos sus bríos, acreditándolos una vez más en tan generosa empresa. Afortunadamente para ellos, a pesar de lo convenido en el consejo de guerra y de la destitución sucesiva de los generales Dagobert, Poinçot y el mismo Turreau, por los representantes de la Convención en el ejército, que con eso llevaron a su colmo la anarquía que de tanto tiempo atrás le devoraba, hicieron que D’Aoust, que por tercera vez tomó el mando en jefe ínterin llegaba el general Doppet a quien había sido conferido, diese la orden de retirarse a todas las tropas que ya se disponían a tomar parte en tan descabellada intentona.

Entonces pensó Ricardos en completar su línea puente de vanguardia, cubriendo los dos flancos, tanto el izquierdo, apoderándose de las alturas que lo coronan, como el derecho, apoyándose en el mar, para arrebatar a los Franceses su posición de Villelongue que amenazaba la nuestra de Montesquiou. Pero una horrible tempestad de cinco días sin intermisión alguna, haciendo desbordarse los ríos a punto de romper el puente del Boulou, interrumpir todo género de comunicaciones con España y hasta entre los destacamentos del ejército, y de dispersar nuestra escuadra, algunos de cuyos buques se estrellaron en la costa, paralizó aquel proyecto. Y cuando podía, por calmar el temporal, emprenderse, ya los Franceses, avisados del peligro corrido por nuestras tropas, asaltaban el puente de Ceret, único que había quedado en el Tech.

Aquella resultó una de las jornadas más gloriosas y trascendentales de la campaña. El ejército español hizo con ella y la subsiguiente de Villelongue posibles y aseguró sus cuarteles de invierno, cuya tranquilidad, de otro modo, hubiera sido muy problemática en la situación en que se hallaba.

Andaban los Franceses espiando la ocasión de caer sobre el puente de Ceret, para cuya conquista tenían antes que apoderarse de un reducto avanzado que lo cubría en la margen izquierda del Tech; y como la ermita de Saint-Ferreol, nudo de las comunicaciones principales de los Aspres, domina de cerca el reducto y el puente, la tenían muy fortificada, bien presidiada y guarnecida de abundante artillería. Para mayor seguridad de aquella posición, extrema derecha de su línea, habían construido un buen camino desde su campo; y para dar más en seguro el golpe que intentaban, habían también escalonado, entre la ermita y el reducto español, otros tres en puntos desde los que, además de asomar sus avanzadas, flanqueaban el camino del Boulou a Ceret. A pesar de combatir en su propio país, y eso prueba las simpatías que allí inspiraban los Españoles, no tenían los Franceses noticia exacta de los movimientos del conde la Unión que, enviado por Ricardos, vigilaba todo el valle, temeroso de que se le pudiera interceptar el único camino que le quedaba en los días del recio temporal de que acabamos de hacer mención. Así es que no pudieron aprovechar oportunamente la circunstancia de haberse remontado el Conde por el Tech con el fin de envolver sus posiciones que no había atacado el día anterior, 25 de Noviembre, por impedírselo la lluvia. El 26, sin embargo, reuniendo sus fuerzas, principalmente formadas de la antigua división Dagobert, la única, según ya hemos dicho, en que tenía confianza el experto veterano Solbeauclair, que ahora las mandaba, las desplegó frente al reducto español, ocupado durante la maniobra de Unión por parte de los regimientos portugueses recién llegados. Parece que el general francés observó esta circunstancia; y, no teniendo, acaso, gran concepto de nuestros aliados, hizo romper el fuego, al que ellos no pudieron o no supieron contestar con la eficacia necesaria, perdiendo el reducto que fue inmediatamente ocupado por los enemigos. Ya se precipitaban todos, fugitivos y vencedores, al puente, cuando apareció el conde de la Unión que, habiendo oído el fuego, acudía a él con sus tropas, aunque empapadas en agua y ateridas de frío. Llegó de las primeras la compañía de granaderos de Guardias españolas; y, sin detenerse para nada su capitán, D. Felipe Viana, acometió con ella y con los que de más cerca le seguían la reconquista del reducto que, a los pocos momentos y a pesar de la resistencia que opusieron los Franceses, poco antes tan orgullosos de su efímero triunfo, cayó en poder del valiente Viana, herido y todo en la refriega. Dado el impulso y con el calor de la victoria no era fácil contener a nuestros soldados; y el conde de la Unión, que no era hombre que tratara de templar las pasiones en tales trances, supo aprovecharlas para lanzar a Españoles, Portugueses y a cuantos con tanto entusiasmo se le ofrecían, sobre los reductos enemigos y el campo mismo de Saint-Ferreol que, una vez en sus manos, constituyó hasta la siguiente campaña la izquierda de la línea del Boulou y había de ser su mejor apoyo.

Faltaba, con todo, dejar desembarazada de enemigos el ala derecha donde tenían, además del campo de Villelongue, los fuertes y plazas de la costa, peligro constante, pues con el ejército allí creado por hombres de la iniciativa del representante Fabre y el general Delattre, se corría, y muy grande, de verse el campo español cortado en sus comunicaciones con España. Y el general Ricardos destacó sobre la primera de aquellas posiciones a Courten, que el 7 de Diciembre se hacía dueño de ella y de todas las baterías que la apoyaban. El combate duró cortos instantes, siendo la bayoneta la única arma con que lo emprendieron y ejecutaron nuestros compatriotas y algunos de los Portugueses de la legión auxiliar, en cuyo poder quedaron 34 piezas de artillería, 22 carros del tren, 2.000 fusiles, municiones de todas clases, de boca y guerra, así como objetos innumerables de campamento y hasta un hospital perfectamente montado en Saint-Genis. Nuestros muertos fueron 14, 46 los heridos, y 6 los contusos, mientras los Franceses perdieron, además de dos banderas, 300 muertos, 40 heridos y 312 prisioneros, de los que 26 eran oficiales. No pudo ser ni más completa ni más barata la victoria, además de lo trascendental para el resto de la campaña. Porque siete días después, el 14, tomaba el mismo Courten el Coll de Banyuls y horas después el pueblo del mismo nombre, guarida de los que más daño habían hecho en el Ampurdán con sus correrías, violencias y depredaciones, pero que entonces no supieron defenderla. Es verdad que la acción fue dispuesta con tal acierto y ejecutada con energía y rapidez tan singulares, que los enemigos, bien cubiertos con los pliegues del terreno y los atrincheramientos que habían construido y apoyados por artillería abundante, a los estragos de cuyo fuego costó mucho sobreponerse en un principio, hubieron luego de ceder en todas sus posiciones de la cordillera para huir, puede decirse que a la desbandada, dejándonos 23 piezas de artillería y algunos cientos de prisioneros. Pero, al huir de ese modo, llevaron la alarma y el terror de que iban poseídos a los puntos fuertes de la costa, que mal podrían así resistir el ímpetu de sus victoriosos enemigos.

El día 20, en efecto, después de una breve batalla, hábilmente reñida por el general D. Gregorio de la Cuesta a las puertas de Port-Vendres, sucumbía la plaza y con ella luego el fuerte próximo de Saint-Elme, y al amanecer del día siguiente seguían la misma suerte Collioure, su castillo y el del Puig Oriol, cuyos defensores fueron unos tras otros embarcándose, menos el representante Fabre que supo rescatar con una muerte gloriosa la triste fama que le habían proporcionado sus exageraciones republicanas y su ignorante intrusión en las operaciones militares de aquella campaña.

Sólo un paréntesis había tenido aquella serie de triunfos alcanzados por los Españoles en un mes escaso, la reconquista momentánea del campo de Villelongue por los Franceses el día 18 de Diciembre. Los Portugueses, que el 6 habían tan valientemente arrojado a los republicanos de las crestas de los Alberes persiguiéndolos hasta cerca de aquel campo que después conquistó Courten, no lo supieron defender con su ingénita bravura, recibiendo por pago de su debilidad los tratamientos más crueles de sus enemigos.

La pérdida de Villelongue, en que 5.000 Españoles habían derrotado a más de 10.000 Franceses bien cubiertos detrás de fortificaciones que habían estado más de dos meses levantando; la irreparable en mucho tiempo del sistema de plazas marítimas que acababan de caer bajo el dominio de Ricardos; la deserción que el desánimo, el cansancio y la penuria habían fomentado en el campo francés, y la afrenta que se imponía a sus generales con someterlos al vejatorio trato de los representantes de la Convención, llevaron a su colmo la indisciplina, por tantos y tantos motivos provocada, en el ejército republicano. La anarquía se enseñoreó de todas las clases; la obediencia se hizo rara y con condiciones siempre humillantes para la autoridad; y cual si fuera poco, como debería parecerlo, la marcha del general Doppet a Perpiñán, tan enfermo del espíritu como del cuerpo, recayó el mando en jefe por cuarta vez en aquel D’Aoust que sólo había asistido a los desastres más trascendentales de sus armas, tanto por resultado de su temeraria ignorancia como por sus humildes condescendencias para con los déspotas y brutales procónsules, sus protectores. Ya no era posible resistir más y se hizo preciso pensar en impedir una catástrofe que en tales circunstancias no tardaría en suceder, acogiéndose a punto en que pudiera contenerse el ímpetu de los Españoles, irresistible si se calculaba por los éxitos sorprendentes que acababan de obtener. Y tan lo pensaba así el mismo D’Aoust, que el día en que sucumbían las fortalezas de la costa, daba principio á la evacuación del campo francés, comenzando por la artillería de grueso calibre mientras se dirigían reconocimientos sobre la línea española, así para obtener noticias de Port-Vendres y Collioure como para impedir a los nuestros el paso del Tech. Las noticias hicieron conocer al día siguiente aquel cúmulo de reveses sufridos, vergonzosos, más que por otra cosa, por lo inesperados; y los húsares de Berchini, a la vuelta de espiar nuestras guardias avanzadas, hicieron saber que muy pronto serían atacados sus compañeros de Banyuls-les-Aspres y de Elne por los vencedores que ya se preparaban a salir del Boulou en combinación con los de Collioure y Argelés.

Por mucha que fue la diligencia de los Franceses para abandonar del todo su campo, al hacerlo eran atacados de todas partes por los Españoles y sus auxiliares; por aquéllos, en su centro tomándoles las baterías más adelantadas y en la izquierda donde la caballería iba esparciendo el terror entre los enemigos temerosos de verse cortados; y por los Portugueses, acometiendo en la derecha, defendida, afortunadamente para los republicanos, por el general Pérignon que con su energía logró en Saint-Luc contener a sus soldados y rechazar el rudo ataque de que fue objeto aquella posición privilegiada. El acto de Pérignon proporcionó un respiro a D’Aoust, con el que pudo organizar la retirada, apoyándola además con reacciones, a veces ofensivas, que permitieron a las tropas francesas ganar al anochecer el campo de la Unión con la pérdida tan sólo de unos 800 a 1.000 hombres y 23 piezas de artillería.

Así acabó la por tantos conceptos memorable campaña de 1793 en el Rosellón. Las tropas españolas que la habían iniciado, si en muy corto número, sin artillería y por un terreno el más fácil de defender en frontera tan escabrosa, con la energía que les es propia cuando se ven dirigidas por el talento y la pericia, se mostraron después, y en toda la campaña, dotadas de un espíritu sólo comparable con el de aquellos famosos tercios que, por sus hazañas en Italia y Flandes, alcanzaron la fama de contener los primeros soldados de su tiempo. En una circunstancia desmerecieron del concepto que sus mismos enemigos les concedían; en la de la ocupación de la izquierda del Tet en que tuvieron que luchar con su aislamiento del grueso del ejército, la ausencia de su general en jefe y la inmensa superioridad numérica de los Franceses que parecía vomitar la tierra en su derredor. Ya lo hemos visto; cinco días después alcanzaban el lauro mayor de la campaña con aquel admirable combate de Trouillas, en que no se sabe qué tomar más en cuenta, si la actitud serena de las tropas, si el genio militar de su general o el respeto que, aun con los reveses del Vernet y Peyrestortes, imponían, evidenciado por la parsimonia de los jefes que gobernaban las dos alas enemigas y el resultado nefasto de la desesperada resolución de Dagobert en el centro. Y ¿qué diremos de la defensa del Boulou que en otro país que España hubiera ya logrado el honor de un poema tan encomiástico como merecido? Pocas veces se ha puesto a prueba la disciplina de un ejército y nunca el valor y la abnegación del soldado como en aquel vasto campamento, dominado de todas partes desde posiciones que parecían inexpugnables y con sola una y estrecha comunicación hábil para la retirada del ejército que el enemigo esperaba a cada momento desde el primer día de su ataque. Tres meses resistió el Español, y no sometido á una defensiva que pudieran hacer eficaz las condiciones militares que todo el mundo nos concede, sino acompañada de arranques ofensivos que dieron el magnífico resultado de rechazar siempre al enemigo en sus diarias embestidas, de arrebatarle ante sus mismos ojos toda una serie de plazas que, de seguro, no esperaba ver tan rápidamente conquistadas, y arrojarlo, por fin, a su antiguo abrigo de Perpiñán y el campo inmediato con tanto esmero fortificados, dejándonos expeditos el Pirineo y los llanos del Rosellón.

La campaña terminaba, así, en las partes orientales de la frontera franco-española, ya que no con las ventajas que, de tener nuestro ejército la fuerza conveniente, hubiera de seguro alcanzado, con gloria, sí, que nadie con justicia podrá negarle. Nuestros adversarios han tenido que confesar que de los 14 ejércitos que sostuvieron la lucha gigantesca emprendida por la Francia en aquel año, sólo el de los Pirineos orientales se retiró vencido. Ya les demostraremos que, si no fue tan decisivo el triunfo de los Españoles en el otro extremo de la frontera, resultó por lo menos tan glorioso, ya que su misión era muy diferente y no dirigida a iguales términos; y, de todos modos, resultará que la nación despreciada, la que no amamantaba más que esclavos abyectos de un tirano tan estúpido como ellos, sabía imponerse a la suya tan regenerada de sus antiguas humillaciones, entusiasta ahora de sus nuevos y sublimes principios sociales y políticos y blasonando de amenazar á toda la Europa coaligada contra ella. Ni las miras de la corte de España iban encaminadas a una conquista, y bien pudo observarse en la conducta de sus ejércitos, ni desplegó las fuerzas necesarias para tal objeto; pero, aun así, vio su obra coronada con el único resultado a que podía aspirar cuando sus aliados eran vencidos en las demás fronteras, el de una victoria que sorprendió a todos, aun cuando sin razón alguna para ello.

Y es en balde que se busquen en las condiciones del ejército francés de los Pirineos orientales y en la influencia perniciosa de los representantes de la Convención la causa de sus derrotas y de su final vencimiento. Es necesario que, para explicarla, concedan algo a las virtudes militares del español, y al talento y a la pericia, ya que le niegan el genio, de su general en jefe. La campaña se inauguró con un golpe de mano tan hábil como atrevido. Saliéndose de la rutina que le achacan sus émulos, no comenzó, como ellos esperarían, las operaciones con el sitio metódico, regular y detenido de la plaza de Bellegarde, primer obstáculo que se le ofrecía para la invasión del territorio francés; hizo lo que entonces aparecía nuevo, fuera de esa rutina, atacar por su flanco tan terrible posición y envolverla luego para inhabilitarla, sorprendiendo con tan ruda e inesperada maniobra á sus enemigos y llevándolos por delante vencidos y consternados hasta alejarlos de la frontera formidable e cuya defensa habían sido destinados. Las batallas, después, que ganó, todas en puridad, revelan al general táctico cuyo golpe de vista, abrazando todo el campo de la acción, sabe distinguir el secreto del enemigo, esto es, sus proyectos, la clave de sus posiciones y el camino mejor para su ataque y ocupación. Y eso se vio o pudo verse en la batalla de Mas-Deu, en que, además, hizo Ricardos uso tan oportuno de sus reservas, que le proporcionó el triunfo sobre un enemigo que había elegido y preparado su campo, rival tan valeroso y práctico como el general Dagobert. Por el contrario, en la de Trouillas, la defensa del campo español no dejaba nada que desear, y bien lo demostraron las dificultades que hubieron de hallar los Franceses en sus diferentes ataques y su completa derrota que, si no tuvo otras consecuencias, fue por los considerables refuerzos que les llegaron al día siguiente. La misma operación del paso del Tet, desgraciada y todo en sus resultados, hizo patentes las facultades estratégicas del general en jefe español; eso sin contar con que, de haber podido él trasladarse a la orilla izquierda, no hubieran tenido lugar los reveses del Vernet y Peyrestortes, ocasionados, de otra parte, por la desproporción de las fuerzas francesas acudiendo del interior de Francia, del campo de Salces y aún del de Perpiñán para abrumar con su número y su peso a nuestros compatriotas. Ricardos tenía que observar esa plaza y el campo de la Unión, que la cubría en la derecha del Tet; tenía que estar también á la mira de las tropas que había enviado a Villefranche, a las manos en aquellos momentos con las de Dagobert que volvía de la Cerdaña y Mont-Louis; y con atenciones tan de bulto, le era imposible dirigir por sí mismo el osado movimiento emprendido para aislar la capital del Rosellón y constreñirla a rendirse. ¿Qué clase, pues, de operaciones necesitaba ejercitar Ricardos para acreditarse de general en todos conceptos ilustre, cuando las terminaba con una victoria tan decisiva como la que le proporcionó la defensa del Boulou?

El ejército francés que en actitud tan jactanciosa se había agolpado sobre aquel campo, persuadido de que, al asomarse a él las cabezas de sus columnas, huirían los Españoles al otro lado de la frontera sin preocuparse de más que de la defensa de Bellegarde, único trofeo que les quedaría de su campaña en el Rosellón, se vio en la triste e imprescindible necesidad de retirarse a Perpiñán, abrumado por las enfermedades, la fatiga y el desencanto de sus ilusiones triunfadoras. Al hacerlo, seguido de cerca por los Españoles, sin otro propósito, con todo, que el de asegurar la victoria y confirmarla con el bochorno de sus enemigos, se abrió la época de los cuarteles de invierno de que, aun sin contar con las costumbres militares de aquel tiempo, se hallaban bien necesitados ambos ejércitos por la crudeza de la estación, la epidemia que los diezmaba y la conveniencia del descanso para en la primavera siguiente proseguir con nuevos bríos la lucha.

Los generales franceses se habían visto burlados, Dagobert el primero, por la perspicacia de Ricardos que supo descubrir sus proyectos para inmediatamente desbaratarlos y adelantarse con los suyos valiéndose, como de su talento, de la confianza que había sabido inspirar a sus soldados, tan entusiastas por la causa que proclamaban que, no hay para qué dudarlo, revestía todos los caracteres de nacional, como dirigida a mantener incólumes el honor de la patria, el decoro del trono y sus ideas religiosas.

Pero si cupiere la menor vacilación en aclamar a Ricardos como uno de los generales más notables de su época, reflexiónese sobre una circunstancia que lo eleva y engrandece de un modo incontestable. Francia le opuso diez generales en jefe, Servan, de la Houliére, Champron, Grandpré, De Flers, Puget de Barbantane, d’Aoust, Dagobert, Turreau y Doppet, ayudados, dirigidos, impuestos, todo lo que se quiera, por una nube de representantes de la Convención, los ilustres procónsules tan encomiados por los revolucionarios, a quienes se pretende atribuir el fervor republicano de sus tropas y el ímpetu (l’élan) irresistible que se las supone característico, su organización, los prodigios, en fin, que hicieron en el ciclo, para ellas tan glorioso, que comenzó en aquella campaña. Todos ellos fueron vencidos por Ricardos y con circunstancias tan humillantes para la Gran Nación, que uno hubo de suicidarse, dos fueron a parar a la guillotina, de la que libró á otro el 9 Thermidor, y los demás reemplazados voluntaria o forzosamente en vista de lo infructuoso de sus esfuerzos, de la torpeza de sus operaciones o de lo decisivo de sus reveses.

El gobierno español premió los servicios del general Ricardos con el empleo de capitán general de ejército por la batalla de Mas-Deu, y luego con el marquesado de Trouillas, cuyo título recayó en su esposa y que al poco tiempo desaparecía de la Guía de Forasteros. Lo que no morirá nunca entre los hombres celosos de las glorias españolas, es la memoria de las hazañas ejecutadas por aquel varón insigne en su última campaña, la de 1793 en los Pirineos orientales.