Hemos llegado en esta narración a
la época donde comienza la decadencia más que nunca aflictiva de nuestra
patria. La que experimentó España en el último reinado de la casa de Austria,
podía considerarse como el letargo o la postración de un gigante a quien
cualquier sacudimiento llega a devolver sus antiguas fuerzas para mostrarse de
nuevo robusto y con la preponderancia que nadie hasta entonces había negado a
España en las luchas que tanta fama y respeto la proporcionaran en los dos
siglos anteriores. No así por los días que nos toca recordar en el presente
escrito, días en que, con una rapidez muy difícil de medir por lo sorprendente
y violenta, vemos caer a nuestra patria en tal abismo de desgracias, que ni los
sacudimientos más fuertes logran, honrosos y todo en grado eminente, sacarla de
nuevo á la luz deslumbradora de sus antiguas glorias y hacerla reconquistar el
rango, ni disputado ni aun discutido antes en los congresos de la política.
Y es que con dolor, sólo comparable
con la sorpresa que produjo en España la elevación a las esferas del gobierno
de D. Manuel Godoy, todo hombre pensador comprendió el cambio que iba a
verificarse en los destinos de la patria. Mozo todavía aquél; sin experiencia
de la vida, mucho menos del gobierno de las naciones, y, sobre todo, en
circunstancias como nunca difíciles, se hacía inconcebible que de repente, así
como por impulso de un genio extraordinario pocas veces hecho manifiesto en la
humanidad, sin educación por fin para darlo a conocer, se elevase en tan pocos
años como los de su ejercicio en carrera, por otro lado, tan ajena a la gestión
de los asuntos públicos, hasta cambiar con acierto los rumbos encontrados en
que se habían perdido sus antecesores.
Con efecto; nacido Godoy en Badajoz
el 12 de Mayo de 1767, de padres, si nobles, reducidos a tan modesta fortuna
que mal podría subvenir al dispendio de una educación de carácter tan elevado
como el necesario para la existencia política que ya iba a ser por muchos años
la única suya, entró a servir a los 17 años en el cuerpo de Guardias
de Corps, a que en aquel tiempo iban a parar los jóvenes de buen nacimiento,
pobres, empero, y aspirando a entrar en el gran mundo, cuyo centro naturalmente
era el palacio de nuestros reyes. Ni la ocasión podía ser más propicia para un
mozo de sus cualidades personales y de sus ambiciones, muy pronto reveladas en
él, ni más favorables tampoco las circunstancias con que, sin pensarlo quizás,
llegó a encontrarse en su nueva posición. Habíale precedido
en el servicio de aquel mismo cuerpo militar un hermano, D. Luis, si no lo
atrevido que él, con la fortuna misma con que le iba a brindar la suya, pero
mucho más duradera luego y risueña de la que aquél se atreviera a aspirar, ni
él pensara obtener en sus más fuertes accesos de ambición. Y, sin embargo, a
los ocho años de haber abrazado la carrera militar y sin ejercer en ella otro
servicio que el pacífico y cortesano de Guardia de Corps, había recorrido todos
los empleos intermedios hasta el de teniente general, y alcanzado las
condecoraciones tenidas entonces por las más consideradas de España y el rango
social con que, y el título de duque de Alcudia, se presentaba en 1792 al
frente de la nación que pasaba por una de las más severas y dignas de Europa.
Sus encomiadores y los crédulos o
deferentes con la historia que en su destierro se forjó e hizo pública para
disculpa de sus extraordinarios medros y gloria de su acción política en el
largo período que le cupo ejercerla, le han dotado de prendas sobresalientes de
talento y educación, cultivadas, no ya sólo en los principios de su vida, sino
cuando su ambición y su fortuna le animaban a esperar el encumbramiento en que
muy pronto le contemplaría escandalizado el mundo. No es en una historia, como
esta, general y dedicada a reseñar sus fastos a grandes rasgos y en síntesis
necesariamente lacónicas, donde quepa el distraer al lector con la narración
minuciosa de los primeros pasos y rápidos progresos de Godoy en la carrera
militar y en la nueva que inmediatamente emprendió, asaltando, como hemos
indicado, las gradas más altas de la escala social, todo por el favor, más que
en su mérito, fundado en los caprichos de que ya la reina de España había dado
tan irregulares como sorprendentes muestras.
María Luisa, casada con Carlos IV
en 1765, cuando éste era príncipe de Asturias, ya a la edad de 14 años, tres
menos que su marido, había nacido en Parma, de cuyo soberano, tío del de
España, era hija. Tenía hermoso cuerpo: y aun cuando no pudiera decirse lo
mismo de su rostro, sus ojos, llenos de vida y animación, si de mirada audaz y
hasta provocativa, le daban un atractivo, pudiéramos decir un encanto que aún
ponen de manifiesto los cuadros y esculturas existentes en nuestro Museo y el
Palacio Real. Había recibido educación esmeradísima y cristiana «y al lado,
como dice el prusiano Schépeler, de un monarca
enérgico y de talento, hubiera llegado a ser ornamento del trono». Pero su
imaginación sobradamente exaltada, superior a su talento y mucho más a su
juicio, así como la especie de abandono en que Carlos IV, aun amándola tanto,
la dejaba por satisfacer su desmesurada afición a la caza, debieron provocar en
ella la explosión de unas pasiones que, como de española e italiana, se
desbordaron hasta infectar la atmósfera toda que la rodeaba, haciendo de la
corte de Madrid el lodazal que tan gráficamente nos dan a conocer los cuadros
de costumbres de aquel tiempo. No tardó mucho, desde el día en que llegó a la
corte de España, en demostrar la ligereza de su carácter y la movilidad de sus
sentimientos que, sobreponiéndose a su talento, más superficial, según ya hemos
dicho, que sólido, la hicieron entregarse a la satisfacción de todos sus
caprichos, si vigilados, con la intención de contenerlos, por Carlos III, no
así, ni menos contenidos por Carlos IV, efecto de su cariño ciego y de su
ingénita debilidad. Cuando Carlos IV empuñó el cetro de España, ya hemos dicho
que dio a su desacordada consorte una participación en el gobierno, más ajena
del carácter de ella que del de su sexo, apareciendo puestas en las manos, tan
débiles como inexpertas, de aquella mujer la dirección de todos los asuntos
públicos del país, y, con ellos, la salud quizás de la patria. Y como eso no
era posible por las mismas condiciones de la reina María Luisa y lo crítico y
aun tremebundo de las circunstancias que atravesaba la Europa, se vio desde los
primeros días del reinado, cómo hacía que fuera asociándose a los consejos y a
las determinaciones del gobierno el hombre en que había fijado su afecto y cuya
ambición, animándole a conceptuarse digno de los destinos a que le llamaba la
fortuna, le había así como dictado el deber de prepararse a ellos por medio de
una educación que pretendió adquirir cuando ya tomaban vuelo y forma sus
aspiraciones. Todo Madrid pudo observar la aplicación que dedicó a estudios que
le hicieran brillar en las más altas esferas de la sociedad; secundando de ese
modo y con los dirigidos al conocimiento y al ejercicio de la administración
pública, la gestión secreta de la reina, preparatoria del encumbramiento a que
le hemos visto llegar. Aquello era así como una alianza de quienes, aun
apoyándola en las bases más reprobadas, se dirigía al monopolio de un gobierno,
pocos días antes ejercido por personalidades tan eminentes como Floridablanca y
Aranda, arrojados del poder sin la conciencia, acaso, de tamaño error, pero sí
con la del triunfo de los más arteros y funestos éxitos.
A pesar de esta opinión nuestra, no
disconforme de la del mayor número de los historiadores de aquel reinado, y a
pesar también de las deducciones que pueden sacarse de ese mismo concepto, no
hemos de negar a Godoy el deseo, mejor dicho, la ambición de justificar sus
medros personales y el origen harto irregular y hasta vergonzoso de ellos, con
el ánimo, que nunca decayó en él, de hacerlos olvidar a favor de un trabajo
asiduo y el anhelo de mantener el trono y la nación á la altura en que los
había encontrado.
Porque no es exacto cuanto en sus
Memorias expone del estado en que halló a España al entrar en Noviembre de 1792
en el ministerio de que tan sin motivo se lanzaba al conde de Aranda. Ni había
descendido el concepto de la nación al punto que él calcula, puesto que Francia
misma andaba sin cesar trabajando por no separarse, ya que no de la alianza, de
la neutralidad a que veía inclinado a Aranda en los últimos días de su
ministerio; ni la fortuna pública de nuestra patria se hallaba en la
aniquilación en que él la supone, puesto que ya hemos dicho que se había
procedido a la disminución de cargas, al alivio de las calamidades públicas y
hasta al pago de deudas que los reyes anteriores no se habían atrevido a
satisfacer; ni el ejército se hallaba en la tristísima situación que lo
describe, ya que un año después, plazo muy corto para una reorganización en
grandes proporciones, se le vería iniciar la guerra con triunfos que sólo una
moral sólida y una fuerza efectiva podrían obtener; ni las deficiencias, por fin,
a que él se refiere en la administración de la propiedad y de la industria,
habían quedado sin remedio, puesto que los decretos que pusimos de manifiesto
al principio de este escrito sobre los bienes tenidos en manos muertas, las
vinculaciones y el comercio, llevaban cuatro años de ejercicio, si no
suficientes para hacer ver sus resultados, sí para que no los echara de menos
el que de ese modo pretende alucinar a sus lectores, haciéndoles ver que el
gobierno de la nación obtuvo ventajas, y aun prosperidades desde que fue puesto
en sus manos.
«¡Mis destinos, dice al referirse a
este punto, me condenaron a navegar a palo seco en la más dura de las épocas
que ofrecieron los anales de Europa! »
Ya hemos visto que no era tan
triste la situación de España como hace presumir esa frase de a palo seco que
el duque de Alcudia creería tan gráfica; en lo que sí tiene razón es en lo de
ser aquella época de las más duras en que pueda ningún hombre de Estado
hallarse para resistir ni menos superar los terribles accidentes que la
constituyen. Viene, sin embargo, a decirnos que, «a un ministro perplejo y
tímido hasta el exceso (Floridablanca) había sucedido un anciano (Aranda), por
el otro extremo, que de nada se alarmaba», causando uno y otro espanto al Rey;
y él, joven, careciendo de todo género de experiencia, encumbrado al poder sin
servicios ni méritos, sin la confianza, por consiguiente, de los pueblos que
iba a gobernar, se atrevía a poner su manó en el timón de nave, como la
española, tan azotada de los vientos que con ímpetu, al parecer, incontrastable
y con fragor para todos horrísono, venían de un país tan próximo a ella,
agitado además hasta en sus senos más profundos. ¡Y todavía llega a elevar a
Dios mismo sus lamentos por haberle puesto a ese timón «en hora de tanto
peligro, cuando no había bienes, sino males, y terrores y asombros, y
hundimientos, y torbellinos, y humareda y volcanes reventando!» Pues ¿quién
sino su ambición desmesurada y su vanidad de hombre de Estado le movieron a
aceptar un cargo que le entregaba, no la opinión pública, ni la fama de sus
anteriores éxitos, sino la pasión de una mujer sin juicio, apoyada en la
debilidad del Rey su marido?
Y ¿para qué?
Entre la política de resistencia
que caracterizó ultimo período del ministerio de Floridablanca, y la de
conciliación que con las indecisiones que hemos echado de ver ejercitaba el de
Aranda, era ciertamente difícil elegir rumbos que salvaran los obstáculos que
al éxito de una y otra se habían opuesto. ¿Cuál iría a elegir el nuevo ministro
si se hacía necesario justificar el descrédito de aquéllos y la elevación
propia? No es fácil adivinarlo; pero el que tomó Godoy demuestra que no tenía
opinión determinada y fija sobre cuál sería el más conveniente, y que sólo
aspiraba a ocupar la poltrona ministerial, seguro de que cualesquiera que
fueran, felices o adversos, los resultados que obtuviera, nadie podría ya
disputársela, disponiendo, como disponía, de la voluntad incontrastable de la
Reina, su cada día más decidida protectora. Halló entablado el proyecto de
neutralidad que, medio convenido entre Aranda y Bourgoing,
había quedado en suspenso por las exigencias del diplomático francés sobre el
reconocimiento previo de la recién proclamada república. Hemos visto que el
tono que, contra su carácter y sus aficiones a los Españoles, había
tomado Bourgoing en su conferencia con
Aranda, provocando la explosión de los sentimientos, siempre patrióticos, del
veterano general, no había sido obstáculo para que prosiguiera la negociación
sobre la neutralidad de nuestra patria en el grave conflicto en que se veía
Francia comprometida con las demás naciones del Norte de Europa. El cambio de
ministerio podría producir, y parece en este caso lo lógico, el de la
disposición de ánimo, así en el Rey como en su nuevo ministro, que no es
regular fuera llamado al gobierno para seguir la misma línea de conducta que su
antecesor. Y, sin embargo, vamos a ver a Godoy, juez tan severo en sus Memorias
de la política de Aranda, no separarse de ella en sus más esenciales
caracteres, el de la benevolencia para con el gobierno francés y el de la
neutralidad en el choque, cada vez más rudo, de éste con las demás potencias.
Es verdad que la revolución
francesa caminaba a pasos de gigante a la meta que habían tomado por objetivo
los más intransigentes y furiosos de sus partidarios y secuaces. Por aquellos
días ya no se trataba sólo de la consolidación de su obra por medio de leyes
constitutivas que dieran seguridad completa a la República de no verse
discutida en adelante, ni asaltada por sus enemigos del exterior. Para los
revolucionarios franceses se hacía preciso abrir un abismo entre su obra y la
restauradora que pudiera emprenderse con el arte o con la fuerza; y ese abismo
habría de inundarse con sangre, por inocente que fuera, para hacerlo del todo
infranqueable. ínterin, pues, se verificaba en España el cambio de personas, ya
que no habría de serlo de la política, adelantaba rápidamente el proceso que se
había dispuesto formar a Luis XVI en las borrascosas sesiones de los primeros
días de Diciembre. Se había comenzado a mediados del mes anterior por discutir
su inviolabilidad, resolviéndose su proceso por la Convención, único tribunal
que podría sustanciarlo y juzgarlo como representante de la nación, que no
puede errar, según la frase de alguno de los más exaltados de aquella
sanguinaria asamblea. Ni, era preciso atenerse á procedimientos consignados en
ley alguna más que en la de gentes al combatir en vez de juzgar a los enemigos,
porque, sólo el hecho, decía Saint Just, de reinar es un atentado, una
usurpación que un pueblo no puede sufrir sin culpa.
No se puede reinar inocentemente,
exclamaba en el paroxismo de sus iras regicidas el célebre tribuno, que sólo
veía procedimientos verdaderamente viriles en un pueblo que acabase con los
tiranos como el de Roma con César. No valieron para salvar a Luis XVI ni las
habilidades de Faure y de Tronchet, ni los encontrados discursos de Marat y
Robespierre, próximo este último a verse arrojado de la Convención; todo lo que
pudo conseguirse por los más transigentes fue el proceso del Rey con algunas,
si no todas las formalidades requeribles; y el
11 de Diciembre se presentaba a la barra, llamado con el nombre de Capeto, al
que, aun protestando de él por impropio, respondía el ilustre preso del Temple.
No es de este lugar la narración de
las privaciones, atropellos y vejámenes de que fueron víctimas en aquella
prisión célebre Luis XVI y toda su familia. Quien lea la interesante obra de
Madame Staél, las comprenderá en todo su horror,
invocando la justicia del cielo para aquellos mártires, ya que la de la tierra
no haya vengado en toda su extensión la perversidad de sus verdugos.
Ínterin se sustanciaba la causa con
un interrogatorio indigno en que se hacían cargos a Luis XVI por actos
ejecutados en su defensa personal, que, después de todo, habían resultado
debilidades y sólo aprovecharon a la Revolución dejando desarmadas la monarquía
y sus más fundamentales atribuciones; y después de nombrados aquellos insignes
defensores, cortesanos de la desgracia, arrostrando con su abnegación generosa
y su elocuente palabra los filos de la guillotina, en que el más célebre de
ellos, el anciano Malesherbes, habría de sucumbir, entretuvo la Convención los
que pudiéramos llamar sus sanguinarios ocios en la encarnizada lucha con que
los Girondinos y Jacobinos se diputaban la supremacía en la Asamblea,
achacándose recíprocamente el malogro de las operaciones militares que por
entonces tenían lugar en las márgenes del Rin, los efectos de la miseria en el
pueblo, y hasta los de la propaganda que se suponía andaba ejerciendo en París
y Francia toda el duque de Orleans, aun reducido a la humilde condición del
ciudadano Felipe Igualdad.
No estaba entretanto ocioso el
gobierno español, inclinado como en los primeros días de la revolución a
buscar, por cualquier camino que fuese, la salvación de la monarquía, al
principio, y la de la vida, después, para todos preciosa, del rey de Francia.
Si no podían aceptarse las condiciones impuestas por la Convención para el
tratado de neutralidad entablado por Aranda, la del reconocimiento
principalmente de la República, andaba Godoy gestionando un convenio, en que,
sin herir las susceptibilidades de los revolucionarios franceses y
ofreciéndoles su mediación para con las potencias del Norte a fin de acabar una
lucha no ventajosa en aquellos momentos para Francia, se consiguiera el objeto
tan deseado por Carlos IV que, al leer las Memorias de su favorito, hay que
creer lo buscaba con lágrimas en los ojos y la gratitud más profunda hacia su
iniciador.
Y preguntamos nosotros, aun
respetando aquellas lágrimas y admirando tal efusión de sentimientos, «¿qué
diferencia puede existir entre el camino seguido por el conde de Aranda y el
que ahora emprendía su sucesor, el duque de Alcudia?» La de las palabras con
que pudiera expresarse un mismo proyecto, dictadas por dos rivales disputándose
su invención y los procedimientos para apropiárselo.
Uno, sin embargo, de estos
procedimientos, aparece verdaderamente original en la gestión de Godoy para
salvar a Luis XVI. No había cesado de dirigir a D. José Ocáriz, a quien por la retirada de Fernán-Núñez, como
embajador de España después del 10 de Agosto, y la ausencia de su primer
secretario se había dado el encargo de entenderse aunque extraoficialmente con
los ministros franceses, cartas y despachos que les hicieran saber las
intenciones del gobierno español cediendo en su resistencia al reconocimiento
de la República hasta aceptarla como gobierno de hecho, sin más condición que
la de la vida de Luis XVI y garantizando la absoluta renuncia de éste al
ejercicio, prerrogativas y aun derechos para volver a ocupar el trono. La
Convención consintió el 28 de Diciembre en oír la lectura de la carta que Ocáriz, siguiendo las instrucciones de Godoy, había
dirigido al ministro de Negocios extranjeros Lebrun, todo lo comedida y hasta
humilde que pudiera imaginarse en el representante de una nación que, a su
importancia como de las de primer orden en aquellos días, reunía la
circunstancia de un interés manifiesto por parte de los Franceses de no
malquistarse con ella en momentos en que andaban á las manos con otras varias,
más poderosas e influyentes todavía en los destinos de la Europa que entonces
se controvertían.
En aquella carta, acompañada de dos
notas oficiales de nuestro gobierno que la autorizaban, se ofrecía, como
sancionada por la Corona, la neutralidad de España y el convenio para retirar
de las fronteras de una y otra nación las tropas que la nuestra había
establecido para impedir la propaganda revolucionaria y Francia preparándose a
rechazar cualquiera intervención que pudiera intentarse en sus asuntos
interiores. Todo quería disculparse, aunque tácitamente, en aquel escrito, las
precauciones tomadas por el conde de Floridablanca y los preparativos militares
hechos por Aranda después de su consulta al Consejo de Estado. Hacíanse las protestas más calurosas de la sinceridad
de las intenciones del gobierno español y de su soberano, dirigidas a estrechar
los vínculos tan antiguos de amistad entre las dos naciones y a fomentar sus
comunes intereses y mutuo aprecio. Para alejar hasta la sospecha de que España
quisiera romper aquellos convenios, procuraría su gobierno fortalecer con todo
género de pruebas la intimidad antigua y la actual que se trataría también de
conservar entre ambas naciones. Y una de esas pruebas era la retirada que se
había impuesto a las tropas destinadas a los Pirineos anteriormente, sin
siquiera pedir en aquellos momentos la de los Franceses al interior de su país;
todo eso sin prestar valor a la diferencia entre los dos gobiernos y a la
facilidad con que las fuerzas francesas podrían volver a sus actuales
posiciones. En cambio, sólo se solicitaba la libertad del Rey y de su familia,
esperándola de la generosidad de Francia y de la moderación de su política. El
rey de España nunca podría mantenerse indiferente en cuestión que tanto
afectaba a su decoro y a sus sentimientos, sin, por eso, querer mostrarse
entrometiéndose en el gobierno interior de un Estado independiente.
Sin entrar después en discusión
alguna de principios, que creía Ocáriz pudiera
parecer intempestiva, se extendía en consideraciones para demostrar lo natural
de la solicitud de Carlos IV en favor de su pariente, así bajo el punto de
vista de la justicia como de la conveniencia general. El mundo entero, decía,
no puede dejar de estremecerse al ver las violencias hechas a un príncipe que,
cuando menos, es conocido por ser de carácter dulce y bondadoso; y que por su
misma dulzura y bondad ha caído en un precipicio, adonde no habían podido
quizás ser sumidos los tiranos más perezosos y crueles.» Y apelando a la
generosidad de Francia y a su interés en mostrarse magnánima y justa para
acreditar a las demás naciones su buena fe en los tratados que con ellas
pudiera celebrar, mostraba la conveniencia de hacer renacer la confianza en
todas con «la presencia de Luis XVI y de toda su familia en un país en que
tuviera asilo a favor de tratados convenidos al intento». Expuestos así los
deseos del rey de España y los votos de la nación española, era de esperar que
ambos pueblos, español y francés, se mirarían con amistad franca y duradera,
uniéndose en noble alianza y garantizando de ese modo la tranquilidad del
mundo.
Aun escuchada hasta su fin por la
Convención la lectura de aquella carta, algunos se mostraron después
indignados, dijeron, de la osadía del gobierno español, que, «negándose a
reconocer la República, tenía la pretensión de imponerla leyes», con lo que, y
entre los gritos de los más exaltados, se decidió pasará la orden del día. «De
aquí en adelante, exclamó uno de los Convencionales, no trataremos con los
reyes sino con los pueblos»; concepto que parecía una repetición del ya
expresado en la Asamblea constituyente el de que a los reyes no se les
combatiría con las armas sino con la libertad.
Al tiempo mismo en que se intentaba
de ese modo la salvación de Luis XVI, se dirigía a Londres un despacho para que
nuestro embajador en el Reino Unido lo noticiase a Mr. Pitt, moviéndole a tomar
parte en tan generosa empresa, que podría tener éxito al ver Francia el interés
que en ello tomaban las dos únicas grandes potencias que todavía se le
mostraban neutrales. Hasta se quiso promover la misma idea entre los miembros
más influyentes de las dos Cámaras inglesas. Pero desgraciadamente era muy
difícil, y lo ha sido siempre, impulsar al gobierno británico hacia intereses
que no respondan a esa moral utilitaria de que su política, al decir de un
distinguido historiador, es el tipo más acabado.
No debía Godoy abrigar grandes
esperanzas en la eficacia del despacho de Ocáriz al
ministerio francés, cuando a la vez emprendió por medio de aquel mismo, su
agente diplomático, el soborno de algunos de los más influyentes Jacobinos, de
quienes era de esperar el mayor encarnizamiento contra el infeliz rey de los
Franceses. No se escatimó, para conseguirlo, medio ni recurso alguno, abriendo
un crédito ilimitado y autorizando a Ocáriz para
gastar largamente y cuanto fuera necesario con tal de obtener sufragios para la
votación, ya inminente, sobre el proceso del Rey. No faltaron, con efecto,
personas, como dice el abate Muriel, que abriesen las manos para recibir los
dones de Ocáriz, prometiendo, en recompensa,
trabajar por la salvación de Luis XVI. El ex capuchino Chabot,
Jacobino furibundo, fue uno de los que se comprometieron a obra tan
humanitaria, entregando nuestro agente sumas respetables como garantía de hasta
cerca de 2.000.000 de francos que se le exigían; con la promesa, además y para
mejor disimular su interesada intervención, de que España reconocería el
gobierno francés sin mezclarse para nada en sus asuntos interiores,
interpondría su mediación con las potencias del Norte a favor de la paz con
Francia, y hasta consentiría en garantizar la abdicación de Luis XVI, dando
rehenes que respondiesen de la buena fe con que la haría aquel desgraciado
príncipe.
Difícil, si no imposible, se haría
a los venales miembros de la Convención, sobornados por el oro de Ocáriz, el aconsejar en aquella Asamblea la declaración de
la inocencia del Rey; y ya que no a eso, se ofrecieron a ayudar a los
Girondinos en su propuesta de la apelación al pueblo, que ya se sabía iba a ser
presentada al tener lugar el juicio y la defensa del Rey. Ese acto se celebró,
con efecto, el 26 de Diciembre por la mañana. Luis XVI fue llevado del Temple
en un coche con miembros del ayuntamiento de París para, inmediatamente
después, mostrarse en la barra al lado de sus defensores, de entre los que M. Desèze, en nombre de los demás, tomó la palabra que la
Asamblea oyó en el más profundo silencio. La defensa se apoyó principalmente en
los principios del derecho, que clamaban por el del Rey en su conducta
política, toda ella fundada en la Constitución de 1791, nunca infringida por
él; pasando después a la discusión de los hechos, de los que se le habían
atribuido como criminales muchos de que no podía presentarse una prueba
terminante como la de su inteligencia con los soberanos extranjeros y la del
derramamiento de la sangre francesa en la fatal jornada del 10 de Agosto,
provocada, como todo el mundo sabía, por los revolucionarios al emprender el
ataque de las Tullerías. Solamente al final de su meditada y exacta peroración
dedicó la defensa un sentido apóstrofe al carácter, conducta y virtudes de su
augusto cliente. «Este pueblo, dijo M. Desèze,
quiso libertad y Luis se la dio. Anticipóse a
él en sacrificios y, sin embargo, a nombre de ese mismo pueblo se pide hoy...
Ciudadanos, no concluyo... Me paro delante de la Historia: pensad en que ella
sentenciará vuestra sentencia, y la suya será la de los siglos...!»
El Rey añadió muy pocas palabras a
las pronunciadas por su defensor. «Os declaro, dijo, que mi conciencia no me
arguye de nada, y que mis defensores os han dicho la verdad. Nunca temí que se
examinase públicamente mi conducta, pero me ha partido el corazón oír en boca
del fiscal el cargo de haber querido derramar la sangre del pueblo, imputándome
las desgracias del 10 de Agosto.»
Pero no había acabado de abandonar
la Convención para volver a su tenebrosa morada del Temple, cuando los mismos
que habían oído la defensa en silencio, rompieron en uno de los tumultos más
ruidosos y violentos que se hubieran promovido en aquella turbulenta Asamblea.
Sobre si había de abrirse discusión o, dejándose de dilaciones, procederse
inmediatamente a votar sobre la suerte del Rey, se entabló una lucha entre los
Convencionales, que tardó más de una hora en calmarse. Venció, en fin, el
primero de aquellos procedimientos, desatándose los más intransigentes en
denuestos contra el Rey, aun conmovidos algunos con el espectáculo de un
monarca que, vencido y humillado, se mostraba a ellos, sin embargo, tan sereno,
modesto y esperando con la conformidad más cristiana el fallo con que le
amenazaban. Los más humanos, entre los que se distinguían los Girondinos,
buscaban la salvación del Rey, la dilación, al menos, de su sentencia, y de
todos modos su propia irresponsabilidad en la apelación al pueblo, de la que resultaría
en último término el cargo de barbarie sobre toda la nación, si condenaba al
Rey, o, si no, la prueba de su amor al trono, la más elocuente con que se
demostraría la repugnancia que le causaba aquella Asamblea que ya se había
lanzado a los caminos del terror. Robespierre, mostrándose también, aunque
hipócritamente, conmovido, «sintiendo, como decía, vacilar en su corazón la
virtud republicana al aspecto del reo, humillado ante el poder soberano»,
logra, por fin, hacer romper el silencio de los Girondinos, de los que
Vergniaud, increpando duramente a la Montaña y sosteniendo con los ejemplos más
elocuentes de la historia el atropello a las leyes, la injusticia y el error
sobre todo que se cometería condenando al Rey sin la participación del pueblo
en la sentencia, consigue a su vez aterrar a su sombrío rival aunque no
convencer a la Asamblea hasta arrastrarla á su opinión.
Todo lo que la elocuencia de los
Girondinos pudo alcanzar, fue tiempo, hasta el 15 de Enero de 1793 en que se
fijó un interrogatorio preliminar, ya calculado, de la sentencia que habría de
dictarse por la Convención al día siguiente. «Luis Capeto, se preguntaba, ¿es
reo de conspiración contra la libertad nacional y de atentados contra la
seguridad general del Estado?»
«La sentencia, sea cual fuere,
¿debe remitirse a la sanción del pueblo?»
«¿Qué pena debe imponérsele?»
La Convención respondió
afirmativamente por 683 votos contra 66 a la primera de aquellas preguntas;
negativamente a la segunda por 423 contra 281; y el día 17 publicaba Vergniaud
desde la presidencia, y con las muestras más patentes de dolor, que la pena
pronunciada contra Luis Capeto, era la de muerte.
Momentos antes pedía la palabra el
ministro de Negocios extranjeros para comunicar una nueva nota de Ocáriz, repitiendo el ofrecimiento de la neutralidad de
España y su mediación con las demás potencias si se concedía la vida a Luis
XVI. ¡Gestión inútil, aunque generosa, que sólo produjo la amenaza de declarar
la guerra a España y, como la otra vez, el pase a la orden del día!
Ni se dejó hablar a los defensores
del Rey, ni se tomó en cuenta la inexactitud en el número de los votos que se
habían emitido, ni se admitió, por último, en la sesión del 20, el
sobreseimiento de la ejecución; y el 21 de aquel mismo mes de Enero, día tristemente
memorable, subía al cielo el hijo de San Luis entre los gritos dados por la más
furibunda y repugnante plebe, de ¡Viva la República! ¡Viva la Nación!
La Revolución había arrojado el
guante a la Europa monárquica, y si no necesitaba hacerlo a las potencias
del Norte, en lucha ya armada con los soldados de la Convención, las dos únicas
que todavía no se habían alzado contra ella, habían forzosamente de recogerlo.
España, sobre todo, no podía ya dejar desatendidos deberes tan legítimos como
los que le imponían el parentesco de su soberano con el acabado de inmolar por
la furia revolucionaria en Francia, el decoro de la institución que
representaba y el interés social de una nación en que tan vivo aparecía el odio
provocado por los regicidas. Si el interés político, mal entendido en nuestro
concepto, podía retraer al gobierno español de un rompimiento inmediato y rudo
desde que se manifestaron en París las intenciones de los revolucionarios
contra la monarquía y su representante, no cabían, después de tan horrible
atentado, ni la contemplación conciliadora hasta entonces observada por los
gobiernos anteriores, ni el disimulo, siquiera, para ejercer la venganza que se
hacía ineludible en la persona del Rey, en la dignidad de su gobierno y en el
sentimiento, tan generoso como patriótico, que a porfía revelaban los pueblos
todos de la Península.
Y, sin embargo, todavía se dio
lugar a explicaciones entre el primer ministro de España y el plenipotenciario
francés, sea por falta de preparación para la guerra en aquél, sea por el
recelo que se abrigara respecto a la suerte de la familia de Luis XVI, presa
también en el Temple, objeto de las vejaciones y tratamientos más brutales por
parte de sus carceleros y verdugos y amenazada con igual destino al de su
desgraciado jefe, sea, finalmente, por miedo a que, propagadas las ideas
revolucionarias con la libertad que durante un año habían tenido para cruzar la
frontera y esparcirse por todo el país, fueran a, enfriando los ánimos de los
Españoles, debilitar la acción que de otro modo cupiera esperar de ellos.
Y he aquí el motivo de la nueva
conferencia celebrada entre Godoy y M. Bourgoing,
pasados algunos días de los en que se recibió la fatal nueva de la ejecución de
Luis XVI, y cuando el plenipotenciario francés, obligado por el ministerio de
la Convención a, en lugar de dar explicaciones sobre sus bárbaros
procedimientos, pedirlas a nuestro gobierno sobre sus proyectos futuros, creyó
suficiente el tiempo pasado para reanudar sus anteriores relaciones. Así y con
la arrogancia, aunque impropia de su carácter, que le imponía el de su
representación, pasó a nuestro primer ministro una nota, en que, con el
pretexto del convenio de neutralidad interrumpido antes, se venía a entablar la
cuestión de la paz o de la guerra entre ambas naciones. ¡Como si no estuviera
ya resuelta con el atentado que acababa de cometer la Convención ante el mundo
entero!
La respuesta a tan audaz
pretensión, ni podía retardarse, ni dejar de ser explícita. «El infrascripto
primer ministro de Estado de S. M. C., se decía en ella, en contestación a la
nota que el Sr. Bourgoing le ha dirigido
por encargo del gobierno francés, tiene orden de su augusto soberano para
declarar, que en la situación actual S. M. no estima conveniente que se dé más
curso a los negocios que fueron comenzados, y que midiendo su conducta, cuanto
a paz o guerra con Francia, por la que ésta tuviese con la España, su real
ánimo es de tomar todas las medidas preventivas que requiere el honor de su
corona y la seguridad de sus reinos».
A pesar de eso, M. Bourgoing fue citado a Aranjuez y recibido por Godoy,
si reservadamente, con deseos, al parecer, entre los dos, de no dar mayores
proporciones a la irritación que habría de producir en España la altanera nota
que provocaba aquella conferencia, si llegase a ser conocida del público.
Innecesario se hace el transcribir
aquí los conceptos de ambos conferenciantes, según Godoy los estampa en su obra
de vindicación. No debe ser exacto el valido en ellos por el interés que tiene
en mostrarse tan hábil como enérgico: entre las exigencias de Bourgoing aparece, como para cerrar un diálogo que no
se concibe pudiera celebrarse con tranquilidad, la del desarme recíproco de las
dos naciones, pero con la reserva de mantener Francia en la frontera tropas que
la garantizasen de cualquiera agresión por parte de los Españoles. Y si faltaba
algo para inferir una ofensa más al honor y a la dignidad de nuestra patria,
concluyó diciendo el plenipotenciario francés: «Mis instrucciones son precisas,
terminantes, no dejan lugar a otro partido. En los riesgos que amenazan a
Francia, su gobierno no se fía en palabras: la guerra es infalible, si España
no desarma.»
Pero si había, con todo eso,
motivos más que sobrados para declarar la guerra a Francia, tales eran las
vacilaciones en nuestro gobierno y la demora por ellas producida, que la
Convención francesa, después de actos que pudieran tomarse como de piratería contra
nuestros buques en sus puertos y la mar, hubo de hacerlo el 7 de Marzo con el
pretexto, en el preámbulo de su declaración, de las intrigas de la Inglaterra y
del Papa, y el de la aspiración, al final, de que los Borbones desapareciesen
del trono español, «llevando la libertad, se decía, al clima más benigno y al
pueblo más magnánimo de Europa»
Era necesario, en tal situación, y
urgente el tomar un partido; y Carlos IV se puso a deliberar con sus ministros
sobre cuál sería el más propio de la dignidad del trono español y de los
sentimientos que pudieran provocar en la nación los últimos e incalificables
sucesos de Francia. Parecía, si hubiera de darse satisfacción a tan altos y
hasta sagrados intereses, deberse imponer el partido de la guerra, único que
aceptaba la opinión en España según las manifestaciones, por todos conceptos
elocuentes, de que se hacía eco, lo mismo en las provincias que en la corte.
También es de creer que en los consejos de la Corona prevaleciese y hasta fuera
unánime ese voto, ya por la tendencia que se revelaba hacia él en Carlos IV, ya
en la que debía suponerse adherido el primer ministro desde su
conferencia con Bourgoing, y, sobre todo, por
las palabras que se le atribuían y él mismo se atribuyó después, al conocer la
desgraciada suerte de Luis XVI. «No, había dicho; un tratado pacífico en tales
circunstancias con la República francesa, sería mengua, deshonor, connivencia
con el crimen, grande escándalo de la España y de todas las naciones.»
Había otra razón más para decidirse
por la guerra, y era la de que la Convención, al anticiparse a declararla por
su lado, la hacía, puede decirse que inevitable. Aun tratando de hacer caso
omiso de la determinación de una asamblea que tantos enemigos se había
concitado, para que, sin motivo alguno extraordinario y no hostilizada, sino,
por el contrario, objeto de una política la más conciliadora por parte del
gobierno español, fuera a buscárselos nuevos en frontera tan importante como la
de los Pirineos, era de temer que, envalentonada con la apatía nuestra,
emprendería una campaña, por lo menos, de propaganda, tan funesta como
vergonzosa para la nación española y su soberano. El decoro, pues, de éste y el
orgullo nacional quedarían heridos, y a un punto en que, visto el estado de los
ánimos en toda la monarquía, podría hacerse más que probable una explosión del
sentimiento patrio que, de haberse afortunadamente revelado contra los
provocadores de la guerra, pudiera revolverse sobre los que, medrosos, o indiferentes,
no se decidieran a rechazarlos con todas sus fuerzas.
Pero, aun así y sin dar a la
declaración de la Asamblea francesa y a los efectos que habría forzosamente de
producir en España la importancia que de seguro merecían, un hombre en quien el
genio característico de la provincia en que había nacido, inclinaciones
adquiridas en sus estudios y viajes, el ejercicio de una carrera para la que se
suponen generalmente indispensables el carácter y la fijeza de ideas, y hasta
su edad, ya muy provecta, inspiraban una tenacidad que hacía en él vez de
religión, insistió en sostener de nuevo las que, sin más que un corto
intervalo, había mantenido siempre El conde de Aranda, en efecto, al saber la
catástrofe de Luis XVI, redactó y dirigió a Carlos IV el 27 de Febrero uno como
memorándum, recopilación de cuantos argumentos le habían servido de norma para
la conducta política observada por él durante el ministerio que acababa de
ejercer en sus relaciones con todas las potencias y especialmente con Francia.
En su concepto, la neutralidad seguía imponiéndose a pesar del efecto que
hubieran podido producir en el Rey la suerte del de Francia y la que era de
esperar para su familia, presa todavía en el Temple, y contra lo que a otros
aconsejara la excitación, bien manifiesta en el pueblo español.
Esa neutralidad, con todo, tendría
el carácter de observación a fin de aprovechar las disidencias que pudieran
ocurrir en Francia con la muerte de Luis XVI. Pasar de ahí por el pronto, no
sería prudente, pues que España, aun saliendo triunfante la coalición, no
recogería otro fruto de los inmensos gastos que la esperaban que el de la
satisfacción de volver a ver a la familia de su soberano recobrando el trono de
Francia, al contrario que la Inglaterra, el Austria y la Prusia, obtendrían
grandes compensaciones territoriales por recompensa de sus sacrificios. El
conde de Aranda no esperaba gran cosa de la alianza inglesa, por la manera de
ser de su gobierno, cambiando de ideas como de personas en los vaivenes de su
política. No era eso decir que se apoyase á la Francia después de los horribles
atropellamientos cometidos contra la familia real, pero se creía conveniente la
neutralidad, aun cuando bien armada «para que los Franceses reflexionasen si
estando resueltos a mantener su idea, aun logrando buenos efectos de ella, les
traería cuenta ninguna tener en España un enemigo más que distrajese su
atención por las fronteras meridionales».
Esa neutralidad, se añadía en aquel
escrito, estallando la guerra entre Inglaterra y Francia, cuyo poderío se
enflaquecería con ella, daba a España autoridad y fuerza para obrar, mediar y
negociar con aquellas potencias en los momentos oportunos.
Y he aquí la parte que pudiéramos
llamar maquiavélica del memorándum del conde de Aranda, si no resultara poco
digna de nuestro soberano en su situación privada y de la nación española,
demasiado leal y arrogante para entregarse a tales desquites. «Si pudiéramos
mantener, según el veterano general y diplomático, una neutralidad armada, las
resultas serían infaliblemente las siguientes: los Franceses habrían de ser o
felices o desgraciados en la contienda. Si eran felices no se habrían agriado
con nosotros, y siéndoles necesario el descanso después de tanta agitación, o
cuando menos, vivir en lo sucesivo en buena inteligencia con algunos Estados,
fuera muy natural que, teniendo interés tan verdadero en vivir con nosotros, lo
hiciese. España, por su parte, no ha de perder de vista, que si hay algún medio
de evitar el contagio del espíritu de libertad sería ciertamente estar en paz
con su vecino, pero de manera que cada uno viviese en su casa y se gobernase en
.ella como tuviese por conveniente. No poniéndose sobre este pie, el mal
espíritu de libertad se removería y haría tentativas continuas por hallarse las
dos naciones tan vecinas; sería menester estar siempre en defensa para
precaverse contra sus frecuentes agresiones. Si los Franceses eran
desgraciados, entonces sí que la inacción armada sería ventajosa porque
desplegaríamos nuestras fuerzas y cargando sobre los Franceses ya flacos y
turbados con sus reveses por otras partes, daríamos un golpe decisivo y
seríamos vencedores sin mucho riesgo. Entonces podría V. M. como tan interesado
en restablecer los derechos de su familia presentarse a reclamar la reposición
de ella en el trono de Francia».
Y después de ofrecer a la
consideración del Rey los peligros que correrían nuestros Estados de América de
despertarse, como era de esperar, en ellos el espíritu de independencia con el
triunfo conseguido por los del Norte en su lucha de emancipación de la
Inglaterra, con las grandes fortunas creadas recientemente y la instrucción que
se difundía por todos, acababa poniendo de manifiesto la necesidad de atender a
la conservación de la propia casa antes que mezclarse en los asuntos de las de
los otros.
No debió hacer efecto la
representación de Aranda en el ánimo de Carlos IV, afectado de una manera
extraordinaria por la muerte de su pariente el rey de Francia. Días después de
haber llegado a España la noticia de acontecimiento tan funesto, el 5 de Febrero,
aparecía en la Gaceta un Real Decretó prescribiendo el luto de
la corte durante tres meses «con motivo de la muerte de Luis XVI, Rey
Cristianismo de Francia, que terminó su carrera el día 21 de Enero próximo
pasado con una heroicidad igual a sus anteriores infortunios y a la inhumanidad
del horrendo e inaudito atentado cometido contra su augusta persona». Teníanse, además, noticias de que Inglaterra andaba armando
sus escuadras con objeto, indudablemente, de una acción militar contra Francia,
puesto que su gobierno, no sólo se negaba a recibir al nuevo embajador francés,
M. Chauvelin, sino que el 25 de Enero lord Grenville le notificaba la orden de salir del Reino
Unido en el término de ocho días; disponiendo, pocos después, un aumento de
fuerzas terrestres «con que socorrer a sus aliados, oponerse a las miras
ambiciosas de la Francia y particularmente a la propagación de unos principios
que sólo se dirigían al total trastorno de la paz y del orden de toda sociedad
civil».
De modo que la conducta política
que aconsejaba el conde de Aranda, aun siendo la hoy admitida en las relaciones
mutuas de las potencias de Europa con el fin de no atentar a la independencia
de cada una y a sus derechos de gobernarse según su voluntad y manera de ser,
no era la entonces observada por ninguna de ellas, puesto que todas, las del
Norte primero, Saboya después, y por fin Gran Bretaña, entendían deberla
atemperar a los intereses particulares de sus soberanos y a la salvaguardia de
los morales más importantes de sus pueblos. Hoy podría calificarse de política
de sentimentalismo la que practicaba la Europa entera ante los excesos de la
Francia revolucionaria y con el temor de la propaganda que pudiera ejercer,
política condenada por el conde de Aranda en su escrito de 27 de Febrero, pero
de que es muy difícil se resolviera a separarse el rey de España, que reunía en
su persona y en sus pueblos cuantas causas pudieran influir separadamente en la
conducta de todos los demás.
No era, pues, de esperar en Carlos
IV otra resolución que la de la guerra, ansioso de vengar la muerte de su
pariente y dar satisfacción a sus vasallos, entre los que era raro quien, como
Aranda, pusiera de manifiesto su oposición a una lucha, después de todo y según
ya hemos dicho, provocada por la Convención, cuyo guante hubiera parecido
vergonzoso y cobarde no recoger inmediatamente Aun antes de conocerse la
resolución del Rey, llovían en la corte representaciones y ofrecimientos
cuantiosísimos para mantener la guerra y hasta para llevarla al país vecino;
revelándose la opinión por modo tan elocuente, que era de temer cualquier
acuerdo que no llegara a satisfacerla.
¿Podría Carlos IV desentenderse de
ella?
El 23 de Marzo expedía, por
consiguiente, un decreto declarando la guerra a Francia, fundado en lo inútil
de sus gestiones a favor de la paz por medio de notas en que llegaba a conceder
hasta la neutralidad y la retirada recíproca en las fronteras de las tropas de
una y otra nación; notas rechazadas en su segunda parte, acabada de recordar, y
en nombre de una república que mal podía reconocer el rey de España. El cruel e
inaudito asesinato, como se decía en aquel documento, del soberano de Francia,
y finalmente la declaración de guerra publicada por la Convención el 7 del
mismo mes de Marzo, y eso después de haberse cometido no pocos atropellos
contra nuestras naves de guerra y comercio a efecto de las patentes de corso
que había expedido aquel gobierno, obligaban al español a declararla
solemnemente y a expedir las órdenes necesarias para detener y rechazar o
acometer al enemigo, por mar o por tierra, según las ocasiones que se
presentaran.
Ya para entonces y con fecha de 4
de aquel mismo mes, se había dispuesto salieran de los dominios españoles y en
el término de tres días todos los Franceses no domiciliados en ellos,
prohibiéndoseles viajar juntos en número de más de ocho y ocupándoles temporalmente
sus bienes y efectos por las justicias de los pueblos de su residencia, a fin
de entregárselos después de la guerra. Se exceptuaba en aquella orden a los
eclesiásticos, que eran muchos, y a los demás emigrados que, como ellos,
hubiesen huido de Francia para acogerse a la hospitalidad española.
Con alguna anterioridad, esto es,
con fecha del 4 de Febrero, se expidió una Real Orden al Consejo, circulada
luego el 6, convocando a los pueblos para el enganche voluntario de los mozos
que, no creyéndose necesarios en las localidades de su vecindad para los
trabajos de la agricultura o de la industria, se ofreciesen para el servicio de
las armas, eximiéndolos de la condición, en otros casos precisa, de la talla
reglamentaria. No tardaron en presentarse a las autoridades respectivas, y a
centenares, mozos de todos los pueblos de España, cubriéndose las Gacetas con
la lista numérica de los que en cada uno iban a solicitar su ingreso en los
cuerpos del ejército. Pero si eso era importante, y luego se verá, para elevar
el personal de los regimientos al pie de guerra, más lo fue aún el resultado de
las ofertas hechas al Estado para las necesidades de la gran lucha que iba a
iniciarse por todas las clases de la sociedad española en cuantos recursos se
pudieran adivinar como indispensables para emprenderla con el mayor vigor y
llevarla a feliz éxito. No vamos a enumerar esos donativos en personal, dinero,
equipos y armas: se haría interminable su enunciación tan sólo, y nos basta
resumir en pocas cifras sus más importantes datos para facilitar a nuestros
lectores una idea aproximada de cómo se reveló en España aquel arranque
patriótico hasta causar la admiración general de Europa, al compararlo,
especialmente, con los exhibidos para ocasiones iguales en otros pueblos,
siquiera fueran esos Francia e Inglaterra, tan poderosas y presumiendo de la
mayor abnegación en gloria y provecho de la patria.
El general Foy dice: «Llegaron de
todas partes los donativos. Cataluña solicitó el levantamiento, en masa, y
Vizcaya y Navarra hicieron un llamamiento general a sus pueblos. La grandeza
acudió presurosa a la cabeza de sus vasallos, y los frailes llegaban por
regimientos, tomando aquella causa por suya. Bandas enteras de contrabandistas,
olvidando su habitual conducta para con el gobierno, pidieron ir a pelear con
los enemigos del trono y de la Iglesia. Todas las clases y todos los estados
querían vencer o morir por la patria.» Y añade en una nota correspondiente a
este párrafo de su escrito: «Los donativos gratuitos de Francia, ofrecidos a la
Asamblea nacional en 1790, ascendieron a 5.000.000 de francos; los de
Inglaterra en 1793, a 45; los de España a 73»
Aún pasaron de esa cifra las sumas
ofrecidas al gobierno, si se cuentan entre ellas los donativos llegados de
América, entre cuyas provincias las hubo que prometieron construir y equipar
buques de guerra de todos portes. La grandeza, con efecto, como dice Foy, se
ofreció con sus personas y haciendas para la guerra; habiendo quienes como los
duques de Arión, Medinaceli, de Osuna, Frías y Uceda, los marqueses de Campo
Real y Cerralbo y los condes de Balazote,
Guadiana y muchos otros títulos del reino, levantaron regimientos y compañías
de infantería y caballería perfectamente armadas y equipadas, a cuya cabeza se
presentaron algunos en los campos de batalla u ofrecieron sus personas y
haciendas. Las corporaciones ofrecieron también sus servicios; y, entre ellas,
el Consejo de las Órdenes Militares levantó un batallón, al que después fueron
a reunirse los 1.000 hombres presentados por el duque de Arión para organizar
el regimiento llamado de las Órdenes Militares que tanto había de distinguirse
en aquella guerra y después en la de la Independencia.
Aquel arranque patriótico, como
acabamos de llamarlo, servirá de perpetuo ejemplo a todas las naciones, aun
recordando el que quince años después iba a dar nuestra misma patria en lucha
más memorable todavía; desde el general Foy a M. de Capefigue y
de R. Saint-Hilaire a cuantos historiadores han tomado por tema de su trabajo
la guerra de la República, se esmeran en hacer resaltar aquella muestra del
espíritu patriótico, monárquico y religioso que tan gallardamente se reveló en
tal ocasión para gloria imperecedera de la nacionalidad española.
El gobierno, entretanto, no había
demostrado la actividad y la energía que debiera hacer esperar el espectáculo
que ofrecía nuestro pueblo. Con decir que el mismo Godoy, su primer ministro,
se vanagloria de no haber resuelto la guerra hasta dos meses después de la
muerte de Luis XVI y bastante más tarde de habérnosla declarado la Francia, se
comprende perfectamente la inacción a que estaba entregado. Y nada más fácil,
con efecto, de comprender si se observa que, durante las negociaciones que aún
mantuvo con M. Bourgoing, ni podía proceder a
armamento o preparativo alguno, ni siquiera a reforzar las guarniciones y
puestos de la frontera francesa, ya que la primera condición que imponía el
plenipotenciario francés para acceder a la neutralidad era la de retirar la
mayor parte de las fuerzas que desde el tiempo del conde de Aranda cubrían los
pasos del Pirineo en observación de las francesas.
Que después de declarada la guerra,
Godoy trataría de apresurar los armamentos y la reorganización de los cuerpos
poniéndolos al pie de guerra, es lo que debía esperarse, porque el no hacerlo
entrañaría un abandono por todos conceptos punible. Así es que, al dirigirse
las tropas, su material y provisiones a la frontera, se habían nombrado ya los
generales que debían mandarlas, aunque con el carácter todavía de gobernadores
de los distritos limítrofes con la Francia; siendo destinado al mando del de
Cataluña el general D. Antonio Ricardos, cuyas condiciones militares, como las
de los demás, expondremos muy luego; el príncipe de Castel-Franco para el de
Aragón, y D. Ventura Caro para el de Navarra y Provincias Vascongadas.
Pero si se quiere formar una idea
de lo perezoso que se mostró el ministerio español en la concentración de
aquellas tropas para entrar en campaña, bastará traer a la memoria un solo
dato, y es el de que, al invadir Ricardos Francia, lo hacía ya el 17 de Abril y
al frente tan sólo de 3.500 hombres, sin otros recursos, por el pronto, que sus
fusiles y su valor.