REINADO DE CARLOS IVCAPÍTULO
II
MINISTERIO
DEL CONDE DE ARANDA
Pocos
meses duró el ministerio a cuyo frente, aunque con el carácter de interino, que
él mismo solicitó y obtuvo, se vio al célebre capitán general, conde de Aranda,
en quien tantas esperanzas se cifraban por sus eminentes servicios de antes y
las ideas que ahora se le suponían, disconformes de las de Floridablanca en
muchos y muy importantes puntos de la política española que pudiera creerse más
conveniente en las críticas circunstancias que estaba la Europa atravesando.
Porque
el de Aranda era objeto de las más encontradas opiniones, si duro de carácter y
altanero y acre en la expresión de sus ideas y de sus órdenes, conciliador en
materia de política y dejándose llevar de las corrientes de la Revolución
francesa en su origen, cuando parecían dirigirla los filósofos y aquellos, que
ya hemos citado, como puestos a la cabeza de la oposición constitucional en la
Asamblea, no pocos conocidos y aun amigos de nuestro ilustre compatriota desde
que, desempeñando importantísimas misiones militares y diplomáticas, había
podido relacionarse con ellos en varios puntos de Europa y particularmente en
París. Era monárquico, e intransigente en ese punto, incapaz de intentar el
menoscabo de ninguna de las prerrogativas de la Corona, procurando siempre
sostenerlas con el mismo calor con que defendía las de las clases militares en
el servicio y en sus escritos que tanto disgustaron en ocasiones a las más
elevadas de la nobleza y del estado civil. Vehemente por razón de raza y por la
de su carrera, en que tanto se había distinguido; lleno de cualidades que le
valieron el alto crédito de que gozaba, y, entre ellas, las que parecen a
algunos incompatibles con oficio tan borrascoso como el del soldado, hasta
presumía de los conocimientos y de la habilidad política que exigen la
diplomacia y el gobierno en el de las naciones. En tal concepto, de que
participaban muchos en Europa, había el Conde, repetimos, cultivado la amistad
de los hombres más eminentes del extranjero; y si los soberanos le prodigaban
las muestras más elocuentes de consideración como militar y como representante
del nuestro en sus cortes, los sabios, los filósofos por antonomasia de su
tiempo, en Francia sobre todo, le halagaban con preferencias que no habrían
seguramente de producir en él desencanto alguno de ese mismo concepto que en
tanto estimaba. Su trato, pues, con tales y tan conspicuas personalidades; la
correspondencia que con ellas seguía, y los alardes que las gentes le
escuchaban de trato tan envidiado por entonces, cuando no se podían sentir aún
los venenos que encerraba, le dieron una gran popularidad en el mundo que
pudiéramos llamar sabio, principalmente entre los que, aspirando a ver
realizados en su patria los ideales sacados á luz en los mil escritos que hemos
dicho circulaban más o menos públicamente, creían al conde de Aranda capaz de
introducir su ejercicio y hasta arraigarlos en esta nuestra tierra, clásica, en
todos sentidos, de la costumbre y del quietismo.
Fomentaba,
sobre todo, esas esperanzas su historia política en el reinado anterior en que
había ejercido grandísima influencia, en las épocas precisamente elegidas por
Carlos III, para mostrarse más celoso de su independencia con cuantos trataran
de oponérsele en el camino de las reformas que meditaba o le eran inspiradas
por sus consejeros. «Aranda, ha dicho un historiador francés, es el tipo de
cuanto hay de noble, enérgico e incompleto a la vez en el genio español.
Oriundo de una de las más ilustres familias de Aragón, aragonés de corazón y
tradiciones, echando todavía de menos los privilegios arrancados a su
provincia, la más enérgica quizás de los diez o doce pueblos distintos que
encierra la Península, Aranda, aun en el poder se mostró, más que Español,
Aragonés. Cosmopolita por sus viajes, estudió en Prusia la táctica militar por
haber consagrado a la carrera de las armas los primeros años de su vida, y de
allí fue a Francia para formarse en las buenas maneras y el libre pensamiento.
Apasionado por sus sueños de reformas que entonces se sentían flotar hasta en
el aire que se respiraba, e imbuido en las lecciones de sus maestros de la
Enciclopedia, había vuelto a España para implantar aquellas sus queridas
teorías, sin darse cuenta de si el suelo natal de la Inquisición y del
absolutismo era propio para hacerlas cultivar y desarrollarlas.»
Con
ese temperamento y tales disposiciones fácil es comprender que tan pronto como
fue llamado por Carlos III, Aranda se propuso llevar a ejecución los proyectos
que con tanto calor había acariciado en su estancia, voluntaria o forzosa, de
Berlín y París. Hizo muy pronto objetivo de sus iras filosóficas a la
Inquisición, esforzándose por privarla del derecho de juzgar los delitos de
imprenta y de censurar las obras nuevas dadas á luz por su medio, empresa, como
la del pase de los breves pontificios, en que antes habían fracasado la
princesa de los Ursinos, Orry y Macanaz, y en que salió vencedor, gracias al apoyo
que encontró en una junta de magistrados y obispos y al espíritu regalista en
que, también entonces y a pesar de los consejos de su confesor, supo inspirarse
el rey. Aún emprendió otras reformas en las atribuciones de aquel célebre
tribunal; pero sus disputas con Grimaldi y con cuantos se atrevieran a
impugnarle, acabaron por, debilitando su influencia y hasta causando su ruina,
ofrecer motivo para que, aun cuando no con las proporciones y resultados de
otro tiempo, se diese el espectáculo del autillo de fe de que fue
víctima D. Pablo Olavide, el famoso intendente de las nuevas colonias de Sierra
Morena, autor obligado de El Evangelio en triunfo.
La
lucha era muy desigual para aquellos tiempos en el país clásico, según ya hemos
dicho, de la costumbre y del quietismo, desde la época, sobre todo, en que
habían cesado la guerra religiosa de la reconquista cristiana y las interiores
determinantes de su decadencia. De ahí el enconado empeño con que los
consejeros de Carlos IV habían trabajado en su real ánimo por la exoneración de
Floridablanca; y si es verdad que Aranda, al ser consultado, se resistió a
sucederle, no sólo dio pruebas de una honradez política que desmiente la fama
de sus ambiciones, sino de haber previsto su suerte en el ministerio, causa,
quizás, de no haberlo querido aceptar más que en concepto de interino.
Porque
si hay quien culpe a Floridablanca de las contradicciones que pudieran
observarse en su conducta política desde la primera época de su gobierno en
tiempo de Carlos III, hasta la segunda, que hemos descrito, del de Carlos IV,
¿qué se dirá de las en que tuvo que caer el de Aranda durante el corto tiempo
de su ministerio? Y es que se atropellaban los sucesos en Francia, cada vez más
variados y cada día más y más tremendos y decisivos, hacia un desenlace tan
inmediato ya como funesto; y si era difícil preverlos en toda su eficacia, más
lo era el impedirlos. Así, le veremos luchar sin fortuna con esa corriente
arrebatadora de los acontecimientos, teniendo a la vez que combatir con igual y
triste éxito otro género de obstáculos, si no desconocidos, pues que se habían
puesto en acción para su encumbramiento al poder, bastardos siempre como
ocultos en la sombra, tanto más tenebrosa cuanto que era la de un trono sumido
en la de las más negras intrigas.
Aranda,
de acuerdo con sus ideas, según las había ya revelado, y conforme a lo que de
él esperaba la opinión de los más transigentes con las imperantes en Francia,
comenzó su gestión política procurando calmar la excitación producida allí y en
España por el estado de tirantez en que halló las relaciones entre sí de ambos
países. Daba la circunstancia de haber muerto el 1° de Marzo de aquel mismo año
de 1792 el emperador Leopoldo que, como hermano de María Antonieta, habría de
ser siempre un obstáculo a trato alguno medianamente conciliador con los
revolucionarios, tan injustamente crueles con ella, e ignorábase cómo pensaría su sobrino y sucesor, Francisco, ya que en su juventud e
inexperiencia necesitaría tiempo para tomar el rumbo que creyera más propio en
sus resoluciones. Y aun cuando era de esperar serían enérgicas para dejar a
salvo en sus manos el buen nombre de la familia y el honor de monarquía tan
ilustre y poderosa como la que iba a regir, érale necesario tomar, cual suele
decirse, aliento antes de dar un paso de que penderían, quizás, el éxito o
malogro de sus, como primeras, halagüeñas esperanzas. Por extraña coincidencia,
había también muerto hacia aquellos días Gustavo III de Suecia, el paladín
elegido por la emperatriz Catalina para con un grueso ejército invadir Francia
en favor de Luis XVI. Asesinado en un baile entre la más florida nobleza de su
reino, a la que, considerándola humillada, se atribuyó el crimen, su tragedia
desvaneció muchas ilusiones, fundadas, acaso, en muy erróneas apariencias de la
importancia que pudieran dar a aquel príncipe las potencias del Norte. De
Francisco, rey todavía de Bohemia y Hungría, y de Federico Guillermo de Prusia,
dependía la resolución que hubiera de tomar el gobierno español que, por mucho
que pesara en la balanza de los destinos europeos, no había de lanzarse solo a
palestra tan llena de escollos y por intereses en lucha desgraciadamente tan
opuestos.
Aranda,
repetimos, tomó los rumbos de la templanza para con la Revolución, sin, por
eso, renunciar a la inteligencia con las demás naciones, entablada y seguida
con perseverante energía por su antecesor Floridablanca. Su primera providencia
en la política internacional que se proponía adoptar, fue la de reconocer en M.
de Bourgoing el carácter de ministro representante de
la Asamblea francesa en nuestra corte, que se le había negado hasta entonces.
En el interés de Francia estaba el no acumular enemigos que, siendo muchos, no
presumiría vencer; y conviniéndole tanto mantener neutral, por lo menos, la
vasta frontera de los Pirineos, no escaseó la Asamblea muestras de amistad que
el nuevo plenipotenciario hizo más y más expresivas, ya de conformidad con su
gobierno, ya dejándose llevar de la afición que desde un principio reveló hacia
España y sus habitantes. Con esto parecieron calmarse los odios despertados en
España por los excesos de la revolución y en Francia con las medidas represivas
de Floridablanca; llegándose a tal estado de relaciones entre los gobiernos de
una y otra parte que ya no se puso obstáculo a la entrada de los Franceses en
la Península, cuyas fronteras se abrieron a la escarapela tricolor, que días
antes hubiera escandalizado al más tibio de los monárquicos españoles.
M.
de Bourgoing no cesaba en la tarea que se había
impuesto de estrechar esas relaciones, pensando que lograría, al fin, de Carlos
IV y, en primer lugar, de Aranda el olvido de cuanto se había hecho sufrir al
rey de Francia, y establecer los dos gobiernos de mancomún los principios de
una paz que impondría a las demás potencias, conteniéndolas en sus proyectos de
intervención u hostilidad, vagos, según ya hemos indicado, desde la muerte del
emperador Leopoldo. Para mejor conseguirlo, Bourgoing,
no recibido antes en la corte de España con carácter oficial, volvió de París,
al reconocérsele, armado de una carta de Luis XVI en que, repitiéndole las
seguridades que antes le había dado de su espontánea adhesión al código
constitucional que juró ante la Asamblea nacional, ya disuelta, rogaba a Carlos
contribuyera por su parte al mantenimiento de la paz, que daría seguramente el
fruto, por todos apetecido, de «que Francia pudiera sin violencia y con
tranquilidad, marchar, se decía, hacia sus nuevos destinos.»
Aranda,
sin embargo, no había logrado sino engañarse a sí mismo al forjar en su mente
tan lisonjeras ilusiones. El monstruo de la revolución no iba a detenerse en la
arrebatada marcha que había emprendido ni a dejar en su camino rastro siquiera
de las instituciones que poco antes odiaba, pero sin atreverse a combatirlas.
“Si se hubieran respetado en el rey y la aristocracia, dice Thiers, cuantos
poderes se le quitaron, no por eso habría dejado de verificarse la revolución
con todos sus últimos excesos», y el no creerlo así, que fue uno de los graves
errores de la Asamblea constituyente, se hizo extensivo a cuantos en la
legislativa suponían poder dar asiento sólido a la obra de sus antecesores de
Versalles y París. Pues si los constituyentes, entre los que brillaron
inteligencias tan superiores al fundar los principios que todavía proclaman
gobiernos tan antagónicos como el imperio, la monarquía generalmente llamada de
Julio, y la República; pues si los Mirabeau y Siéyès, y luego los Girardin, Lafayette, Dumouriez, Dumas y tantos otros, se
equivocaron al poner diques a la explosión popular, inconsciente y todo en un
principio, ¿cómo acertar quienes no la presenciaban en todos sus detalles ni
podían, por consiguiente, sentir sus ardientes y fuertes pulsaciones? Aranda,
pues, se mentía ideas, fuerza y estado que no eran en Francia lo que él había
visto en sus peregrinaciones, y voluntad, resolución y entereza en España, que
secundaran sus propósitos conciliadores para con ellos salvar la soberanía de
Luis XVI y conservar y aun enaltecer la de su rey Carlos IV con la gloria de su
hábil intervención. Si por unos días pudo abrigar tales y tan gratas
esperanzas, aun comprendiendo la situación de la Asamblea francesa, dividida en
partidos, tan separados en ideas como en la altura de las posiciones que habían
tomado en ella, y si no le arredró el ver huidos de Francia a la nobleza y el
clero, los sostenes más robustos de la monarquía y con quienes había que contar
para restablecer su autoridad ya que no su antiguo brillo, la caída de los Girondinos
debió convencerle inmediatamente de que la tarea que se había impuesto era, más
que difícil, irrealizable. El gobierno con quien debía entenderse no tenía
fuerza, no decimos en la opinión de las muchedumbres revolucionarias, ni
siquiera en la Asamblea misma, en la que, hasta uno de los hombres más
importantes, Condorcet, el Siéyès de los Girondinos, antes preocupándose tan
sólo de sus matemáticas y sus críticas literarias, se había hecho republicano
al entrar en la era política de su vida. Si faltaba algo para acabar con toda
esperanza de éxito en la conducta de Aranda, la declaración de las potencias
del Norte por el órgano de Kaunitz, legitimando la
liga de sus soberanos para la seguridad y el honor de las coronas, y luego la
nota de M. de Cobentzel pidiendo en nombre del emperador
Francisco el restablecimiento de la monarquía sobre las bases acordadas en 23
de Junio de 1789, que era pedir la anulación de la Constitución, la restitución
de Aviñón y el reintegro de los bienes al clero, vinieron a darla por fracasada
para en adelante. Porque Luis XVI se vio en la precisión de declarar la guerra
al Austria, guerra que, siendo desgraciada en sus primeros trances para las
armas francesas, dio lugar en a las resoluciones más violentas, una de ellas la
proposición declarando la patria en peligro, y a los sucesos del 20 de Junio y
del 10 de Agosto que acabaron con el trono de los Capetos.
Porque si aun con los reveses de Quiévrain y Lille,
pudo Lafayette, más afortunado que sus colegas Biron y Dillon, amenazar a la
Asamblea, a punto de suponérsele otro Cromwell, ni él ni Dumouriez, que hasta
llegó a darla lecciones, como decía Guadet, después de imponer silencio a
los más alborotados y hacerse escuchar en medio de una tempestad de silbidos y
gritos, el héroe de la independencia americana tuvo que huir al campo de sus
enemigos, y Dumouriez, único apoyo ya de la corte, con la que parecía
entenderse, se vio desautorizado por ella en la sola ocasión en que todavía le
era dable salvarla. Luis XVI recordaba la suerte de Carlos I de Inglaterra,
cuya historia leía en circunstancias de tan triste augurio, y ya que no en un
cadalso que esperaría no ver alzado para él, sabido es que hizo tomar las más
severas precauciones para no morir envenenado con todos los suyos.
El
20 de Junio el palacio real fue invadido de las turbas, acaloradas por los
mismos Girondinos, más aún por los Jacobinos , pero, sobre todo, por los
Marselleses que dirigía el brutal Santerre quien,
contando, además, con algunos batallones de la Guardia nacional y la apatía del
que custodiaba las Tullerías, penetró en las estancias de Luis XVI, al que como
al Delfín, en brazos de su madre, hizo encasquetarse el gorro frigio. El rey,
ultrajado así y escarnecido, mantuvo sin embargo su resolución de no sancionar
los decretos, que se le habían presentado, declarando la patria en peligro y la
formación de un campamento de 20.000 hombres destinados a la defensa de la
Asamblea en la capital.
Pero
si aquella triste jornada había acabado con el resto de prestigio que aún le
quedara a la Corona, la del 10 de Agosto, después de ceder en la cuestión de su
veto respecto de aquellas disposiciones proclamando en el campo de Marte que la
patria peligraba con efecto y jurando su salvación, fantasma de soberanía más
irrisoria que respetable, la del 10 de Agosto, repetimos, anunció al mundo el
próximo derrumbamiento del trono de Francia y la sentencia del desgraciado
monarca que lo ocupaba. Todo caía en ruinas ante aquellas bandas de asesinos
que degollaban sin piedad a los más leales servidores de la monarquía,
profanando el nombre de libertad que un testigo de su bárbara hazaña, oficial
de artillería, apenas salido entonces de la academia del arma, se encargaría
pocos años después de ahogar con todos sus secuaces en el mar de sangre que
produjeron sus victorias.
Si
por el momento la Asamblea no accedió a la petición de las turbas para el
establecimiento de la república, avergonzada acaso con la presencia de Luis XVI
en el salón de sus sesiones, adonde se había refugiado, se avino a convocar la Convención,
que también pidieron, a la que dejó la responsabilidad de tamaño acuerdo y la
suerte del rey que de allí fue, con efecto, trasladado al Temple.
Y
véase cómo el conde de Aranda hubo de cambiar de conducta para volver a la que
tan duramente había calificado en su predecesor, no previendo, como él, la
serie de desgracias que habrían de acarrear a Francia las primeras debilidades
del soberano y las torpezas de sus ministros, ni los peligros que pudiera traer
a España la propaganda que naturalmente habían de cultivar los partidarios de
la revolución. Tal sobresalto produjeron en Aranda los acontecimientos de
París, acabados de recordar, que, al recibir la noticia del de 10 de Agosto,
convocó inmediatamente al Consejo de Estado; queriendo no perder un momento
para descargarse de la responsabilidad que se le pudiera después exigir, tanto
más grave cuanto que, conocidas sus ideas de antes, cupiera suponérsele, por lo
menos, indolente para ahora desmentirlas y rechazarlas. Sus simpatías hacia las
proclamadas por los filósofos, primero, y, más tarde, en la Asamblea nacional,
no pasaban de ahí, y abominaba y condenaría con la mayor dureza los excesos
cometidos contra la majestad del trono, al que nunca había cesado de rendir
culto entusiasta y leal.
Y he
aquí las proposiciones que planteó en el Consejo el 24 de Agosto de 1792: las transcribimos
íntegras, así por la importancia que entrañan, como por la trascendencia que
habrían de tener en la política de España por aquellos días.
1º. «¿Estamos ya en el caso de tomar un partido
contra la revolución francesa para reponer a aquel soberano en los justos
derechos de su soberanía, y libertar a su familia de las vejaciones que está
sufriendo?»
2ª.
«¿No deberíamos unir nuestras armas con las de los soberanos de Austria, Prusia
y Cerdeña, presentándose una ocasión tan favorable para acosar a la nación
francesa y reducirla a la razón, oprimiéndola como merece, y haciéndola conocer
que la destrucción de su país es inevitable, siendo acometido a la vez por
todas partes con ejércitos numerosos?»
3ª.
«¿Sería de temer por ventura que la Inglaterra, que hasta ahora se mantiene
neutral, se aprovechase de nuestra declaración de guerra contra Francia, y que
viéndonos ocupados en este grave empeño acometiese alguna de las posesiones de
Ultramar?»
4ª.
«¿En el caso que se restableciese el gobierno francés en tal manera que fuese
posible amistad y alianza recíprocamente defensiva entre Francia y España, ¿no
sería más conveniente entregarnos a esta esperanza y ganarnos la voluntad de un
pueblo que fuese en lo sucesivo nuestro apoyo?»
5ª.
«Por el contrario, ¿no sería indecoroso que España se mostrase indiferente al
riesgo en que está de verse privada del derecho de sucesión a la herencia de
aquella monarquía, y no fuera del todo inexcusable su apatía, cuándo las
principales potencias de Europa hacen, aunque por otros motivos, lo que no
practicarían en ninguna ocasión por dicho objeto, por más que nuestro gobierno
se lo rogase?»
6ª.
«¿No será posible presentarnos armados en la contienda ofreciendo nuestra
mediación?»
7ª.
«En el caso de resolvernos a tomar las armas, ¿no será muy conducente
comunicarlo a las cortes de Viena, Berlín, Petersburgo y Estocolmo, que tienen
hechas gestiones con España para que se resuelva a entrar en guerra contra
Francia, a fin de animarlas en su empeño, persuadiéndoles de que la inacción
que nos echaban en cara provenía únicamente de no haberse presentado todavía
ocasión favorable para declararnos? ¿No deberíamos también dar parte al rey de
Inglaterra de nuestra resolución, solicitando al mismo tiempo nuestro soberano
la protección de las armas inglesas para defender a Luis XVI, que no puede
pedirla, pues toca a S. M. Católica, como pariente tan inmediato del rey
cristianísimo, mover el ánimo de S. M. Británica en favor de aquel desventurado
monarca?»
8ª.
«Resuelta la guerra, queda aún por resolver otro punto, es a saber; si
convendría anunciarla públicamente o si valdría más ir tomando las medidas
necesarias para ella, dándoles el nombre de precauciones que exige el estado de
la nación vecina. Lo segundo parece más acertado que lo primero, porque las
tropas han de estar en la frontera antes de que se publique la declaración, lo
cual pide tiempo. Además quedaría al punto interrumpido el comercio y
comunicación entre los dos reinos, habrían también de retirarse los agentes
diplomáticos y consulares, y quedaríamos por consiguiente sin medios de saber
los acontecimientos y accidentes que pudiesen sobrevenir. Mejor sería, pues,
aguardar algún tiempo a declararnos, sin perjuicio de ir tomando todas las
disposiciones para la guerra, pues ¿quién sabe lo que puede sobrevenir de un
instante a otro, visto los excesos cometidos últimamente? Aparentando con
estudio que nuestros armamentos no son otra cosa que medidas de prudencia, se
contendrán quizá aquellos espíritus, y no romperían los primeros,»
A
muchas consideraciones provoca el estudio de esta consulta por parte del conde
de Aranda. Resalta en ella el convencimiento de hacerse por más tiempo
imposible el disimulo de lo que pasaba en Francia, de la situación, sobre todo,
de Luis XVI, cuyo desdoro de tal manera se reflejaba sobre el rey de España
que, de tolerarlo, habría de imprimir negro borrón en su nombre y demostraría
la impotencia también de la nación que Dios le diera a regir para lavarlo según
parecían ser su deber y su voluntad. Ese convencimiento tenía que producir las
vacilaciones puestas de manifiesto en el escrito de Aranda, contestación la más
elocuente a los juicios asaz aventurados de los enemigos de Floridablanca que,
acusándole de intratable y de comprometer la paz tan necesaria a España,
dejaban ahora descubrir que sus aspiraciones o al menos sus críticas quedarían
satisfechas con ver derribado de las alturas del gobierno al objeto de su
envidia y sus rencores. Con razón se resistía Aranda a dirigir la política en
tales circunstancias; pero entonces, ¿por qué criticaba la de su rival y por
qué aconsejaba su sustitución por una de prudencia y conciliación que á los
cuatro meses había de tener por ineficaz y hasta imposible?
De
modo que del pensamiento de la neutralidad, como político, y de la persuasión
para salvar los intereses monárquicos permitiendo la propaganda revolucionaria,
puesto que había de traerla aquella escarapela multicolor que se dejaba
penetrar orgullosa en nuestros dominios, iba a pasarse a la coalición armada
con las potencias que más hostiles se habían manifestado a los nuevos tiranos
de la Francia. No se sentía otro recelo, para hacerla, que el de que
Inglaterra, valiéndose de nuestro compromiso con Austria, Prusia y Cerdeña, se
apoderase de alguna de nuestras vastas y florecientes colonias; alternando,
así, en el gobierno español las ideas de decoro en tan grave conflicto con las
del temor de que ese decoro y el tan preconizado orgullo castellano pudieran
costar algún florón de la corona a cuya gloria podría resultar sacrificado. ¡Y
aún se pretendía disculpar la inacción hasta entonces observada con no haberse
presentado momento favorable, cuando los que ahora se buscaban para aliados
andaban ya a las manos con los revolucionarios en las fronteras orientales de
Francia! Pero resuelta la guerra, esto es, llegada la ocasión, todavía se
intentaba disimular, dando a las operaciones preparatorias un nombre que no
hiriese los oídos de los suspicaces enemigos de la monarquía, con lo que,
disponiéndose a emprenderla, se ponía de manifiesto el no lisonjero estado de
un ejército cuya presencia en el teatro de la lucha se decía que iba a animar a
las potencias coligadas en su generoso empeño. La arrogancia ha disfrazado no
pocas veces á la impotencia; pero en España han ido frecuentemente unidas,
creyendo que la memoria de nuestros hechos, simbolizados en los nombres más
gloriosos, supliría á la flaqueza de que ya se podía observar adolecía la
nación. La proposición 8ª es en ese punto mucho más elocuente que cuantas
observaciones pudiéramos fundar en la estadística de nuestras fuerzas militares
y de nuestros recursos financieros. Se temía, no sólo herir la susceptibilidad
de los Franceses, sino el que nuestras tropas no llegaran a las posiciones que
debían tomar demasiado tarde, y hasta se careciese de noticias de lo que se
hacía al otro lado de la frontera, como si se tratara de acontecimientos
sucedidos en país salvaje, sin comunicación alguna con los demás cultos de
Europa, cuando tanto se pecaba en París de pregonarlos a voz en grito para
mejor ejercer la propaganda de sus ideas y de sus actos los corifeos de la
revolución. Aparentar, según se decía, que los armamentos que se hiciesen no
iban a ser otra cosa que medidas de prudencia, era, no solamente mostrar miedo,
sino que también desconocer el carácter del movimiento que se operaba en
Francia, imposible de contenerse y menos con recursos de habilidad, apoyados,
más que en la fuerza, en un aparato de ella hipócrita y meticuloso. ¡Por
desgracia se sumaban entonces tan triste impresión y la ignorancia del espíritu
dominante en nuestros vecinos!
Todas
estas observaciones y muchas más que su acuerdo, provocaría la discusión,
debieron hacérselas los vocales del Consejo de Estado a quienes se sometieron
las anteriores propuestas del conde de Aranda; pero, aun así y presentadas como
fueron, entrañaban motivos de honra de que la nación española no debía
desentenderse. Así es que el Consejo, por más que comprendiera que los
escrúpulos del primer ministro iban dirigidos a no agravar la situación, harto
difícil ya, de Luis XVI, no irritando a sus carceleros más de lo que estaban
con la invasión de los Austríacos y Prusianos en Francia, se decidió por la
guerra, como parte España de la coalición formada en el Norte de Europa a favor
de los tronos y de sus representantes.
Porque
para aquella fecha tronaba ya el cañón en las márgenes del Rin y, más cerca
todavía, en la frontera de Flandes, provincia entonces del Imperio austríaco,
guarnecida de antemano de numerosas tropas y gobernada por sus más hábiles
generales. Ya en Febrero y Marzo se observaban preparativos militares en
Austria, Hungría y Bohemia, coincidiendo con los que por su lado hacía la
Prusia, puesta de acuerdo con el Imperio en un consejo celebrado en Viena el 13
del segundo de aquellos meses para una acción común, en la que también debería
tomar parte Rusia, representada allí por el príncipe Gallitzin.
Aquellos preparativos fueron tomando cuerpo y no tardaron en sentirse por la
frontera imponentes y amenazadores combinándose las posiciones con las del
pequeño ejército de los emigrados franceses, reunidos en Coblenza y sin cesar
en sus alardes jactanciosos. La alarma, con eso, se hizo general en los pueblos
franceses inmediatos; cundió luego al interior y, por fin, llegó al gobierno y
á la Asamblea que en vista, más tarde, de la nota de Cobentzel,
provocaron, el 20 de Abril, la declaración de guerra a Austria, seguida, eso
sí, como antes dijimos, de los reveses de Quiévrain y
Lille, y, con el manifiesto del duque de Brunswik, ya
en Julio, la de la patria en peligro y la lucha a sangre y fuego con Prusia, a
la que se añadiría muy pronto la de cuantas naciones tuvieran contacto
geográfico o político con Francia.
Luckner, que mandaba en
jefe los ejércitos franceses, había tenido que retirarse de la Alsacia
amenazado en sus posiciones por la marcha de los enemigos sobre la Lorena;
Lafayette, negándose a respetar los actos de la Asamblea después del 10 de
Agosto, abandonaba Francia para, tras de una penosa odisea de puesto en puesto
de los ocupados por los Austríacos en Flandes, parar en la ciudadela de Olmutz hasta 1797; Longwy y Verdún
caían en poder de los Alemanes, revelando sus guarniciones, como muchos de los
destacamentos de la línea de vanguardia, un espíritu muy ajeno del marcial y
levantado que caracteriza al ejército francés; en la frontera, por último,
aparecían los soberanos coligados para con más vigor dirigir la guerra, con la
que, a principios también de Agosto, amenazaba oficialmente la emperatriz de
Rusia si no se reintegraba a Luis XVI en todas sus anteriores prerrogativas. Ni
el Piamonte ni Suiza querían quedarse atrás en tan generosa cruzada y se
preparaban a unir su acción a la de las grandes potencias del Norte. Francia se
hallaba invadida y el bloqueo se iba estrechando de día en día, tan apretado,
en aquéllos, y amenazador, que hasta en la misma Asamblea se proponía la
retirada a la izquierda del Loire, impedida por Danton recomendando la audacia,
la audacia y siempre la audacia. Sólo faltaba que España cubriese militarmente
su frontera pirenaica para que se completara el cerco, que no sabemos cómo
hubiera podido romper Francia, de hacerse simultánea y enérgicamente por todos
sus enemigos.
Pero
la política de Aranda, inspirada desde los primeros días en motivos de
conciliación que no era fácil desatendiese quien la anteponía a los recelos e
intransigencias de Floridablanca, vagaba y se perdía en las vacilaciones que,
por su parte, se imponían en la corte de sus soberanos, movidos por varios y
muy diferentes resortes en sus afecciones generosas, de una parte, y sus cábalas
e intrigas de otra. Y no es que el Conde, una vez resuelta la guerra como
primer acuerdo en el Consejo de Estado, descuidara sus preparativos a fin de
emprenderla en las mejores condiciones, porque á los once días de tomado aquél,
esto es, el 4 de Septiembre, dirigía a nuestros agentes diplomáticos en las
naciones extranjeras una circular dándoles conocimiento de lo resuelto y
motivando las lenidades a que obligaban la circunspección necesaria en las
relaciones existentes con Francia y el temor de aumentar los peligros que
corrían allí la institución real y el soberano que la había representado y
ejercido hasta entonces. A esa declaración acompañaba en la circular la noticia
de que iba a llevar tropas, todas las necesarias, a la frontera, aun cuando sin
plan todavía determinado de operaciones, así por no haberse concertado por el
momento como porque dependería naturalmente del que siguieran en Francia las
demás naciones coligadas que ya la habían invadido, al que, por punto general,
sería fácil conformarse en sus fines más importantes, aunque por diferentes
rumbos y por los procedimientos que mejor aconsejaran la ocasión y las
eventualidades, tan frecuentes y varias en tales casos. A pesar de esas
manifestaciones, tan explícitas en su misma vaguedad, tres días después, nada
más que tres días, Aranda presentaba al rey un plan de campaña, todo lo
detallado y metódico que pudiera desearse y que, por ser el único que cabe
ejecutar desde nuestra línea de los Pirineos, parece que no exigía para
determinarlo el tiempo ni las facilidades que se echaban de menos en la
circular.
Después
de declarar que la guerra no tenía por objeto el de conquista alguna de
las plazas y provincias francesas limítrofes para España, sino el de obligar a
los revolucionarios a someterse a su soberano legítimo, se aconsejaba en el
escrito de Aranda una enérgica iniciativa, una acometida activa y rápida, como
se decía en él, con fuerzas, además, respetables que dejasen a salvo el decoro
del país, no comprometiendo el éxito que debía esperarse, tan completo como
breve y económico. Señalaba luego las dos únicas entradas que ofrece el Pirineo
para una invasión de Francia, dando la preferencia a la del Portus en Cataluña, así por la mayor rapidez con que podrían hacerse los aprestos en
el Principado, como porque en aquella dirección cabría herir mejor a Francia en
las más señaladas cabezas de sus provincias. Otro grueso ejército podría
penetrar en el reino vecino por Navarra y Guipúzcoa para darse la mano con el
de Cataluña hacia la parte septentrional de Bayona y todo el Garona, con lo que
se pondría en cuidado a la Asamblea si pensara, como ya hemos dicho que hubo
quien lo propuso, en retirarse con el Rey al Mediodía, y se ayudaría también a
los ejércitos aliados del Norte y al de Cerdeña especialmente, si asomaba con
su soberano al condado de Niza amenazando a la próxima e importante ciudad de
Marsella.
El
plan, repetimos, no ofrecía novedad por ser el único que es dable seguir y el
que un año después llegó a ejecutarse , aunque con variantes en que la
habilidad del pensamiento competía con la prudencia necesaria ante enemigos,
como los Franceses, tan activos y emprendedores. Porque, con efecto, era
difícil formar dos ejércitos con fuerza, los dos, suficiente para tal ofensiva
que pudiera llevarlos a reunirse en la región central del Pirineo, sin
desatender, por eso, el darse la mano con los Piamonteses por el lado del
Mediterráneo y vigilar a la vez la importantísima vía de Bayona a Burdeos por
la costa del Océano. Que no existía esa fuerza, es evidente y, más todavía, el
que no era posible organizaría en el término perentorio que exigían las
circunstancias del momento; por lo que Aranda se limitaría por lo pronto a
aproximar a las fronteras toda la que cupiera reunir; dándola aquel carácter precaucional, que él decía, para no infundir sospechas en
los Franceses y mantenerlos cuanto más tiempo mejor en la confianza de no verse
por fin hostilizados como en el Norte y el Este de su territorio. Para
conseguir tal y tan grosero engaño, deberían ocultarse los nombramientos que
exigiera la organización de los dos ejércitos, aparentando dejar las tropas
bajo el mando de las autoridades de cada provincia de las en que fueran
estableciéndose, privándolas así del conocimiento y la dirección de los
generales que habrían de gobernarlas en los campos de batalla. Todo se
sacrificaba al disimulo de resoluciones que, sólo siendo ejecutivas, cabría
produjesen el resultado a que principalmente se aspiraba, al de, imponiéndose a
la Revolución, obligarla a retroceder en su camino de violencias y despojos
contra el trono.
Era
desconocer en absoluto la índole de aquel movimiento y a los que con más furor
lo impulsaban; era forjarse las ilusiones más absurdas respecto a la vigilancia
que ejercían en toda Europa sus agentes, oficiales o no, el creer que, no ya
los preparativos militares, siempre ruidosos, sino hasta las intenciones de la
autoridad pudieran escapar a la perspicacia de quienes, además del deber,
tenían por aguijón de sus gestiones diplomáticas el miedo a sus irritables e
irritados jefes de la Asamblea o de la Convención en París. A M. Bourgoing no se le escapó, efectivamente, ninguno de los
pasos dados por Aranda para recabar del Consejo de Estado la declaración de
guerra y de Carlos IV la aprobación de su plan de campaña y de su reserva para
no darles la publicidad conveniente. El plenipotenciario francés lo supo todo y
dio naturalmente a su gobierno la voz de alarma que, por desgracia, coincidió
en París con las matanzas de Septiembre, reto dirigido por el partido más
exaltado de la Revolución a los soberanos coaligados para refrenarla en sus
excesos, haciéndoles con ellas temer, no ya por la corona del de Francia sino
hasta por la vida de éste también y la de toda su familia. Pero la victoria de
Valmy por Dumouriez, la conquista de Spira, Worms y Maguncia por Custine y la
de Saboya y Niza por Montesquiou y Anselme, coronadas después con la heroica, a la par que
afortunada, defensa de Lille, elevaron el orgullo y las pretensiones de los
Franceses a tal punto que el ministro Lebrun y la Convención, que abría sus sesiones
con la del 21 de Septiembre, si se avenían a tratar con el gobierno español,
preocupado con la suerte de Luis XVI, era a condición de que reconociese
abierta y paladinamente la República, proclamada el día siguiente al del
triunfo de Valmy. Eso no podía hacerlo Carlos IV, cuyo ministro procuró
convencer a Bourgoing de la inutilidad de sus
esfuerzos para lograrlo, a pesar de valerse, en su conferencia con Aranda, de
los mismos argumentos de sus mandatarios, los de la amenaza, ponderando las
fuerzas de la Francia y sus recientes victorias. A tal punto esforzó sus
razones, si así pueden llamarse, del número de los soldados que la Revolución
podía presentar en la lucha y del entusiasmo que reinaba en las provincias
todas de la República, que el veterano español, herido en su patriotismo y en su
orgullo militar, hubo de replicarle duramente y amenazarle a su vez con el
espectáculo de un capitán general tocando llamada con un tambor, a cuyo sonido
se vería que una nación generosa tiene siempre soldados bastantes para oponerse
a la violación de su territorio aun contra el enemigo más formidable.
Este
arranque nobilísimo de indignación, último acto de su gestión política en el
gobierno, fue, sin embargo, el que reveló con más elocuencia el error en que
había vivido desde años antes, creyendo que los revolucionarios de Francia eran
los filósofos que él había conocido y tratado, bastante influyentes en la
opinión para contener el movimiento que habían provocado dentro de los límites
que señalaron sus escritos y arengas.
Mas
para colmo de sus ya expuestas contradicciones en el gobierno, todavía pensó en
retroceder de su reciente determinación de hacer a Francia la guerra, según el
acuerdo del Consejo aprobado por el Rey. Y mientras parte de las tropas
disponibles se dirigía a las posiciones que se les había señalado en la
frontera, él continuaba en sus conferencias con Bourgoing para el tratado de neutralidad, acariciado en su imaginación desde los primeros
días de su ministerio. No era él, sin embargo, quien podía llevar a ejecución
tal empresa con la autoridad necesaria, perdida la que le dieran sus servicios
y experiencia en el dédalo intrincadísimo de sus anteriores y contradictorios
actos y de los varios w insuperables obstáculos que por todos lados se le
oponían.
El
conde de Aranda tenía enemigos poderosos en la corte y el pueblo;
considerándolo aquélla tibio en sus ideas monárquicas, lo cual era una
injusticia, y las masas populares más frío aún en su fe religiosa por la parte
que había tomado en la expulsión de los jesuitas y los alardes que, en su
carácter vehemente, hacía con frecuencia de su amistad con los filósofos
franceses, proclamados desde el púlpito y en los círculos españoles por los
mayores enemigos del catolicismo. Y como ante ese doble culto del altar y el trono,
si en algunos hipócrita, ferviente y sincero en la casi totalidad de nuestros,
compatriotas, se hacía sospechosa la política de conciliación que Aranda se
propuso observar desde los primeros días de su ministerio, claro es y evidente
que el fracaso de esa conducta iría, en el que la observaba, acompañado de su
caída de las esferas del gobierno. Aún hubiera podido hacer frente á esa
opinión, representada en aquellos tiempos por quienes influían muy poco en las
decisiones de la Corona, sola árbitra de los destinos del país; pero también le
faltó en ella el apoyo que le hubiera sido necesario para rechazar los embates
de tanto y tanto enemigo como en tales ocasiones parecían salir de la oscuridad
y de los antros de la adulación para combatirle. No se mostraba satisfecho el
Rey de un ministro que, por su carácter excesivamente altanero y hasta rudo, no
podía agradar a monarca de condiciones como las que hemos atribuido a Carlos
IV, y menos aún por las ideas que se le achacaban en materias políticas y
religiosas, adoptadas en sus relaciones con los dogmatizadores de la
revolución. La reina creía haber llegado, no ya la época hecha presentir a
Floridablanca, sino la plenitud de los tiempos con tal ansia esperados en sus
arrebatos de la innoble pasión que de ella se había enseñoreado, y de la
desapoderada codicia de mando y de riquezas a que, en su debilidad de mujer
extraviada, ofrecía ocasión y medios más que suficientes, ya que el Rey la
dejaba intervenir en los asuntos públicos y, confiado como en sí mismo, la
olvidaba en su vida casi nómada y en el hogar y seno de su familia. Y un hombre,
envanecido con el favor de que era objeto y con una elevación social que ni
soñar podía en sus más delirantes fantasías, de moral ninguna y guiado tan sólo
por la lumbre de sus ambiciones, infundadas y todo, sin la excusa siquiera de
una pasión que bien se demostró no haber abrigado nunca; Godoy, en fin, se
suponía ya con talento, experiencia y prestigio, con cuantas dotes pueden
exigirse para la gobernación de un Estado, aun en las, más que difíciles,
terroríficas circunstancias que por aquellos días atravesaba España. Mejor,
pues, que los errores que hubiera podido cometer en los pocos meses que
presidió el ministerio, derrocaron del poder a Aranda esas mismas
circunstancias que ni a él ni a nadie le era dado vencer, traídas por la acción
arrebatadora de la revolución que no sabían contrarrestar la diplomática de los
soberanos más poderosos ni sus innumerables soldados y cañones, y, sobre ellas
y sobre todo, las intrigas de una corte, ayudada de esa turba de aduladores
que, ávida de favor, vaga siempre en la corrompida atmósfera de los palacios en
que no se albergan la virtud y el decoro.
Una
noche, la del 14 de Noviembre de 1792, fue Aranda llamado al palacio del
Escorial, donde, disfrazando Carlos IV la expresión de sus intenciones con la
de su afecto al Conde y la de su gratitud por los servicios que le había
prestado, y con frases de que, según dice un historiador extranjero, nunca se
muestra avaro un monarca al despedir a sus ministros, le notificó la pena,
harto profunda en él, de que hubieran de privarle de los que aún le pudiera
ofrecer su edad avanzada y la necesidad, que ya debía experimentar, de sacudir
el grave peso del gobierno, sólo soportable en su concepto, como luego se verá,
para hombros más jóvenes y robustos. Preparado así y con la visita, poco
posterior, del ministro de Marina, el secretario don Antonio Valdés, que le
llevó la noticia, ya oficial, de su exoneración, conservándosele, sin embargo y
contra la costumbre de entonces, cuantos honores poseía y el puesto también de
decano del Consejo de Estado que se le había conferido al reformar aquel alto
cuerpo con la supresión de la Junta suprema, creada, según dijimos, en los
últimos años de Carlos III, Aranda pudo ver en la Gaceta del 20 de
Noviembre el Real decreto, expedido con fecha del 15, en que aparecieron su
cesación en el cargo interino de primer secretario de Estado y su relevo por el
duque de Alcudia, aunque con las frases, también, más lisonjeras que pueden
tributarse á un caído para dulcificarle su desgracia
La
conducta política internacional del conde de Aranda, adoleció, ya lo hemos
visto, de una vaguedad incomprensible en hombre como él, tan enérgico siempre
en la manifestación de su carácter, y de las contradicciones que ilógicamente,
si así puede decirse, achacaba a su predecesor que, de reformista, había pasado
a hacerse intransigente conservador de cuanto pudiera ser atributo y emblema de
la monarquía tradicional en España. Y no sólo apareció vaga y débil por la
índole de las concesiones que hizo el célebre ministro al espíritu que
informaba la Revolución en sus primeros días, que bien podía tomarse por justa
aspiración a un estado de libertad y de igualdad dictado por cristiana y hasta
universal filosofía, sino por revelar también una gran falta de fijeza en los
principios que proclamaba, con su secuela forzosa de contradicciones y
perplejidades sin fin. Porque si al inaugurar su política de conciliación para
con la Francia, podía descubrirse en los primeros actos de Aranda un
pensamiento elevado y prudente, el de aplacar las iras revolucionarias con la
esperanza de la paz que asegurase las conquistas ya hechas en la Asamblea
constituyente, summum de las que cupiera ambicionar a un país sumido un
año antes en la servidumbre y hasta en la ignorancia de mejores destinos, debió
fundarlo en base más sólida que la fuerza de los medios con que se propusiera
sustentar la que, después de todo, resultaría intervención más que oficiosa en
la política general de Europa. ¿Dónde esa fuerza que tanto hubiera de pesar en
la balanza de las naciones para imponer la paz entre las armadas para el
mantenimiento de sus nuevos principios, en reparación, por el otro lado, de los
atropellos cometidos en Francia y en venganza de los agravios y ultrajes que no
se cesaba de inferir al trono y a su más alto representante? No vamos a dar
cuenta de esa fuerza, dejándolo para ocasión próxima en que debe aparecer
puesta en acción; pero ¿no están revelando cuál era las proposiciones
presentadas al Consejo de Estado y el plan de campaña propuesto al Rey con
todas sus salvedades y misterioso desarrollo?
La
misión del gobierno español en tan críticas circunstancias, era muy otra de
como la entendía el conde de Aranda. Para mantener el trono en Francia, como
para después salvar la persona de Luis XVI, se coligaban los soberanos del
Norte; y aunque en un principio recurrieron a vías conciliadoras, no tardaron
en comprender que sería inútil cuanto revelara prudencia y circunspección para
con un pueblo que, envalentonado con sus primeros triunfos, se consideraba como
único dueño de sus destinos. Bastaba además que ese pueblo, herido en su
orgullo y, como francés, altivo y jactancioso, observara que, abandonado el
camino de las negociaciones, se iba a tomar el de las armas, para que,
desatadas sus pasiones, extremara las violencias que ya había ejercido contra
los objetos y los intereses, causa de la imposición con que se le amenazaba. Y
ya en tal caso, ¿cabe pensar que la intervención de España diera resultados
beneficiosos, y mucho menos efectuándola en favor de los enemigos de aquello
mismo que se quería defender y amparar? Porque el reconocimiento del
plenipotenciario francés y la libre entrada de sus compatriotas en España,
escudados y todo con la escarapela, emblema de la Revolución y vehículo
escandaloso de la propaganda que se pretendía ejercer en Europa, significaban
la aprobación de los actos de la Asamblea constituyente, el olvido de los
atropellos cometidos a su sombra, el respeto, mejor, a los depredadores de los
fueros todos que constituyen la realeza y son la salvaguardia de la
inviolabilidad de los monarcas. Ni se habían detenido ahí los corifeos de aquel
movimiento con que se amenazaba a los demás pueblos, mejor que con las armas,
con los atributos que lo representaban, sino que la religión era blanco, quizás
el predilecto, de sus tiros, escarneciéndola o negándola, despojando a la
Iglesia de sus inmunidades y atropellando a sus ministros en sus personas y
haberes, sagradas ellas, y tan respetables éstos como los del primer ciudadano
de la nación.
Y
España, la monárquica España, católica por excelencia, ¿reconocería aquellos
atentados frente a naciones que mantenían sus mismos principios en general y
algunas los particulares intereses de familia que en tan alto grado afectaban a
las de España y Austria, igual en ambas?
La
conducta, pues, del conde de Aranda, más que vacilante por las varias
contrariedades que la iba oponiendo la Revolución francesa, resultaba débil en
las encontradas resoluciones a que le provocaban el interés de la monarquía y
la acción ya resuelta de los soberanos del Norte, que se habían impuesto el
deber de mantenerla incólume en la persona de su pariente y aliado el rey de
Francia. Pero esa debilidad, más que del carácter y de las opiniones de Aranda,
por muy simpáticas que le fueran las de sus antiguos amigos los filósofos de
Francia, nacía de su situación especial en el gobierno, tan conocida para él
como que nunca la había considerado ni querido definitiva. ¿Cómo habría de
creerse en condiciones de emprender una política fija y consecuente con sus
propias ideas y con los intereses que estaba llamado á defender cuando, elevado
a las esferas del gobierno por una intriga que más tenía de cortesana que de
política, se podía mirar en todos momentos amenazado de sucumbir ante otra
igual, tan vergonzosa y depresiva como la de que había sido víctima su antecesor
el conde de Floridablanca? Su ministerio, de consiguiente, era lo que ahora se
acostumbra a llamar de transición; pero no para abrir paso a otra política,
nueve meses antes inconveniente, sino para darlo a personas que se creían
bastante ilustradas con el ejemplo de las dos administraciones anteriores y con
fuerza y prestigio suficientes para arrostrar la terrible situación en que muy
pronto se verían comprometidas.
Al
conde de Aranda le sucedió lo que no podía menos de acontecer a quien, como él,
se viera batallando con ideas imposibles de conciliar con los intereses que le
estaban encomendados, en pugna constante, como inalienables, que eran, en
quien, por encima de todo, tenía que mantenerlos, aún combatido sordamente por
los que, proclamándolos, veían fácil la ruina del veterano general, hecho, hay
que reconocerlo, juguete de sus torpes manejos.
Engolfado
en ese mar de dificultades internacionales, mal pudo el conde de Aranda
dedicarse a la administración interior del país. Es verdad que Floridablanca,
tan activo y experto en ese género de gestiones gubernamentales, le había
dejado poco que hacer según las ideas y los intereses de aquel tiempo. El
ministro Lerena, adoleciendo de grave enfermedad, había sido por Octubre de
1791 sustituido, aunque interinamente, en la gestión de la Hacienda por D.
Diego de Gardoqui, consejero de Indias y director de Comercio, quien, al morir
en Enero del 92 aquel célebre arbitrista, hecho recientemente conde con su
colega Porlier, continuó, aunque siempre provisionalmente, en tan espinoso
cargo. No era por lo tanto fácil introducir grandes variaciones en un ramo de la
Administración pública tan delicado como vario, aun cuando Lerena tuviera las
excepcionales aptitudes que no pocos le atribuían. Algunos decretos variando,
aunque en detalles casi insignificantes, la legislación sobre minas o completando,
en cuanto cabía, el sistema de protección a la agricultura y el comercio,
iniciado en los primeros días del reinado de Carlos IV, fue cuanto pudo hacerse
notar en la administración peninsular y ultramarina del ministerio del conde de
Aranda. Los sucesos de Francia, de día en día más y más amenazadores para la
tranquilidad de Europa; los trabajos de zapa que sentía estarse ejecutando bajo
sus mismos pies; la atmósfera de que se veía rodeado, sobre todo en la corte,
de desconsideración, si no de hostilidad abierta, por los que mejor que él
sentían las pulsaciones de un estado tan crítico como el que parecía deberle
abrumar, le quitaban toda fuerza para resistir tan grave pesadumbre y
amortiguaban cuantas energías hubiera podido desplegar en circunstancias
diferentes quien había demostrado, durante su dilatadísima carrera, que no le
faltaban cuando esas circunstancias no iban envueltas en las tinieblas de los
manejos subterráneos de sus enemigos allí donde habría de forjarse el rayo que
las condensara aún más o las desvaneciese.
CAPITULO
III
GODOY
Y SU ESTRENO EN LA POLITICA
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