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REINADO DE CARLOS IV

 

CAPÍTULO II

MINISTERIO DEL CONDE DE ARANDA

 

Pocos meses duró el ministerio a cuyo frente, aunque con el carácter de interino, que él mismo solicitó y obtuvo, se vio al célebre capitán general, conde de Aranda, en quien tantas esperanzas se cifraban por sus eminentes servicios de antes y las ideas que ahora se le suponían, disconformes de las de Floridablanca en muchos y muy importantes puntos de la política española que pudiera creerse más conveniente en las críticas circunstancias que estaba la Europa atravesando.

Porque el de Aranda era objeto de las más encontradas opiniones, si duro de carácter y altanero y acre en la expresión de sus ideas y de sus órdenes, conciliador en materia de política y dejándose llevar de las corrientes de la Revolución francesa en su origen, cuando parecían dirigirla los filósofos y aquellos, que ya hemos citado, como puestos a la cabeza de la oposición constitucional en la Asamblea, no pocos conocidos y aun amigos de nuestro ilustre compatriota desde que, desempeñando importantísimas misiones militares y diplomáticas, había podido relacionarse con ellos en varios puntos de Europa y particularmente en París. Era monárquico, e intransigente en ese punto, incapaz de intentar el menoscabo de ninguna de las prerrogativas de la Corona, procurando siempre sostenerlas con el mismo calor con que defendía las de las clases militares en el servicio y en sus escritos que tanto disgustaron en ocasiones a las más elevadas de la nobleza y del estado civil. Vehemente por razón de raza y por la de su carrera, en que tanto se había distinguido; lleno de cualidades que le valieron el alto crédito de que gozaba, y, entre ellas, las que parecen a algunos incompatibles con oficio tan borrascoso como el del soldado, hasta presumía de los conocimientos y de la habilidad política que exigen la diplomacia y el gobierno en el de las naciones. En tal concepto, de que participaban muchos en Europa, había el Conde, repetimos, cultivado la amistad de los hombres más eminentes del extranjero; y si los soberanos le prodigaban las muestras más elocuentes de consideración como militar y como representante del nuestro en sus cortes, los sabios, los filósofos por antonomasia de su tiempo, en Francia sobre todo, le halagaban con preferencias que no habrían seguramente de producir en él desencanto alguno de ese mismo concepto que en tanto estimaba. Su trato, pues, con tales y tan conspicuas personalidades; la correspondencia que con ellas seguía, y los alardes que las gentes le escuchaban de trato tan envidiado por entonces, cuando no se podían sentir aún los venenos que encerraba, le dieron una gran popularidad en el mundo que pudiéramos llamar sabio, principalmente entre los que, aspirando a ver realizados en su patria los ideales sacados á luz en los mil escritos que hemos dicho circulaban más o menos públicamente, creían al conde de Aranda capaz de introducir su ejercicio y hasta arraigarlos en esta nuestra tierra, clásica, en todos sentidos, de la costumbre y del quietismo.

Fomentaba, sobre todo, esas esperanzas su historia política en el reinado anterior en que había ejercido grandísima influencia, en las épocas precisamente elegidas por Carlos III, para mostrarse más celoso de su independencia con cuantos trataran de oponérsele en el camino de las reformas que meditaba o le eran inspiradas por sus consejeros. «Aranda, ha dicho un historiador francés, es el tipo de cuanto hay de noble, enérgico e incompleto a la vez en el genio español. Oriundo de una de las más ilustres familias de Aragón, aragonés de corazón y tradiciones, echando todavía de menos los privilegios arrancados a su provincia, la más enérgica quizás de los diez o doce pueblos distintos que encierra la Península, Aranda, aun en el poder se mostró, más que Español, Aragonés. Cosmopolita por sus viajes, estudió en Prusia la táctica militar por haber consagrado a la carrera de las armas los primeros años de su vida, y de allí fue a Francia para formarse en las buenas maneras y el libre pensamiento. Apasionado por sus sueños de reformas que entonces se sentían flotar hasta en el aire que se respiraba, e imbuido en las lecciones de sus maestros de la Enciclopedia, había vuelto a España para implantar aquellas sus queridas teorías, sin darse cuenta de si el suelo natal de la Inquisición y del absolutismo era propio para hacerlas cultivar y desarrollarlas.»

Con ese temperamento y tales disposiciones fácil es comprender que tan pronto como fue llamado por Carlos III, Aranda se propuso llevar a ejecución los proyectos que con tanto calor había acariciado en su estancia, voluntaria o forzosa, de Berlín y París. Hizo muy pronto objetivo de sus iras filosóficas a la Inquisición, esforzándose por privarla del derecho de juzgar los delitos de imprenta y de censurar las obras nuevas dadas á luz por su medio, empresa, como la del pase de los breves pontificios, en que antes habían fracasado la princesa de los Ursinos, Orry y Macanaz, y en que salió vencedor, gracias al apoyo que encontró en una junta de magistrados y obispos y al espíritu regalista en que, también entonces y a pesar de los consejos de su confesor, supo inspirarse el rey. Aún emprendió otras reformas en las atribuciones de aquel célebre tribunal; pero sus disputas con Grimaldi y con cuantos se atrevieran a impugnarle, acabaron por, debilitando su influencia y hasta causando su ruina, ofrecer motivo para que, aun cuando no con las proporciones y resultados de otro tiempo, se diese el espectáculo del autillo de fe de que fue víctima D. Pablo Olavide, el famoso intendente de las nuevas colonias de Sierra Morena, autor obligado de El Evangelio en triunfo.

La lucha era muy desigual para aquellos tiempos en el país clásico, según ya hemos dicho, de la costumbre y del quietismo, desde la época, sobre todo, en que habían cesado la guerra religiosa de la reconquista cristiana y las interiores determinantes de su decadencia. De ahí el enconado empeño con que los consejeros de Carlos IV habían trabajado en su real ánimo por la exoneración de Floridablanca; y si es verdad que Aranda, al ser consultado, se resistió a sucederle, no sólo dio pruebas de una honradez política que desmiente la fama de sus ambiciones, sino de haber previsto su suerte en el ministerio, causa, quizás, de no haberlo querido aceptar más que en concepto de interino.

Porque si hay quien culpe a Floridablanca de las contradicciones que pudieran observarse en su conducta política desde la primera época de su gobierno en tiempo de Carlos III, hasta la segunda, que hemos descrito, del de Carlos IV, ¿qué se dirá de las en que tuvo que caer el de Aranda durante el corto tiempo de su ministerio? Y es que se atropellaban los sucesos en Francia, cada vez más variados y cada día más y más tremendos y decisivos, hacia un desenlace tan inmediato ya como funesto; y si era difícil preverlos en toda su eficacia, más lo era el impedirlos. Así, le veremos luchar sin fortuna con esa corriente arrebatadora de los acontecimientos, teniendo a la vez que combatir con igual y triste éxito otro género de obstáculos, si no desconocidos, pues que se habían puesto en acción para su encumbramiento al poder, bastardos siempre como ocultos en la sombra, tanto más tenebrosa cuanto que era la de un trono sumido en la de las más negras intrigas.

Aranda, de acuerdo con sus ideas, según las había ya revelado, y conforme a lo que de él esperaba la opinión de los más transigentes con las imperantes en Francia, comenzó su gestión política procurando calmar la excitación producida allí y en España por el estado de tirantez en que halló las relaciones entre sí de ambos países. Daba la circunstancia de haber muerto el 1° de Marzo de aquel mismo año de 1792 el emperador Leopoldo que, como hermano de María Antonieta, habría de ser siempre un obstáculo a trato alguno medianamente conciliador con los revolucionarios, tan injustamente crueles con ella, e ignorábase cómo pensaría su sobrino y sucesor, Francisco, ya que en su juventud e inexperiencia necesitaría tiempo para tomar el rumbo que creyera más propio en sus resoluciones. Y aun cuando era de esperar serían enérgicas para dejar a salvo en sus manos el buen nombre de la familia y el honor de monarquía tan ilustre y poderosa como la que iba a regir, érale necesario tomar, cual suele decirse, aliento antes de dar un paso de que penderían, quizás, el éxito o malogro de sus, como primeras, halagüeñas esperanzas. Por extraña coincidencia, había también muerto hacia aquellos días Gustavo III de Suecia, el paladín elegido por la emperatriz Catalina para con un grueso ejército invadir Francia en favor de Luis XVI. Asesinado en un baile entre la más florida nobleza de su reino, a la que, considerándola humillada, se atribuyó el crimen, su tragedia desvaneció muchas ilusiones, fundadas, acaso, en muy erróneas apariencias de la importancia que pudieran dar a aquel príncipe las potencias del Norte. De Francisco, rey todavía de Bohemia y Hungría, y de Federico Guillermo de Prusia, dependía la resolución que hubiera de tomar el gobierno español que, por mucho que pesara en la balanza de los destinos europeos, no había de lanzarse solo a palestra tan llena de escollos y por intereses en lucha desgraciadamente tan opuestos.

Aranda, repetimos, tomó los rumbos de la templanza para con la Revolución, sin, por eso, renunciar a la inteligencia con las demás naciones, entablada y seguida con perseverante energía por su antecesor Floridablanca. Su primera providencia en la política internacional que se proponía adoptar, fue la de reconocer en M. de Bourgoing el carácter de ministro representante de la Asamblea francesa en nuestra corte, que se le había negado hasta entonces. En el interés de Francia estaba el no acumular enemigos que, siendo muchos, no presumiría vencer; y conviniéndole tanto mantener neutral, por lo menos, la vasta frontera de los Pirineos, no escaseó la Asamblea muestras de amistad que el nuevo plenipotenciario hizo más y más expresivas, ya de conformidad con su gobierno, ya dejándose llevar de la afición que desde un principio reveló hacia España y sus habitantes. Con esto parecieron calmarse los odios despertados en España por los excesos de la revolución y en Francia con las medidas represivas de Floridablanca; llegándose a tal estado de relaciones entre los gobiernos de una y otra parte que ya no se puso obstáculo a la entrada de los Franceses en la Península, cuyas fronteras se abrieron a la escarapela tricolor, que días antes hubiera escandalizado al más tibio de los monárquicos españoles.

M. de Bourgoing no cesaba en la tarea que se había impuesto de estrechar esas relaciones, pensando que lograría, al fin, de Carlos IV y, en primer lugar, de Aranda el olvido de cuanto se había hecho sufrir al rey de Francia, y establecer los dos gobiernos de mancomún los principios de una paz que impondría a las demás potencias, conteniéndolas en sus proyectos de intervención u hostilidad, vagos, según ya hemos indicado, desde la muerte del emperador Leopoldo. Para mejor conseguirlo, Bourgoing, no recibido antes en la corte de España con carácter oficial, volvió de París, al reconocérsele, armado de una carta de Luis XVI en que, repitiéndole las seguridades que antes le había dado de su espontánea adhesión al código constitucional que juró ante la Asamblea nacional, ya disuelta, rogaba a Carlos contribuyera por su parte al mantenimiento de la paz, que daría seguramente el fruto, por todos apetecido, de «que Francia pudiera sin violencia y con tranquilidad, marchar, se decía, hacia sus nuevos destinos.»

Aranda, sin embargo, no había logrado sino engañarse a sí mismo al forjar en su mente tan lisonjeras ilusiones. El monstruo de la revolución no iba a detenerse en la arrebatada marcha que había emprendido ni a dejar en su camino rastro siquiera de las instituciones que poco antes odiaba, pero sin atreverse a combatirlas. “Si se hubieran respetado en el rey y la aristocracia, dice Thiers, cuantos poderes se le quitaron, no por eso habría dejado de verificarse la revolución con todos sus últimos excesos», y el no creerlo así, que fue uno de los graves errores de la Asamblea constituyente, se hizo extensivo a cuantos en la legislativa suponían poder dar asiento sólido a la obra de sus antecesores de Versalles y París. Pues si los constituyentes, entre los que brillaron inteligencias tan superiores al fundar los principios que todavía proclaman gobiernos tan antagónicos como el imperio, la monarquía generalmente llamada de Julio, y la República; pues si los Mirabeau y Siéyès, y luego los Girardin, Lafayette, Dumouriez, Dumas y tantos otros, se equivocaron al poner diques a la explosión popular, inconsciente y todo en un principio, ¿cómo acertar quienes no la presenciaban en todos sus detalles ni podían, por consiguiente, sentir sus ardientes y fuertes pulsaciones? Aranda, pues, se mentía ideas, fuerza y estado que no eran en Francia lo que él había visto en sus peregrinaciones, y voluntad, resolución y entereza en España, que secundaran sus propósitos conciliadores para con ellos salvar la soberanía de Luis XVI y conservar y aun enaltecer la de su rey Carlos IV con la gloria de su hábil intervención. Si por unos días pudo abrigar tales y tan gratas esperanzas, aun comprendiendo la situación de la Asamblea francesa, dividida en partidos, tan separados en ideas como en la altura de las posiciones que habían tomado en ella, y si no le arredró el ver huidos de Francia a la nobleza y el clero, los sostenes más robustos de la monarquía y con quienes había que contar para restablecer su autoridad ya que no su antiguo brillo, la caída de los Girondinos debió convencerle inmediatamente de que la tarea que se había impuesto era, más que difícil, irrealizable. El gobierno con quien debía entenderse no tenía fuerza, no decimos en la opinión de las muchedumbres revolucionarias, ni siquiera en la Asamblea misma, en la que, hasta uno de los hombres más importantes, Condorcet, el Siéyès de los Girondinos, antes preocupándose tan sólo de sus matemáticas y sus críticas literarias, se había hecho republicano al entrar en la era política de su vida. Si faltaba algo para acabar con toda esperanza de éxito en la conducta de Aranda, la declaración de las potencias del Norte por el órgano de Kaunitz, legitimando la liga de sus soberanos para la seguridad y el honor de las coronas, y luego la nota de M. de Cobentzel pidiendo en nombre del emperador Francisco el restablecimiento de la monarquía sobre las bases acordadas en 23 de Junio de 1789, que era pedir la anulación de la Constitución, la restitución de Aviñón y el reintegro de los bienes al clero, vinieron a darla por fracasada para en adelante. Porque Luis XVI se vio en la precisión de declarar la guerra al Austria, guerra que, siendo desgraciada en sus primeros trances para las armas francesas, dio lugar en a las resoluciones más violentas, una de ellas la proposición declarando la patria en peligro, y a los sucesos del 20 de Junio y del 10 de Agosto que acabaron con el trono de los Capetos. Porque si aun con los reveses de Quiévrain y Lille, pudo Lafayette, más afortunado que sus colegas Biron y Dillon, amenazar a la Asamblea, a punto de suponérsele otro Cromwell, ni él ni Dumouriez, que hasta llegó a darla lecciones, como decía Guadet, después de imponer silencio a los más alborotados y hacerse escuchar en medio de una tempestad de silbidos y gritos, el héroe de la independencia americana tuvo que huir al campo de sus enemigos, y Dumouriez, único apoyo ya de la corte, con la que parecía entenderse, se vio desautorizado por ella en la sola ocasión en que todavía le era dable salvarla. Luis XVI recordaba la suerte de Carlos I de Inglaterra, cuya historia leía en circunstancias de tan triste augurio, y ya que no en un cadalso que esperaría no ver alzado para él, sabido es que hizo tomar las más severas precauciones para no morir envenenado con todos los suyos.

El 20 de Junio el palacio real fue invadido de las turbas, acaloradas por los mismos Girondinos, más aún por los Jacobinos , pero, sobre todo, por los Marselleses que dirigía el brutal Santerre quien, contando, además, con algunos batallones de la Guardia nacional y la apatía del que custodiaba las Tullerías, penetró en las estancias de Luis XVI, al que como al Delfín, en brazos de su madre, hizo encasquetarse el gorro frigio. El rey, ultrajado así y escarnecido, mantuvo sin embargo su resolución de no sancionar los decretos, que se le habían presentado, declarando la patria en peligro y la formación de un campamento de 20.000 hombres destinados a la defensa de la Asamblea en la capital.

Pero si aquella triste jornada había acabado con el resto de prestigio que aún le quedara a la Corona, la del 10 de Agosto, después de ceder en la cuestión de su veto respecto de aquellas disposiciones proclamando en el campo de Marte que la patria peligraba con efecto y jurando su salvación, fantasma de soberanía más irrisoria que respetable, la del 10 de Agosto, repetimos, anunció al mundo el próximo derrumbamiento del trono de Francia y la sentencia del desgraciado monarca que lo ocupaba. Todo caía en ruinas ante aquellas bandas de asesinos que degollaban sin piedad a los más leales servidores de la monarquía, profanando el nombre de libertad que un testigo de su bárbara hazaña, oficial de artillería, apenas salido entonces de la academia del arma, se encargaría pocos años después de ahogar con todos sus secuaces en el mar de sangre que produjeron sus victorias.

Si por el momento la Asamblea no accedió a la petición de las turbas para el establecimiento de la república, avergonzada acaso con la presencia de Luis XVI en el salón de sus sesiones, adonde se había refugiado, se avino a convocar la Convención, que también pidieron, a la que dejó la responsabilidad de tamaño acuerdo y la suerte del rey que de allí fue, con efecto, trasladado al Temple.

Y véase cómo el conde de Aranda hubo de cambiar de conducta para volver a la que tan duramente había calificado en su predecesor, no previendo, como él, la serie de desgracias que habrían de acarrear a Francia las primeras debilidades del soberano y las torpezas de sus ministros, ni los peligros que pudiera traer a España la propaganda que naturalmente habían de cultivar los partidarios de la revolución. Tal sobresalto produjeron en Aranda los acontecimientos de París, acabados de recordar, que, al recibir la noticia del de 10 de Agosto, convocó inmediatamente al Consejo de Estado; queriendo no perder un momento para descargarse de la responsabilidad que se le pudiera después exigir, tanto más grave cuanto que, conocidas sus ideas de antes, cupiera suponérsele, por lo menos, indolente para ahora desmentirlas y rechazarlas. Sus simpatías hacia las proclamadas por los filósofos, primero, y, más tarde, en la Asamblea nacional, no pasaban de ahí, y abominaba y condenaría con la mayor dureza los excesos cometidos contra la majestad del trono, al que nunca había cesado de rendir culto entusiasta y leal.

Y he aquí las proposiciones que planteó en el Consejo el 24 de Agosto de 1792: las transcribimos íntegras, así por la importancia que entrañan, como por la trascendencia que habrían de tener en la política de España por aquellos días.

1º.  «¿Estamos ya en el caso de tomar un partido contra la revolución francesa para reponer a aquel soberano en los justos derechos de su soberanía, y libertar a su familia de las vejaciones que está sufriendo?»

2ª. «¿No deberíamos unir nuestras armas con las de los soberanos de Austria, Prusia y Cerdeña, presentándose una ocasión tan favorable para acosar a la nación francesa y reducirla a la razón, oprimiéndola como merece, y haciéndola conocer que la destrucción de su país es inevitable, siendo acometido a la vez por todas partes con ejércitos numerosos?»

3ª. «¿Sería de temer por ventura que la Inglaterra, que hasta ahora se mantiene neutral, se aprovechase de nuestra declaración de guerra contra Francia, y que viéndonos ocupados en este grave empeño acometiese alguna de las posesiones de Ultramar?»

4ª. «¿En el caso que se restableciese el gobierno francés en tal manera que fuese posible amistad y alianza recíprocamente defensiva entre Francia y España, ¿no sería más conveniente entregarnos a esta esperanza y ganarnos la voluntad de un pueblo que fuese en lo sucesivo nuestro apoyo?»

5ª. «Por el contrario, ¿no sería indecoroso que España se mostrase indiferente al riesgo en que está de verse privada del derecho de sucesión a la herencia de aquella monarquía, y no fuera del todo inexcusable su apatía, cuándo las principales potencias de Europa hacen, aunque por otros motivos, lo que no practicarían en ninguna ocasión por dicho objeto, por más que nuestro gobierno se lo rogase?»

 

6ª. «¿No será posible presentarnos armados en la contienda ofreciendo nuestra mediación?»

7ª. «En el caso de resolvernos a tomar las armas, ¿no será muy conducente comunicarlo a las cortes de Viena, Berlín, Petersburgo y Estocolmo, que tienen hechas gestiones con España para que se resuelva a entrar en guerra contra Francia, a fin de animarlas en su empeño, persuadiéndoles de que la inacción que nos echaban en cara provenía únicamente de no haberse presentado todavía ocasión favorable para declararnos? ¿No deberíamos también dar parte al rey de Inglaterra de nuestra resolución, solicitando al mismo tiempo nuestro soberano la protección de las armas inglesas para defender a Luis XVI, que no puede pedirla, pues toca a S. M. Católica, como pariente tan inmediato del rey cristianísimo, mover el ánimo de S. M. Británica en favor de aquel desventurado monarca?»

8ª. «Resuelta la guerra, queda aún por resolver otro punto, es a saber; si convendría anunciarla públicamente o si valdría más ir tomando las medidas necesarias para ella, dándoles el nombre de precauciones que exige el estado de la nación vecina. Lo segundo parece más acertado que lo primero, porque las tropas han de estar en la frontera antes de que se publique la declaración, lo cual pide tiempo. Además quedaría al punto interrumpido el comercio y comunicación entre los dos reinos, habrían también de retirarse los agentes diplomáticos y consulares, y quedaríamos por consiguiente sin medios de saber los acontecimientos y accidentes que pudiesen sobrevenir. Mejor sería, pues, aguardar algún tiempo a declararnos, sin perjuicio de ir tomando todas las disposiciones para la guerra, pues ¿quién sabe lo que puede sobrevenir de un instante a otro, visto los excesos cometidos últimamente? Aparentando con estudio que nuestros armamentos no son otra cosa que medidas de prudencia, se contendrán quizá aquellos espíritus, y no romperían los primeros,»

A muchas consideraciones provoca el estudio de esta consulta por parte del conde de Aranda. Resalta en ella el convencimiento de hacerse por más tiempo imposible el disimulo de lo que pasaba en Francia, de la situación, sobre todo, de Luis XVI, cuyo desdoro de tal manera se reflejaba sobre el rey de España que, de tolerarlo, habría de imprimir negro borrón en su nombre y demostraría la impotencia también de la nación que Dios le diera a regir para lavarlo según parecían ser su deber y su voluntad. Ese convencimiento tenía que producir las vacilaciones puestas de manifiesto en el escrito de Aranda, contestación la más elocuente a los juicios asaz aventurados de los enemigos de Floridablanca que, acusándole de intratable y de comprometer la paz tan necesaria a España, dejaban ahora descubrir que sus aspiraciones o al menos sus críticas quedarían satisfechas con ver derribado de las alturas del gobierno al objeto de su envidia y sus rencores. Con razón se resistía Aranda a dirigir la política en tales circunstancias; pero entonces, ¿por qué criticaba la de su rival y por qué aconsejaba su sustitución por una de prudencia y conciliación que á los cuatro meses había de tener por ineficaz y hasta imposible?

De modo que del pensamiento de la neutralidad, como político, y de la persuasión para salvar los intereses monárquicos permitiendo la propaganda revolucionaria, puesto que había de traerla aquella escarapela multicolor que se dejaba penetrar orgullosa en nuestros dominios, iba a pasarse a la coalición armada con las potencias que más hostiles se habían manifestado a los nuevos tiranos de la Francia. No se sentía otro recelo, para hacerla, que el de que Inglaterra, valiéndose de nuestro compromiso con Austria, Prusia y Cerdeña, se apoderase de alguna de nuestras vastas y florecientes colonias; alternando, así, en el gobierno español las ideas de decoro en tan grave conflicto con las del temor de que ese decoro y el tan preconizado orgullo castellano pudieran costar algún florón de la corona a cuya gloria podría resultar sacrificado. ¡Y aún se pretendía disculpar la inacción hasta entonces observada con no haberse presentado momento favorable, cuando los que ahora se buscaban para aliados andaban ya a las manos con los revolucionarios en las fronteras orientales de Francia! Pero resuelta la guerra, esto es, llegada la ocasión, todavía se intentaba disimular, dando a las operaciones preparatorias un nombre que no hiriese los oídos de los suspicaces enemigos de la monarquía, con lo que, disponiéndose a emprenderla, se ponía de manifiesto el no lisonjero estado de un ejército cuya presencia en el teatro de la lucha se decía que iba a animar a las potencias coligadas en su generoso empeño. La arrogancia ha disfrazado no pocas veces á la impotencia; pero en España han ido frecuentemente unidas, creyendo que la memoria de nuestros hechos, simbolizados en los nombres más gloriosos, supliría á la flaqueza de que ya se podía observar adolecía la nación. La proposición 8ª es en ese punto mucho más elocuente que cuantas observaciones pudiéramos fundar en la estadística de nuestras fuerzas militares y de nuestros recursos financieros. Se temía, no sólo herir la susceptibilidad de los Franceses, sino el que nuestras tropas no llegaran a las posiciones que debían tomar demasiado tarde, y hasta se careciese de noticias de lo que se hacía al otro lado de la frontera, como si se tratara de acontecimientos sucedidos en país salvaje, sin comunicación alguna con los demás cultos de Europa, cuando tanto se pecaba en París de pregonarlos a voz en grito para mejor ejercer la propaganda de sus ideas y de sus actos los corifeos de la revolución. Aparentar, según se decía, que los armamentos que se hiciesen no iban a ser otra cosa que medidas de prudencia, era, no solamente mostrar miedo, sino que también desconocer el carácter del movimiento que se operaba en Francia, imposible de contenerse y menos con recursos de habilidad, apoyados, más que en la fuerza, en un aparato de ella hipócrita y meticuloso. ¡Por desgracia se sumaban entonces tan triste impresión y la ignorancia del espíritu dominante en nuestros vecinos!

 

Todas estas observaciones y muchas más que su acuerdo, provocaría la discusión, debieron hacérselas los vocales del Consejo de Estado a quienes se sometieron las anteriores propuestas del conde de Aranda; pero, aun así y presentadas como fueron, entrañaban motivos de honra de que la nación española no debía desentenderse. Así es que el Consejo, por más que comprendiera que los escrúpulos del primer ministro iban dirigidos a no agravar la situación, harto difícil ya, de Luis XVI, no irritando a sus carceleros más de lo que estaban con la invasión de los Austríacos y Prusianos en Francia, se decidió por la guerra, como parte España de la coalición formada en el Norte de Europa a favor de los tronos y de sus representantes.

Porque para aquella fecha tronaba ya el cañón en las márgenes del Rin y, más cerca todavía, en la frontera de Flandes, provincia entonces del Imperio austríaco, guarnecida de antemano de numerosas tropas y gobernada por sus más hábiles generales. Ya en Febrero y Marzo se observaban preparativos militares en Austria, Hungría y Bohemia, coincidiendo con los que por su lado hacía la Prusia, puesta de acuerdo con el Imperio en un consejo celebrado en Viena el 13 del segundo de aquellos meses para una acción común, en la que también debería tomar parte Rusia, representada allí por el príncipe Gallitzin. Aquellos preparativos fueron tomando cuerpo y no tardaron en sentirse por la frontera imponentes y amenazadores combinándose las posiciones con las del pequeño ejército de los emigrados franceses, reunidos en Coblenza y sin cesar en sus alardes jactanciosos. La alarma, con eso, se hizo general en los pueblos franceses inmediatos; cundió luego al interior y, por fin, llegó al gobierno y á la Asamblea que en vista, más tarde, de la nota de Cobentzel, provocaron, el 20 de Abril, la declaración de guerra a Austria, seguida, eso sí, como antes dijimos, de los reveses de Quiévrain y Lille, y, con el manifiesto del duque de Brunswik, ya en Julio, la de la patria en peligro y la lucha a sangre y fuego con Prusia, a la que se añadiría muy pronto la de cuantas naciones tuvieran contacto geográfico o político con Francia.

Luckner, que mandaba en jefe los ejércitos franceses, había tenido que retirarse de la Alsacia amenazado en sus posiciones por la marcha de los enemigos sobre la Lorena; Lafayette, negándose a respetar los actos de la Asamblea después del 10 de Agosto, abandonaba Francia para, tras de una penosa odisea de puesto en puesto de los ocupados por los Austríacos en Flandes, parar en la ciudadela de Olmutz hasta 1797; Longwy y Verdún caían en poder de los Alemanes, revelando sus guarniciones, como muchos de los destacamentos de la línea de vanguardia, un espíritu muy ajeno del marcial y levantado que caracteriza al ejército francés; en la frontera, por último, aparecían los soberanos coligados para con más vigor dirigir la guerra, con la que, a principios también de Agosto, amenazaba oficialmente la emperatriz de Rusia si no se reintegraba a Luis XVI en todas sus anteriores prerrogativas. Ni el Piamonte ni Suiza querían quedarse atrás en tan generosa cruzada y se preparaban a unir su acción a la de las grandes potencias del Norte. Francia se hallaba invadida y el bloqueo se iba estrechando de día en día, tan apretado, en aquéllos, y amenazador, que hasta en la misma Asamblea se proponía la retirada a la izquierda del Loire, impedida por Danton recomendando la audacia, la audacia y siempre la audacia. Sólo faltaba que España cubriese militarmente su frontera pirenaica para que se completara el cerco, que no sabemos cómo hubiera podido romper Francia, de hacerse simultánea y enérgicamente por todos sus enemigos.

 

Pero la política de Aranda, inspirada desde los primeros días en motivos de conciliación que no era fácil desatendiese quien la anteponía a los recelos e intransigencias de Floridablanca, vagaba y se perdía en las vacilaciones que, por su parte, se imponían en la corte de sus soberanos, movidos por varios y muy diferentes resortes en sus afecciones generosas, de una parte, y sus cábalas e intrigas de otra. Y no es que el Conde, una vez resuelta la guerra como primer acuerdo en el Consejo de Estado, descuidara sus preparativos a fin de emprenderla en las mejores condiciones, porque á los once días de tomado aquél, esto es, el 4 de Septiembre, dirigía a nuestros agentes diplomáticos en las naciones extranjeras una circular dándoles conocimiento de lo resuelto y motivando las lenidades a que obligaban la circunspección necesaria en las relaciones existentes con Francia y el temor de aumentar los peligros que corrían allí la institución real y el soberano que la había representado y ejercido hasta entonces. A esa declaración acompañaba en la circular la noticia de que iba a llevar tropas, todas las necesarias, a la frontera, aun cuando sin plan todavía determinado de operaciones, así por no haberse concertado por el momento como porque dependería naturalmente del que siguieran en Francia las demás naciones coligadas que ya la habían invadido, al que, por punto general, sería fácil conformarse en sus fines más importantes, aunque por diferentes rumbos y por los procedimientos que mejor aconsejaran la ocasión y las eventualidades, tan frecuentes y varias en tales casos. A pesar de esas manifestaciones, tan explícitas en su misma vaguedad, tres días después, nada más que tres días, Aranda presentaba al rey un plan de campaña, todo lo detallado y metódico que pudiera desearse y que, por ser el único que cabe ejecutar desde nuestra línea de los Pirineos, parece que no exigía para determinarlo el tiempo ni las facilidades que se echaban de menos en la circular.

Después de declarar que la guerra no tenía por objeto el de conquista alguna de las plazas y provincias francesas limítrofes para España, sino el de obligar a los revolucionarios a someterse a su soberano legítimo, se aconsejaba en el escrito de Aranda una enérgica iniciativa, una acometida activa y rápida, como se decía en él, con fuerzas, además, respetables que dejasen a salvo el decoro del país, no comprometiendo el éxito que debía esperarse, tan completo como breve y económico. Señalaba luego las dos únicas entradas que ofrece el Pirineo para una invasión de Francia, dando la preferencia a la del Portus en Cataluña, así por la mayor rapidez con que podrían hacerse los aprestos en el Principado, como porque en aquella dirección cabría herir mejor a Francia en las más señaladas cabezas de sus provincias. Otro grueso ejército podría penetrar en el reino vecino por Navarra y Guipúzcoa para darse la mano con el de Cataluña hacia la parte septentrional de Bayona y todo el Garona, con lo que se pondría en cuidado a la Asamblea si pensara, como ya hemos dicho que hubo quien lo propuso, en retirarse con el Rey al Mediodía, y se ayudaría también a los ejércitos aliados del Norte y al de Cerdeña especialmente, si asomaba con su soberano al condado de Niza amenazando a la próxima e importante ciudad de Marsella.

El plan, repetimos, no ofrecía novedad por ser el único que es dable seguir y el que un año después llegó a ejecutarse , aunque con variantes en que la habilidad del pensamiento competía con la prudencia necesaria ante enemigos, como los Franceses, tan activos y emprendedores. Porque, con efecto, era difícil formar dos ejércitos con fuerza, los dos, suficiente para tal ofensiva que pudiera llevarlos a reunirse en la región central del Pirineo, sin desatender, por eso, el darse la mano con los Piamonteses por el lado del Mediterráneo y vigilar a la vez la importantísima vía de Bayona a Burdeos por la costa del Océano. Que no existía esa fuerza, es evidente y, más todavía, el que no era posible organizaría en el término perentorio que exigían las circunstancias del momento; por lo que Aranda se limitaría por lo pronto a aproximar a las fronteras toda la que cupiera reunir; dándola aquel carácter precaucional, que él decía, para no infundir sospechas en los Franceses y mantenerlos cuanto más tiempo mejor en la confianza de no verse por fin hostilizados como en el Norte y el Este de su territorio. Para conseguir tal y tan grosero engaño, deberían ocultarse los nombramientos que exigiera la organización de los dos ejércitos, aparentando dejar las tropas bajo el mando de las autoridades de cada provincia de las en que fueran estableciéndose, privándolas así del conocimiento y la dirección de los generales que habrían de gobernarlas en los campos de batalla. Todo se sacrificaba al disimulo de resoluciones que, sólo siendo ejecutivas, cabría produjesen el resultado a que principalmente se aspiraba, al de, imponiéndose a la Revolución, obligarla a retroceder en su camino de violencias y despojos contra el trono.

Era desconocer en absoluto la índole de aquel movimiento y a los que con más furor lo impulsaban; era forjarse las ilusiones más absurdas respecto a la vigilancia que ejercían en toda Europa sus agentes, oficiales o no, el creer que, no ya los preparativos militares, siempre ruidosos, sino hasta las intenciones de la autoridad pudieran escapar a la perspicacia de quienes, además del deber, tenían por aguijón de sus gestiones diplomáticas el miedo a sus irritables e irritados jefes de la Asamblea o de la Convención en París. A M. Bourgoing no se le escapó, efectivamente, ninguno de los pasos dados por Aranda para recabar del Consejo de Estado la declaración de guerra y de Carlos IV la aprobación de su plan de campaña y de su reserva para no darles la publicidad conveniente. El plenipotenciario francés lo supo todo y dio naturalmente a su gobierno la voz de alarma que, por desgracia, coincidió en París con las matanzas de Septiembre, reto dirigido por el partido más exaltado de la Revolución a los soberanos coaligados para refrenarla en sus excesos, haciéndoles con ellas temer, no ya por la corona del de Francia sino hasta por la vida de éste también y la de toda su familia. Pero la victoria de Valmy por Dumouriez, la conquista de Spira, Worms y Maguncia por Custine y la de Saboya y Niza por Montesquiou y Anselme, coronadas después con la heroica, a la par que afortunada, defensa de Lille, elevaron el orgullo y las pretensiones de los Franceses a tal punto que el ministro Lebrun y la Convención, que abría sus sesiones con la del 21 de Septiembre, si se avenían a tratar con el gobierno español, preocupado con la suerte de Luis XVI, era a condición de que reconociese abierta y paladinamente la República, proclamada el día siguiente al del triunfo de Valmy. Eso no podía hacerlo Carlos IV, cuyo ministro procuró convencer a Bourgoing de la inutilidad de sus esfuerzos para lograrlo, a pesar de valerse, en su conferencia con Aranda, de los mismos argumentos de sus mandatarios, los de la amenaza, ponderando las fuerzas de la Francia y sus recientes victorias. A tal punto esforzó sus razones, si así pueden llamarse, del número de los soldados que la Revolución podía presentar en la lucha y del entusiasmo que reinaba en las provincias todas de la República, que el veterano español, herido en su patriotismo y en su orgullo militar, hubo de replicarle duramente y amenazarle a su vez con el espectáculo de un capitán general tocando llamada con un tambor, a cuyo sonido se vería que una nación generosa tiene siempre soldados bastantes para oponerse a la violación de su territorio aun contra el enemigo más formidable.

Este arranque nobilísimo de indignación, último acto de su gestión política en el gobierno, fue, sin embargo, el que reveló con más elocuencia el error en que había vivido desde años antes, creyendo que los revolucionarios de Francia eran los filósofos que él había conocido y tratado, bastante influyentes en la opinión para contener el movimiento que habían provocado dentro de los límites que señalaron sus escritos y arengas.

Mas para colmo de sus ya expuestas contradicciones en el gobierno, todavía pensó en retroceder de su reciente determinación de hacer a Francia la guerra, según el acuerdo del Consejo aprobado por el Rey. Y mientras parte de las tropas disponibles se dirigía a las posiciones que se les había señalado en la frontera, él continuaba en sus conferencias con Bourgoing para el tratado de neutralidad, acariciado en su imaginación desde los primeros días de su ministerio. No era él, sin embargo, quien podía llevar a ejecución tal empresa con la autoridad necesaria, perdida la que le dieran sus servicios y experiencia en el dédalo intrincadísimo de sus anteriores y contradictorios actos y de los varios w insuperables obstáculos que por todos lados se le oponían.

El conde de Aranda tenía enemigos poderosos en la corte y el pueblo; considerándolo aquélla tibio en sus ideas monárquicas, lo cual era una injusticia, y las masas populares más frío aún en su fe religiosa por la parte que había tomado en la expulsión de los jesuitas y los alardes que, en su carácter vehemente, hacía con frecuencia de su amistad con los filósofos franceses, proclamados desde el púlpito y en los círculos españoles por los mayores enemigos del catolicismo. Y como ante ese doble culto del altar y el trono, si en algunos hipócrita, ferviente y sincero en la casi totalidad de nuestros, compatriotas, se hacía sospechosa la política de conciliación que Aranda se propuso observar desde los primeros días de su ministerio, claro es y evidente que el fracaso de esa conducta iría, en el que la observaba, acompañado de su caída de las esferas del gobierno. Aún hubiera podido hacer frente á esa opinión, representada en aquellos tiempos por quienes influían muy poco en las decisiones de la Corona, sola árbitra de los destinos del país; pero también le faltó en ella el apoyo que le hubiera sido necesario para rechazar los embates de tanto y tanto enemigo como en tales ocasiones parecían salir de la oscuridad y de los antros de la adulación para combatirle. No se mostraba satisfecho el Rey de un ministro que, por su carácter excesivamente altanero y hasta rudo, no podía agradar a monarca de condiciones como las que hemos atribuido a Carlos IV, y menos aún por las ideas que se le achacaban en materias políticas y religiosas, adoptadas en sus relaciones con los dogmatizadores de la revolución. La reina creía haber llegado, no ya la época hecha presentir a Floridablanca, sino la plenitud de los tiempos con tal ansia esperados en sus arrebatos de la innoble pasión que de ella se había enseñoreado, y de la desapoderada codicia de mando y de riquezas a que, en su debilidad de mujer extraviada, ofrecía ocasión y medios más que suficientes, ya que el Rey la dejaba intervenir en los asuntos públicos y, confiado como en sí mismo, la olvidaba en su vida casi nómada y en el hogar y seno de su familia. Y un hombre, envanecido con el favor de que era objeto y con una elevación social que ni soñar podía en sus más delirantes fantasías, de moral ninguna y guiado tan sólo por la lumbre de sus ambiciones, infundadas y todo, sin la excusa siquiera de una pasión que bien se demostró no haber abrigado nunca; Godoy, en fin, se suponía ya con talento, experiencia y prestigio, con cuantas dotes pueden exigirse para la gobernación de un Estado, aun en las, más que difíciles, terroríficas circunstancias que por aquellos días atravesaba España. Mejor, pues, que los errores que hubiera podido cometer en los pocos meses que presidió el ministerio, derrocaron del poder a Aranda esas mismas circunstancias que ni a él ni a nadie le era dado vencer, traídas por la acción arrebatadora de la revolución que no sabían contrarrestar la diplomática de los soberanos más poderosos ni sus innumerables soldados y cañones, y, sobre ellas y sobre todo, las intrigas de una corte, ayudada de esa turba de aduladores que, ávida de favor, vaga siempre en la corrompida atmósfera de los palacios en que no se albergan la virtud y el decoro.

Una noche, la del 14 de Noviembre de 1792, fue Aranda llamado al palacio del Escorial, donde, disfrazando Carlos IV la expresión de sus intenciones con la de su afecto al Conde y la de su gratitud por los servicios que le había prestado, y con frases de que, según dice un historiador extranjero, nunca se muestra avaro un monarca al despedir a sus ministros, le notificó la pena, harto profunda en él, de que hubieran de privarle de los que aún le pudiera ofrecer su edad avanzada y la necesidad, que ya debía experimentar, de sacudir el grave peso del gobierno, sólo soportable en su concepto, como luego se verá, para hombros más jóvenes y robustos. Preparado así y con la visita, poco posterior, del ministro de Marina, el secretario don Antonio Valdés, que le llevó la noticia, ya oficial, de su exoneración, conservándosele, sin embargo y contra la costumbre de entonces, cuantos honores poseía y el puesto también de decano del Consejo de Estado que se le había conferido al reformar aquel alto cuerpo con la supresión de la Junta suprema, creada, según dijimos, en los últimos años de Carlos III, Aranda pudo ver en la Gaceta del 20 de Noviembre el Real decreto, expedido con fecha del 15, en que aparecieron su cesación en el cargo interino de primer secretario de Estado y su relevo por el duque de Alcudia, aunque con las frases, también, más lisonjeras que pueden tributarse á un caído para dulcificarle su desgracia

La conducta política internacional del conde de Aranda, adoleció, ya lo hemos visto, de una vaguedad incomprensible en hombre como él, tan enérgico siempre en la manifestación de su carácter, y de las contradicciones que ilógicamente, si así puede decirse, achacaba a su predecesor que, de reformista, había pasado a hacerse intransigente conservador de cuanto pudiera ser atributo y emblema de la monarquía tradicional en España. Y no sólo apareció vaga y débil por la índole de las concesiones que hizo el célebre ministro al espíritu que informaba la Revolución en sus primeros días, que bien podía tomarse por justa aspiración a un estado de libertad y de igualdad dictado por cristiana y hasta universal filosofía, sino por revelar también una gran falta de fijeza en los principios que proclamaba, con su secuela forzosa de contradicciones y perplejidades sin fin. Porque si al inaugurar su política de conciliación para con la Francia, podía descubrirse en los primeros actos de Aranda un pensamiento elevado y prudente, el de aplacar las iras revolucionarias con la esperanza de la paz que asegurase las conquistas ya hechas en la Asamblea constituyente, summum de las que cupiera ambicionar a un país sumido un año antes en la servidumbre y hasta en la ignorancia de mejores destinos, debió fundarlo en base más sólida que la fuerza de los medios con que se propusiera sustentar la que, después de todo, resultaría intervención más que oficiosa en la política general de Europa. ¿Dónde esa fuerza que tanto hubiera de pesar en la balanza de las naciones para imponer la paz entre las armadas para el mantenimiento de sus nuevos principios, en reparación, por el otro lado, de los atropellos cometidos en Francia y en venganza de los agravios y ultrajes que no se cesaba de inferir al trono y a su más alto representante? No vamos a dar cuenta de esa fuerza, dejándolo para ocasión próxima en que debe aparecer puesta en acción; pero ¿no están revelando cuál era las proposiciones presentadas al Consejo de Estado y el plan de campaña propuesto al Rey con todas sus salvedades y misterioso desarrollo?

La misión del gobierno español en tan críticas circunstancias, era muy otra de como la entendía el conde de Aranda. Para mantener el trono en Francia, como para después salvar la persona de Luis XVI, se coligaban los soberanos del Norte; y aunque en un principio recurrieron a vías conciliadoras, no tardaron en comprender que sería inútil cuanto revelara prudencia y circunspección para con un pueblo que, envalentonado con sus primeros triunfos, se consideraba como único dueño de sus destinos. Bastaba además que ese pueblo, herido en su orgullo y, como francés, altivo y jactancioso, observara que, abandonado el camino de las negociaciones, se iba a tomar el de las armas, para que, desatadas sus pasiones, extremara las violencias que ya había ejercido contra los objetos y los intereses, causa de la imposición con que se le amenazaba. Y ya en tal caso, ¿cabe pensar que la intervención de España diera resultados beneficiosos, y mucho menos efectuándola en favor de los enemigos de aquello mismo que se quería defender y amparar? Porque el reconocimiento del plenipotenciario francés y la libre entrada de sus compatriotas en España, escudados y todo con la escarapela, emblema de la Revolución y vehículo escandaloso de la propaganda que se pretendía ejercer en Europa, significaban la aprobación de los actos de la Asamblea constituyente, el olvido de los atropellos cometidos a su sombra, el respeto, mejor, a los depredadores de los fueros todos que constituyen la realeza y son la salvaguardia de la inviolabilidad de los monarcas. Ni se habían detenido ahí los corifeos de aquel movimiento con que se amenazaba a los demás pueblos, mejor que con las armas, con los atributos que lo representaban, sino que la religión era blanco, quizás el predilecto, de sus tiros, escarneciéndola o negándola, despojando a la Iglesia de sus inmunidades y atropellando a sus ministros en sus personas y haberes, sagradas ellas, y tan respetables éstos como los del primer ciudadano de la nación.

Y España, la monárquica España, católica por excelencia, ¿reconocería aquellos atentados frente a naciones que mantenían sus mismos principios en general y algunas los particulares intereses de familia que en tan alto grado afectaban a las de España y Austria, igual en ambas?

La conducta, pues, del conde de Aranda, más que vacilante por las varias contrariedades que la iba oponiendo la Revolución francesa, resultaba débil en las encontradas resoluciones a que le provocaban el interés de la monarquía y la acción ya resuelta de los soberanos del Norte, que se habían impuesto el deber de mantenerla incólume en la persona de su pariente y aliado el rey de Francia. Pero esa debilidad, más que del carácter y de las opiniones de Aranda, por muy simpáticas que le fueran las de sus antiguos amigos los filósofos de Francia, nacía de su situación especial en el gobierno, tan conocida para él como que nunca la había considerado ni querido definitiva. ¿Cómo habría de creerse en condiciones de emprender una política fija y consecuente con sus propias ideas y con los intereses que estaba llamado á defender cuando, elevado a las esferas del gobierno por una intriga que más tenía de cortesana que de política, se podía mirar en todos momentos amenazado de sucumbir ante otra igual, tan vergonzosa y depresiva como la de que había sido víctima su antecesor el conde de Floridablanca? Su ministerio, de consiguiente, era lo que ahora se acostumbra a llamar de transición; pero no para abrir paso a otra política, nueve meses antes inconveniente, sino para darlo a personas que se creían bastante ilustradas con el ejemplo de las dos administraciones anteriores y con fuerza y prestigio suficientes para arrostrar la terrible situación en que muy pronto se verían comprometidas.

Al conde de Aranda le sucedió lo que no podía menos de acontecer a quien, como él, se viera batallando con ideas imposibles de conciliar con los intereses que le estaban encomendados, en pugna constante, como inalienables, que eran, en quien, por encima de todo, tenía que mantenerlos, aún combatido sordamente por los que, proclamándolos, veían fácil la ruina del veterano general, hecho, hay que reconocerlo, juguete de sus torpes manejos.

Engolfado en ese mar de dificultades internacionales, mal pudo el conde de Aranda dedicarse a la administración interior del país. Es verdad que Floridablanca, tan activo y experto en ese género de gestiones gubernamentales, le había dejado poco que hacer según las ideas y los intereses de aquel tiempo. El ministro Lerena, adoleciendo de grave enfermedad, había sido por Octubre de 1791 sustituido, aunque interinamente, en la gestión de la Hacienda por D. Diego de Gardoqui, consejero de Indias y director de Comercio, quien, al morir en Enero del 92 aquel célebre arbitrista, hecho recientemente conde con su colega Porlier, continuó, aunque siempre provisionalmente, en tan espinoso cargo. No era por lo tanto fácil introducir grandes variaciones en un ramo de la Administración pública tan delicado como vario, aun cuando Lerena tuviera las excepcionales aptitudes que no pocos le atribuían. Algunos decretos variando, aunque en detalles casi insignificantes, la legislación sobre minas o completando, en cuanto cabía, el sistema de protección a la agricultura y el comercio, iniciado en los primeros días del reinado de Carlos IV, fue cuanto pudo hacerse notar en la administración peninsular y ultramarina del ministerio del conde de Aranda. Los sucesos de Francia, de día en día más y más amenazadores para la tranquilidad de Europa; los trabajos de zapa que sentía estarse ejecutando bajo sus mismos pies; la atmósfera de que se veía rodeado, sobre todo en la corte, de desconsideración, si no de hostilidad abierta, por los que mejor que él sentían las pulsaciones de un estado tan crítico como el que parecía deberle abrumar, le quitaban toda fuerza para resistir tan grave pesadumbre y amortiguaban cuantas energías hubiera podido desplegar en circunstancias diferentes quien había demostrado, durante su dilatadísima carrera, que no le faltaban cuando esas circunstancias no iban envueltas en las tinieblas de los manejos subterráneos de sus enemigos allí donde habría de forjarse el rayo que las condensara aún más o las desvaneciese.

 

 

 

CAPITULO III

GODOY Y SU ESTRENO EN LA POLITICA