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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

 

REINADO DE CARLOS IV

 

CAPITULO PRIMERO.

MINISTERIO DEL CONDE DE FLORIDABLANCA (1788-1792)

 

El domingo 14 por la mañana (Diciembre de 1788 en que murió Carlos III), el nuevo rey Carlos IV empezó a mandar.»

Así aparece en una nota autógrafa de Jovellanos que posee el autor de esta historia la cual continúa así el insigne asturiano:

“En este día primero ambos (Carlos IV y María Luisa) recibieron a los Embajadores de familia y ambos despacharon juntos con los ministros de Marina y Estado, quedando desde la primera hora establecida la participación del mando en favor de la reina como naturalmente y sin solicitud ni esfuerzo alguno.»

Si a eso se añade que al despachar por primera vez también con el ministro de la Guerra, y al hacer el rey mariscal de campo al príncipe de Maserano y brigadier a Don Francisco Barradas, sus favoritos, influyó la reina para que se promoviera al empleo de cadete garzón de Guardias de Corps a D. Manuel Godoy, se comprenderá cuán pronto iba a derrumbarse la ingente fábrica del imperio español, tan feliz como laboriosamente restaurada por la dinastía borbónica.

Las altas prendas del rey difunto; su entereza de carácter y los instintos autoritarios que inspiraron su conducta, lo mismo en la administración interior del Estado que en la política y militar con las demás naciones; la rigidez de sus costumbres, mejor aun, la intolerancia de que dio tantas pruebas respecto a las de sus más próximos servidores y allegados; el espíritu de orden, sobre todo, que informaban todas sus resoluciones, armas vendrían á ser que la falta de ejercicio, el abandono y hasta el olvido dejarían enmohecer y caerse en pedazos con ruina general y afrentosa de la nación.

La de Carlos III era, sin embargo, una doble naturaleza; de bondad, por un lado, quizás exagerada, y de energía por otro, rayando a veces en rigor extremo y hasta injusto, según se tocaban las cuerdas de su corazón o se iban a resistir sus propósitos o cálculos políticos; de amor grande y ternura para con su familia, en la que adoraba, pero de severidad al mismo tiempo, sostenida, y esa era su condición dominante, por una pertinacia indomable. Al amor a los suyos lo sacrificaba todo; y a ese sentimiento se deben la mayor parte de los reveses militares sufridos por España en la primera época, particularmente, de su reinado, como las variaciones introducidas en el recinto del palacio real para que no se rompiesen los lazos con que, no las leyes escritas sino las de la naturaleza sujetaban a la dinastía en su existencia y en su porvenir social y político. El Pacto de Familia, embozado en una cuestión de dignidad, condujo a España a la guerra con la Gran Bretaña, lucha ruinosa que, además amenazaba con hacerse interminable por no consentir el carácter inflexible de Carlos III el olvido ni el perdón de la injuria, como inglesa, provocativa e injusta que se le había inferido en Nápoles. Es verdad que esa injuria había revestido tales caracteres de tiránica y ultrajante, que no era para desentenderse de su recuerdo el día en que pudiera ser vengada, mucho más estando al frente de un pueblo como el español, ganoso de, a la primera circunstancia favorable, reaparecer en el gran teatro de Europa con las excelentes condiciones que tanto le habían hecho brillar en las dos centurias anteriores. El reinado pacífico de Fernando VI, si ventajoso para el acrecentamiento de la prosperidad interior, mantenía a los Españoles en una inacción militar opuesta al espíritu belicoso de que siempre han hecho alarde: nada de extraño, pues, que sus deseos de una era nueva de acción y de influjo en ellos, coincidiera con los del rey Carlos en su anhelo de demostrar, a la vez que sus afecciones de familia, el que tanto tiempo hacía le devoraba de responder al insulto de los Ingleses en Nápoles con las represalias a que parecía convidarle su nueva posición en el trono de las Españas.

Con esas condiciones y el tacto y la experiencia que había adquirido en Nápoles para los negocios de Estado, Carlos III se hizo amar de los Españoles desde el momento de su llegada a la Península; acrecentándose después más y más ese afecto con la buena elección que tuvo para sus ministros, los últimos particularmente, y con las mejoras que introdujo en la administración y en el ornato, sobre todo, de la capital. Viniendo de un país como el italiano, heredero del sentimiento eminentemente estético de los Griegos, donde se había acrecentado su pasión desde la infancia a lo bello y grandioso en cuanto a los edificios públicos y los monumentos que pudieran recordar las glorias de la patria. Madrid se vio crecer y hermosearse al poco tiempo de haber vuelto Carlos III a pisar su triste y árido suelo; y los Madrileños, para mostrarle su agradecimiento, le prodigaron en vida, y siguen prodigando después a su memoria, las manifestaciones más calurosas de afecto.

Al morir Carlos III aun conservaba España no poco del gran prestigio que la habían hecho ejercer en Europa la política de nuestros más hábiles estadistas y las armas de aquellos soldados incomparables que lo habían elevado a la categoría de supremo e indiscutible con los primeros soberanos de la casa de Austria. Si, entretanto, se había, puede decirse que transformado la Europa, fortificándose poderes antes medianos y creándose otros nuevos; si en el tratado de Utrecht se mostraba Inglaterra preponderante en el mar y con una influencia en las contiendas campales que ya debía preocupar a los hombres de Estado, y si el talento extraordinario de un soberano, político astuto y general el más insigne de su tiempo, había preparado el Imperio, hoy reciente, de Alemania, cuyo carácter étnico se le negaba entonces; si se había roto la unidad ibérica, tan sabia como gallardamente realizada por el genio político de Felipe II y el militar del gran duque de Alba; si en el mundo todo se descubrían así como tendencias a fundir en nuevos moldes la manera de ser de las naciones y sus gobiernos, de las colonias y sus leyes, de la sociedad misma amenazada ya de todo género de mutaciones, en la vecina Francia particularmente, todavía le era dado a España ostentar un poderío que pesaba mucho en la balanza de los destinos del orbe que con orgullo podía recorrer su gloriosa bandera.

Había crecido la población en proporciones considerables, llegando al de más de 11.000.000 el número de los habitantes en la Península; y las rentas, aunque abultadas por nuestros estadistas de entonces, habían recibido un aumento extraordinario, extinguiéndose parte, aunque no mucha, de la deuda pública. Progresó el ejército con organizaciones que mejoraron, sobre todo la educación de los oficiales, estableciéndose excelentes academias y colegios, entre éstos el de Artillería en Segovia, donde explicaban los principios fundamentales del arma profesores como D. Vicente de los Ríos y D. Tomás de Moría, brillantes lumbreras de la ciencia militar, lo mismo que aquí, en toda Europa; y la marina contaba en la época a que nos venimos refiriendo con cerca de 70 navíos y mas de 30 fragatas, la mayor parte en el mejor estado. Y todo esto, como el aspecto de cultura y hasta de suntuosidad que iban ofreciendo las grandes ciudades de la Península, y la creación de establecimientos comerciales y de crédito, como el Banco de San Carlos en Madrid, y las Compañías de Filipinas y de Caracas para las colonias; cuanto en las esferas de la justicia, de la Administración y de la moral podía representar un verdadero progreso, pero real y práctico, para la gobernación de un Estado, se debió a esas cualidades que, con razón en nuestro sentir, hemos atribuido al rey Carlos III».

No carecía su hijo y sucesor de alguna de esas prendas; pero son tales las que exige el arte de gobernar, que no con la de varias, como entonces acontecía, sino que con la falta de una de las más esenciales se resienten los organismos de la Administración pública, por robustos y activos que parezcan los poderes que los emplean y dirigen. No carecía de algunas Carlos IV, repetimos, ya que a un corazón recto y exuberante de bondad, a un juicio no común, a una moral rígida y hasta severa para consigo mismo, y á un espíritu de justicia, casi extraordinario, unía los caracteres más significativos de la dignidad real, que ningún pueblo estima mejor y agradece más que el español en sus soberanos. Decía después el célebre arzobispo de Malinas, M. de Pradt: «El Rey de España no era más poderoso que los otros, pero idealmente parecía más Rey que ellos.» Y ese, que confirmaron más tarde conceptos bien elocuentes de Napoleón, aun cuándo mezclados con ironías sugeridas por el reconocimiento de su condición de advenedizo, era uno de los rasgos característicos de Carlos IV, heredado, es verdad, de sus antecesores en el trono y del Gran Rey, prototipo de aquel realce en majestad y decoro, que la lisonja le hacía pretendiera elevarse a las alturas del sol. Pero con esas prendas personales, por cuantos le conocían admiradas, se mezclaban otras que, reconociendo el mismo origen, como consecuencia, que en parte eran, de ellas, de la bondad de su carácter y la rigidez de sus costumbres, harían de Carlos IV instrumento y en ocasiones juguete de las pasiones, a veces las más ruines y hasta vergonzosas, de los que acabaron, influyendo con él, por dominarle y perderle. Y es que, sometido tantos años, hasta alcanzar los cuarenta de su edad, al predominio paterno, ejercido por quien no consentía nunca la menor resistencia á sus voluntades ni aun la observación más deferente a sus pensamientos, podía considerarse como saliendo apenas de su minoría oficial, sin el ejercicio, por consiguiente, de su albedrío y sin la experiencia de la vida, en lo que iba a necesitar más para imponerse, o hacerse por lo menos, respetar. Falta es la de carácter, que se hace inmediatamente notable, si de lamentar siempre y en todos, mucho más en las personas constituidas en autoridad, pero, sobre todo, en los destinados a regir las grandes colectividades humanas. La severidad, si raya en excesiva, si se convierte en rigor, puede llevar a la tiranía y producir el odio y hasta la desesperación en los individuos y los pueblos; la debilidad conduce al desprecio y, con él, a la pérdida de todo respeto, al entronización de las rebeldías más procaces, a la anarquía, por lo menos, que se ha dado en llamar mansa de las naciones.

Sujeto, como se ha dicho, a la autoridad paterna Carlos IV, y sin gran participación en los negocios de Estado, se había decidido por disfrutar de la que ampliamente le otorgaba su padre, la de la caza, nunca negada a los hijos en la casa de Borbón; siendo rara la batida en que no se viese a Carlos III dando lecciones del arte venatorio a los infantes y acompañado, casi siempre, del príncipe su heredero. Con eso, su complexión, ya robusta, se había hecho extraordinariamente vigorosa, hasta el punto de alardear de fuerzas, de que en él y en los demás consideraba como dotes muy apreciables, cuando lo que España apetecía en su soberano eran talentos y aficiones y perseverancia para cultivarlos. Ni la fortaleza corporal, ni el ejercicio, asaz violento, a que tan asiduamente se dedicaba, ni su inclinación, también desmedida, a las artes mecánicas, habrían de sacarle airoso en la grave crisis que amenazaba a toda Europa, vista venir por las inteligencias claras de tiempo atrás, y por las más torpes desde el día en que se cerraban para siempre los ojos de su padre a la luz de la vida.

Porque, no de entonces, sino de mucho antes se dibujaba en los horizontes políticos del viejo mundo la nube que, preñada de sangre y fuego, descargaría del otro lado de los Pirineos, en pueblo que, como el francés, necesita poco para inflamarse, y capaz, por las condiciones suyas y las de aquel tiempo, de llevar a todas partes el germen de sus males y los huracanes que pudieran producir. Los preludios de la Revolución francesa se sienten, con efecto, en época muy remota de la en que sus terroríficos efectos: las causas proceden del carácter mismo y la constitución de las huestes conquistadoras, últimas en llegar a la morada de la gente gala para en ella establecerse, haciéndose su perpetua dominadora, dándola su nombre e inspirándola sus preeminencias aristocráticas y su genio emprendedor. El feudalismo francés, armado del derecho del sable, dominante en aquellas edades, se apodera de la tierra y, no satisfecho con eso, ejerce su despótico influjo hasta sobre la misma propiedad mueble y, perturbando las ideas todas de la moral y la conciencia, llega a imponer en el hogar de sus vasallos la opresión más abominable y deshonrosa. La desesperación arma a su vez a la justicia y a la razón contra la arbitrariedad; y viéndose, aun así, vencida, busca el contrapeso en las alianzas, hallándolo en la realeza, si no desconocida por ser objeto de su vanidad, no muy respetada y hasta en ocasiones desobedecida por unos señores que, en compensación de su feudo, la exigen una casi completa independencia para sus tiránicos procedimientos. Y la coalición, después de mil vaivenes de la fortuna, llega a verse coronada por la victoria; pero, como tan desigual para unos tiempos en que se ha perdido hasta la memoria de toda noción de igualdad y de las libertades que tanto avaloraron a pueblos cuya historia se desatiende del mismo modo, redunda más que nada en provecho de su primero y más brillante factor. La autoridad real concentra, efectivamente, en sí su propia fuerza y la de sus aliados, de quienes, al sujetar a sus antes rebeldes conmilitones de la conquista, hace, mejor que auxiliares, vasallos y servidores. Del feudalismo pasaron, pues, los pueblos de la Francia al despotismo, no tan denigrante, en verdad, y vejatorio, como no tan próximo tampoco ni de tantos, pero despotismo al fin, desconocedor de toda ley que garantice la independencia del individuo y el ejercicio de los derechos que le señala su carácter de hombre, igual, en ese concepto, a los demás en dignidad y suficiencia. La inclinación inevitable a sus antiguos hermanos, aun se llaman primos, y a sus hábitos de siempre, hizo a los reyes olvidar muy pronto los servicios, si interesados también, de los que, al prestarlos, a la vez que por sus personas miraban por la idea que, al fin, llevaría a la propia emancipación y, con ella, al triunfo de la humanidad en el mundo.

Quedó, pues, la nobleza, si subordinada al trono, como vencida en tan recia y larga batalla, con el señorío de los mismos que la habían humillado, con fuerza, de consiguiente, para vengar su ultrajante derrota. Y se vengó cruelmente; porque, manteniendo muchas de sus exenciones, ya que no su antigua independencia, siguió ejerciendo la más cruel tiranía allí, sobre todo, donde la vista del monarca o la de sus más altos delegados no pudiera templarla o dulcificarla. Pero no en vano, y aunque muy lentamente, pasaba el tiempo, sucediéndose en él enseñanzas y enseñanzas que, ya por un camino, ya por otro, iban conduciendo a la ilustración de las clases desheredadas y al conocimiento de la fuerza que habría de garantir sus legítimos derechos. Comenzando por el clero, privado de las grandes prerrogativas que antiguamente se extendían hasta la de elegir sus reyes, y que no se había corrompido poco al hacerse cortesano y al dividirse en escuelas más o menos apartadas de la rigorosamente ortodoxa de Roma; siguiendo por la pequeña nobleza, envidiosa y rival de la antigua, como nueva que era, aunque sacada de las clases más ilustradas o más ricas del pueblo, y acabando por los que con una educación escogida buscaban el modo de erigirse en guías de las muchedumbres, se fue creando poco a poco una atmósfera de ideas, vagas al principio, de libertad, que favorecería a la aspiración general de un estado de equilibrio social, honroso para todos. Con la decadencia de la raza conquistadora coincidió la elevación de las clases; y a los Parlamentos a que aquélla concurría con los tan celebrados Pares para aconsejar al rey, asistieron luego los jurisconsultos formando un tribunal desconocido hasta entonces y se instituyeron más tarde los Estados generales, en que votaba con la nobleza y el clero uno llamado tercer estado, compuesto del común del pueblo, pero que proporcionaba mejor y más generosamente los medios y recursos necesarios a la corona para hacerse respetar dentro del país e imponerse a sus enemigos de fuera.

Ya, pues, se ve un principio de representación nacional en Francia durante los siglos XIV y XV; pero tan limitada por la voluntad incontrastable de los reyes como humillante para el tercer estado, que ni se atreve a revolverse contra la soberbia de los otros dos, refractarios a toda idea de confraternidad entre los tres. Si alguna vez lo intentó o si quiso intervenir, y eso era lo único a que le ayudaban los otros en cuestiones legislativas de alguna importancia, pronto fueron despedidos los Estados generales, por el recelo de que pretendieran una soberanía que sólo tocaba al trono, ayudado, eso a lo más, por los Parlamentos, convocados y reunidos á la antigua usanza. Ya estos cuerpos se hicieron políticos, en cuanto cabía, después de haber proclamado el poder sin límite alguno de la corona, y llegaron a considerarse estables a favor de una magistratura comprada en los apuros de discordias interiores o de guerras con el extranjero, con lo que no pocas veces trataron de imponerse, aunque la mayor parte de ellas sin fortuna, pues que no llegaron a formar nunca un cuerpo verdaderamente constitucional, árbitro como el inglés, su más ambicionado objetivo, de conceder o negar los subsidios al rey.

En tal estado de cosas y en el peor ya posible para el pueblo francés, abrazaron su causa los filósofos que, al trabajar y con fruto por su emancipación política y social, acabaron, por desgracia, con toda noción de moral cristiana y de respeto a los poderes constituidos. Minando los fundamentos de la Iglesia, fuente la más saludable de todo principio orgánico de la sociedad, que estableció, desde sus orígenes, sobre sus bases más sólidas de la familia y del Estado, creyeron y con razón los filósofos, y lo mismo los enciclopedistas que siguieron y fomentaron sus doctrinas, que no sólo nivelarían todas las clases, fuese la que quisiera su condición, sino que, al arrancar a las más elevadas los privilegios adquiridos, llegarían a rebajarlas hasta las más perseguidas por la fortuna, en venganza siquiera de las humillaciones que las hablan hecho sufrir hasta entonces. Sembraban en tierra bien preparada, como que, en desacuerdo los Parlamentos, el clero y el rey en cuanto a sus privilegios y autoridad, estaban conformes en cuanto a la exclusión del pueblo de los empleos públicos, en el reparto injusto de los impuestos, cargados casi exclusivamente sobre él, los indirectos con especialidad, y en el más costoso aun de sangre, sólo redimible a fuerza de sacrificios pecuniarios que no a todos era posible hacer. La industria y el comercio, cuyo ejercicio era peculiar de otras clases que la de la nobleza, eran los únicos agentes igualitarios en aquella sociedad en que el lujo que empobrecía a la más alta era para ellos la fuente de riqueza, capaz de ser solicitada y, por lo tanto, no pocas veces relativamente enaltecida. Pero de Voltaire, desafiando a los fieles que creían indestructible la religión, a Rouseau, proclamando el estado salvaje como el único de libertad e igualdad en la raza humana; de Montesquieu, no viéndolo sino en las sociedades antiguas, en la romana sobre todo, cuyas excelencias y vicios tan magistralmente recordaba, a D’Alembert, Diderot, fundadores de la Enciclopedia, y D’Aguesseau, Mably, Condorcet y otros muchos, filósofos también, matemáticos, economistas y maestros en artes y literatura, todos parecían conspirar con sus obras a hacer ver en el trabajo y el talento, si caminos de perturbación para las conciencias, el del triunfo también de las ideas sobre la fuerza, los privilegios con ella sostenidos, y las antiguas costumbres de sumisión y respeto a las jerarquías y a la autoridad. Los tres primeros fueron, sin embargo, los que señalaron los principales rumbos para la obra de demolición a que dirigían sus esfuerzos; Voltaire, el del impulso hacia la primera etapa de la Revolución con el establecimiento de sus principios fundamentales de 1789; Montesquieu hacia la segunda, señalada por los constitucionales en la Asamblea nacional; y el autor del Contrato Social, en cuyas primeras frases se lee la de «El hombre ha nacido libre» y donde se mantiene la soberanía del pueblo, hacia el pensamiento, ya que no los actos repugnantes y feroces, de los representantes de la Convención, manchados con la sangre del hijo de San Luis.

Las glorias militares, tan influyentes en el espíritu público, mantenían más que nada el monárquico en el pueblo francés, apasionadísimo como ningún otro de ellas; y así se elevó el despotismo en los días de Luis XIV hasta el punto de llegar aquel fastuoso monarca a considerarse como el Estado mismo. Pero al torcerse la fortuna, al declinar astro tan deslumbrador como el que parecía inmutable sobre la cabeza del Gran Rey, al cambiarse en tristes y abrumadores los prósperos y brillantes años de su larga soberanía, el sentimiento monárquico principió también a debilitarse. Los reveses de Hochstedt y Malplaquet sumieron a Francia en un abatimiento tan hondo como embriagador y presuntuoso se había hecho el entusiasmo producido por sus victorias en Flandes, Holanda, el Franco Condado e Italia, en cuantas partes visitaban sus banderas y recorrían sus mariscales. Después, la invasión del reino, los huracanes del cielo, la miseria y el hambre, su cortejo inseparable, la suspensión de pagos y cuantas calamidades afligen por lo regular a los vencidos, fueron fuente que parecía inagotable de desórdenes en París y en las ciudades más importantes y de ataques a la corona en pasquines, libros y folletos, tanto más leídos cuanto más perseguidos eran y hasta quemados en las plazas y la picota. Sólo un éxito podía contarse entre tantos reveses, la entronización del nieto de Luis XIV en España, debido, mejor que a la influencia y a la acción suyas, a la lealtad castellana, triunfante después de tan rudas pruebas como las de Almenara y Zaragoza; y ese éxito había estado para fracasar, sacrificándolo el monarca francés a sus intereses particulares. Resultó en desventaja de los vencedores de la Península la misma paz de Utrecht, cuyas consecuencias se tocan todavía; de modo que, cómo antes hemos dicho, el esplendoroso cometa que había brillado en el cielo de Europa por espacio de casi un siglo que lleva el nombre que le dio Voltaire en sus raptos de adulación, declinó hasta dejar a Francia en una penumbra que, a pesar de la incomparable jornada de Fontenoy, no llegó a disiparse hasta haber transcurrido otra centuria de fracasos y desgracias para su política y sus armas.

Resultado, que Francia comenzó a perder las ilusiones que la habían hecho olvidar el estado siempre humillante y precario de las clases que con su sangre y su dinero la elevaron a tal grado de gloria y de grandeza; y, al morir Luis XV, los tres Estados que constituían la gran nación se conservaban en situación casi igual a la anterior de la Edad Media. La primera nobleza se mantenía influyendo poderosamente en la corte; la segunda, bien llamada pequeña (petite), vivía en provincias de sus rentas o de las exacciones que no pocas veces se le consentían; el alto clero nadaba en la abundancia y el bajo se consumía en la pobreza; la industria y el comercio buscaban con su dinero el modo de ennoblecerse para obtener el desprecio de sus nuevos iguales y el rencor envidioso de los que quedaban debajo; y el que ahora llamamos impropiamente burgués, el aldeano, el agricultor, el pueblo, en fin, seguía sufriendo el peso de una sociedad que, como dice un historiador, lo aplastaba. Al villano jamás le era permitido esgrimir una espada contra el pecho de un noble; y para alcanzar un empleo o el grado de oficial en el ejército, se necesitaban tantos de nobleza como pudiera ostentar el Franco más linajudo de la conquista.

Luis XVI, lleno de bondad y aspirando a mejorar en lo posible la condición de su pueblo, encontró la opinión ya soliviantada en contra suya. La Regencia había rebajado tanto el concepto de la monarquía, que después no era fácil lo volviese a elevar el reinado, harto vergonzoso, de Luis XV, y desde el advenimiento de su nieto al trono, se vieron ya signos muy próximos de una Conflagración general en el país. Para alejarla, serían necesarias gran previsión política y una energía excepcional; y, desgraciadamente, Luis XVI carecía de una y otra. «La realeza, ha dicho un historiador anónimo, se degradaba sin pena entre los placeres; los nobles, según el antirrevolucionario Rivarol, parecían a lo sumo los manes de sus antepasados; ni siquiera sabían darnos generales...» «Ante semejante monarquía, de tal y tan degenerada nobleza, y de un clero donde ya no se veían Bossuets ni Fenelones, se buscaban los derechos y se estudiaban los títulos de aquellos poderes antes tan respetados. Había una enorme desproporción entre la cultura, entre el progreso de los espíritus que venían transformándose hacía un siglo, y la organización de la sociedad que en nada había cambiado y se encontraba, de consiguiente, muy atrasada.»

Tal era la separación existente entre la raza conquistadora y la antigua solariega de Francia que, ya entrado el siglo XIX, afeaba Napoleón a Carlos IV el no saber distinguir un Montmorency de un noble de fecha reciente. ¿Cómo, pues, evitar el orgullo de los unos, representantes todavía genuinos de los vencedores en cuantos rasgos caracterizan a una raza privilegiada, ni el odio, así inextinguible, de los vencidos por su derrota anterior y su rebajamiento presente en la escala social?

Los primeros pasos de Luis XVI en el camino, que tan mal había de terminar, de su reinado, fueron los que debían esperarse de su carácter bondadoso. Rebajó ciertos impuestos cambiándoles, además, su índole hasta entonces humillante; y, como para dar una muestra de consideración a la opinión pública, convocó al Parlamento, cerrado no mucho antes, y se rodeó de ministros que, como Turgot y Necker, trabajaron por detener y, cuando menos, quitar pretextos a la revolución. Pero su amor a la reina María Antonieta, su esposa, y la debilidad de su carácter le hicieron desprenderse de tan eficaces auxiliares para entregarse a vanos e ignorantes arbitristas que, destruyendo la obra de sus hábiles predecesores en el gobierno, causaron la reproducción de las quejas y las innovaciones que de dentro y de fuera de la Francia llegaban, cada vez más lamentables aquéllas, y más subversivas éstas y temibles. Luis XV, al pronunciar su célebre frase de «Aprés Nous le déluge»; Voltaire, principalmente en su carta del 2 de Abril al marqués de Chauvelin, y Rousseau en 1760, habían profetizado la revolución, los dos últimos proclamándola en mil de sus escritos; y Luis XVI, al desterrar al Parlamento a Troyes en 1787, abrió, puede decirse, el período de aquella era funesta que habría de trastornar hasta en sus más sólidos fundamentos la antigua sociedad francesa. Porque el Parlamento volvió luego, a París, y las escenas que en él se produjeron, más tenían el carácter de independencia que el de protesta contra la intervención de María Antonieta en los asuntos del gobierno, contra las torpezas autoritarias del arzobispo de Toulouse, llevado por ella al Ministerio, y las ineficaces imposiciones del débil Luis XVI. Por fin se hizo preciso convocar los Estados generales, que se reunieron el 5 de Mayo de 1789; reconociéndose primero la participación, y después la supremacía en ellos de aquel tercer estado, a quien antes se negaba todo y que Siéyès y sus amigos decían debía ser todo.

Poco antes de acontecimiento de tal magnitud para la suerte, no de Francia sólo, sino del mundo entero, subió Carlos IV al trono español. Si se temió por unos días que en circunstancias tan críticas al sentir de los hombres pensadores de nuestra patria, llegara a desprenderse de los servicios del eminente estadista conde de Floridablanca, no se tardó en ver que el nuevo rey había respetuosamente seguido los consejos que le diera su antecesor y padre en el lecho de la muerte. Decimos que se temía la destitución de Floridablanca, porque se susurró en aquellos primeros momentos, y Jovellanos lo confirmaba poco después, que a consecuencia del despacho del domingo 28 de Diciembre, esto es, a los catorce días de la muerte de Carlos III, se había visto a su experto ministro abatido y escribiendo tres horas seguidas, y que el martes siguiente hasta había hecho a sus soberanos alguna indicación de retirarse. Parece, sin embargo, que la reina le contestó que aun no era tiempo, con lo que Floridablanca pudo continuar al frente del Ministerio, aunque, como se desprende de esas palabras, más tolerado que acogido con la gratitud y entusiasmo que merecía.

Ya conoce el lector la Representación, memoria de los servicios prestados por Floridablanca en el tiempo de su gobierno, leída a Carlos III en Octubre de 1788 en presencia del que pocos días después iba a sucederle en el trono. Si en su largo contesto no aparece alusión alguna a los sucesos interiores de Francia, refiriéndose más bien a la parte tomada por aquel celoso ministro en la resolución de los graves problemas planteados sobre la política de familia iniciada por Carlos III desde su llegada a España, aun puede observarse que en varias de las disposiciones que allí se recuerdan y los comentarios que provocan, se descubren tendencias a impedir que aquellos sucesos y las ideas que los habían producido, tuvieran imitación ni siquiera resonancia en nuestro país. En la administración que ha hecho la gloria de aquel insigne hombre de Estado, se notan un cambio marcadísimo que en otras circunstancias revelaría poca fijeza en sus pensamientos políticos, contradicciones inexplicables, y una debilidad de carácter impropia del consejero de uno de los soberanos que más se picaban de no sentirla jamás. Y, sin embargo, bien estudiada esa administración, se lave ejercida en razón, aunque opuesta, de la fuerza que empuja a Francia por el resbaladizo camino en que acabamos de dejarla. No nos toca volver los ojos al reinado de Carlos III en que otros más perspicaces habrán hecho a nuestros lectores descubrir los resortes más delicados de un oportunismo, como ahora se dice, que explica, así los orígenes de la revolución que ya se iniciaba en el vecino reino como la política seguida para apartar de España los peligros que eran de temer. No era el mismo el estado social en ambas naciones, como tampoco se podían confundir las causas que produjeron el de nuestra limítrofe de los Pirineos con las muy distintas de una monarquía en que su constitución, desde los Reyes Católicos sobre todo, la unidad religiosa, con tan escrupulosa vigilancia y severos modos conservada, y la extraña circunstancia de haberse, con rara excepción, asimilado siempre a los vencidos los conquistadores, quitaban a la aristocracia los medios de imponerse y al pueblo motivos de quejarse por las preeminencias y las tiranías de un feudalismo, si ensayado aquí por algunos advenedizos en época remota, reprimido por la corona y rechazado por todos. El clero, por otra parte, lo mismo el alto que el bajo, no debía su influencia al nacimiento de sus miembros, arrancando en su casi totalidad del pueblo; y apoyado como estaba por los reyes, constituía uno de los elementos más democráticos de la nación. Pero, aun sin esos peligros, graves y manifiestos en Francia, se hacía necesario en España ejercer tanta energía como cuidado para evitar el contagio de ideas que los ignorantes y los desgraciados habrían naturalmente de acoger con simpatía; y Floridablanca había sido la palanca más poderosa para resistirlas con una fortuna que no tardó en ponerse de manifiesto en cuantas ocasiones se presentaron.

Era, pues, una garantía y sólida para las esperanzas que pudiera abrigar el pueblo español en el nuevo reinado, un hombre de la capacidad y la experiencia de Floridablanca; y de habérsele aceptado la dimisión que, bien a pesar suyo se conoce, presentaba a los 14 días de la muerte de Carlos III, se hubiera producido una gran perturbación que, de seguro, se atribuiría a exigencias de la reina y a debilidad del rey. El soberano difunto, que conocía, como es de suponer, perfectamente a su hijo, le recomendó no deshacerse de estadista tan hábil; y a ese consejo se deben, sin disputa, la tranquilidad y el bienestar de que España continuó disfrutando algunos años.

Con Floridablanca siguió el Ministerio todo que había presidido hasta entonces. Eran cinco las secretarías del Despacho para los asuntos de España e islas adyacentes, las de Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Marina y Hacienda, y otras dos para los de Indias. Desempeñaban las primeras Floridablanca, que reunía las de Estado y Gracia y Justicia, aunque ésta interinamente, D. Jerónimo Caballero, D. Antonio Valdés y D. Pedro Lerena respecti­vamente, y las dos de Ultramar, D. Antonio Porlier y el mismo Valdés la de Marina.

Era la organización que Carlos III había dado al Mi­nisterio en Julio de 1787, y se conservó hasta el 25 de Abril de 1790 en que se refundieron en las de la Península las secretarías de Ultramar, aunque con negociados diferentes para sus asuntos respectivos; creándose, además, tres direcciones, de Rentas, Real Hacienda y Comercio de Indias, cuyos jefes darían cuenta al Ministro de los asuntos que cada uno o formando junta creyesen deberle presentar para su resolución. El general conde de Campo Alange se encargó entonces de la secretaría de Guerra, y D. Antonio Porlier pasó a la de Gracia y Justicia para descargar de su peso a Floridablanca.

Inauguróse el reinado de Carlos IV con providencias que le proporcionaron el aplauso universal, si anuncio siempre, aquéllas, de toda era nueva, consecuencia éste de ese espíritu de lisonja a que obedece la humanidad, descontenta por punto general de lo presente y esperando siempre de lo desconocido para lo porvenir. Porque no de otro modo puede explicarse que el pueblo español confiara en el sucesor, cualquiera que fuese, de monarca tan excelente como Carlos III, a quien se debían mejoras que han hecho época en todos los ramos de la Administración pública, en el esplendor, sobre todo, de las grandes poblaciones y el fomento de la riqueza, que es lo que de más cerca se toca y más promueve el amor y el entusiasmo de las muchedumbres. Algo habría en eso de lo que dice Rosseeuw Saint-Hilaire: “Y sin embargo, tiene el pueblo español tal necesidad de apasionarse por sus reyes que, concediendo a su soberano todas las cualidades que debiera haber poseído, se apresuró a saludar con ánimo rebosando de risueñas esperanzas el advenimiento del nuevo reinado.»

Al ocupar el trono Carlos IV, y el día mismo de la muerte de su padre, se publicó el Real decreto anunciando uno y otro suceso a los tribunales y Consejos, de los que el de Estado expidió, a su vez, la carta, de costumbre en tales casos, mandando dar y hacer dar las providencias convenientes para que en nada se interrumpiese la administración de justicia y se impusiera en el papel sellado la nota correspondiente al nuevo período, manteniéndose subsistentes los sellos reales hasta que se construyeran y formalizaran los que hubieran de sustituirlos. Pocos días después, al darse a luz tan prematuramente en la Gaceta la promoción a general y brigadier de dos favoritos del rey, ya que se ocultaba la del que, según pública voz y fama, lo era de la reina, se hacía saber que S. M. mandaba se supliese por cuenta de la real Hacienda el importe de la baja de un cuarto en el precio del pan de segunda y tercera clase, que era el que solían comer los pobres, recientemente encarecido. A esos decretos, acompañaba otro de igual fecha, la del 18 del mismo Diciembre, en que se concedía «el perdón de los atrasos que los primeros contribuyentes, se decía, debieran hasta fin de 1787 por razón de las contribuciones de alcabalas, cientos, millones, servicio ordinario y extraordinario, derecho de fiel medidor y frutos civiles en las provincias de Castilla, y en Aragón, Valencia, Cataluña y Mallorca por la contribución equivalente, catastro y talla, reservando ampliar esta gracia, en todo o parte, respecto al año de 1788 si fuese posible», etc., etc. Y no satisfecho todavía el rey de los resultados que pudieran dar tales disposiciones para aliviar a sus vasallos, suspendía, en la segunda de ellas, por un año y desde 1° de Enero del de 1789, el pago de lo que se adeudare por razón de alcabala en el trigo y cebada, reservándose también el prorrogar la concesión, si las fuerzas del Erario lo permitiesen con presencia de las cosechas futuras. Las anteriores habían sido escasísimas y causado con la elevación de precios en sus productos gran miseria en las provincias mencionadas en aquellos decretos que, por lo mismo, fueron recibidos con el aplauso, sin duda, de que antes nos hemos hecho eco, fundamento de lisonjeras esperanzas y nuncio, en la opinión del pueblo, de grandes y duraderas prosperidades.

Con la misma fecha, pero en distinta Gaceta, la del 26, se expidió otro Real decreto reconociéndole las deudas contraídas por Carlos III y disponiendo su pago, que se hizo extensivo a las de los reyes Felipe V y Fernando el VI; abonándose éstas según su importe, ya consignando un tanto por ciento al año, ya admitiéndose como parte de censos que se constituirían, redimibles en cada caso al rédito de 3 por 100.

Estas disposiciones y la de que se proveyesen por turno las plazas del Consejo de la Inquisición entre doctores teólogos, lectores o maestros de las órdenes de San Francisco, San Agustín, el Carmen, la Merced, Trinidad, San Benito, San Bernardo, San Jerónimo, San Basilio, San Norberto, Escuelas Pías y otros institutos escolares, adjudicándose á la orden de Santo Domingo la vacante que dejaba, por su fallecimiento el 3 de aquel mes de Diciembre, el confesor del rey Fr. Joaquín de Eleta, arzobispo, obispo de Osma, fueron dictadas al día siguiente é inmediatos del en que recibió sepultura en el Escorial el cadáver de Carlos III, con todas las ceremonias, por supuesto, de costumbre, más solemnes é imponentes en aquella ocasión por la importancia y la fama, a todas luces merecida, de tan gran rey, uno de los de memoria más gloriosa en los fastos españoles Estas disposiciones, repetimos, y decretos poco posteriores en favor de las clases militares, en que, como en todos, se revelaba el pensamiento de procurar, no sólo la prosperidad del Estado, sino el bienestar de los Españoles en general, produjeron excelente efecto dentro y fuera del país, haciéndose esperar un reinado aun más próspero que el anterior. Bien lo demostró Madrid en la proclamación real los días 17, 18 y 19 de Enero, asistiendo el pueblo todo a las ceremonias con que se verificó en las plazas de Palacio, de las Descalzas y de la Villa por el conde de Altamira, alférez mayor, que, años después, había también de levantar pendones por Fernando VII, aunque en circunstancias bien diferentes y extremadamente críticas. Así en la corte como en varias capitales de provincia, donde se celebró igual acto con inusitada pompa, los festejos fueron brillantes, preparados, es verdad, con una promoción numerosísima á toisones de oro, grandes cruces, cargos civiles o eclesiásticos y empleos militares, que bien se veía ir dirigida a influir poderosamente en la opinión de las clases altas, como en las demás con el indulto para los desertores del ejército, una protección bien entendida a la industria y a la marina mercante en Indias, con una infinidad, por último, de provisiones, a cual más beneficiosas, sobre los ramos todos de la administración en España y sus colonias. Una, entre las demás de esas providencias, todas beneficiosas, tendía a producir resultados que revelaban un verdadero progreso, evitando para en adelante la exagerada concentración de los bienes inmuebles en la Iglesia y la nobleza, causa, en no pequeña parte, de la miseria general y, a la vez, del abandono a que se entregaban familias en que la desigualdad de fortuna entre sus miembros estimulaba a la vagancia mejor que al estudio y al trabajo. En efecto; consecuente con las ideas que abrigaba y había procurado desarrollar en el anterior gobierno de Carlos III, Floridablanca, observador experto de las causas que entorpecían el fomento de la riqueza pública, especialmente de la agrícola, tan importante en España, se propuso contener en lo posible el abuso, denunciado de tiempos atrás por los arbitristas más distinguidos, de la acumulación de bienes en manos muertas, así de los legados a la Iglesia como de los que iban acumulándose en los mayorazgos, fundados hasta entonces sin tasa alguna. Para eso fue expedido un Real decreto, el de 28 de Abril de 1789, en que, después de censurar la libertad ilimitada existente de las vinculaciones en toda clase de bienes raíces, destinándolos a fundaciones o dotaciones perpetuas que impedían su circulación y los progresos de la agricultura y aumento de la población, se extendía a todo el reino la provisión del Consejo de 20 de Octubre sobre edificaciones de solares yermos en Madrid, y se consultaba a aquel mismo cuerpo lo que debiera hacerse respecto a las tierras abandonadas, causa, en no pequeña parte, de la carestía y aun de la penuria de aquellos años. A ese decreto iba unido otro de igual fecha prohibiendo la fundación de mayorazgos de menor renta que la de 3.000 ducados ni aun por vía de agregación o de mejora de tercio y quinto o por los que no tuviesen herederos forzosos, y disponiendo, entre otras varias medidas a cual más prudentes, que las dota­ciones perpetuas se hicieran y situasen principalmente sobre efectos de rédito fijo, como censos, juros, efectos de Villa, acciones del Banco u otros parecidos. Así se creía impedir la ociosidad y la soberbia de los poseedores de pequeños vínculos y la necesidad cada día más sentida de brazos para el ejército, la marina, la agricultura y todo género de industrias, artes y oficios. En cambio de la supresión de los pequeños mayorazgos, se impuso a los de mayor cuantía la prohibición de dividirse a no ser que en los de Grandes de España o sus primogénitos excedieran las rentas de 80 a 100.000 ducados, en los títulos de 40 a 50.000, y en los particulares de 20.000. Iban acabándose aquellas casas, y con ellas la memoria de sus fundadores, ilustres en la historia patria y ornamento de una monarquía creada y fortalecida en la lucha de ocho siglos contra el Islam, en que el personalísimo ibérico, al mantenerla con la abnegación que lo caracteriza, había logrado, no sólo la victoria más completa, sino la creación de fortunas que las colectividades no pueden adquirir ni conservar.

Se conoce que, vistas las intenciones del rey desde el momento mismo de su elevación al trono y la benevolencia en que las informaba a favor del pueblo, afligido aquellos años por la penuria, Floridablanca ponía el mayor esmero en secundarlas con sus consejos y acción, haciendo brillar más y más la aureola con que la imaginación, siempre ardiente, de los Españoles y sus esperanzas rodeaban al monarca, y procurando, a la vez, asegurarse en la ya vacilante posición que se le veía mantener en la nueva corte. No se dejaba nada por hacer en ese camino tan glorioso para el rey como para el ministro; y no acabaríamos de recordar medidas de esa misma índole administrativa, siempre dirigidas a la investigación y fomento de las fuentes de riqueza, perdidas o agotadas de mucho tiempo atrás. Y ya que así se procuraba hacerlo en el suelo peninsular sacando a nueva luz sus frutos más preciados, no se olvidó tampoco, según ya hemos dicho, que existía una marina mercante necesitada del desarrollo a que convidaban las colonias, como ningunas otras del mundo de espléndidas y feraces. Tampoco ofrecía su posesión todas las ventajas a que tan próvida naturaleza provocaba, por lo que en el reinado de Carlos III se había ya puesto en práctica el pensamiento de acabar el reconocimiento de las tierras descubiertas y conquistadas por los bravos y felices navegantes que tanta gloria proporcionaron a nuestra patria en los siglos XV y XVI. El 30 de Julio de 1789, abandonaban, pues, la bahía de Cádiz las corbetas de la marina real Descubierta y Atrevida con destino a dar la vuelta al mundo.

Dirigía la expedición, con el mando también de la primera de aquellas naves, el capitán de fragata D. Alejandro Malaspina, cuyas persecuciones y desgracia hemos de recordar más tarde, y le secundaría en sus trabajos científicos el de su misma graduación D. José Bustamante y Guerra, que montaba la Atrevida, provistos uno y otro de cuantos útiles e instrumentos se hacían necesarios para desempeñar comisión tan delicada e importante. «Se han construido, decía la correspondencia de Cádiz en que se anunciaba la salida de la expedición al mar, expresamente los dos buques con todas las cualidades convenientes; se han dotado con una oficialidad hábil y escogida, y con naturalistas, botánicos y pintores de perspectiva y botánica, y va surtida de relojes de longitud, cronómetros, muestras marinas, y unas preciosas colecciones de los mejores instrumentos de astronomía, matemática y física: de todos los libros de estas ciencias y de historia natural que se han considerado del caso; y, en fin, de cuanto puede conducir al más cabal logro de esta importante empresa, pues lleva hasta lo necesario para formar un hospital en cualquier parte.»

El personal era, como debe suponerse, escogido: además de los capitanes, que habían alcanzado alta fama por sus profundos conocimientos en el arte náutica, iban en la expedición oficiales como D. Cayetano Valdés, Galiano, Gutiérrez de la Concha y Novales, que tanto ilustraron después la historia de la marina española, D. Felipe Bauzá, en fin, que luego se ha acreditado de uno de los geógrafos más distinguidos de la Europa moderna. Debían por el pronto seguir los rumbos de Magallanes, descubridor del estrecho a que se dio su nombre, y de Sebastián del Cano, el primero que dio la vuelta al mundo, como es sabido y atestigua el glorioso lema de su escudo de armas. Cuando se haga memoria del estado de las ciencias todas durante el reinado, que estamos historiando, de Carlos IV, daremos a conocer la marcha de aquellas naves y los reconocimientos que verificó en las costas de la América meridional, relatados con cuantos detalles pueden ambicionarse en un escrito que, facilitado por los hijos de Concha, publicó, como uno de sus primeros y más apreciables trabajos, la Sociedad Geográfica de Madrid.

Y no es que se hubiera antes olvidado de reconocer costa tan bravía como la de aquel helado promontorio, tan tormentoso o más que el opuesto de África, que había cambiado de nombre por el de Buena Esperanza en vista de sus condiciones, muy otras de las que le atribuían los antiguos periplos y la fama por tantas generaciones divulgada. En 1786 había regresado a España el brigadier D. Antonio de Córdova Laso, que no había podido completar el reconocimiento de aquellos lugares por los malos tiempos que habían azotado a la fragata Santa María de la Cabeza, que montaba; y en Octubre de 1788 había zarpado el mismo e ilustre marino de Cádiz con los paquebotes Santa Casilda y Santa Eulalia, tenidos por su calado y condiciones mari­neras como más propios para ese género de comisiones. A los 72 días habían avistado la costa de Patagonia, reconociéndola luego y rectificando no pocos de los errores estampados en las cartas náuticas del tiempo. El estrecho de Magallanes hubo de revelar todos sus puertos y ensenadas a los botes que, enviados por Córdova, desembarcaron sus tripulaciones regidas por sabios oficiales y cosmógrafos que, a pesar de trabajos penosísimos y calamidades sin cuento, lograron fijar la posición astronómica de los puntos más importantes de aquel célebre paso, con tanto anhelo buscado por Cristóbal Colón. A estas operaciones siguieron otras en la parte Sur del estrecho; pero las muchas aguas y los recios temporales, como decía su jefe, obligaron a las naves de Córdova a regresar a Cádiz, donde fondeaban el 13 de Mayo de 1789 con sus tripulantes devorados por el escorbuto, aunque afortunadamente con bajas muy contadas.

Aun siendo feliz en resultados la segunda de estas expe­diciones, habían quedado sin ultimarse algunos trabajos, los étnicos principalmente, no descubriéndose en la costa grupo alguno considerable de la tribu patagónica que tanta curiosidad inspiraba por el carácter físico y moral que el vulgo la atribuía. Los Patagones se habían alejado de su costa por el afán en ellos innato de pelear, haciéndolo en aquella ocasión por entre las pampas, aliados con los Indios de San Julián en su lucha con los del interior.

La Descubierta y la Atrevida debían acabar la tarea de sus predecesores en tan importantes trabajos que, comen­zados por Carlos III en su afán de no dejar punto de la Administración pública sin la huella siquiera de su constante y enérgica iniciativa, se quería ahora terminar para que no se dijese que su hijo y sucesor inmediato los abandonaba cuando, por lo reciente de los. descubrimientos anteriores, podrían dar más prontos y provechosos resultados.

Se ve, pues, que nada se olvidaba para inaugurar un gobierno con el aparato más espléndido de mejoras, verdaderamente prácticas, de las que, siendo útiles sobre todo á las clases más numerosas y necesitadas, ofreciesen ocasión también de aplauso a las en que la vida intelectual y el anhelo de los progresos por el camino de la civilización hacían envidiar los que se alcanzaban en otros países, sin condiciones, acaso, para obtenerlos tan satisfactorios. Convenía ese aparato para excitar el entusiasmo nacional, y particularmente el de los Madrileños, el día en que, con motivo de la exaltación de D. Carlos al trono, hiciese su entrada en la capital, a la cual sucedería la jura del príncipe de Asturias en la iglesia de San Jerónimo del Prado. Todo se verificó, efectivamente, con esa pompa tan grata, aun sin aquellos alicientes, a los pueblos meridionales, en que, sobreponiéndose el sentimien­to al cálculo, aparecen el lujo y la ostentación como signos de una grandeza que, no por ser en ocasiones más ficticia que real y positiva, deja de tenerse por envidiada y aun temida.

La carrera, que desde la entrada principal de Palacio se extendía por la calle Mayor, la de Alcalá; el Prado, el Museo y el Jardín Botánico, la calle de Atocha, la Plaza Mayor y otra vez la calle de este nombre y el arco de la Armería, se hallaba toda colgada y cubierta de un gentío inmenso, haciendo la ilusión de una vía triunfal según las demostraciones con que el pueblo de Madrid obsequió a sus soberanos. La ceremonia, celebrada en la parroquia de Santa María con un Te Deum que entonó el cardenal arzobispo de Toledo, fue más que suntuosa, imponente, ya que la pequeñez del templo impedía desarrollar bajo sus bóvedas la grandiosidad que se deseaba para tal acto. La mayor parte de la multitud de altos empleados, de Grandes de España y dignatarios de Palacio, que formaban el cortejo real, tuvo que mantenerse fuera, pero la oración de los reyes de la tierra ante el altar de los cielos, lo armónico de la sagrada música que ejecutaba la real capilla, y el acto de la bendición impresionaron más por lo mismo a cuantos tuvieron la fortuna de escucharla y recibirla. La ocasión más grandiosa, ya que no la más solemne, fue, sin embargo, la del paso del Museo al Jardín Botánico, aprovechada por todo Madrid puede decirse, y en que todos los niños y niñas pobres, educandos de las escuelas gratuitas de la Villa, sorprendieron a los reyes y su comitiva con la actitud teatral que ofrecían y los cantos tan dulces como tiernos y conmovedores que entonaron al paso de los reyes.

Esto era el día 21 de Septiembre de 1789; el 22 se celebró la corrida de costumbre en toda fiesta real española, con sus caballeros en plaza, picadores de vara larga y espadas, dirigida por el caballerizo mayor del rey y con los alabarderos al pie del balcón de la Panadería; y el 23 tuvo lugar la jura del príncipe, según ya hemos indicado, en la gran fábrica de San Jerónimo, vestida y adornada con se­das y muebles del mayor lujo, donde con todos los requisitos de las antiguas leyes, una pompa acaso desconocida hasta entonces y, como ante el Crucifijo para jurar, arrodillado también a los pies de sus padres, les hizo pleito homenaje D. Fernando, aquel soberano sin ventura a quien años después habría de acusársele de tan ingrato y pérfido hacia ellos. No es posible leer tan solemne ceremonial sin adelantarse a los tiempos con la memoria de sucesos que, al iniciar un nuevo reinado, fueron los determinantes de una era extraordinariamente accidentada y, en ella, de una conducta a que predisponían carácter, educación y motivos que no dejan ciertamente de explicarla.

Por supuesto que aquellas fiestas, como españolas, fueron motivo de nuevas promociones en todas las clases oficiales y aun particulares del Estado, sobre todo en el ejército y la marina, a las que algo más tarde, si bien buscando la excusa en el cumpleaños del rey, se añadieron grandezas, títulos y toisones, grandes cruces, llaves, plazas en el Consejo y empleos de todas categorías con una profusión que se hizo característica de aquel reinado y ha sido cien y cien veces recordada y reprendida en nuestros tiempos como ejemplo de malas costumbres para tales ocasiones.

A esas solemnidades, si obligadas por el ineludible ceremonial de la coronación del nuevo rey y de la jura de su hijo primogénito como príncipe de Asturias, siempre gratas al pueblo, al que no parece sino que se le dedican para que dé al olvido las excelencias del soberano difunto y los beneficios que de él recibiera, sucedió un acto de los más trascendentales que se registran en la historia moderna. En cumplimiento del Real decreto de 22 de Mayo, había la Cámara de Castilla expedido el 3i del mismo mes la cédula en que se convocaba a los procuradores diputados de las ciudades y villas de voto en Cortes a jurar, como lo hicieron el 23 de Septiembre, al príncipe, «con poderes amplios además, según aquella extraordinaria disposición, para tratar, entender, practicar, conferir, otorgar, y concluir por Cortes otros negocios, si se propusiesen, y pareciese conveniente resolver, acordar y convenir». Y, con efecto, el 30, y ya jurado D. Fernando, se celebraban Cortes en el histórico salón llamado de los Reinos, todavía subsistente en los restos del Palacio del Buen Retiro, hoy Museo del arma de artillería. Presidíalas el célebre conde de Campomanes, jurisconsulto el más distinguido de su tiempo, acabado de nombrar gobernador del Consejo, del que antes era decano, y una de las glorias más puras de la magistratura española. «Bastárame a mí, dice el académico D. Pedro Sabau en un erudito estudio que publicó en 1833 sobre el asunto de que aquí va a tratarse, encontrar estos dos nombres inmortales (los de Campomanes y Floridablanca), al frente de las Cortes de 1789, para que sin penetrar más adelante quedara ya satisfecho de que allí nada pudo hacerse ni tratarse que no tuviera por objeto la justicia y el bien de los pueblos, porque sé cuánto se afanaban estos dos hombres por la felicidad de su patria». Garantía y grande ofrecían realmente aquellos personajes; el uno, presidiendo a las discusiones que provocaran las proposiciones que el otro, como jefe del gobierno, iba a presentar a las Cortes; garantía, repetimos, más que suficiente de que éstas darían resultados dignos de un cuerpo que por lo mismo dé no haber sido llamado desde 1760, necesitaba acreditarse mostrándose tan acertado como independiente en sus acuerdos.

Eran 76 los procuradores sin el que habría de presidirlos, y cuatro los ministros del Consejo y Cámara que debían concurrir a las sesiones en concepto de asistentes, con su secretario, por supuesto, y los escribanos mayores de Cortes, nombrados, como de costumbre, para dar validez á los instrumentos y acuerdos que se autorizasen. Su reunión y asiento en el gran salón de los Reinos, no ofrecieron otra peripecia que la ineludible de la protesta de los diputados de Toledo contra la preferencia que, desde tiempos remotísimos, se daba a los de Burgos en su colocación y para las arengas con que debía contestarse a las proposiciones del soberano. Los había entre ellos que pertenecían a la aristocracia del país en sus diferentes provincias como los marqueses de Villacampo, de Villandangos, de Villafranca, de Santa Cruz de Aguirre y de Zafra, representantes de Toledo, León, Zaragoza, Plasencia y Soria, el conde de Ibangrande y el vizconde de Palazuelos, que lo eran de Ávila y Guadalajara, y de Madrid, por fin, los marqueses de Astorga y de Bélgida, alférez mayor aquél de la villa imperial, y grande de España, también, el segundo y gentilhombre de Su Majestad. Los demás no podían ostentar títulos tan pomposos y conocidos, pero disfrutaban en las localidades que les habían dado sus poderes de gran crédito por la independencia de su carácter y por suponérseles que sentían todo el peso de las responsabilidades que echaban sobre sus conciencias, crédito que ciertamente no desmintieron, como luego se verá, en el curso de las sesiones a que hubo de darse término por resultas, precisamente de esas mismas, sus altas y recomendables prendas.

Las palabras que hemos subrayado al copiar la cédula de la convocatoria revelaban proyectos, más que de ordinario trascendentales para la suerte de la nación. Y, con efecto, si no hacían presentir alguno determinado por permanecer completamente secreto entre el rey y sus ministros, provocaban la curiosidad general de un público no hecho a tal espectáculo ni a ver en gobierno tan autoritario deseos ni necesidades de consultas a la opinión en ninguna de sus determinaciones, por graves que fueran. No quedó, sin embargo, satisfecha esa curiosidad, bien natural en tales circunstancias; porque, exigido á los diputados juramento sobre los santos Evangelios «de que tuvieran y guardasen secreto de cuanto se tratara en aquellas Cortes tocante al servicio de Dios, el de S. M., bien y procomún de estos reinos», se dio el caso raro, extraordinariamente raro, de que ni siquiera trasluciese el público hasta mucho tiempo después el objeto más interesante y el resultado definitivo de la grave y, más que grave, trascendental resolución que se tomó en la sesión celebrada el 3o de Septiembre de 1789, primera de la que hoy llamaríamos legislatura de aquel Parlamento.

Ese objeto no era otro que el de anular el auto acordado de 1713 en que Felipe V hizo quedasen sin efecto en adelante las antiguas leyes y la costumbre puede decirse que inmemorial, para que, por el orden impuesto en las Partidas de Alfonso X, fuesen admitidas a la sucesión de la corona las hembras de la mejor línea y grado, sin postergarlas a los varones más remotos.

Nada más justo y conveniente para los Españoles, ni nada podía ofrecérseles más grato según la historia que podía recordarles los sucesos de mayor trascendencia para la unidad de la Península, fin el más alto a que nuestros antepasados habían dirigido sus esfuerzos en una lucha ocho veces secular y en las intestinas que, no pocas, la interrumpieron. La unión de León, primeramente, y la de Aragón a Castilla se debían a esa costumbre y a la ley consignada por el sabio rey don Alonso en sus inmortales Partidas; y por ellas se habla precipitado la decadencia de la morisma y terminado, luego, su imperio en España. Por el mismo derecho, más o menos modificado por las Cortes de Lamego pero subsistente en Portugal, se había logrado en 1580 la unidad completa de la patria ibérica, tal cual parecía impuesta por la naturaleza, la conveniencia y el más glorioso porvenir de sus hijos. Pero ¿qué más; el mismo soberano que, llevado de intereses que en nada afectaban al de los Españoles, había dejado sin efecto aquella ley salvadora, debía a ella la corona que en tal concepto, inmensamente popular, supo mantener en sus sienes la lealtad castellana, nunca como entonces puesta de manifiesto con abnegación tan sublime en los campos de batalla. Sólo a intereses momentáneos o circunstanciales, a aquella nostalgia también, que afligía a D. Felipe, de la tierra y de las costumbres y leyes francesas, puede atribuirse tal ex abrupto como el del auto acordado, que tuvo que arrancar de unos Consejos influidos por el miedo y de unas Cortes ilegítimas no convocadas conforme á las fórmulas establecidas, sin haber sido elegidos los diputados por las ciudades con voto ni observarse por fin procedimiento alguno de los señalados en nuestras leyes.

El paso, pues, dado por Carlos IV al poco tiempo de su advenimiento al trono, era altamente político y, sobre todo grato para los Españoles, según ya hemos dicho. ¿Obedecía, empero, a otros intereses además que el de la conveniencia general, a oportunidad alguna o a causas que pudieran perturbar la tranquila ocupación de un solio por nadie disputado desde la guerra de sucesión? Sí, porque, una vez abolido el auto, cabía realizarse el patriótico deseo de unir las dos coronas peninsulares en una cabeza, ya que estaba casada con el heredero del trono de Portugal la infanta Carlota, a quien veremos más tarde pretender la regencia durante la cautividad de su hermano Fernando VII en Valençay; sí porque establecido, de otro lado, en aquella imperfecta Ley sálica que el heredero del trono fuese nacido en estos reinos, cabía también se le negara a él un derecho a ocupar el español que con habilidad tan cruel le había sabido defender Carlos III al inutilizar a su hermano D. Luis con la célebre pragmática sobre los casamientos desiguales. Carlos IV había nacido en Nápoles, y aun cuando, como acabamos de indicar, nadie había hecho valer aquella cláusula del auto acordado, tan impopular era y hasta tenido por ilegítimo, creía él o le habían hecho creer que pudiera muy bien disputársele el trono según se comunicaran o no a España las perturbaciones, que luego relataremos, de Francia y con ellas se despertase el ansia de ocuparlo en algún príncipe, no comprendido en una excepción tan ex­traordinaria y hasta ridícula en quien su más vehemente deseo era el de reinar en Francia.

Las Cortes de 1789 recibieron como era de esperar, la Proposición de la corona, contestándola con una Petición en que suplicaban a S. M., así se dice en ella, «que sin embargo de la novedad hecha en el auto acordado V, tit. VII, libro V, se sirva mandar se observe y guarde perpetuamente en la sucesión de la monarquía dicha costumbre inmemorial, atestiguada en la citada ley II, tít XV, partida 2.a, como siempre se observó y guardó y como fue jurada por los reyes antecesores de V. M. publicándose ley y pragmática hecha y formada en Cortes por la cual conste esta resolución y la derogación de dicho auto acordado». La Arenga con que el diputado por Burgos contestó al presidente fue todo lo breve que era de costumbre en nuestras antiguas asambleas, no tan pródigas de discursos como las actuales; y, acordes en su sentido como en todo y a propuesta del conde de Campomanes, procedieron las Cortes a votar, haciéndolo nominalmente y por unanimidad con las mismas palabras de la Petición, vuelta a leer antes por los escribanos mayores, asistentes al acto.

No satisfecho aún el rey, o por mejor decir el gobierno, con declaración tan explícita de las Cortes, y como si se quisiera darla fuerza con un voto de la mayor importancia en otros tiempos para casos tales y siempre de peso en un país tan católico como el nuestro, el de los prelados, se consultó por separado a los que acababan de oír el de aquella augusta asamblea. Por cierto que al confirmarlo, y plenamente, en su escrito, alarde elocuentísimo de los sentimientos más patrióticos y digno de un episcopado a cuya cabeza se veía al cardenal presidente del cabildo de Toledo, se hacía notar alguna frase así como de reivindicación de los privilegios del sacerdocio para la elección y el alzamiento al pavés de los monarcas españoles. «Ni estorba en modo alguno, se lee en aquel importante documento, el auto acordado V, tít. VII, lib. V, pues aunque estamos los prelados más cerciorados y seguros de que no se pidió dicta­men para tan considerable alteración, y que sólo se promulgó en las Cortes sin el necesario examen, con todo hacemos a V. M. esta evidente demostración: o puede o no el señor Felipe V con las Cortes y sin los prelados alterar la costumbre inmemorial de España en el orden de sucesión tan sólidamente establecido en la citada ley de Partida; si pudo destruir todo el derecho antiguo, y aun el orden re­gular de la naturaleza, mucho mejor puede V. M. con las Cortes y prelados restituir las cosas y sucesión á su primitivo ser natural y civil, regular, antiguo establecimiento e inmemorial costumbre, y si no pudo, debe V. M. en conciencia y justicia acceder a la solicitud de sus reinos.»

Así quedó anulado aquel auto arbitrario e injusto que, a pesar de tan rotunda y legal determinación, había de traer las más funestas consecuencias, sembrando entonces discordias a montón en la tierra española para después regarla con torrentes de la sangre generosa de sus hijos. Es verdad que Carlos IV, obedeciendo a consideraciones a que su debilidad de carácter, por un lado, y las circunstancias, críticas en aquel momento, le inclinaban, por otro, a no dejarlas desatendidas, mantuvo secretos el acuerdo de las Cortes y su resolución de elevarlo a la categoría de ley para publicarla en tiempos menos difíciles; pero, aun así, ya llegarían, para dicha de España, los en que produciría todo su efecto, acabando para siempre un sistema de gobierno verdaderamente anacrónico en el presente siglo para razas tan apasionadas e inteligentes como la latina nuestra.

Que los tiempos eran difíciles y las circunstancias críticas, no hay para qué dudarlo. Con el llamamiento de las Cortes había coincidido la reunión de los Estados generales en Versalles; y éstos, al establecer los principios constitutivos que todavía se aclaman como fundamentales de la moderna sociedad política en todo Estado libre y tomando muy luego el nombre y las atribuciones de Asamblea nacional y hasta constituyente, acabarían por derrocar el trono, el altar, la base toda en que se apoyaba una monarquía tantas veces secular y gloriosa. De los tres estados que componían aque­lla primera asamblea, arrancada a Luis XVI por el luminismo de Necker, el de la nobleza contaba 285 miem­bros, 308 el del clero, de los que 49 obispos, y 621 el tercero, 153 magistrados, 192 abogados, 76 propietarios, pobres y algunos literatos, demostración elocuentísima del triunfo de la junta de Vizille, prólogo, según el más universal y profundo de los historiadores modernos, de la gran revolución que iba muy pronto a operarse en Francia. Por más que el general La Fayette, aristócrata, entregado por su escepticismo y vehemencia a contrariar a la corte y adular a las muchedumbres, pero honrado y franco, un Siéyès, el hombre más pensador de la Francia, y Mirabeau el más elocuente, aunque corrompido y venal, creyesen poder asentar los fundamentos de un gobierno libre, pero conservador de los principios de orden que caracterizan a los monárquicos en la constitución inglesa que se habían propuesto por modelo, pronto se verían arrollados con todas sus teorías, más o menos abstractas en unos que en otros, por la ola revolucionaria que levantarían la ignorancia y las pasiones de la mayor parte de los representantes, muchos de ellos francmasones, dirigidos por el tan ambicioso como ingrato Felipe de Orléans, su grande Oriente, banqueros arruinados, otros, o especuladores, abogados y literatos, que buscaban su encumbramiento en la tribuna o la prensa periódica, hasta clérigos de la clase inferior, envidiosos de las para ellos inconquistables posiciones, fortunas y privilegios de las más altas. De los abogados, decía César Cantú, el historiador acabado de citar, «los unos habían tomado de Mably el no admirar más que las anti­guas repúblicas; los otros de Reynal el desacreditar todas las instituciones; éstos, de Diderot, el odiar a la religión y a los sacerdotes; la mayor parte eran entusiastas del Contrato social de Rousseau, que fue en la Revolución francesa lo que había sido la Biblia en la de Inglaterra. No se trataba, pues, de la revolución de los literatos; los intereses y las pasiones eran las que iban a agitarse».

¿Quién, así, por optimista que fuera y por más que confiase en sus propias fuerzas y en las conservadoras que moviesen a los dos primeros estados a mantener incólumes, en lo posible ya, sus propios intereses y los más elevados aún del trono, en cuyo sostenimiento y prestigio se fundaban; quién, repetimos, no se había de preocupar de ellos ante el espectáculo de elementos tan diversos, corriendo a encontrarse y chocar con estrago parecido al de los huracanes de la atmósfera?

Una cuestión, al primer golpe de vista sin importancia, la de la verificación de los poderes de los diputados, entrañaba, no sólo la de la igualdad de los tres estados en la junta, sino la manera de deliberar después en ella, sobre todo la de votar colectiva, esto es, según las clases, o individualmente sin atender a jerarquías ni procedencias. En su resolución estaba la del arduo problema, por nadie hasta entonces planteado más que por los filósofos, de la igualdad y de la libertad en el nuevo Parlamento, para después extenderla fuera de él al orden político y a la sociedad civil. En ella, en el espíritu de esa resolución que se disputó con la insistencia que era de esperar tratándose, por una parte, del mantenimiento de privilegios no discutidos hasta entonces, y de la adquisición, por otra, de derechos ardientemente ambicionados, justos además y atendibles, estaba la revolución toda. Porque, de votarse por estados, los dos primeros obtendrían el triunfo y continuarían el despotismo, los privilegios, la servidumbre, en fin, del pueblo, y, de votarse por cabeza, sin distinción alguna entre todos los representantes, se rompía la gran valla de separación de razas y los vencidos y vencedores, los señores y los siervos, acabarían por constituir patria común, una sociedad sola, la nación de todos, aquella Francia á cuyas glorias y engrandecimiento habían todos también contribuido en la medida de sus fuerzas. Duró la lucha semanas y semanas sin ceder parte alguna de los contendientes en sus interesadas opiniones; intervino en ella la Corona poniéndose de parte de sus afines los privilegiados, hasta que el juramento del Juego de Pelota, el fracaso de una sesión regia, más amenazante que conciliadora, y las sucesivas deserciones de los dos primeros estados, las del clero inferior especialmente, llevaron el 27 de Junio a todos al salón de sesiones en que, como dijo Bailly, que las pre­sidía, se completó la familia. Siéyès y Mirabeau abrieron entonces el período de la oposición al rey con aquellas frases elocuentísimas que, si han sido discutidas en su forma, no en su sentido altamente revolucionario, pero que dan lugar á confirmar aquellas otras que el democratizado aristócrata decía después con su filosófico y a la vez chispeante verbo: «por qué funesto encadenamiento de circunstancias los espíritus más moderados se echan fuera de los límites de la prudencia y por qué terrible impulso un pueblo, arrebatado de júbilo y entusiasmo, se precipita en los excesos, cuya sola idea le hubiera hecho temblar el día antes!» Los Estados generales se convirtieron, así, en Asamblea que, en son de amenaza, se llamó nacional a propuesta de Siéyès, y luego completó sus títulos como hemos dicho antes, con el de Constituyente. El triunfo se había hecho decisivo, y hubiera sido glorioso sin los excesos á que se entregaron los vencedores, manchándolo con todo género de ingratitudes, opresiones y crímenes.

El primero de éstos fue el que se ha celebrado a punto de constituir hoy su memoria una fiesta nacional en Francia. La toma de La Bastilla que, como los calabozos de la Inquisición, merecía a las muchedumbres la fama de encerrar los misterios más tenebrosos de la tiranía monárquica, es, con efecto, el prólogo del sangriento drama que, inundando aquel desventurado país de todo género de ca­lamidades iba a turbar la paz, ya poco estable, de que se disfrutaba en Europa. No pasarían muchos días hasta el en que Lafayette, ya a la cabeza de la Guardia nacional y al ofrecer al rey la nueva cucarda en que se combinaron los colores de París y de la casa de Francia, le dirigiese estas tan arrogantes como proféticas palabras: «Tomadla, Señor; es una escarapela que dará la vuelta al mundo.»

Esto sucedía el 17 de Julio en que Luis XVI hizo su primera visita a París después de haber asistido a la Asamblea que, si le recibió con el silencio que el obispo de Chartres calificaba de lección de los reyes, hubo al fin de romper en estrepitosos aplausos al oírle declararse uno con la nación y su representante más entusiasta. Su recepción en las puertas al entregarle Bailly las llaves de la ciudad que así hacia la conquista de su soberano; su paso por las calles y su presentación al pueblo desde las ventanas del Hotel de Ville; su regreso, por fin, a Versalles, más que la ovación de un monarca querido y respetado por sus vasallos, aparecieron como un triunfo popular y, más que la vía Sacra de los emperadores romanos, pudo aquel harto amargo paseo recordar la dolorosísima de los mártires cristianos, según que las muestras de amor y veneración de los Parisienses se hicieron burlescas y hasta insultantes a la soberanía, desde tal jornada puesta a los pies de la Asamblea nacional y del pueblo francés. ¿Cómo gozarse ante las ridículas ceremonias de la entrega de las llaves en que el rey quedaba tan malparado en su comparación con Enrique IV, la de la recepción en la escalera del palacio municipal haciéndole pasar bajo la bóveda de acero, la de su salutación al pueblo con la cucarda tricolor en el sombrero, y hasta la de rendirle las armas aquellas masas de hombres harapientos y manchados con la sangre de De Launay, el valiente gobernador de la Bastilla y de sus mejores oficiales, de Frenselles y tantos otros víctimas de su deber?

Ya no cabía dudar del triunfo de la revolución; y aquellos sucesos, los posteriores en que fueron asesinados Foulon y Berthier, su yerno, a la voz de ¡pendu, pendu!, y las muertes también en las provincias, el incendio de los conventos y archivos, los desórdenes en todos los ámbitos de Francia, revelaron que esa revolución no se satisfaría con la de las ideas, ya hecha en la Asamblea. Ésta había decretado la abolición de la servidumbre, la facultad de redimir los derechos señoriales, la abolición también de la jurisdicción feudal y del derecho de caza, el rescate del diez­mo, la igualdad en los impuestos, la admisión de todos los ciudadanos a los empleos civiles y militares, el término de los privilegios, lo mismo en los particulares que en los municipios, el de cuantos abusos, en fin, se habían creado desde la conquista y por la acción de la realeza y del feudalismo, incontrastables en la Edad Media y aun mucho después. Pero esas leyes y la declaración de los derechos del hombre, en que no se supo siquiera definir el derecho, leyes y declaración que, más que de la experiencia y la observación demostraban ser fruto de la doctrina y de la filosofía de sus más sabios autores, no las entendía como ellos el pueblo francés. Vehemente como ningún otro, sumido en la abyección entonces y entendiendo sólo en hechos, que él traducía en los más violentos y atroces, los consideraba como los únicos verdaderamente prácticos para demostrar sus nuevos derechos, los de la libertad y la igualdad humanas. Estos derechos debían subordinarse en parte a los políticos; y la Asamblea, al concordarlos, pensó en establecer el gobierno monárquico hereditario, un poder ejecutivo, el del rey, el concurso de la nación para hacer las leyes en una o dos Cámaras, la ley, sobre todo, de presupuestos, clave de todas las que se refieren a la Administración pública y al ejercicio de aquella igualdad tan halagadora y preconizada. Siéyès exclamaba en uno de sus más brillantes y lógicos discursos: «¡Un solo Dios, una sola nación, un solo rey y una sola Cámara!» No podía darse definición más clara de un gobierno constitucional, con la soberanía nacional y una Cámara, principios eminentemente democráticos, templados por los conservadores de la unidad religiosa y de la monarquía.

La aristocracia se puso a temblar con innovaciones que así la rebajaban de su antigua preponderancia y de sus aspiraciones de siempre; el pueblo, el verdadero pueblo, esto es, su parte más sana y honrada, abrió el pecho a esperanzas que, no por ser muy halagüeñas, dejaban de ser justas; la plebe, decimos mal, el populacho ignorante y soez se rió de aquellas que llamó teorías ridículas de un poder que debía parar en ser exclusivo suyo, y las tradujo en lo que antes dijimos, en ingratitudes, opresiones y crímenes. Había gustado la sangre, y ni los tigres ni los lobos le igualarían en derramarla a torrentes en sus cacerías, que se han hecho horriblemente históricas, de hombres, compatriotas, allegados, hasta hermanos y padres suyos. El rey, al querer reformar en alguna parte aquellas leyes, que en su concepto lesionaban derechos muy dignos de respeto, puso a discusión el del veto real que resultó desconocido, reduciéndose su papel legislativo al único de promulgarlas, sanción más denigrante que eficaz de un poder que, de otro modo, resulta verdaderamente moderador. Peor aun; a esa lucha entre el poder real y el de la Asamblea que así resultó soberano de la nación, sucedieron imprudencias de la corte consintiendo y, al parecer, alentando protestas que un entusiasmo indiscreto y las muestras de adhesión, aunque legítimas en los que las daban de la lealtad que su posición les imponía, aparecieron intempestivas y no poco provocadoras. Nos referimos al banquete de los Guardias de Corps y de los oficiales del regimiento de Flandes, animado con la presencia del rey, la de la reina y el Delfín en sus brazos, la de la corte entera que vio sin ponerle correctivo alguno el reparto entre los invitados de la escarapela blanca sustituyendo á la tricolor, ya oficial y hecha nacional en toda Francia.

El ruido que el 1 de Octubre retumbaba en el palacio de Versalles con los vivas al rey y los brindis, menos prudentes de lo que la ocasión aconsejaba, no fue sino sordo y flébil acento comparado con el aturdidor, tempestuoso y horrísono que sucedió en París a la noticia de aquel festín, precursor de los atentados más atroces contra los que lo habían celebrado y sus ilusos y mal aconsejados patrocinadores. Al grito de ¡pan y pan! se reúne el día 5 de aquel mismo mes una multitud de mujeres en manifestación nada pacífica frente al Hotel de Ville; y no dándosele lo que puede acaso satisfacerla en tiempo, como aquél, de penuria, se decide a marchar a Versalles, donde dice, aludiendo al banquete de los Guardias, reinan la abundancia y el despilfarro, en su concepto, más escandalosos para los pobres y los hambrientos. De presentarse en la residencia de la corte aquella muchedumbre a la que ya iban reunidos muchos hombres disfrazados de mujeres para hacerla más inmune y que dirigía o mandaba un M. Maillard desconocido hasta aquel día: de presentarse, repetimos, tan abigarrada multitud a introducirse en la Asamblea y después en Palacio siempre pidiendo pan, pasaron pocas horas y, a pesar de una lluvia torrencial que, dispersándolas por la población, dio tiempo a que llegara Lafayette con su Guardia nacional, establecía al amanecer del 6 el sitio, que así puede decirse, de aquel mal llamado castillo, el palacio encantado y encantador del gran Luis XIV. A las siete de la mañana ocupaba los patios y poco después varias de las habitaciones, donde encontrando por fin algunos de los Guardias de Corps, objeto de su odio, se cebó en los dos primeros que se ofrecieron a su vista, cuyas cabezas eran momentos después paseadas por las calles y plazas de Versalles. Sin la abnegación de los Guardias hubieran sido atropellados el rey y la reina, que a medio vestir se refugió a su lado, y que, aun así, se salvaron, merced a la llegada de Lafayette, pero aviniéndose a marchar a París entre aquellas bandas de mujeres, tan procaces y desenfrenadas como los bandidos que las acompañaban. Así gritaban aquellas furias al entrar en París: «Ya no moriremos de hambre puesto que vienen con nosotras el panadero, la panadera y el mozo de la tahona.»

¡A eso había venido a parar aquella soberanía, que pocos años antes se consideraba el Estado mismo, tenida por la más gloriosa y respetada del mundo!

Tal era la situación política de Francia cuando en Madrid se celebraban las Cortes que acabamos de ver aboliendo la ley sálica, quintaesencia contenida en el fatal auto acordado de Felipe V. Ahora bien: esa situación que con tal rapidez se había creado en el reino vecino, vista venir, aunque nunca en las terroríficas proporciones que ya iba alcanzando, por el perspicaz ministro de Carlos IV, exigía una cautela extraordinaria si había de combatirse para impedir la propagación de las ideas que la informaban a España, y evitar los peligros con que amenazaba intereses sumamente respetables de clase y aun de familia. La de Francia era la que pudiéramos llamar la casa matriz de la dinastía borbónica, tronco de un árbol, cuyas ramas, extendidas a España e Italia, habían crecido con la savia que les comunicara al brotar de él y con un vigor, al parecer, inextinguible, aun cuando hubiesen después logrado vida propia, independiente y gloriosa. Y cuando ese tronco, robusto ya al descubrirse a la luz del mundo político, adquiere el cuerpo y la solidez de la monarquía de Enrique IV a los pocos años de verse regida por un Luis XIV; se hace, así como el núcleo de la familia, el punto a que convergen los recuerdos, las afecciones y los intereses de sus miembros, por dispersos que anden y, si se quiere, hasta reñidos entre sí. Que la rama española abrigaba ese concepto, lo demuestran elocuentemente su origen, las luchas tenacísimas que la afirmaron e hicieron arraigar en nuestra patria, su esparcimiento por la península italiana a pesar de la ruda oposición que le ofreciera la mayor parte de Europa coaligada, el pacto de familia, fruto, si de un espíritu de venganza más o menos apasionado, de un afecto también que nunca se desmintió en el corazón de Carlos III, el último rey, acabado de abismarse en las sombras de la muerte. Nada más natural, pues, que el interés que despertaban en la corte de Madrid los sucesos de Francia, ni que la acción que el gobierno español ejerciera, tanto, repetimos, para satisfacerlo en cuanto pudiese permitirlo la prudencia, cuanto para que no cruzaran el Pirineo, a ejercer su pernicioso influjo, las ideas que los provocaban, ni aun el ruido, si fuese dable, que viniera a propagarlas. Floridablanca, reformador, como habrá podido notarse, por la conducta que observó en el primer período de su ministerio con el rey difunto, comenzó a impresionarse desfavorablemente con las variaciones que, predicadas por los filósofos y la Enciclopedia, iban abriéndose paso en la sociedad francesa, si admitidas en un principio por la moda, tirana en aquel país hasta en los círculos más interesados en combatirlas, aceptadas y requeridas para su más inmediata práctica por las clases que mayor provecho habrían de sacar de ellas. La impresión fue adquiriendo intensidad en el ánimo del ministro español, y se elevó a la categoría de susto al ver que aquellas variaciones tomaban la rápida carrera, el vuelo, mejor dicho, que había emprendido la Asamblea desde su primera sesión, y el vertiginoso con que se remontaba el pueblo francés desde las jornadas de la Bastilla y de Versalles. En las mismas Cortes reunidas en el salón de Reinos del Retiro se notaban conatos de rebasar los límites que se las había impuesto al convocarlas. Sus sesiones de los días 3, 10, 12, 17, 20 y 25 de Octubre, aunque celebradas para tratar, como se dice en la Nota de los escribanos que a ellas asistieron, «de diferentes asuntos: sobre evitar los perjuicios de la reunión de pingües mayorazgos; sobre las reglas á que debían sujetarse los que en adelante se fundasen; sobre los medios de pro­mover el cultivo de las tierras vinculadas, el cerramiento de las heredades» y otros referentes al fomento de la agricultura, dieron lugar á peticiones, por parte de los diputados, sobre puntos del gobierno interior de la monarquía, que demostraban un espíritu influido por las ideas que ya corrían respecto a la intervención de ese género de asambleas en la gestión pública y más aun por el ejemplo de lo que pasaba en Francia. El gobierno, en vista de esa iniciativa política que revelaban los asistentes a las Cortes, creyó que lo mejor sería el cerrar sus sesiones; y después de hacerles saber que el rey había tomado la resolución correspondiente á su súplica sobre la anulación del auto, y encargaba se guardase por entonces el mayor secreto so­bre ello, como lo juraron todos en la sesión del 30 de Octubre, fueron despedidos en la regia del 5 de Noviembre, manifestándoseles, según el acta oficial, «que no podía ser mayor la consideración que el reino había recibido de su soberano, quien había tenido la real benignidad de confirmar a los pueblos sus fueros y derechos; y que él mismo había recibido la mayor complacencia en presenciar el acierto con que habían tratado los procuradores del reino el objeto de la sucesión legal de la corona de España, conforme a nuestras costumbres y leyes, y las otras materias que habían ocupado sus sesiones»

La medida era prudentísima y urgía ya por las noticias que correo tras correo traían a España de París. Pero hay que reconocer también que la Asamblea española estuvo muy lejos de observar la rebelde conducta de la francesa, puesta como quien dice en armas contra la Corona aun antes de su constitución definitiva. Ni existían, afortunadamente, en nuestra patria los motivos que en el reino vecino para sublevarse de ese modo un cuerpo deliberante y el pueblo entero en pos, ni en los gobiernos respectivos brillaban con luz igual el talento y la energía de sus ministros. Si al comenzar el reinado de Carlos IV, se cree estar viendo los principios también del de Luis XVI, tan parecidos se muestran los dos monarcas en índole excelente, intenciones rectísimas y amor a sus pueblos, y tan semejantes las medidas tomadas y los procedimientos seguidos para procurar su felicidad, el gobierno español no encuentra en su país los gérmenes de miseria, de servidumbre y rencor que, ahogados por la tiranía y el feudalismo, han hecho en Francia descubrirse y salir a la superficie la lectura, imposible de evitar en los últimos años, y dejado crecer y desarrollarse la debilidad de carácter del rey y los desaciertos de sus ministros y delegados. Los motivos, repetimos, no existían en España. La realeza aquí, volvemos a decirlo, se había mostrado siempre, al menos hacía muchos años y hasta siglos, afecta al pueblo, y se había apoyado también en él para contrarrestar el poderío de los grandes, no del feudalismo, si importado de Francia, ni general ni con hondas raíces por consiguiente; pero, desde la época de los Reyes Católicos, sobre todo, eran manifiestos la decadencia política de la nobleza y el influjo de la clase media en la gobernación del Estado, si no del todo como tal clase, aun cuando la representaran perfectamente las Cortes en parte considerable y el orden municipal en la mayor, como base de la Administración pública, y raíz de que brotaban los hombres más distinguidos de la nación en virtud, talentos y energía. Dábales virtud su origen, que exigía las más sublimes abnegaciones para elevarse; desarrollaba sus talentos la educación que se recibía en los claustros, centro entonces de la sabiduría; y encontraban en su lucha con el trabajo y la soberbia y la concupiscencias de sus superiores en rango social la energía necesaria para combatirlos primero y dominarlos al cabo. Estúdiese bien la historia española, y se observará que, desde el cardenal Cisneros, hijo del pueblo y educado por la pobreza y el trabajo, hasta Floridablanca, si de familia ilustre, más distinguido aún por el estudio y el ejercicio de la jurisprudencia, que la alta nobleza daba al desprecio, fue rarísimo el gobernante, esto es, el hábil estadista, el consejero prudente y acertado, que no saliese de una clase social que está hoy ejerciendo la mayor y más legítima influencia en los destinos de la patria. Reinaba Carlos III, y no se dirá que citamos un período ruinoso de nuestra historia, y exclamaba Jovellanos, en un momento, sin duda, de mal humor: «parece que el reino está entregado a las gentes más ruines de todos los países.»

¿Cómo, pues, había de hallar en España la revolución motivos para germinar en los ánimos, y menos para llevarlos al desorden, la licencia y los escándalos que en Francia?

Pero a Floridablanca es a quien se debe en gran parte la tranquilidad de que se disfrutó en nuestro país en los años de su ministerio, impidiendo el contagio que parece imposible no lograra la activa e inteligente propaganda que hacía tiempo estaba ejerciendo la Francia con las ideas y, en aquellos días, con el ejemplo de los su­esos que no podían elegir mejor teatro que París para difundir sus éxitos por el mundo. Ni los ecos que Rosseeuw Saint-Hilaire dice repetirían la palabra que la Francia había dirigido a los pueblos proclamando sus derechos; ni aun esos ecos lograron hacerse oír en España o por lo menos se apagaron en los oídos de sus hijos, y no tardaremos en demostrarlo con la elocuencia irrebatible de los hechos en una de las ocasiones más solemnes de nuestra historia nacional. Hasta entonces, sin embargo, Floridablanca no había hecho más que detenerse en su camino de las reformas y vigilar a los que tan radicales las iban introduciendo en Francia, para incomunicarlos con nuestros compatriotas en sus ya intencionadas relaciones: más adelante, habría de aumentar su rigor y hasta extremarlo, quizás, al ver cómo crecía la ola revolucionaria y amenazaba destruir intereses que tanto debían afectar a la suerte de la monarquía, a cuyo mantenimiento y brillo había siempre dedicado sus esfuerzos de hombre de ley y de estadista.

Y no veía mal; porque, en efecto, faltaba ya muy poco para que zozobrase la nave de la monarquía de los Capetos en el huracán deshecho que la combatía desde que Luis XVI puso los pies en París escoltado por aquella muchedumbre de mujeres y bandidos que al dejarle en el palacio de las Tullerías, parecían depositar en él, mejor que un soberano, un prisionero, abandonado además de sus parientes más próximos, que huyeron al extranjero el día después de la toma de la Bastilla, y de sus más íntimos amigos, que a bandadas desertaban también de su lado. En situación casi igual se encontraba la Asamblea que había acompañado al rey comprendiendo sería ya inútil su permanencia en Versalles. Aún funcionaría cerca de dos años, hasta Septiembre de 1791; pero ¡en qué condiciones! Combatida, de una parte, por los tribunos que parecían brotar en todos los barrios de la ciudad para exhibirse en los cafés del Palais-Royal y obtener el favor del pueblo y el del duque de Orléans, que podía oírlos desde sus ventanas con la complacencia de quien creía a la vez poderlos dirigir fácilmente por su camino, tan peligroso como torcido, tenía, de otra, que precaverse de las asechanzas, bien disculpables en su caso, de la corte, que no dejaba de tener en la Asamblea partidarios, como elegida en días en que la prepon­derancia del poder real habría de servir necesariamente para llevar el mayor número a un cuerpo cuyas deliberaciones la interesaban tanto.

Esas fuerzas eran, bien se ve, muy desiguales una vez en París la corte y la Asamblea, subordinadas a los clubs que cada día se mostraban más levantiscos, y todavía más a las turbas del populacho, cada día también más desenfrenadas, y exigiendo de uno y otro poder los imposibles de su inconsciente y bárbaro capricho. Habilidad se necesitaba para resistir más que fuerza, aunque, para desplegarlas con éxito, se prodigase la artillería en las plazas y calles de París y hasta se creasen talleres, como el de Montmartre, que daba trabajo a 20.000 hombres de los más desocupados, y contra los que se habían establecido baterías con sus piezas cargadas a metralla y las mechas encendidas. La Asamblea, con todo, en lucha siempre con ambas tendencias, supo mantenerse dictando y expidiendo decretos, algunos de los que la han inmortalizado. Luchó con la corte dejando al monarca reducido al papel del primero de los funcionarios públicos, sin el derecho de hacer leyes, imponer contribuciones ni declarar la guerra por sus antes propias atribuciones, y acabó con el clero al declarar libres y sin traba alguna los cultos disidentes, confundiendo ministerio tan respetable y hasta entonces respetado con la industria y el comercio, si variables con las ideas económicas, más fáciles de volver a su anterior o a su conveniente equilibrio que los movimientos y arranques de la conciencia humana y su espíritu religioso. Combatió a las turbas con esas para ellas tan halagadoras medidas, que rebajaban a los antes dominantes estados, y con la conquista del tercero por medio de las grandes transformaciones que realizó en la Administración. La venta de los bienes del clero; el matrimonio civil; la admisión de los protestantes y judíos a los derechos cívicos; la de todo francés, sin distinguir de clases, a los empleos públicos, civiles o militares; la igualdad en las contribuciones según las facultades de cada uno; la división territorial hasta en las más pequeñas subdivisiones administrativas y judiciales; en fin, las mil providencias que dictó la Asamblea hasta las de la creación y subasta de los bienes nacionales, considerados por alguno como el dote de la Constitución, y la de los asignados, que después correrían la misma triste suerte de nuestros vales reales, la sirvieron para conservarse en la soberanía que se había atribuido por su propia voluntad y contando con la de toda la Francia. Disputábansela, ya lo hemos indicado, por su parte los clubs, donde la corte, el clero y la Asamblea misma eran tratados con la mayor violencia, el de los Jacobinos principalmente, y muy luego el de los Franciscanos dirigido por Danton, a cuyas exageraciones superaban a su vez las de un periódico, El Amigo del Pueblo, en que Marat vomitaba aquella repugnante hiel que le hacía ya pedir 800 cabezas, que al fin resultarían el menor de los sumandos en la horrible hecatombe revolucionaria. Ante esos clubs y ante las bandas del más soez populacho y de los asesinos y facciosos que formaban su asqueroso núcleo, resultaba nula y hasta irrisoria la soberanía de la Asamblea, que ellos ejercían realmente en París; y ni la fiesta de la Federación presidida por el rey con la reina y el Delfín, ni el baile en el emplazamiento de la ya allanada Bastilla, lograron establecer la concordia necesaria para dar fuerza a un gobierno y hacerlo fecundo. Por el contrario, las agitaciones del pueblo de París se extendieron a las provincias; y en Nancy, Toulon y Cambrai se inició la guerra civil que, aun sofocada por el momento en aquellas localidades, había de brotar larga, obstinada y cruentísima en otras.

La Constitución decretada por la Asamblea y admitida y jurada prematuramente por el rey en pleno Campo de Marte, ni era la monárquica que parece debía ser subsistiendo un rey para hacerla respetar, ni la democrática que exigía un estado de cosas más propio de una república, que era lo que en puridad resultaba el de Francia entonces. Mirabeau, enamorado siempre de la Constitución inglesa, abogaba por otra igual con Luis XVI en el trono; pero, aun obteniendo los más calurosos aplausos en una impro­visación elocuentísima para defenderse de la acusación de estar vendido a la corte, aunque nombrado jefe de un batallón de la Guardia nacional, lo cual representaba una como protesta popular de su lealtad, y aun elevado a la presidencia de la Asamblea que tanto podía contribuir a la realización de sus proyectos, hubiera necesitado, para obte­nerla completa, una vida mucho más larga que la que le concedió la Providencia. Nadie la ha definido como él cuando decía a Cabanís en su lecho de muerte: «Eres un gran médico, pero hay otro mucho mayor que tú: el autor del viento, que todo lo derriba; del agua, que todo lo penetra y fecunda; del fuego, que vivifica y descompone todo.»

Muerto Mirabeau, llevándose consigo las esperanzas de la monarquía, cuyos restos, decía también proféticamente en sus últimos momentos, serian luego presa de las facciones que se agitaban en derredor de ella, nadie ya podría sujetarlas. Para colmo de desdichas, desesperando el rey de mantener así el decoro del trono y hasta de su salvación personal y la de su familia, apeló a la fuga que, descubierta e impedida cuando estaba a punto de terminar con el equivocado éxito que se buscaba, no hizo sino agravar la triste situación en que se veían intereses tan caros al emprenderla. El rey había dejado de serlo, puesto que quedaron en suspenso sus poderes; pero su caída, que exigían los clubs a la Asamblea y pedían en el altar de la patria del Campo de Marte al pueblo, pudo ser evitada por el ejército y la Guardia nacional, insultados en la cabeza de sus jefes, Lafayette y Bailly, al proclamar la ley marcial. Aun pareció con aquel acto de energía, que fue el primero en favor del orden e impuso por el momento a los facciosos, de los que algunos habían mordido el suelo, revivir la monarquía al celebrarse, sobre todo, la jura solemne y definitiva de la Constitución en la Asamblea nacional; pero ésa, que pudiéramos calificar de llamarada por lo efímera, acabó pronto con aquel mismo cuerpo que, de consultivo, había pasado á hacerse legislativo y por fin ejecutivo y soberano. Mirabeau había muerto el 2 de Abril de 1791; la fuga del rey se verificaba el 20 de Junio y su vuelta a París a los pocos días; el 17 de Julio se vencía el tumulto del Campo de Marte; el 14 de Septiembre se celebraba la jura de la Constitución, y el 30 entregaba la Asamblea sus poderes a la legislativa, que un año después los depondría a los pies de la Convención.

La constituyente había cometido errores; ¿cómo no en las condiciones de su origen y de su vida, luchando, primero, con una corte que se consideraba inconmovible en sus antiguos y nunca socavados fundamentos, y después, con unas masas populares á quienes nada satisfacía, una vez libres de la anterior sujeción y esperando emanciparse inmediata y completamente? Compuesta de los hombres más eminentes de Francia, carecían, es verdad, de la experiencia que da el ejercicio de las funciones legislativas, privativas entonces de la Corona, y no contaron, al emprenderlas, con el tiempo, el gran maestro, según dice un historiador, de las cosas humanas; pero, aun así, hay que reconocer como de buena fe, en mucha parte, su obra de fundar la nueva sociedad francesa en principios de libertad y gobierno, que todavía hoy, como entonces, se consideran allí esenciales para cuantos aspiren a tomar entre las más adelantadas un asiento fijo y durable. El Sr. Alcalá Galiano dice en su refundición de la obra del inglés Dunham: «Siguieron o acompañaron a estos hechos darse una infinidad de decretos por el cuerpo popular, muchos de ellos justos en sí; otros que lo eran atendiendo a las circunstancias; varios por esta última razón perniciosos; no pocos nada cuerdos en general; demasiado numerosos para dados a un tiempo, e hijos de una violencia excesiva; nacidos, en su mayor parte, de afectos nobles y pensamientos levantados y sanos, y promovidos alguna vez por un lícito deseo de vencer obstáculos que impedían grandes bienes, y en bastantes ocasiones por una inquietud irreflexiva, por un necio prurito de innovar o por un espíritu de sedición, ya ambicioso, ya vengativo.» De todo podía haber en un cuerpo admirado, como no podía menos de estarlo, de una elevación de facultades y soberanía que, como de sorprenderle y llenarle de orgullo, habría precisamente de extraviarle en su marcha reformadora. Porque si contaba con la lógica irrebatible de un Siéyès y la elocuencia arrebatadora de un Mirabeau; con el talento y la energía de los Malouet, Mounier, Barnave, los Lameth y otros varios que tanto se distinguieron en aquella borrascosa legislatura, también tenía que luchar con una minoría, si exigua, violenta por lo mismo y capaz de agitar las masas de un pueblo, siempre amenazador en sus manifestaciones é imponente y cruel en sus hechos.

Pero el mayor error que cometió la Asamblea constitu­yente, el que causó quizás en Francia los horrores que muy luego se comenzaron a sentir, fue el de haber decretado la no reelección de sus miembros para las legislaturas sucesivas, privándolas así de la experiencia por ellos adquirida en dos años de continuo trabajo y de constante lucha, y llenándolas de gente nueva y joven, irreflexiva, por ende, y llevada al santuario de las leyes, por sus ambiciones, toda, y, no poca, por sus discursos exagerados y sus violencias y crímenes en alas de una popularidad harto callejera.

Eran bien extrañas las relaciones que el gobierno español mantenía con el de Francia durante los acontecimientos que, al menos a vuelapluma, acabamos de reseñar. Floridablanca no descansaba un momento para impedir la propaganda de los revolucionarios franceses, siempre atentos a ejercerla al otro lado de sus fronteras, ni perdía ocasión que se le ofreciera para poner de manifiesto sus sentimientos de hostilidad a la situación que la Asamblea nacional y más aun el pueblo francés iban creando al infeliz Luis XVI. Ese espíritu de oposición le había llevado a no pocas exageraciones en su conducta para con el gobierno francés, considerándolo ilegal y atentatorio a las prerrogativas y a la dignidad de la Corona, que para él estaban por encima de todo, según sus ideales políticos y sus convicciones y lealtad monárquicas. Pero, hombre de gobierno y celoso naturalmente de atender a los intereses de su nación, tan en contacto con Francia y ligada por los que no podían dejar de ser similares en ambas, como tan unidas geográficamente y por los estrechos vínculos de parentesco en los soberanos que las regían, esa conducta del ministro español tenía que resentirse de contradicciones, al parecer inexplicables y que, sin embargo, no hubiera sido a nadie fácil evitar. Los excesos de los revolucionarios habían sublevado la opinión en España, siempre firme en la fe de sus mayores y en la adhesión á sus soberanos; enardeciéndose esa tan irreflexiva como antigua antipatía, ese antagonismo que no han podido aplacar los mil motivos de concordia que existen para no rechazarse dos pueblos, de los que ha dicho un escritor moderno que no puede el uno poner el pie en el continente sin permiso del otro. Era muy difícil que Floridablanca ni otro ministro cualquiera se desentendiesen de esa opinión, cada día más y más exacerbada según llegaban las noticias de París, si tristes por sus efectos alarmantes, también por el porvenir de calamidades que hacían augurar para la religión y para la monarquía, los objetos predilectos del amor y de la ve­neración de nuestros compatriotas de aquel tiempo. Pero alguna vez el sentimiento de la patria, vivo también en todo pecho español, debía, sobreponiéndose a todo género de preocupaciones, buscar en esa amistad geográfica tan preconizada después por Napoleón, y en la de las dos casas soberanas, si descuidada desde los fracasos del reinado anterior, no rota todavía, los medios de mantener incólumes los derechos mutuos a cuyo sostenimiento se había dirigido la alianza de las dos naciones, pocas veces interrumpida desde el advenimiento de la casa de Borbón al trono de España. He ahí la explicación, lógica por demás, de las contradicciones que algunos han creído ver en la conducta de Floridablanca al invocar el Pacto de Familia cuando la Inglaterra intentó vengar el que consideraba ultraje inferido por España al apoderarse de algunos buques de su nación en la bahía de Nootka o San Lorenzo en América. La algazara de los comerciantes ingleses, ofendidos en sus intereses tan respetados en el Reino Unido, produjo una serie de reclamaciones y de notas que no tardaron en convertir el suceso en un casus belli que, sin llegar a causar sus terroríficos efectos, costó inmensos sacrificios a ambos países.

Inglaterra hizo preparativos que costaron más de tres millones de libras esterlinas; puso en el mar, con destino a las Antillas, una gran escuadra a las órdenes del almirante Howe, compuesta de 49 navíos de línea, 24 fragatas y varios buques menores, y otra de 13 navíos y algunas fragatas que mandaría el también almirante Hood, asistido como Howe de una nube de oficiales de su mismo grado, contraalmirantes y jefes, de que se hizo una numerosísima promoción; ejecutó levas hasta el número de 30.000 marineros que dejaron sin tripulaciones á los buques mercantes surtos en los puertos de Europa; armó un ejército de más de 10.000 hombres de lo más florido del que tenía en la metrópoli y 100 compañías de voluntarios, a cada uno de los cuales se dieron cinco guineas por su enganche, y dotó las escuadras de municiones y víveres por más de cuatro meses. Jamás, ni aun ante el temor a la Invencible, se había dado más movimiento a los arsenales de Gran Bretaña, mayor impulso á sus armamentos de mar y tierra, ni hecho sacrificios más costosos, ya que llevaron consigo una baja considerable en los fondos públicos y produjeron determinaciones muy severas del Banco, hasta la de no descontar los vales de la marina, especie de asignados que corrían por cuenta del gobierno y con que se pagaron muchos de los gastos del material de la armada.

Las escuadras, sin embargo, que en Agosto de 1790 abandonaban los puertos de Plimouth y Spithead, se limitaron a recorrer el canal de la Mancha, haciendo allí evoluciones, sin duda para adiestrar sus fuerzas, y ensayando un sistema de señales ideado por su almirante. Dos veces, la segunda en Octubre ya, salieron a la mar, no poco alborotada por aquellos días; y después de haber tenido que permanecer en fuego casi constante para evitar los peligros que les ofrecían las continuadas nieblas del estrecho entre Ouessant y cabo Lizard, volvieron en Noviembre a la costa inglesa, donde las órdenes del Almirantazgo hacían comprender que ya no eran necesarias en su anterior destino. Lo frecuente de las comunicaciones diplomáticas entre los gobiernos de España, Francia y Holanda, que se había puesto del lado de Inglaterra con un número respetable de sus buques; los no menos Consejos de ministros inmediatamente después de la llegada de aquellos despachos; las órdenes de desarme de algunos de los navíos y la disminución en número de los que habrían de escoltar los convoyes destinados a las Indias occidentales, así como las de volver a sus cantones las tropas ya próximas a embarcarse, revelaron a los Ingleses que se había desvanecido el nublado, cuyo origen, formación y curso no habían podido conocer ni aun adivinar.

Tampoco el gobierno español se descuidaba en sus preparativos para resistir la agresión que era de esperar de parte de los Ingleses. Puso á las órdenes del marqués del Socorro una escuadra de 26 navíos de línea, 11 fragatas y algunos bergantines, no teniendo para hacerlo que entregarse a aquellas levas y formación de cuerpos de tropas que liemos recordado de Inglaterra, ni consumido, por consiguiente, los tesoros que tal perturbación llevaron a la Hacienda de su enemiga. Acudió, eso sí, como ya hemos dicho, al rey de Francia invocando el Pacto de Familia, y con tal éxito que la Asamblea nacional, a la que Luis XVI transmitió la petición del gobierno español, reducida a la de una escuadra de 30 navíos, mandó armar hasta 45 con el número correspondiente de fragatas y buques menores.

Tan secreta como en Inglaterra se mantuvo en España una cuestión que podía llegar a tomar las proporciones de un conflicto internacional de los más graves y turbar la paz de Europa, ya amenazada en el Norte, por las ambiciones de sus principales potencias sobre Polonia y Turquía y aun entre ellas mismas, no satisfechas unas y descontentas otras de los resultados de la guerra que había dado a Prusia tal preponderancia que, de la exigüidad de una orden militar más noble que poderosa, se había alzado al rango de una de las naciones más influyentes en los destinos de este viejo continente.

Es verdad que, según ya hemos dicho, Carlos III había dejado grandes fuerzas marítimas, y tan sólidamente organizadas que, sin esfuerzos extraordinarios ni ruido podían, en caso como aquel, darse a la mar y combatir; pero, aun así y con el auxilio prestado por la Asamblea francesa cuando menos debía esperarse, necesitó Floridablanca habilidad suma para, reconociendo la improcedencia del secuestro de los buques ingleses en Nootka, sacar a salvo el derecho de España para establecerse y mantener su bandera y autoridad en aquel puerto y la costa inmediata del NO. de América.

Durante los preparativos, de todos lados formidables, que se hicieron para rechazar la agresión, que se temía, del de Inglaterra por lo de Nootka y las negociaciones que lo llevaron al término conciliador que acabamos de recordar, tuvo España que resistir otro género de choques, militares también, pero en que tomó su parte la naturaleza y aun fue su causa en alguno de ellos. Nos referimos al ataque de los Berberiscos a la plaza, entonces española, de Orán, aprovechando los repetidos y violentos terremotos de Octubre de 1790, y al más aparatoso que formal asedio que un allegado y lugarteniente del emperador de Marruecos puso a la de Ceuta, tantas veces em­bestida en aquel siglo y los precedentes desde el XVI, en que la recuperamos.

El terremoto de la noche del 8 al 9 del referido mes alcanzó tal grado de acción que, conmovida la ciudad, acabó por caer toda ella en ruinas al impulso de otros 19 que le sucedieron con cortos, aunque frecuentes intervalos. Los Moros habían naturalmente de aprovechar tan, para ellos, feliz ocasión, en que la multitud de muertos y heridos, sepultados todavía en las casas y edificios públicos y en que se contaban muchos militares, el brigadier, gobernador de la plaza, entre los de más elevada graduación, había de infundir el pavor no fácil de dominar en tales y tan angustiosos momentos. Y, efectivamente, el día 15 atacaron en tropel todos los fuertes de la plaza, confiando en su número muy considerable, en su valor de siempre y en la fortu­na que parecía entonces más que nunca brindarles con sus favores. No contaban con que eran Españoles los a que iban a combatir, no escasos, además, de fuerza y con la vigilancia de quienes, conocedores de la perfidia, ya de antiguo acreditada, de los Númidas, esperaban su ataque de un instante a otro.

Guarnecían la plaza y sus fuertes exteriores los regimientos de Asturias, Lisboa, Navarra y Fijo de Orán, con algunas compañías también de fusileros, muy conocedores del terreno inmediato, y gruesos destacamentos de Córdoba y Mallorca, este último mandado por su coronel conde de la Unión, célebre ya por su entusiasta ardimiento y más, cuatro años después, por su desgraciado fin. Aquellos cuerpos tenían fuerza muy inferior a la reglamentaria; y si a eso se añade que el terremoto la había disminuido en número tan considerable como el de 225 muertos y 184 he­ridos, y en que carecía, no sólo de víveres, sino hasta de medicamentos, por no haber llegado todavía los que el gobierno mandó se le enviaran desde Cartagena, se comprenderá que no era esa fuerza material sino la moral de nuestros soldados y oficiales la que en aquella ocasión rechazaría con el éxito con que lo hizo los fieros y repetidos asaltos de los Moros. Aumentado su campo con muchos peones y jinetes que sin cesar acudían a él desde tierras ya bastante distantes, los Moros repitieron el ataque el día 21, dirigiéndolo principalmente contra la torre llamada del Nacimiento desde un barranco inmediato que parecía estar a cubierto del fuego de los defensores. Pero el conde de Cumbre Hermosa, que gobernaba la plaza desde la muerte del brigadier Gascón, envió contra ellos al conde de la Unión que, con tropa de su regimiento, del de Córdoba y las partidas de fusileros, despejó en menos de media hora el barranco y puso fuera de todo peligro la torre, que también protegían los cañones de San Felipe y San Gregorio, dos fuertes próximos á ella y que flanqueaban sus aproches.

No se dieron, aun así, por vencidos los Moros, tenacísimos en sus propósitos; y el 25 volvieron a presentarse, pero ya armados de artillería, con la que establecieron una batería de cinco piezas en una altura, llamada la Meseta, que domina una gran parte del terreno exterior de la plaza, otra, de varias piezas también, atalayando el fuerte de San Fernando y el barranco ya mencionado del Nacimiento, y otra en el sitio conocido por la Celada de Gámez, que, con los otros dos, cubre todo el frente de tierra. Ayudóles en su empresa un nuevo terremoto tan violento como el primero, présago, en su concepto y en el del rey de Máscara que ya los mandaba con no corto número de Turcos de los de su bajalato, de un suceso afortunado y decisivo; pero nuestra artillería de los fuertes y la fusilería de la guarnición, de tal modo los azotaron en sus ataques y especialmente en el de la torre del Nacimiento, que después de sufrir gravísimas pérdidas en las cuatro horas de fuego que duró el de la mañana del 26, desaparecieron el 29 de la vista de Orán, el rey, sus Turcos y los Moros todos que con tan tenaz empeño la habían acometido.

La acción no pudo ser más ejecutiva ni gloriosa; demostrando los Españoles que, unidos en un solo pensamiento, el que sintetizan la Religión, la Patria y la Monarquía, ni los huracanes del cielo ni los de hierro y plomo que se desencadenan en la guerra logran abatir sus ánimos o doblegar sus brazos.

Lo de Ceuta no alcanzó las mismas proporciones, aun ofreciendo en los primeros momentos el aspecto de un sitio más pensado y con los caracteres de arte polémica de que careció el de Orán, reducido, como el lector ha visto, a un ataque a viva fuerza. El de Ceuta obedecía al pensa­miento de inaugurar un reinado con la mayor gloria posible, que indudablemente sería en Marruecos la de la conquista del punto más importante del Estrecho en la costa tingitana. Habían los Moros reunido en Tetuán y Tánger un tren considerable de artillería y hecho un llamamiento como el de la guerra santa en todo el Algarbe, allegando municiones y víveres con que emprender las operaciones y sustentarlas largo tiempo. El movimiento harto extenso que esto suponía y el ruido que necesariamente había de producir, alarmaron a nuestro gobierno, que no se descuidó tampoco en reforzar la guarnición de Ceuta, haciéndolo con tres regimientos de infantería, con tropas suficientemente numerosas de artillería e ingenieros, armas, municiones y alguna fuerza marítima que, como gran parte del material, salieron de la bahía próxima de Algeciras. A tal punto fue provista Ceuta de medios de defensa, que se creyó deber enviar, para con mayor autoridad usarlos, un teniente ge­neral, que lo fue D. Luis Urbina, en vez del mariscal de campo que hasta entonces había desempeñado, y hábilmente, el gobierno de la plaza.

El 24 de Septiembre (1790) asomaron los Moros por el camino de Tetuán con el material de campamento cargado en acémilas; y, aumentando el número por días, el 5 de Octubre siguiente descubríase desde el Hacho de Ceuta un campo en el Serrallo como de unos 20.000 hombres que ya el 4 anunció su presencia con algún fuego que fue inmediata y victoriosamente contestado por los Españoles. Ni tal golpe de la morisma ni aun su aspecto hostil y el fuego que hacía impidieron que su jefe Muley Alí, pariente cercano del emperador, parlamentase frecuentemente con el gobernador de la fortaleza, dándole todo género de seguridades sobre el espíritu pacífico de su Amo y los deseos que animaban a éste de conservar las mismas amistosas relaciones que su antecesor y padre había mantenido con el rey de España. Pero los caminos abiertos para el transporte de la artillería desde Tánger continuaban hechos un hormiguero de tropas regladas y kabilas del interior, de bagajes y carros cargados de material de sitio, de la impedimenta, por fin, que revelaba un plan tan vasto como meditado para la conquista de Ceuta. El fuego, sin embargo, aunque varias veces interrumpido por los consabidos parlamentos, continuaba creciendo de día en día; y el 16 apareció en el Topo una fuerte trinchera, de que la artillería de la plaza y de las cañoneras desalojaron a los Moros, así como de los apostaderos que habían establecido a vanguardia de su campo y en la orilla del mar. La noche, por último, del 3 al 4 de Noviembre, hizo Muley Alí un esfuerzo, que él creería supremo, bombardeando a Ceuta; pero al ver el poco efecto de sus proyectiles y el estrago que en sus filas hacían nuestros cañones, y después de un parlamento en que se dio por satisfecho, no sabemos por qué, de las contestaciones que el gobierno español había dado a las cartas del emperador, se despidió del general Urbina, obsequiándole con un regalo y dando la orden, que inmediatamente se ejecutó, para levantar el campo y volverse los elementos que lo formaban a los lugares y sitios de donde con tanto entusiasmo y algaradas habían salido.

Por mar y por tierra había quedado airoso el pabellón español; desvaneciéndose el oscuro nublado que amenazaba turbar la paz y la situación próspera con que podían lisonjearse los Españoles al comenzar el reinado del hijo de Carlos III.

Parece que con eso y con la conducta de la Asamblea francesa en lo de la bahía de Nootka se deberían haber suavizado los rozamientos que pudieran producirse en dos gobiernos en tan encontradas condiciones constituidos desde los primeros pasos de la revolución que se operaba del otro lado de nuestros Pirineos. Y, con efecto, el gobierno español se detuvo, aunque por corto tiempo, en la marcha de oposición emprendida, hasta el punto de considerarse como subsistente la antigua alianza de las dos naciones. Mas, para eso, era necesario que Francia se detuviera, por su parte, en el camino de las reformas que bien se veía iban dirigidas contra la monarquía; y, no haciéndolo, era imposible las aceptara por buenas quien, como Floridablanca, no consentía en España se cercenasen por nada ni por nadie las prerrogativas de la Corona, sacratísimas para él e indiscutibles. Lo que más temor le imponía por el pronto era la propaganda que los revolucionarios pudieran hacer de sus ideas en nuestro país con los mil papeles que en toda Francia se publicaban para exaltarlas y hacerlas adoptar. Era necesario cerrarles el paso por las fronteras y vigilar también a los Franceses que, cruzándolas con ese objeto o con el de fomentar sus intereses particulares, recorrían nuestros campos y poblados predicando las excelencias de una revolución que, bajo la apariencia de reivindicar los derechos innatos del hombre, le empujaba a desconocer todo género de autoridad política ni religiosa en los llamados a dirigirle por los senderos de la virtud y de la vida social en sus más sublimes y ordenadas manifestaciones. Floridablanca había, pues, establecido uno como cordón sanitario en la frontera pirenaica, si con tropas en algunos puntos de paso preciso o que acostumbraban a visitar nuestros vecinos en su tráfico más o menos lícito, con agentes que desde las poblaciones francesas más próximas le enterasen de cuanto en ellas pasaba y de los proyectos e intentos de propaganda que sus vecinos se proponían poner en ejecución. El odio de los Franceses al ministro español, si ya difundido de la Asamblea a todos sus partidarios, crecía con eso por momentos en los de la frontera, exacerbado también con que los escritos y las gestiones de los emigrados en las de Italia y Alemania hallaran eco en los Españoles, ya tenidos por los más intransigentes y apegados a cuanto ellos procuraban desacreditar y aun destruir. Aumentó ese estado de desconfianza y aun de susto en nuestro gobierno el atentado de 18 de Junio de 1790 contra la persona del Conde, quien, al entrar en el palacio real de Aranjuez, fue asaltado villanamente por la espalda y herido por un Francés que le asestó dos terribles puñaladas. Y hubiera acabado con él, según se le vio dispuesto a repetir sus golpes, sin la presencia de un criado de Floridablanca que derribó al asesino, el cual ni aun en el patíbulo denunció a nadie como instigador ni cómplice suyo en tan salvaje hazaña. No resultaron, por fortuna, muy graves las heridas, de las que se recobró pronto; pero en el Conde afirmaron sus ideas de represión contra la propaganda revolucionaria, y en los Españoles produjeron la repugnancia y el rencor que era de esperar en ánimos tan levantados como los de nuestros compatriotas, entusiastas en su casi totalidad del esclarecido ministro.

Aquel atentado tuvo resonancia en toda Europa, considerándolo como una venganza de las providencias tomadas por el gobierno español para impedir la propaganda revolucionaria, y dio a Floridablanca, no sólo un alto renombre de ministro de acendradas ideas monárquicas, sino que motivo también y hasta autoridad para intentar la reconciliación de otras naciones, divididas entre sí, para dirigirlas al grande objeto de, imponiéndose a Francia, salvar a su rey, ni libre, al sentir del Conde, en su persona, ni menos en el ejercicio de su soberanía. Seguro de las intenciones del emperador de Austria y del rey de Prusia, el ministro español se creyó en el caso de poder trabajar por la paz de Turquía con Rusia, de cuya soberana esperaba la intervención acaso más decisiva en favor de Luis XVI. El emperador Leopoldo andaba algo remiso y vacilante en su unión con Prusia, ni creía el de las armas mejor camino aún para salvar al rey de Francia, mientras la emperatriz Catalina, en paz con los Turcos y segura de la inmediata sujeción de los Polacos, tenía meditado para más adelante confiar el mando de una gran expedición restauradora al rey de Suecia, el enemigo más resuelto y declarado de la revolución francesa. De esta manera y entre las vacilaciones de los demás soberanos, el de España aparecía el más decidido en favor de Luis XVI, y su ministro Floridablanca era en la Asamblea nacional objeto de las más terribles diatribas, mezcladas con el desprecio petulante, peculiar de los Franceses, en sus frases o discursos. Eso que el tan odiado Conde habíase resistido a tomar parte en una conspiración tramada contra la Asamblea en el Mediodía de Francia, temeroso de que pudiera agravarse la situación de Luis XVI y de su familia, privado, como estaba, de libertad después de su fracasada fuga. Creía Floridablanca que, mejor que el de la violencia, fácil de interceptar en el estado de los ánimos de los Parisienses y de una parte, la más considerable, de los Franceses, sería el camino de las negociaciones, eso sí, apoyadas con una energía que hiciese temer a los revolucionarios, en vez de un motín, una coalición de las más poderosas potencias, a las que no les sería fácil resistir en sus desguarnecidas fronteras. La conducta del Conde no carecía, pues, de prudencia, obligado, como se veía en su posición de ministro del rey católico, a no abandonar al cristianísimo, su pariente mayor, en la ruda borrasca de que estaba amenazado y cuya restauración se iba haciendo cada vez más difícil según él cedía de sus atribuciones soberanas y procuraban sus rebeldes súbditos apropiárselas. Los apasionados por las ideas de la Asamblea francesa, ya que no por los que proclamándolas paladinamente y apoyándola contra el rey, dirigían sus miras a reformas mucho más radicales aún que las que andaba operando aquel cuerpo que se veía morir de un momento a otro; ésos, podrán creer imprudente la conducta del ministro español; pero que mediten sobre el peligro que corría el rey de Francia, los sentimientos que inspiraría a Carlos IV y el estado de la opinión en la España toda y, poniéndose en su lugar, discurran el medio de conciliarlos con la salud de intereses tan caros como los que, y con razón, se quería salvar. Es muy cómodo eso de dirigirle censuras, más o menos acres, desde la poltrona de un gabinete de estudio y después de saber que nada le podía suceder al rey de Francia peor de lo que al fin le aconteció: pero los que presumen de filósofos o de hombres de Estado deben retrotraer su discurso a la época, aun al día en que, signi­ficándose el movimiento revolucionario en Francia con excesos depresivos de la dignidad real y hasta abominables, social y humanitariamente considerados, hay que buscar medios apropiados y por necesidad enérgicos ya, para que vuelva á su asiento o al menos tome uno regular y con esperanza de estable una sociedad tan trastornada ya y a punto de disolverse.

La nota pasada por Floridablanca a la Asamblea francesa era fuerte en su espíritu, pero templada en la forma; y aún la suavizó más el embajador español por cuyas manos fue naturalmente transmitida. Pero es forjarse ilusiones el creer que, modificada o no por el conde de Fernán Núñez, que entonces ejercía aquellas funciones diplomáticas, fuera a ser recibida de un modo u otro, favorable o adverso. Había avanzado demasiado la Asamblea en su marcha revolucionaria: más todavía; se hallaba demasiado supeditada a los mandatos y hasta a los caprichos de las muchedumbres populares, para que una frase, más o menos equívoca, o un concepto, más o menos imperioso, fueran a hacerla variar sus determinaciones, ni libres, ni aun con la apariencia siquiera de espontáneas. La frase más enérgica de la nota decía así: «Vivan persuadidos de que si la nación francesa cumple fielmente sus obligaciones, como el rey espera que las cumplirá, hallará en S. M. católica los mismos sentimientos de amistad y conciliación que siempre le ha manifestado, los cuales le convienen mejor bajo todos aspectos que cualquier otra determinación.»

¿Es que las palabras subrayadas entrañan advertencia tan apremiante que más encubierta todavía pudiera inclinar a los constituyentes franceses a escucharla con benevolencia y atenderla? Porque todo el mundo comprenderá que el ruego, por humilde que apareciese, sería perfectamente inútil, y que si la nota produjo indignación en la Asamblea, haciéndola pasar a otro asunto, la súplica hubiera provocado el desprecio y hasta la risa en aquellos hombres más empedernidos por el miedo que por sus convicciones, incapaces ya de transigir con nadie ante las turbas que los dominaban.

Es de suponer que, aun contando con la influencia moral de las naciones del Norte, ya que no con la material todavía por la parsimonia que ya hemos hecho notar en sus soberanos, ni con la de Inglaterra, espectadora egoísta de un drama que ningún perjuicio, así lo pensaban entonces sus prohombres, había de traerle para su influencia política ni en sus más preciados intereses; es de suponer, repetimos, que Floridablanca buscara en su nota el pretexto para medidas de represión que, de otro modo, no se atrevería a tomar. Una de ellas, justificada de sobra, pero que en Francia sería recibida como represalia insultante de los desdenes de la Asamblea, fue el empadronamiento que se decretó de todos los extranjeros en España por naciones, clases y condición de tránsito o domicilio, obligándoles, y además, a jurar fidelidad a la religión, al rey y a las leyes de nuestro país, renunciando así a todo lazo con el de su naturaleza. El tiro bien se veía a quién iba dirigido, y no habían de darse por engañados los Franceses que, no pudiendo discutir su legalidad ni evitarlo, echaron sobre Floridablanca todo el peso de sus recriminaciones, de su odio y sus insultos. El Conde, sin embargo, firme en su antes bien meditada resolución, la reforzó con las reales cédulas de 1 y 3 de Agosto de 1791 sobre varios puntos en que pudiera caber duda para la ejecución de la de 20 de Julio anterior, completándola con la de 10 de Septiembre en que se prohibía la introducción de papeles sediciosos y hasta la de las cartas dirigidas a los matriculados.

No era esa medida un desquite que se tomara por el desaire recibido en la Asamblea al leerse en ella la nota del gobierno español; la verdadera represalia se puso de manifiesto en la contestación dada por Carlos IV al embajador francés al presentarle éste la carta en que Luis XVI le anunciaba haber aceptado libre y espontáneamente la Constitución política que se le había hecho jurar en la tan triste como célebre sesión del 14 de Septiembre, entre los más ruidosos aplausos, eso sí, como para disfrazarle la humillación que se le obligaba a sufrir ante la Europa entera y su propia conciencia de rey y de hombre. Lo lógico de la respuesta del rey Carlos al negarse a reconocer que su desgraciado pariente gozara de la libertad necesaria para expresarse como lo hacía en su carta oficial, corría parejas con el despacho que Floridablanca pasó al embajador, encargado de entregársela, escrito irrebatible en cuantos conceptos abrazaba. «La sanción, o sea la aceptación regia, le decía entre otras cosas, se ha verificado en París en medio de la Asamblea, rodeado el soberano de gentes sospechosas y de un pueblo familiarizado con los alborotos y atrocidades contra su rey.» Y continuaba en otro párrafo: «En las aclamaciones y recíprocos testimonios de confianza que se han seguido a la aceptación, no es posible ver más que otras tantas pruebas de la victoria alcanzada por los vasallos contra el rey, forzándole, no tan solamente a aceptar la ley que le han impuesto, sino también á mostrarse contento, y aun agradecido por ello, a la manera que el esclavo no siéndole posible romper sus cadenas, besa los hierros que le aprisionan, y procura ganar y apaciguar a su dueño para lograr de él trato menos duro y opresivo...» «Ni la Asamblea misma se puede tampoco tener por libre en París, en medio de una población numerosa, inconstante, ilusa, y a veces pervertida por los amaños de hombres perversos, que han de avasallar por necesidad a los miembros de la representación nacional, porque los atemorizará y expondrá a cometer errores o injusticias a trueque de preservarse de la furia de algunos enemigos del orden.» El despacho concluía pidiendo, como muestra de la libertad del rey, el que se le permitiera trasladarse con su familia a lugar neutral de donde y con la obediencia a sus órdenes pudiera demostrar que, con efecto, le era dable dictarlas sin los obstáculos que en París. Y aquí sí que aparecían claras y terminantes las amenazas que tan amarga como infundadamente se han censurado en la nota anterior; apelándose en esta última al juicio de los soberanos de las de­más potencias, todos quejosos de las resoluciones de la Asamblea y de la triste situación de Luis XVI, incluso el Papa, a quien se habían usurpado sus Estados de Aviñón además de negarle la autoridad de que estaba revestido en la Iglesia católica, escarnecida y atropellada en Francia de un modo inconcebible. Santificábase, por fin, la guerra a que estaba provocando el pueblo francés, entregado a una anarquía que podía hacerla considerar como «de piratas, se decía, malhechores y rebeldes, que usurpan la autoridad y se apoderan de la propiedad de los particulares, y de poderes que son legítimos en toda suerte de gobiernos».

No hay para qué decir cómo sería recibido aquel despacho en París, ni cómo se explicarían sobre él los diputados de la Asamblea legislativa, que había, según ya hemos expuesto, sustituido a la constituyente. Les había tanto más herido cuanto que comprendieron que las amenazas de Floridablanca no serían las solas que les llegaran al, inau­gurando sus sesiones, negar al rey los títulos de Señor y Majestad que sus predecesores no se habían atrevido a quitarle, tratándole, además, con un desprecio, presagio de todo género de humillaciones y aun de peligros. Muy pronto les llegó la declaración de Pilnitz en que el emperador de Austria y el rey de Prusia daban fe de la razón con que Floridablanca contaba sobre el asentimiento de aquellas potencias a sus ideas y con el apoyo que le prestarían al emitirlas tan paladinamente en sus despachos. Si a esa declaración tan terminante de los derechos de soberanía del rey de Francia y de la necesidad de restablecerlos inmediatamente en sus manos, se añade el conocimiento del peligro, en aquellos días inminente, de una guerra civil provocada en provincias por el clero no juramentado al publicarse su nueva constitución, y el continente que ofrecían los emigrados reunidos entonces en Bruselas, Worms y Coblenza, se comprenderá el estado de irritación en que se hallaría la Asamblea francesa al recibir despachos tan altaneros y noticias tan alarmantes. Gente joven toda, sin los compromisos de los constituyentes y ambiciosos de superarlos en el camino de la revolución, en el que creían no poderse retroceder ni aun detenerse en la etapa constitucional donde aquéllos habían hecho alto, los Girondinos estaban dispuestos a atropellar cuantos obstáculos se les presentaran, desde el trono, que era lo que tenían más cerca y veían, más que vacilante, hundido, hasta el de la guerra con el mundo entero para la que se sentían con alientos. Al rey, para mejor demostrarle su impotencia, le mandaban, que no otra cosa era, el 29 de Noviembre dijese á las potencias: «Allí donde se consienten preparativos contra Francia, Francia no ve sino enemigos»: añadiéndoles que no se pensaba en conquistas pues que se les ofrecía, por el contrario, la amistad inviolable de un pueblo libre y generoso pronto a respetar sus leyes, usos y constituciones como deseaba él respetaran la suya. Y terminaban así en su mensaje: «Decidles, en fin, que si los príncipes de Alemania continúan favoreciendo los preparativos dirigidos contra los Franceses, los Franceses les llevarán, no el hierro y el fuego, sino la libertad. ¡A ellos toca el calcular las consecuencias de ese despertamiento de las naciones!» Y el Rey, con el empeño de mantener el veto, de que aun gozaba pero nominalmente por lo visto, a otras pretensiones de la Asamblea, tenía que pedir a esos príncipes alemanes retirasen sus tropas de la frontera y nombrar, por un contrasentido que sólo el estudio de su posición hace explicable, un ministro de la Guerra, M. de Narbonne, que se puso inmediatamente a organizar la defensa del territorio francés. Esto es, que se pretendía que los enemigos se alejasen de la frontera agolpando los Franceses tropas y material de guerra en ella.

En España eran, en verdad, muy escasas las precauciones militares que podían observarse en los pasos del Pirineo; reduciéndose a vigilar mejor que a guardar los de Cataluña y las Provincias Vascongadas, por donde, desde el Rosellón y la Gascuña, procuraban los revolucionarios hacer lo que pudiera llamarse un contrabando harto peligroso de confidencias, libros y todo género de papeles subversivos. Los agentes secretos de Floridablanca y, entre ellos, un señor D. Francisco Zamora, a quien luego vere­mos en el país vasco-navarro ejerciendo en el ejército el oficio de comisario de Godoy, enemigo declarado de los fueros más aun que de la República francesa, denunciaban todos los días las gestiones de los espías y repartidores de proclamas en nuestro país. Perpiñán estaba lleno de ellos, dirigidos por emisarios del gobierno francés, bastante caracterizados algunos y con dinero abundante y gran copia de papeles con que sobornar a otros Españoles poco escrupulosos y seducir a los más incautos o partidarios hipócritas de las nuevas ideas reinantes en Francia. Y no sin fruto se hacía la represión de tal contrabando, porque varios de los espías fueron detenidos y muchos de los papeles, cuya enumeración se haría aquí enojosa, cayeron en poder de los Españoles para concluir en la hoguera o en los archivos secretos del gobierno.

Para esa guerra oculta y aun subterránea no le valían a Francia las armas que sus ministros y la Asamblea andaban reuniendo a toda prisa, y echaron mano de otras, si no las más nobles, sí las más eficaces y cortantes en aquella ocasión y en el estado de las mutuas relaciones que aún se conservaban entre ambos países. Un emisario que conociese nuestra corte, hábil y no escrupuloso, lograría mañosamente y con la ayuda del embajador, que entonces lo era M. D’Urtubize, halagar a los simpatizantes de la Revolución, introducir desconfianzas en los tibios partidarios del sistema de represión hasta entonces seguido por el gobierno español y, acumulando sobre la cabeza de su primer ministro todas las responsabilidades de los graves peligros que se ponderaba amenazar al país, convencer al soberano que sólo podían conjurarse cambiando de política y entregando su dirección a hombres más prudentes. Para desempeñar esa misión, más rastrera que diplomática, el gobierno francés envió a Madrid a M. de Bourgoing, autor de una obra apreciable en que, con el título de Tableau de l’Espagne moderne, además de describir hábilmente nuestro país en su concepto general geográfico, da noticias muy interesantes en el político de cuanto de mayor interés observó durante su misión, primero oficiosa y más tarde oficial.

Bajo su inspiración M. D’Urtubize hizo observar a Carlos IV los riesgos en que la conducta de Floridablanca ponía, no sólo la paz de Europa, sino la suerte de la monarquía en Francia, que en aquellos momentos dependía del proceder de las principales potencias que siendo de prudencia y conciliación podría salvarla, e irritando, por el contrario, a los partidarios de la democracia, mejor dicho, a los revolucionarios franceses, exasperados ya con las amenazas de los emigrados y los conatos de guerra civil que se observaban en algunas provincias, los llevarían a los mayores excesos y hasta, la ruina del trono. Ya se sabe además la atmósfera que se crea en las cortes en circunstancias tan difíciles: los apocados difunden su desánimo por todos los ámbitos de los palacios queriendo hacer ver peligros de todos lados, y los envidiosos van inmediatamente en pos para sacar el provecho posible en su favor. No faltaron, pues, en Madrid cortesanos que, aun disimulando su miedo o sus celos, aconsejaron al rey oyese a otras personas que las de los ministros y las que formaban parte de los cuerpos oficiales en asunto de tal trascendencia para la salvación de Luis XVI y la de su propia causa ya que se hallaba al frente de nación tan próxima a la francesa, de su misma raza y unida a ella de tanto tiempo atrás y hasta entonces con los más apretados lazos de la política. De que no podía contar con las luces de la Junta de Estado, instituida en los últimos años del reinado de su padre, le convencieron muy pronto, pintándola como devota incondicionalmente al ministerio, en que preponderaba en absoluto por su constitución, ni con las del Consejo de Estado, sin independencia alguna y sin crédito ya por consiguiente; lo que convendría era oír a hombres de autoridad reconocida en los asuntos políticos, ni apasionados ni indiferentes, que a la moderación de sus ideas juntasen el carácter necesario para hacer rostro a situación tan preñada de dificultades y obstáculos. Y como entre los que se citaban adornados de estas cualidades, se hallaban no pocos enemigos de Floridablanca o cansados de aquel aire de autoridad con que solía revestir sus ademanes y palabras, sabían Bourgoing y D’Urtubize que, de oírlos, desistiría el rey de conservarle a su lado para llamar a otros que no provocaran a Francia a una lucha en cuyo éxito no podía tener mucha confianza entonces. De entre ellos contaban también con un hombre cuyo orgullo de noble, de general y diplomático creían herido, y cuyas ideas se consideraban, además, inspirándose en las de los filósofos franceses, adquiridas en Berlín y París y cultivadas con una afición propia de persona más firme que diestra, como dice el Sr. Alcalá Galiano, y más arrojada que prudente. Ese hombre era nada menos que el conde de Aranda, de quien tanto hay que decir en el reinado de Carlos III, en el que prestó servicios que le dieron grande influencia en el ejército y en la corte, donde se le estimaba por rival de Floridablanca y el más indicado para sustituirle en el gobierno de la nación.

¿Fue consultado por el Rey? Nunca lo dijo él; pero es más que probable, calculadas su importancia personal, la de los cargos que había desempeñado y las excepcionales condiciones en que se hallaba, así en la corte como respecto al ministro que se pretendía derribar. El Príncipe de la Paz en sus Memorias, al asegurarlo, dice: «Una de las personas con quien consultó (el Rey) fue el conde de Aranda, el cual con toda la acritud de su carácter marcó de impolítica, de inepta y temeraria la conducta de Floridablanca. Los amigos de este ministro eran raros: la grandeza, a quien tenía humillada, ansiaba su caída: los altos funcionarios, reducidos por él a una entera nulidad en materias de Estado, participaban del mismo descontento. Del clero estaba aborrecido. Todos los informes que tomó el Rey desaprobaban la conducta del ministro. Tal fue el motivo y la ocasión de su caída».

De lo que cuida Godoy principalmente es de no citarnos otra persona que nadie mejor que él sabe la parte que tomó en la desgracia de Floridablanca; la reina María Luisa. Se conoce que había llegado ya el tiempo que aun hacía prematura la dimisión del Conde el 16 de Diciembre de 1788. Al menos lo creería así la célebre soberana, investida, según ya dijimos, dos días antes, en el mismo de la muerte de su ilustre suegro, con la participación a la par del rey en el gobierno de España. Así co­mo vulgarmente se dice que no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios, así no se resolvía en el despacho de Carlos IV asunto alguno de importancia sin la intervención de María Luisa. Y engolfado su corazón en el borrascoso piélago de las pasiones ardentísimas que la asaltaban sin cesar, creería aproximarse al objeto de sus torcidas intenciones, harto caras para España, con dar ese paso, el de lo que entonces se llamaba impropiamente la exoneración del primer ministro, del que podría por el pronto ser un estorbo para el logro de sus aspiraciones.

Repugna el pintar con sus verdaderos colores el cuadro que en aquellos días ofrecían la corte de España y el palacio mismo de nuestros reyes. La regia cámara se hallaba invadida por un insolente explotador de los favores de la reina, abusando con el mayor escándalo de la bondad, de la inocencia, podríamos decir, de un soberano que calculaba las virtudes de los demás por las suyas propias. Carlos III había procurado impedir que cayese sobre la real familia mancha como la que sus vigilantes ojos y los de su ministro veían con harto dolor y no poca vergüenza. Pero ¿cómo dominar pasiones de quien reunía a los títulos de esposa del Príncipe de Asturias, y de consiguiente, a su posición en palacio la excepcional de ser hija de un hermano, querido, causa, por su engrandecimiento, de tan larga y pertinaz lucha como la inacabable de nuestras guerras en Italia en busca de tronos para los hijos de la ambiciosa y dominante Isabel de Farnesio? Y esas pasiones, si distraídas por un momento, más que por la energía de Carlos III, con la variedad de los objetos que pudieran provocarlas, llegaron fatalmente á fijarse en quien, sin mérito alguno más que el de su figura pero aguijoneado por una ambición sin límites, habría, para satisfacerla con las concupiscencias todas que avasallaban sus torpes sentidos, de explotarlas hasta en sus más fatales consecuencias. Se hace imposible dominar la honda pena que produce el recuerdo de estado tan degradante e indigno de la historia como el que comenzó por entonces a ponerse de manifiesto en la corte de España; y sólo la ineludible obligación de consignar las causas todas de una decadencia como no ha tenido otra nuestro país de humillante, nos puede constreñir a revelar, entre ellas, ésta tan triste y aflictiva. Luego la veremos ejercer toda su letal influencia en el gobierno, cuando, arrojada la máscara, se lancen sus desatentados autores a satisfacer sus apetitos de dominación en tal consorcio de ideas y de esfuerzos que llegó a inutilizar los de los servidores más leales del rey y a corromper como nunca se había visto ni sentido una sociedad, modelo antes de cordura en sus costumbres. Y Godoy imperaba despótico en la corte entre los halagos y las adulaciones de los que la formaban, despertándose así sus ambiciones y con la presunción, que siempre le distinguió, de su persona y talentos, hasta entonces ignorados por él mismo, andaba, aunque pareciese muy pronto, buscando la manera de satisfacerlas. Era, con efecto, muy pronto para tan exorbitantes resultados, y no podían desconocerlo, en medio de su obcecación, ni Godoy ni su desacordada protectora; por lo que les era necesaria una etapa más, que ellos alargarían o acortarían según las circunstancias más o menos propicias al cumplir miento de sus locos propósitos.

Achacaban a Floridablanca sus enemigos, y aun hízose eco de ellos la opinión de no pocos de los Españoles, siempre exagerados, si en eso cabe exceso, en sus sentimientos patrióticos, un acto que, por más que en tales momentos pudiera creerse prudente, entrañaba una gran falta de previsión para los futuros destinos de España en la costa africana del Mediterráneo. Nos referimos al abandono de Orán y Mazalquivir, con tanta gloria adquiridas y con no menor conservadas desde la época de su segunda ocupación en 1732 hasta la ya recordada en este escrito, de los terremotos de 1790. Error fue aquel, con efecto, de los que no pueden disculparse en un hombre de Estado y menos en Floridablanca, que en su «Representación» tanto tronaba contra los atropellos cometidos en toda la costa española del Mediterráneo por las Regencias berberiscas y especialmente la de Argel. No había bastado una negociación hábilmente llevada para obtener del Sultán que no se hostilizase más a España con las frecuentes piraterías de que eran nidos los puertos y calas del litoral africano; los Argelinos continuaban exigiendo los rescates de los cautivos que debieron devolvernos y aumentaron cuanto podían su número en sus cada día más frecuentes expediciones. Se había hecho necesario recurrir, ya que no a otras empresas como la fatal de O’Reylli, a bombardeos con que se pudiera recabar por el miedo lo que no habían logrado las órdenes de Constantinopla. Y era que Argel y Túnez no sólo contaban con la impotencia del Sultán para castigarlos, sino con el apoyo, aunque sordo, vigoroso de algunos gobiernos europeos que así creían debilitar la acción del nuestro para sus presentes o futuras combinaciones políticas o militares. Se habían hecho periódicos y calculados política y hasta económicamente aquellos bombardeos, dirigiéndolos, además de para hacer desear la paz al Dey y que se impusiera a los piratas sus feroces súbditos, a «aprovechar, ¡qué absurdo!, se decía en la «Representación», «la gran cantidad de bombas y municiones de guerra que se habían de perder o desperdiciar, y estaban prevenidas para la última formidable expedición preparada en Cádiz que no tuvo efecto por la paz hecha en Inglaterra».

Habíase conseguido esa paz que por medios tan violentos se perseguía; extendiéndola, por otros diplomáticos que puso en juego el conde de Cifuentes, a las Regencias de Trípoli y de Túnez; pero ¿de qué sirvieron los tratados que para obtenerla se celebraron, el día de los terremotos de Orán? Ya lo hemos visto; de nada absolutamente.

Una disculpa cabía tan sólo dar para el abandono de plaza tan importante como la de Orán, y era la frecuencia con que aún se sucedían los terremotos en ella y lo frecuente también de los ataques con que los Moros trataban de aprovecharlos para lograr su conquista. Desde Junio de 1791 habían reanudado los súbditos del Bey de Máscara las hostilidades que la tranquilidad del suelo había hecho cesar, según ya dijimos, frente a los fuertes de la plaza, tan brillante y felizmente defendidos por nuestras tropas. Desde aquella fecha hasta las ocho de la mañana del 30 de Julio no había transcurrido un solo día en que la presencia y los ataques de los Moros dieran un punto de reposo a la guarnición española que, aumentada convenientemente hasta con fuerzas navales al mando del después tan celebrado general Gravina, los rechazó siempre con la ma­yor energía y completa fortuna. Ni el cansancio de servicio tan continuo, ni los cuidados en que debía poner al presidio de Orán el tampoco interrumpido fenómeno que parecía haber tomado por solo objetivo de su acción el emplazamiento de la desgraciada fortaleza, lograron rendir el ánimo y las fuerzas de sus, como Españoles, tenacísimos y hábiles defensores. Así, el mencionado día 30 de Julio la guarnición de Orán se mostraba tan entera y entusiasta como el primero de las hostilidades, viendo en aquel montón de ruinas, azotado por los huracanes de la tierra y de los hombres, el asiento más honroso que podía darse a la bandera española entre tantos y tan terribles enemigos. Bien conocían los de Máscara la inutilidad de sus esfuerzos; y, viéndolos burlados uno y otro día, debieron recurrir a los de la astucia característica de su raza, apoyados en la inteligencia que por entonces reinaba entre el dey de Argel y nuestro soberano. A las ocho y media, repetimos, de la mañana del 30, se presentaron cuatro moros parlamentarios con una carta del bey de Máscara y otra de nuestro vicecónsul en Argel solicitando la suspensión de la lucha por 15 días, preliminar del tratado con que habría de concluir la ocupación española de aquella costa. Si los cuerpos consultivos más respetables del Estado habían conseguido mantener allí nuestra dominación, aun a costa de tanta sangre y tesoros como se habían derramado para sostenerla con honor, la habilidad del nuevo dey de Argel, elevado en aquel mismo mes al poder de la Regencia y que logró cohonestar con la docilidad del bey de Máscara para el levantamiento del sitio la torpe flaqueza de nuestro gobierno, hizo a éste ver motivos para entrar en las negociaciones que dieron al fin tan fatal resultado. Tan bochornosas debieron parecer a sus mismos autores que, aun debiéndose hacer públicas con el gran movimiento militar y naval que exigía la evacuación de plaza tan bien presidiada, quisieron mantenerlas en la mayor reserva, no dándose a luz en documento ninguno oficial de los de la Gaceta de Madrid que había publicado los detalles todos de aquel sitio y del anterior.

Coincidía con la suspensión de hostilidades, a que acabamos de referirnos, en Orán una nueva guerra con el Imperio de Marruecos, cuyos principales hechos se representaron en Tánger y Ceuta, bombardeada aquella plaza por una escuadra española el día 24 de Agosto de aquel mismo año y sitiada la otra por un ejército poderoso regido por el mismo soberano de Marruecos que después de varios ataques perfectamente inútiles, gran derramamiento de sangre por parte de sus feroces vasallos y pérdida de toda esperanza de éxito en su empresa, hubo de retirarse, con el dolor, además, de ver destruidas, en su misma presencia, por los Españoles las grandes obras ofensivas que sus antecesores habían ido levantando contra la plaza en 60 años, que puede decirse llevaban de tenerla sitiada con cortos intervalos de paz y concordia.

La debilidad, por consiguiente, de nuestro gobierno al abandonar la plaza de Orán se hacía más y más manifiesta cuando su ocupación le daba mayor fuerza para sustentar sus derechos sobre toda aquella tierra bárbara que no cesaba de amenazarnos con las expediciones piráticas que todos los días arrancaban de su inhospitalaria costa.

Ni los terremotos ni la ferocidad de los indomables ha­bitantes del África septentrional serían obstáculo, cuarenta años después, para que Francia, que entonces criticaba acerbamente nuestra legítima ocupación, la hiciese suya, sustentándola hoy particularmente en el territorio oranés con la savia, allí más que en parte alguna fecunda, de la energía española, no utilizada en tiempos en que hubiera dado sus frutos exclusivamente para nuestra patria.

El abandono, pues, de Orán y de Mazalquivir, su puerto, vino a demostrar la impotencia de España para vengar la mala fe de sus enemigos, así como el olvido de los grandes intereses revelados en el feliz pensamiento de la Reina Católica y el esfuerzo heroico de Cisneros, Carlos V y su hijo, el de tantos y tantos egregios capitanes que, en holocausto a la patria y honor de la civilización, regaron con su sangre los abrasados arenales de la costa líbica, considerada como prenda valiosísima de nuestra grandeza por todos los hombres de Estado de tan gloriosos tiempos. Los terremotos no eran motivo suficiente para abandonar una posición de las más privilegiadas hoy del África francesa en el mar, bien llamado de la civilización desde la más remota antigüedad, laboreada por una gran parte de emigrantes de las provincias españolas opuestas, según acabamos de indicar, azotadas por el hambre, y que, en nuestras manos, habría servido para resolver no pocos de los arduos problemas planteados últimamente en nuestras diferencias con el Imperio de Marruecos. Ya vendrá la ocasión en que hayamos de extendernos en consideraciones sobre punto tan interesante y trascendental para la política de España en el Mediterráneo y, sobre todo, en el estrecho que sirve para la comunicación de sus aguas con las del Atlántico.

Nada hay, por tanto, que extrañar en la opinión que el abandono de Orán hizo formar a una gran parte de los Españoles, desfavorable al conde de Floridablanca, a pesar del aura popular de que con justicia gozaba entre ellos.

Carlos IV no había de desmentir su condición débil al verse empujado por tantas y tan poderosas fuerzas a un acto político que, al hacérsele creer en constante tutela de carácter tan enérgico como el de Floridablanca, tampoco le repugnaría por más que deseara mostrarse deferente a la última recomendación de su padre, la de conservar a su lado al ministro que con tanta lealtad le había a él servido. Le pintaban con los más negros colores la situación en que vendría a parar España de seguirse por el camino de intransigencias emprendido por el Conde, e hicieron vez de previsión en el ánimo del Rey las murmuraciones de los cortesanos enojados, las instancias de los políticos impacientes y los caprichos de la reina.

No era posible luchar con las dificultades de un gobierno sometido a tales influencias en las condiciones en que acabó por encontrarse Floridablanca, a pesar de valer sus providencias a Carlos IV el favor de que gozó en el pueblo español al principiar su reinado. En cambio el ministro que con tanto acierto se las aconsejó, obtuvo por recompensa la en aquellos tiempos acostumbrada para los caídos en desgracia, la de un destierro que, si en un principio se redujo a la del alejamiento de la corte, no tardó en hacerse tan dura como injusta. Porque desde Murcia, adonde había sido relegado, fue luego preso a la ciudadela de Pamplona, de donde debía responder a una causa que se le mandó formar por abusos de autoridad, que se le imputaban, malversación de caudales públicos e intervención interesada en las obras del canal imperial de Aragón, de la que decían sus envidiosos se había aprovechado en beneficio de su fortuna privada y daño de las sumas destinadas a servicio tan importante. Trabajaba en su perjuicio el encargado del sumario, conde de la Cañada, unido a Godoy con lazos de amistad estrechos y que, al manifestarse tan hostil a Floridablanca, puso de manifiesto una vez más la parte que el valido había tomado en la desgracia del Conde. Hasta pudo temerse por la vida del célebre ministro, habiendo fiscal en el consejo que pidiera en su dictamen tal sentencia. Afortunadamente estaba allí D. Felipe Ignacio Canga Arguelles, desempeñando igual oficio, pero con muy diferente espíritu de justicia e independencia, que demostró lo ilegal de las actuaciones del de la Cañada y la irresponsabilidad de Floridablanca en los varios cargos que sus enemigos, viéndole caído, se habían arrojado a hacerle.

Otra causa le fue también abierta, consecuencia del proceso mandado formar por él contra el marqués de Manca, don Juan Salucci, D. Juan del Turco y D. Luis Timoni, acusados de autores de un libelo injurioso contra el Conde, obra, sin embargo, que se creía de Aranda. Si lo era, con efecto, no pudo probarse al menos, aun cuando lo soez del escrito y lo tosco del lenguaje, como dice un historiador distinguido, hagan inverosímil tal suposición contra el ilustre general, si acre y violento en sus palabras, incapaz de medios tan ruines en daño de sus émulos. Trabajo costó a Floridablanca desenredarse de los lazos que le tenía tendidos el rencor, apoyado en la mala voluntad del ministro que le sucedió en la gestión del gobierno; y era el año de 1795 cuando, al indultársele, según acabamos de decir, en la causa anterior ya citada, se le aconsejaba un arreglo con los demandantes, ya que a la Corona no le incumbía resolver «un negocio entre partes, en que no se podía prescindir de su conclusión en términos jurídicos». A tal grado de ensañamiento se trataba de elevar la venganza que los enemigos de Floridablanca pretendían tomar de sus actos en el largo tiempo en que había ejercido el poder!

Así cayó de las alturas del poder que había ejercido por espacio de 15 años el conde de Floridablanca, tan diversamente juzgado entonces y por la posteridad luego, según las pasiones o las ideas políticas de sus enemigos o de sus admiradores. Aún le veremos representar un brillante papel en el gran teatro del mundo, sacado de su retiro en alas de la opinión general del país en momentos supremos en que se revela sincera y potente buscando en el mérito y los servicios la fuerza salvadora, que la intriga, la ambición y las aficiones más ruines llegaran a inutilizar en otro tiempo.

Reformador en los principios de su ministerio, según indicamos antes y puede verse en la precedente historia del reinado de Carlos III, sus mismas contradicciones después revelan al hombre de Estado que sabe girar con la esfera siempre movible de la política, en consonancia de los varios intereses que la informan y en favor de los más importantes de la patria. Si allá, en los más lejanos horizontes de la política europea, se traslucía el tenue fulgor del rojo meteoro que habían anunciado los más esclarecidos filósofos y se preparaba á encender el corazón de los pueblos, aun podía contarse con tiempo para proporcionarles beneficios y mejoras de estado que debilitaran la acción letal que le fuera dable ejercer en su vertiginoso curso.

En los años que duró la confianza puesta en el cumplimiento de tan generoso propósito, nada se hizo que no fuese dirigido a él, ni por el rey ni por el ministro, que así creía corresponder a los sentimientos en que siempre se inspiró su conducta, siempre también encaminada a hacer el nuevo reinado tan feliz para los pueblos como glorioso para su soberano. Los estudios recibieron el impulso y la dirección que ya reclamaba el progreso de las ciencias, difundiéndose por todas partes, como para desterrar las envejecidas rutinas que aún mantenían la superstición y la ignorancia. Con eso y la creación de las sociedades patrióticas que lo mismo que en la corte fueron estableciéndose por las provincias, se extendió el conocimiento de las letras, de las artes liberales y, lo que aun ofrece mayor utilidad, el de las verdaderamente prácticas de la industria, la agricultura y el comercio que entrañan los problemas de mayor amplitud de la mecánica y los procedimientos más fructuosos de la física y la química. Abogado ilustre cuando tomó las riendas del gobierno, conocía perfectamente los defectos de nuestra legislación; y, asociándose a Campomanes, el más distinguido de nuestros magistrados de aquel tiempo, comenzó a reformarla, con la vista, sin embargo, fija en lo que pasaba ya en Francia para no exaltar los ánimos, tan propensos siempre a adelantarse a los más previsores en la marcha de las reformas. Decía D. Alberto Lista: «Y si Floridablanca limitó su solicitud paternal por la España a la legislación civil, sin extenderla a la política, fue porque conocía la necesidad de hacer sabia la nación antes de hacerla libre; y que la libertad, bien como los manjares delicados, no debe darse sino a los estómagos robustos» No era fácil que tocara la legislación política quien no reconocía otra constitución que la que declara, afirma y tiende a dar cada vez más fuerza a la autoridad real, fuente que se consideraba entonces como de la prosperidad de las naciones. El choque con las ideas que se iniciaban en Francia confirmaría al Conde en las suyas, llevándole quizás a exagerarlas en la larga lucha que le hemos visto sostener en los últimos años de su ministerio y que, delatadas por sus enemigos como las más peligrosas en tales momentos, causaron su desgracia. Pero esos beneficios, en que, aun cuando representando el papel de ejecutor y sabio y hábil, debía tener la mejor parte por su índole administrativa, se completaron con los de carácter internacional, más gloriosos todavía, si no tangibles del mismo modo en los pueblos, atribuidos generalmente al rey sobre quien, como absoluto, recaerían la gloria o la responsabilidad de ellos. Nos referimos a su intervención en los asuntos de América, tan detalladamente recordados en su varias veces citada «Representación» de 10 de Octubre de 1788. Si puede y debe atribuirse la resolución a Carlos III, y aun cupiera concedérsele el pensamiento, brilló tanto en su ministro el mérito de la ejecución que no hay para qué arrebatársele su gloria. Y con la misma actividad y energía que para los asuntos del Paraguay, se condujo Floridablanca en los de la piratería de los Berberiscos, que después habría de destruir, como en Oceanía, el vapor, el enemigo más poderoso de la piratería creado por las ciencias modernas. Las guerras provocadas o mantenidas por el Pacto de Familia dieron a Floridablanca ocasión sobrada para ejercitar su incansable perseverancia dotando a nuestras escuadras y ejércitos de los recursos necesarios para sostenerlas con decoro, ya que no siempre con fortuna. Así no es de extrañar que llegara Carlos III a aparecer como uno de los soberanos más influyentes de Europa, y su ministro el más hábil y más considerado por los Gabinetes extranjeros. Llenas están las historias de su tiempo de los elogios con que le obsequió la opinión general y la de los Españoles sobre todo, que mal puede atribuirse a la lisonja puesto que la mayor parte de sus admiradores se los dirigieron después de su desgracia en 1792 o de su muerte en 1808. Ninguno, empero, merece mayor autoridad que D. Alberto Lista, uno de los hombres de entendimiento más poderoso de nuestra patria en este siglo, y al que se debe este último tributo de justicia al esclarecido conde de Floridablanca. Después de recordar sus servicios y apelando al juicio de la nación, dice de su caída del ministerio: «¡Su nación! ¿Y quién podrá expresar el grito de dolor y de indignación, que al saber su desgracia y la causa de ella, se exhaló de los corazones españoles? ¿Qué patriota hubo que no derramase tantas lágrimas por los males que amenazaban a su patria, como por la desventura de un ministro adorado? Todos gemían, todos maldecían el doloroso destino de la España, condenada a ser casi siempre la víctima de indignos validos. ¡Y en qué ocasión, gran Dios! Cuando la revolución de Francia, el mayor de todos los acontecimientos políticos de la edad moderna, anunciaba los horrores de una guerra universal, larga y devastadora; cuando la lucha de todas las pasiones públicas y particulares iba a empezarse sobre la infeliz Europa, entonces es cuando a España, apenas restaurada, se le arranca el ministro de su gloria.»

 

 

 

CAPÍTULO II

MINISTERIO DEL CONDE DE ARANDA (1792)