CAPITULO
XIII
.
MINISTERIO
DE DON FRANCISCO SAAVEDRA
El papel
desairado que representó España en las conferencias para la paz, lo mismo en
Udina para la celebrada con el emperador de Austria que en Lila al fracasar la
negociación entablada con Gran Bretaña, creó no mucho más tarde, con otros
varios motivos, un estado de tirantez en las relaciones de nuestro Gobierno con
el de Francia que, visto el giro que tomaba la política internacional en
Europa, habría de producir mudanzas quizás radicales en el más débil,
naturalmente, de ellos. De esos motivos, varios como acabamos de decir, que
pudieran comprometer la amistad, harto generosa, de España con el Directorio
francés, era uno de los primeros y más influyentes la necesaria protección que
D. Carlos se consideraba obligado a prestar a Portugal, cuyo reciente convenio
con la República se resistía a mantener su gobierno en todo el rigor que era de
desear s¡ hubiera de llevarse a su completa y más eficaz ejecución. No era, en
verdad, fácil que los Portugueses se mostrasen todo lo severos que el tratado
presuponía para con los que consideraba sus aliados más fieles, paladines, los
más resueltos también de su independencia nacional, aunque por un interés de
los más imperiosos en la política absorbente que siempre ha observado la Gran
Bretaña en cuantos países posean un litoral militar o comercialmente
importante. La posición de Lisboa, así geográficamente vista como por las
condiciones de su puerto, habría de ser disputada por los Ingleses con la
tenacidad que les es característica; y con la previsión que también les distingue,
no sólo la defendían con la influencia que en ella han ejercido de continuo
sino que la tenían ya guarnecida, siquiera provisionalmente, con una fuerza
naval suficiente, la de 8.000 hombres de su ejército y un presidio, numeroso
también, en la fortaleza de Belén que domina y hasta cierra con sus fuegos la
entrada en el Mar de la Palla, su extensa y magnífica bahía. Así es que el
Gobierno portugués, desoyendo los consejos del de Madrid, aun dictados por el
paternal cariño de Carlos IV, tan amante de su familia y lastimándose de la
violencia que se quería ejercer por la Francia en aquellos momentos, no
descansaba en la tarea de dilatar el cumplimiento del convenio de que dimos
cuenta en el capítulo anterior. La condición de no permitir la estancia de más
de seis navíos a la vez en las aguas de Lisboa, no convenía en manera alguna a
Inglaterra que, desde ellas y en combinación de su escuadra del Estrecho, situada
en Gibraltar, conservaba una superioridad indisputable en aquellos mares,
teniendo así como bloqueada nuestra escuadra de Cádiz e impidiendo, por
consiguiente, su reunión con las francesas y holandesas que, juntas, pudieran
aspirar al dominio del paso de Calais y servir de vehículo y apoyo para la
invasión de Irlanda. Así es que valiéndose de cuantos pretextos pudiera
sugerirle el compromiso en que se veía y recurriendo a mediaciones las más
extrañas y hasta al soborno de los personajes que se tenían por más influyentes
en el Directorio de la República con sumas que se pusieron en manos de un
emisario especial, el caballero Araujo, el Ministerio lusitano trató de obtener
la ampliación de las condiciones del convenio anterior, no ratificado aún,
extendiendo al de 22 el número de los navíos ingleses que hubiera de recibir en
sus puertos. La trama era muy burda para que no distinguieran los Franceses lo
que se ocultaba tras ella y las manos que la habían confeccionado; y,
descubiertos, además, los medios con que pretendía volver ciegos a los que tan
avisados se mostraban en negociación para ellos de tal empeño, no sólo hubo de
fracasar sino que costó la libertad al emisario portugués, que necesitó, para
recobrarla meses más tarde, de la intervención de todo el Cuerpo diplomático
acreditado en París.
En el
Gabinete español podrían observarse las fluctuaciones que eran de esperar
tratándose de una situación tan excepcional como la en que se encontraba, entre
los sentimientos más opuestos, el del amor del soberano a sus hijos de
Portugal, el del miedo a Francia, omnipotente en Italia donde nuestra familia
real tenía tantos intereses también a que atender, y el que propios y extraños
le señalaban como aliciente superior a todos para aprovecharse de la ocasión
más favorable, providencial, le decían, para realizar el gran pensamiento de la
unidad política de la Península.
Porque si el
Directorio, por su órgano el embajador general Perignon, le invitaba a la
conquista de Portugal, sin exigirle en ella participación alguna, aun
ayudándole con 30.000 hombres, sacados del valeroso e ilustre ejército de
Italia, todo sin otra mira que la de humillar a Inglaterra, el marqués del
Campo contaba ya al vecino reino como parte integrante de la monarquía española
y sólo le preocupaba la suerte de las colonias portuguesas, sobre las que no se
descuidaría en caer Inglaterra como había hecho con las holandesas y la nuestra
de la Trinidad de Barlovento. Godoy no sabía á qué atenerse ni qué resolver.
Entre sus habilidades políticas, andaba latente en lo posible la de servir a su
augusto amo y pagarle tanto y tanto favor como le debía con el restablecimiento
de la monarquía en Francia elevando al trono al conde de Provence, con quien él
y Carlos IV seguían correspondencia, aunque, como es de suponer, secreta e
ignorada entonces. Pero desvanecidas esas ilusiones con el resultado de la
jornada del 18 Fructidor, tan fatal para los realistas franceses, Carlos IV y
su gran ministro parecieron en el primer momento inclinarse del lado de la
guerra con Portugal, eso sí, del peor modo, valiéndose de la cooperación
material de los republicanos, aun con el peligro de una propaganda democrática,
la más eficaz, como que habría de ser ejercida por soldados, en contacto
perenne con los nuestros en la campaña, y con el pueblo que naturalmente los
recibiría en su sociedad, alojamientos y mesa, tan hospitalario ha sido siempre
y accesible.
La ocasión
era, con efecto, una de las más propicias que se han ofrecido a España para el
recobro de tal joya como el territorio portugués, tan torpemente legada por un
monarca castellano y no hacía mucho más de un siglo perdida por otro cuando con
tan enérgica habilidad y con derechos, si discutidos, legítimos y patentes, la había
reincorporado a la corona el más prudente y sagaz de nuestros soberanos.
Hubiérales sobrado para su gloria a Carlos IV y su favorito, así como para la
eterna gratitud de la patria el éxito de tal jornada, y hubiéranseles perdonado
sus debilidades, tan perniciosas al primero, y su vergonzosa elevación al
segundo, sus crasísimos errores, el mismo de guerra tan impopular como la de
Gran Bretaña. Pero, en vez de utilizar tal ocasión y circunstancias que a otro
hubieran parecido providenciales, el Gobierno español, intimidado muy luego con
la idea del paso de las tropas francesas para Portugal, trabajó por restablecer
la concordia empleando cuantos medios podía tener a mano, los conciliatorios de
la diplomacia, los más influyentes de su amistad y alianza con la República y
las artes que, equivocadamente entonces, supuso las más persuasivas para con
los hombres que la representaban.
Eso valió a
Godoy la gratitud de Portugal cuyo soberano le concedió el título de conde de
Evora Monte, comprendiendo lo grata que sería a D. Carlos una gracia con la que
supuso pagaría su tierna y eficaz solicitud.
Otro motivo
y no muy desemejante por los resultados que pudiera producir, era el de la
necesidad, imperiosa en concepto de la corte española, de resguardar al Ducado
de Parma de la suerte que se veía caber a todos los principados de la alta
Italia con el establecimiento de las nuevas repúblicas creadas por el general
Bonaparte. Ya hemos dicho cuán leal y correcta era la conducta observada por el
Infante para con el Directorio, y Napoleón fue el primero en proclamarla como
tal en sus despachos; pero la vecindad de territorios con tan distinta forma de
gobierno y la tirantez de relaciones de la República francesa con Roma y Nápoles
tenían al país en continua agitación, por grande que fuera el cariño de los
habitantes a su príncipe, que los trataba con uno verdaderamente paternal. Y no
era que entonces se cuidase el Directorio de llegar por la violencia a la
fusión de aquel Ducado con las otras repúblicas italianas, ya que su soberano
tenía lazos de tan estrecho parentesco con el de España, sino que los republicanos
de Italia tratarían de propagar sus ideas y con ellas adquirir nuevos
prosélitos y extender su dominación. Para que lo consiguiesen sin las
dificultades que eran de temer si hubiera de apelarse a la fuerza, se trató de
dejar sin efecto el convenio celebrado a raíz del armisticio de Leoben, por el
que se añadieron a los Estados de Parma dos pequeños feudos imperiales aislados
en aquel territorio y que eran causa de frecuentes querellas, quedando así para
el Ducado todo el de Plasencia con el uso de la pesca y la navegación por el
Pó. Se entabló también una estipulación por la que irían a Parma 6.000
españoles que garantizasen su independencia, negándose el Gobierno español a
enviar cuatro navíos a aquella costa, según lo deseaba Francia, por comprender
que tal destacamento disminuiría la fuerza de nuestras escuadras sin
prestársela suficiente al Ducado para la defensa de sus intereses marítimos.
Para obviar
todas esas dificultades se ideó la cesión de la isla de Cerdeña al duque de
Parma con su soberanía independiente y completa; pero el Infante se negó a
aceptarla prefiriendo su destitución y extrañamiento de Italia al abandono de
súbditos tan queridos y de quienes estaba diariamente recibiendo las
demostraciones más calurosas de abnegación y lealtad. El Directorio, entretanto
que se seguían estas negociaciones, había cambiado de opinión y no tardaron en
sentirse las consecuencias, viéndose poco después las tierras de la izquierda
del Pó invadidas por tropas de la Cisalpina mandadas por Pino que hizo plantar
inmediatamente en los pueblos ocupados el árbol de la libertad. Ante ese
atropello y observando los efectos que iba produciendo la propaganda en sus
vasallos, como buenos italianos, tornadizos y revoltosos, y con la entrada,
para colmo de vejámenes, de una fuerza de más de 10.000 franceses en el Ducado
contraviniendo el anterior convenio, el Infante manifestó conformarse con su
traslado a Cerdeña. Era ya tarde, en Francia corrían otros vientos, como
vulgarmente se dice, y en lo que menos se pensaba era en respetar los intereses
del monarca español si se oponían en lo más mínimo a los proyectos que pudiera
abrigar el Gobierno de la que Bonaparte había puesto en moda llamar la Gran
Nación.
Para
cohonestar esos desaires que ya se iban haciendo de todos los días, y pensando
los republicanos franceses que con halagar la vanidad del Príncipe de la Paz,
que entonces se mostraba muy enojado con ellos, se satisfacía mejor que de modo
alguno distinto a su augusto amo, idearon una combinación que bien se veía iba
principalmente dirigida al provecho y engrandecimiento de la República. Se supo
que estaba próximo a morir el Gran Maestre de la Orden de Malta; y no dudando
de que Godoy aspiraba a una soberanía, se le hizo proponer por Perignon el
maestrazgo de aquella isla, al que se temía aspirasen los monarcas de Nápoles o
San Petersburgo. Los gastos para la elección, si grandes para Francia, cuyo
tesoro se hallaba exhausto, no lo serían para el rey de España ni aun para el
Príncipe de la Paz, en concepto del Directorio, y no valían, de todos modos, lo
que un cargo tan honorífico e importante en la política europea. Lo que no
valía ciertamente era lo que a Francia el tener en el Mediterráneo un
establecimiento como el de aquella isla, cuya ocupación influiría sobremanera
en los destinos del mar que los Franceses deseaban poseer con dominio
exclusivo, Napoleón, sobre todos, que ya soñaba con su jornada a Egipto. Y
como, ocupada Malta por un príncipe español , podía considerarse en aquellos
tiempos posesión francesa, el Directorio, inspirándose en las ideas de su
general favorito, como suyas, de aquella grandeza oriental que siempre le
distinguió, hizo a Godoy tan halagadora propuesta. No dejaba Carlos IV de
inclinarse a que la aceptara para lo que pensó en un enlace que dando a Godoy
el carácter de tal príncipe y de casi, casi de la sangre real de España, le
permitiera presentarse en las asambleas de los soberanos, su más ardiente deseo
en el inmenso cariño que le había cobrado. Destinábale una sobrina suya, hija
del infante D. Luis, casado, como saben nuestros lectores, con doña María
Teresa de Vallabriga y excluido de la sucesión al trono por la real pragmática
de 23 de Marzo de 1776. Cuentan, y asegura Muriel habérselo oído al mismo
Godoy, que el Rey le había dicho con ese motivo: «Yo haré que puedas
presentarte con honra a desempeñar la alta dignidad que te destinan.» Ya la
hubiera aceptado, con efecto, el favorito, pero con las condiciones que imponía
en su respuesta de 5 de Mayo de 1797 al embajador de Francia, entre las que
descollaba la de no obligarse a contraer un voto solemne de castidad
renunciando al matrimonio.
Si cupiera
dudar de la política absorbente que se había propuesto la República ejercer en
el Mediterráneo y especialmente en Italia, no hay más que echar una ojeada
sobre lo que pasaba en Roma para comprender toda la extensión que se la quería
dar desde el momento en que el general Bonaparte la hizo triunfar y
consolidarse en las altas regiones de aquella península en que tantos laureles
acababa de recoger. También ese asunto inspiraba a Carlos IV el más vivo
interés, tanto por la causa en sí misma como por el afecto personal que sentía
hacia el Sumo Pontífice, el venerable Pío VI. No escasearon, por lo tanto, al
Papa los avisos de la corte de Madrid sobre las maquinaciones que se urdían
contra él y los peligros que iba a correr. A pesar de la protección que le
había dispensado el rey de España por medio de Azara, según expusimos en el
anterior capítulo, no podían todavía sentirse los efectos del tratado de
Campo-Formio, cuando, olvidando el Directorio las estipulaciones también del de
Tolentino, hacía escribir a su embajador en Roma, José Buonaparte, hermano del
general, que, lejos de contener a los enemigos del Pontificado en sus manejos
revolucionarios, los estimulara a llevar a cabo sus proyectos de destruirlo y
de establecer en su lugar el imperio de la libertad. Con decir que Laréveillére
Lépaux, el inventor y cacique de los Theophilántropos, se valía, para dar sus
instrucciones al que después habríamos de llamar los Españoles el Rey Filósofo,
de la astucia y maldad de Talleyrand, basta para comprender lo negro de la
intriga con que se preparaba la ruina de la silla apostólica en la Ciudad
Eterna aquel mismo Director escribía a Napoleón: «Por lo que hace a Roma, el
Directorio aprueba las instrucciones que habéis dado a vuestro hermano el
embajador sobre que se impida que se nombre un sucesor a Pío VI. La coyuntura
no puede ser más oportuna para fomentar el establecimiento de un gobierno
representativo en Roma, y para sacar a Europa (bien podía haber dicho, al mundo
entero) del yugo de la supremacía papal»
No
necesitaba tanto la gente más acalorada por las ideas republicanas en Roma para
ponerse a trabajar decididamente porque triunfasen cuanto antes; y con el
beneplácito o no del embajador francés que, o lo visto, no debería ser lo
extraño que piensa el Sr. Azara en sus correspondencias, al movimiento
insurreccional que se verificó en su tiempo, lo iniciaba el 29 de Diciembre al
pie y dentro también del palacio de la embajada. «Había en Roma, según escribía
Azara, como en aquel tiempo había por todas partes muchos jóvenes atolondrados,
entregados al desorden y al libertinaje, odiando cuanto pudiese reprimir sus
pasiones, con la cabeza llena de teorías absurdas en materia de gobierno, cuyas
consecuencias no eran ellos capaces de juzgar. Era entonces de moda, o por
mejor decir, contagio dominante ser republicano. En Roma era mucho mayor el
número de tales cabezas que en las demás capitales de Europa, porque el
gobierno papal era suave y tolerante, y porque ya en todo tiempo fue esta
capital asilo de extranjeros y como una suerte de patria común que los protege s
todos, sin distinción de naciones y creencias». Si a eso se añade la fuerza que
había adquirido la propaganda de los republicanos cisalpinos, desde el tratado,
especialmente, de Campo-Formio, y la no menos activa que se puso a ejercitar el
general francés Duphot que acababa de promover, y con éxito, una insurrección
democrática en Génova, no es de extrañar que unos cuantos mozalbetes de todas
las clases de la sociedad romana creyeran llegado el momento de emanciparse de
la, aunque patriarcal, tutela al fin de un gobierno que les quitaba la
esperanza de, como decía también nuestro embajador, lucir los plumeros y sables
que la revolución y la guerra habían puesto en moda.
El tumulto
del 29 de Diciembre, capitaneado por un sacerdote, el abate Piranesi, otro
Talleyrand en lo de tirar los hábitos clericales para lanzarse al mundo de las
concupiscencias, y con la acción de Duphot, que la pagó con la vida, si al
pronto reprimido por la fuerza y produciendo la marcha de Buonaparte a pesar de
todas las reflexiones que le hizo nuestro embajador, obtuvo, por fin, el objeto
deseado. José Buonaparte salió de Roma, seguido, ya lo hemos dicho, de los
revolucionarios que se habían amparado en su palacio; y su marcha, al ser
conocida en París al mismo tiempo que la muerte de Duphot, produjo en el
Directorio la resolución de acabar con el Pontificado inmediatamente. El
general Berthier que, por ausencia de Napoleón, mandaba el ejército de Italia,
se dirigió a Roma a la cabeza de fuerzas numerosas; y aun cuando fingiendo a
Azara, que le salió al camino, y, por su conducto, al Papa la intención de
satisfacerse con condiciones que en nada alteraban las esenciales del tratado
de Tolentino, fraguó desde su campamento del Puente nuevo la conspiración, la
farsa, después, en el foro de proclamar la República, y el destierro del Papa a
Siena, en Toscana, elegido, es verdad, por él después de las graves
dificultades opuestas por los cardenales y diplomáticos para que fuera S. S. a
establecerse en España o Portugal.
Claro es que
Carlos IV habría de lamentar tamaña catástrofe como la sucedida al Vicario de
Cristo; pero hasta hubo de desistir de hacer reclamación alguna al Directorio
por los atropellos del general, su delegado en Roma, cuando el marqués del
Campo manifestó a nuestro Gobierno que ni siquiera se había atrevido a
presentar al francés las que se le trataban de dirigir al llegar a su
conocimiento tan tristes sucesos. Escribía Campo: «Podríamos exponernos a un
sonrojo»; como si no se hubieran ya experimentado varios desde que se entabló
tan fatal alianza como la de San Ildefonso, recientemente, sobre todo, en las
cuestiones de Portugal y Parma. Mas para que pueda apreciarse la perspicacia de
nuestro diplomático, he aquí que el Directorio vino a acreditarla proponiendo y
aun instando al Rey para que diese asilo en sus estados al Papa, a quien
consideraba en Italia origen de graves compromisos para él y para la República.
Y entonces, puesta a prueba la adhesión del soberano católico a la silla
apostólica, sucedió que los deseos de ofrecerle asiento digno y venerado no
pesaron en la balanza lo que los peligros que podrían correr las instituciones
en España y la religión misma, que se harían blanco de los manejos y tiros
revolucionarios, y, negándose el asilo, se aconsejó el de Cerdeña, Malta, Nápoles,
cualquiera que no trajese el menor compromiso a la hija predilecta de la
Iglesia universal. A pesar de eso no conviniendo al Directorio el de Portugal,
que también se le indicó, ni a los gobiernos respectivos los antes señalados y
hasta queriendo Toscana se enviase al Papa a Austria, fue preciso ceder
también, aun no habiéndose acordado al Rey las condiciones que exigía para la
traslación de Pío VI en último caso a Mallorca con todo su séquito de
cardenales y servidores. Lo que ambicionaba el Gobierno de Francia era que, al
morir el Papa, se celebrase en España el conclave, que así estaría al servicio
del Directorio; tal idea se tenía de la dignidad y de la entereza de nuestros
gobernantes. Importábales más a éstos, halagando las ambiciones de la Soberana,
sacar fruto de desgracia tan deplorable para los arreglos, compensaciones y
engrandecimiento de los duques de Parma, a que convidaba la nueva forma que iba
dándose al mapa de Italia. El Gobierno español se interesaba mucho por la
Iglesia y el Pontífice; pero no por su poder temporal cuya destrucción no le
producía la inquietud que el del Infante que era preciso extender lo posible
para secundar fines del Rey.
Tantos y tan
diversos y graves acontecimientos tenían que debilitar la acción del ministerio
presidido por Godoy y hasta poner en peligro su existencia. Bien lo comprendía
el favorito, y, si hubiera de creérsele, se andaba preparando a resistir la
desgracia que tan de cerca ya le amenazaba.
Es indudable
que deseaba acertar aun cuando no fuera más que por aparecer mereciendo los
favores de que había sido objeto, injustificados en el concepto público, en el
de todos los Españoles menos en el de quienes se los prodigaban sin tasa,
teniéndole por el mejor de sus vasallos y el más hábil de cuantos ministros
había conocido España. Con esa aspiración y la no menos laudable de mostrarse
generoso cuando ya no creía muy difícil, y menos imposible, que se procurase su
ruina en el ánimo de unos soberanos que entonces no veían con otros ojos que
los suyos ni confiaban más que en su lealtad y en su pericia, trató de
asociarse personas que por sus antecedentes y por el favor de que gozaban en la
opinión pública, sirvieran como de garantía de las intenciones patrióticas que
abrigaba. ¿Era, como él dice en sus Memorias, que, decidido a abandonar la
dirección de los negocios del Estado, inspirase al Rey la elección de algunos
hombres especiales en unas circunstancias que exigían grandes luces para el
gobierno? ¿Era que con el apoyo de esos hombres procurara sostenerse, lo mismo
que en la gracia del Soberano, en la del país que, de ese modo, le consideraría
tan magnánimo como hábil? Sea, en fin, por un recelo, no infundado, de que se
le minaba con algún éxito en los ámbitos del palacio real, sea por arranque
voluntario y comprendiendo lo errado de la marcha política por él emprendida o
por sugestión ajena, de algún amigo quizás, lo cierto es que el 21 de Noviembre
de 1797 aparecía el nombramiento de D. Gaspar de Jovellanos para la Secretaría
de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, y el de D. Francisco de Saavedra
para la de Hacienda.
Parece que
el conde de Cabarrús, vuelto de París tras sus fracasos en Lille y Holanda,
adulando, por supuesto, al valido con la esperanza de justificar y hasta hacer
memorable su privanza, le aconsejó eso que Godoy supone inspiración propia, la
elección de algunos hombres que, al ayudarle en su gestión gubernamental, le
diesen fama de desinteresado y hábil. Y como Cabarrús era amigo íntimo de
Jovellanos y de Saavedra y creía poder responder al favorito de que no
defraudarían la confianza que en ellos depositara, se los propuso para esas
Secretarías, logrando convencerle y arrancarle poco tiempo después sus
nombramientos. Godoy había tenido que vencer la resistencia que le opuso la
Reina a esa elección, prevenida, como estaba, principalmente contra Jovellanos,
cuya presencia en Madrid la repugnaba tanto que, antes de consentir en su
nombramiento de ministro, había conseguido del Rey el de embajador de Rusia con
el objeto, así lo creyó la gente conocedora de las intrigas palaciegas, de
tenerle todo lo más lejos posible de la corte. Fueron necesarias repetidas
instancias, el empeño decidido de Godoy para que la Reina cediese en el suyo de
no admitir en el consejo de ministros al poco antes desterrado, siquiera fuera
con pretextos fútiles de misiones que no podían disfrazar el verdadero objeto
del viaje de Jovellanos al principado de Asturias. No costó, en verdad, tanto
alcanzar el beneplácito de María Luisa para el nombramiento de D. Francisco
Saavedra.
La elección
no podía ser más acertada; disfrutando uno y otro de los escogidos de reputación
general y justa fama de hombres probos, expertos en los ramos que se les
encomendaban y, sobre todo, independientes, por razón de su carácter
reconocidamente severo y patriótico. No necesitaríamos detenernos aquí en hacer
su elogio, que mucho más elocuente aparecerá en la historia del reinado
anterior al en que nos estamos ocupando; pero las vicisitudes, asaz
interesantes, que hubieron de arrostrar en aquellos tiempos, y las mucho más
graves y trascendentales en que les cupo después representar papel
importantísimo en el espectáculo glorioso que ofreció al mundo la nación
española, nos mueven, al recordarlas ahora, a presentar a nuestros lectores
algún dato que les dé a conocer esos dos meritorios e insignes varones.
Don Gaspar
Melchor de Jovellanos, nacido el 5 de Enero de 1744 en Gijón de una familia
ilustre del Principado de Asturias y que había hecho brillantemente sus
estudios en aquella ciudad y en las de Oviedo, Ávila y Alcalá de Henares, tuvo
su ingreso en la carrera judicial como Alcalde de Cuadra, que así se llamaba
entonces a los del crimen en la Audiencia de Sevilla; siendo, por curioso lo
recordamos, el primero en desterrar de su cabeza el blanco pelucón que usaban
los de su clase en los tribunales de España. Trasladado a Madrid en 1778 con
harto sentimiento de los sevillanos que habían podido apreciar los raros
talentos que le adornaban, y después de ejercer, aunque por corto tiempo, las
funciones de Alcalde de Casa y Corte, pasó al Consejo de las Órdenes, donde
diez años después le cogía la muerte de Carlos III, lamentada en su tan
controvertido Elogio. Allí también y con motivo de la defensa de
Cabarrús, víctima entonces de las persecuciones de Godoy o sus criaturas, del
ministro Lerena principalmente, por asuntos del Banco de San Carlos; allí
también le sorprendió el destierro con apariencias de comisión que le confinaba
a Asturias, en cuya capital entraba el 12 de Septiembre de 1790.
Su fama de
excelente poeta y dramaturgo, corría ya de boca en boca en toda España con la
de juez íntegro y severo y entendido administrador, siendo tan elogiadas sus
composiciones de El Pelayo, El Delincuente honrado y la Descripción
del Paular, como sus discursos académicos, el Informe sobre la ley
agraria y la Memoria sobre los espectáculos y diversiones públicas.
Era, la de Jovellanos, una reputación tan honrosa como merecida y justa: así es
que su nombramiento para el ministerio de Gracia y Justicia fue recibido en
España con aplauso universal.
No lo fue
menos el de D. Francisco Saavedra, ministro que era entonces del Supremo
Consejo de la Guerra, tenido por la opinión en grande estima, aun cuando no
pudieran sus cualidades de ilustración y de carácter compararse con las de su
nuevo colega. Era hombre Saavedra de vastos y diversos conocimientos, de
carácter dulce, complaciente y con el deseo de aparecer bondadoso para todos,
altos y bajos, poderosos y humildes. El patriotismo, sin embargo, era su
cualidad sobresaliente y a ella más que a ninguna otra debió el favor de que
entonces gozaba en la opinión y el mucho mayor de que después disfrutaría en
las ocasiones, más solemnes aún, que le ofreció la guerra de nuestra
independencia de 1808 a 1814. Sus talentos en la presente de su elevación al
ministerio no le servirían, sin embargo, lo mismo que al sapientísimo
Jovellanos, sino para hacer más ruidosa y lamentable su ruina.
En algo se dio
a conocer la presencia de Saavedra y Jovellanos en el ministerio, sobre todo en
el ramo de Hacienda con la real cédula de 9 de Marzo de 1798 para la
consolidación de la deuda, esto es, de tantas deudas como las contraídas en los
anteriores reinados y las creadas en el de Carlos IV, de que ya hemos dado
cuenta. En el de Gracia y Justicia, no bien se preparaba Jovellanos a tomar
medidas que exigían la situación lamentable del jefe de la Iglesia y la actitud
consiguiente del clero español, así como los procedimientos y la marcha de los
tribunales, cuando un disentimiento con Godoy sobre la destitución o no de un
obispo de Ultramar, le hizo comprender que no cabían regularidad ni reformas en
tan delicado ramo de la administración pública interviniendo en ella un hombre
todo pasión, orgullo y despotismo. Y aquellos dos hombres cuya prudencia era
proverbial y en ese concepto habían sido llevados al ministerio, se entregaron,
aunque con repugnancia suma, a la tarea ardua y peligrosa, pero patriótica, de
minar aquel poder colosal fundado en las pasiones de la Reina y la ceguera del
Rey. Es regular que hubieran fracasado en su loable empresa, pero ayudábanles
en ella la opinión, siquiera débil y no paladinamente pronunciada en el país, y
la influencia poderosa, aun cuando no legítima, de un Gobierno extraño,
interesado en vencer los obstáculos que creía se le estaban oponiendo a su
acción en la política europea.
Esa era, con
efecto, la palanca que con mayor fuerza y con éxito, por consiguiente, más
decisivo conmoviera hasta derribarlo el edificio soberbio elevado por el favor
y tan sólo por el favor, dominándolo todo en España y burlando la justicia, la
virtud y la conveniencia de sus intereses más respetables.
Ni el
Directorio francés ni Godoy estaban satisfechos uno de otro. Por el contrario,
cada uno de ellos exponía quejas que consideraba fundadas y alegaba servicios
que allá en su conciencia estaba seguro de no haberlos prestado con la buena fe
y la decisión necesarias para que diesen los resultados apetecidos.
Sucedió
entonces que Godoy, por haber vuelto a conceder su favor á Cabarrús, y Saavedra
y Jovellanos por agradecimiento, decidieron nombrarle embajador de España en
París, disgustados de la gestión diplomática, verdaderamente estéril, del
marqués del Campo, y esperando el mayor éxito posible del celo y de la
habilidad del conde, experto en esa clase de asuntos y, como francés, conocedor
de los de su país nativo, de sus hombres y aspiraciones. La última misión,
aunque infructuosa, para intervenir en los tratados puestos en estudio en
Berna, Lille y por aquellos días en Rastadt, le tenían en París; y el Gobierno
español creyó que nadie como él, metido en la candente atmósfera de la política
dictatorial, ¿onde tantos proyectos debían forjarse y cuyo conocimiento era
indispensable, sobre todo, para los aliados de la República que habrían de
compartir con ella sus éxitos o sus desgracias, nadie, repetimos, como él
estaba en condiciones de suministrar las noticias más exactas ni ejercer la
acción diplomática más eficaz en beneficio de los grandes intereses que iban
allí a ventilarse. Pero el Directorio, apoyado en esas mismas consideraciones
regularmente, y con el pretexto, razón si se quiere respecto a Cabarrús, por su
nacimiento, sus conexiones en Francia donde tenía una de sus hijas, Madaine
Tallien nada menos, tan influyente con los hombres más caracterizados de la
Francia republicana, y armado de toda clase de ejemplos en varias cortes de
Europa, se negó terminantemente a admitirle en el cuerpo diplomático acreditado
en París. Y no se satisfizo con eso, sino que añadió el Directorio a esa
muestra de desconfianza la de cambiar su propio embajador en España, receloso
de que el general Perignon, a pesar de haber mandado los ejércitos franceses
contra los nuestros de Cataluña no hacía mucho tiempo, contemporizase demasiado
con Godoy, y nombrando al ciudadano Truguet, ministro que había sido de Marina,
con la misión secreta, según pudo verse luego, de esforzarse hasta conseguir la
ruina del valido, árbitro, que se le consideraba, de los destinos de nuestra
patria.
De algo de eso
tenía Godoy noticia por las cartas de Cabarrús, muestra elocuentísima de su
sagacidad y de cómo entendía la situación de ambos gobiernos, empeñado el
francés en su constante pretensión de la conquista de Portugal, y en la
necesidad, el español, de no resistirse, como lo hacía, a una empresa en que
era preciso desentenderse de los afectos de familia para no romper con la
República en ocasión tan poco propicia y sacar el fruto, no despreciable, que
se le ofrecía en la Península y las colonias lusitanas. Dábale también el conde
en sus cartas consejos, como en eso, en cuanto al modo de recibir al nuevo
embajador francés, no jacobino ni de los botafuegos que trataban de comprometer
al Directorio y a Talleyrand, Tallien y Bonaparte con sus temerarios proyectos
y patrióticos furores, pero decidido a no dejarle traslucir la situación
difícil de su gobierno y menos su espíritu hostil a la personalidad suya, la
del Príncipe de la Paz, que tenía por el mayor estorbo a la política
republicana. Porque hasta se le consideraba a la cabeza de un partido llamado
inglés, del que formaban parte los duques del Parque y Osuna, calificado, este
último, del Orleans español en los papeluchos que a voz en grito se anunciaban
por las calles de París.
Godoy,
siguiendo esos consejos, recibió a Truguet con el mayor agasajo y trató de
atraérselo a su amistad e interés; eso a pesar de lo violento del lenguaje
usado por aquél al presentar al Rey sus credenciales, en un discurso dirigido,
más que a otro objeto, al de juzgar la política del Gobierno español con una
severidad inusitada en esa clase de ceremonias, y menos entre naciones ligadas
con tan estrechos vínculos de amistad y alianza.
Aunque las
alusiones hechas en un acto que tanto tiene de etiqueta, pues que los asuntos
de gobierno más parece que deben tratarse con los ministros, iban dirigidas
contra los emigrados franceses á quienes se suponía protegidos en España,
demasiado comprendió Godoy que encerraban reticencias no poco transparentes
contra él; y en su temor a los resultados a que pudieran conducir y en su deseo
de sostenerse, por más que diga otra cosa en sus Memorias, procuró
satisfacer, si es que ya cabía hacerlo, a un hombre tan mal dispuesto para con
su personalidad, cediendo á varias de las reclamaciones y exigencias del
Directorio.
Una de
ellas, y de las más importantes, tenía por objeto el de que la escuadra
española de Cádiz se hiciese a la mar para batir a la inglesa que bloqueaba
aquel puerto, muy inferior a la nuestra puesto que sólo constaba de 8 a 10 navíos
de línea. El general Mazarredo, a quien no puede tacharse de pusilánime,
comprendía, y así lo hizo conocer al Gobierno, que no eran los barcos que le
observaban los temibles; pero, seguro de que los aventaría al salir él con los
suyos, lo estaba también de que no muy adentro del mar se vería frente a frente
de una escuadra enemiga, tan superior a la de su mando que sería, más que una
temeridad, una locura el esperarla y procurar resistirla. Ante las órdenes
imperiosas del Gobierno hubo, sin embargo, de darse a la vela en la noche del 6
al 7 de Febrero de 1798 con 21 navíos, de los que 5 de tres puentes, algunos
otros barcos, fragatas o bergantines, y con La Vestal en conserva,
fragata francesa con más oficios de espía y censora de la conducta del
almirante español que de vigía y auxiliar suya. Y sucedió lo que Mazarredo
había previsto. Los navíos ingleses, tan pronto como vieron el aparato de
nuestra escuadra abandonando la bahía de Cádiz, tomaron el largo hacia la costa
de Portugal, poniéndose luego en comunicación con la armada del almirante
Jerwis, que, desde Lisboa, donde se mantenía fondeada contra lo pactado con
Francia por el Gobierno portugués, salió precipitadamente al encuentro de la
española. Esta ¿qué había de hacer? Se volvió a Cádiz después de bordear entre
Ayamonte y Sanlúcar de Barrameda hasta el 14, quedando todo a los pocos días
como se hallaba antes; Mazarredo, inactivo y por añadidura enfermo, y Jerwis
dirigiéndose de nuevo al Tajo, después de distribuir algunas de sus fuerzas
para observar a las nuestras y para el bloqueo de las costas inmediatas. Pero
el capitán de La Vestal tuvo, así, ocasión de interpretar la conducta de
nuestros marinos a gusto de Truguet que, con eso, tenía pretexto, ya que no
motivos, para, atribuyendo todo a culpa del Príncipe de la Paz, minarle en el
concepto del Rey de España como estorbo para los planes más importantes que
entonces tenía entre manos el Directorio.
Porque es
verdad, bien averiguada y patente ya para todo el mundo, que se andaba
elaborando en Francia el proyecto de una formidable invasión de Inglaterra,
para la que se reunía en los puertos próximos al canal de la Mancha un poderoso
ejército mandado por el general Bonaparte, a quien se consideraba como el único
capaz de realizar con éxito una empresa que dejaría muy atrás, en opinión de
los Franceses, a la tan feliz y decantada de Julio César. Se había reducido a
cortísimas proporciones el ejército de Italia, suponiendo suficientes 25.000
soldados franceses y los de las repúblicas recientemente creadas para mantener
la influencia de la gran Nación en aquella península; de los del Rin se dejaban
sobre 60.000 en observación de los resultados que pudiera dar el Congreso de
Rastadt que tanto tardaba en constituirse y en abrir sus conferencias o
sesiones; y las tropas restantes iban encaminándose precipitadamente y llenas
de entusiasmo a las costas del Océano. Era preciso aprovechar la época de los
días cortos y de las nieblas espesas para sorprender a los Ingleses que, así,
no lograrían impedir el desembarco de 60 u 80.000 hombres y la ocupación
después de su capital, objetivo el principal, de la irrupción francesa. Pero,
de todos modos, convenía mucho que se unieran las escuadras de Francia, Holanda
y España junto al Canal para proteger de todo evento el inmenso convoy que
representaba fuerza tan numerosa y pertrechada. La escuadra holandesa había
quedado inutilizada el 11 de Octubre en el combate reñido a la desembocadura
del Texel con la inglesa del almirante Duncan que, además de hacer prisionero
al enemigo Winter, echó a pique o apresó varios de sus buques, quedando los
demás inservibles por mucho tiempo para poderse unir a los franceses del
Océano. De la española, no debía tampoco esperarse una acción bastante eficaz
mientras el lord San Vicente se mantuviera en aguas del Tajo, pudiendo disponer
de fuerzas muy suficientes por su número y calidad para tenerla encerrada e
inactiva en Cádiz. Por eso se estaban construyendo en Brest, Boulogne, Ostende
y otros puertos de aquella costa lanchas cañoneras y gabarrones, bien armados
también de artillería de grueso calibre, con que apoyar la marcha de los
transportes que habrían de llevar las tropas al litoral opuesto.
Y con todo
eso, el hombre singular destinado a tan grandiosa operación era el que menos
pensaba en ella. No descuidó los preparativos para que se verificase con las
mayores probabilidades de éxito; nombró los generales más expertos para que le
secundasen, tanto del ejército del Rin como del de Italia, que tan conocido le
era; impulsó los armamentos que se hacían en toda la costa; pero era distinta
la idea fija en su mente, la que de tal modo le preocupaba y le distraía de
toda otra atención que en los mismos viajes realizados con el objeto de
preparar la invasión proyectada en el Reino Unido, los papeles que llevaba,
memorias, libros y planos, se referían a otro diverso y muy remoto de los
lugares que iba visitando. Su imaginación, verdaderamente oriental, le llamaba a
Oriente, a las tierras que pudiéramos llamar clásicas, teatro de aquella
civilización maestra de todas las sucesivas, modelo de la misma en que vivía,
civilización creada por los hombres más extraordinarios, cuya historia,
doctrinas y progresos eran el alimento diario de su alma, siempre fija en la
meditación de las grandes empresas ejecutadas en aquella antigüedad que le
atraía y le subyugaba con su memoria y esplendores tan lúcidos como gloriosos.
Pero como ni Grecia ni Roma unían a sus maravillosos recuerdos la idea de un
objeto de alcance y resultados de interés moderno, práctico, como ahora se
dice, y tangible, su ambición se remontaba al dominio de otros países que,
superando a aquellos en lo estratégico de su posición lo mismo que en lo remoto
de sus orígenes, cultura y poderío, llevasen a su patria al señorío del
Mediterráneo, convirtiéndolo en un lago francés, como él decía, y a influir,
así, de cerca en los destinos de las nuevas y ya grandiosas posesiones de sus
enemigos en la India.
El Egipto y
su ocupación por las armas francesas eran el bello ideal del general Bonaparte,
que allí y no en el canal de la Mancha era donde esperaba dar el golpe de
gracia a Inglaterra; considerando el solar británico, no difícil de asaltar
pero imposible de someter, y sólo, en caso, amenazando sus aspiraciones de
dominio desde Gibraltar a Constantinopla y desde el cabo de Buena Esperanza,
que acababan los Ingleses de arrebatar a Holanda, hasta las regiones más
distantes del Asia, tocando ya al inconmensurable Imperio de la China. Sus
estudios e investigaciones más prolijas, sus conferencias con las personas
influyentes del Directorio y sus comunicaciones con los generales de quienes
pensaba valerse, se referían a la gran expedición que tenía proyectada, si bien
reservando en cuanto era posible el objeto, la oportunidad y la manera de su
ejecución. No eran todos los consultados de ese parecer, y en el Directorio los
había que, creyendo más urgente para la salud de la República la conquista de
Inglaterra, se oponían a enviar a Egipto una parte, la más florida, del
ejército y a su general favorito, a aquel precisamente de quien esperaban el
éxito completo de una jornada tan halagadora para los Franceses. Pero tales
fueron las instancias hechas por Bonaparte y tantos y tan fundados los
razonamientos en que las apoyaba, que el Directorio, atendiéndolas por fin,
aprobó la expedición a Egipto. La de Inglaterra quedaría para el invierno, más
propio para las operaciones que exigía, y para el venidero de 1798 al 99
contaba Napoleón con estar de vuelta después de haber convertido el Egipto en
colonia francesa a que afluiría todo el comercio que entonces se estaba
haciendo por el cabo de Buena Esperanza, y que iba a ser punto de escala y base
de operaciones contra la India, sobre todo si se llegaba a formar en el mar
Rojo una escuadrilla, considerable por el número y las condiciones de los
buques que la constituyeran. Muy aventurada era la promesa por mucho que
pudiera esperarse de tal hombre y por grande que fuese el optimismo de los que
le escuchaban y habrían de ayudarle, deslumbrados por los brillantes discursos
del general y la grandiosidad de una empresa que tenía algo de las que ya podían
considerarse mitológicas de Baco y Sesostris y las de Ciro, Alejandro y los
héroes romanos, sus sucesores en tal género de expediciones.
Desde ese
momento, la actividad ejercida para la formación y establecimiento de los
ejércitos franceses en las costas opuestas a las de Inglaterra e Irlanda, se
dirigió al Mediterráneo, en cuyos puertos de Marsella, Tolón y otros se
reconcentró toda por el corto tiempo que duraron los preparativos; pues, como
veremos luego, el 19 de Mayo de 1798, salían del segundo de ellos la escuadra y
los transportes con las tropas hacia Malta y Alejandría. En la costa del Norte
continuaron los preparativos bajo la dirección y el mando del general Kilmaine;
pero no ya con el ardor de antes y sólo así como para mantener la alarma en
Inglaterra, donde no se descansaba un momento en la tarea de crear nuevos
cuerpos de milicias, fortificar los puntos en que pudiera intentarse un
desembarco y armar cuantos buques fuera dable disponer para una campaña activa
en los mares franceses. Llegó el número de los barcos de guerra por aquellos
días al de 112 navíos de línea y 20 de a 50 cañones, 167 fragatas y 275
embarcaciones menores; necesitándose para el sostenimiento de armada tan
formidable y el del ejército aumentar los tributos de todo género en
proporciones que dieron lugar en el Parlamento a las más acaloradas polémicas
con la oposición por lo exagerados que parecieron aún en circunstancias tan
críticas.
La agitación
que todo eso producía en Francia era superior a cuanto puede ahora calcularse,
excitados los ánimos con el inmenso triunfo de una paz tan gloriosa,
conquistada con las armas sobre la Europa coaligada antes, y sobre el Imperio
después, baluarte que se tenía por el más robusto de las antiguas monarquías,
pero más aún, quizás, con la esperanza de acabar con su irreconciliable enemiga
la Gran Bretaña y eso en su solar mismo, no violado, por extranjera planta
desde la época de Guillermo el Conquistador. Pero esa agitación se extendía en
sus impulsos contra los que la opinión en París consideraba cómplices de los
Ingleses en su gigantesca lucha contra Portugal, por consiguiente, que les daba
abrigo en sus puertos, y contra la misma España, aliada y todo, pero que no
ponía de su parte cuanto fuera necesario para imponerse a la corte lusitana,
disculpándose con afecciones de familia que la política no debía reconocer como legítimas. Y como el
Directorio no sospechaba del pueblo español proclamándolo siempre como afecto y
leal a Francia, ni del Rey cuyo carácter caballeroso reconocía, achacaba todas
las resistencias opuestas a sus miras al Príncipe de la Paz, teniéndolo por
desafecto a la República y amigo, siquiera solapado e hipócrita, de Inglaterra.
Las quejas
del Directorio eran contestadas por Godoy con otras no menos amargas; valiéndose de la conducta
observada por el Gobierno francés en los asuntos de Roma, Parma y Portugal,
como argumento para demostrar una falta de consideración y aun de buena fe para
con el Rey que acabarían por enfriar sus sentimientos de amistad y alianza con la República. Escribía Godoy al marqués del Campo después de algunas frases
apoyadas en esas consideraciones: «El Rey me manda decir esto a V.
E. para que pida una respuesta categórica al Directorio, tal cual lo exigen sus
relaciones con la España, su amiga y aliada; y desearía que sin embarazarse de
otras cosas, ni interrumpir las unas con las otras, dijese el Gobierno francés
qué piensa de Roma, si ha de quedar el Papa con dominio temporal, qué extensión
se ha de dar a los estados del Señor Infante Duque de Parma, cuáles al rey de
Nápoles, cómo ha de quedar la República Cisalpina, cómo la de Génova, si ha de haber en
Italia más gobiernos que los de Nápoles, Cerdeña, Parma, Florencia, Santa
Sede, cisalpino y ligúrico. Estas cosas que se responden prontamente cuando hay
confianza, no deben empachar al Directorio para satisfacerlas, y antes bien
conviene no ignorarlas para formar desde luego los planes que interesan a cada
soberano.
Obtenga V.
E. una satisfacción cual le encargo; y en su vista le daré las instrucciones
que convengan al mejor servicio del Rey.»
Este
despacho del 15 de Enero de 1798 era a todas luces fundado, y difícilmente
podría contestarlo el Directorio que andaba ejerciendo una política tan
contraria a la que aquel escrito revelaba como la única digna del gobierno
español. No hallando, pues, respuesta satisfactoria que dar, hizo
lo que todo el que no tiene la razón de su parte, desahogó su cólera amenazando a su vez si a él no se le satisfacía en sus primeros motivos
de queja, la permanencia de los prófugos y emigrados
franceses en España. El agente republicano en Madrid, el ciudadano Perrochel,
entregó al Príncipe de la Paz una nota en que le decía: «En vista del
tratamiento de los Franceses en España, se pregunta uno a sí mismo, si Francia
y España están todavía en guerra. Príncipe, es preciso que cese tal escándalo.»
De modo que
si amenazador era el despacho de Godoy más aún lo era el del Directorio, con la
diferencia, sin embargo, de que el ministro español aducía razones de gran peso
y en asuntos de verdadera importancia, de interés y dignidad innegables para la
corona, y el agente francés, saliéndose, como vulgarmente se dice, por la
tangente, contestaba con un argumento tan trivial en causa más baladí todavía.
Mas, aun siendo así, se dio el 23 de Marzo la orden para que todos los
emigrados saliesen de España, exceptuando sin embargo, la isla de Mallorca
donde, los que lo quisiesen, encontrarían albergue seguro y tranquilo.
Condescendencia estéril; porque ya nada que no fuese la caída de Godoy lograría
calmar la irritación del Directorio hacia su persona. Truguet, impaciente por
ejecutar las instrucciones de su Gobierno llegó hasta a presentar al Rey un
escrito enérgico, diplomáticamente hablando, contra el Príncipe y no destituido
de expresiones, avisos saludables se decía, que podrían herir las justas
susceptibilidades del Soberano, y que surtieron el efecto a que iban dirigidas.
Si a eso se añade que no dejaban los ministros Saavedra y Jovellanos de,
temiendo mayores males, cooperar a la ruina del favorito, insinuándose algunas
veces en el ánimo de Carlos IV; y la flojedad por parte de la Reina, en su
defensa, no tardó en conocerse por la corte que no sería ya remota esa ruina,
con lo que salieron a luz odios, hasta entonces encubiertos, de los enemigos y,
se puso de manifiesto también la tibieza de muchos que antes tanto ensalzaban
las cualidades del ministro para no verse privados de sus favores . Y aun
cuando el Rey parecía no atender a esos clamores y menos a las intrigas con que
se quería pintar como peligrosa la permanencia del Príncipe en el mando por las
relaciones que había adquirido entre todas las clases del Estado y el prestigio
que se le suponía, dándole muestras de mayor afecto aún, como la de nombrarle coronel
general de los regimientos de la infantería suiza, acabó por ceder y el 28 de
Marzo le dirigía el decreto exonerándole, eximiéndole, por mejor decir, de dos
de sus cargos, entre ellos el de Secretario de Estado.
Decía así
aquella real disposición, que era preciso fuese todo lo honorífica posible:
«Atendiendo a las reiteradas súplicas que me habéis hecho así de palabra como
por escrito para que os eximiese de los empleos de Secretario de Estado y de
Sargento mayor de mis Reales Guardias de Corps, he venido en acceder á vuestras
reiteradas instancias, eximiéndoos de dichos dos empleos, nombrando
interinamente a Don Francisco de Saavedra para el primero, y para el segundo al
marqués de Ruchena, a los que podréis entregar lo que a cada uno corresponda,
quedando vos con todos los honores, sueldos, emolumentos y entradas que en el
día tenéis; asegurándoos que estoy sumamente satisfecho del celo, amor y
acierto con que habéis desempeñado todo lo que ha corrido bajo vuestro mando; y
que os estaré sumamente agradecido mientras viva, y que en todas ocasiones os
daré pruebas nada equívocas de mi gratitud a vuestros singulares servicios.»
En la misma Gaceta y con igual fecha apareció también el nombramiento de D. Francisco Saavedra para
el cargo interino de la Secretaría de Estado.
Parecía
haber caído por tierra la ingente fábrica levantada por el favoritismo, cuyos
cimientos se pusieron el día mismo en que bajó al sepulcro el rey Carlos III;
y, sin embargo, los palaciegos, hábiles en conocer y distinguir las
palpitaciones de la corte, y los estadistas, aun los medianamente instruidos en
el arte de la política en tiempos en que el poder no tenía más fuerza ni más
representación que la de la persona del soberano sin otros que lo ilustraran o
moderasen, comprendieron muy pronto que la exoneración de D. Manuel Godoy era
tan sólo uno como punto de espera a fin de dar tiempo a que pasara la borrasca
formada en los horizontes transpirenaicos y que en aquellos momentos se
consideraba como incontrastable. Porque Saavedra y Jovellanos no se atrevieron a
tomar la única medida capaz de robustecer, si era dable, la situación política
de que eran representantes, aun cuando bien podían pensarlo, amenazados
constantemente de cualquiera explosión del capricho o de las pasiones a que
desde los primeros tiempos de aquel reinado estaba sometida la gobernación de
España. Esa medida no podía ser otra que el alejamiento del poderoso valido de
una corte, toda ella postrada a sus pies por tanto tiempo y pendiente de un
gesto, de una mirada de quien era señora absoluta del corazón y de la mente y
las voluntades del soberano, árbitra, por consiguiente, como de los destinos
del país, de la suerte de los que exteriormente pudieran representarlo. Y tan
tímidos y tan débiles se mostraron los dos ministros, aun pensando que tal
determinación sería la única salvadora de sus personas, que contuvieron al Rey
en su primer impulso de dictar un decreto severísimo de proscripción que
alejara a Godoy de su residencia de Madrid. Saavedra y Jovellanos meditaron
sobre el caso; pero debió arredrarles la idea de que una disposición que
consideraban tan rigurosa podría acarrearles el odio de la reina y desistieron
de ella. No había andado tan meticuloso Godoy con los que tomaba por estorbos
al logro de sus ambiciosos proyectos; y ahí están los ejemplos elocuentísimos
de sus exclusivismos y rencores en un Floridablanca y en un conde de Aranda, no
sólo arrojados violentamente de la corte, sino metidos luego en las fortalezas
de Pamplona y de la Alhambra. El acto de generosidad de los nuevos ministros no
fue, pues, sino una torpeza inexplicable de la que tendrían muy pronto que
arrepentirse.
Pero si
débiles se mostraron en ocasión tan propicia para sacar a España por algún
tiempo y quizás para siempre, conocidas, como eran, las veleidades de la Reina,
de la vergonzosa dominación en que yacía, más aún aparecieron en su política
exterior, con lo que quitaron a la vuelta del favorito al poder parte de lo
odiosa que, de otro modo, se hubiera hecho. Una de las muestras de la
sinceridad de sus sentimientos amistosos hacia Francia, fue el nombramiento de
embajador cerca del Directorio recaído en D. José Nicolás de Azara, persona,
como ya se ha visto, muy relacionada con los generales franceses del ejército
de Italia y especialmente con Napoleón, quien le distinguía sobremanera y
otorgó, por su influjo, al Papa y al duque de Parma favores que otro, quizás,
no hubiera conseguido. «Este nombramiento, dijo Saavedra a Truguet, es la mejor
prueba que nuestro Gobierno puede dar del vivo deseo que le anima de cultivar
la buena inteligencia con la República francesa» Y en efecto, Azara, a la circunstancia de sus
relaciones con Bonaparte y su hermano José como con Berthier y los demás jefes
que tantas veces le habían visto en su cuartel general, reunía la de una
afición, acaso exagerada, a la causa francesa. Había sido propuesto por Godoy
para su nuevo cargo y eso cediendo al deseo de mostrarse agradable al
Directorio; con lo que es más de extrañar que después le criticase por el
lenguaje, en su concepto, demasiado humilde que usó al presentar en París las
credenciales el 29 de Mayo, y por sus condescendencias para con el Directorio.
Su discurso ante el Directorio era, con efecto, para autorizar en parte esa
opinión del privado de Carlos IV, aunque injustificada en el que desde el
tratado de Basilea no desperdició ocasión de mostrarse humilde servidor de la
República, aun tratando de minarla por medios y procedimientos tan desleales
como tenebrosos. Después de una despedida sumamente afectuosa del marqués del
Campo, en que naturalmente se sacó a plaza la alianza ofensiva y defensiva
contraída en el tiempo de su embajada entre Francia y el Rey Católico,
Talleyrand, como ministro de Relaciones Exteriores, presentó al Directorio en
el salón de Audiencias públicas el nuevo plenipotenciario español con frases
que, como de tan hábil estadista, habrían de ser en tal circunstancia
lisonjeras hasta no poder más para nuestro soberano y su representante.
«España, dijo entre otras cosas el ministro republicano, aliada mucho tiempo de
Francia, estaba destinada a serlo nuevamente de la República y a no separar
nunca su causa de la nuestra. Su paz y alianza han excitado el gozo de los
Franceses y la desesperación de sus enemigos. Sin duda que semejante pacto no
experimentará la suerte de las alianzas antiguas, pues tiene por garantía, no
ya aquellas vanas y frágiles combinaciones de una política momentánea, sino el
interés bien manifiesto de los dos gobiernos y la lealtad tan justamente
célebre de las dos naciones. Se consolidará todavía con el odio de aquel
implacable enemigo del sosiego del mundo, que en sus proyectos insensatos se ha
atrevido a meditar la ruina de una y otra.»
Con
presentación tan expresiva habría de esperarse una arenga que no desmintiera
sentimientos inspirados en intereses políticos que, una vez hecha la alianza
tan preconizada por el precedente embajador, tenían forzosamente que resultar
mutuos y comunes. Y Azara, que así lo entendía, representando, a la vez, a un
gobierno que acababa de dar pruebas de humildad tales como las de la salida al
mar de la escuadra de Cádiz, la expulsión de los emigrados franceses del suelo
de la Península y la caída, sobre todo, de Godoy, no iría, de seguro, a
quedarse atrás en la expresión, al parecer tan cordial, de la amistad y las
esperanzas del Directorio en aquella nueva y solemne ocasión. Tocó hablar a
nuestro embajador y dijo: «Ciudadanos directores. Al presentarme a vosotros por
primera vez como Embajador del Rey Católico, no repetiré lo que sabéis muy
bien, y lo que es tan notorio: pues muy inútil sería recordaros que el Rey mi
amo es vuestro primer aliado, el amigo más leal, y aun el más útil de la
República francesa, supuesto que si las alianzas y la buena fe política se
fundan en los intereses respectivos de las potencias, jamás dos naciones habrán
estado tan íntimamente unidas como Francia y España. Ninguna disputa
territorial existe entre ellas; unos mismos son nuestros amigos y nuestros
enemigos; la riqueza de España hará siempre la de Francia y la ruina del
comercio de los españoles arruinará tarde o temprano el de los franceses. El
carácter moral del soberano a quien tengo la honra de representar aquí, afianza
toda la exactitud deseable para cumplir sus empeños, y su probidad os asegura
una amistad franca, leal y sin sospecha. La nación a quien gobierna está
reconocida por su delicado pundonor: es vuestra amiga sin rivalidad cerca de un
siglo hace; y las mudanzas acaecidas en vuestro gobierno, en vez de debilitar
dicha unión, no pueden servir sino a consolidarla cada día más, porque de ella
depende nuestro interés y nuestra existencia común. He sido testigo de las
pasmosas hazañas de los franceses en Italia, y ahora vengo a admirar más de
cerca la sabiduría que las dirigió. Harto feliz de que haya recaído en mí esta
elección, seré el instrumento que estreche aún más los vínculos de nuestras dos
naciones: y si he merecido muchas veces que el Directorio haya aprobado la conducta
que tuve con ciudadanos franceses en momentos muy críticos, espero que mi
reputación no se desmentirá jamás en esta parte».
No estuvo
menos expresivo el Directorio en su contestación. «Asegurad, Señor Embajador,
decía, asegurad a Su Majestad el Rey de España que en cambio de los
sentimientos que ha manifestado al Directorio executivo de la República
francesa, hallará de su parte respeto inviolable a sus empeños, y el más
ardiente deseo de contribuir a la prosperidad de la nación española, y a la
felicidad personal de Su Majestad.» Y para que se viera cuán acertada había
sido la elección de Azara en tales momentos como los en que se quería
satisfacer tanto al Gobierno francés, continuó el Presidente del Directorio:
«Por lo que a vos toca, Señor Embajador, el interés que habéis tomado en la
suerte de los franceses en tiempo y circunstancias muy espinosas, os ha granjeado
el afecto de los numerosos amigos de la humanidad, y con una satisfacción muy
viva aprovecha el Directorio la ocasión de manifestaros solemnemente su
agradecimiento en nombre de la República. »
No tardó en
presentarse la ocasión de hacer ver si, en efecto, ejercía D. José Nicolás de
Azara la influencia que con tales antecedentes era de esperar en el Directorio
francés. Porque se hallaba pendiente de un acuerdo definitivo la magna cuestión
de Portugal, tantas veces tratada entre los gobiernos respectivos y el de
España, y siempre sin resolverse de un modo u otro hasta producir la paz o la
guerra. Carlos IV tenía el mayor empeño en sacar a Portugal del grave
compromiso en que se hallaba, entre las amenazas , puede decirse que diarias,
que le dirigía el Gobierno francés y el temor natural de romper con Gran
Bretaña, salvaguardia que consideraba como la más robusta de su independencia.
Porque era realmente una quimera, lo ha sido siempre y es probable que siga
siéndolo por mucho tiempo, lo de separar al reino lusitano de la, más que
alianza, tutela en que se ha constituido respecto a Inglaterra, temeroso de
verse, como debía ser, absorbido por la gran nacionalidad de que era parte y de
que la separaron la torpeza de uno de nuestros soberanos, las discordias
incesantes que han tenido siempre dividida a España y el mal entendido espíritu
de separatismo que, de secular, se ha hecho innato en los Portugueses. Es
indudable que desde poco después de la disgregación de la Lusitania en el siglo
XII, la influencia inglesa ha ido ejerciéndose progresiva y cada día más
eficazmente en aquel reino que, olvidando los lazos fraternales que lo unían al
resto de la Península y exagerando sus sentimientos de independencia y el
orgullo por sus éxitos al mantenerla, se ha formado una valla que están
haciendo infranqueable las miras interesadas y los poderosos esfuerzos de la
Inglaterra. Si la decadencia accidental de esta gran nación permitió la
conquista de Portugal en 1580, pronto, al recobrar su preponderancia marítima
y para mejor influir en la Europa continental, buscó en el territorio de su
antigua aliada punto de escala para el Mediterráneo, base de operaciones,
teatro amplio y abrigo seguro para las con que debilitar a España, manteniendo
impotentes nuestras fuerzas para cualquier conflicto internacional que pudieran
provocarle sus enemigos.
Nada de
extraño, pues, que Portugal observase la conducta equívoca que en 1 798
provocaba las iras del Directorio francés; y apoyada, siquiera hipócritamente,
por D. Carlos, que en esa cuestión, ya lo hemos dicho, magna, no calculaba ni
sentía más que por los impulsos de su corazón paternal, se propuso ganar un
tiempo, precioso para ella, es verdad, pero más aún para sus aliados que
entretanto tenían a su disposición los puertos todos del litoral portugués.
El rey de
España buscó en la habilidad de Azara y en las simpatías, bien manifiestas de
los Franceses hacia él, modo de salvar a sus hijos los príncipes portugueses
del peligro con que amenazaban Truguet, desde el momento de su llegada a
Madrid, y un señor Perrochel, encargado de negocios interino, que era antes, de
la República. Para hacer más eficaz la acción de Azara, se le remitieron
fuertes sumas con que ganar votos entre las personas más influyentes y los
Directores mismos; que, al decir de un historiador, así se acostumbraba a
tratar con el corrompido Gobierno del Directorio. Y ya tenía mucho adelantado,
ofreciendo Azara tal confianza al Gobierno francés que la exigencia mayor suya
era en aquellos momentos la de que el embajador español fuese quien hubiera de
firmar el convenio, como plenipotenciario que, por mediación de Don Carlos,
había sido nombrado del Gobierno de Portugal.
Todo, así,
parecía fácil; pero Azara exigió la autorización del tratado por un diplomático
portugués que, aun repugnándolo el Directorio, llegó, con efecto, a París, mas
sin los poderes ilimitados, absolutamente necesarios según se había convenido.
El disgusto del Gobierno francés no reconoció límites; y hubiéralo pasado muy
mal el enviado portugués, señor Noronha, a quien se mandó prender, si Azara no
le hubiese avisado y hecho huir. No por eso cesó Portugal en sus procedimientos
dilatorios, aconsejados los ministros por Pitt, y ya entonces proponiendo
excluir a España de toda mediación, a España que, precisamente, era el único
apoyo que podría encontrar para mantener las miras que abrigase si no había de
caer completamente en ruinas al empuje de Francia.
Todos los
esfuerzos, así, de Carlos IV y de Azara quedaron frustrados; Portugal creyó
poder respirar con la paralización de las negociaciones, los sucesos que
comenzaban de nuevo a ocupar la atención del Directorio y el influjo inglés,
vencedor al parecer; pero tardaría poco en ver que Francia no había olvidado la
nueva ofensa que acababa de inferírsele.
Francia se
hallaba, en efecto, empeñada en dos empresas a cual más grandiosas y comprometedoras,
y eso cuando no se veían terminadas ni mucho menos las negociaciones en Rastadt
que, rotas, podrían producir otra guerra en el continente, tan general y
sangrienta como a la que se procuraba poner el sello en aquel Congreso. La
primera de esas empresas se dirigía, ya lo hemos indicado, a la invasión de
Inglaterra, que no se dejaba de la mano aun cuando apareciera prorrogada,
manteniendo un gran ejército en las costas septentrionales donde tampoco se
cesaba de reunir cuantos recursos navales serían precisos para efectuarla y
provocando en Irlanda la insurrección de sus habitantes, siempre dispuestos a
sacudir el para ellos insoportable yugo de sus dominadores los Ingleses. La
segunda y la que, al descubrirse su objeto, habría de llenar de admiración al
mundo tomándola muchos por aborto de una fantasía, sublime, es verdad, y
heroica en sus revelaciones, pero rayando en la demencia, era la que hemos
visto también preparándose en el litoral francés del Mediterráneo, desde Toulón
a Ajaccio, Córcega y Civita-Vecchia en los estados recientemente invadidos del
Pontífice romano. En esos puertos principalmente y en los de Marsella y Génova
se iban reuniendo los transportes necesarios para el numeroso ejército que, a
la vez, se acercaba a ellos desde sus cantones; ya de Italia, cuyas tropas
serían las preferidas por haberlas tan recientemente llevado a la victoria el
jefe de la expedición, ya de Bretaña y Normandía de que procedían algunas de
ellas. Más que a una conquista parecía dirigido aquel inmenso armamento a una
jornada de aquellas antiguas, hasta mitológicas, que iban a transformar el país
ganado a la Naturaleza o a los hombres en emporio de riqueza y civilización ,
según los elementos de que se la hacía partícipe, como de fuerza, de ciencia y
artes. M. Thiers, en una de sus brillantes páginas, describe perfectamente ese
armamento, y nada mejor para darlo a conocer que el trasmitirla a nuestros
lectores. «El convoy principal, dice, debía salir de Toulón, el segundo de
Génova, el tercero de Ajaccio y el cuarto de Civita-Vecchia. Mandó a los
destacamentos del ejército de Italia, que volvían a Francia, se dirigiesen a Toulón
y Génova, y a Civita-Vecchia a una de las divisiones que se habían encaminado
contra Roma. Entabló negociaciones en Francia y en Italia con varios capitanes
de buques mercantes, y se procuró así en los puertos que habían de servir de
puntos de partida cuatrocientos barcos. Reunió numerosa artillería y eligió dos
mil quinientos jinetes de los mejores, haciéndoles embarcar sin caballos,
porque se proponía montarlos con los de los Árabes. Sólo quiso llevar sillas y
jaeces, y colocó únicamente a bordo trescientos caballos para tener a su
llegada algunos hombres montados y algunas piezas enganchadas. Reunió artistas
de toda clase, tomando en Roma las imprentas griega y arábiga de la Propaganda
y una porción de impresores, y formando además una completa colección de
instrumentos físicos y matemáticos. Los sabios, artistas, ingenieros,
dibujantes y geógrafos que llevaba eran en número de más de ciento; y entre
ellos le acompañarían en su empresa los hombres más distinguidos, Monge,
Bertolet, Fourrier, Dolomieux, Desgenettes, Larrey y Dubois, pues todo el mundo
quería participar de la fortuna del joven general. Nadie sabía adonde iría a
parar; pero estaban todos resueltos a seguirle adonde quiera».
No nos
incumbe la relación de aquella campaña tan extraordinaria, como por su objeto,
por la ocasión en que se emprendió, las circunstancias que la acompañaron y lo
singular , hábil y rápido de las operaciones que la hubieran sacado triunfante
sin la intervención de un agente eficacísimo, la marina inglesa, que debió
preverse. Hasta tanto que apareció ese agente en el teatro de la acción, todo fue
como era de esperar del portentoso genio del general francés que la dirigía,
pero cuando los éxitos hubieron de depender de fuerzas que no estaba en sus
manos regir, se pudo calcular el resultado fatal que daría una empresa
fascinadora, es verdad, y digna de los héroes que la acometieron, pero
necesariamente estéril en los tiempos y en las condiciones en que se pretendió
ejecutar.
El 19 de
Mayo de 1798, ya lo hemos dicho, salió de Toulón la escuadra, a la que después
se unieron los buques y transportes procedentes de Bastia, Génova y
Civita-Vecchia, y el 10 de Junio se apoderaba Napoleón de la isla de Malta
mediante inteligencias entabladas de antemano con algunos individuos de la
Orden, franceses, más patriotas que adictos a una institución ya tan caduca.
Bien guarnecida la fortaleza, la expedición siguió su rumbo a Alejandría, donde
el 1° de Julio entraban los Franceses por asalto; continuando el 6 a Rahmanhyeh
y, después de un combate victorioso con Murad-Bey en Chebreiss, presentándose
el 21 a la vista de aquellas pirámides desde cuya altura iban a contemplarlos
cuarenta siglos según la elocuente frase de su caudillo. La batalla de las
Pirámides reúne al esplendor de una victoria conseguida en tales lugares,
teatro de contiendas ilustradas por los Faraones, los Césares y después por el
santo rey que acaudilló la séptima cruzada, el de la originalidad y el arte en
la manera de combatir a la caballería más brillante que se haya presentado en
los campos de batalla. «Nada iguala, dice un historiador francés, a lo hermoso
del golpe de vista que ofrece aquella caballería africana; las formas elegantes
de los caballos árabes, realzadas por los arneses más ricos, el aire marcial de
los jinetes y lo abigarrado y brillante de sus trajes, los soberbios turbantes
de sus oficiales; todo eso formaba para nosotros un espectáculo tan curioso
como nuevo». Los cuadros franceses en el ala derecha resistieron el violento
empuje de esa caballería, destrozándola completamente y haciéndola huir hasta
el alto Egipto, donde Desaix, meses adelante, acabaría con ella; mientras las
columnas de la izquierda, apoderándose de los atrincheramientos en que se
apoyaba el ejército turco, hundían en las aguas del Nilo a los fugitivos que,
llenos de espanto, las cruzaron para introducirlo en las tropas de Ibrahim-Bey
que se dirigió a ocultarse en el desierto de la Siria. La falange, tan preciosa
para los Griegos en Asia ante la veloz caballería de los Persas, modificada en
virtud de la diferencia de las armas, reapareció en Egipto por igual necesidad
en los arenales del desierto contra la caballería de los mamelucos, tan ligera
en sus movimientos y tan fuerte por sus armas.
Todo
marchaba perfectamente: las poblaciones más importantes de Egipto se veían
ocupadas por las tropas francesas, y Napoleón, poco escrupuloso en materia del
dogma y mucho en cuanto pudiera conducirle al dominio del país conquistado y a
su mejor administración, se ocupaba en atraerse a los ministros del islamismo y
por su vehículo a los pueblos de aquel país excepcional en todo, cuando un
revés, para cuya evitación no fueron escuchados sus consejos, fue a arrebatarle
las esperanzas que pudiera abrigar de mantener sus comunicaciones con Francia y
recibir lo que más habría de necesitar, noticias y refuerzos. El combate naval
de Abukir, en que Nelson con una maniobra tan feliz como atrevida destruyó la
escuadra francesa, fue a arrebatar a los soldados de Napoleón esas esperanzas y
a introducir en sus filas, si no el temor a un peligro inmediato, de acceso
siempre difícil en sus corazones, el desaliento que arranca de la separación
ilimitada del suelo nativo, en ninguna tan de notar como en la nacionalidad
gala. Ya logró levantar el espíritu de las tropas aquella serie de triunfos
alcanzados en Siria y las tierras bíblicas del Jordán y el Thabor, y, aun con
el fracaso de San Juan de Acre, el desquite gloriosísimo tomado en la margen
misma de la ensenada fatal de Abukir, en que fue completamente destruido un
ejército turco a la vista de los Ingleses, los vencedores de la víspera en el
mar. Pero ni esos triunfos, ni el conseguido sobre el ánimo de los naturales
hasta hacerles creer en la conversión al islamismo del héroe francés y sus
soldados, a cuyo amparo esperaban verse libres de las depredaciones de los
mamelucos, bastaron a crear en el Delta egipcio una situación que llegara a
satisfacer a sus nuevos conquistadores y menos a su jefe, al llegarle, sobre
todo, la noticia de los trascendentales sucesos que tenían lugar por entonces
en Europa.
Lo que más
había afectado a aquel hombre, todo ambición y todo cálculo, que lo mismo hacía
fusilar a los genízaros prisioneros que le estorbaban en su marcha a Siria, que
envenenaba a sus enfermos incurables al retirarse a Egipto, era el fracaso de
sus manejos para atraerse la Puerta Otomana a sus miras contra los Ingleses.
Talleyrand, que él esperaba obtendría en Constantinopla cuanto pudiera desearse
en ese punto, había confiado a otro misión tan interesante y delicada,
temeroso, al decir después de Napoleón, de ser encerrado en las Siete-Torres.
Los manejos de los diplomáticos rusos e ingleses lograron, de otro lado, acabar
con las vacilaciones del Sultán pintándole con los colores más negros la
expedición francesa a un punto tan importante de sus estados , y haciéndole
luego conocer el desastre de Abukir que la dejaba aislada y sin esperanza
alguna de salvación. Le Renard, como escribía Bonaparte, escapaba a su encierro
en las Siete-Torres, donde le sustituiría Ruffin, encargado de negocios de la
República, pero dejando a los Franceses de Egipto en lucha con los Turcos que,
ayudados por los Ingleses, harían sumamente precaria su situación, harto
difícil ya y comprometida. Disgustado, pues, Bonaparte por el aislamiento en
que se veía, con la decepción, para él inesperada, de las negociaciones con el
Sultán, y las noticias que, en su concepto y en el embriagador anhelo de sus
ambiciones, aconsejaban su presencia en París, determinó aprovechar la primera
ocasión de alejarse de Egipto, pero acompañado tan sólo de muy pocos de los
oficiales de su Estado Mayor y algunos de sus generales predilectos.
Las
noticias, en efecto, insertas en periódicos que le hizo entregar el almirante
inglés Sidney-Smith, que bloqueaba con su escuadra la costa de Egipto, eran
para alarmar a cualquier francés y sobre todo, a uno que, como Napoleón, andaba
espiando ocasiones en qué lanzarse a la ardiente arena de la política para
dirigirla, con provecho de la patria, sí, pero con fruto también, honra y
gloria de su nombre y persona. Y aun cuando sabía por los cruceros franceses
que podían burlar la vigilancia de los enemigos, que se trataba de reunir una
escuadra numerosa, compuesta de las francesas de Brest y Toulón y la española
de Cádiz, capaz de llevarle a Francia con todo el ejército, el no presentarse
en aquellas aguas aumentaba sus zozobras aguijoneándole más y más a no perder
coyuntura para llevar a ejecución su proyecto de fuga. Las noticias, repetimos,
eran graves y muy fundados los temores que pudieran infundir, particularmente á
los que no dejarían de abultárselas á tal distancia como se hallaban de la
patria.
Amenazaba a
Francia otra coalición como la que por tantos años había mantenido una guerra
que ahora continuaba sola la Gran Bretaña, con alternativas a veces, pero
avivando siempre en los demás pueblos las ambiciones de un desquite que los
lavara de la mancha del vencimiento de tantos por uno solo. El Directorio no
cesaba en sus jactanciosas exigencias; y de arrogante, como podía mostrarse por
sus triunfos dentro y fuera del suelo francés, tan ensanchado por sus armas,
iba haciéndose cada día más y más invasor, sin reflexionar que sus proyectos
contra Inglaterra, la expedición a Egipto y el estado de excitación en que se
encontraban los partidos políticos en el seno mismo de la República, lo
tenían él debilitado en extremo y a la
patria en inminente peligro de un esfuerzo a que no cabía dudar se preparaban
los vencidos en la lucha recientemente acabada. Los agentes del Directorio en
las nuevas repúblicas se mostraban, a la manera de los antiguos procónsules
romanos, tan déspotas como avaros; sus propagandistas, asalariados o no,
excitaban por todas partes a la revolución, provocando turbaciones tan graves
que el Piamonte, por ejemplo, pedía la presencia en su territorio de tropas
francesas que las sofocaran, pero a costa de entregarles la ciudadela de Turín
y otras fortalezas para su conservación y custodia. Invadidos los Estados
romanos y formada con los de que no había dispuesto Napoleón para sus
combinaciones políticas en el alta Italia, una nueva república que, ayudada del
ejército francés, había arrojado de la Ciudad eterna a Pío VI para que fuera
luego a morir en Valence del Delfinado, desposeído de su silla y proscrito; los
Estados romanos, repetimos, se hallaban en tal estado de desorganización y
anarquía que convidaban a otra nueva ocupación francesa que, además, amenazaba
extenderse a Nápoles, cuyo soberano , lleno de espanto, se creyó en el caso de
levantar en armas el país y defenderse como mejor pudiera y supiese. Fernando
IV y su mujer María Carolina, activa y enérgica como su madre la insigne María
Teresa, no confiando y con razón en la mediación de Carlos IV, se entregaron,
aunque disimuladamente en un principio, a Inglaterra, y haciendo un llamamiento
a la juventud hábil y reorganizando y completando los regimientos, consiguieron
formar un ejército de 60.000 hombres.
Otro tanto
procuró hacer el Gran Duque de Toscana, austríaco de origen y corazón; y con el
establecimiento de la República helvética de Leman, valiéndose de las
discordias suscitadas entre Vaud y Berna, y con las rapiñas y vejaciones
impuestas a sus habitantes, el Directorio logró que éstos volviesen sus ojos al
Austria y la abriesen un nuevo camino por donde invadir algún día Francia.
En el
Congreso de Rastadt, no satisfecho tampoco el Directorio con que se hubiera
concedido a Francia la posesión de la orilla izquierda del Rin, había hecho que
sus representantes exigieran nuevas posiciones que dominaran la derecha en los
puntos más estratégicos, libertad de navegación en los ríos alemanes,
indemnización, cuanto de más repulsivo podía ofrecerse y absurdo, a punto de
producir la ruptura de las negociaciones y hasta la muerte de los
plenipotenciarios franceses, asesinados a su salida por la plebe. Los
directores de entonces, Rewbel, Barras, Merlin, Lareveillére y François de
Neuchateau, políticos pretenciosos pero de corto alcance en sus miras y
pensamientos de gobierno, no hacían sino resucitar los anteriores antagonismos,
dar nuevo pábulo á los rencores y provocar con su ineptitud, arrogante a veces
y a veces débil como todas las inepcias, a la venganza en la primera ocasión
favorable que se presentara.
La cual no
tardaría en presentarse; porque el sucesor de la emperatriz Catalina de Rusia,
Pablo I, aun abandonando al principio de su reinado la política de su madre,
que tan hábilmente se había aprovechado de la lucha de la Prusia y Austria con
la Revolución para sacar la mejor parte en la desmembración de la Polonia, se
decidió a aliarse con aquellas potencias tan pronto como tuvo noticias de la
expedición de Egipto que le podría arrebatar la presa de Constantinopla,
señalada como la más legítima y apetecida de los Zares desde los tiempos de
Pedro el Grande. Y aunque no fue posible sacar a Federico Guillermo de la
neutralidad que se había propuesto para indemnizar a Prusia de los gastos y
perjuicios causados por su padre, el emperador de Rusia, después de entenderse
con la Inglaterra, lo cual era muy fácil en tales circunstancias, halló en el
Gabinete austríaco quien atendiese sus excitaciones, conformes con las que no
podía menos de provocarle tanto y tanto motivo de descontento y alarma como le
había dado Francia después del tratado de Campo-Formio. Animaban, además, al
Austria las esperanzas de recobrar su antigua influencia en Italia donde, ya lo
hemos dicho, las violencias ejercidas por los emisarios franceses, producían el
mayor descontento entre los nuevos republicanos, no remediado con el relevo de
Bruñe por el general Joubert en el mando del ejército de aquella península.
Si no todos
los necesarios en tal situación, Francia tenía soldados, y ésos expertos y
aguerridos; pero le faltaban generales que, como antes, los llevasen a la
victoria. El 18 Fructidor había inutilizado a Carnot; la fuga de Pichegru había
comprometido a Moreau; y podía decirse que los jefes más caracterizados en el
mando de las tropas se hallaban en Egipto junto al que la opinión señalaba como
el único capaz de salvar la República, razón, acaso, para que el Directorio le
viese con gusto tan lejos y sin medio alguno de comunicarse con Europa.
Para el
completo aislamiento de la Francia en crisis tan tremenda, sólo la restaba
malquistarse con España, y ciertamente que lo hubiera logrado, a tal punto
querían llevar Truguet y los demás agentes franceses que pululaban en Madrid su
imitación a los procedimientos arbitrarios y a las exigencias de los que hemos
llamado procónsules en Milán y las demás repúblicas italianas, sin el empeño
decidido en Carlos IV de conservar la paz en el reino y no faltar a los
compromisos contraídos con la República, su mayor enemiga pocos años antes.
«Ofrecimientos de hombres, de navíos, de dinero, dice Lafuente, de tratados
ventajosos con Inglaterra, halagos de toda especie, amenazas en caso contrario,
todo lo empleó el Zar para ver de conseguir que Carlos IV renunciara a su
amistad con la República; pero todo fue inútil y lo que hizo el monarca español
fue ponerlo en noticia del Directorio, protestando nuevamente de su adhesión y
de sus sinceros deseos de conducirse en todo como un aliado fiel y constante.»
Y era también, no hay para qué negarlo, era que el Ministerio español, tal como
estaba constituido y en las condiciones a que le sometían las influencias,
todas contrarias a él, de la Corte, eco de otra oculta tras ella imperando sin
responsabilidad alguna, y las que, de modo no menos despótico, ejercía,
acabamos de decirlo, el embajador francés, carecía de fuerza para resolución
tan enérgica como la de reanudar con las potencias del Norte las relaciones que
en 1793. Se acababa de romper con Inglaterra; y en la lucha imprudentemente
acometida contra poder tan formidable como el suyo y medianamente gloriosa
hasta entonces, no se había podido observar cuál era el ayuda que prestaran a
España las escuadras francesas ni sus ejércitos tampoco, empleados, por el
contrario, en atropellar en Italia intereses que eran en parte españoles, ya de
familia, ya los más respetables aún, de los religiosos que importaban
sobremanera a nuestra nacionalidad que tanta sangre había vertido en su
defensa. Pero ¿es que el Gobierno español, representado por un mismo soberano
aunque con distintos ministros, podía entregarse a ese género de veleidades
políticas cuando era uno de los que simbolizaban en Europa el gobierno de uno
solo, absoluto, con los rasgos característicos todos del despotismo?
Así es que
Saavedra y Jovellanos, hombres formales y de conciencia harto severa, seguían
el camino que encontraron trazado; y si no descuidaban la defensa del suelo
patrio y el honor de la bandera; si, demasiado escrupulosos, no olvidaban los
compromisos contraídos con Francia, ayudándola honradamente, a la española, a
pesar de lo mal pagados que veían sus esfuerzos, parecían, como hombres de
ciencia y cuanto más de la administración rutinaria de aquellos tiempos,
dedicarse principalmente, el primero, al arreglo y orden de los asuntos
financieros casi exclusivamente, y el segundo, Jovellanos, a la práctica de sus
estudios favoritos, los de la instrucción pública con preferencia y, si le
daban espacio, al mejor asiento posible y distribución de los tribunales de
justicia.
El enorme
déficit que ofrecían los presupuestos por efecto de las guerras sustentadas
desde la emprendida con la República francesa, en aumento después por la
pérdida de nuestras comunicaciones con América, tenía forzosamente que
preocupar a Saavedra. Si ya desde su entrada en el ministerio en tiempo de
Godoy había procurado poner remedio a tan grave mal, debía después estimularle
aún más a buscárselo el asumir una responsabilidad con que antes podía cubrirle
su situación, cuya falta de independencia era notoria. Su espíritu de reformas
se había hecho manifiesto con la creación de una Junta de Hacienda, compuesta
de personas que entonces pasaban por verdaderas eminencias en el ramo; el
marqués de Iranda, Cabarrús, Canga-Arguelles, Soler, González Vallejo, Espinosa,
Huici y Angulo, la cual, con los datos que la pudieran proporcionar las
Memorias presentadas en 1796 y 97 por los anteriores ministros Gardoqui y
Varela y en vista de los apuros que presuponía un déficit de más de
800.000.000, arbitrase, pero inmediata y eficazmente, los recursos necesarios,
la consolidación del crédito público y los especiales del Banco, los Gremios y
la Compañía de Filipinas, primeros mantenedores del Gobierno en sus varios y
frecuentes apuros. Gardoqui se había mostrado duro en sus arbitrios extendiendo
a todas las provincias, aun con tan diferentes y especiales organismos, y a
todas las clases, hasta las más privilegiadas, incluso el clero, la obligación o
el deber de contribuir al alivio del Tesoro, exhausto siempre. Varela, más
rigoroso y hasta cruel, abarcaba en su plan mayores espacios contributivos,
comprendiendo en ellos, no sólo a los militares y eclesiásticos para
cercenarles sus sueldos en sumas considerables y suprimiendo plazas, sino a la
Corona misma, de la que pretendía vendiese en favor del Erario cuantas
posesiones tuviera en Valladolid, Andalucía y Valencia, cuantas fincas, casas y
sitios no fueran los reales próximos a Madrid que solía disfrutar en sus
excursiones de costumbre. Con decir que al tiempo que suprimían prebendas y canonjías,
se vendían encomiendas de las Órdenes militares y se rifaban títulos de
Castilla, se abrían las puertas de España a los comerciantes y capitalistas
hebreos dándoles esperanzas de hacerlo a la que tan impropia y torpemente se
llamaba su nación, se puede comprender cuáles no serían los apuros de nuestra
Hacienda y hasta dónde llegarían los que la manejaban en el camino de la
desamortización.
La Junta dio
su informe sobre la manera de atender a necesidad tan grande y perentoria de
corregir abusos y allegar recursos, y propuso una serie de arbitrios que, si no
muy distantes de los buscados por Gardoqui y Varela, aparecían más suaves y
fáciles en su adquisición; un préstamo patriótico por acciones de a 1.000
reales sin interés; el envío de buques muy veleros a América para que trajesen
todo el oro y plata que pudiesen; el otorgamiento de títulos de nobleza a
gentes honradas, mediante donativos cuantiosos; la venta de bienes de la Corona
de que pudiera ésta prescindir; la de bienes también de hospitales, hermandades
y obras pías del mismo modo que se había hecho con los de propios, y el uso,
como ahora, del sello en las operaciones de cambio y giro del comercio. Pero
¿bastarían esos recursos o se harían, en caso afirmativo, efectivos hasta
sufragar los inmensos gastos que causaba la guerra con los Ingleses, mucho
mayores por su índole que los que producen los terrestres?
Saavedra
llevó a la práctica una parte de esos proyectos y acaso hubiera llegado a más,
como lo demostraban el establecimiento, no del todo original en él, de la Caja
de Amortización y la venta de las fincas urbanas, de propios y arbitrios; pero
ni sería todo eso suficiente para salir de tanto apuro ni se le dio tampoco
tiempo para madurar sus planes rentísticos o siquiera ponerlos en camino de dar
resultado. En cuanto a los préstamos o empréstitos, la mayor parte de los que
habrían de proporcionarlos desconfiaban de las ofertas del Gobierno, suponiendo
que no les serían devueltas las sumas que le dieran. Algo, pero no lo que se
esperaba, dio de sí la disposición sobre las vinculaciones y sobre la venta de
bienes y obras pías, cuyos productos ingresaron en la Caja de Amortización
después de obtenida para la de las últimas la correspondiente licencia de la
Sede apostólica. Pero, aun así y en vista quizás de tan exiguos resultados,
hubo que apelar a nuevos empréstitos y a otra emisión de vales reales,
cometiéndose con ese motivo el gravísimo error de hacer obligatoria su
aceptación en los tratos y por todo su valor, lo cual aumentó su descrédito, se
escondió el metálico y se introdujo en las contrataciones un desorden muy
difícil de remediar. Para colmo de desaciertos, se confió la dirección de la
Deuda al Consejo de Castilla que tan alejado debía mantenerse de ese género de
asuntos. Ni sirvió para estimular a todas las clases del Estado el
desprendimiento de los reyes que cedieron la mitad de las consignaciones que se
hacían para sus bolsillos secretos y mandando a la Casa de Moneda la plata de
la casa real y su capilla. El ejemplo fue seguido por algunos magnates y
capitalistas; pero ni con todo eso ni con la esperanza de que no tardarían,
acaso, en llegar los buques enviados a América para, como los antiguos
galeones, traer los tesoros allí acumulados, se logró inspirar la confianza
necesaria para sacar al Tesoro de situación tan angustiosa.
Jovellanos,
talento de vuelo más alto, lo remonta a las regiones de lo abstracto en
materia, ya de sí tan filosófica, como la de la instrucción pública, base de
toda cultura y prosperidad en los pueblos. Su erudición vastísima le lleva a
ambicionar el extenderla por todas partes y, para conseguirlo, toma el camino
de las reformas, considerando caducos y hasta absurdos ya los procedimientos
que en otras épocas habían hecho la gloria de nuestros centros docentes. Entre
éstos era el de fama más sólidamente cimentada la Universidad de Salamanca, la
que a pesar de los cargos que se le hicieron de haber despreciado a Colón y
perseguido al autor de la Profecía del Tajo, y resistiendo los desaires
de su rector el célebre Conde Duque, fue llamada la Atenas Española.
Pero en los
tiempos a que nos vamos contrayendo se mostraba, en opinión de muchos y en la de
Jovellanos particularmente y sus admiradores, como todas las demás
universidades, en decadencia lamentable, a punto de escribir alguno que «en
ellas se veían lo extraviados que andaban los entendimientos». «Pervertidos,
añade, por falsas ideas, tenían por saber la ignorancia, por ingenio la vana
sutileza, por elocuencia y buen gusto las hipérboles y frases vacías de
sentido, por conocimientos útiles la jerigonza escolástica». Las ciencias,
sobre todo las exactas, parecían proscritas en la enseñanza general, y sólo en
la que daba la universidad de Salamanca quedaban todavía algunos maestros
bastante eruditos para que se la señalasen como rastro de aquel esplendente
foco de luz que atraía a las gentes desde las más remotas regiones del mundo
civilizado o que pretendían serlo. Por eso quiso Jovellanos establecer en ella
la base fundamental de sus reformas, para lo que presentó al Rey un informe tan
luminoso como todos los suyos, dirigido a demostrar a S. M. que, siendo la
instrucción la medida común de la prosperidad de las naciones, se hacía
imprescindible buscar en nuevos métodos de enseñanza la que fuera más
conveniente a nuestro pueblo, acostumbrado hasta entonces a ver en las
universidades españolas unos cuerpos eclesiásticos con autoridad pontificia. La
Teología y el Derecho, con la Filosofía por preliminar de aquellos estudios, y
la Medicina y la Jurisprudencia mismas, cultivadas por el amor del hombre a la
vida y a sus bienes, habían hecho descuidar o mantener olvidadas las ciencias
exactas y naturales, relegándose al desprecio las matemáticas, cuya enseñanza
se había ensayado como la de la Física en alguna universidad, y que sólo
sirvieron, al decir de Jovellanos, para hacer almanaques y reducir a la nada la
materia prima.
Para
establecer esas reformas y conseguir el objeto a que se dirigían, se necesitaba
un hombre de gran capacidad, de carácter firme y además invulnerable por sus
virtudes e investidura. Y a nadie halló que superase en tales condiciones a D.
Antonio Tavira, obispo de Osma entonces y cuya historia literaria y sacerdotal
le ponía a salvo de los tiros que pudieran dispararle los que por rutina,
interés o espíritu de partido se opondrían al desarraigo de los vicios y abusos
antiguos todavía existentes, por absurdos y hasta monstruosos que fueran. Era
el prelado, con efecto, modelo de los de su jerarquía en lo evangélico, en lo
sabio y perito en el arte de enseñar; orientalista distinguido, maestro de
griego y hebreo y práctico en los dialectos siriaco y caldeo como en el idioma
árabe; había ocupado una capellanía de honor de las de la Orden de Santiago, a
que pertenecía, en la Capilla Real, donde predicó varias veces con aplauso; fue
después obispo de Canarias, dejando en aquellas islas memoria honrosa y
perdurable de su celo y virtudes; y pasó de allí, por motivos de salud, á la
Península para sentarse en la silla episcopal de Osma que ilustró con sus
investigaciones en la zona arqueológica de Termes, Clunia, Oxama y Numancia,
como había hecho en Uclés con las practicadas en Cabeza del Griego descubriendo
columnas , relieves, sepulcros y templos sumamente notables. Mas para la
ejecución de los proyectos de Jovellanos convenía la presencia de Tavira en
Salamanca; y después de una larga y erudita correspondencia entre ambos y a
pesar de las dificultades que opuso el prelado a los propósitos, asaz
optimistas, del ministro, se expidió el real decreto de 6 de Julio de 1798 en
que, «atendiendo S. M. a la urgente necesidad de mejorar los estudios de
Salamanca, para que sirviesen de norma a los demás del reino, y a las dotes de
virtud, prudencia y doctrina que requería aquel encargo y concurrían en el
limo. Sr. Don Antonio Tavira, obispo de Osma, venía en nombrarle para el
obispado de Salamanca... etc. »
Tavira fue,
con efecto, a Salamanca donde, aunque con repugnancia, se preparaba a llevar a
ejecución la obra que se había puesto a su cuidado, cuando la caída de
Jovellanos y su destierro le dejaron libre de carga tan pesada. En España, ya
se sabe, a nuevos agentes, nueva administración, generalmente la más opuesta a
la que acaba de ejercitarse: y ya que no se tomara en aquella ocasión este
último rumbo porque, al fin, el trabajo fatiga, se dio al olvido el comenzado
por el venerable obispo, sin dejarle, por eso, en la paz por que tanto ansiaba,
los que más debían temer su inteligente celo, los partidarios de los antiguos
abusos, los ignorantes y egoístas. Libres del susto que habían sufrido, se
dedicaron al espionaje de los actos y de las palabras del prelado acudiendo a
su propio palacio para conocer aquéllos y al templo y a sus sermones por si
lograban sorprender la sombra siquiera de un pensamiento que no cupiera en la
especial ortodoxia de tan celosos oyentes de la divina palabra. Sólo a la
muerte de tan ejemplar obispo, digno de eterna loa, acaecida, como se verá más
adelante, en 1805, el ministro que había sustituido a Jovellanos cayó en la
cuenta de las deficiencias de que adolecía la instrucción; pero no fue para
inspirar las reformas que pudieran creerse necesarias en el espíritu de la
época y en las que se practicaban en otros países más adelantados, sino para,
con el consejo de los rabiosos enemigos de su antecesor y de Tavira, caer en
una reacción cien veces más perniciosa que el anterior estado de los estudios
universitarios.
En otras
reformas, trascendentales también aunque de distinta índole, pensó Jovellanos
en el corto tiempo de su ministerio. Una de ellas, aventuradísima para una
época en que, no los ministros y más altos dignatarios de la corte, sino los
mismos favoritos del monarca se veían amenazados en su libertad y vida si la
acometían, fue la de la formación y substanciación de los procesos por el
tribunal del Santo Oficio, s¡ no lograba, como era de desear, el suprimirlo. No
era la Inquisición lo temible que antes. Aun había habido quien se atreviera a
intentar lo que ahora Jovellanos, entre otros el Sr. Abad y la Sierra,
inquisidor general, que era, obligando a aquel tribunal a juzgar por las reglas
comunes del derecho, lo cual le costó su exoneración y destierro; y Godoy
mismo, si partidario y protector del Santo Oficio durante la guerra con
Francia, su adversario después al aliarse con los revolucionarios, fue hecho,
así, blanco de sus tiros como no ha mucho expusimos al recordar la conjura de
los prelados de Toledo.
Pero, aun no
siendo tan de temer, y eso ya desde los tiempos, sobre todo, de Carlos III,
todavía repugnaban sus procedimientos tenebrosos al espíritu, no poco
levantado, de las ideas de aquella época en la misma España; y así como para la
reforma de los estudios universitarios se valía del talento y el prestigio del
Sr. Tavira, usó para la de la Inquisición de la enérgica iniciativa del luego
tan célebre canónigo D. Juan Antonio Llorente, auxiliar antes del Sr. Abad y
autor de unos Discursos sobre el orden de procesar en los tribunales de la
Inquisición.
Animado por
sus éxitos en Asturias en materias literarias, científicas y económicas,
Jovellanos creía tan posibles como útiles las reformas que meditaba, sin pensar
en los obstáculos que habrían de oponerle en la corte tantos intereses
encontrados, la rutina y la envidia, por fin, y la inepcia de los que sólo
pensaban en mantenerlos y acrecentarlos si les fuese dable. Pronto hubo de ver
desvanecidas tan caras ilusiones, alimentadas, repetimos, por las grandes
ventajas que obtuviera en su país natal con el establecimiento del Real
Instituto Asturiano, modelo de los de su clase, en que se cultivaban con el
mayor aprovechamiento varias ciencias, las Matemáticas, la Cosmografía y, como
derivadas de ésta, la Navegación y el servicio en los buques, además, por supuesto,
de las Humanidades, el Dibujo y el estudio de las lenguas modernas. Ni tenía ni
podía tener en Madrid la autoridad moral y el prestigio que en Oviedo, su país
y donde la desgracia le había hecho permanecer largo tiempo y fructuosamente.
En la capital de la monarquía, adonde acuden las pretensiones de todas partes,
y en la corte, espelunca en que anidan la ambición, la envidia y las intrigas
más hábiles, a espaldas, casi siempre, de la rectitud de intenciones, de la
sinceridad de las palabras y de los propósitos más firmes de labrar la
prosperidad de la nación, se necesita más arte que ciencia, y dotes de carácter
muy superiores si han de dominarse tantas y tan odiosas concupiscencias. Y
Jovellanos, adornado de todas las virtudes y de grandes talentos, carecía, como
tantos otros hombres de vasta instrucción y hasta de experiencia de la vida,
carecía, se ha dicho por muchos, de la aptitud para el despacho de los negocios
comunes y para las áridas tareas gubernativas.
Ayudaban
poco a Saavedra y Jovellanos los demás ministros, si se exceptúa de entre ellos
al ilustre marino D. Juan de Lángara, llamado en mal hora del mando de la
escuadra del Mediterráneo, vencida luego con la del Océano en el cabo de San
Vicente, el cual fomentó, en cuanto pudo, el Depósito hidrográfico, en
que publicó la carta del Seno mejicano Bauzá, uno de los compañeros de
expedición de Malaspina, que con tal interés había promovido aquel
establecimiento científico. Igual protección obtuvo el Observatorio
Astronómico de Cádiz, fundado por Fernando VI a propuesta de Don Jorge
Juan. Por iniciativa también del general Mazarredo, fue el Observatorio
trasladado á la isla de León en el año de 1797, donde continuó sus trabajos y
publicaciones y rivalizando con los de Greenwich y París, los más acreditados
entonces de Europa.
Por lo
demás, la Gaceta de Madrid seguía no dando más noticias oficiales en los
demás ramos de la Administración que las referentes al movimiento del personal
en España y sus Indias, las promociones de golillas, y eclesiásticos, que, por
lo general, llenaban las escasas páginas destinadas a la sección de España y
casi exclusivamente a la de Madrid.
Cuando con
más celo parecían trabajar Saavedra y Jovellanos, alma de aquel ministerio,
porque no se echara de menos la presidencia en él del Príncipe de la Paz, y aun
creían haber conseguido del Rey muestras de un favor tan difícil de conquistar
de quien tantos años llevaba de otorgárselo ilimitado a aquel remedo de los
antiguos y prepotentes validos de la corte española, asaltó a ambos ministros
una grave dolencia que ofreció los caracteres de no ser espontánea ni reconocer
causa alguna de las que generalmente afectan a la salud.
Aun sin que
tomase el mal las proporciones que después, se buscó con su disculpa el
preparar el apartamiento de Saavedra de los negocios que él mismo debió
comprender no podría en tal estado continuar desempeñando con el desembarazo de
los primeros días de su entrada en el ministerio. El 18 de Mayo se expedía un
decreto disponiendo que la superintendencia de la Real Hacienda y la Dirección
del Despacho universal del mismo ramo se confiasen al consejero Don Miguel
Cayetano Soler, honorario, que era también, del de Castilla, con la reserva,
tan sólo, de la correspondencia con la Tesorería, los negocios respectivos a la
Real Casa y aquellos que a Saavedra pareciese para el mejor desempeño de los
encargos que se le tenían encargados. Y que aquella disposición era de un
carácter permanente lo demuestra la circunstancia de que se añadía en su
contexto que para hacer más respetable su persona (la de Soler), y
que pudiera mantenerse con el decoro propio de su distinguido empleo, se le
concedía plaza efectiva en la Cámara de Castilla, con un sobresueldo y la
asistencia con la mesilla, carruaje y alojamiento proporcionado en los Reales
sitios.
La
enfermedad continuaba, entretanto, haciendo progresos difíciles de atajar por
desconocerse la causa que uno de los pacientes llegaría a descubrir más tarde,
pero, aun cuando lenta, sin detener su marcha, por lo que el 4 de Agosto se
habilitaba al mismo Soler para que comunicase las reales resoluciones, poniendo
en la antefirma que lo hacía por indisposición de Saavedra.
Jovellanos
era robusto y logró vencer una enfermedad que, iniciada en el Escorial, se
recrudeció en Aranjuez a punto de exigir prontos y enérgicos remedios. Saavedra
adoleció más gravemente aún; así es que con pocos días de diferencia hubieron
los dos de verse separados de los negocios de Estado, si Jovellanos de manera
definitiva, su colega provisionalmente en los de la Secretaría de Estado
también, aunque, al intentar su vuelta a ellos, tuvo muy pocos días después que
abandonarlos por un plazo más largo, hasta principios del año siguiente en que fue
destituido. Así, en efecto, Saavedra entregaba la Secretaría de Estado por
primera vez a Urquijo el 13 de Agosto de 1798, y Jovellanos aparecía exonerado
el 24, dejándole plaza y sueldo de Consejero de Estado, pero destinándole a
Asturias para que continuase en las mismas comisiones de que se hallaba
encargado al recibir el nombramiento de ministro cinco meses antes. La Gaceta de aquella misma fecha publicó el decreto de la exoneración de Jovellanos,
escueto y duro como si se tratara de un hombre a quien pudiera imputársele una
gran falta o careciese de mérito alguno. ¡Cuáles no serían los manejos puestos
en juego para perderle, que el Rey en su audiencia de despedida, le dijo que
quedaba satisfecho de su celo y de lo bien que había desempeñado su cargo, pero
advirtiéndole de que tenía muchos enemigos sin que entre ellos debiera contar a
la Reina que no había tomado parte alguna en su desgracia! Hay, sin embargo,
motivos y no de los de que deba desentenderse el historiador, para creer que
medió un trabajo sutilísimo a la par que tenebroso, comenzado al notar las
muestras de satisfacción del Rey por el comportamiento de sus dos ministros y
lo sano de los consejos que le daban, trabajo de dudas y sospechas sobre sus
intenciones y que se extendió al terreno de la calumnia haciendo creer al
cándido Carlos IV que estaba depositando su confianza en quien tenía más puntas
de hereje que del acendrado e intransigente catolicismo correspondiente a un
ministro español. La calumnia era para despreciada por un Jovellanos; pero
surtía el efecto que buscaban los conspiradores en el ánimo de un soberano como
aquél, atacado ya de la nostalgia del favorito en cuya virtud, talento y
lealtad estaba acostumbrado á descansar sin temores ni prevenciones.
Jovellanos
permaneció pocos días en Madrid, pasando luego a Trillo, cuyas aguas le
procuraron el restablecimiento de su quebrantada salud, para luego dirigirse a
Gijón, donde el 27 de Octubre le esperaban sus amigos, sus libros y aquel Instituto
Asturiano, objeto de su paternal cariño y sus mayores desvelos. El día que
llegó al Escorial escribía: «Todo amenaza una ruina próxima que nos envuelve a
todos. Crece mi confusión y aflicción de espíritu. El príncipe de la Paz nos
llama a comer a su casa: vamos mal vestidos. A su lado derecho la princesa; a
su izquierdo, en el costado, la Pepita Tudó... Este espectáculo acaba mi
desconcierto... mi alma no pudo sufrirlo. Ni comí, ni hablé, ni pudo sosegar mi
espíritu. Huí de allí: en casa toda la tarde inquieto y abatido, queriendo
hacer algo y perdiendo el tiempo y la cabeza.» Y el día en que salió del
ministerio y al reanudar su diario hacía notar así el contraste de una y otra
situación: «Escribo con anteojos. ¡Qué tal se ha degradado mi vista en este
intermedio! ¡Qué de cosas no han pasado en él! Pero serán omitidas, o dichas
separadamente. Exonerado del ministerio de Gracia y Justicia por papel del 15,
y despedido el 16 de Agosto, volví el 1 7 a mi casa de Madrid: estuve en ella
el 18 y el 19, y el 20, a las cuatro de la tarde, salí para Trillo y llegué
después a las nueve a Alcalá...» Cuando llegó a Gijón, añadía: «Al siguiente
día 27 salimos de madrugada (de Oviedo), y estábamos a las diez en Gijón
felizmente, cerrada tan borrascosa época de once meses y medio... Nada me ocupa
de cuanto dejo atrás; pero a su entrada me llenó de amargura la falta de mi
hermano, que tanto contribuía a la felicidad y dulzura de mi vida en el tiempo
más venturoso. Su sombra virtuosa se me presenta en todas partes, y empezando a
venerarle como el espíritu de un justo que descansa, casi no me atrevo a llorar
sobre sus cenizas.»
La verdad es
que un hombre así podrá ser utilísimo para el consejo, pero difícilmente para
la acción pronta y enérgica que exige época, como la en que ejerció en el
ministerio, tan difícil y turbulenta.
Por más que
la necesidad del descanso hiciera aparecer como interina la separación de
Saavedra del despacho de las dos secretarías que desempeñaba, y fuera
sustituido en la de Estado por D. Mariano Luis de Urquijo, oficial mayor de
aquel ministerio, y en la de Hacienda por D. Miguel Cayetano Soler, consejero
del mismo ramo, la exoneración de Jovellanos ponía así como el sello a una
situación política de que podían los dos considerarse como los únicos
representantes de valía, autorizados, como en España, en todos los Gabinetes de
Europa.
De un
ministerio interino como el que quedaba al frente de la administración
española, poco podía esperarse; y luego veremos, en efecto, que cuantos ramos
la componían fueron arrastrando esa existencia anémica que revela la falta de
caracteres y de talentos que la exciten al movimiento y a la acción. Y gracias a
que la guerra con Gran Bretaña, por los dobles peligros con que amenazaba, los
comunes de una lucha ya manifiestamente desigual y los que hacía augurar el
aislamiento en que iba a quedar la Metrópoli de sus vastísimas y ricas
posesiones de Ultramar, provocaba en el ministerio la necesidad y la urgencia
de atender a su prosecución en las mejores condiciones posibles. Lángara,
apartado completamente de la política, que sólo podría causarle tedio al
observar la que se desenvolvía a su vista, se había dedicado con toda su
voluntad y todas sus fuerzas a reorganizar la armada española, ayudado,
principalmente en Cádiz, donde se hallaba la mejor parte de ella, por el
general Mazarredo, incansable en su tarea de ponerla en disposición de darse
otra vez al mar con esperanza de otros resultados que los hasta entonces
obtenidos.
Por lo
demás, Urquijo no pensaba más que en fortificar su nueva posición, ya que veía a
Saavedra obligado a buscar el recobro de su salud lejos de Madrid; posición que
esperaba asegurar con seguir la misma conducta observada por su anterior jefe
en las relaciones internacionales y contendiendo con Godoy en las que éste
seguía cultivando en la corte para recuperar el antiguo favor momentáneamente
perdido. No era fácil continuar las primeras ante un Gobierno, como el francés,
decidido á echar por tierra todas las monarquías que aún quedaban dentro de su
esfera de acción en Europa, en Italia particularmente, donde tantos intereses
conservaba la española. El despojo del poder temporal, con tal saña arrancado
al Sumo Pontífice, sin que ni aun dejando pasar eso sirviera para salvar al
duque de Parma del que muy pronto fue, a su vez, objeto y víctima, así como el
riesgo que amenazaba a Nápoles de seguir suerte igual, tenían al rey Carlos
afectado tristemente, temeroso, además, de las consecuencias de una alianza que
le arrebataba toda libertad de acción para impedir tales agravios como los que
le había inferido Francia. Aunque latente, existía, pues, en la corte una
divergencia de opiniones tan perjudicial que a todos desarmaba: al Rey por el
miedo a las violencias a que se veía inclinado el Directorio que, al decir de
un historiador, reinaba en Madrid y dirigía la política extranjera del
Gobierno, y a éste porque inclinado por su patriotismo a rechazar las
imposiciones que le venían de fuera, comprendía cuán difícil iba a serle
sacudir el yugo que, una vez cometido el error de la alianza, le imponían las
obligaciones contraídas con ella. Así es que ni Carlos IV hallaba camino para
volver al de la política española de otros tiempos, ni sus ministros tenían
fuerza, autoridad ni prestigio para, apoyándose en el de la corona o en la
opinión, tomar rumbos independientes de toda otra obligación que la de sostener
la dignidad nacional, entonces por el suelo. España tendría que seguir atada al
carro de la Francia en la marcha vertiginosa que el Directorio, ante la
perspectiva de una reacción, aun acabada de sofocar, é impelido por sus propias
inclinaciones revolucionarias, había tan locamente emprendido.
Con eso, la
nueva coalición, flojamente iniciada según hemos visto, recibió mayor impulso, a
lo que contribuyó no poco el fracaso de los proyectos de sublevación comenzados
a ejecutarse en Irlanda esperando el apoyo y aun la cooperación del ejército y
la escuadra con que la República amenazaba a Gran Bretaña. Había, con efecto,
estallado en aquella isla una insurrección que, de ser hábilmente fomentada,
hubiera podido hacerse formidable. Los Irlandeses, ya se sabe, no desperdician
ocasión de sacudir el yugo inglés; y con las noticias de los grandes armamentos
que se preparaban en Francia para acudir en su ayuda y acometer un desembarco
en la metrópoli, se habían decidido a levantarse en armas, aun consistiendo la
mayor parte de ellas en chuzos y hoces por ser escasísimo el número de los
fusiles y cañones con que podían contar. El Mediodía de Irlanda era teatro de
los estragos que siempre acompañan a la guerra civil y más cuando el
sentimiento religioso y el espíritu de independencia son sus principales móviles.
En el condado de Wesford principalmente, una de las regiones de fácil acceso
para las escuadras francesas, el movimiento popular tomó gran incremento
contando con cifras de combatientes, tan numerosas que pusieron en cuidado
extremo al Gobierno. Pero no se descuidó en enviar refuerzos al virrey,
gobernador de la isla, que a los pocos días de haberse iniciado la sublevación
contaba con tropas que se creyeron entonces suficientes, embarcadas en
Plymouth, Liverpool, Newcastle y otros puertos de donde también salieron
fuerzas navales que bloquearan a los insurrectos e impidiesen la llegada de los
socorros que esperaban de Francia. Y si en un principio, como sucede siempre en
las luchas civiles, los sublevados redujeron su acción a combates parciales y
de corta fuerza, la derrota y muerte del coronel inglés Lamberto Walpole les dio,
con algún armamento y cañones que le conquistaron, alientos para mayores y más
importantes empresas. Pronto cayeron en su poder poblados de vecindario
considerable, la ciudad de Ennyscorthy y la de Waterford, amenazando con el
ataque de la misma de Dublín desde un gran campo establecido en las alturas de
Blackmoor, cubiertas de atrincheramientos. A principios de Junio, los rebeldes
dominaban en más de 30 condados, donde no sólo los hombres sino las mujeres
también tomaban parte en los combates y hasta había alguna que los dirigía como
Miss Keating, la célebre heroína de aquella insurrección, hecha luego
prisionera de los ingleses realistas.
El Morning-Post decía: «Las cartas de Dublín y de Waterford, que acabamos de recibir, no dan
esperanzas de que se concluya muy pronto aquella rebelión; y las medidas que
adopta aquí el Gobierno acreditan esto mismo, como también que para restablecer
el sosiego juzga indispensable echar mano de medios más rigorosos, y así
costará mucha sangre.» En aquella fecha, la ya citada, se calculaba el número
de rebeldes en el condado de Kildare en 150.000 hombres y en el de Wexford en
20.000, cifras indudablemente exageradas pero que no estarían muy distantes de
la verdad cuando eran cuatro los generales ingleses, Dundes, Johntone, Eustace
y Duff, los que combatieron en New-Ross, batalla reñidísima en que, con
exageración también, se atribuyó a los Irlandeses-unidos, que es como se les
llamaba, la enorme pérdida de 5 a 6.000 de ellos. Tan furiosos se mostraron en
la pelea, sobre todo al lanzarse sobre la artillería inglesa, que tanto valor,
rayano á la temeridad, se supuso resultado de la embriaguez de que iban
poseídos al emprender el ataque. Duró la lucha todo el día; fue muerto lord
Montjoy con otros jefes y oficiales ingleses, y lord Kingbourough cayó en poder
de los rebeldes quienes, con eso, tomaron tal incremento que fue necesario
enviar a Irlanda nuevos y poderosos refuerzos con otro virrey de condiciones de
carácter superiores a las de su antecesor.
De lo que
más necesitaban los Irlandeses era de armas, que las de fuego, según ya hemos
dicho, eran escasísimas en su campo; así es que establecieron una fundición de
artillería en Ennyscorthy y comenzaron las obras para otra en Wexford;
extendiendo entretanto la sublevación a las provincias del Norte de la isla,
sin que las proclamas del general Nugent ni las del nuevo virrey, el marqués de
Cornwallis, sirvieran para desarmar a unos hombres que se consideraban a punto
de obtener su independencia á poco que les ayudasen desde Francia y desde
España, sobre todo, que por su espíritu religioso les inspiraba mayores
simpatías y esperanzas. Para conseguir esos socorros iban concentrando en el
condado de Cork y en la bahía de Gallovay fuerzas bastante numerosas con que
apoyar el desembarco de sus aliados, sin que los agentes que empleaban para la
comunicación con ellos se arredrasen por los tormentos a que se les sujetaba,
si eran cogidos, para que descubrieran los secretos de las conferencias y
planes de que eran poseedores.
En
Inglaterra, sin embargo, circulaban todos los días noticias favorables a la
causa realista, suponiendo vencidos en varios encuentros a los Irlandeses y
ahorcado su principal jefe Harvey con otros también caracterizados pero de
menos nombradla, así como pacificadas algunas regiones de la isla y, entre
ellas, la importantísima de Wexford. Y era que, como siempre ha hecho el
Gobierno inglés, si dirigía refuerzos, cada vez más numerosos, al teatro de la
guerra llevando a él hasta cuerpos de milicias de la metrópoli, conminaba con
tal energía al virrey y a sus generales para que no perdonasen esfuerzo alguno
de vigor por su parte, ni medidas, las más rigurosas, para con los rebeldes,
que, antes de empezar el mes de Julio, Cornwallis se había puesto al frente de
las tropas y el general Lake iniciaba el ataque de Wexford apoderándose del
campamento de Vinegar Hill, aunque con pérdidas gravísimas de varios coroneles
y otros oficiales de distinción. Pero a pesar de esas operaciones que, con
efecto, iban haciendo precaria la situación de los Irlandeses que no veían
llegar los socorros prometidos de Francia, y a pesar también de que cada día
desembarcaba en la isla tal número de regimientos ingleses que hacían temer
quedase Inglaterra sin defensa, si se llegaba a verificar el desembarco del
ejército francés acantonado en la costa opuesta, Dublín se hallaba amenazado de
un asalto desde el campamento, que antes anunciamos, cubierto de
fortificaciones que los Ingleses no se habían decidido aún a atacar; viéndose
desde las torres cómo los insurrectos hacían quemar las casas de campo de sus
enemigos o de los partidarios de la causa inglesa. No es, pues, de extrañar que
en la clausura del Parlamento el 29 de Junio pronunciara el Rey, entre otras
frases, la siguiente: «Nada se ha omitido por mi parte para sofocar aquel
espíritu peligroso que amenaza a un mismo tiempo los intereses y la seguridad
de todas las partes del Imperio británico. No podré alabar bastante la
fidelidad incontrarrestable y el valor de mis tropas de línea, como también de
mis voluntarios y de mis milicias de Irlanda. Iguales elogios de mi parte
merecen los guardias de á pie y los voluntarios que se han presentado como defensores
de la vida y de los bienes de sus conciudadanos y como apoyos del gobierno
legítimo.» Y añadía después: «Con medios tan poderosos y en vista de las
ventajas importantes que en las últimas operaciones hemos conseguido contra las
fuerzas principales de los rebeldes, espero que no tardará el momento en que
todos aquellos que por seducción han faltado á su obediencia y lealtad,
conocerán en su conciencia sus delitos, y se harán acreedores al perdón y á la
protección que constantemente he anhelado dar á todas las clases pacíficas de
mis vasallos.»
Los indultos
iban realmente haciendo su efecto, apoyados por el general Lake con su acción
militar y la insidiosa de perdonar a los soldados que cogía, fusilando a sus
oficiales. Así es que a mediados de Julio todo el condado de Wexford aparecía
sometido, Dublín libre de los ataques de los Irlandeses del próximo campamento,
y sólo en el condado de Wicklow se hallaba concentrada una fuerza de rebeldes
bastante considerable para no deberse tener por pacificada la isla.
En ese
estado se hallaba la lucha civil provocada en Irlanda por las tiranías del
Gobierno inglés y los estímulos de los enemigos de éste en el continente,
cuando el 22 de Agosto desembarcaban en la bahía de Killala sobre 1.500
franceses que, inmediatamente de haber tocado tierra, tomaban el pomposo nombre
de Ejercito de Irlanda a las órdenes del general de división Humbert. Habían
ido en tres fragatas, que luego volvieron a Burdeos sin accidente alguno, y
pocas horas después atacaban la población de aquel mismo nombre que el ayudante
general Sarracín tomó inmediatamente, obteniendo el empleo de general de
brigada en el campo mismo de batalla. Al día siguiente se dirigían al interior
para reunirse a un cuerpo de irlandeses que, armados y equipados por el general
Humbert, fueron arrollando á los destacamentos ingleses hasta la fuerte
posición de Castlebar, donde el 27 obtuvieron una gran victoria que también
decidió el general Sarracín que, así, en cinco días, alcanzó el grado de
general de división.
Aquella
fuerza formaba así como la vanguardia de una gran expedición salida de las
costas de Francia que debería constar de 8 a 10.000 hombres y que, burlando la
vigilancia del almirante Bridport que bloqueaba el puerto de Brest, logró
acercarse el 21 de Septiembre al litoral de Irlanda, en cuyo puerto de Rutland
supo el general Rey, que iba en el bergantín Anacreonte, la derrota de
Humbert dando aviso luego de ella a los demás expedicionarios que, como era de
esperar, retrocedieron a Francia.
El desastre
de Humbert era, por desgracia, decisivo para la suerte de Irlanda. Dirigíase la
columna franco-irlandesa hacia Carrik cuando, ya próxima a Boyle y
comprendiendo que iban en su seguimiento fuerzas enemigas muy superiores mandadas
por Lake y Cornwallis, trató de retirarse hacia la costa; pero alcanzada cerca
de Granard el 8 de Septiembre y depuestas las armas por su retaguardia, se
entregó entera, quedando prisioneros de guerra todos los Franceses con sus
oficiales y generales. Los Irlandeses huyeron a las montañas y bosques
dispersándose completamente y llevando el pavor de que iban poseídos a las
demás comarcas sublevadas que, desde entonces y salvo el grupo mandado por el
impertérrito Holt, fueron acogiéndose al indulto proclamado en seguida por el
virrey.
Ignorante el
Directorio de estos sucesos, hizo salir la expedición de Brest que, según ya
hemos dicho, halló en Rutland quien la avisase del desastre de Humbert; con lo
que se volvió a Francia no sin que en la travesía los temporales y el almirante
Bridport la produjesen pérdidas de consideración, la del navío Hoche,
particularmente. Todavía el 27 de Octubre se avistaba en la bahía de Donegal y
en la próxima de Killala, donde parecía haberse dado cita las expediciones,
otra escuadrilla francesa con tropas de desembarco, pero, en vez de Irlandeses
que los esperasen para reunirse a los tripulantes, salió a su encuentro en la
playa tal fuerza del ejército inglés y de las milicias, que, sin intentar
siquiera ponerlos en tierra, se dio a la mar inmediatamente, temerosa de que la
alcanzasen las naves del almirante Home que andaban en su busca.
Así acabó
aquel segundo intento de sublevar la Irlanda, llevado a cabo con tanta
parsimonia como torpeza. «Una invasión, dice Rosseuw Saint-Hilaire, verificada
en aquellos momentos tan propicios por una flota franco-española que hubiera
puesto sólo 10.000 hombres en las costas de Irlanda habría tenido
probabilidades de éxito, pues que, abandonada a sí misma, la rebelión pudo
resistir y mantenerse tanto tiempo. Pero el Directorio, enteramente preocupado
con la expedición de Egipto y la creciente fortuna de Bonaparte, no estaba
dispuesto a operar allí aun cuando comprendiese la necesidad de hacerlo. Dio
órdenes que no se ejecutaron y la expedición preparada en Brest no pudo darse a
la vela, falta de fondos con que pagarla».
En cuanto a
la falta de cooperación de los Españoles en favor de Irlanda, no puede en
manera alguna achacarse a nuestro Gobierno, porque adhiriéndose a las
disposiciones del Directorio, mejor dicho, obedeciéndolas, se formó en el
Ferrol un cuerpo de tropas de 3 á 4.000 hombres que transportó a Rochefort el
teniente general de la Armada D. Francisco Javier de Melgarejo. Mandaba
aquellas fuerzas el general O’Farril que, bloqueado Rochefort por los Ingleses,
se trasladó con ellas a Brest esperando ser dirigido á Irlanda en una de las
expediciones intentadas aunque sin fruto, pero siendo, por cierto, sumamente
elogiado de los Franceses por el brillante comportamiento que observaron
nuestros soldados y la disciplina de que dieron muestras elocuentes con admiración
de cuantos podían presenciarlas. La escuadra de Melgarejo, compuesta de seis navíos,
varias fragatas y buques menores, se mantuvo en Rochefort rechazando los
ataques de la muy superior de los Ingleses que hubieron de limitar su acción a
la de un bloqueo riguroso, hasta que, con ocasión de un huracán que hizo se
retirase de la vista del puerto la armada británica, lanzóse nuestro bravo
almirante al mar con todas sus naves, arribando a Ferrol sin perder una sola a
pesar de conducir entre ellas el navío Castilla de muy poco andar, ser
tantas para eludir la vigilancia de los enemigos y haber tenido que separarse
mucho del litoral para mejor burlarla.
No
contribuiría poco el fracaso de la sublevación de Irlanda, tan mal ayudada por
los Franceses, para que todas las naciones dispuestas a la nueva coalición se
resolvieran a emprender la lucha que debía ser su natural consecuencia. Pero
entre todas ellas, Nápoles se mostraba la primera en su deseo de emancipar Italia
del dominio de los republicanos franceses. Animado el Rey con la presencia de
la escuadra inglesa de Nelson en las aguas de Nápoles, y excitado por la Reina,
Lady Hamilton y el ministro Acton, trinidad que, compuesta de elementos tan
enemigos de la República como una archiduquesa de Austria, un general irlandés
y una favorita insolente, ligada por vínculos tan estrechos con el embajador,
que era su marido, y con el almirante, objeto de uno de sus mil caprichos,
dominaba en absoluto a la corte, se creía como el primer paladín y palanca la
más poderosa para la reacción monárquica á que convidaban la expedición de
Egipto, el desastre de Irlanda y sobre todo la debilidad que mostraba el
Directorio en su marcha política dentro y fuera de Francia. Fernando IV,
engreído, en efecto, con tales auxiliares y la llegada a Nápoles del general
austríaco Mack, una de las mayores ilustraciones militares de Europa en
aquellos días, se puso a organizar un ejército, tan numeroso como nunca se
había formado en aquel reino. Si no a 80.000 hombres como hizo correr la fama
de aquel formidable armamento, llegaba el número de los soldados napolitanos al
de 40.000, para el ejército de operaciones y otros 20.000 para guarnecer los
puntos fuertes del país y los de la frontera inmediata al que iba a ser teatro
de su acción. Con eso era grandísima la efervescencia que dominaba, como en la
capital, en todas las provincias napolitanas, comunicándose al mismo Roma donde
los atropellos y exacciones que cometían los Franceses, habían hecho cambiar no
poco la opinión, antes, al parecer, tan favorable al establecimiento de la
República.
El ejército
francés, situado en la capital del mundo católico y que debía oponerse a tan
numerosas fuerzas como las napolitanas que iban a acometerle, constaba, tan
sólo, de unos 12.000 hombres; eso sí, de buenas y sólidas tropas que habían
combatido en las campañas anteriores de la alta Italia, puestos a las órdenes
del general Macdonald, si de origen escocés y de familia partidaria de los
Stuardos, francés de nacimiento y apegado a las glorias de la gran nación, en
cuyo ejército había obtenido el empleo de general de división por sus
brillantes operaciones en el Rin.
Noticioso
del armamento, de los entusiasmos y los proyectos de los napolitanos, había
pedido refuerzos para defender Roma de la invasión que por instantes se temía,
según las noticias que le daban los destacamentos que había establecido en
todas las entradas de la frontera. Fuéronle, con efecto, enviados hasta
reunirse en el territorio de aquella república unos 18.000 hombres, pero
poniéndose todos a las órdenes del general Championnet, como su general en
jefe, quien a los dos días de haber llegado a Roma recibía la noticia de haber
salvado la frontera los napolitanos, divididos en varias columnas y tomando por
objetivo la capital y varios de los cantones franceses en el camino de Ancona
hasta la cumbre de los Apeninos. Aunque el primer intento de Championnet fue el
de salir al encuentro de los invasores y aun se adelantó a la frontera, al
comprender que el pequeño número de sus fuerzas no podría estorbar la marcha de
tantas columnas como las que se acercaban en distintas direcciones, y menos
dejando á su espalda una población a punto, según todas las noticias, de
sublevarse, decidió su retirada á Roma y poco tiempo después, entrando en
negociaciones con el general Mack, hizo evacuar la ciudad aunque no sin dejar
una corta fuerza establecida en el castillo de Sant Angelo con la orden de
defenderlo hasta el último extremo. No costó poco al general Macdonald
cumplimentar aquellas órdenes porque, impacientes los romanos por verse libres
de la dominación francesa, trataron de apoderarse del General y su Estado Mayor
que, sin embargo, supieron imponerse á los revoltosos de tal manera que al día
siguiente, el 27 de Noviembre de 1798, atravesaban los puentes del Tíber con
toda tranquilidad para situarse en Civita-Castellana, la antigua Veyes, posición,
como es sabido, sumamente fuerte por su castillo y la naturaleza del terreno
que le rodea
Los
napolitanos cuyas columnas de la derecha habían sido entretanto batidas en
Terni y Porto-fermo, fueron a sitiarle en Civita-Castellana, donde, después de
ser rechazados por poco más de 6.000 hombres cogiéndoles muchos prisioneros,
artillería, bagajes y hasta los fondos de su caja militar, huyeron a Roma,
dirigiéndose algunos, sin embargo, a Otricoli para cortar la comunicación de
Macdonald con Championnet que se hallaba entre Narni y Terni. También allí
fueron rechazados, y en Calbi hubieron de rendirse hasta 7.000 hombres mandados
por el general Moesk. Resultado; que los 40.000 napolitanos fueron vencidos por
los 12.000 de Macdonald y en número que hizo muy corto el grande de los prisioneros
que dejaron sus varias columnas en manos de los Franceses, volvieron a su país,
salvándose su rey en Roma por torpeza o poca energía del gobernador de Sant
Angelo que, de seguir las órdenes de su general, le hubiera cogido también
prisionero.
No había ya
que vacilar para seguir la marcha sobre Nápoles: el ejército napolitano no era
tal ejército en el verdadero sentido militar de la palabra, y mal podía sacar
fruto de él un general como Mack acostumbrado a mandar las tropas austríacas,
tan sólidas en el campo de batalla como tenaces y prontas a reorganizarse aun a
pesar de los mayores reveses. Los republicanos se pusieron muy pronto al frente
del campo atrincherado de Capua, cuyo gobernador les ofreció un armisticio que
rechazó Championnet aconsejado de Macdonald; pero después de muchas
vacilaciones por una y otra parte y de algunos pequeños combates en derredor de
la plaza, se convino en que cesaran los hostilidades. Los Lazzaroni de Nápoles
que trataban de organizar la defensa de su ciudad, obligaron a que se rompiese
aquel pacto, único en tales momentos capaz de salvar al reino y a su soberano,
que eludió ambos riesgos, el de los invasores y el de sus mismos despóticos
vasallos, embarcándose el 31 de Diciembre en la escuadra inglesa. El general
Mack, viendo deshecha su negociación de Capua y el estado de Nápoles, entregada
a las violencias de la más feroz demagogia, se presentó a los Franceses, que lo
dirigieron, primero a Roma, y luego al alta Italia. Los Lazzaroni hicieron algo
más que los soldados sus compatriotas, batiéndose con denuedo aunque en el
desorden que es de suponer; no tardaron, empero, a verse obligados á entregar
su ciudad a los Franceses, verificándolo el 23 de Enero de 1 799, tantos días,
como se ve, después de haberla abandonado de noche y por caminos subterráneos
la familia Real que se dirigió a Palermo con Actón, por supuesto, y la
Hamilton, el marido de ésta, Nelson y cuantos tesoros encerraban los palacios
de Casería y Nápoles y todas las alhajas de la Corona.
El reino de
Nápoles fue así transformado en república Parthenopea con un Directorio como el
de la francesa, si bien de poca duración por acontecimientos militares que no
tardaremos en recordar a nuestros lectores.
Los sucesos
de Roma y Nápoles debían tener eco en las demás monarquías que aún subsistían
en Italia; pero, aun cuando no lo tuviesen, por allí andaban los Franceses
deseando acabar con todas ellas. Ya dijimos cómo habían obligado al rey Carlos
Manuel á recibir una guarnición francesa en la ciudadela de Turín; y con el
pretexto de que tanto él como el Gran Duque de Toscana hacían causa común con
el rey de Nápoles, y el de haber interceptado cartas en que se manifestaba a la
corte de Viena el deseo de ver aquel país desembarazado de los Franceses, el
general Joubert, que mandaba el ejército de Italia, reunió el 5 de Diciembre
las divisiones Víctor y Dessolles en el Tesino, y mientras otras fuerzas francesas
sorprendían las plazas de Novara, Suza, Coni y Alejandría, se dirigió a Turín,
apoderándose de aquella capital en combinación con los presidiarios de la
ciudadela, y obligando a Carlos Manuel a descender de su trono para acogerse,
decía, voluntariamente el 23 de Febrero a la isla de Cerdeña. Otro tanto iba a
hacer con el Gran Duque de Toscana, para lo que había dirigido una de sus
divisiones sobre Florencia, cuando le llegaron órdenes en contrario del Directorio,
atento, sin duda, a no romper del todo con la corte de España, ya que ésta no
lograba fomentar allí los intereses monárquicos ni después serían oídas sus
pretensiones al trono de Nápoles que Azara consideraba corresponder a Carlos IV
como único representante ya de la casa de Borbón en Italia y en España. Sin
embargo de eso, Joubert hizo ocupar a Liorna y la parte inmediata del Gran
Ducado, con lo que pudo ofrecer a Championnet algunos refuerzos para la
conquista de Nápoles.
Bien puede
observarse por esta sucinta relación de los sucesos de Irlanda, y
particularmente de los de Italia, que los reveses como los triunfos de la
República, su aliada, eran desastres y considerables para los intereses y el
decoro de la monarquía española. En Irlanda quedaba ahogada la causa católica
que tanto importaba a España, su mantenedora más caracterizada en Europa, la
que mayor obligación tenía, por consiguiente, de verla triunfar en la Verde
Erin, esclava de los errores religiosos y de las intransigencias de la mal llamada
Iglesia anglicana establecida por el apóstata Enrique VIII. En Italia eran
arrojados del trono Carlos Manuel, el único soberano en el Norte de aquella
región privilegiada, y Fernando IV, hermano del rey de España que ocupaba el de
Nápoles; quedando sólo en el centro el Infante Duque de Parma, pero después de
haber sido juguete de los caprichos del Directorio y de los generales
franceses, y traído y llevado de una parte a otra y de proyecto en proyecto, de
los distintos elaborados en París o Milán según los triunfos o reveses de los
que, aun así, se proclamaban siempre y en tono de mofa sus más eficaces
protectores.
De manera
que la tan decantada alianza, la que con tal ahínco había perseguido el
príncipe de la Paz después de tres años de encarnizada lucha con aquella
República, con la que decía él era el mayor de los delitos transigir, delitos
de lesa majestad y de lesa nación, costando a sus simpatizadores más ilustres
insultos, persecuciones y destierros, venía á ser, y eso por la ley más natural
de la política, motivo de continuos desaires y desengaños, causa de todo género
de desgracias en el mar, en las colonias y en cuantas partes conservaba España
intereses de familia, de instituciones, de honor y gloria. Sólo faltaba para
llenar la medida de tamañas calamidades que viniese el enemigo a arrebatarnos
en nuestro mismo suelo una de sus más estimadas joyas. Daban ocasión á ello la
incuria de nuestros gobernantes y su ineptitud para apreciar el valor de las
posiciones que bajo el concepto estratégico pudieran ser salvaguardia de
nuestros intereses defensivos en la Península y sus islas adyacentes, así como
el desprecio con que los Franceses miraban cuanto a ellos no hubiera de
lastimarles. Ocupados en lo que pudiera dar de sí la expedición de Egipto que
debía interesarles doblemente por la gloria que entrañaba y por la ausencia de
su caudillo, tan sospechoso ya y temible para el Directorio, éste piensa, por
su parte, en sostenerse aunque arrastrando una existencia gastada ya, sin
prestigio alguno y temiendo los triunfos de quien le hace presentir el de la
monarquía, en otra forma, es verdad y sin reacciones, pero más absoluta, más
despótica, como apoyada en la fuerza y la gloria que ha de darle el triunfo que
va a obtener sobre la Europa entera coaligada contra él.
No lo creían
así los realistas franceses, cuyas esperanzas se reanimaban con el espectáculo
de las debilidades del Directorio y la acción de conspiraciones las más
insensatas, con las ofertas, acaso, que se les hacía desde España, anhelante
siempre por ver de nuevo restaurada entre sus vecinos la monarquía, a la que,
según hemos indicado, no estaba lejos de aspirar nuestra familia real.
Todo, así,
quedaba supeditado a intereses, pudiéramos decir mezquinos por ser personales,
lo mismo en Francia que en España, sin tomar en cuenta que un poder enemigo,
siempre vigilante y cada día más encarnizado andaba acechando la ocasión de
vengar el aislamiento mismo en que se le había dejado en la lucha.
En efecto.
mientras parte de la escuadra de Nelson, unida a nuevos buques enviados de Inglaterra
a quienes también acompañaban otros portugueses anclados hasta entonces en el
puerto de Lisboa; mientras esa armada, repetimos, se dirigía a Malta con el
objeto de arrebatar a los Franceses aquel punto tan importante para las
operaciones navales en el Mediterráneo, otra, no menos poderosa, salía de
Gibraltar con fuerzas suficientes de desembarco, prueba de que iba a acometer
alguna empresa no menos interesante. Díjose que se dirigía a la isla de Elba,
posición desde la que podría amenazar el centro de Italia, a cuya inmediación
se halla. Pero su verdadero destino era el de conquistar la isla de Menorca,
cuyo puerto principal, el de Mahón, daría a Inglaterra la llave del
Mediterráneo, del que, con Malta, la haría puede decirse que dueña absoluta. Ya
podía soñar Napoleón con hacer de aquel mar un lago francés; la bandera inglesa
izada en las fortalezas de Gibraltar, Mahón y Malta, el desastre de Abukir y el
predominio de las naves de la Gran Bretaña en Egipto, los Dardanelos y Sicilia
le harían ver cuán lejos se presentaba de realizarse proyecto que, por otra
parte, estarían decididas o estorbar tantas y tantas potencias como hay
ribereñas del mar de la civilización en el antiguo mundo.
La escuadra
inglesa, puesta a la altura de las Baleares, destacó una fragata con bandera
parlamentaria en un principio, que luego fue cambiada por la inglesa reduciendo
su misión a la de preguntar si había o no allí prisioneros de su país. Seis
días después, el 6 de Noviembre de 1798, ya se distinguían desde lo alto de la
Mola y del monte Toro, eminencia la más encumbrada de la isla, tres de los
siete navíos que se dieron por salidos de Gibraltar con unos 20 transportes en
los que iban hasta 7.000 hombres. Al día siguiente, ya el Toro anunciaba la
presencia de 28 naves y el principio de un desembarco cerca de Mahón a la boca
de cuyo puerto fueron enviados por las autoridades de la isla una gran cadena
que la cerrara y anclas y cañones para su mejor defensa. Las tropas, muy pocas
en número, de la guarnición se dirigieron al punto del desembarco; pero,
rechazadas por las inglesas que ya habían tomado tierra, se retiraron a Ciudadela,
dejando Mahón a merced de los invasores, puesta la ciudad, para el orden en su
interior, al cuidado de las autoridades populares, y el castillo al de unos
cuantos suizos y soldados de Valencia, de los que muchos hubieron de abandonarlo
para trasladarse también a Ciudadela. El 10 era un coronel inglés, el célebre
Lord Paget, dueño de todos los fuertes de Mahón, habiendo capitulado desde el
castillo el teniente de rey de la plaza con las condiciones que quiso y
quitándose la cadena de la boca del puerto, por la que penetraron un barco de
guerra y varios transportes. Los demás buques, excepto algún navío que se
presentó en el puerto de Fornells, se establecieron frente a Ciudadela, cuyo
gobernador, después de haber rechazado el 15 las proposiciones de capitulación
que le dirigió el general Stuart y hecho un par de disparos de cañón desde las
murallas, en son de protesta a lo visto, entregaba también la plaza el 16,
saliendo los sitiados sin ser prisioneros y llevándose consigo sus equipajes y
haberes. Así quedaba más a la vista el error incalificable de haber destruido
el castillo de San Felipe después de su conquista por Crillón, dejando sin
defensa el mejor puerto del Mediterráneo, a pesar de que, para ser codiciado
por los Ingleses, bastaba saber que habían sido dueños de él dos veces, y por
espacio de 50 años en la primera de ellas. Nada, pues, de extraño que el
historiador Gebhardt, que en lo demás no hace sino seguir la lacónica relación
de Lafuente, añada de su parte que la conquista de Menorca se llevó a cabo por
una armada inglesa y algunos buques portugueses sin gran esfuerzo por el nial
estado de las fortificaciones y la escasa resistencia de la guarnición.
Un consejo
de guerra sentenció a aquel gobernador que harto castigo tuvo con la honda
melancolía que le llevó al sepulcro en la ciudadela de Barcelona. Releguemos su
nombre al olvido, ya que la honra de las armas españolas fue muy pronto vengada
por los Palafox, los Alvarez y Herrastis en la defensa de otras plazas en
condiciones polémicas quizás inferiores.
«Y queda,
decíamos en otro libro, la isla de Menorca, en las relaciones históricas de
aquel tiempo como si se hubiera abismado en el golfo en que afortunadamente
para sus habitantes y para España se levanta todavía. Ni siquiera alcanza la
gloria de que brille su nombre en el tratado de Amiens que la devolvió al seno
de la madre patria». Apenas si la noticia de tal desastre logró hacer impresión
en algunos españoles de los pocos que pudieran calcular cuáles serían el estado
de nuestra patria y los resultados de la alianza francesa para esperar uno
medianamente beneficioso de tan monstruosa liga, considerada política y
moralmente. Porque el Gobierno español, privado de una mano bastante vigorosa
para conducir al país recta y decididamente hacia los fines a que aspiraba por
sus sentimientos de constante adhesión a las seculares instituciones que se
había dado, se encontraba huérfano de las dos más poderosas inteligencias que
tenía en su seno, apartadas de los negocios políticos por un accidente tan
lastimoso como inesperado.
Ya
hemos dicho cuál era el estado en que quedó el Gobierno al enfermar esas dos
eminencias que constituían su fuerza. No bastó la dolencia que las inutilizaba
para gestión tan laboriosa como la que se les había encomendado al abandonarla
quien de tantos recursos disponía para su mejor desempeño, sino que al ver que
esa dolencia no acababa con Jovellanos por su robustez o por la virtud de los
remedios que se le aplicaron, se le exoneró, dejando sólo en la palestra al que
mal podría mantenerla en tan lamentable situación de sus fuerzas y del arena en
que le tocaba ejercitarlas.
Vuelto Godoy
al favor real, si es que lo había perdido momentáneamente como algunos
creyeron, el Ministerio Saavedra, lo mismo que los interinos que le fueron
sucediendo, ¿cómo habían de adquirir la solidez necesaria ni la autoridad
consiguiente para hacer cara al huracán político que por todas partes les
azotaba; de la de Francia, con sus imposiciones, los atropellos cometidos con
cuantos gobiernos podía conservar el español interés en proteger y los compromisos
a que se exponía; de la de Inglaterra, con sus exigencias primero, y sus
egoístas exclusivismos y la guerra después, hecha a mansalva, puesto que era
dueña de los mares á pesar de cuantas combinaciones se idearon entre la
República, Holanda y España; en fin, de la ya cubierta de negras nubes con que
amenazaban las naciones del Norte, empeñadas en llevarse la nuestra a su campo
en la nueva coalición que andaban elaborando?
De modo que
cuando más urgente se hacía la presencia en el Gobierno de un hombre que, al conocimiento
de los asuntos puestos, como suele decirse, sobre el tapete, a la costumbre de
su manejo y a un carácter firme y perseverante, uniese la confianza ilimitada
de la corona, sólo personas sin importancia alguna política, siquiera
recomendables por sus servicios, componían el ministerio, salvo dos, y ésas
enfermas desde los primeros días, que habrían de cargar con tamaña
responsabilidad. Y muy luego, por la exoneración de una de ellas quedaría otra,
la que realmente representaba en España y fuera de España a ese Gobierno,
inutilizada por sus dolencias y más inutilizada por la falta de confianza que
pudiera inspirar a su soberano, hecha blanco de los tiros de todo género en la
corte y en las regiones de la administración pública sublevadas por la envidia
y el encono de quien todo lo manejaba desde las sombras de su omnímodo influjo.
Y ese hombre tiene valor para escribir después: «¡Santo Dios! Yo logré
retirarme, yo alcancé mi reposo, yo dejé intacto y limpio el honor de la
España, yo la dejé bien quista en todo el continente; y he aquí mis enemigos me
han cargado los errores, los desaciertos y pecados de cerca de tres años que
estuve ajeno enteramente de los negocios públicos interiores y exteriores,
malquerido de la Inglaterra y malquerido de la Francia, porque ni a ésta ni a
aquélla les permití imponernos sus pretensiones orgullosas.»
Precisamente
los errores y desaciertos que Godoy achaca a Saavedra y a los que le sucedieron
en el gobierno, son suyos, exclusivamente suyos; la alianza francesa, la guerra
con la Gran Bretaña, son de su tiempo; las debilidades con el Directorio, los
agasajos a Truguet, la expulsión de los emigrados, que achaca luego a Saavedra,
comienzan con él como las tristes expediciones de los almirantes Córdova y Mazarredo;
el desprecio de los republicanos despojando en Italia a los príncipes allegados
a Carlos IV, se manifiesta durante su administración; la pérdida, en fin, de la
isla de la Trinidad con la de tanto y tanto navío echado allí a pique, y como
decía un marino de aquel tiempo, los insoportables gastos del erario, los
desastres incalculables de nuestro comercio, la ruina de nuestra navegación
mercantil y la completa destrucción de nuestra armada, obra fueron del favorito
engreído y casquivano, que siendo Guardia de Corps había soltado de repente las
riendas del caballo para empuñar las del Estado
¡Pobre
Saavedra, sin medios, es verdad, para la magna obra de restaurar tamaña ruina,
pero inválido, además, durante casi todo el tiempo de su ministerio por la
misteriosa dolencia que le acosó hasta el fin prematuro de su vida! Porque,
nombrado el 28 de Marzo de 1798, tenía que encomendarse en 18 de Mayo el
despacho de Hacienda a Soler, y poco después el de Estado a Urquijo para en 4
de Agosto entregárselo del todo hasta el 21 de Febrero de 1799 en que se expedía
el decreto de su exoneración, prueba irrecusable de su irresponsabilidad. Decía
así: «En consideración a los continuados quebrantos que padece en su salud D.
Francisco de Saavedra, he venido en exonerarlo de la Secretaría de Estado que
servía, debiendo continuar en el despacho de ella D. Mariano Luis de Urquijo,
sin poner en la antefirma, como lo ha hecho hasta aquí, el motivo do la
indisposición de Saavedra; á quien en premio de sus buenos servicios he tenido
á bien conservarle el sueldo, casa de aposento y demás emolumentos
correspondientes a la plaza efectiva que tiene en mi Consejo de Estado.»
¿Qué había,
pues, de hacer Saavedra ni cómo pueden dirigírsele cargos por una
administración en que apenas tomó parte? Siguió el rumbo que halló señalado al
Gobierno de la Nación, y en ese rumbo continuó cometiendo los mismos errores de
la anterior situación política, anémica en el interior y aventurera y temeraria
en el exterior, preñada de peligros y conduciendo irremediablemente a la
decadencia más vergonzosa. Y decimos irremediablemente porque, ni aun ayudado
por un Jovellanos en el corto tiempo hábil de éste que dispuso, le era dable
contener la marcha a esa decadencia de que su primer autor, lejos ya de los
acontecimientos que la produjeron, pretende hacerse irresponsable valiéndose de
sofismas muy fáciles, sin embargo, de conocer y rechazar.