web counter
cristoraul.org
 
 

 

REINADO DE CARLOS IV

CAPITULO XIII .

MINISTERIO DE DON FRANCISCO SAAVEDRA

 

 

El papel desairado que representó España en las conferencias para la paz, lo mismo en Udina para la celebrada con el emperador de Austria que en Lila al fracasar la negociación entablada con Gran Bretaña, creó no mucho más tarde, con otros varios motivos, un estado de tirantez en las relaciones de nuestro Gobierno con el de Francia que, visto el giro que tomaba la política internacional en Europa, habría de producir mudanzas quizás radicales en el más débil, naturalmente, de ellos. De esos motivos, varios como acabamos de decir, que pudieran comprometer la amistad, harto generosa, de España con el Directorio francés, era uno de los primeros y más influyentes la necesaria protección que D. Carlos se consideraba obligado a prestar a Portugal, cuyo reciente convenio con la República se resistía a mantener su gobierno en todo el rigor que era de desear s¡ hubiera de llevarse a su completa y más eficaz ejecución. No era, en verdad, fácil que los Portugueses se mostrasen todo lo severos que el tratado presuponía para con los que consideraba sus aliados más fieles, paladines, los más resueltos también de su independencia nacional, aunque por un interés de los más imperiosos en la política absorbente que siempre ha observado la Gran Bretaña en cuantos países posean un litoral militar o comercialmente importante. La posición de Lisboa, así geográficamente vista como por las condiciones de su puerto, habría de ser disputada por los Ingleses con la tenacidad que les es característica; y con la previsión que también les distingue, no sólo la defendían con la influencia que en ella han ejercido de continuo sino que la tenían ya guarnecida, siquiera provisionalmente, con una fuerza naval suficiente, la de 8.000 hombres de su ejército y un presidio, numeroso también, en la fortaleza de Belén que domina y hasta cierra con sus fuegos la entrada en el Mar de la Palla, su extensa y magnífica bahía. Así es que el Gobierno portugués, desoyendo los consejos del de Madrid, aun dictados por el paternal cariño de Carlos IV, tan amante de su familia y lastimándose de la violencia que se quería ejercer por la Francia en aquellos momentos, no descansaba en la tarea de dilatar el cumplimiento del convenio de que dimos cuenta en el capítulo anterior. La condición de no permitir la estancia de más de seis navíos a la vez en las aguas de Lisboa, no convenía en manera alguna a Inglaterra que, desde ellas y en combinación de su escuadra del Estrecho, situada en Gibraltar, conservaba una superioridad indisputable en aquellos mares, teniendo así como bloqueada nuestra escuadra de Cádiz e impidiendo, por consiguiente, su reunión con las francesas y holandesas que, juntas, pudieran aspirar al dominio del paso de Calais y servir de vehículo y apoyo para la invasión de Irlanda. Así es que valiéndose de cuantos pretextos pudiera sugerirle el compromiso en que se veía y recurriendo a mediaciones las más extrañas y hasta al soborno de los personajes que se tenían por más influyentes en el Directorio de la República con sumas que se pusieron en manos de un emisario especial, el caballero Araujo, el Ministerio lusitano trató de obtener la ampliación de las condiciones del convenio anterior, no ratificado aún, extendiendo al de 22 el número de los navíos ingleses que hubiera de recibir en sus puertos. La trama era muy burda para que no distinguieran los Franceses lo que se ocultaba tras ella y las manos que la habían confeccionado; y, descubiertos, además, los medios con que pretendía volver ciegos a los que tan avisados se mostraban en negociación para ellos de tal empeño, no sólo hubo de fracasar sino que costó la libertad al emisario portugués, que necesitó, para recobrarla meses más tarde, de la intervención de todo el Cuerpo diplomático acreditado en París.

En el Gabinete español podrían observarse las fluctuaciones que eran de esperar tratándose de una situación tan excepcional como la en que se encontraba, entre los sentimientos más opuestos, el del amor del soberano a sus hijos de Portugal, el del miedo a Francia, omnipotente en Italia donde nuestra familia real tenía tantos intereses también a que atender, y el que propios y extraños le señalaban como aliciente superior a todos para aprovecharse de la ocasión más favorable, providencial, le decían, para realizar el gran pensamiento de la unidad política de la Península.

Porque si el Directorio, por su órgano el embajador general Perignon, le invitaba a la conquista de Portugal, sin exigirle en ella participación alguna, aun ayudándole con 30.000 hombres, sacados del valeroso e ilustre ejército de Italia, todo sin otra mira que la de humillar a Inglaterra, el marqués del Campo contaba ya al vecino reino como parte integrante de la monarquía española y sólo le preocupaba la suerte de las colonias portuguesas, sobre las que no se descuidaría en caer Inglaterra como había hecho con las holandesas y la nuestra de la Trinidad de Barlovento. Godoy no sabía á qué atenerse ni qué resolver. Entre sus habilidades políticas, andaba latente en lo posible la de servir a su augusto amo y pagarle tanto y tanto favor como le debía con el restablecimiento de la monarquía en Francia elevando al trono al conde de Provence, con quien él y Carlos IV seguían correspondencia, aunque, como es de suponer, secreta e ignorada entonces. Pero desvanecidas esas ilusiones con el resultado de la jornada del 18 Fructidor, tan fatal para los realistas franceses, Carlos IV y su gran ministro parecieron en el primer momento inclinarse del lado de la guerra con Portugal, eso sí, del peor modo, valiéndose de la cooperación material de los republicanos, aun con el peligro de una propaganda democrática, la más eficaz, como que habría de ser ejercida por soldados, en contacto perenne con los nuestros en la campaña, y con el pueblo que naturalmente los recibiría en su sociedad, alojamientos y mesa, tan hospitalario ha sido siempre y accesible.

La ocasión era, con efecto, una de las más propicias que se han ofrecido a España para el recobro de tal joya como el territorio portugués, tan torpemente legada por un monarca castellano y no hacía mucho más de un siglo perdida por otro cuando con tan enérgica habilidad y con derechos, si discutidos, legítimos y patentes, la había reincorporado a la corona el más prudente y sagaz de nuestros soberanos. Hubiérales sobrado para su gloria a Carlos IV y su favorito, así como para la eterna gratitud de la patria el éxito de tal jornada, y hubiéranseles perdonado sus debilidades, tan perniciosas al primero, y su vergonzosa elevación al segundo, sus crasísimos errores, el mismo de guerra tan impopular como la de Gran Bretaña. Pero, en vez de utilizar tal ocasión y circunstancias que a otro hubieran parecido providenciales, el Gobierno español, intimidado muy luego con la idea del paso de las tropas francesas para Portugal, trabajó por restablecer la concordia empleando cuantos medios podía tener a mano, los conciliatorios de la diplomacia, los más influyentes de su amistad y alianza con la República y las artes que, equivocadamente entonces, supuso las más persuasivas para con los hombres que la representaban.

Eso valió a Godoy la gratitud de Portugal cuyo soberano le concedió el título de conde de Evora Monte, comprendiendo lo grata que sería a D. Carlos una gracia con la que supuso pagaría su tierna y eficaz solicitud.

Otro motivo y no muy desemejante por los resultados que pudiera producir, era el de la necesidad, imperiosa en concepto de la corte española, de resguardar al Ducado de Parma de la suerte que se veía caber a todos los principados de la alta Italia con el establecimiento de las nuevas repúblicas creadas por el general Bonaparte. Ya hemos dicho cuán leal y correcta era la conducta observada por el Infante para con el Directorio, y Napoleón fue el primero en proclamarla como tal en sus despachos; pero la vecindad de territorios con tan distinta forma de gobierno y la tirantez de relaciones de la República francesa con Roma y Nápoles tenían al país en continua agitación, por grande que fuera el cariño de los habitantes a su príncipe, que los trataba con uno verdaderamente paternal. Y no era que entonces se cuidase el Directorio de llegar por la violencia a la fusión de aquel Ducado con las otras repúblicas italianas, ya que su soberano tenía lazos de tan estrecho parentesco con el de España, sino que los republicanos de Italia tratarían de propagar sus ideas y con ellas adquirir nuevos prosélitos y extender su dominación. Para que lo consiguiesen sin las dificultades que eran de temer si hubiera de apelarse a la fuerza, se trató de dejar sin efecto el convenio celebrado a raíz del armisticio de Leoben, por el que se añadieron a los Estados de Parma dos pequeños feudos imperiales aislados en aquel territorio y que eran causa de frecuentes querellas, quedando así para el Ducado todo el de Plasencia con el uso de la pesca y la navegación por el Pó. Se entabló también una estipulación por la que irían a Parma 6.000 españoles que garantizasen su independencia, negándose el Gobierno español a enviar cuatro navíos a aquella costa, según lo deseaba Francia, por comprender que tal destacamento disminuiría la fuerza de nuestras escuadras sin prestársela suficiente al Ducado para la defensa de sus intereses marítimos.

Para obviar todas esas dificultades se ideó la cesión de la isla de Cerdeña al duque de Parma con su soberanía independiente y completa; pero el Infante se negó a aceptarla prefiriendo su destitución y extrañamiento de Italia al abandono de súbditos tan queridos y de quienes estaba diariamente recibiendo las demostraciones más calurosas de abnegación y lealtad. El Directorio, entretanto que se seguían estas negociaciones, había cambiado de opinión y no tardaron en sentirse las consecuencias, viéndose poco después las tierras de la izquierda del Pó invadidas por tropas de la Cisalpina mandadas por Pino que hizo plantar inmediatamente en los pueblos ocupados el árbol de la libertad. Ante ese atropello y observando los efectos que iba produciendo la propaganda en sus vasallos, como buenos italianos, tornadizos y revoltosos, y con la entrada, para colmo de vejámenes, de una fuerza de más de 10.000 franceses en el Ducado contraviniendo el anterior convenio, el Infante manifestó conformarse con su traslado a Cerdeña. Era ya tarde, en Francia corrían otros vientos, como vulgarmente se dice, y en lo que menos se pensaba era en respetar los intereses del monarca español si se oponían en lo más mínimo a los proyectos que pudiera abrigar el Gobierno de la que Bonaparte había puesto en moda llamar la Gran Nación.

Para cohonestar esos desaires que ya se iban haciendo de todos los días, y pensando los republicanos franceses que con halagar la vanidad del Príncipe de la Paz, que entonces se mostraba muy enojado con ellos, se satisfacía mejor que de modo alguno distinto a su augusto amo, idearon una combinación que bien se veía iba principalmente dirigida al provecho y engrandecimiento de la República. Se supo que estaba próximo a morir el Gran Maestre de la Orden de Malta; y no dudando de que Godoy aspiraba a una soberanía, se le hizo proponer por Perignon el maestrazgo de aquella isla, al que se temía aspirasen los monarcas de Nápoles o San Petersburgo. Los gastos para la elección, si grandes para Francia, cuyo tesoro se hallaba exhausto, no lo serían para el rey de España ni aun para el Príncipe de la Paz, en concepto del Directorio, y no valían, de todos modos, lo que un cargo tan honorífico e importante en la política europea. Lo que no valía ciertamente era lo que a Francia el tener en el Mediterráneo un establecimiento como el de aquella isla, cuya ocupación influiría sobremanera en los destinos del mar que los Franceses deseaban poseer con dominio exclusivo, Napoleón, sobre todos, que ya soñaba con su jornada a Egipto. Y como, ocupada Malta por un príncipe español , podía considerarse en aquellos tiempos posesión francesa, el Directorio, inspirándose en las ideas de su general favorito, como suyas, de aquella grandeza oriental que siempre le distinguió, hizo a Godoy tan halagadora propuesta. No dejaba Carlos IV de inclinarse a que la aceptara para lo que pensó en un enlace que dando a Godoy el carácter de tal príncipe y de casi, casi de la sangre real de España, le permitiera presentarse en las asambleas de los soberanos, su más ardiente deseo en el inmenso cariño que le había cobrado. Destinábale una sobrina suya, hija del infante D. Luis, casado, como saben nuestros lectores, con doña María Teresa de Vallabriga y excluido de la sucesión al trono por la real pragmática de 23 de Marzo de 1776. Cuentan, y asegura Muriel habérselo oído al mismo Godoy, que el Rey le había dicho con ese motivo: «Yo haré que puedas presentarte con honra a desempeñar la alta dignidad que te destinan.» Ya la hubiera aceptado, con efecto, el favorito, pero con las condiciones que imponía en su respuesta de 5 de Mayo de 1797 al embajador de Francia, entre las que descollaba la de no obligarse a contraer un voto solemne de castidad renunciando al matrimonio.

Si cupiera dudar de la política absorbente que se había propuesto la República ejercer en el Mediterráneo y especialmente en Italia, no hay más que echar una ojeada sobre lo que pasaba en Roma para comprender toda la extensión que se la quería dar desde el momento en que el general Bonaparte la hizo triunfar y consolidarse en las altas regiones de aquella península en que tantos laureles acababa de recoger. También ese asunto inspiraba a Carlos IV el más vivo interés, tanto por la causa en sí misma como por el afecto personal que sentía hacia el Sumo Pontífice, el venerable Pío VI. No escasearon, por lo tanto, al Papa los avisos de la corte de Madrid sobre las maquinaciones que se urdían contra él y los peligros que iba a correr. A pesar de la protección que le había dispensado el rey de España por medio de Azara, según expusimos en el anterior capítulo, no podían todavía sentirse los efectos del tratado de Campo-Formio, cuando, olvidando el Directorio las estipulaciones también del de Tolentino, hacía escribir a su embajador en Roma, José Buonaparte, hermano del general, que, lejos de contener a los enemigos del Pontificado en sus manejos revolucionarios, los estimulara a llevar a cabo sus proyectos de destruirlo y de establecer en su lugar el imperio de la libertad. Con decir que Laréveillére Lépaux, el inventor y cacique de los Theophilántropos, se valía, para dar sus instrucciones al que después habríamos de llamar los Españoles el Rey Filósofo, de la astucia y maldad de Talleyrand, basta para comprender lo negro de la intriga con que se preparaba la ruina de la silla apostólica en la Ciudad Eterna aquel mismo Director escribía a Napoleón: «Por lo que hace a Roma, el Directorio aprueba las instrucciones que habéis dado a vuestro hermano el embajador sobre que se impida que se nombre un sucesor a Pío VI. La coyuntura no puede ser más oportuna para fomentar el establecimiento de un gobierno representativo en Roma, y para sacar a Europa (bien podía haber dicho, al mundo entero) del yugo de la supremacía papal»

No necesitaba tanto la gente más acalorada por las ideas republicanas en Roma para ponerse a trabajar decididamente porque triunfasen cuanto antes; y con el beneplácito o no del embajador francés que, o lo visto, no debería ser lo extraño que piensa el Sr. Azara en sus correspondencias, al movimiento insurreccional que se verificó en su tiempo, lo iniciaba el 29 de Diciembre al pie y dentro también del palacio de la embajada. «Había en Roma, según escribía Azara, como en aquel tiempo había por todas partes muchos jóvenes atolondrados, entregados al desorden y al libertinaje, odiando cuanto pudiese reprimir sus pasiones, con la cabeza llena de teorías absurdas en materia de gobierno, cuyas consecuencias no eran ellos capaces de juzgar. Era entonces de moda, o por mejor decir, contagio dominante ser republicano. En Roma era mucho mayor el número de tales cabezas que en las demás capitales de Europa, porque el gobierno papal era suave y tolerante, y porque ya en todo tiempo fue esta capital asilo de extranjeros y como una suerte de patria común que los protege s todos, sin distinción de naciones y creencias». Si a eso se añade la fuerza que había adquirido la propaganda de los republicanos cisalpinos, desde el tratado, especialmente, de Campo-Formio, y la no menos activa que se puso a ejercitar el general francés Duphot que acababa de promover, y con éxito, una insurrección democrática en Génova, no es de extrañar que unos cuantos mozalbetes de todas las clases de la sociedad romana creyeran llegado el momento de emanciparse de la, aunque patriarcal, tutela al fin de un gobierno que les quitaba la esperanza de, como decía también nuestro embajador, lucir los plumeros y sables que la revolución y la guerra habían puesto en moda.

El tumulto del 29 de Diciembre, capitaneado por un sacerdote, el abate Piranesi, otro Talleyrand en lo de tirar los hábitos clericales para lanzarse al mundo de las concupiscencias, y con la acción de Duphot, que la pagó con la vida, si al pronto reprimido por la fuerza y produciendo la marcha de Buonaparte a pesar de todas las reflexiones que le hizo nuestro embajador, obtuvo, por fin, el objeto deseado. José Buonaparte salió de Roma, seguido, ya lo hemos dicho, de los revolucionarios que se habían amparado en su palacio; y su marcha, al ser conocida en París al mismo tiempo que la muerte de Duphot, produjo en el Directorio la resolución de acabar con el Pontificado inmediatamente. El general Berthier que, por ausencia de Napoleón, mandaba el ejército de Italia, se dirigió a Roma a la cabeza de fuerzas numerosas; y aun cuando fingiendo a Azara, que le salió al camino, y, por su conducto, al Papa la intención de satisfacerse con condiciones que en nada alteraban las esenciales del tratado de Tolentino, fraguó desde su campamento del Puente nuevo la conspiración, la farsa, después, en el foro de proclamar la República, y el destierro del Papa a Siena, en Toscana, elegido, es verdad, por él después de las graves dificultades opuestas por los cardenales y diplomáticos para que fuera S. S. a establecerse en España o Portugal.

Claro es que Carlos IV habría de lamentar tamaña catástrofe como la sucedida al Vicario de Cristo; pero hasta hubo de desistir de hacer reclamación alguna al Directorio por los atropellos del general, su delegado en Roma, cuando el marqués del Campo manifestó a nuestro Gobierno que ni siquiera se había atrevido a presentar al francés las que se le trataban de dirigir al llegar a su conocimiento tan tristes sucesos. Escribía Campo: «Podríamos exponernos a un sonrojo»; como si no se hubieran ya experimentado varios desde que se entabló tan fatal alianza como la de San Ildefonso, recientemente, sobre todo, en las cuestiones de Portugal y Parma. Mas para que pueda apreciarse la perspicacia de nuestro diplomático, he aquí que el Directorio vino a acreditarla proponiendo y aun instando al Rey para que diese asilo en sus estados al Papa, a quien consideraba en Italia origen de graves compromisos para él y para la República. Y entonces, puesta a prueba la adhesión del soberano católico a la silla apostólica, sucedió que los deseos de ofrecerle asiento digno y venerado no pesaron en la balanza lo que los peligros que podrían correr las instituciones en España y la religión misma, que se harían blanco de los manejos y tiros revolucionarios, y, negándose el asilo, se aconsejó el de Cerdeña, Malta, Nápoles, cualquiera que no trajese el menor compromiso a la hija predilecta de la Iglesia universal. A pesar de eso no conviniendo al Directorio el de Portugal, que también se le indicó, ni a los gobiernos respectivos los antes señalados y hasta queriendo Toscana se enviase al Papa a Austria, fue preciso ceder también, aun no habiéndose acordado al Rey las condiciones que exigía para la traslación de Pío VI en último caso a Mallorca con todo su séquito de cardenales y servidores. Lo que ambicionaba el Gobierno de Francia era que, al morir el Papa, se celebrase en España el conclave, que así estaría al servicio del Directorio; tal idea se tenía de la dignidad y de la entereza de nuestros gobernantes. Importábales más a éstos, halagando las ambiciones de la Soberana, sacar fruto de desgracia tan deplorable para los arreglos, compensaciones y engrandecimiento de los duques de Parma, a que convidaba la nueva forma que iba dándose al mapa de Italia. El Gobierno español se interesaba mucho por la Iglesia y el Pontífice; pero no por su poder temporal cuya destrucción no le producía la inquietud que el del Infante que era preciso extender lo posible para secundar fines del Rey.

Tantos y tan diversos y graves acontecimientos tenían que debilitar la acción del ministerio presidido por Godoy y hasta poner en peligro su existencia. Bien lo comprendía el favorito, y, si hubiera de creérsele, se andaba preparando a resistir la desgracia que tan de cerca ya le amenazaba.

Es indudable que deseaba acertar aun cuando no fuera más que por aparecer mereciendo los favores de que había sido objeto, injustificados en el concepto público, en el de todos los Españoles menos en el de quienes se los prodigaban sin tasa, teniéndole por el mejor de sus vasallos y el más hábil de cuantos ministros había conocido España. Con esa aspiración y la no menos laudable de mostrarse generoso cuando ya no creía muy difícil, y menos imposible, que se procurase su ruina en el ánimo de unos soberanos que entonces no veían con otros ojos que los suyos ni confiaban más que en su lealtad y en su pericia, trató de asociarse personas que por sus antecedentes y por el favor de que gozaban en la opinión pública, sirvieran como de garantía de las intenciones patrióticas que abrigaba. ¿Era, como él dice en sus Memorias, que, decidido a abandonar la dirección de los negocios del Estado, inspirase al Rey la elección de algunos hombres especiales en unas circunstancias que exigían grandes luces para el gobierno? ¿Era que con el apoyo de esos hombres procurara sostenerse, lo mismo que en la gracia del Soberano, en la del país que, de ese modo, le consideraría tan magnánimo como hábil? Sea, en fin, por un recelo, no infundado, de que se le minaba con algún éxito en los ámbitos del palacio real, sea por arranque voluntario y comprendiendo lo errado de la marcha política por él emprendida o por sugestión ajena, de algún amigo quizás, lo cierto es que el 21 de Noviembre de 1797 aparecía el nombramiento de D. Gaspar de Jovellanos para la Secretaría de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, y el de D. Francisco de Saavedra para la de Hacienda.

Parece que el conde de Cabarrús, vuelto de París tras sus fracasos en Lille y Holanda, adulando, por supuesto, al valido con la esperanza de justificar y hasta hacer memorable su privanza, le aconsejó eso que Godoy supone inspiración propia, la elección de algunos hombres que, al ayudarle en su gestión gubernamental, le diesen fama de desinteresado y hábil. Y como Cabarrús era amigo íntimo de Jovellanos y de Saavedra y creía poder responder al favorito de que no defraudarían la confianza que en ellos depositara, se los propuso para esas Secretarías, logrando convencerle y arrancarle poco tiempo después sus nombramientos. Godoy había tenido que vencer la resistencia que le opuso la Reina a esa elección, prevenida, como estaba, principalmente contra Jovellanos, cuya presencia en Madrid la repugnaba tanto que, antes de consentir en su nombramiento de ministro, había conseguido del Rey el de embajador de Rusia con el objeto, así lo creyó la gente conocedora de las intrigas palaciegas, de tenerle todo lo más lejos posible de la corte. Fueron necesarias repetidas instancias, el empeño decidido de Godoy para que la Reina cediese en el suyo de no admitir en el consejo de ministros al poco antes desterrado, siquiera fuera con pretextos fútiles de misiones que no podían disfrazar el verdadero objeto del viaje de Jovellanos al principado de Asturias. No costó, en verdad, tanto alcanzar el beneplácito de María Luisa para el nombramiento de D. Francisco Saavedra.

La elección no podía ser más acertada; disfrutando uno y otro de los escogidos de reputación general y justa fama de hombres probos, expertos en los ramos que se les encomendaban y, sobre todo, independientes, por razón de su carácter reconocidamente severo y patriótico. No necesitaríamos detenernos aquí en hacer su elogio, que mucho más elocuente aparecerá en la historia del reinado anterior al en que nos estamos ocupando; pero las vicisitudes, asaz interesantes, que hubieron de arrostrar en aquellos tiempos, y las mucho más graves y trascendentales en que les cupo después representar papel importantísimo en el espectáculo glorioso que ofreció al mundo la nación española, nos mueven, al recordarlas ahora, a presentar a nuestros lectores algún dato que les dé a conocer esos dos meritorios e insignes varones.

Don Gaspar Melchor de Jovellanos, nacido el 5 de Enero de 1744 en Gijón de una familia ilustre del Principado de Asturias y que había hecho brillantemente sus estudios en aquella ciudad y en las de Oviedo, Ávila y Alcalá de Henares, tuvo su ingreso en la carrera judicial como Alcalde de Cuadra, que así se llamaba entonces a los del crimen en la Audiencia de Sevilla; siendo, por curioso lo recordamos, el primero en desterrar de su cabeza el blanco pelucón que usaban los de su clase en los tribunales de España. Trasladado a Madrid en 1778 con harto sentimiento de los sevillanos que habían podido apreciar los raros talentos que le adornaban, y después de ejercer, aunque por corto tiempo, las funciones de Alcalde de Casa y Corte, pasó al Consejo de las Órdenes, donde diez años después le cogía la muerte de Carlos III, lamentada en su tan controvertido Elogio. Allí también y con motivo de la defensa de Cabarrús, víctima entonces de las persecuciones de Godoy o sus criaturas, del ministro Lerena principalmente, por asuntos del Banco de San Carlos; allí también le sorprendió el destierro con apariencias de comisión que le confinaba a Asturias, en cuya capital entraba el 12 de Septiembre de 1790.

Su fama de excelente poeta y dramaturgo, corría ya de boca en boca en toda España con la de juez íntegro y severo y entendido administrador, siendo tan elogiadas sus composiciones de El Pelayo, El Delincuente honrado y la Descripción del Paular, como sus discursos académicos, el Informe sobre la ley agraria y la Memoria sobre los espectáculos y diversiones públicas. Era, la de Jovellanos, una reputación tan honrosa como merecida y justa: así es que su nombramiento para el ministerio de Gracia y Justicia fue recibido en España con aplauso universal.

No lo fue menos el de D. Francisco Saavedra, ministro que era entonces del Supremo Consejo de la Guerra, tenido por la opinión en grande estima, aun cuando no pudieran sus cualidades de ilustración y de carácter compararse con las de su nuevo colega. Era hombre Saavedra de vastos y diversos conocimientos, de carácter dulce, complaciente y con el deseo de aparecer bondadoso para todos, altos y bajos, poderosos y humildes. El patriotismo, sin embargo, era su cualidad sobresaliente y a ella más que a ninguna otra debió el favor de que entonces gozaba en la opinión y el mucho mayor de que después disfrutaría en las ocasiones, más solemnes aún, que le ofreció la guerra de nuestra independencia de 1808 a 1814. Sus talentos en la presente de su elevación al ministerio no le servirían, sin embargo, lo mismo que al sapientísimo Jovellanos, sino para hacer más ruidosa y lamentable su ruina.

En algo se dio a conocer la presencia de Saavedra y Jovellanos en el ministerio, sobre todo en el ramo de Hacienda con la real cédula de 9 de Marzo de 1798 para la consolidación de la deuda, esto es, de tantas deudas como las contraídas en los anteriores reinados y las creadas en el de Carlos IV, de que ya hemos dado cuenta. En el de Gracia y Justicia, no bien se preparaba Jovellanos a tomar medidas que exigían la situación lamentable del jefe de la Iglesia y la actitud consiguiente del clero español, así como los procedimientos y la marcha de los tribunales, cuando un disentimiento con Godoy sobre la destitución o no de un obispo de Ultramar, le hizo comprender que no cabían regularidad ni reformas en tan delicado ramo de la administración pública interviniendo en ella un hombre todo pasión, orgullo y despotismo. Y aquellos dos hombres cuya prudencia era proverbial y en ese concepto habían sido llevados al ministerio, se entregaron, aunque con repugnancia suma, a la tarea ardua y peligrosa, pero patriótica, de minar aquel poder colosal fundado en las pasiones de la Reina y la ceguera del Rey. Es regular que hubieran fracasado en su loable empresa, pero ayudábanles en ella la opinión, siquiera débil y no paladinamente pronunciada en el país, y la influencia poderosa, aun cuando no legítima, de un Gobierno extraño, interesado en vencer los obstáculos que creía se le estaban oponiendo a su acción en la política europea.

Esa era, con efecto, la palanca que con mayor fuerza y con éxito, por consiguiente, más decisivo conmoviera hasta derribarlo el edificio soberbio elevado por el favor y tan sólo por el favor, dominándolo todo en España y burlando la justicia, la virtud y la conveniencia de sus intereses más respetables.

Ni el Directorio francés ni Godoy estaban satisfechos uno de otro. Por el contrario, cada uno de ellos exponía quejas que consideraba fundadas y alegaba servicios que allá en su conciencia estaba seguro de no haberlos prestado con la buena fe y la decisión necesarias para que diesen los resultados apetecidos.

Sucedió entonces que Godoy, por haber vuelto a conceder su favor á Cabarrús, y Saavedra y Jovellanos por agradecimiento, decidieron nombrarle embajador de España en París, disgustados de la gestión diplomática, verdaderamente estéril, del marqués del Campo, y esperando el mayor éxito posible del celo y de la habilidad del conde, experto en esa clase de asuntos y, como francés, conocedor de los de su país nativo, de sus hombres y aspiraciones. La última misión, aunque infructuosa, para intervenir en los tratados puestos en estudio en Berna, Lille y por aquellos días en Rastadt, le tenían en París; y el Gobierno español creyó que nadie como él, metido en la candente atmósfera de la política dictatorial, ¿onde tantos proyectos debían forjarse y cuyo conocimiento era indispensable, sobre todo, para los aliados de la República que habrían de compartir con ella sus éxitos o sus desgracias, nadie, repetimos, como él estaba en condiciones de suministrar las noticias más exactas ni ejercer la acción diplomática más eficaz en beneficio de los grandes intereses que iban allí a ventilarse. Pero el Directorio, apoyado en esas mismas consideraciones regularmente, y con el pretexto, razón si se quiere respecto a Cabarrús, por su nacimiento, sus conexiones en Francia donde tenía una de sus hijas, Madaine Tallien nada menos, tan influyente con los hombres más caracterizados de la Francia republicana, y armado de toda clase de ejemplos en varias cortes de Europa, se negó terminantemente a admitirle en el cuerpo diplomático acreditado en París. Y no se satisfizo con eso, sino que añadió el Directorio a esa muestra de desconfianza la de cambiar su propio embajador en España, receloso de que el general Perignon, a pesar de haber mandado los ejércitos franceses contra los nuestros de Cataluña no hacía mucho tiempo, contemporizase demasiado con Godoy, y nombrando al ciudadano Truguet, ministro que había sido de Marina, con la misión secreta, según pudo verse luego, de esforzarse hasta conseguir la ruina del valido, árbitro, que se le consideraba, de los destinos de nuestra patria.

De algo de eso tenía Godoy noticia por las cartas de Cabarrús, muestra elocuentísima de su sagacidad y de cómo entendía la situación de ambos gobiernos, empeñado el francés en su constante pretensión de la conquista de Portugal, y en la necesidad, el español, de no resistirse, como lo hacía, a una empresa en que era preciso desentenderse de los afectos de familia para no romper con la República en ocasión tan poco propicia y sacar el fruto, no despreciable, que se le ofrecía en la Península y las colonias lusitanas. Dábale también el conde en sus cartas consejos, como en eso, en cuanto al modo de recibir al nuevo embajador francés, no jacobino ni de los botafuegos que trataban de comprometer al Directorio y a Talleyrand, Tallien y Bonaparte con sus temerarios proyectos y patrióticos furores, pero decidido a no dejarle traslucir la situación difícil de su gobierno y menos su espíritu hostil a la personalidad suya, la del Príncipe de la Paz, que tenía por el mayor estorbo a la política republicana. Porque hasta se le consideraba a la cabeza de un partido llamado inglés, del que formaban parte los duques del Parque y Osuna, calificado, este último, del Orleans español en los papeluchos que a voz en grito se anunciaban por las calles de París.

Godoy, siguiendo esos consejos, recibió a Truguet con el mayor agasajo y trató de atraérselo a su amistad e interés; eso a pesar de lo violento del lenguaje usado por aquél al presentar al Rey sus credenciales, en un discurso dirigido, más que a otro objeto, al de juzgar la política del Gobierno español con una severidad inusitada en esa clase de ceremonias, y menos entre naciones ligadas con tan estrechos vínculos de amistad y alianza.

Aunque las alusiones hechas en un acto que tanto tiene de etiqueta, pues que los asuntos de gobierno más parece que deben tratarse con los ministros, iban dirigidas contra los emigrados franceses á quienes se suponía protegidos en España, demasiado comprendió Godoy que encerraban reticencias no poco transparentes contra él; y en su temor a los resultados a que pudieran conducir y en su deseo de sostenerse, por más que diga otra cosa en sus Memorias, procuró satisfacer, si es que ya cabía hacerlo, a un hombre tan mal dispuesto para con su personalidad, cediendo á varias de las reclamaciones y exigencias del Directorio.

Una de ellas, y de las más importantes, tenía por objeto el de que la escuadra española de Cádiz se hiciese a la mar para batir a la inglesa que bloqueaba aquel puerto, muy inferior a la nuestra puesto que sólo constaba de 8 a 10 navíos de línea. El general Mazarredo, a quien no puede tacharse de pusilánime, comprendía, y así lo hizo conocer al Gobierno, que no eran los barcos que le observaban los temibles; pero, seguro de que los aventaría al salir él con los suyos, lo estaba también de que no muy adentro del mar se vería frente a frente de una escuadra enemiga, tan superior a la de su mando que sería, más que una temeridad, una locura el esperarla y procurar resistirla. Ante las órdenes imperiosas del Gobierno hubo, sin embargo, de darse a la vela en la noche del 6 al 7 de Febrero de 1798 con 21 navíos, de los que 5 de tres puentes, algunos otros barcos, fragatas o bergantines, y con La Vestal en conserva, fragata francesa con más oficios de espía y censora de la conducta del almirante español que de vigía y auxiliar suya. Y sucedió lo que Mazarredo había previsto. Los navíos ingleses, tan pronto como vieron el aparato de nuestra escuadra abandonando la bahía de Cádiz, tomaron el largo hacia la costa de Portugal, poniéndose luego en comunicación con la armada del almirante Jerwis, que, desde Lisboa, donde se mantenía fondeada contra lo pactado con Francia por el Gobierno portugués, salió precipitadamente al encuentro de la española. Esta ¿qué había de hacer? Se volvió a Cádiz después de bordear entre Ayamonte y Sanlúcar de Barrameda hasta el 14, quedando todo a los pocos días como se hallaba antes; Mazarredo, inactivo y por añadidura enfermo, y Jerwis dirigiéndose de nuevo al Tajo, después de distribuir algunas de sus fuerzas para observar a las nuestras y para el bloqueo de las costas inmediatas. Pero el capitán de La Vestal tuvo, así, ocasión de interpretar la conducta de nuestros marinos a gusto de Truguet que, con eso, tenía pretexto, ya que no motivos, para, atribuyendo todo a culpa del Príncipe de la Paz, minarle en el concepto del Rey de España como estorbo para los planes más importantes que entonces tenía entre manos el Directorio.

Porque es verdad, bien averiguada y patente ya para todo el mundo, que se andaba elaborando en Francia el proyecto de una formidable invasión de Inglaterra, para la que se reunía en los puertos próximos al canal de la Mancha un poderoso ejército mandado por el general Bonaparte, a quien se consideraba como el único capaz de realizar con éxito una empresa que dejaría muy atrás, en opinión de los Franceses, a la tan feliz y decantada de Julio César. Se había reducido a cortísimas proporciones el ejército de Italia, suponiendo suficientes 25.000 soldados franceses y los de las repúblicas recientemente creadas para mante­ner la influencia de la gran Nación en aquella península; de los del Rin se dejaban sobre 60.000 en observación de los resultados que pudiera dar el Congreso de Rastadt que tanto tardaba en constituirse y en abrir sus conferencias o sesiones; y las tropas restantes iban encaminándose precipitadamente y llenas de entusiasmo a las costas del Océano. Era preciso aprovechar la época de los días cortos y de las nieblas espesas para sorprender a los Ingleses que, así, no lograrían impedir el desembarco de 60 u 80.000 hombres y la ocupación después de su capital, objetivo el principal, de la irrupción francesa. Pero, de todos modos, convenía mucho que se unieran las escuadras de Francia, Holanda y España junto al Canal para proteger de todo evento el inmenso convoy que representaba fuerza tan numerosa y pertrechada. La escuadra holandesa había quedado inutilizada el 11 de Octubre en el combate reñido a la desembocadura del Texel con la inglesa del almirante Duncan que, además de hacer prisionero al enemigo Winter, echó a pique o apresó varios de sus buques, quedando los demás inservibles por mucho tiempo para poderse unir a los franceses del Océano. De la española, no debía tampoco esperarse una acción bastante eficaz mientras el lord San Vicente se mantuviera en aguas del Tajo, pudiendo disponer de fuerzas muy suficientes por su número y calidad para tenerla encerrada e inactiva en Cádiz. Por eso se estaban construyendo en Brest, Boulogne, Ostende y otros puertos de aquella costa lanchas cañoneras y gabarrones, bien armados también de artillería de grueso calibre, con que apoyar la marcha de los transportes que habrían de llevar las tropas al litoral opuesto.

Y con todo eso, el hombre singular destinado a tan grandiosa operación era el que menos pensaba en ella. No descuidó los preparativos para que se verificase con las mayores probabilidades de éxito; nombró los generales más expertos para que le secundasen, tanto del ejército del Rin como del de Italia, que tan conocido le era; impulsó los armamentos que se hacían en toda la costa; pero era distinta la idea fija en su mente, la que de tal modo le preocupaba y le distraía de toda otra atención que en los mismos viajes realizados con el objeto de preparar la invasión proyectada en el Reino Unido, los papeles que llevaba, memorias, libros y planos, se referían a otro diverso y muy remoto de los lugares que iba visitando. Su imaginación, verdaderamente oriental, le llamaba a Oriente, a las tierras que pudiéramos llamar clásicas, teatro de aquella civilización maestra de todas las sucesivas, modelo de la misma en que vivía, civilización creada por los hombres más extraordinarios, cuya historia, doctrinas y progresos eran el alimento diario de su alma, siempre fija en la meditación de las grandes empresas ejecutadas en aquella antigüedad que le atraía y le subyugaba con su memoria y esplendores tan lúcidos como gloriosos. Pero como ni Grecia ni Roma unían a sus maravillosos recuerdos la idea de un objeto de alcance y resultados de interés moderno, práctico, como ahora se dice, y tangible, su ambición se remontaba al dominio de otros países que, superando a aquellos en lo estratégico de su posición lo mismo que en lo remoto de sus orígenes, cultura y poderío, llevasen a su patria al señorío del Mediterráneo, convirtiéndolo en un lago francés, como él decía, y a influir, así, de cerca en los destinos de las nuevas y ya grandiosas posesiones de sus enemigos en la India.

El Egipto y su ocupación por las armas francesas eran el bello ideal del general Bonaparte, que allí y no en el canal de la Mancha era donde esperaba dar el golpe de gracia a Inglaterra; considerando el solar británico, no difícil de asaltar pero imposible de someter, y sólo, en caso, amenazando sus aspiraciones de dominio desde Gibraltar a Constantinopla y desde el cabo de Buena Esperanza, que acababan los Ingleses de arrebatar a Holanda, hasta las regiones más distantes del Asia, tocando ya al inconmensurable Imperio de la China. Sus estudios e investigaciones más prolijas, sus conferencias con las personas influyentes del Directorio y sus comunicaciones con los generales de quienes pensaba valerse, se referían a la gran expedición que tenía proyectada, si bien reservando en cuanto era posible el objeto, la oportunidad y la manera de su ejecución. No eran todos los consultados de ese parecer, y en el Directorio los había que, creyendo más urgente para la salud de la República la conquista de Inglaterra, se oponían a enviar a Egipto una parte, la más florida, del ejército y a su general favorito, a aquel precisamente de quien esperaban el éxito completo de una jornada tan halagadora para los Franceses. Pero tales fueron las instancias hechas por Bonaparte y tantos y tan fundados los razonamientos en que las apoyaba, que el Directorio, atendiéndolas por fin, aprobó la expedición a Egipto. La de Inglaterra quedaría para el invierno, más propio para las operaciones que exigía, y para el venidero de 1798 al 99 contaba Napoleón con estar de vuelta después de haber convertido el Egipto en colonia francesa a que afluiría todo el comercio que entonces se estaba haciendo por el cabo de Buena Esperanza, y que iba a ser punto de escala y base de operaciones contra la India, sobre todo si se llegaba a formar en el mar Rojo una escuadrilla, considerable por el número y las condiciones de los buques que la constituyeran. Muy aventurada era la promesa por mucho que pudiera esperarse de tal hombre y por grande que fuese el optimismo de los que le escuchaban y habrían de ayudarle, deslumbrados por los brillantes discursos del general y la grandiosidad de una empresa que tenía algo de las que ya podían considerarse mitológicas de Baco y Sesostris y las de Ciro, Alejandro y los héroes romanos, sus sucesores en tal género de expediciones.

Desde ese momento, la actividad ejercida para la formación y establecimiento de los ejércitos franceses en las costas opuestas a las de Inglaterra e Irlanda, se dirigió al Mediterráneo, en cuyos puertos de Marsella, Tolón y otros se reconcentró toda por el corto tiempo que duraron los preparativos; pues, como veremos luego, el 19 de Mayo de 1798, salían del segundo de ellos la escuadra y los transportes con las tropas hacia Malta y Alejandría. En la costa del Norte continuaron los preparativos bajo la dirección y el mando del general Kilmaine; pero no ya con el ardor de antes y sólo así como para mantener la alarma en Inglaterra, donde no se descansaba un momento en la tarea de crear nuevos cuerpos de milicias, fortificar los puntos en que pudiera intentarse un desembarco y armar cuantos buques fuera dable disponer para una campaña activa en los mares franceses. Llegó el número de los barcos de guerra por aquellos días al de 112 navíos de línea y 20 de a 50 cañones, 167 fragatas y 275 embarcaciones menores; necesitándose para el sostenimiento de armada tan formidable y el del ejército aumentar los tributos de todo género en proporciones que dieron lugar en el Parlamento a las más acaloradas polémicas con la oposición por lo exagerados que parecieron aún en circunstancias tan críticas.

La agitación que todo eso producía en Francia era superior a cuanto puede ahora calcularse, excitados los ánimos con el inmenso triunfo de una paz tan gloriosa, conquistada con las armas sobre la Europa coaligada antes, y sobre el Imperio después, baluarte que se tenía por el más robusto de las antiguas monarquías, pero más aún, quizás, con la esperanza de acabar con su irreconciliable enemiga la Gran Bretaña y eso en su solar mismo, no violado, por extranjera planta desde la época de Guillermo el Conquistador. Pero esa agitación se extendía en sus impulsos contra los que la opinión en París consideraba cómplices de los Ingleses en su gigantesca lucha contra Portugal, por consiguiente, que les daba abrigo en sus puertos, y contra la misma España, aliada y todo, pero que no ponía de su parte cuanto fuera necesario para imponerse a la corte lusitana, disculpándose con afecciones de familia que la política no debía reconocer como legítimas. Y como el Directorio no sospechaba del pueblo español proclamándolo siempre como afecto y leal a Francia, ni del Rey cuyo carácter caballeroso reconocía, achacaba todas las resistencias opuestas a sus miras al Príncipe de la Paz, teniéndolo por desafecto a la República y amigo, siquiera solapado e hipócrita, de Inglaterra.

Las quejas del Directorio eran contestadas por Godoy con otras no menos amargas; valiéndose de la conducta observada por el Gobierno francés en los asuntos de Roma, Parma y Portugal, como argumento para demostrar una falta de consideración y aun de buena fe para con el Rey que acabarían por enfriar sus sentimientos de amistad y alianza con la República. Escribía Godoy al marqués del Campo después de algunas frases apoyadas en esas consideraciones: «El Rey me manda decir esto a V. E. para que pida una respuesta categórica al Directorio, tal cual lo exigen sus relaciones con la España, su amiga y aliada; y desearía que sin embarazarse de otras cosas, ni interrumpir las unas con las otras, dijese el Gobierno francés qué piensa de Roma, si ha de quedar el Papa con dominio temporal, qué extensión se ha de dar a los estados del Señor Infante Duque de Parma, cuáles al rey de Nápoles, cómo ha de quedar la República Cisalpina, cómo la de Génova, si ha de haber en Italia más gobiernos que los de Nápoles, Cerdeña, Parma, Florencia, Santa Sede, cisalpino y ligúrico. Estas cosas que se responden prontamente cuando hay confianza, no deben empachar al Directorio para satisfacerlas, y antes bien conviene no ignorarlas para formar desde luego los planes que interesan a cada soberano.

Obtenga V. E. una satisfacción cual le encargo; y en su vista le daré las instrucciones que convengan al mejor servicio del Rey.»

Este despacho del 15 de Enero de 1798 era a todas luces fundado, y difícilmente podría contestarlo el Directorio que andaba ejerciendo una política tan contraria a la que aquel escrito revelaba como la única digna del gobierno español. No hallando, pues, respuesta satisfactoria que dar, hizo lo que todo el que no tiene la razón de su parte, desahogó su cólera amenazando a su vez si a él no se le satisfacía en sus primeros motivos de queja, la permanencia de los prófugos y emigrados franceses en España. El agente republicano en Madrid, el ciudadano Perrochel, entregó al Príncipe de la Paz una nota en que le decía: «En vista del tratamiento de los Franceses en España, se pregunta uno a sí mismo, si Francia y España están todavía en guerra. Príncipe, es preciso que cese tal escándalo.»

De modo que si amenazador era el despacho de Godoy más aún lo era el del Directorio, con la diferencia, sin embargo, de que el ministro español aducía razones de gran peso y en asuntos de verdadera importancia, de interés y dignidad innegables para la corona, y el agente francés, saliéndose, como vulgarmente se dice, por la tangente, contestaba con un argumento tan trivial en causa más baladí todavía. Mas, aun siendo así, se dio el 23 de Marzo la orden para que todos los emigrados saliesen de España, exceptuando sin embargo, la isla de Mallorca donde, los que lo quisiesen, encontrarían albergue seguro y tranquilo. Condescendencia estéril; porque ya nada que no fuese la caída de Godoy lograría calmar la irritación del Directorio hacia su persona. Truguet, impaciente por ejecutar las instrucciones de su Gobierno llegó hasta a presentar al Rey un escrito enérgico, diplomáticamente hablando, contra el Príncipe y no destituido de expresiones, avisos saludables se decía, que podrían herir las justas susceptibilidades del Soberano, y que surtieron el efecto a que iban dirigidas. Si a eso se añade que no dejaban los ministros Saavedra y Jovellanos de, temiendo mayores males, cooperar a la ruina del favorito, insinuándose algunas veces en el ánimo de Carlos IV; y la flojedad por parte de la Reina, en su defensa, no tardó en conocerse por la corte que no sería ya remota esa ruina, con lo que salieron a luz odios, hasta entonces encubiertos, de los enemigos y, se puso de manifiesto también la tibieza de muchos que antes tanto ensalzaban las cualidades del ministro para no verse privados de sus favores . Y aun cuando el Rey parecía no atender a esos clamores y menos a las intrigas con que se quería pintar como peligrosa la permanencia del Príncipe en el mando por las relaciones que había adquirido entre todas las clases del Estado y el prestigio que se le suponía, dándole muestras de mayor afecto aún, como la de nombrarle coronel general de los regimientos de la infantería suiza, acabó por ceder y el 28 de Marzo le dirigía el decreto exonerándole, eximiéndole, por mejor decir, de dos de sus cargos, entre ellos el de Secretario de Estado.

Decía así aquella real disposición, que era preciso fuese todo lo honorífica posible: «Atendiendo a las reiteradas súplicas que me habéis hecho así de palabra como por escrito para que os eximiese de los empleos de Secretario de Estado y de Sargento mayor de mis Reales Guardias de Corps, he venido en acceder á vuestras reiteradas instancias, eximiéndoos de dichos dos empleos, nombrando interinamente a Don Francisco de Saavedra para el primero, y para el segundo al marqués de Ruchena, a los que podréis entregar lo que a cada uno corresponda, quedando vos con todos los honores, sueldos, emolumentos y entradas que en el día tenéis; asegurándoos que estoy sumamente satisfecho del celo, amor y acierto con que habéis desempeñado todo lo que ha corrido bajo vuestro mando; y que os estaré sumamente agradecido mientras viva, y que en todas ocasiones os daré pruebas nada equívocas de mi gratitud a vuestros singulares servicios.»

En la misma Gaceta y con igual fecha apareció también el nombramiento de D. Francisco Saavedra para el cargo interino de la Secretaría de Estado.

Parecía haber caído por tierra la ingente fábrica levantada por el favoritismo, cuyos cimientos se pusieron el día mismo en que bajó al sepulcro el rey Carlos III; y, sin embargo, los palaciegos, hábiles en conocer y distinguir las palpitaciones de la corte, y los estadistas, aun los medianamente instruidos en el arte de la política en tiempos en que el poder no tenía más fuerza ni más representación que la de la persona del soberano sin otros que lo ilustraran o moderasen, comprendieron muy pronto que la exoneración de D. Manuel Godoy era tan sólo uno como punto de espera a fin de dar tiempo a que pasara la borrasca formada en los horizontes transpirenaicos y que en aquellos momentos se consideraba como incontrastable. Porque Saavedra y Jovellanos no se atrevieron a tomar la única medida capaz de robustecer, si era dable, la situación política de que eran representantes, aun cuando bien podían pensarlo, amenazados constantemente de cualquiera explosión del capricho o de las pasiones a que desde los primeros tiempos de aquel reinado estaba sometida la gobernación de España. Esa medida no podía ser otra que el alejamiento del poderoso valido de una corte, toda ella postrada a sus pies por tanto tiempo y pendiente de un gesto, de una mirada de quien era señora absoluta del corazón y de la mente y las voluntades del soberano, árbitra, por consiguiente, como de los destinos del país, de la suerte de los que exteriormente pudieran representarlo. Y tan tímidos y tan débiles se mostraron los dos ministros, aun pensando que tal determinación sería la única salvadora de sus personas, que contuvieron al Rey en su primer impulso de dictar un decreto severísimo de proscripción que alejara a Godoy de su residencia de Madrid. Saavedra y Jovellanos meditaron sobre el caso; pero debió arredrarles la idea de que una disposición que consideraban tan rigurosa podría acarrearles el odio de la reina y desistieron de ella. No había andado tan meticuloso Godoy con los que tomaba por estorbos al logro de sus ambiciosos proyectos; y ahí están los ejemplos elocuentísimos de sus exclusivismos y rencores en un Floridablanca y en un conde de Aranda, no sólo arrojados violentamente de la corte, sino metidos luego en las fortalezas de Pamplona y de la Alhambra. El acto de generosidad de los nuevos ministros no fue, pues, sino una torpeza inexplicable de la que tendrían muy pronto que arrepentirse.

Pero si débiles se mostraron en ocasión tan propicia para sacar a España por algún tiempo y quizás para siempre, conocidas, como eran, las veleidades de la Reina, de la vergonzosa dominación en que yacía, más aún aparecieron en su política exterior, con lo que quitaron a la vuelta del favorito al poder parte de lo odiosa que, de otro modo, se hubiera hecho. Una de las muestras de la sinceridad de sus sentimientos amistosos hacia Francia, fue el nombramiento de embajador cerca del Directorio recaído en D. José Nicolás de Azara, persona, como ya se ha visto, muy relacionada con los generales franceses del ejército de Italia y especialmente con Napoleón, quien le distinguía sobremanera y otorgó, por su influjo, al Papa y al duque de Parma favores que otro, quizás, no hubiera conseguido. «Este nombramiento, dijo Saavedra a Truguet, es la mejor prueba que nuestro Gobierno puede dar del vivo deseo que le anima de cultivar la buena inteligencia con la República francesa»  Y en efecto, Azara, a la circunstancia de sus relaciones con Bonaparte y su hermano José como con Berthier y los demás jefes que tantas veces le habían visto en su cuartel general, reunía la de una afición, acaso exagerada, a la causa francesa. Había sido propuesto por Godoy para su nuevo cargo y eso cediendo al deseo de mostrarse agradable al Directorio; con lo que es más de extrañar que después le criticase por el lenguaje, en su concepto, demasiado humilde que usó al presentar en París las credenciales el 29 de Mayo, y por sus condescendencias para con el Directorio. Su discurso ante el Directorio era, con efecto, para autorizar en parte esa opinión del privado de Carlos IV, aunque injustificada en el que desde el tratado de Basilea no desperdició ocasión de mostrarse humilde servidor de la República, aun tratando de minarla por medios y procedimientos tan desleales como tenebrosos. Después de una despedida sumamente afectuosa del marqués del Campo, en que naturalmente se sacó a plaza la alianza ofensiva y defensiva contraída en el tiempo de su embajada entre Francia y el Rey Católico, Talleyrand, como ministro de Relaciones Exteriores, presentó al Directorio en el salón de Audiencias públicas el nuevo plenipotenciario español con frases que, como de tan hábil estadista, habrían de ser en tal circunstancia lisonjeras hasta no poder más para nuestro soberano y su representante. «España, dijo entre otras cosas el ministro republicano, aliada mucho tiempo de Francia, estaba destinada a serlo nuevamente de la República y a no separar nunca su causa de la nuestra. Su paz y alianza han excitado el gozo de los Franceses y la desesperación de sus enemigos. Sin duda que semejante pacto no experimentará la suerte de las alianzas antiguas, pues tiene por garantía, no ya aquellas vanas y frágiles combinaciones de una política momentánea, sino el interés bien manifiesto de los dos gobiernos y la lealtad tan justamente célebre de las dos naciones. Se consolidará todavía con el odio de aquel implacable enemigo del sosiego del mundo, que en sus proyectos insensatos se ha atrevido a meditar la ruina de una y otra.»

Con presentación tan expresiva habría de esperarse una arenga que no desmintiera sentimientos inspirados en intereses políticos que, una vez hecha la alianza tan preconizada por el precedente embajador, tenían forzosamente que resultar mutuos y comunes. Y Azara, que así lo entendía, representando, a la vez, a un gobierno que acababa de dar pruebas de humildad tales como las de la salida al mar de la escuadra de Cádiz, la expulsión de los emigrados franceses del suelo de la Península y la caída, sobre todo, de Godoy, no iría, de seguro, a quedarse atrás en la expresión, al parecer tan cordial, de la amistad y las esperanzas del Directorio en aquella nueva y solemne ocasión. Tocó hablar a nuestro embajador y dijo: «Ciudadanos directores. Al presentarme a vosotros por primera vez como Embajador del Rey Católico, no repetiré lo que sabéis muy bien, y lo que es tan notorio: pues muy inútil sería recordaros que el Rey mi amo es vuestro primer aliado, el amigo más leal, y aun el más útil de la República francesa, supuesto que si las alianzas y la buena fe política se fundan en los intereses respectivos de las potencias, jamás dos naciones habrán estado tan íntimamente unidas como Francia y España. Ninguna disputa territorial existe entre ellas; unos mismos son nuestros amigos y nuestros enemigos; la riqueza de España hará siempre la de Francia y la ruina del comercio de los españoles arruinará tarde o temprano el de los franceses. El carácter moral del soberano a quien tengo la honra de representar aquí, afianza toda la exactitud deseable para cumplir sus empeños, y su probidad os asegura una amistad franca, leal y sin sospecha. La nación a quien gobierna está reconocida por su delicado pundonor: es vuestra amiga sin rivalidad cerca de un siglo hace; y las mudanzas acaecidas en vuestro gobierno, en vez de debilitar dicha unión, no pueden servir sino a consolidarla cada día más, porque de ella depende nuestro interés y nuestra existencia común. He sido testigo de las pasmosas hazañas de los franceses en Italia, y ahora vengo a admirar más de cerca la sabiduría que las dirigió. Harto feliz de que haya recaído en mí esta elección, seré el instrumento que estreche aún más los vínculos de nuestras dos naciones: y si he merecido muchas veces que el Directorio haya aprobado la conducta que tuve con ciudadanos franceses en momentos muy críticos, espero que mi reputación no se desmentirá jamás en esta parte».

No estuvo menos expresivo el Directorio en su contestación. «Asegurad, Señor Embajador, decía, asegurad a Su Majestad el Rey de España que en cambio de los sentimientos que ha manifestado al Directorio executivo de la República francesa, hallará de su parte respeto inviolable a sus empeños, y el más ardiente deseo de contribuir a la prosperidad de la nación española, y a la felicidad personal de Su Majestad.» Y para que se viera cuán acertada había sido la elección de Azara en tales momentos como los en que se quería satisfacer tanto al Gobierno francés, continuó el Presidente del Directorio: «Por lo que a vos toca, Señor Embajador, el interés que habéis tomado en la suerte de los franceses en tiempo y circunstancias muy espinosas, os ha granjeado el afecto de los numerosos amigos de la humanidad, y con una satisfacción muy viva aprovecha el Directorio la ocasión de manifestaros solemnemente su agradecimiento en nombre de la República. »

No tardó en presentarse la ocasión de hacer ver si, en efecto, ejercía D. José Nicolás de Azara la influencia que con tales antecedentes era de esperar en el Directorio francés. Porque se hallaba pendiente de un acuerdo definitivo la magna cuestión de Portugal, tantas veces tratada entre los gobiernos respectivos y el de España, y siempre sin resolverse de un modo u otro hasta producir la paz o la guerra. Carlos IV tenía el mayor empeño en sacar a Portugal del grave compromiso en que se hallaba, entre las amenazas , puede decirse que diarias, que le dirigía el Gobierno francés y el temor natural de romper con Gran Bretaña, salvaguardia que consideraba como la más robusta de su independencia. Porque era realmente una quimera, lo ha sido siempre y es probable que siga siéndolo por mucho tiempo, lo de separar al reino lusitano de la, más que alianza, tutela en que se ha constituido respecto a Inglaterra, temeroso de verse, como debía ser, absorbido por la gran nacionalidad de que era parte y de que la separaron la torpeza de uno de nuestros soberanos, las discordias incesantes que han tenido siempre dividida a España y el mal entendido espíritu de separatismo que, de secular, se ha hecho innato en los Portugueses. Es indudable que desde poco después de la disgregación de la Lusitania en el siglo XII, la influencia inglesa ha ido ejerciéndose progresiva y cada día más eficazmente en aquel reino que, olvidando los lazos fraternales que lo unían al resto de la Península y exagerando sus sentimientos de independencia y el orgullo por sus éxitos al mantenerla, se ha formado una valla que están haciendo infranqueable las miras interesadas y los poderosos esfuerzos de la Inglaterra. Si la decadencia accidental de esta gran nación permitió la conquista de Portugal en 1580, pronto, al recobrar su pre­ponderancia marítima y para mejor influir en la Europa continental, buscó en el territorio de su antigua aliada punto de escala para el Mediterráneo, base de operaciones, teatro amplio y abrigo seguro para las con que debilitar a España, manteniendo impotentes nuestras fuerzas para cualquier conflicto internacional que pudieran provocarle sus enemigos.

Nada de extraño, pues, que Portugal observase la conducta equívoca que en 1 798 provocaba las iras del Directorio francés; y apoyada, siquiera hipócritamente, por D. Carlos, que en esa cuestión, ya lo hemos dicho, magna, no calculaba ni sentía más que por los impulsos de su corazón paternal, se propuso ganar un tiempo, precioso para ella, es verdad, pero más aún para sus aliados que entretanto tenían a su disposición los puertos todos del litoral portugués.

El rey de España buscó en la habilidad de Azara y en las simpatías, bien manifiestas de los Franceses hacia él, modo de salvar a sus hijos los príncipes portugueses del peligro con que amenazaban Truguet, desde el momento de su llegada a Madrid, y un señor Perrochel, encargado de negocios interino, que era antes, de la República. Para hacer más eficaz la acción de Azara, se le remitieron fuertes sumas con que ganar votos entre las personas más influyentes y los Directores mismos; que, al decir de un historiador, así se acostumbraba a tratar con el corrompido Gobierno del Directorio. Y ya tenía mucho adelantado, ofreciendo Azara tal confianza al Gobierno francés que la exigencia mayor suya era en aquellos momentos la de que el embajador español fuese quien hubiera de firmar el convenio, como plenipotenciario que, por mediación de Don Carlos, había sido nombrado del Gobierno de Portugal.

Todo, así, parecía fácil; pero Azara exigió la autorización del tratado por un diplomático portugués que, aun repugnándolo el Directorio, llegó, con efecto, a París, mas sin los poderes ilimitados, absolutamente necesarios según se había convenido. El disgusto del Gobierno francés no reconoció límites; y hubiéralo pasado muy mal el enviado portugués, señor Noronha, a quien se mandó prender, si Azara no le hubiese avisado y hecho huir. No por eso cesó Portugal en sus procedimientos dilatorios, aconsejados los ministros por Pitt, y ya entonces proponiendo excluir a España de toda mediación, a España que, precisamente, era el único apoyo que podría encontrar para mantener las miras que abrigase si no había de caer completamente en ruinas al empuje de Francia.

Todos los esfuerzos, así, de Carlos IV y de Azara quedaron frustrados; Portugal creyó poder respirar con la paralización de las negociaciones, los sucesos que comenzaban de nuevo a ocupar la atención del Directorio y el influjo inglés, vencedor al parecer; pero tardaría poco en ver que Francia no había olvidado la nueva ofensa que acababa de inferírsele.

Francia se hallaba, en efecto, empeñada en dos empresas a cual más grandiosas y comprometedoras, y eso cuando no se veían terminadas ni mucho menos las negociaciones en Rastadt que, rotas, podrían producir otra guerra en el continente, tan general y sangrienta como a la que se procuraba poner el sello en aquel Congreso. La primera de esas empresas se dirigía, ya lo hemos indicado, a la invasión de Inglaterra, que no se dejaba de la mano aun cuando apareciera prorrogada, manteniendo un gran ejército en las costas septentrionales donde tampoco se cesaba de reunir cuantos recursos navales serían precisos para efectuarla y provocando en Irlanda la insurrección de sus habitantes, siempre dispuestos a sacudir el para ellos insoportable yugo de sus dominadores los Ingleses. La segunda y la que, al descubrirse su objeto, habría de llenar de admiración al mundo tomándola muchos por aborto de una fantasía, sublime, es verdad, y heroica en sus revelaciones, pero rayando en la demencia, era la que hemos visto también preparándose en el litoral francés del Mediterráneo, desde Toulón a Ajaccio, Córcega y Civita-Vecchia en los estados recientemente invadidos del Pontífice romano. En esos puertos principalmente y en los de Marsella y Génova se iban reuniendo los transportes necesarios para el numeroso ejército que, a la vez, se acercaba a ellos desde sus cantones; ya de Italia, cuyas tropas serían las preferidas por haberlas tan recientemente llevado a la victoria el jefe de la expedición, ya de Bretaña y Normandía de que procedían algunas de ellas. Más que a una conquista parecía dirigido aquel inmenso armamento a una jornada de aquellas antiguas, hasta mitológicas, que iban a transformar el país ganado a la Naturaleza o a los hombres en emporio de riqueza y civilización , según los elementos de que se la hacía partícipe, como de fuerza, de ciencia y artes. M. Thiers, en una de sus brillantes páginas, describe perfectamente ese armamento, y nada mejor para darlo a conocer que el trasmitirla a nuestros lectores. «El convoy principal, dice, debía salir de Toulón, el segundo de Génova, el tercero de Ajaccio y el cuarto de Civita-Vecchia. Mandó a los destacamentos del ejército de Italia, que volvían a Francia, se dirigiesen a Toulón y Génova, y a Civita-Vecchia a una de las divisiones que se habían encaminado contra Roma. Entabló negociaciones en Francia y en Italia con varios capitanes de buques mercantes, y se procuró así en los puertos que habían de servir de puntos de partida cuatrocientos barcos. Reunió numerosa artillería y eligió dos mil quinientos jinetes de los mejores, haciéndoles embarcar sin caballos, porque se proponía montarlos con los de los Árabes. Sólo quiso llevar sillas y jaeces, y colocó únicamente a bordo trescientos caballos para tener a su llegada algunos hombres montados y algunas piezas enganchadas. Reunió artistas de toda clase, tomando en Roma las imprentas griega y arábiga de la Propaganda y una porción de impresores, y formando además una completa colección de instrumentos físicos y matemáticos. Los sabios, artistas, ingenieros, dibujantes y geógrafos que llevaba eran en número de más de ciento; y entre ellos le acompañarían en su empresa los hombres más distinguidos, Monge, Bertolet, Fourrier, Dolomieux, Desgenettes, Larrey y Dubois, pues todo el mundo quería participar de la fortuna del joven general. Nadie sabía adonde iría a parar; pero estaban todos resueltos a seguirle adonde quiera».

No nos incumbe la relación de aquella campaña tan extraordinaria, como por su objeto, por la ocasión en que se emprendió, las circunstancias que la acompañaron y lo singular , hábil y rápido de las operaciones que la hubieran sacado triunfante sin la intervención de un agente eficacísimo, la marina inglesa, que debió preverse. Hasta tanto que apareció ese agente en el teatro de la acción, todo fue como era de esperar del portentoso genio del general francés que la dirigía, pero cuando los éxitos hubieron de depender de fuerzas que no estaba en sus manos regir, se pudo calcular el resultado fatal que daría una empresa fascinadora, es verdad, y digna de los héroes que la acometieron, pero necesariamente estéril en los tiempos y en las condiciones en que se pretendió ejecutar.

El 19 de Mayo de 1798, ya lo hemos dicho, salió de Toulón la escuadra, a la que después se unieron los buques y transportes procedentes de Bastia, Génova y Civita-Vecchia, y el 10 de Junio se apoderaba Napoleón de la isla de Malta mediante inteligencias entabladas de antemano con algunos individuos de la Orden, franceses, más patriotas que adictos a una institución ya tan caduca. Bien guarnecida la fortaleza, la expedición siguió su rumbo a Alejandría, donde el 1° de Julio entraban los Franceses por asalto; continuando el 6 a Rahmanhyeh y, después de un combate victorioso con Murad-Bey en Chebreiss, presentándose el 21 a la vista de aquellas pirámides desde cuya altura iban a contemplarlos cuarenta siglos según la elocuente frase de su caudillo. La batalla de las Pirámides reúne al esplendor de una victoria conseguida en tales lugares, teatro de contiendas ilustradas por los Faraones, los Césares y después por el santo rey que acaudilló la séptima cruzada, el de la originalidad y el arte en la manera de combatir a la caballería más brillante que se haya presentado en los campos de batalla. «Nada iguala, dice un historiador francés, a lo hermoso del golpe de vista que ofrece aquella caballería africana; las formas elegantes de los caballos árabes, realzadas por los arneses más ricos, el aire marcial de los jinetes y lo abigarrado y brillante de sus trajes, los soberbios turbantes de sus oficiales; todo eso formaba para nosotros un espectáculo tan curioso como nuevo». Los cuadros franceses en el ala derecha resistieron el violento empuje de esa caballería, destrozándola completamente y haciéndola huir hasta el alto Egipto, donde Desaix, meses adelante, acabaría con ella; mientras las columnas de la izquierda, apoderándose de los atrincheramientos en que se apoyaba el ejército turco, hundían en las aguas del Nilo a los fugitivos que, llenos de espanto, las cruzaron para introducirlo en las tropas de Ibrahim-Bey que se dirigió a ocultarse en el desierto de la Siria. La falange, tan preciosa para los Griegos en Asia ante la veloz caballería de los Persas, modificada en virtud de la diferencia de las armas, reapareció en Egipto por igual necesidad en los arenales del desierto contra la caballería de los mamelucos, tan ligera en sus movimientos y tan fuerte por sus armas.

Todo marchaba perfectamente: las poblaciones más importantes de Egipto se veían ocupadas por las tropas francesas, y Napoleón, poco escrupuloso en materia del dogma y mucho en cuanto pudiera conducirle al dominio del país conquistado y a su mejor administración, se ocupaba en atraerse a los ministros del islamismo y por su vehículo a los pueblos de aquel país excepcional en todo, cuando un revés, para cuya evitación no fueron escuchados sus consejos, fue a arrebatarle las esperanzas que pudiera abrigar de mantener sus comunicaciones con Francia y recibir lo que más habría de necesitar, noticias y refuerzos. El combate naval de Abukir, en que Nelson con una maniobra tan feliz como atrevida destruyó la escuadra francesa, fue a arrebatar a los soldados de Napoleón esas esperanzas y a introducir en sus filas, si no el temor a un peligro inmediato, de acceso siempre difícil en sus corazones, el desaliento que arranca de la separación ilimitada del suelo nativo, en ninguna tan de notar como en la nacionalidad gala. Ya logró levantar el espíritu de las tropas aquella serie de triunfos alcanzados en Siria y las tierras bíblicas del Jordán y el Thabor, y, aun con el fracaso de San Juan de Acre, el desquite gloriosísimo tomado en la margen misma de la ensenada fatal de Abukir, en que fue completamente destruido un ejército turco a la vista de los Ingleses, los vencedores de la víspera en el mar. Pero ni esos triunfos, ni el conseguido sobre el ánimo de los naturales hasta hacerles creer en la conversión al islamismo del héroe francés y sus soldados, a cuyo amparo esperaban verse libres de las depredaciones de los mamelucos, bastaron a crear en el Delta egipcio una situación que llegara a satisfacer a sus nuevos conquistadores y menos a su jefe, al llegarle, sobre todo, la noticia de los trascendentales sucesos que tenían lugar por entonces en Europa.

Lo que más había afectado a aquel hombre, todo ambición y todo cálculo, que lo mismo hacía fusilar a los genízaros prisioneros que le estorbaban en su marcha a Siria, que envenenaba a sus enfermos incurables al retirarse a Egipto, era el fracaso de sus manejos para atraerse la Puerta Otomana a sus miras contra los Ingleses. Talleyrand, que él esperaba obtendría en Constantinopla cuanto pudiera desearse en ese punto, había confiado a otro misión tan interesante y delicada, temeroso, al decir después de Napoleón, de ser encerrado en las Siete-Torres. Los manejos de los diplomáticos rusos e ingleses lograron, de otro lado, acabar con las vacilaciones del Sultán pintándole con los colores más negros la expedición francesa a un punto tan importante de sus estados , y haciéndole luego conocer el desastre de Abukir que la dejaba aislada y sin esperanza alguna de salvación. Le Renard, como escribía Bonaparte, escapaba a su encierro en las Siete-Torres, donde le sustituiría Ruffin, encargado de negocios de la República, pero dejando a los Franceses de Egipto en lucha con los Turcos que, ayudados por los Ingleses, harían sumamente precaria su situación, harto difícil ya y comprometida. Disgustado, pues, Bonaparte por el aislamiento en que se veía, con la decepción, para él inesperada, de las negociaciones con el Sultán, y las noticias que, en su concepto y en el embriagador anhelo de sus ambiciones, aconsejaban su presencia en París, determinó aprovechar la primera ocasión de alejarse de Egipto, pero acompañado tan sólo de muy pocos de los oficiales de su Estado Mayor y algunos de sus generales predilectos.

Las noticias, en efecto, insertas en periódicos que le hizo entregar el almirante inglés Sidney-Smith, que bloqueaba con su escuadra la costa de Egipto, eran para alarmar a cualquier francés y sobre todo, a uno que, como Napoleón, andaba espiando ocasiones en qué lanzarse a la ardiente arena de la política para dirigirla, con provecho de la patria, sí, pero con fruto también, honra y gloria de su nombre y persona. Y aun cuando sabía por los cruceros franceses que podían burlar la vigilancia de los enemigos, que se trataba de reunir una escuadra numerosa, compuesta de las francesas de Brest y Toulón y la española de Cádiz, capaz de llevarle a Francia con todo el ejército, el no presentarse en aquellas aguas aumentaba sus zozobras aguijoneándole más y más a no perder coyuntura para llevar a ejecución su proyecto de fuga. Las noticias, repetimos, eran graves y muy fundados los temores que pudieran infundir, particularmente á los que no dejarían de abultárselas á tal distancia como se hallaban de la patria.

Amenazaba a Francia otra coalición como la que por tantos años había mantenido una guerra que ahora continuaba sola la Gran Bretaña, con alternativas a veces, pero avivando siempre en los demás pueblos las ambiciones de un desquite que los lavara de la mancha del vencimiento de tantos por uno solo. El Directorio no cesaba en sus jactanciosas exigencias; y de arrogante, como podía mostrarse por sus triunfos dentro y fuera del suelo francés, tan ensanchado por sus armas, iba haciéndose cada día más y más invasor, sin reflexionar que sus proyectos contra Inglaterra, la expedición a Egipto y el estado de excitación en que se encontraban los partidos políticos en el seno mismo de la República, lo tenían  él debilitado en extremo y a la patria en inminente peligro de un esfuerzo a que no cabía dudar se preparaban los vencidos en la lucha recientemente acabada. Los agentes del Directorio en las nuevas repúblicas se mostraban, a la manera de los antiguos procónsules romanos, tan déspotas como avaros; sus propagandistas, asalariados o no, excitaban por todas partes a la revolución, provocando turbaciones tan graves que el Piamonte, por ejemplo, pedía la presencia en su territorio de tropas francesas que las sofocaran, pero a costa de entregarles la ciudadela de Turín y otras fortalezas para su conservación y custodia. Invadidos los Estados romanos y formada con los de que no había dispuesto Napoleón para sus combinaciones políticas en el alta Italia, una nueva república que, ayudada del ejército francés, había arrojado de la Ciudad eterna a Pío VI para que fuera luego a morir en Valence del Delfinado, desposeído de su silla y proscrito; los Estados romanos, repetimos, se hallaban en tal estado de desorganización y anarquía que convidaban a otra nueva ocupación francesa que, además, amenazaba extenderse a Nápoles, cuyo soberano , lleno de espanto, se creyó en el caso de levantar en armas el país y defenderse como mejor pudiera y supiese. Fernando IV y su mujer María Carolina, activa y enérgica como su madre la insigne María Teresa, no confiando y con razón en la mediación de Carlos IV, se entregaron, aunque disimuladamente en un principio, a Inglaterra, y haciendo un llamamiento a la juventud hábil y reorganizando y completando los regimientos, consiguieron formar un ejército de 60.000 hombres.

Otro tanto procuró hacer el Gran Duque de Toscana, austríaco de origen y corazón; y con el establecimiento de la República helvética de Leman, valiéndose de las discordias suscitadas entre Vaud y Berna, y con las rapiñas y vejaciones impuestas a sus habitantes, el Directorio logró que éstos volviesen sus ojos al Austria y la abriesen un nuevo camino por donde invadir algún día Francia.

En el Congreso de Rastadt, no satisfecho tampoco el Directorio con que se hubiera concedido a Francia la posesión de la orilla izquierda del Rin, había hecho que sus representantes exigieran nuevas posiciones que dominaran la derecha en los puntos más estratégicos, libertad de navegación en los ríos alemanes, indemnización, cuanto de más repulsivo podía ofrecerse y absurdo, a punto de producir la ruptura de las negociaciones y hasta la muerte de los plenipotenciarios franceses, asesinados a su salida por la plebe. Los directores de entonces, Rewbel, Barras, Merlin, Lareveillére y François de Neuchateau, políticos pretenciosos pero de corto alcance en sus miras y pensamientos de gobierno, no hacían sino resucitar los anteriores antagonismos, dar nuevo pábulo á los rencores y provocar con su ineptitud, arrogante a veces y a veces débil como todas las inepcias, a la venganza en la primera ocasión favorable que se presentara.

La cual no tardaría en presentarse; porque el sucesor de la emperatriz Catalina de Rusia, Pablo I, aun abandonando al principio de su reinado la política de su madre, que tan hábilmente se había aprovechado de la lucha de la Prusia y Austria con la Revolución para sacar la mejor parte en la desmembración de la Polonia, se decidió a aliarse con aquellas potencias tan pronto como tuvo noticias de la expedición de Egipto que le podría arrebatar la presa de Constantinopla, señalada como la más legítima y apetecida de los Zares desde los tiempos de Pedro el Grande. Y aunque no fue posible sacar a Federico Guillermo de la neutralidad que se había propuesto para indemnizar a Prusia de los gastos y perjuicios causados por su padre, el emperador de Rusia, después de entenderse con la Inglaterra, lo cual era muy fácil en tales circunstancias, halló en el Gabinete austríaco quien atendiese sus excitaciones, conformes con las que no podía menos de provocarle tanto y tanto motivo de descontento y alarma como le había dado Francia después del tratado de Campo-Formio. Animaban, además, al Austria las esperanzas de recobrar su antigua influencia en Italia donde, ya lo hemos dicho, las violencias ejercidas por los emisarios franceses, producían el mayor descontento entre los nuevos republicanos, no remediado con el relevo de Bruñe por el general Joubert en el mando del ejército de aquella península.

Si no todos los necesarios en tal situación, Francia tenía soldados, y ésos expertos y aguerridos; pero le faltaban generales que, como antes, los llevasen a la victoria. El 18 Fructidor había inutilizado a Carnot; la fuga de Pichegru había comprometido a Moreau; y podía decirse que los jefes más caracterizados en el mando de las tropas se hallaban en Egipto junto al que la opinión señalaba como el único capaz de salvar la República, razón, acaso, para que el Directorio le viese con gusto tan lejos y sin medio alguno de comunicarse con Europa.

Para el completo aislamiento de la Francia en crisis tan tremenda, sólo la restaba malquistarse con España, y ciertamente que lo hubiera logrado, a tal punto querían llevar Truguet y los demás agentes franceses que pululaban en Madrid su imitación a los procedimientos arbitrarios y a las exigencias de los que hemos llamado procónsules en Milán y las demás repúblicas italianas, sin el empeño decidido en Carlos IV de conservar la paz en el reino y no faltar a los compromisos contraídos con la República, su mayor enemiga pocos años antes. «Ofrecimientos de hombres, de navíos, de dinero, dice Lafuente, de tratados ventajosos con Inglaterra, halagos de toda especie, amenazas en caso contrario, todo lo empleó el Zar para ver de conseguir que Carlos IV renunciara a su amistad con la República; pero todo fue inútil y lo que hizo el monarca español fue ponerlo en noticia del Directorio, protestando nuevamente de su adhesión y de sus sinceros deseos de conducirse en todo como un aliado fiel y constante.» Y era también, no hay para qué negarlo, era que el Ministerio español, tal como estaba constituido y en las condiciones a que le sometían las influencias, todas contrarias a él, de la Corte, eco de otra oculta tras ella imperando sin responsabilidad alguna, y las que, de modo no menos despótico, ejercía, acabamos de decirlo, el embajador francés, carecía de fuerza para resolución tan enérgica como la de reanudar con las potencias del Norte las relaciones que en 1793. Se acababa de romper con Inglaterra; y en la lucha imprudentemente acometida contra poder tan formidable como el suyo y medianamente gloriosa hasta entonces, no se había podido observar cuál era el ayuda que prestaran a España las escuadras francesas ni sus ejércitos tampoco, empleados, por el contrario, en atropellar en Italia intereses que eran en parte españoles, ya de familia, ya los más respetables aún, de los religiosos que importaban sobremanera a nuestra nacionalidad que tanta sangre había vertido en su defensa. Pero ¿es que el Gobierno español, representado por un mismo soberano aunque con distintos ministros, podía entregarse a ese género de veleidades políticas cuando era uno de los que simbolizaban en Europa el gobierno de uno solo, absoluto, con los rasgos característicos todos del despotismo?

Así es que Saavedra y Jovellanos, hombres formales y de conciencia harto severa, seguían el camino que encontraron trazado; y si no descuidaban la defensa del suelo patrio y el honor de la bandera; si, demasiado escrupulosos, no olvidaban los compromisos contraídos con Francia, ayudándola honradamente, a la española, a pesar de lo mal pagados que veían sus esfuerzos, parecían, como hombres de ciencia y cuanto más de la administración rutinaria de aquellos tiempos, dedicarse principalmente, el primero, al arreglo y orden de los asuntos financieros casi exclusivamente, y el segundo, Jovellanos, a la práctica de sus estudios favoritos, los de la instrucción pública con preferencia y, si le daban espacio, al mejor asiento posible y distribución de los tribunales de justicia.

El enorme déficit que ofrecían los presupuestos por efecto de las guerras sustentadas desde la emprendida con la República francesa, en aumento después por la pérdida de nuestras comunicaciones con América, tenía forzosamente que preocupar a Saavedra. Si ya desde su entrada en el ministerio en tiempo de Godoy había procurado poner remedio a tan grave mal, debía después estimularle aún más a buscárselo el asumir una responsabilidad con que antes podía cubrirle su situación, cuya falta de independencia era notoria. Su espíritu de reformas se había hecho manifiesto con la creación de una Junta de Hacienda, compuesta de personas que entonces pasaban por verdaderas eminencias en el ramo; el marqués de Iranda, Cabarrús, Canga-Arguelles, Soler, González Vallejo, Espinosa, Huici y Angulo, la cual, con los datos que la pudieran proporcionar las Memorias presentadas en 1796 y 97 por los anteriores ministros Gardoqui y Varela y en vista de los apuros que presuponía un déficit de más de 800.000.000, arbitrase, pero inmediata y eficazmente, los recursos necesarios, la consolidación del crédito público y los especiales del Banco, los Gremios y la Compañía de Filipinas, primeros mantenedores del Gobierno en sus varios y frecuentes apuros. Gardoqui se había mostrado duro en sus arbitrios extendiendo a todas las provincias, aun con tan diferentes y especiales organismos, y a todas las clases, hasta las más privilegiadas, incluso el clero, la obligación o el deber de contribuir al alivio del Tesoro, exhausto siempre. Varela, más rigoroso y hasta cruel, abarcaba en su plan mayores espacios contributivos, comprendiendo en ellos, no sólo a los militares y eclesiásticos para cercenarles sus sueldos en sumas considerables y suprimiendo plazas, sino a la Corona misma, de la que pretendía vendiese en favor del Erario cuantas posesiones tuviera en Valladolid, Andalucía y Valencia, cuantas fincas, casas y sitios no fueran los reales próximos a Madrid que solía disfrutar en sus excursiones de costumbre. Con decir que al tiempo que suprimían prebendas y canonjías, se vendían encomiendas de las Órdenes militares y se rifaban títulos de Castilla, se abrían las puertas de España a los comerciantes y capitalistas hebreos dándoles esperanzas de hacerlo a la que tan impropia y torpemente se llamaba su nación, se puede comprender cuáles no serían los apuros de nuestra Hacienda y hasta dónde llegarían los que la manejaban en el camino de la desamortización.

La Junta dio su informe sobre la manera de atender a necesidad tan grande y perentoria de corregir abusos y allegar recursos, y propuso una serie de arbitrios que, si no muy distantes de los buscados por Gardoqui y Varela, aparecían más suaves y fáciles en su adquisición; un préstamo patriótico por acciones de a 1.000 reales sin interés; el envío de buques muy veleros a América para que trajesen todo el oro y plata que pudiesen; el otorgamiento de títulos de nobleza a gentes honradas, mediante donativos cuantiosos; la venta de bienes de la Corona de que pudiera ésta prescindir; la de bienes también de hospitales, hermandades y obras pías del mismo modo que se había hecho con los de propios, y el uso, como ahora, del sello en las operaciones de cambio y giro del comercio. Pero ¿bastarían esos recursos o se harían, en caso afirmativo, efectivos hasta sufragar los inmensos gastos que causaba la guerra con los Ingleses, mucho mayores por su índole que los que producen los terrestres?

Saavedra llevó a la práctica una parte de esos proyectos y acaso hubiera llegado a más, como lo demostraban el establecimiento, no del todo original en él, de la Caja de Amortización y la venta de las fincas urbanas, de propios y arbitrios; pero ni sería todo eso suficiente para salir de tanto apuro ni se le dio tampoco tiempo para madurar sus planes rentísticos o siquiera ponerlos en camino de dar resultado. En cuanto a los préstamos o empréstitos, la mayor parte de los que habrían de proporcionarlos desconfiaban de las ofertas del Gobierno, suponiendo que no les serían devueltas las sumas que le dieran. Algo, pero no lo que se esperaba, dio de sí la disposición sobre las vinculaciones y sobre la venta de bienes y obras pías, cuyos productos ingresaron en la Caja de Amortización después de obtenida para la de las últimas la correspondiente licencia de la Sede apostólica. Pero, aun así y en vista quizás de tan exiguos resultados, hubo que apelar a nuevos empréstitos y a otra emisión de vales reales, cometiéndose con ese motivo el gravísimo error de hacer obligatoria su aceptación en los tratos y por todo su valor, lo cual aumentó su descrédito, se escondió el metálico y se introdujo en las contrataciones un desorden muy difícil de remediar. Para colmo de desaciertos, se confió la dirección de la Deuda al Consejo de Castilla que tan alejado debía mantenerse de ese género de asuntos. Ni sirvió para estimular a todas las clases del Estado el desprendimiento de los reyes que cedieron la mitad de las consignaciones que se hacían para sus bolsillos secretos y mandando a la Casa de Moneda la plata de la casa real y su capilla. El ejemplo fue seguido por algunos magnates y capitalistas; pero ni con todo eso ni con la esperanza de que no tardarían, acaso, en llegar los buques enviados a América para, como los antiguos galeones, traer los tesoros allí acumulados, se logró inspirar la confianza necesaria para sacar al Tesoro de situación tan angustiosa.

Jovellanos, talento de vuelo más alto, lo remonta a las regiones de lo abstracto en materia, ya de sí tan filosófica, como la de la instrucción pública, base de toda cultura y prosperidad en los pueblos. Su erudición vastísima le lleva a ambicionar el extenderla por todas partes y, para conseguirlo, toma el camino de las reformas, considerando caducos y hasta absurdos ya los procedimientos que en otras épocas habían hecho la gloria de nuestros centros docentes. Entre éstos era el de fama más sólidamente cimentada la Universidad de Salamanca, la que a pesar de los cargos que se le hicieron de haber despreciado a Colón y perseguido al autor de la Profecía del Tajo, y resistiendo los desaires de su rector el célebre Conde Duque, fue llamada la Atenas Española.

Pero en los tiempos a que nos vamos contrayendo se mostraba, en opinión de muchos y en la de Jovellanos particularmente y sus admiradores, como todas las demás universidades, en decadencia lamentable, a punto de escribir alguno que «en ellas se veían lo extraviados que andaban los entendimientos». «Pervertidos, añade, por falsas ideas, tenían por saber la ignorancia, por ingenio la vana sutileza, por elocuencia y buen gusto las hipérboles y frases vacías de sentido, por conocimientos útiles la jerigonza escolástica». Las ciencias, sobre todo las exactas, parecían proscritas en la enseñanza general, y sólo en la que daba la universidad de Salamanca quedaban todavía algunos maestros bastante eruditos para que se la señalasen como rastro de aquel esplendente foco de luz que atraía a las gentes desde las más remotas regiones del mundo civilizado o que pretendían serlo. Por eso quiso Jovellanos establecer en ella la base fundamental de sus reformas, para lo que presentó al Rey un informe tan luminoso como todos los suyos, dirigido a demostrar a S. M. que, siendo la instrucción la medida común de la prosperidad de las naciones, se hacía imprescindible buscar en nuevos métodos de enseñanza la que fuera más conveniente a nuestro pueblo, acostumbrado hasta entonces a ver en las universidades españolas unos cuerpos eclesiásticos con autoridad pontificia. La Teología y el Derecho, con la Filosofía por preliminar de aquellos estudios, y la Medicina y la Jurisprudencia mismas, cultivadas por el amor del hombre a la vida y a sus bienes, habían hecho descuidar o mantener olvidadas las ciencias exactas y naturales, relegándose al desprecio las matemáticas, cuya enseñanza se había ensayado como la de la Física en alguna universidad, y que sólo sirvieron, al decir de Jovellanos, para hacer almanaques y reducir a la nada la materia prima.

Para establecer esas reformas y conseguir el objeto a que se dirigían, se necesitaba un hombre de gran capacidad, de carácter firme y además invulnerable por sus virtudes e investidura. Y a nadie halló que superase en tales condiciones a D. Antonio Tavira, obispo de Osma entonces y cuya historia literaria y sacerdotal le ponía a salvo de los tiros que pudieran dispararle los que por rutina, interés o espíritu de partido se opondrían al desarraigo de los vicios y abusos antiguos todavía existentes, por absurdos y hasta monstruosos que fueran. Era el prelado, con efecto, modelo de los de su jerarquía en lo evangélico, en lo sabio y perito en el arte de enseñar; orientalista distinguido, maestro de griego y hebreo y práctico en los dialectos siriaco y caldeo como en el idioma árabe; había ocupado una capellanía de honor de las de la Orden de Santiago, a que pertenecía, en la Capilla Real, donde predicó varias veces con aplauso; fue después obispo de Canarias, dejando en aquellas islas memoria honrosa y perdurable de su celo y virtudes; y pasó de allí, por motivos de salud, á la Península para sentarse en la silla episcopal de Osma que ilustró con sus investigaciones en la zona arqueológica de Termes, Clunia, Oxama y Numancia, como había hecho en Uclés con las practicadas en Cabeza del Griego descubriendo columnas , relieves, sepulcros y templos sumamente notables. Mas para la ejecución de los proyectos de Jovellanos convenía la presencia de Tavira en Salamanca; y después de una larga y erudita correspondencia entre ambos y a pesar de las dificultades que opuso el prelado a los propósitos, asaz optimistas, del ministro, se expidió el real decreto de 6 de Julio de 1798 en que, «atendiendo S. M. a la urgente necesidad de mejorar los estudios de Salamanca, para que sirviesen de norma a los demás del reino, y a las dotes de virtud, prudencia y doctrina que requería aquel encargo y concurrían en el limo. Sr. Don Antonio Tavira, obispo de Osma, venía en nombrarle para el obispado de Salamanca... etc. »

Tavira fue, con efecto, a Salamanca donde, aunque con repugnancia, se preparaba a llevar a ejecución la obra que se había puesto a su cuidado, cuando la caída de Jovellanos y su destierro le dejaron libre de carga tan pesada. En España, ya se sabe, a nuevos agentes, nueva administración, generalmente la más opuesta a la que acaba de ejercitarse: y ya que no se tomara en aquella ocasión este último rumbo porque, al fin, el trabajo fatiga, se dio al olvido el comenzado por el venerable obispo, sin dejarle, por eso, en la paz por que tanto ansiaba, los que más debían temer su inteligente celo, los partidarios de los antiguos abusos, los ignorantes y egoístas. Libres del susto que habían sufrido, se dedicaron al espionaje de los actos y de las palabras del prelado acudiendo a su propio palacio para conocer aquéllos y al templo y a sus sermones por si lograban sorprender la sombra siquiera de un pensamiento que no cupiera en la especial ortodoxia de tan celosos oyentes de la divina palabra. Sólo a la muerte de tan ejemplar obispo, digno de eterna loa, acaecida, como se verá más adelante, en 1805, el ministro que había sustituido a Jovellanos cayó en la cuenta de las deficiencias de que adolecía la instrucción; pero no fue para inspirar las reformas que pudieran creerse necesarias en el espíritu de la época y en las que se practicaban en otros países más adelantados, sino para, con el consejo de los rabiosos enemigos de su antecesor y de Tavira, caer en una reacción cien veces más perniciosa que el anterior estado de los estudios universitarios.

En otras reformas, trascendentales también aunque de distinta índole, pensó Jovellanos en el corto tiempo de su ministerio. Una de ellas, aventuradísima para una época en que, no los ministros y más altos dignatarios de la corte, sino los mismos favoritos del monarca se veían amenazados en su libertad y vida si la acometían, fue la de la formación y substanciación de los procesos por el tribunal del Santo Oficio, s¡ no lograba, como era de desear, el suprimirlo. No era la Inquisición lo temible que antes. Aun había habido quien se atreviera a intentar lo que ahora Jovellanos, entre otros el Sr. Abad y la Sierra, inquisidor general, que era, obligando a aquel tribunal a juzgar por las reglas comunes del derecho, lo cual le costó su exoneración y destierro; y Godoy mismo, si partidario y protector del Santo Oficio durante la guerra con Francia, su adversario después al aliarse con los revolucionarios, fue hecho, así, blanco de sus tiros como no ha mucho expusimos al recordar la conjura de los prelados de Toledo.

Pero, aun no siendo tan de temer, y eso ya desde los tiempos, sobre todo, de Carlos III, todavía repugnaban sus procedimientos tenebrosos al espíritu, no poco levantado, de las ideas de aquella época en la misma España; y así como para la reforma de los estudios universitarios se valía del talento y el prestigio del Sr. Tavira, usó para la de la Inquisición de la enérgica iniciativa del luego tan célebre canónigo D. Juan Antonio Llorente, auxiliar antes del Sr. Abad y autor de unos Discursos sobre el orden de procesar en los tribunales de la Inquisición.

Animado por sus éxitos en Asturias en materias literarias, científicas y económicas, Jovellanos creía tan posibles como útiles las reformas que meditaba, sin pensar en los obstáculos que habrían de oponerle en la corte tantos intereses encontrados, la rutina y la envidia, por fin, y la inepcia de los que sólo pensaban en mantenerlos y acrecentarlos si les fuese dable. Pronto hubo de ver desvanecidas tan caras ilusiones, alimentadas, repetimos, por las grandes ventajas que obtuviera en su país natal con el establecimiento del Real Instituto Asturiano, modelo de los de su clase, en que se cultivaban con el mayor aprovechamiento varias ciencias, las Matemáticas, la Cosmografía y, como derivadas de ésta, la Navegación y el servicio en los buques, además, por supuesto, de las Humanidades, el Dibujo y el estudio de las lenguas modernas. Ni tenía ni podía tener en Madrid la autoridad moral y el prestigio que en Oviedo, su país y donde la desgracia le había hecho permanecer largo tiempo y fructuosamente. En la capital de la monarquía, adonde acuden las pretensiones de todas partes, y en la corte, espelunca en que anidan la ambición, la envidia y las intrigas más hábiles, a espaldas, casi siempre, de la rectitud de intenciones, de la sinceridad de las palabras y de los propósitos más firmes de labrar la prosperidad de la nación, se necesita más arte que ciencia, y dotes de carácter muy superiores si han de domi­narse tantas y tan odiosas concupiscencias. Y Jovellanos, adornado de todas las virtudes y de grandes talentos, carecía, como tantos otros hombres de vasta instrucción y hasta de experiencia de la vida, carecía, se ha dicho por muchos, de la aptitud para el despacho de los negocios comunes y para las áridas tareas gubernativas.

Ayudaban poco a Saavedra y Jovellanos los demás ministros, si se exceptúa de entre ellos al ilustre marino D. Juan de Lángara, llamado en mal hora del mando de la escuadra del Mediterráneo, vencida luego con la del Océano en el cabo de San Vicente, el cual fomentó, en cuanto pudo, el Depósito hidrográfico, en que publicó la carta del Seno mejicano Bauzá, uno de los compañeros de expedición de Malaspina, que con tal interés había promovido aquel establecimiento científico. Igual protección obtuvo el Observatorio Astronómico de Cádiz, fundado por Fernando VI a propuesta de Don Jorge Juan. Por iniciativa también del general Mazarredo, fue el Observatorio trasladado á la isla de León en el año de 1797, donde continuó sus trabajos y publicaciones y rivalizando con los de Greenwich y París, los más acreditados entonces de Europa.

Por lo demás, la Gaceta de Madrid seguía no dando más noticias oficiales en los demás ramos de la Administración que las referentes al movimiento del personal en España y sus Indias, las promociones de golillas, y eclesiásticos, que, por lo general, llenaban las escasas páginas destinadas a la sección de España y casi exclusivamente a la de Madrid.

Cuando con más celo parecían trabajar Saavedra y Jovellanos, alma de aquel ministerio, porque no se echara de menos la presidencia en él del Príncipe de la Paz, y aun creían haber conseguido del Rey muestras de un favor tan difícil de conquistar de quien tantos años llevaba de otorgárselo ilimitado a aquel remedo de los antiguos y prepotentes validos de la corte española, asaltó a ambos ministros una grave dolencia que ofreció los caracteres de no ser espontánea ni reconocer causa alguna de las que generalmente afectan a la salud.

Aun sin que tomase el mal las proporciones que después, se buscó con su disculpa el preparar el apartamiento de Saavedra de los negocios que él mismo debió comprender no podría en tal estado continuar desempeñando con el desembarazo de los primeros días de su entrada en el ministerio. El 18 de Mayo se expedía un decreto disponiendo que la superintendencia de la Real Hacienda y la Dirección del Despacho universal del mismo ramo se confiasen al consejero Don Miguel Cayetano Soler, honorario, que era también, del de Castilla, con la reserva, tan sólo, de la correspondencia con la Tesorería, los negocios respectivos a la Real Casa y aquellos que a Saavedra pareciese para el mejor desempeño de los encargos que se le tenían encargados. Y que aquella disposición era de un carácter permanente lo demuestra la circunstancia de que se añadía en su contexto que para hacer más respetable su persona (la de Soler), y que pudiera mantenerse con el decoro propio de su distinguido empleo, se le concedía plaza efectiva en la Cámara de Castilla, con un sobresueldo y la asistencia con la mesilla, carruaje y alojamiento proporcionado en los Reales sitios.

La enfermedad continuaba, entretanto, haciendo progresos difíciles de atajar por desconocerse la causa que uno de los pacientes llegaría a descubrir más tarde, pero, aun cuando lenta, sin detener su marcha, por lo que el 4 de Agosto se habilitaba al mismo Soler para que comunicase las reales resoluciones, poniendo en la antefirma que lo hacía por indisposición de Saavedra.

Jovellanos era robusto y logró vencer una enfermedad que, iniciada en el Escorial, se recrudeció en Aranjuez a punto de exigir prontos y enérgicos remedios. Saavedra adoleció más gravemente aún; así es que con pocos días de diferencia hubieron los dos de verse separados de los negocios de Estado, si Jovellanos de manera definitiva, su colega provisionalmente en los de la Secretaría de Estado también, aunque, al intentar su vuelta a ellos, tuvo muy pocos días después que abandonarlos por un plazo más largo, hasta principios del año siguiente en que fue destituido. Así, en efecto, Saavedra entregaba la Secretaría de Estado por primera vez a Urquijo el 13 de Agosto de 1798, y Jovellanos aparecía exonerado el 24, dejándole plaza y sueldo de Consejero de Estado, pero destinándole a Asturias para que continuase en las mismas comisiones de que se hallaba encargado al recibir el nombramiento de ministro cinco meses antes. La Gaceta de aquella misma fecha publicó el decreto de la exoneración de Jovellanos, escueto y duro como si se tratara de un hombre a quien pudiera imputársele una gran falta o careciese de mérito alguno. ¡Cuáles no serían los manejos puestos en juego para perderle, que el Rey en su audiencia de despedida, le dijo que quedaba satisfecho de su celo y de lo bien que había desempeñado su cargo, pero advirtiéndole de que tenía muchos enemigos sin que entre ellos debiera contar a la Reina que no había tomado parte alguna en su desgracia! Hay, sin embargo, motivos y no de los de que deba desentenderse el historiador, para creer que medió un trabajo sutilísimo a la par que tenebroso, comenzado al notar las muestras de satisfacción del Rey por el comportamiento de sus dos ministros y lo sano de los consejos que le daban, trabajo de dudas y sospechas sobre sus intenciones y que se extendió al terreno de la calumnia haciendo creer al cándido Carlos IV que estaba depositando su confianza en quien tenía más puntas de hereje que del acendrado e intransigente catolicismo correspondiente a un ministro español. La calumnia era para despreciada por un Jovellanos; pero surtía el efecto que buscaban los conspiradores en el ánimo de un soberano como aquél, atacado ya de la nostalgia del favorito en cuya virtud, talento y lealtad es­taba acostumbrado á descansar sin temores ni prevenciones.

Jovellanos permaneció pocos días en Madrid, pasando luego a Trillo, cuyas aguas le procuraron el restablecimiento de su quebrantada salud, para luego dirigirse a Gijón, donde el 27 de Octubre le esperaban sus amigos, sus libros y aquel Instituto Asturiano, objeto de su paternal cariño y sus mayores desvelos. El día que llegó al Escorial escribía: «Todo amenaza una ruina próxima que nos envuelve a todos. Crece mi confusión y aflicción de espíritu. El príncipe de la Paz nos llama a comer a su casa: vamos mal vestidos. A su lado derecho la princesa; a su izquierdo, en el costado, la Pepita Tudó... Este espectáculo acaba mi desconcierto... mi alma no pudo sufrirlo. Ni comí, ni hablé, ni pudo sosegar mi espíritu. Huí de allí: en casa toda la tarde inquieto y abatido, queriendo hacer algo y perdiendo el tiempo y la cabeza.» Y el día en que salió del ministerio y al reanudar su diario hacía notar así el contraste de una y otra situación: «Escribo con anteojos. ¡Qué tal se ha degradado mi vista en este intermedio! ¡Qué de cosas no han pasado en él! Pero serán omitidas, o dichas separadamente. Exonerado del ministerio de Gracia y Justicia por papel del 15, y despedido el 16 de Agosto, volví el 1 7 a mi casa de Madrid: estuve en ella el 18 y el 19, y el 20, a las cuatro de la tarde, salí para Trillo y llegué después a las nueve a Alcalá...» Cuando llegó a Gijón, añadía: «Al siguiente día 27 salimos de madrugada (de Oviedo), y estábamos a las diez en Gijón felizmente, cerrada tan borrascosa época de once meses y medio... Nada me ocupa de cuanto dejo atrás; pero a su entrada me llenó de amargura la falta de mi hermano, que tanto contribuía a la felicidad y dulzura de mi vida en el tiempo más venturoso. Su sombra virtuosa se me presenta en todas partes, y empezando a venerarle como el espíritu de un justo que descansa, casi no me atrevo a llorar sobre sus cenizas.»

La verdad es que un hombre así podrá ser utilísimo para el consejo, pero difícilmente para la acción pronta y enérgica que exige época, como la en que ejerció en el ministerio, tan difícil y turbulenta.

Por más que la necesidad del descanso hiciera aparecer como interina la separación de Saavedra del despacho de las dos secretarías que desempeñaba, y fuera sustituido en la de Estado por D. Mariano Luis de Urquijo, oficial mayor de aquel ministerio, y en la de Hacienda por D. Miguel Cayetano Soler, consejero del mismo ramo, la exoneración de Jovellanos ponía así como el sello a una situación política de que podían los dos considerarse como los únicos representantes de valía, autorizados, como en España, en todos los Gabinetes de Europa.

De un ministerio interino como el que quedaba al frente de la administración española, poco podía esperarse; y luego veremos, en efecto, que cuantos ramos la componían fueron arrastrando esa existencia anémica que revela la falta de caracteres y de talentos que la exciten al movimiento y a la acción. Y gracias a que la guerra con Gran Bretaña, por los dobles peligros con que amenazaba, los comunes de una lucha ya manifiestamente desigual y los que hacía augurar el aislamiento en que iba a quedar la Metrópoli de sus vastísimas y ricas posesiones de Ultramar, provocaba en el ministerio la necesidad y la urgencia de atender a su prosecución en las mejores condiciones posibles. Lángara, apartado completamente de la política, que sólo podría causarle tedio al observar la que se desenvolvía a su vista, se había dedicado con toda su voluntad y todas sus fuerzas a reorganizar la armada española, ayudado, principalmente en Cádiz, donde se hallaba la mejor parte de ella, por el general Mazarredo, incansable en su tarea de ponerla en disposición de darse otra vez al mar con esperanza de otros resultados que los hasta entonces obtenidos.

Por lo demás, Urquijo no pensaba más que en fortificar su nueva posición, ya que veía a Saavedra obligado a buscar el recobro de su salud lejos de Madrid; posición que esperaba asegurar con seguir la misma conducta observada por su anterior jefe en las relaciones internacionales y contendiendo con Godoy en las que éste seguía cultivando en la corte para recuperar el antiguo favor momentáneamente perdido. No era fácil continuar las primeras ante un Gobierno, como el francés, decidido á echar por tierra todas las monarquías que aún quedaban dentro de su esfera de acción en Europa, en Italia particularmente, donde tantos intereses conservaba la española. El despojo del poder temporal, con tal saña arrancado al Sumo Pontífice, sin que ni aun dejando pasar eso sirviera para salvar al duque de Parma del que muy pronto fue, a su vez, objeto y víctima, así como el riesgo que amenazaba a Nápoles de seguir suerte igual, tenían al rey Carlos afectado tristemente, temeroso, además, de las consecuencias de una alianza que le arrebataba toda libertad de acción para impedir tales agravios como los que le había inferido Francia. Aunque latente, existía, pues, en la corte una divergencia de opiniones tan perjudicial que a todos desarmaba: al Rey por el miedo a las violencias a que se veía inclinado el Directorio que, al decir de un historiador, reinaba en Madrid y dirigía la política extranjera del Gobierno, y a éste porque inclinado por su patriotismo a rechazar las imposiciones que le venían de fuera, comprendía cuán difícil iba a serle sacudir el yugo que, una vez cometido el error de la alianza, le imponían las obligaciones contraídas con ella. Así es que ni Carlos IV hallaba camino para volver al de la política española de otros tiempos, ni sus ministros tenían fuerza, autoridad ni prestigio para, apoyándose en el de la corona o en la opinión, tomar rumbos independientes de toda otra obligación que la de sostener la dignidad nacional, entonces por el suelo. España tendría que seguir atada al carro de la Francia en la marcha vertiginosa que el Directorio, ante la perspectiva de una reacción, aun acabada de sofocar, é impelido por sus propias inclinaciones revolucionarias, había tan locamente emprendido.

Con eso, la nueva coalición, flojamente iniciada según hemos visto, recibió mayor impulso, a lo que contribuyó no poco el fracaso de los proyectos de sublevación comenzados a ejecutarse en Irlanda esperando el apoyo y aun la cooperación del ejército y la escuadra con que la República amenazaba a Gran Bretaña. Había, con efecto, estallado en aquella isla una insurrección que, de ser hábilmente fomentada, hubiera podido hacerse formidable. Los Irlandeses, ya se sabe, no desperdician ocasión de sacudir el yugo inglés; y con las noticias de los grandes armamentos que se preparaban en Francia para acudir en su ayuda y acometer un desembarco en la metrópoli, se habían decidido a levantarse en armas, aun consistiendo la mayor parte de ellas en chuzos y hoces por ser escasísimo el número de los fusiles y cañones con que podían contar. El Mediodía de Irlanda era teatro de los estragos que siempre acompañan a la guerra civil y más cuando el sentimiento religioso y el espíritu de independencia son sus principales móviles. En el condado de Wesford principalmente, una de las regiones de fácil acceso para las escuadras francesas, el movimiento popular tomó gran incremento contando con cifras de combatientes, tan numerosas que pusieron en cuidado extremo al Gobierno. Pero no se descuidó en enviar refuerzos al virrey, gobernador de la isla, que a los pocos días de haberse iniciado la sublevación contaba con tropas que se creyeron entonces suficientes, embarcadas en Plymouth, Liverpool, Newcastle y otros puertos de donde también salieron fuerzas navales que bloquearan a los insurrectos e impidiesen la llegada de los socorros que esperaban de Francia. Y si en un principio, como sucede siempre en las luchas civiles, los sublevados redujeron su acción a combates parciales y de corta fuerza, la derrota y muerte del coronel inglés Lamberto Walpole les dio, con algún armamento y cañones que le conquistaron, alientos para mayores y más importantes empresas. Pronto cayeron en su poder poblados de vecindario considerable, la ciudad de Ennyscorthy y la de Waterford, amenazando con el ataque de la misma de Dublín desde un gran campo establecido en las alturas de Blackmoor, cubiertas de atrincheramientos. A principios de Junio, los rebeldes dominaban en más de 30 condados, donde no sólo los hombres sino las mujeres también tomaban parte en los combates y hasta había alguna que los dirigía como Miss Keating, la célebre heroína de aquella insurrección, hecha luego prisionera de los ingleses realistas.

El Morning-Post decía: «Las cartas de Dublín y de Waterford, que acabamos de recibir, no dan esperanzas de que se concluya muy pronto aquella rebelión; y las medidas que adopta aquí el Gobierno acreditan esto mismo, como también que para restablecer el sosiego juzga indispensable echar mano de medios más rigorosos, y así costará mucha sangre.» En aquella fecha, la ya citada, se calculaba el número de rebeldes en el condado de Kildare en 150.000 hombres y en el de Wexford en 20.000, cifras indudablemente exageradas pero que no estarían muy distantes de la verdad cuando eran cuatro los generales ingleses, Dundes, Johntone, Eustace y Duff, los que combatieron en New-Ross, batalla reñidísima en que, con exageración también, se atribuyó a los Irlandeses-unidos, que es como se les llamaba, la enorme pérdida de 5 a 6.000 de ellos. Tan furiosos se mostraron en la pelea, sobre todo al lanzarse sobre la artillería inglesa, que tanto valor, rayano á la temeridad, se supuso resultado de la embriaguez de que iban poseídos al emprender el ataque. Duró la lucha todo el día; fue muerto lord Montjoy con otros jefes y oficiales ingleses, y lord Kingbourough cayó en poder de los rebeldes quienes, con eso, tomaron tal incremento que fue necesario enviar a Irlanda nuevos y poderosos refuerzos con otro virrey de condiciones de carácter superiores a las de su antecesor.

De lo que más necesitaban los Irlandeses era de armas, que las de fuego, según ya hemos dicho, eran escasísimas en su campo; así es que establecieron una fundición de artillería en Ennyscorthy y comenzaron las obras para otra en Wexford; extendiendo entretanto la sublevación a las provincias del Norte de la isla, sin que las proclamas del general Nugent ni las del nuevo virrey, el marqués de Cornwallis, sirvieran para desarmar a unos hombres que se consideraban a punto de obtener su independencia á poco que les ayudasen desde Francia y desde España, sobre todo, que por su espíritu religioso les inspiraba mayores simpatías y esperanzas. Para conseguir esos socorros iban concentrando en el condado de Cork y en la bahía de Gallovay fuerzas bastante numerosas con que apoyar el desembarco de sus aliados, sin que los agentes que empleaban para la comunicación con ellos se arredrasen por los tormentos a que se les sujetaba, si eran cogidos, para que descubrieran los secretos de las conferencias y planes de que eran poseedores.

En Inglaterra, sin embargo, circulaban todos los días noticias favorables a la causa realista, suponiendo vencidos en varios encuentros a los Irlandeses y ahorcado su principal jefe Harvey con otros también caracterizados pero de menos nombradla, así como pacificadas algunas regiones de la isla y, entre ellas, la importantísima de Wexford. Y era que, como siempre ha hecho el Gobierno inglés, si dirigía refuerzos, cada vez más numerosos, al teatro de la guerra llevando a él hasta cuerpos de milicias de la metrópoli, conminaba con tal energía al virrey y a sus generales para que no perdonasen esfuerzo alguno de vigor por su parte, ni medidas, las más rigurosas, para con los rebeldes, que, antes de empezar el mes de Julio, Cornwallis se había puesto al frente de las tropas y el general Lake iniciaba el ataque de Wexford apoderándose del campamento de Vinegar Hill, aunque con pérdidas gravísimas de varios coroneles y otros oficiales de distinción. Pero a pesar de esas operaciones que, con efecto, iban haciendo precaria la situación de los Irlandeses que no veían llegar los socorros prometidos de Francia, y a pesar también de que cada día desembarcaba en la isla tal número de regimientos ingleses que hacían temer quedase Inglaterra sin defensa, si se llegaba a verificar el desembarco del ejército francés acantonado en la costa opuesta, Dublín se hallaba amenazado de un asalto desde el campamento, que antes anunciamos, cubierto de fortificaciones que los Ingle­ses no se habían decidido aún a atacar; viéndose desde las torres cómo los insurrectos hacían quemar las casas de campo de sus enemigos o de los partidarios de la causa inglesa. No es, pues, de extrañar que en la clausura del Parlamento el 29 de Junio pronunciara el Rey, entre otras frases, la siguiente: «Nada se ha omitido por mi parte para sofocar aquel espíritu peligroso que amenaza a un mismo tiempo los intereses y la seguridad de todas las partes del Imperio británico. No podré alabar bastante la fidelidad incontrarrestable y el valor de mis tropas de línea, como también de mis voluntarios y de mis milicias de Irlanda. Iguales elogios de mi parte merecen los guardias de á pie y los voluntarios que se han presentado como defensores de la vida y de los bienes de sus conciudadanos y como apoyos del gobierno legítimo.» Y añadía después: «Con medios tan poderosos y en vista de las ventajas importantes que en las últimas operaciones hemos conseguido contra las fuerzas principales de los rebeldes, espero que no tardará el momento en que todos aquellos que por seducción han faltado á su obediencia y lealtad, conocerán en su conciencia sus delitos, y se harán acreedores al perdón y á la protección que constantemente he anhelado dar á todas las clases pacíficas de mis vasallos.»

Los indultos iban realmente haciendo su efecto, apoyados por el general Lake con su acción militar y la insidiosa de perdonar a los soldados que cogía, fusilando a sus oficiales. Así es que a mediados de Julio todo el condado de Wexford aparecía sometido, Dublín libre de los ataques de los Irlandeses del próximo campamento, y sólo en el condado de Wicklow se hallaba concentrada una fuerza de rebeldes bastante considerable para no deberse tener por pacificada la isla.

En ese estado se hallaba la lucha civil provocada en Irlanda por las tiranías del Gobierno inglés y los estímulos de los enemigos de éste en el continente, cuando el 22 de Agosto desembarcaban en la bahía de Killala sobre 1.500 franceses que, inmediatamente de haber tocado tierra, tomaban el pomposo nombre de Ejercito de Irlanda a las órdenes del general de división Humbert. Habían ido en tres fragatas, que luego volvieron a Burdeos sin accidente alguno, y pocas horas después atacaban la población de aquel mismo nombre que el ayudante general Sarracín tomó inmediatamente, obteniendo el empleo de general de brigada en el campo mismo de batalla. Al día siguiente se dirigían al interior para reunirse a un cuerpo de irlandeses que, armados y equipados por el general Humbert, fueron arrollando á los destacamentos ingleses hasta la fuerte posición de Castlebar, donde el 27 obtuvieron una gran victoria que también decidió el general Sarracín que, así, en cinco días, alcanzó el grado de general de división.

Aquella fuerza formaba así como la vanguardia de una gran expedición salida de las costas de Francia que debería constar de 8 a 10.000 hombres y que, burlando la vigilancia del almirante Bridport que bloqueaba el puerto de Brest, logró acercarse el 21 de Septiembre al litoral de Irlanda, en cuyo puerto de Rutland supo el general Rey, que iba en el bergantín Anacreonte, la derrota de Humbert dando aviso luego de ella a los demás expedicionarios que, como era de esperar, retrocedieron a Francia.

El desastre de Humbert era, por desgracia, decisivo para la suerte de Irlanda. Dirigíase la columna franco-irlandesa hacia Carrik cuando, ya próxima a Boyle y comprendiendo que iban en su seguimiento fuerzas enemigas muy superiores mandadas por Lake y Cornwallis, trató de retirarse hacia la costa; pero alcanzada cerca de Granard el 8 de Septiembre y depuestas las armas por su retaguardia, se entregó entera, quedando prisioneros de guerra todos los Franceses con sus oficiales y generales. Los Irlandeses huyeron a las montañas y bosques dispersándose completamente y llevando el pavor de que iban poseídos a las demás comarcas sublevadas que, desde entonces y salvo el grupo mandado por el impertérrito Holt, fueron acogiéndose al indulto proclamado en seguida por el virrey.

Ignorante el Directorio de estos sucesos, hizo salir la expedición de Brest que, según ya hemos dicho, halló en Rutland quien la avisase del desastre de Humbert; con lo que se volvió a Francia no sin que en la travesía los temporales y el almirante Bridport la produjesen pérdidas de consideración, la del navío Hoche, particularmente. Todavía el 27 de Octubre se avistaba en la bahía de Donegal y en la próxima de Killala, donde parecía haberse dado cita las expediciones, otra escuadrilla francesa con tropas de desembarco, pero, en vez de Irlandeses que los esperasen para reunirse a los tripulantes, salió a su encuentro en la playa tal fuerza del ejército inglés y de las milicias, que, sin intentar siquiera ponerlos en tierra, se dio a la mar inmediatamente, temerosa de que la alcanzasen las naves del almirante Home que andaban en su busca.

Así acabó aquel segundo intento de sublevar la Irlanda, llevado a cabo con tanta parsimonia como torpeza. «Una invasión, dice Rosseuw Saint-Hilaire, verificada en aquellos momentos tan propicios por una flota franco-española que hubiera puesto sólo 10.000 hombres en las costas de Irlanda habría tenido probabilidades de éxito, pues que, abandonada a sí misma, la rebelión pudo resistir y mantenerse tanto tiempo. Pero el Directorio, enteramente preocupado con la expedición de Egipto y la creciente fortuna de Bonaparte, no estaba dispuesto a operar allí aun cuando comprendiese la necesidad de hacerlo. Dio órdenes que no se ejecutaron y la expedición preparada en Brest no pudo darse a la vela, falta de fondos con que pagarla».

En cuanto a la falta de cooperación de los Españoles en favor de Irlanda, no puede en manera alguna achacarse a nuestro Gobierno, porque adhiriéndose a las disposiciones del Directorio, mejor dicho, obedeciéndolas, se formó en el Ferrol un cuerpo de tropas de 3 á 4.000 hombres que transportó a Rochefort el teniente general de la Armada D. Francisco Javier de Melgarejo. Mandaba aquellas fuerzas el general O’Farril que, bloqueado Rochefort por los Ingleses, se trasladó con ellas a Brest esperando ser dirigido á Irlanda en una de las expediciones intentadas aunque sin fruto, pero siendo, por cierto, sumamente elogiado de los Franceses por el brillante comportamiento que observaron nuestros soldados y la disciplina de que dieron muestras elocuentes con admiración de cuantos podían presenciarlas. La escuadra de Melgarejo, compuesta de seis navíos, varias fragatas y buques menores, se mantuvo en Rochefort rechazando los ataques de la muy superior de los Ingleses que hubieron de limitar su acción a la de un bloqueo riguroso, hasta que, con ocasión de un huracán que hizo se retirase de la vista del puerto la armada británica, lanzóse nuestro bravo almirante al mar con todas sus naves, arribando a Ferrol sin perder una sola a pesar de conducir entre ellas el navío Castilla de muy poco andar, ser tantas para eludir la vigilancia de los enemigos y haber tenido que separarse mucho del litoral para mejor burlarla.

No contribuiría poco el fracaso de la sublevación de Irlanda, tan mal ayudada por los Franceses, para que todas las naciones dispuestas a la nueva coalición se resolvieran a emprender la lucha que debía ser su natural consecuencia. Pero entre todas ellas, Nápoles se mostraba la primera en su deseo de emancipar Italia del dominio de los republicanos franceses. Animado el Rey con la presencia de la escuadra inglesa de Nelson en las aguas de Nápoles, y excitado por la Reina, Lady Hamilton y el ministro Acton, trinidad que, compuesta de elementos tan enemigos de la República como una archiduquesa de Austria, un general irlandés y una favorita insolente, ligada por vínculos tan estrechos con el embajador, que era su marido, y con el almirante, objeto de uno de sus mil caprichos, dominaba en absoluto a la corte, se creía como el primer paladín y palanca la más poderosa para la reacción monárquica á que convidaban la expedición de Egipto, el desastre de Irlanda y sobre todo la debilidad que mostraba el Directorio en su marcha política dentro y fuera de Francia. Fernando IV, engreído, en efecto, con tales auxiliares y la llegada a Nápoles del general austríaco Mack, una de las mayores ilustraciones militares de Europa en aquellos días, se puso a organizar un ejército, tan numeroso como nunca se había formado en aquel reino. Si no a 80.000 hombres como hizo correr la fama de aquel formidable armamento, llegaba el número de los soldados napolitanos al de 40.000, para el ejército de operaciones y otros 20.000 para guarnecer los puntos fuertes del país y los de la frontera inmediata al que iba a ser teatro de su acción. Con eso era grandísima la efervescencia que dominaba, como en la capital, en todas las provincias napolitanas, comunicándose al mismo Roma donde los atropellos y exacciones que cometían los Franceses, habían hecho cambiar no poco la opinión, antes, al parecer, tan favorable al establecimiento de la República.

El ejército francés, situado en la capital del mundo católico y que debía oponerse a tan numerosas fuerzas como las napolitanas que iban a acometerle, constaba, tan sólo, de unos 12.000 hombres; eso sí, de buenas y sólidas tropas que habían combatido en las campañas anteriores de la alta Italia, puestos a las órdenes del general Macdonald, si de origen escocés y de familia partidaria de los Stuardos, francés de nacimiento y apegado a las glorias de la gran nación, en cuyo ejército había obtenido el empleo de general de división por sus brillantes operaciones en el Rin.

Noticioso del armamento, de los entusiasmos y los proyectos de los napolitanos, había pedido refuerzos para defender Roma de la invasión que por instantes se temía, según las noticias que le daban los destacamentos que había establecido en todas las entradas de la frontera. Fuéronle, con efecto, enviados hasta reunirse en el territorio de aquella república unos 18.000 hombres, pero poniéndose todos a las órdenes del general Championnet, como su general en jefe, quien a los dos días de haber llegado a Roma recibía la noticia de haber salvado la frontera los napolitanos, divididos en varias columnas y tomando por objetivo la capital y varios de los cantones franceses en el camino de Ancona hasta la cumbre de los Apeninos. Aunque el primer intento de Championnet fue el de salir al encuentro de los invasores y aun se adelantó a la frontera, al comprender que el pequeño número de sus fuerzas no podría estorbar la marcha de tantas columnas como las que se acercaban en distintas direcciones, y menos dejando á su espalda una población a punto, según todas las noticias, de sublevarse, decidió su retirada á Roma y poco tiempo después, entrando en negociaciones con el general Mack, hizo evacuar la ciudad aunque no sin dejar una corta fuerza establecida en el castillo de Sant Angelo con la orden de defenderlo hasta el último extremo. No costó poco al general Macdonald cumplimentar aquellas órdenes porque, impacientes los romanos por verse libres de la dominación francesa, trataron de apoderarse del General y su Estado Mayor que, sin embargo, supieron imponerse á los revoltosos de tal manera que al día siguiente, el 27 de Noviembre de 1798, atravesaban los puentes del Tíber con toda tranquilidad para situarse en Civita-Castellana, la antigua Veyes, posición, como es sabido, sumamente fuerte por su castillo y la naturaleza del terreno que le rodea

Los napolitanos cuyas columnas de la derecha habían sido entretanto batidas en Terni y Porto-fermo, fueron a sitiarle en Civita-Castellana, donde, después de ser rechazados por poco más de 6.000 hombres cogiéndoles muchos prisioneros, artillería, bagajes y hasta los fondos de su caja militar, huyeron a Roma, dirigiéndose algunos, sin embargo, a Otricoli para cortar la comunicación de Macdonald con Championnet que se hallaba entre Narni y Terni. También allí fueron rechazados, y en Calbi hubieron de rendirse hasta 7.000 hombres mandados por el general Moesk. Resultado; que los 40.000 napolitanos fueron vencidos por los 12.000 de Macdonald y en número que hizo muy corto el grande de los prisioneros que dejaron sus varias columnas en manos de los Franceses, volvieron a su país, salvándose su rey en Roma por torpeza o poca energía del gobernador de Sant Angelo que, de seguir las órdenes de su general, le hubiera cogido también prisionero.

No había ya que vacilar para seguir la marcha sobre Nápoles: el ejército napolitano no era tal ejército en el verdadero sentido militar de la palabra, y mal podía sacar fruto de él un general como Mack acostumbrado a mandar las tropas austríacas, tan sólidas en el campo de batalla como tenaces y prontas a reorganizarse aun a pesar de los mayores reveses. Los republicanos se pusieron muy pronto al frente del campo atrincherado de Capua, cuyo gobernador les ofreció un armisticio que rechazó Championnet aconsejado de Macdonald; pero después de muchas vacilaciones por una y otra parte y de algunos pequeños combates en derredor de la plaza, se convino en que cesaran los hostilidades. Los Lazzaroni de Nápoles que trataban de organizar la defensa de su ciudad, obligaron a que se rompiese aquel pacto, único en tales momentos capaz de salvar al reino y a su soberano, que eludió ambos riesgos, el de los invasores y el de sus mismos despóticos vasallos, embarcándose el 31 de Diciembre en la escuadra inglesa. El general Mack, viendo deshecha su negociación de Capua y el estado de Nápoles, entregada a las violencias de la más feroz demagogia, se presentó a los Franceses, que lo dirigieron, primero a Roma, y luego al alta Italia. Los Lazzaroni hicieron algo más que los soldados sus compatriotas, batiéndose con denuedo aunque en el desorden que es de suponer; no tardaron, empero, a verse obligados á entregar su ciudad a los Franceses, verificándolo el 23 de Enero de 1 799, tantos días, como se ve, después de haberla abandonado de noche y por caminos subterráneos la familia Real que se dirigió a Palermo con Actón, por supuesto, y la Hamilton, el marido de ésta, Nelson y cuantos tesoros encerraban los palacios de Casería y Nápoles y todas las alhajas de la Corona.

El reino de Nápoles fue así transformado en república Parthenopea con un Directorio como el de la francesa, si bien de poca duración por acontecimientos militares que no tardaremos en recordar a nuestros lectores.

Los sucesos de Roma y Nápoles debían tener eco en las demás monarquías que aún subsistían en Italia; pero, aun cuando no lo tuviesen, por allí andaban los Franceses deseando acabar con todas ellas. Ya dijimos cómo habían obligado al rey Carlos Manuel á recibir una guarnición francesa en la ciudadela de Turín; y con el pretexto de que tanto él como el Gran Duque de Toscana hacían causa común con el rey de Nápoles, y el de haber interceptado cartas en que se manifestaba a la corte de Viena el deseo de ver aquel país desembarazado de los Franceses, el general Joubert, que mandaba el ejército de Italia, reunió el 5 de Diciembre las divisiones Víctor y Dessolles en el Tesino, y mientras otras fuerzas francesas sorprendían las plazas de Novara, Suza, Coni y Alejandría, se dirigió a Turín, apoderándose de aquella capital en combinación con los presidiarios de la ciudadela, y obligando a Carlos Manuel a descender de su trono para acogerse, decía, voluntariamente el 23 de Febrero a la isla de Cerdeña. Otro tanto iba a hacer con el Gran Duque de Toscana, para lo que había dirigido una de sus divisiones sobre Florencia, cuando le llegaron órdenes en contrario del Directorio, atento, sin duda, a no romper del todo con la corte de España, ya que ésta no lograba fomentar allí los intereses monárquicos ni después serían oídas sus pretensiones al trono de Nápoles que Azara consideraba corresponder a Carlos IV como único representante ya de la casa de Borbón en Italia y en España. Sin embargo de eso, Joubert hizo ocupar a Liorna y la parte inmediata del Gran Ducado, con lo que pudo ofrecer a Championnet algunos refuerzos para la conquista de Nápoles.

Bien puede observarse por esta sucinta relación de los sucesos de Irlanda, y particularmente de los de Italia, que los reveses como los triunfos de la República, su aliada, eran desastres y considerables para los intereses y el decoro de la monarquía española. En Irlanda quedaba ahogada la causa católica que tanto importaba a España, su mantenedora más caracterizada en Europa, la que mayor obligación tenía, por consiguiente, de verla triunfar en la Verde Erin, esclava de los errores religiosos y de las intransigencias de la mal llamada Iglesia anglicana establecida por el apóstata Enrique VIII. En Italia eran arrojados del trono Carlos Manuel, el único soberano en el Norte de aquella región privilegiada, y Fernando IV, hermano del rey de España que ocupaba el de Nápoles; quedando sólo en el centro el Infante Duque de Parma, pero después de haber sido juguete de los caprichos del Directorio y de los generales franceses, y traído y llevado de una parte a otra y de proyecto en proyecto, de los distintos elaborados en París o Milán según los triunfos o reveses de los que, aun así, se proclamaban siempre y en tono de mofa sus más eficaces protectores.

De manera que la tan decantada alianza, la que con tal ahínco había perseguido el príncipe de la Paz después de tres años de encarnizada lucha con aquella República, con la que decía él era el mayor de los delitos transigir, delitos de lesa majestad y de lesa nación, costando a sus simpatizadores más ilustres insultos, persecuciones y destierros, venía á ser, y eso por la ley más natural de la política, motivo de continuos desaires y desengaños, causa de todo género de desgracias en el mar, en las colonias y en cuantas partes conservaba España intereses de familia, de instituciones, de honor y gloria. Sólo faltaba para llenar la medida de tamañas calamidades que viniese el enemigo a arrebatarnos en nuestro mismo suelo una de sus más estimadas joyas. Daban ocasión á ello la incuria de nuestros gobernantes y su ineptitud para apreciar el valor de las posiciones que bajo el concepto estratégico pudieran ser salvaguardia de nuestros intereses defensivos en la Península y sus islas adyacentes, así como el desprecio con que los Franceses miraban cuanto a ellos no hubiera de lastimarles. Ocupados en lo que pudiera dar de sí la expedición de Egipto que debía interesarles doblemente por la gloria que entrañaba y por la ausencia de su caudillo, tan sospechoso ya y temible para el Directorio, éste piensa, por su parte, en sostenerse aunque arrastrando una existencia gastada ya, sin prestigio alguno y temiendo los triunfos de quien le hace presentir el de la monarquía, en otra forma, es verdad y sin reacciones, pero más absoluta, más despótica, como apoyada en la fuerza y la gloria que ha de darle el triunfo que va a obtener sobre la Europa entera coaligada contra él.

No lo creían así los realistas franceses, cuyas esperanzas se reanimaban con el espectáculo de las debilidades del Directorio y la acción de conspiraciones las más insensatas, con las ofertas, acaso, que se les hacía desde España, anhelante siempre por ver de nuevo restaurada entre sus vecinos la monarquía, a la que, según hemos indicado, no estaba lejos de aspirar nuestra familia real.

Todo, así, quedaba supeditado a intereses, pudiéramos decir mezquinos por ser personales, lo mismo en Francia que en España, sin tomar en cuenta que un poder enemigo, siempre vigilante y cada día más encarnizado andaba acechando la ocasión de vengar el aislamiento mismo en que se le había dejado en la lucha.

En efecto. mientras parte de la escuadra de Nelson, unida a nuevos buques enviados de Inglaterra a quienes también acompañaban otros portugueses anclados hasta entonces en el puerto de Lisboa; mientras esa armada, repetimos, se dirigía a Malta con el objeto de arrebatar a los Franceses aquel punto tan importante para las operaciones navales en el Mediterráneo, otra, no menos poderosa, salía de Gibraltar con fuerzas suficientes de desembarco, prueba de que iba a acometer alguna empresa no menos interesante. Díjose que se dirigía a la isla de Elba, posición desde la que podría amenazar el centro de Italia, a cuya inmediación se halla. Pero su verdadero destino era el de conquistar la isla de Menorca, cuyo puerto principal, el de Mahón, daría a Inglaterra la llave del Mediterráneo, del que, con Malta, la haría puede decirse que dueña absoluta. Ya podía soñar Napoleón con hacer de aquel mar un lago francés; la bandera inglesa izada en las fortalezas de Gibraltar, Mahón y Malta, el desastre de Abukir y el predominio de las naves de la Gran Bretaña en Egipto, los Dardanelos y Sicilia le harían ver cuán lejos se presentaba de realizarse proyecto que, por otra parte, estarían decididas o estorbar tantas y tantas potencias como hay ribereñas del mar de la civilización en el antiguo mundo.

La escuadra inglesa, puesta a la altura de las Baleares, destacó una fragata con bandera parlamentaria en un principio, que luego fue cambiada por la inglesa reduciendo su misión a la de preguntar si había o no allí prisioneros de su país. Seis días después, el 6 de Noviembre de 1798, ya se distinguían desde lo alto de la Mola y del monte Toro, eminencia la más encumbrada de la isla, tres de los siete navíos que se dieron por salidos de Gibraltar con unos 20 transportes en los que iban hasta 7.000 hombres. Al día siguiente, ya el Toro anunciaba la presencia de 28 naves y el principio de un desembarco cerca de Mahón a la boca de cuyo puerto fueron enviados por las autoridades de la isla una gran cadena que la cerrara y anclas y cañones para su mejor defensa. Las tropas, muy pocas en número, de la guarnición se dirigieron al punto del desembarco; pero, rechazadas por las inglesas que ya habían tomado tierra, se retiraron a Ciudadela, dejando Mahón a merced de los invasores, puesta la ciudad, para el orden en su interior, al cuidado de las autoridades populares, y el castillo al de unos cuantos suizos y soldados de Valencia, de los que muchos hubieron de abandonarlo para trasladarse también a Ciudadela. El 10 era un coronel inglés, el célebre Lord Paget, dueño de todos los fuertes de Mahón, habiendo capitulado desde el castillo el teniente de rey de la plaza con las condiciones que quiso y quitándose la cadena de la boca del puerto, por la que penetraron un barco de guerra y varios transportes. Los demás buques, excepto algún navío que se presentó en el puerto de Fornells, se establecieron frente a Ciudadela, cuyo gobernador, después de haber rechazado el 15 las proposiciones de capitulación que le dirigió el general Stuart y hecho un par de disparos de cañón desde las murallas, en son de protesta a lo visto, entregaba también la plaza el 16, saliendo los sitiados sin ser prisioneros y llevándose consigo sus equipajes y haberes. Así quedaba más a la vista el error incalificable de haber destruido el castillo de San Felipe después de su conquista por Crillón, dejando sin defensa el mejor puerto del Mediterráneo, a pesar de que, para ser codiciado por los Ingleses, bastaba saber que habían sido dueños de él dos veces, y por espacio de 50 años en la primera de ellas. Nada, pues, de extraño que el historiador Gebhardt, que en lo demás no hace sino seguir la lacónica relación de Lafuente, añada de su parte que la conquista de Menorca se llevó a cabo por una armada inglesa y algunos buques portugueses sin gran esfuerzo por el nial estado de las fortificaciones y la escasa resistencia de la guarnición.

Un consejo de guerra sentenció a aquel gobernador que harto castigo tuvo con la honda melancolía que le llevó al sepulcro en la ciudadela de Barcelona. Releguemos su nombre al olvido, ya que la honra de las armas españolas fue muy pronto vengada por los Palafox, los Alvarez y Herrastis en la defensa de otras plazas en condiciones polémicas quizás inferiores.

«Y queda, decíamos en otro libro, la isla de Menorca, en las relaciones históricas de aquel tiempo como si se hubiera abismado en el golfo en que afortunadamente para sus habitantes y para España se levanta todavía. Ni siquiera alcanza la gloria de que brille su nombre en el tratado de Amiens que la devolvió al seno de la madre patria». Apenas si la noticia de tal desastre logró hacer impresión en algunos españoles de los pocos que pudieran calcular cuáles serían el estado de nuestra patria y los resultados de la alianza francesa para esperar uno medianamente beneficioso de tan monstruosa liga, considerada política y moralmente. Porque el Gobierno español, privado de una mano bastante vigorosa para conducir al país recta y decididamente hacia los fines a que aspiraba por sus sentimientos de constante adhesión a las seculares instituciones que se había dado, se encontraba huérfano de las dos más poderosas inteligencias que tenía en su seno, apartadas de los negocios políticos por un accidente tan lastimoso como inesperado.

 Ya hemos dicho cuál era el estado en que quedó el Gobierno al enfermar esas dos eminencias que constituían su fuerza. No bastó la dolencia que las inutilizaba para gestión tan laboriosa como la que se les había encomendado al abandonarla quien de tantos recursos disponía para su mejor desempeño, sino que al ver que esa dolencia no acababa con Jovellanos por su robustez o por la virtud de los remedios que se le aplicaron, se le exoneró, dejando sólo en la palestra al que mal podría mantenerla en tan lamentable situación de sus fuerzas y del arena en que le tocaba ejercitarlas.

Vuelto Godoy al favor real, si es que lo había perdido momentáneamente como algunos creyeron, el Ministerio Saavedra, lo mismo que los interinos que le fueron sucediendo, ¿cómo habían de adquirir la solidez necesaria ni la autoridad consiguiente para hacer cara al huracán político que por todas partes les azotaba; de la de Francia, con sus imposiciones, los atropellos cometidos con cuantos gobiernos podía conservar el español interés en proteger y los compromisos a que se exponía; de la de Inglaterra, con sus exigencias primero, y sus egoístas exclusivismos y la guerra después, hecha a mansalva, puesto que era dueña de los mares á pesar de cuantas combinaciones se idearon entre la República, Holanda y España; en fin, de la ya cubierta de negras nubes con que amenazaban las naciones del Norte, empeñadas en llevarse la nuestra a su campo en la nueva coalición que andaban elaborando?

De modo que cuando más urgente se hacía la presencia en el Gobierno de un hombre que, al conocimiento de los asuntos puestos, como suele decirse, sobre el tapete, a la costumbre de su manejo y a un carácter firme y perseverante, uniese la confianza ilimitada de la corona, sólo personas sin importancia alguna política, siquiera recomendables por sus servicios, componían el ministerio, salvo dos, y ésas enfermas desde los primeros días, que habrían de cargar con tamaña responsabilidad. Y muy luego, por la exoneración de una de ellas quedaría otra, la que realmente representaba en España y fuera de España a ese Gobierno, inutilizada por sus dolencias y más inutilizada por la falta de confianza que pudiera inspirar a su soberano, hecha blanco de los tiros de todo género en la corte y en las regiones de la administración pública sublevadas por la envidia y el encono de quien todo lo manejaba desde las sombras de su omnímodo influjo. Y ese hombre tiene valor para escribir después: «¡Santo Dios! Yo logré retirarme, yo alcancé mi reposo, yo dejé intacto y limpio el honor de la España, yo la dejé bien quista en todo el continente; y he aquí mis enemigos me han cargado los errores, los desaciertos y pecados de cerca de tres años que estuve ajeno enteramente de los negocios públicos interiores y exteriores, malquerido de la Inglaterra y malquerido de la Francia, porque ni a ésta ni a aquélla les permití imponernos sus pretensiones orgullosas.»

Precisamente los errores y desaciertos que Godoy achaca a Saavedra y a los que le sucedieron en el gobierno, son suyos, exclusivamente suyos; la alianza francesa, la guerra con la Gran Bretaña, son de su tiempo; las debilidades con el Directorio, los agasajos a Truguet, la expulsión de los emigrados, que achaca luego a Saavedra, comienzan con él como las tristes expediciones de los almirantes Córdova y Mazarredo; el desprecio de los republicanos despojando en Italia a los príncipes allegados a Carlos IV, se manifiesta durante su administración; la pérdida, en fin, de la isla de la Trinidad con la de tanto y tanto navío echado allí a pique, y como decía un marino de aquel tiempo, los insoportables gastos del erario, los desastres incalculables de nuestro comercio, la ruina de nuestra navegación mercantil y la completa destrucción de nuestra armada, obra fueron del favorito engreído y casquivano, que siendo Guardia de Corps había soltado de repente las riendas del caballo para empuñar las del Estado

¡Pobre Saavedra, sin medios, es verdad, para la magna obra de restaurar tamaña ruina, pero inválido, además, durante casi todo el tiempo de su ministerio por la misteriosa dolencia que le acosó hasta el fin prematuro de su vida! Porque, nombrado el 28 de Marzo de 1798, tenía que encomendarse en 18 de Mayo el despacho de Hacienda a Soler, y poco después el de Estado a Urquijo para en 4 de Agosto entregárselo del todo hasta el 21 de Febrero de 1799 en que se expedía el decreto de su exoneración, prueba irrecusable de su irresponsabilidad. Decía así: «En consideración a los continuados quebrantos que padece en su salud D. Francisco de Saavedra, he venido en exonerarlo de la Secretaría de Estado que servía, debiendo continuar en el despacho de ella D. Mariano Luis de Urquijo, sin poner en la antefirma, como lo ha hecho hasta aquí, el motivo do la indisposición de Saavedra; á quien en premio de sus buenos servicios he tenido á bien conservarle el sueldo, casa de aposento y demás emolumentos correspondientes a la plaza efectiva que tiene en mi Consejo de Estado.»

¿Qué había, pues, de hacer Saavedra ni cómo pueden dirigírsele cargos por una administración en que apenas tomó parte? Siguió el rumbo que halló señalado al Gobierno de la Nación, y en ese rumbo continuó cometiendo los mismos errores de la anterior situación política, anémica en el interior y aventurera y temeraria en el exterior, preñada de peligros y conduciendo irremediablemente a la decadencia más vergonzosa. Y decimos irremediablemente porque, ni aun ayudado por un Jovellanos en el corto tiempo hábil de éste que dispuso, le era dable contener la marcha a esa decadencia de que su primer autor, lejos ya de los acontecimientos que la produjeron, pretende hacerse irresponsable valiéndose de sofismas muy fáciles, sin embargo, de conocer y rechazar.