CAPÍTULO
XII
.
LA
GUERRA CON GRAN BRETAÑA
El tratado
de alianza, celebrado el 18 de Agosto de 1796 con la República francesa,
llevaba a España a una nueva guerra en condiciones, según ya hemos expuesto en
el capítulo anterior, muy otras de las en que se había combatido durante tres
años en la recientemente acabada con el de Basilea. Si no lo parecían al
inexperto y obcecado ministro que tan desacertadamente manejaba el timón de la
nave española entre los mil escollos que le oponían la revolución francesa, de
un lado, y las ambiciones por otro, nunca satisfechas, de nuestra también
enemiga secular, Inglaterra, era que entre vacilaciones e inconsecuencias,
fruto de su falta de talentos políticos, vivía y gobernaba al día, esto es,
según las impresiones del momento, siempre temerosas para los hombres no
acostumbrados al tráfago de los negocios en circunstancias tan críticas. Porque
para todo estadista medianamente acordado, la alianza francesa traía aparejada
la guerra con que no los habían querido tomar parte en las negociaciones tanto
tiempo abiertas en Basilea.
Así es que a
nadie sorprendió el Manifiesto contra Inglaterra, síntesis, asaz
lacónica pero perfectamente expresiva, de la Cédula de 7 de Octubre de 1796, en
que se incluyó para conocimiento del Consejo el Real decreto de 5 anterior, que
al pie de la letra dice así: «Uno de los principales motivos que me
determinaron a concluir la paz con la República francesa luego que su Gobierno
empezó a tomar una forma regular y sólida, fue la conducta que Inglaterra había
observado conmigo durante todo el tiempo de la guerra, y la justa desconfianza
que debía inspirarme para lo sucesivo la experiencia de su mala fe. Ésta se
manifestó desde el momento más crítico de la primera campaña en el modo con que
el almirante Hood trató a mi escuadra en Toulón, donde sólo atendió a destruir
cuanto no podía llevar consigo; y en la ocupación que hizo poco después de
Córcega, cuya expedición ocultó el mismo almirante con la mayor reserva a D.
Juan de Lángara cuando estuvieron juntos en Toulón. La demostró luego el
Ministerio inglés con su silencio en todas las negociaciones con otras
potencias, especialmente en el tratado que firmó en 24 de Noviembre de 1 794
con los Estados Unidos de América, sin respeto o consideración alguna a mis
derechos, que le eran bien conocidos. La noté también en su repugnancia a
adoptar los planes e ideas que podían acelerar el fin de la guerra, y en la
respuesta vaga que dio milord Grenville a mi embajador, marqués del Campo,
cuando le pidió socorros para continuarla. Acabó de confirmarme en el mismo
concepto la injusticia con que se apropió el rico cargamento de la represa del navío El Santiago, ó Aquiles, que debía haber restituido, según lo
convenido entre mi primer secretario de Estado y del Despacho, Príncipe de la
Paz, y el lord Saint-Helens, embajador de S. M. británica; y la detención de
los efectos navales que venían para los departamentos de mi marina a bordo de
buques holandeses, difiriendo siempre su remesa con nuevos pretextos y dificultades.
Y finalmente no me dejaron duda de la mala fe con que procedía Inglaterra las
frecuentes y fingidas arribadas de buques ingleses a las costas del Perú y
Chile para hacer el contrabando y reconocer aquellos terrenos bajo la
apariencia de la pesca de la ballena, cuyo privilegio alegaban por el convenio
de Nootka. Tales fueron los procederes del Ministerio inglés para acreditar la
amistad, buena correspondencia e íntima confianza que había ofrecido a España
en todas las operaciones de la guerra, por el convenio de 25 de Mayo de 1793.
Después de ajustada la paz con la República francesa, no sólo he tenido los más
fundados motivos para suponer a Inglaterra intenciones de atacar mis posesiones
de América, sino que he recibido agravios directos que me han confirmado la
resolución formada por aquel Ministerio de obligarme a adoptar un partido
contrario al bien de la humanidad, destrozada con la sangrienta guerra que
aniquila la Europa, y opuesto a los sinceros deseos que le he manifestado en
repetidas ocasiones de que terminase sus estragos por medio de la paz,
ofreciéndole mis oficios para acelerar su conclusión. Con efecto, ha
patentizado la Inglaterra sus miras en las grandes expediciones y armamentos
enviados a las Antillas, destinados en parte contra Santo Domingo, a fin de
impedir su entrega a Francia, como demuestran las proclamaciones de los
generales ingleses en aquella isla: en los establecimientos de sus compañías de
comercio, formados en la América septentrional a la orilla del río Missouri,
con ánimo de penetrar por aquellas regiones hasta el mar del Sur. Y últimamente
en la conquista que acaba de hacer en el continente de la América meridional de
la colonia y río Demerari, perteneciente a los Holandeses, cuya ventajosa
situación les proporciona la ocupación de otros importantes puntos. Pero son
aún más hostiles y claras las que ha manifestado en los repetidos insultos a mi
bandera, y en las violencias cometidas en el Mediterráneo por sus fragatas de
guerra, extrayendo de varios buques españoles los reclutas de mis ejércitos que
venían de Génova y Barcelona; en las piraterías y vejaciones con que los
corsarios corsos y anglo-corsos, protegidos por el Gobierno inglés de la isla,
destruyen el comercio español en el Mediterráneo hasta dentro de las ensenadas
de la costa de Cataluña, y en las detenciones de varios buques españoles
cargados de propiedades españolas, conducidos a los puertos de Inglaterra, bajo
los más frívolos pretextos, con especialidad en el embargo del rico cargamento
de la fragata española La Minerva, ejecutado con ultraje del pabellón
español, y detenido aún a pesar de haberse presentado en tribunal competente
los documentos auténticos que demuestran ser dicho cargamento propiedad
española. No ha sido menos grave el atentado hecho al carácter de mi embajador,
D. Simón de las Casas, por uno de los tribunales de Londres, que decretó su
arresto, fundado en la demanda de una cantidad muy corta que reclamaba un
patrón de barco. Y por último han llegado a ser intolerables las violaciones
enormes del territorio español en las costas de Alicante y Galicia por los
bergantines de la marina real inglesa El Camaleón y El Kingeroo,
y aún más escandalosa é insolente la ocurrida en la isla de la Trinidad de
Barlovento, donde el capitán de la fragata de guerra Alarma, D. Jorge Vaughan,
desembarcó con bandera desplegada y tambor batiente a la cabeza de toda su
tripulación armada para atacar a los Franceses y vengarse de la injuria que
decía haber sufrido, turbando con un proceder tan ofensivo de mi soberanía la
tranquilidad de los habitantes de aquella isla. Con tan reiterados e inauditos
insultos ha repetido al mundo aquella nación ambiciosa les ejemplos de que no
reconoce más ley que la del engrandecimiento de su comercio por medio de un
despotismo universal en la mar, ha apurado los límites de mi moderación y
sufrimiento, y me obliga, para sostener el decoro de mi corona y atender a la
protección que debo a mis vasallos, a declarar la guerra al rey de Inglaterra, a
sus reinos y súbditos, y a mandar que se comuniquen a todas las partes de mis
dominios las providencias y órdenes que correspondan y conduzcan a la defensa
de ellos, y de mis amados vasallos, y a la ofensa del enemigo. Tendráse
entendido en el Consejo para su cumplimiento en la parte que le toca.—En San
Lorenzo a 5 de Octubre de 1796.—Al obispo gobernador del Consejo.»
Seguía como
siempre la publicación del decreto en el Consejo, lo cual tuvo lugar el 6,
acordando su cumplimiento y la expedición de la Cédula correspondiente de S. M.
Una cosa se
había previsto al dar al público aquel Manifiesto, muestra elocuentísima
de la inepcia de nuestro Gobierno, la fecha en que convendría hacerlo conocer a
todos los de Europa y principalmente al de la Gran Bretaña, contra quien iba
dirigido. Sea que el Directorio comprendiera la razón con que se pedía el plazo
de cuatro meses para, antes de hacer público el Manifiesto, avisar a todas las
autoridades de Ultramar a fin de que no las sorprendiese la guerra, no fueran a
sufrir las provincias de su mando alguna agresión de las que acostumbraban los
Ingleses a cometer en casos semejantes; sea que los retardos que sufrió la
negociación se hicieron tan considerables como para todo eso, lo cierto es que
el Gobierno español tuvo tiempo para dar ese aviso, tan oportuno y eficaz como
podía desearse. Así, la declaración de guerra contra el Reino Unido llegó a
todas partes sin que se hubiera tenido que lamentar ningún ataque de los con
que casi siempre anunciaban las naves inglesas la ruptura de sus relaciones
pacíficas con alguna nación.
¿Era que
ignorasen aquellos isleños la resolución de Carlos IV, o que, preocupado su
gran ministro Mr. Pitt con el mal aspecto que presentaba la guerra después del
desmembramiento de la coalición abandonada por Prusia y España, quisiera no
irritar la opinión que tanto parecía inclinarse en su país hacia la paz? Esa opinión
se hacía más y más exigente según iba el pueblo inglés observando que la guerra
se alargaba hasta no poderse calcular su término, cuando en sus comienzos
parecía imposible que Francia resistiera por tanto tiempo a las principales
potencias de Europa y, lo que es más, unidas para una acción común y simultánea
contra ella en todas sus fronteras. Para satisfacerla, pues, o, por lo que se vio
luego, para simular que se la quería satisfacer y, de no conseguirlo, fingir
también que no era por falta de buena voluntad del Gobierno, éste comisionó a
lord Malmesbury para que ofreciese al Directorio bases donde apareciera
bastante fundada una negociación dirigida al establecimiento de la paz general
y, cuando menos, a la de Inglaterra con la República. Esas bases, con todo, no
resistían a la prueba de su solidez si se examinaban atentamente a la luz de
los intereses de Francia y Austria, las dos naciones que más los tenían
comprometidos en aquella contienda. Lo primero que exigía el Gobierno inglés
era que la República abandonase los Países Bajos austríacos, recientemente
incorporados a Francia, en primer lugar, por la conquista y además
constitucionalmente; lo cual era exigir la humillación del Directorio y
provocarle un conflicto, puesto que tendría, para acceder a las pretensiones de
Pitt, que reunir las asambleas primarias, que nunca se someterían a revocar la
que ya era una ley fundamental, la anexión de territorio tan codiciado siempre
por los Franceses. Bien se dejaba conocer que si el Directorio se avenía a
continuar la negociación, una vez planteada en tales términos por Malmesbury,
no era porque esperase resultado alguno de ella; y que sólo por descubrir las
intenciones que pudiera ocultar aquel diplomático, según es de suponer, de su
Gobierno, consentiría el francés en escucharle y aun discutir con él.
Malmesbury se empeñaba en convencer al ministro Delacroix, que era el
negociador por parte del Directorio, de que sus proposiciones de devolución
mutua de conquistas durante la guerra eran justas y proporcionadas; que el
Gobierno francés podía sin inconvenientes infringir la Constitución que le
impedía desprenderse de los Países Bajos, fundado en un derecho público europeo
anterior y, de consiguiente, más respetable; que Inglaterra estaba comprometida
con el Emperador a no dejar las armas sin la restitución de cuantos dominios
hubiera podido perder y, que, sabiéndose esto en Francia, nunca se debieron
poner trabas en sus leyes para una pacificación futura, remota o próxima.
«Apliqué esta máxima, decía el diplomático inglés en la relación que dirigió a
su ministro sobre aquellas conferencias, a las islas de las Indias occidentales
y a los establecimientos de las Indias orientales, y le pregunté si se imaginaba
que nosotros renunciaríamos a nuestros derechos de posesión porque se les
antojase considerarles aún como partes integrantes de la República que debiesen
ser restituidos sin que su valor pudiera servir de compensación en la balanza.
Puse también el caso de que Francia, en vez de haber hecho adquisiciones por la
guerra, hubiese perdido una parte de lo que ella llama la integridad de sus
dominios, y pregunté si, habiendo llegado a tener otros mayores quebrantos el
Gobierno francés actual, no se creería con poderes suficientes para sacar a su
país de un riesgo inminente haciendo la paz, sacrificando una parte de sus
provincias por salvar todas las demás.»
Estos
razonamientos, convincentes en otra diferente situación respecto a las
obligaciones del Directorio para con el pueblo francés por aquella ley clásica
de su salvación, no podían tenerse por válidos cuando las ventajas estaban
todas del lado de la República, cuyo primer interés radicaba en Europa, donde
nunca como entonces sonreía la fortuna a sus armas. Así es que, no
atendiéndolos Delacroix, deslizó en los oídos de su contrincante la idea de
compensar al Emperador de la pérdida de los Países Bajos con la secularización
de tres de los electorados eclesiásticos del Rin y de varios obispados de
Alemania e Italia, a cuyo frente se podrían poner personas tan afectas a
Austria como el Stathouder y los duques de Brunswich y Wurtemberg, proposición a
que Malmesbury se opuso, por atentatoria, decía, a la constitución germánica,
de que aquellos estados formaban, parte esencial.
Para este
tiempo habían llegado a nuestro embajador en París pliegos en que el Príncipe
de la Paz, sabedor de lo que se trataba entre el Gobierno francés y el de Gran
Bretaña, le enviaba instrucciones para que hiciese presente a Delacroix su
deseo de que, al tratarse la paz, si tal caso llegaba, no se olvidaran los
intereses de España, aliada tan sincera como decidida de la República. Eran tan
recientes la reconciliación de España con Francia y el tratado de su alianza,
que el ministro francés creyó deber atender aquella reclamación del Gobierno
español, y contestó al marqués del Campo que no quedarían olvidados los
intereses de nuestra nación y que, de todos modos, le tendría al tanto del
curso de las negociaciones con Malmesbury, por más que no esperase resultado
alguno de ellas. Hay que observar cuán corto sería el interés que hubiera de
tomarse Francia por un aliado que la convenía tener de su parte, sí, pero en el
caso principalmente de contender con una potencia marítima, por lo numeroso
todavía y respetable de sus escuadras; interés no atendible desde que aquellas
negociaciones llegaran a término feliz. Creyendo, sin embargo, Delacroix que
por parte de Malmesbury no se opondrían obstáculos a las observaciones del
ministerio español en la discusión entablada entre Inglaterra y Francia, no
quedaron olvidadas aunque hubieran de redundar en provecho, y ahora se verá
cuán manifiesto, de Gran Bretaña.
Hay también
que ver, por lo referente a España en aquella ocasión, la facilidad de moverla a
entrar en el concierto propuesto por Inglaterra, no teniendo que pedir
compensación alguna, ya que, al perder la isla Española, había sido con Francia
y tan a disgusto del Gobierno de Gran Bretaña, que éste amenazaba con oponerse
eficazmente a tal cesión. Pero, aun así, Malmesbury logró que Francia
abandonase a su nueva aliada, proponiendo la retrocesión a España de Santo
Domingo, mediante cesiones considerables a las dos potencias contratantes o, en
el caso de quedar aquella isla en poder de los Franceses, entregando a
Inglaterra la Martinica, o Santa Lucía y Tobago, lo que bastó para que en el
resto de las conferencias no se volviera a hablar de España. No menores
dificultades se opusieron a la protección que Francia pretendía prestar a
Holanda; y, añadiendo a lo expuesto la gravísima de que a cada proposición
necesitaba o fingía necesitar Malmesbury consultarla con su Gobierno, lo cual
producía pérdidas de tiempo que se iban haciendo sospechosas al Directorio,
Delacroix notificó al Lord el 19 de Diciembre la orden de salir inmediatamente
del territorio de la República. Así acabó aquel conato de paz que, más que
sincero, se consideró dirigido por Pitt para, ganando tiempo, prepararse mejor a
la nueva lucha a que se la provocaba.
Mientras Inglaterra
se proponía paralizar por algún tiempo la acción de sus enemigos con las
negociaciones encomendadas a lord Malmesbury, el Directorio de Francia que,
repetimos, ni las creyó serias ni mucho menos leales, las emprendió
directamente con Austria por medio del general Clarke, que debía trasladarse a
Viena por Italia para poder, así, conferenciar previamente con Bonaparte y
hacerle conocer los proyectos de que era portador. Si las conferencias de París
encerraban un lazo en que al fin no cayó el Gobierno francés, las que iban a
proponerse en Viena tampoco eran de naturaleza para engañar al austríaco,
ligado a Inglaterra con los más apretados lazos del interés de ambas naciones y
de la amistad particular de sus soberanos. Los descalabros sufridos por Jourdán
y Moreau en Alemania inducían al Directorio a un armisticio, a cuyo favor
pudiera reponerse de ellos; y el Emperador, que tan mal parados veía a sus
ejércitos en Italia, no iría a rechazarlo por el momento aun cuando no fuera
más que para salvar la plaza de Mantua del estrecho bloqueo con que la tenía
Napoleón próxima a rendirse. No se permitió a Clarke proseguir su marcha a
Viena; pero se envió al cuartel general de Alvinzi un negociador, el ministro
Thugut, con poderes para establecer los precedentes de un tratado que
conviniera a sus propios intereses y sin olvidar los de Inglaterra, tan
generosa siempre con el Imperio.
Pero
Napoleón descubrió las intenciones del Austria en el pliego que llevaba un
oficial, cogido al penetrar ya en Mantua ; y anhelante de proseguir las
operaciones que podrían valerle la gloria que tanto ambicionaba, como pedestal
de su fortuna política, hizo romper una negociación, en su concepto, muy
perjudicial para Francia.
Después de
la de Arcole se preparaba una campaña que había de servir de ejemplo de talento
y de pericia en el arte de maniobrar al frente de un enemigo superior en
fuerza, y de combatirlo como no se hbía visto desde los tiempos, que
pudiéramos llamar clásicos, en que florecieron los más renombrados capitanes de
la antigüedad. Mientras el archiduque Carlos sitiaba a Kehl y a la fortaleza
que cubría el puente de Huningue para impedir a los Franceses su vuelta a la
derecha del Rin, el mariscal Alvinzi seguía en sus preparativos contra
Bonaparte, esperando, con la ayuda de las tropas que se organizaban en los
Estados pontificios, hacer levantar el bloqueo de Mantua y repeler de Italia a
los ejércitos de la República hasta sus fronteras naturales. Aunque se veía a
Francia disfrutar de una tranquilidad desconocida hasta poco antes y dando a su
Gobierno fuerza para arrostrar la situación, harto crítica, en que la tenían
los partidos políticos en el interior y la guerra en el exterior, creían los
Ingleses y los Austríacos que no estaba para resistir la acción, ya inmediata y
formidable, que se habían propuesto ejercer sobre ella donde mejor pudieran
herirla, en Italia y el Rin. Y sin embargo, los Franceses, por su lado, no
aviniéndose a la idea, que tanto les repugna, de la defensiva, pero
manteniéndola todo lo enérgica posible contra los Austríacos, trabajaban para
nada menos que invadir Gran Bretaña por Irlanda, su Vendée también bajo el
aspecto político y aún más el religioso desde los tiempos, particularmente, de
Enrique VIII. El general Boche, celoso del papel que representaban en lucha tan
dilatada sus camaradas Bonaparte, Jourdán y Moreau, pretendía un teatro donde
ejercer sus aptitudes militares con tanto o más brillo, y no hallaba otro más
amplio y lucido que el en que lograra humillar a la orgullosa enemiga de
siempre de su patria. El pensamiento parecía no sólo oportuno, ya que, hecha la
paz con España, podía contarse con fuerzas navales muy considerables, sino que
tan grandioso también, que podría con sus resultados dar ocasión a una paz
general que no era de esperar por el camino ya recorrido de las batallas
campales. La acción simultánea de las escuadras francesas y españolas en el
canal de la Mancha y en la India, para acometer un desembarco en Irlanda y ayudar
a Tippo-Saeb, el incansable enemigo de los Ingleses en las regiones del
Maissour, hacía esperar a Hoche y al ministro de Marina Truguet un éxito que
obligaría á los Ingleses á seguir el camino de las demás naciones que habían
formado la anterior coalición.
Con tales
ánimos y la aquiescencia del Directorio, el 16 de Diciembre de 1796, se daba a
la vela la escuadra francesa de Brest, compuesta de 15 navíos, 20 fragatas y
los transportes necesarios para un ejército de 22.000 hombres, con dirección a
la bahía de Bautry, la más austral de la verde Erín, tierra tan simpática
siempre para todos los católicos del mundo. La tempestad separó los buques y
alejó, sobre todo, de los demás al que montaban Hoche y el almirante Morard de
Galles que, al llegar a su destino, hallaron la bahía evacuada por la escuadra
que, viendo ser imposible el desembarco, se volvió a Francia, azotada por los
temporales y perseguida por los cruceros ingleses que lograron echar a pique el
navío pomposamente llamado por los republicanos Los Derechos del Hombre.
Adiós la magnífica combinación de las escuadras de las Antillas, de Toulón y
Cádiz para, mientras la de Brest se apoderaba de Irlanda, juntarse en la isla
de Francia y dirigirse a India, humillando en Asia, como en Europa, el orgullo
británico: era imposible vengar tanto ultraje en los mares y había que volver
los ojos a los ejércitos de Italia y Alemania, relegados a representar un papel
secundario en tales momentos. En el primero de aquellos teatros era donde la
guerra podía ofrecer mayores resultados; así es que los Austríacos, aun
habiéndose hecho dueños de Kehl, procuraron reforzar con parte de las tropas
vencedoras en el Rin y con otras organizadas en Viena el ejército de Alvinzi
que, de ese modo, llegó a reunir más de 60.000 hombres de todas armas, sin
tomar en cuenta la guarnición de Mantua que constaba de 20.000. Con eso y con
haber enviado al Papa un buen número de oficiales con el general Colli a su
cabeza para que pusieran el contingente pontificio en estado de habérselas con
los Franceses atacándolos por la espalda, esperaba el Consejo áulico arrojarlos
de Italia.
No se
descuidaba, empero, Bonaparte en sacar el fruto debido a sus anteriores
operaciones y conquistas. Aunque poco numeroso su ejército, puesto que sólo
podía contar con unos 40.000 hombres disponibles para la lucha que ya veía
próxima, pequeño, repetimos, para las atenciones que debía llenar al frente de
un enemigo superior en fuerza y de una plaza, como Mantua, bien guarnecida, y
con otro, por fin, a su retaguardia espiando el momento de acometerle con
ventaja, se hallaba bien armado, vestido y equipado, no en las miserables
condiciones en que principió la campaña. Y si en ellas había alcanzado triunfos
tan gloriosos y hecho conquistas tan importantes, ¿qué no debía esperarse de él
en estado relativamente brillante y regido por un general que contaba con
tantas victorias como batallas, y con el prestigio de servicios tan
extraordinarios y de talentos tan excepcionales para el mando? De esos 40.000
franceses, 10.000 bloqueaban la plaza de Mantua y los demás, organizados en
tres divisiones, cubrían la línea del Adige en Legnago, Verona y Rívoli, o
guarnecían las posiciones y fortalezas de Dezenzano, junto al lago de Garda,
Bérgamo, Milán y alguna otra.
Pero ante un
enemigo tan bien establecido, y concentrado de manera de poder acudir al mutuo
auxilio de sus divisiones en cualquier momento de riesgo para una o más de
ellas, Alvinzi cometió el error de dividir su ejército, mandando 20.000 hombres
con Provera al bajo Adige en busca de su comunicación con Mantua en tanto que
él iría por el alto a acometer al grueso de las tropas francesas que esperaba
aplastar con la masa muy superior de las suyas. Y mientras Provera avanzaba
sobre Verona, donde Massena logró escarmentarle rudamente haciendo prisionera
una parte de su vanguardia, y al tiempo de amenazar la posición de Legnago con
fuerzas que a Augereau parecían considerables, Alvinzi bajó por el camino
abierto entre el lago de Garda y el Adige para emprender el ataque de Rívoli el
12 de Enero de 1797. Joubert, que mandaba allí, supo resistir hasta la llegada
de su general en jefe que, como saben cuantos han procurado estudiar aquella
admirable campaña, obtuvo dos días después, el 14, una de las victorias más esplendorosas
que registran los anales de su triunfal carrera. Para colmo de su fortuna
militar, el día siguiente podía acudir en auxilio de Augereau y de los
sitiadores de Mantua, logrando el 16 una nueva victoria, la llamada de «La
Favorita», en que Wurmser era rechazado en su salida de aquella plaza, y
Provera quedaba prisionero con una gran parte de su fuerza. Así, en una jornada
de tres días, subiendo al Norte del Adige, para vencer a Alvinzi, y bajando
después al Sur, para derrotar a Provera, Bonaparte hacía de 20 a 23.000
prisioneros que, añadidos a los muertos en ambos combates, componían la mitad
del ejército austríaco que momentos antes se consideraba bastante fuerte para
recuperar sus primeras posiciones en toda la región septentrional de la
península italiana.
El ejército
de Alvinzi era el tercero de los austríacos vencidos por Bonaparte, que había,
así, con 50.000 hombres derrotado a 200.000, haciéndoles más de 80.000
prisioneros y sobre 20.000 muertos o heridos en doce batallas, más de sesenta
refriegas y varios sitios de plazas, la última de las cuales, Mantua, se rindió
a los pocos días del triunfo de La Favorita. «Cuando la guerra, dice Thiers, es
sólo una rutina mecánica que consiste en rechazar y matar al enemigo que está
al frente, no es muy digna de la historia; pero cuando se ve uno de esos
encuentros, en que un ejército de hombres llevados por un pensamiento único y
grandioso, que se desenvuelve en medio de rayos y tormentas con tanto
desembarazo como el de Newton o Descartes en el silencio del gabinete, entonces
el espectáculo es tan digno del filósofo como del político y militar; y si esta
abnegación de la muchedumbre a un solo individuo que lleva la fuerza a su más
alto grado, sirve para proteger y defender una causa noble, la de la libertad,
la escena entonces es tan moral como grandiosa»
Uno de los.
resultados más inmediatos de aquella campaña habría de ser el que los Franceses
llamaban castigo de la conducta audaz y falsa del Gobierno pontificio en ella.
La situación del Papa se hizo, en efecto, sumamente comprometida, y se iría
haciendo cada día más por la sumisión de todos los príncipes soberanos de
Italia, temerosos de las consecuencias de triunfos tan decisivos como los
últimamente conseguidos por las armas francesas, o aspirando a aprovecharse de
ellos para su propio engrandecimiento. El de Parma recibía los plácemes del
vencedor por su comportamiento durante aquella contienda y por el tratado de
paz que, siguiendo el ejemplo de España, había celebrado con la República; el
de Toscana buscaba modo y caminos por donde no chocar con el Directorio y,
particularmente, con Bonaparte, que ya le había puesto en peligro de perderse;
y si Nápoles se mostraba vacilante entre el temor a Inglaterra y el que no
podía menos de sentir a Francia en aquellos momentos, su resolución se hacía
urgente, y en tal aprieto acabaría por confirmar sus recientes tratos de paz.
Sólo Venecia se mostraba contraria a la invasión francesa en la alta Italia,
creyéndose en sitio y estado en que, con el apoyo de los ejércitos austríacos,
podría librarse de la general catástrofe. Roma, así, quedaba sin protección
alguna en la península, aislada y sin posible defensa, pues que las tropas que
andaba levantando, bisoñas y nunca bien acreditadas, mal podrían resistir el
empuje poderoso de las aguerridas y consideradas ya como incontrastables de la
Francia, si iban, sobre todo, regidas por su general favorito. Este, que no
daba paz a la mano cuando se trataba de pelear, ni descanso a su ardiente
imaginación meditando el fruto que debería sacar de sus victorias, se preparó
inmediatamente después de la ocupación de Mantua a invadir los Estados romanos,
calculando antes, sin embargo, qué convendría hacer de comarcas y de
instituciones, como las del Pontificado, que tanto influían en los destinos del
mundo. Mucho debía preocuparle esa cuestión, que será raro el estadista que no
la califique de magna, ya que en el estado de las opiniones en Francia sería
muy difícil se resolviese como lo habían hecho los Gobiernos españoles en el
siglo XVI; y entre tan varias determinaciones, así vacilaría el espíritu, a
veces conservador y a veces revolucionario, del general, entonces republicano y
luego autócrata, que, al consultar sus futuras operaciones con el Directorio
pareció inclinarse a entregar Roma a España, consejo que, de haberse aceptado
en París, Dios sólo sabe las consecuencias que habría traído para Europa y para
todo el orbe católico. Ni estuvo el Directorio lejos de aceptarlo; tales ideas
provocaban la reacción producida por el 9 Thermidor y los embates asaz rudos
que había tenido que resistir de las facciones revolucionarias, irritadas hasta
el último grado con su derrota. Porque, aun en su convicción, aparente al
menos, de que el catolicismo sería siempre enemigo, irreconciliable decía, de
la República, «primeramente por su esencia, y en segundo lugar, porque ni los
que lo profesan ni sus ministros podrán perdonarle nunca el mal que ha hecho a
las riquezas y al crédito de los unos y a las prevenciones y costumbres de los
otros», el Directorio deslizaba en sus despachos a Napoleón una frase que está
demostrando que no se atrevía, por lo menos, a rechazar esa idea. «Mas ya sea,
le escribía, que Roma haya de quedar en poder de otra potencia, o ya sea que
establezcáis en ella un gobierno interior que haga despreciable y odioso el
régimen clerical, obrad en tal manera que ni el Papa, ni el Sacro Colegio
puedan esperar quedarse nunca en Roma, y que vayan a buscar asilo dondequiera, o,
cuando menos, que si se quedan no tengan en lo sucesivo ninguna autoridad
temporal.»
De modo que
queda, hasta oficialmente, demostrado, que no es sólo de este siglo la idea de
hacer a España copartícipe de los destinos de Roma, y, aun en caso tan
lastimoso, de los de la Iglesia que tiene allí su centro espiritual,
inconmovible para el mayor bien de la humanidad.
Afortunadamente
Napoleón distaba poco de estas ideas; y después de una marcha que mal puede
llamarse campaña, de quince días en que derrotó a Colli junto a Faenza y
Ancona, llegaba a Tolentino el 13 de Febrero, para el 19 concluir el tratado
que lleva el nombre de aquella ciudad. Con él quedó completamente pacificada la
Italia; y con dejar guarnecida la ciudadela de Ancona de tropas francesas,
agregando a la República cispadana, que hacía poco había creado, las legaciones
de Bolonia y Ferrara así como la Romagna, y celebrando un convenio con el
Piamonte e imponiendo a los venecianos, se preparó en el Adige a la invasión de
los Estados austríacos, decidido a llegar hasta las puertas de Viena si el
Emperador no accedía a estipulaciones que satisficiesen al Gobierno francés.
No había
dejado el español de intervenir en favor del Papa, por el interés que le
inspiraba como jefe de la Iglesia universal y por el que tenía el Rey en apoyar
y sostener a persona a quien profesaba una sincera y especial veneración. Nada
consiguió con sus gestiones en París, desatendidas por el Directorio las que
había hecho el marqués del Campo, nuestro embajador; pero, si no sugeridas
desde Madrid por creerlas al parecer estériles, en Italia debieron hacer efecto
las continuas súplicas de Azara en el ánimo de Napoleón. Porque si pudieran
atribuirse a atención cortés del omnipotente general hacia nuestro ilustre
compatriota las frases benévolas de su carta de dos horas después de firmado el
convenio de Tolentino, el sentimiento que revela porque no se hubiera hallado
en Roma para neutralizar las influencias que rodeaban al Papa cuando ya lo
había salvado con el armisticio de Bolonia, y su empeño porque volviese al
ejercicio de su misión en la ciudad eterna, demuestran el aprecio y la
verdadera consideración que le inspiraba nuestro distinguido diplomático.
Pero ya que
Carlos IV no había logrado hacer contra oír su voz en Paris y, aun complacido
con las noticias que le llegaban sobre el resultado de las gestiones de Azara
en Italia, necesitaba para satisfacer sus escrúpulos religiosos y sus deseos
hacer algo más en obsequio del Papa, pensó en dirigirle una manifestación de sus
sentimientos de amor y adhesión por medio de algunos prelados que supieran
consolarle en el aflictivo estado en que debería hallarse. Y he aquí que con
este motivo, pretexto quizá para el Príncipe de la Paz, se desenvuelve en la
corte española un drama que, a través del misterioso y amenazador prólogo que
parecía agorar la desgracia, y ésa tremenda, del valido, concluye en uno de los
triunfos más decisivos que obtuvo en las sombras de su tenebrosa política
palaciega. El inquisidor general había recibido una delación en que se acusaba a
Godoy de ateo, ya que en los ocho años últimos no había cumplido con el
precepto de la confesión y comunión pascual y, de todos modos, llevaba una vida
licenciosa, indigna de persona tan calificada. El cardenal Lorenzana, que era
el inquisidor, se resistía a secundar el propósito de los inspiradores de la
intriga que aspiraban a la entrega del favorito al tribunal del Santo Oficio;
pero el confesor de la Reina, D. Rafael de Múzquiz, arzobispo de Seleucia, y el
de Sevilla, D. Antonio Despuig, le apremiaban para que incoara el proceso
correspondiente y aun resolviera la prisión del acusado, asegurándole que nada
de eso se vería con disgusto en palacio si se lograba convencer al Rey de la
carencia de ideas religiosas en su primer ministro. La cosa era de resolución
ardua y arriesgada, de consecuencias tan graves como ruidosas; y Lorenzana
creyó que debía andarse, como decirse suele, con tiento para tomarla; por lo
que el metropolitano de Sevilla se brindó a escribir al cardenal Vincenti en
Roma a fin de que decidiese a S. S. a dirigir una amonestación al inquisidor
por su indolente conducta en asunto tan escandaloso. Y dicho y hecho; con lo
que corto tiempo después salía de Roma un correo con las apetecidas cartas que,
para fortuna de Godoy, fueron interceptadas cerca de Génova por Bonaparte, que
las remitió a Perignon, embajador, como ya se ha visto, del gobierno francés en
Madrid. Esto era como entregarlas al favorito, quien, para satisfacer su enojo
por tamaño atentado contra su persona, inspiró al Rey la idea de enviar a Roma
algunos prelados para que consolaran a Su Santidad, y la de que esos prelados
fueran precisamente el irresoluto Lorenzana y los instigadores, acaso, de la
intriga, cuyo origen Dios sabe dónde se hallaría cuando uno de ellos era nada
menos que el confesor de la Reina.
Se hace
ineludible, por eso, el recuerdo, no lejano todavía, de aquella otra
conspiración de que fue instrumento y víctima el infeliz Malaspina.
Sucedía eso
en los días en que acababan de hacerse sentir en España por primera vez los
efectos de la malhadada política que había adoptado el Gobierno al, contra todo
buen sentido, romper con Gran Bretaña, los efectos del tratado de San
Ildefonso.
El
Directorio había solicitado algunas fuerzas de nuestro ejército para aumentar
el suyo de Italia; pero el Gobierno español las denegó con pretextos
plausibles. No así respecto a las de mar, y Lángara se hallaba ya recorriendo
las costas de aquella península en apoyo de las operaciones de Bonaparte y
apresando cuantas naves inglesas cruzaban el Mediterráneo que la escuadra de su
nación, al mando del almirante Jerwis, acababa de abandonar.
La española
adolecía de cuantos defectos hemos atribuido a nuestra armada en general,
conocidos de todos los marinos españoles, de entre los cuales el teniente
general Don José de Mazarredo, que se hallaba mandando en Cádiz, hizo llegar al
ministro quejas y reflexiones tan justas como atinadas y, al verlas desatendidas,
le envió la dimisión de su cargo. El Gobierno, al admitírsela, le destinó de
cuartel al Ferrol , enojado sin razón con un general que tantos y tan
distinguidos servicios militares y científicos había prestado. «Lágrimas de
sangre costó a España este paso impremeditado», dice D. Francisco de Paula
Pavía, en su Galería Biográfica de los Generales de Marina, «y la
pérdida, añadimos nosotros, para la causa patria de un hombre que, incansable
en promover los intereses de la Armada, hubo de experimentar tales
contrariedades que le llevaron a un campo del que los antecedentes de su vida
parecían deberle apartar para siempre.»
Aun así, se
reconoció en Madrid la necesidad de poner a la cabeza de la Marina persona más
apta que D. Pedro Varela que desempeñaba el Ministerio y, para colmo de
desdichas, se llamó a Lángara, dando el mando de su escuadra al general D. José
de Córdova, que lo recibió en Cartagena el 16 de Diciembre de 1796. Componíase
aquella escuadra, después de unida a ella la que mandaba también el conde
Morales de los Ríos, llamada del Mediterráneo, esto es, el 1° de Febrero del
año siguiente, que es cuando abandonó aquel puerto, de 27 navíos, 13 fragatas,
1 bergantín y 4 urcas, sin contar 28 lanchas cañoneras, obuseras y bombarderos
destinadas a la bahía de Algeciras. A su paso por Málaga recogió la escuadra un
gran convoy que debía dejar y dejó después, con efecto, en Cádiz, así como al
entrar en el Estrecho destacó en Algeciras tres navíos con las lanchas, algunas
tropas de Guardias españolas y walonas, y pertrechos y municiones que debían
dirigirse al campo de San Roque. La escuadra, reducida, así, a 24 navíos, las
fragatas, las urcas y el bergantín, no entró en Cádiz sino que se fue
engolfando en el Océano, dedicándose el 12 a la caza de varios barcos mercantes
que se habían visto al amanecer de aquel día y de los que algunos, suecos o daneses,
quedaron en poder de nuestras fragatas, dejando en libertad los
anglo-americanos por considerárseles neutrales. Una fragata que navegaba en
conserva de los mercantes, quiso hacer frente a la española Atocha,
pero, viendo que al ruido del fuego acudían otros buques de nuestra nación,
huyó a toda vela y, según se supo después, fue a dar aviso de todo a la
escuadra inglesa, situada en la ensenada de Lagos, al E. del cabo de San
Vicente. Al señalar la presencia de nuestros buques en aquellas aguas, la
fragata inglesa fugitiva debió advertir al almirante Jerwis el desorden en que
iban, sobre todo desde que varios de ellos se habían puesto en su persecución,
perfectamente inútil por ser ella más velera que sus enemigos, con lo que pudo
aquel jefe hacer los preparativos y tomar las disposiciones más convenientes
para la función que no podría menos de celebrarse inmediatamente.
Al amanecer
del día 14, tristemente célebre, la niebla, a pesar de ser bastante espesa,
permitió distinguir algunas embarcaciones que no eran españolas, pero o no se
vieron las señales con que lo avisaba un barco nuestro o no se les quiso dar
importancia, como tampoco a las diez de la mañana, hora en que ese mismo buque,
el navío Oriente, con un cañonazo, y El Firme y algunas fragatas,
con otros varios, dieron a entender que se hallaba, puede decirse que encima la
escuadra inglesa navegando en dos columnas y muy estrechas las distancias de navío
a navío.
Tenemos a la
vista una carta dirigida por el inteligentísimo teniente de navío D. Martín de
Olavide, que servía en El Oriente, a su tío el tantas veces nombrado en
este libro marqués de Iranda, dándole cuenta del combate de aquel día, y no
queremos dejar desatendido alguno de sus párrafos, el siguiente, sobre todo,
que nos pondrá en camino de conocer las causas más influyentes en tal desastre.
Dice así: «Serían las 10’30 cuando ya se contaban hasta 17 Buques grandes que
parecían Navíos, todos alineados en debida formación, y navegando con fuerza de
vela por las aguas de nuestra escuadra a distancia de 3 a 4 millas. A
vanguardia del enemigo, venían sirviéndole de batidores tres fragatas, un
Bergantín y un Cúter o Balandra, que empezaron a orzar, sin duda con la idea de
atacar nuestras Urcas y presas hechas el 12, que estaban a barlovento. El
suceso de un Bergantín Mercante que venía en nuestra conserva desde Cartagena y
fue apresado a nuestra vista por dicho Cúter, acreditó esta sospecha. A las 11’25
hizo el General la señal de ceñir el viento por babor; zafarrancho de combate;
y formar una pronta línea de combate mura s babor sin sujeción a puestos. Para ejecutar
este movimiento, era necesario virar de vuelta encontrada al enemigo, y empeñar
por consiguiente muy pronto la acción, en caso de no querer éste evitarla con
sus oportunas maniobras. Todo el mundo conviene, aun los que apenas tienen noción
de la táctica naval, que si el General no se precipita en hacer esa virada que
nos echó prontamente encima del enemigo, y fue indubitablemente el origen o
causa de nuestra derrota, hubiéramos tenido más tiempo de prepararnos al
combate, que muchos de los navíos, y quizás el mismo general, no se lo
esperaban; y sobre todo, siguiendo con la mura a estribor, podíamos fácil y
brevemente formar en línea al menos 15 o 16 navíos, arribando al intento los más
inmediatos de barlovento sobre los que estábamos sotaventados. Formada esta línea,
es muy probable que los Ingleses no hubiesen atacado, temerosos de la reunión
de los 8 ó 9 que teníamos á barlovento, distantes 4 a 5 leguas del Cuerpo
fuerte de la Escuadra; y en caso de haberlo hecho, hubiera sido solo de paso,
sin esperar a formarse, como lo hicieron luego que vieron nuestro desorden» .
He aquí la
clave de un revés tan inesperado para el que observe la diferencia en el número
de las fuerzas de una y otra de las escuadras que riñeron el combate del cabo
de San Vicente, conocido entre nuestros marinos por el del 14 de Febrero.
Advertido el
error de nuestro almirante, el inglés maniobró con tal habilidad que a la una y
media y formada su línea de batalla a sotavento, atacaba con la vanguardia, en
uno de cuyos navíos iba arbolada su insignia, a la retaguardia española,
acometiendo con tres navíos, de los que dos de tres puentes, al Santísima
Trinidad que montaba el general Córdova, y con tal furia, que uno de
nuestros marinos dice que hacían más fuego que todos los demás de la escuadra
británica juntos. La situación se iba haciendo por momentos más y más difícil;
y a las dos vieron los buques más próximos al navío Almirante las señales que
les hacía de atacar al enemigo, de acortar de vela los de la cabeza y navegar,
según el tecnicismo naval, arribados cuatro cuartas. Por desgracia no
advirtieron esas señales y no llegaron, por consiguiente, a cumplimentarlas los
ocho o nueve navíos de vanguardia; que, de no ser así, hubiera podido
entablarse el combate en mejores condiciones y dádose tiempo a que tomaran
parte en él algunos de los que aún andaban dispersos a barlovento. Y a las
cuatro de la tarde se descubría en dos de nuestros novios El Jack inglés, señal de haberse rendido, y poco después lo izaban otros dos, sin que
bastara a salvarlos la acción de varios de los demás que acudieron a la señal
de virar por avante que se les hizo. Igual suerte hubiera corrido El
Trinidad, que tuvo por cortos momentos izado aquel odiado pabellón, signo
de desgracia, si el almirante inglés no hubiera creído en aquel mismo instante
que, visto el estado de sus buques, muy maltratados también, debía retirarse; con
lo que el gigante español volvió a ostentar nuestro glorioso oriflama.
La retirada
de los Ingleses fue lo tranquila que debía esperarse de acción tan afortunada.
Pero ahí está el mayor error acaso de cuantos cometió el general Córdova en tan
fatal jornada. Porque en vez de consultar a los capitanes de sus navíos si se
hallaban en condiciones de atacar al enemigo, a lo que tres o cuatro
contestaron resueltamente que sí y los demás que no o pidiendo algún retardo,
debió seguir a la escuadra inglesa para combatirla antes de que se estableciera
de nuevo en la ensenada de Lagos. La mayor parte de las opiniones estaban en
que se hubiera logrado recobrar los cuatro navíos españoles rendidos y aun
algunos ingleses, que iban tan desmantelados como los nuestros y que mal
pudieran defenderse contra los muchos, todavía útiles o intactos, de que pudo
disponer Córdova muy pocas horas después del combate.
Varias
fueron las causas de aquel desastre, y algunas de ellas aparecen en el largo
escrito que Córdova dirigió en 17 de Diciembre de 1805 al Príncipe de la Paz,
para que se le restableciese, como se hizo, en el empleo de teniente general de
que se le había privado en 1799. Pero nadie las ha expuesto con la exactitud y
suma de conocimientos que el general Grandallana en su citado manuscrito,
haciendo ver que la principal consistió en la falta de un reglamento de
maniobras para los combates navales, apropiado a los progresos del arte en
aquel tiempo y a las necesidades de un servicio que exige gran libertad de
acción en los comandantes de los buques que, aun estando concedida a los
Ingleses, por ejemplo, les estaba absolutamente negada a los marinos españoles.
Esto sin contar con el estado miserable en que, según ya dijimos, se hallaba el
cuerpo general de la Armada; tan exageradamente miserable por aquellos días que
en uno de los navíos de aquella escuadra, que Godoy se atreve a calificar de
bella, fue necesario curar y vendar a los heridos con tela de los sacos de la
pólvora; a tal punto llegaba la carencia de recursos médicos en los barcos.
Dice así el
general Grandallana: «No quisiera hablar de este combate ni de este desgraciado
general, que cuando se vio abandonado en lo más duro de él exclamó como otro
Ruiter diciendo: ¡De tantas balas como me rodean no hay una para mi! y cuya
sola expresión demostró el fondo de su honor y de su espíritu: lo hizo acreedor
a mejor suerte, y excita en este momento mi consideración por su desgracia y la
de sus desventurados compañeros porque los considero como a víctimas
sacrificadas al mal sistema sobre que se sostuvo la batalla, y cuya reforma es
mi principal objeto. Por esto me veo como precisado a ser defensor de ellos en
cuanto impugno el mismo sistema que los arruinó y manchó, en cierto modo la
honra de la Armada; y no puedo en este caso contener el hilo de mi discurso que
está arrebatado a un tiempo por el amor a la justicia y a la caridad: a la
justicia digo porque siendo monstruoso el que quince navíos tomen a cuatro de
veinte y cuatro, pide la justicia un castigo muy severo contra esta atrocidad;
pero pide la caridad que el castigo no se imponga sobre el inocente sino sobre
el culpado; y el culpado o el reo de esta atrocidad es, a mi opinión, la
constitución militar y marinera de nuestra Marina, y no las personas que
obraron en aquel caso; en el cual si hubiera habido un sistema como el que
guiaba a nuestros enemigos hubieran llevado el digno castigo a su atrevimiento,
y no hubiera quedado manchada la honra española, y la de un cuerpo y unos
individuos que tuvieron la desgracia de ser mal guiados, y la de que no se
conociese antes de aquel hecho, el error para el remedio, y en el acto del
juicio para encontrar al reo en la constitución, y castigando solo al que tuvo o
tuviere sobre sí la más chica mancha de cobardía, declarar a los demás
víctimas, repito, de los errores de ella, y enmendarla para prevenir iguales
males en lo sucesivo»
Ya hemos
indicado que fue muy censurada la conducta del general Córdova: un consejo de
guerra presidido por el capitán general D. Antonio Valdés, declaró su
insuficiencia y falta de acierto en aquel combate, condenándole a la pérdida de
su empleo y a su extrañamiento de Madrid y de las capitales de los
departamentos marítimos de la Península, lo mismo que a otros varios jefes por
su inacción o ineptitud. Al mismo tiempo el Gobierno comprendió el error y la
injusticia que había cometido al desatender las observaciones que le dirigiera
el general Mazarredo sobre el estado de nuestra marina y la necesidad y
urgencia de su remedio; y levantándole el destierro que sufría en Ferrol, le
destinó al departamento de Cádiz donde se miraba ya como inminente un ataque por
parte de los Ingleses.
Éstos no se
descuidaban en la tarea de atacar y arrebatarnos, cuando podían, nuestros
mejores establecimientos de Ultramar; pero la actividad de Godoy en aprovechar
el tiempo que le dejaron las dilaciones surgidas para la publicación del
tratado de alianza con la República francesa, valió a España el que los
Ingleses hallaran nuestras colonias apercibidas para su defensa. La isla de la
Trinidad de Barlovento, sin embargo, la que parecía en mejores condiciones para
impedir su ocupación por los Ingleses, fue la única posesión española de que
lograron enseñorearse. Era su gobernador el brigadier de marina Don José María
Chacón que la hizo prosperar extraordinariamente en el largo tiempo de su
mando; tenía a sus órdenes algunos batallones de tropa veterana y de milicias,
con suficiente artillería y abundantes municiones, y contaba con el apoyo de
una escuadra, compuesta de cuatro navíos y varios barcos menores, mandada por
el brigadier, también, D. Sebastián Ruiz de Apodaca, acreditado, como Chacón,
de jefe bizarro y de notables talentos. Pero Chacón creía poder contar con la
gratitud de los colonos, los cuales gozaban de una prosperidad envidiable,
gracias a los privilegios y franquicias de todo género que se les había
concedido para promover la población de la isla; y esos colonos, extranjeros en
su mayor número y amenazados por los Ingleses en sus propiedades, no quisieron
resistirlos como debían. Apodaca, de otra parte, viéndose bloqueado por la
escuadra enemiga en su surgidero de Chaguaramas, creyó inútil la resistencia
desde que los habitantes renunciaban a ella, y para que sus naves no cayesen en
poder de los Ingleses, las quemó.
Esos
ejemplos que, a pesar del fallo favorable de un consejo de guerra de generales
celebrado después en Cádiz, costaron a sus autores su destitución y destierro,
no se repitieron afortunadamente en las demás partes de América a que llegaron
los Ingleses ya para sublevar a los habitantes contra la metrópoli española, ya
para apoderarse de ellas y robárnoslas. En Caracas fracasó una conspiración
urdida por el revolucionario Miranda, incansable en su empeño de procurar la
independencia de aquella rica provincia; en Guatemala fue rechazado un
desembarco de tropas inglesas que pretendían establecerse en la costa, teniendo
que reembarcarse con graves pérdidas; y en Puerto Rico, donde en el mismo mes
de Abril en que la escuadra de Sir Ralph Abercombry, que había ejecutado la
empresa de la Trinidad con tal éxito, puso en tierra hasta 10.000 hombres, la
guarnición y los habitantes, negros y blancos, regidos por su gobernador, el
brigadier D. Ramón de Castro, los combatieron tan denodadamente que, después de
15 días de incesantes escaramuzas y combates, los obligaron a volver a sus
barcos con pérdida de mucha de su gente entre muertos, heridos o prisioneros,
toda su artillería, sus municiones, caballos y víveres. Ni fueron más felices
los Ingleses al amenazar con otro desembarco a las islas Filipinas; porque ante
el aparato de defensas que ofreció aquel archipiélago y la actitud resuelta de
la guarnición y pueblo de Manila, les entró el desánimo; dando tiempo a que uno
de los furiosos temporales que con frecuencia se desencadenan allí, destrozara
sus barcos o los hiciera huir a sus posesiones de la India de donde habían
salido.
En Europa
era, con todo, donde, con la victoria del cabo de San Vicente y los refuerzos
recibidos inmediatamente después, esperaba Inglaterra causarnos más graves
perjuicios e imponer más a nuestro Gobierno, intentando una de aquellas hazañas
que tan preciados frutos le había proporcionado en tiempos anteriores, tan
funestos para España. Pero por pronto que quiso procurárselos, halló también
aquí quien la resistiera y escarmentara. La escuadra vencedora el 14 de
Febrero, reforzada, según acabamos de decir, hasta juntar el número de 23 navíos,
5 fragatas, más de 20 cañoneras y bombarderas y llevando en su capitana al
celebérrimo Nelson que acababa de ser nombrado contraalmirante por su valor y
pericia en aquella fatal jornada, se propuso, no sólo bombardear Cádiz sino que
incendiar también nuestro arsenal y los buques de guerra guarecidos en él, si
es que no los podía apresar y llevárselos.
Mas para
cuando intentaron tal sorpresa, el general Mazarredo con su extraordinaria
actividad, su talento y el prestigio de que disfrutaba entre los marinos y los
gaditanos, había logrado reunir y disponer fuerzas y medios con que rechazar la
agresión, por violenta que fuera, de los enemigos. La ciudad fue, con efecto,
bombardeada los días 3 y 5 de Julio pero sin recibir gran daño y haciéndolo,
por el contrario, sus baterías en los buques ingleses; y sí Nelson abrigaba
esperanzas de entrar en la bahía o de que saliese Mazarredo a combatirle, las vio
muy pronto defraudadas en uno y otro concepto. La plaza y sus fuertes estaban
perfectamente armados y no habían de permitirle el ingreso en la rada, ni iba a
ser tan torpe Mazarredo que saliera con buques vencidos hacía poco por muchos
menos de los que ahora los provocaban a nueva batalla. El general español se
satisfizo con preparar la defensa construyendo muchas cañoneras de un modelo
recientemente inventado por Barceló; y de tal modo combinó su acción con la de
los navíos y fragatas situadas en aquel fondeadero y con la de los fuertes que
cubrían la entrada, que después de sus provocaciones y algunas escaramuzas,
casi todas favorables a los Españoles, los Ingleses volvieron a darse a la mar
con rumbo que los gaditanos no pudieron distinguir.
Ese rumbo,
sin embargo, era hacia tierras también españolas, decidido como debía ir Nelson
a vengar aquel primer fracaso de sus iras, más que en nadie, inglesas, y de sus
ambiciones de gloria. Dirigióse a las islas Canarias, cuya capital avistaba el
23 de Julio, atacándola el 24 por la noche con más de 1.000 hombres
desembarcados de su escuadra. No bien tocó Nelson el muelle, cayó herido en un
brazo; sufriendo suerte parecida su segundo, varios oficiales de nota y sobre
500 hombres, azotados por la artillería de la plaza y el fuego de fusil que les
llovía de los terrados de las casas y de las barricadas construidas para
impedir el acceso de la ciudad. Cuál no sería el estrago recibido y el riesgo
en que se verían los Ingleses, cuyo reembarque también se hizo extremadamente
difícil por lo movido que estaba el mar y la pérdida de un cúter, El Fox, echado a pique por nuestras baterías, así como la de varias lanchas que se
estrellaron en la oscuridad de la noche contra la costa; cuál no sería el
espanto producido en ellos viéndose en situación de caer todos prisioneros, que
su jefe, a quien habían retirado del combate, se apresuró a ofrecer al
gobernador de las islas una capitulación en que prometía no atacar nunca punto
alguno del archipiélago. Don Francisco Gutiérrez, que era el gobernador,
accedió a la demanda de Nelson enviándole además medicamentos y otros objetos
para su curación, a lo que el célebre marino británico correspondió trayendo a
España el parte de su propio vencimiento, suscrito naturalmente por su
adversario, vencedor en refriega tan gloriosa para España y las Canarias.
Si estos
triunfos parecían compensar en parte los reveses del cabo de San Vicente y la
Trinidad, luego vendrían a relegarlos al olvido desgracias más trascendentales
todavía, atraídas sobre nuestra patria en aquella guerra; pero, de todos modos,
sirvieron para realzar la gloria de quien entonces y después habría de jactarse
de haberlos alcanzado con su habilidad y previsión. Porque puede justificarse
la última de esas cualidades en las consecuencias de la dilación que Godoy
impuso a las negociaciones de la alianza francesa para que en las más remotas
colonias pudieran las autoridades españolas y sus gobernados aparejar la
defensa para cuándo fueran a hostilizarlas los Ingleses; pero no la primera, en
cuanto era necesario hacer si había de sacarse fruto de una política que, de
otra parte y ya creemos haberlo probado, no lograría producirlo sino amargo
sobre todo encarecimiento y funesto. Ya hemos dicho cuál era el estado en que
se hallaban el Ejército y la Armada; y, para remediarlo en lo que por el pronto
fuera dable, era indispensable una Hacienda tan sólida como suficiente. Cinco
empréstitos iban hechos en el reinado de Carlos IV hasta la fecha en que
llevamos la narración presente, importando hasta cerca de un centenar de
millones de pesos; se habían recibido cuantiosos donativos para los gastos de
la guerra con Francia en dinero y en especies; y, sin embargo, no tenía el
Gobierno recursos con que organizar los nuevos, urgentes y costosísimos
servicios que exigía una lucha para cuyo sostenimiento lo primero y lo último,
lo más esencial, era el dinero. Y tanto, que el hombre que se jactaba de haber,
nuevo Atlante, mantenido sobre sus hombros la ingente máquina de la gobernación
de España sin que el pueblo sintiese casi el peso de la pasada guerra, decía
poco después que la enemistad de la Inglaterra fue a enturbiar la claridad de
aquellos días, los últimos de un año, transcurrido, según él, con perfecta
bonanza y remediando las llagas del Estado. ¿Por qué, entonces la situación
miserable anterior y presente del primer elemento con que habría de contarse
para resistir esa enemistad de la nación más poderosa en todos los mares del
orbe; ni por qué comprendiendo los peligros que entrañaba, provocarla y hasta
vanagloriarse de haberla provocado? ¿Por qué? Porque se hacía necesario
disculpar otro empréstito, el sexto, abierto el 15 de Julio de 1797, de cien
millones de reales al cinco por ciento y reintegrable en doce años y con la
hipoteca de la renta del papel sellado, renta segurísima, decía el
confeccionador del decreto, y que no se hallaba afecta a ninguna otra carga del
Estado. Y creciendo los apuros antes de que pasaran cuatro meses de realizado
ese empréstito, se amplió por otros sesenta millones, cohonestándolo, por
supuesto, con imaginarios beneficios para la extinción de la deuda nacional y
fomento de la prosperidad pública, si bien ese fomento se procuraba por la
aplicación de principios favorables a la idea de convertir en propiedad
particular rentas que lo eran de pueblos o corporaciones, con lo que, además,
el Gobierno se proporcionaba otros no pequeños recursos.
A pesar de
todo eso, Godoy debió comprender que necesitaba la ayuda, mejor dicho el
auxilio de otros hombres que los que hasta entonces había tenido á su lado, más
entendidos o expertos en los asuntos financieros que, ya está visto, le
preocupaban con preferencia para mantener la lucha tan imprudentemente
suscitada. Y, como diremos luego en sitio apropiado, se asoció al que pasaba en
la corte por el hacendista más hábil, el único acaso que sabría sacarle del
abismo en que su ignorancia, nada de extrañar, y la de sus colegas en el
ministerio le habían sumido y del que, bien lo comprendía, no llegarían a
sacarle en las graves circunstancias por que atravesaba el país. Para hacerlo
con alguna reflexión y hasta holgura, dábanle espacio la parsimonia que
Inglaterra observaba al verse tan valerosa como tenazmente rechazada en cuantas
empresas iban acometiendo en las costas de España y sus posesiones de Ultramar,
así como los sucesos militares y políticos que tenían lugar en Italia y
Alemania, por un lado, y en Francia donde, por otro, iba a decidirse si su
Gobierno, esto es, el Directorio lograría sobreponerse a las intrigas y a la
acción, en último caso, de los diferentes partidos que desde el momento de su
instalación no habían parado de hostilizarlo.
El general
Bonaparte, a quien dejamos en Italia preparándose a invadir los Estados
austríacos después de haberse impuesto al Papa arrebatándole una parte de los
pontificios suyos, se había creado con ellos y con nuevos repartimientos de los
antiguos principados de aquella península, un punto de apoyo, una base, en su
concepto sólida, para futuras operaciones en la República cispadana, tan
hábilmente fundada a sus espaldas. Tras de Colli y Beaulieu habían sido
derrotados Wurmser y Alvinzi, y el Austria creyó que era indispensable la
presencia en aquel teatro del archiduque Carlos, última esperanza suya en la desastrosa
situación a que la había reducido en Italia el vencimiento de aquellos sus más
ilustres generales. Como hijo póstumo de Leopoldo II, era el Archiduque hermano
del Emperador, y, aunque muy joven puesto que entonces tenía 26 años, se le
habían confiado los primeros mandos en el ejército del Rin, donde venció, como
ya hemos dicho, a Jourdan y Moreau, arrebatándoles a su misma vista las
fortalezas de Kehl y Huningue. Ahora iba a combatir a otro general, joven como
él y, como él, aspirando a la inmortalidad en la historia y a demostrar que hay
en el hombre algo más allá de la experiencia adquirida en el ejercicio militar
y aun en los campos de batalla. «El uno, dice Thiers, salvando la Alemania con
un feliz pensamiento, adquirió el año anterior célebre nombradía: era valiente,
extraño a las rutinas alemanas, pero desconfiado del triunfo y muy aprensivo
por su gloria. El otro había asombrado a Europa con la fecundidad y la audacia
de sus combinaciones y no temía nada en el mundo». Iban, pues, a encontrarse y
medir sus fuerzas frente a frente y en campo abierto los dos representantes más
genuinos de sus respectivos pueblos, el del imperio más linajudo de Europa,
adalid nobilísimo de la casa de Habsburgo, y el soldado demócrata de una
República fundada el día anterior en cimientos amasados con la sangre de sus
antiguos soberanos, y que él sería el primero en socavar para sobre ellos
elevarse a su vez hasta las esferas más altas de la gloria y el poder. Había,
sin embargo, una diferencia más notable entre los dos caudillos; la de que
aquél, el Archiduque, tenía que someterse a las instrucciones, harto absolutas,
del Consejo áulico, juez supremo en la conducta militar de los jefes
imperiales, coartándoles toda libertad de acción y las más espontáneas
inspiraciones de su genio; y el otro, Napoleón, aun habiéndose hecho sospechoso
de arbitrariedad y ambición extremadas, podía con el prestigio obtenido sobre
los soldados y camaradas del ejército de su mando, desafiar a su Gobierno como
de poder a poder, si tratase de detenerle siquiera en la ejecución de sus
pensamientos, así militares como políticos, dentro, como luego se verá, ni aun
fuera del campo señalado a su misión.
Así,
mientras al archiduque Carlos se le obligaba desde Viena a cubrir la Carniola
imponiéndole un plan cuyo principal objeto parecía ser la defensa de Trieste,
por la circunstancia, sin duda, de su puerto, descuidando, así, la avenida del
collado de Tarwis en el camino directo de la capital del Imperio a través de
los Alpes, al general francés no se le ponía cortapisa alguna en sus
movimientos, dejándolos a su voluntad inquebrantable y a su extraordinario
talento. De ese modo el Archiduque no pudo elegir el punto que más le
convendría para centro de sus operaciones en las tres vías por donde fuera a
ser atacado su ejército; no quedándole otro recurso que el de interceptar la
línea de Trieste, según se le había mandado, con la mayor fuerza, y cubrir, siquiera
imperfectamente, las de Tarwis y el Brenner por la Carintia y el Tirol, error
manifiesto que no dejaría de aprovechar su hábil competidor en aquella campaña.
Y así fue:
mientras Bonaparte, valiéndose de una estratagema, cruzaba el Tagliamento
obligando al Archiduque a retirarse, Joubert emprendía el ataque del Tirol
hasta, llegado al Brenner, cambiar la dirección de su marcha a la derecha y
dirigirse a Tarwis, a cuyo frente hallaría a Massena que, por Osoppo, había
llegado a situarse en Ponteva sin hallar grandes obstáculos en su camino.
Demasiado conocía el Archiduque cuál debió ser siempre el centro de las
posiciones que estaba llamado a defender a pesar de toda la sabiduría del
Consejo áulico, y una vez cumplido el mandato y sin éxito, como era de esperar,
mandó a Tarwis una parte considerable de sus fuerzas, siguiéndolas él con las
mejores del ejército imperial, que recobraron aquella magnífica posición, poco
antes ocupada por Massena. Era necesario a los Franceses volverla a tomar; y
tras esfuerzos de uno y otro lado de los beligerantes, en que si Massena
avanzaba en medio de sus infantes más adelantados, salíale el Archiduque al
encuentro a la cabeza de los suyos, a punto de verse a veces casi en las manos
de sus adversarios, Bonaparte, llegando tan oportunamente como siempre, decidió
la lucha haciéndose dueño de los Alpes Julianos y de su paso a los valles del
Drave y el Danubio. Aun así, Napoleón, á quien preocupaba no poco, la noticia
de los movimientos que se iban sucediendo en el Véneto, donde se perseguía y
aun se asesinaba a los amigos de la Francia y a los Franceses mismos, invitó al
archiduque Carlos a que, valiéndose de su influencia en la corte imperial,
procurase la paz y evitara con ella que se derramase más sangre que nunca, le
decía en su carta del 31 de Marzo, pues aquella sexta campaña se presentaba
bajo auspicios muy siniestros. No tenía el Príncipe facultades para tratar;
pero después de dos nuevos combates en Neumarkt y Unzmarkt, entraba Bonaparte
en Leoben el 7 de Abril al mismo tiempo que dos emisarios austríacos con
quienes se acordó un armisticio, preliminar del convenio del 18 que lleva el
nombre, desde entonces más célebre, de aquella ciudad. En ese convenio el
Austria renunciaba a sus derechos sobre los Países Bajos y reconocía las
fronteras constitucionales de la República francesa; se acordaba la celebración
de un Congreso para tratar de la paz definitiva con el Imperio alemán;
cambiábanse las posesiones austríacas del Oglio por la parte de los Estados
venecianos comprendida entre el Po y el Adriático, la Dalmacia también
veneciana y la Istria, así como Palma Nova, Mantua y Peschiera; a Venecia se le
indemnizaría con la Romagna, Bolonia y Ferrara, y el Austria, con eso, debería
reconocer la nueva República cisalpina que se formaba con provincias que antes
le pertenecían.
Pero se
aspiraba a la paz general y, a fin de lograrla se convocó para Rastadt un
Congreso donde se tratara la del Imperio germánico, mientras en Berna se
acababa la obra de Leoben entre el Austria, sus aliados y Francia. La misma
impresión que había causado en Madrid la presencia, antes, de Malmesbury en París,
produjo ahora la noticia de la reunión de los diplomáticos imperiales y
republicanos en la ciudad suiza; y, como antes también, se apresuró Godoy a
comisionar al marqués del Campo y al conde de Cabarrús para que representaran
al rey de España en las pretensiones que abrigaba respecto a sus parientes de
Italia. Cabarrús fue inmediatamente a reunirse con su colega en París a
principios de Junio, apresuramiento inútil porque se había allí convenido en
que, no en Berna, sino en Udina, más cerca de Viena y a la vista de Bonaparte,
se celebraran las conferencias para la paz que después se firmó en la aldea
inmediata de Campo-Formio. Las alteraciones verificadas en el Norte de aquella
península, llamadas por algunos Las Pascuas Veronesas, que tan rudamente
castigó el generalísimo francés, irritado con que se le turbara, primero, en
sus operaciones contra el Austria y después en el ejercicio de la autoridad
omnímoda que se atribuyó y el Directorio no se atrevía siquiera a disputarle,
alteraciones que produjeron también la ruina de aquella constitución tantas
veces secular con que se encanecía la famosa y en otro tiempo preponderante
República de Venecia, aconsejaron al Gobierno de París la celebración en Italia
de las conferencias que, como hemos dicho, acabaran la obra comenzada en
Leoben. Así es que los plenipotenciarios enviados por el Príncipe de la Paz
hubieron, como éste, de renunciar por algún tiempo a su intervención en asunto
de tal interés para los destinos de la Europa continental. Se quería en Madrid
una indemnización por los sacrificios que se habían hecho y seguían haciéndose
en una guerra que según sus principios no dejaba augurar grandes ventajas, y se
pretendía esa indemnización en Italia, según los deseos, principalmente, de la
reina María Luisa que conservaba allí sus parientes más próximos.
Pero he aquí
que vencida Austria, lo mismo en Italia que en el Rin, donde Hoche y Desaix
habían iniciado de nuevo las operaciones militares con fortuna, aunque
paralizada muy pronto por las noticias pacíficas enviadas por Napoleón y el
Directorio, Gran Bretaña se encontraba sola, puede decirse que abandonada de
todas las potencias continentales, únicas que, con su ayuda, podrían imponerse a
Francia. De allí en adelante no tendría sino riesgos que esperar, ya en los
mares, donde las escuadras españolas, francesas y holandesas reunidas buscarían
una ocasión, no improbable, de vencerla, ya en su mismo suelo, puesto que
podría repetirse la expedición a Irlanda, y ahora con superiores medios y más
probabilidades de éxito que en la anterior, castigada tan sólo por los
elementos. La escuadra de Cádiz, reorganizada por Mazarredo, podría, obligado
Jerwis por los vientos a alejarse, hacer rumbo al canal de la Mancha para, en
combinación con la francesa de Brest y la que los Holandeses habrían reunido
también, facilitar el paso de Hoche a Irlanda con las fuerzas que llevaría del
ejército de la Sambre y el Mosa, innecesarias ya en aquella frontera por la paz
celebrada con Austria. El estado, además, de su hacienda, precario por los
inmensos gastos de guerra tan larga, y el de la opinión dentro del Reino Unido,
anhelante por un momento siquiera de calma, en que reponerse de sus trabajos y
pérdidas, llegaron a convencer a M. Pitt de la necesidad de la paz. Y aceptando
el Directorio la idea de una nueva conferencia, se señaló la ciudad de Lille
como punto de reunión para los negociadores de uno y otro gobierno, nombrando
el inglés a aquel mismo Malmesbury, si desgraciado en su primera misión a
París, con esperanzas, en ésta, de acabar su brillante carrera con un tratado
favorable a su patria, y el francés al ex director Letourneur, acompañado, como
su contrincante, de otros dos, diplomáticos. Los Españoles, que aún permanecían
en París, solicitaron de nuestro Gobierno nuevos poderes con que presentarse en
Lille; pero, a instancia de Malmesbury, se acordó entre los conferenciantes de
Inglaterra y Francia no admitir los de las potencias aliadas de una y otra,
bastando que ellos se encargaran de tomar en cuenta y defender sus respectivos
intereses. Así lo prometió el Directorio respecto a los de España, con lo que
el marqués del Campo y Cabarrús presentaron un memorándum solicitando la
restitución de Gibraltar, la del territorio que Gran Bretaña se había apoderado
también en la costa de la bahía de Nootka y la promesa de no formar allí ningún
establecimiento en adelante, la autorización de establecerse los Españoles en
algún punto del banco de Terranova para la pesca del bacalao, la abrogación de
los tratados contrarios al derecho de determinar nuestras relaciones de
industria y comercio, el trueque entre España y Francia o su compensación mutua
de la isla de Jamaica, que convenía no dejar a Gran Bretaña, y la fijación, por
último, del derecho público acerca de la navegación de los neutrales con
garantía de todas las naciones marítimas.
Al leer
estas proposiciones cualquiera supondrá que nuestros triunfos en la guerra
marítima de aquellos días eran o habían sido tan decisivos que a nada menos
provocaban que a pretender tales ventajas e indemnizaciones tan costosas para
Inglaterra. El patriotismo, por puro que sea y arrogante, no puede forjarse
ilusiones como las que presuponen propuestas tan exageradas, y mucho menos
cuando han de formularse y ser mantenidas por quien no tiene el mismo interés
nacional y, por el contrario, quizás abriga el de no aumentar con su influjo el
de su aliado, por cordiales que sean sus relaciones políticas con él. Y ¿cómo
los republicanos franceses habían de tomárselo tan vivo por la grandeza y la
gloria de un monarca, pariente el más próximo del que acababan de derrocar del
trono y hasta hacerlo morir en un patíbulo?
En cuanto a
los plenipotenciarios ingleses, comenzaron por conceder a los republicanos la
restitución de los territorios arrebatados a Francia en aquella guerra; pero de
ninguna manera la de la isla española de la Trinidad, ni la del cabo de Buena
Esperanza que, con algunos otros establecimientos, habían conquistado de los
Holandeses en los términos australes del continente de África. Ni siquiera se
provocó en aquellas conferencias la magna cuestión de Gibraltar y de la bahía
de Nootka, considerándose por los Franceses, los primeros, que allí no podía
tratarse más que de los efectos o resultados de la lucha a que se quería poner
término, nunca de aquellos que reconocieran sus causas u origen en
acontecimientos de épocas diferentes. Así es que las pretensiones y la
insistencia del marqués del Campo resultaron completamente estériles; y aunque
Cabarrús, ocultando a su colega parte de sus intenciones o, por decir mejor, de
su misión, se trasladó a Amsterdam creyendo atraerse a los Holandeses, tampoco
llegó a conseguir nada de provecho a la causa española que representaba. Andaba
en todo por medio Talleyrand, ministro ya por entonces de la República, y
aunque Godoy abrigara la vanidad de creer que con sus cartas lograría templar
al hábil diplomático francés en sus conclusiones de excluir de las conferencias
lo relativo a Gibraltar, ni el patriotismo de Campo, ni los manejos de Cabarrús
ni la elocuencia del Príncipe de la Paz consiguieron absolutamente nada en ese
asunto.
Los
negociadores franceses no se cuidaban más que de sus propios intereses, aunque
de vez en cuando simularan defender también los de sus aliados, y éstos
comprendieron luego que del Congreso de Lille no sacarían el fruto a que con
justicia debían aspirar. Los sucesos que sobrevinieron por entonces en París al
Directorio, habrían por otra parte de hacerle más exigente en sus pretensiones
para con Gran Bretaña. El 18 Fructidor (4 de Septiembre de 1797), que
representa la victoria de las ideas republicanas sobre las realistas que iban
recobrando en Francia importancia suma, hasta el punto de verse representadas
en los dos cuerpos legislativos de los Ancianos y los Quinientos con un número
traído en las últimas elecciones que revelaba elocuentemente el cambio
verificado en el pueblo francés, bien por el temor a los anteriores excesos de
la revolución, bien por el cansancio que producía la guerra ya tan larga y
sangrienta, de al Directorio una fuerza que así debía reflejarse en las
conferencias de Lille como acababa de hacerlo en la administración interior de
Francia. El Triunvirato, como se llamaba a la unión de tres de los Directores,
Barras, Rewbell y Lareveillére Lepaux, sobrepuesto a los otros dos, Barthelemy,
que había sustituido a Letourneur, y Carnot, algo inclinados al famoso club de
Clichy, a que asistían Pichegru, Royer-Collard, Camille Jordán y otros varios
partidarios de la monarquía, el Triunvirato, repetimos con la ayuda de
Bonaparte, que le había enviado el general Augereau y le prometía ir él mismo a
París con una gran parte del ejército de Italia, obtuvo en aquel día un triunfo
lo suficientemente decisivo para asegurarse en el poder y contar con la
cooperación de las tropas, francamente republicanas desde aquel día. Su acción
quedó así expedita y, si preparada antes con el nombramiento de varios
ministros, partidarios suyos, y entre ellos el ya citado ex obispo de Autun, la
aseguró después con la destitución de sus dos colegas disidentes y la prisión o
el destierro de muchos de sus hasta entonces encubiertos enemigos, miembros de
los consejos, empleados de la alta administración y aun periodistas de los más
acreditados en la opinión pública.
Con ese
triunfo y el principio de paz que se celebró con Portugal, en cuyo convenio, a
que principalmente contribuyó Carlos IV, tan interesado en conservarla con toda
su familia, se obligaba el Gobierno lusitano a no dar abrigo en el Tajo a más
de seis naves de las escuadras británicas á la vez, con lo que y con lo
adelantado de las conferencias de Udina, iba Inglaterra a verse absolutamente
sola en su lucha con la República francesa, el Directorio creyó, según hemos
indicado, poderse hacer más exigente en Lille y dirigió a Malmesbury un
ultimátum en que, acordándose entonces de sus aliados, pidió la devolución
completa de las conquistas hechas en la guerra sobre Francia, España y Holanda.
Aquello era echar en la balanza la espada de Breno; y el negociador inglés,
sintiendo mucho no terminar con la paz unas conferencias que como tan próxima
la ofrecían ya los acuerdos tomados con M. Maret, uno de los agentes franceses,
y sintiéndose como despachado, pidió sus pasaportes y se trasladó a su país.
Con eso acabó también la misión del marqués del Campo y del conde de Cabarrús
en aquellas negociaciones, en que, después de todo no tuvieron intervención
alguna. Por mucho que se preparase Napoleón para el caso de una ruptura de ]as
negociaciones que se habían emprendido en Udina, fortificando la plaza de Palma
Nova y las líneas del Adda y el Isonzo donde resistir la acometida, que era de
esperar, del ejército austriaco que estaba cada día recibiendo fuerzas de todas
armas y material considerables, desaprobó el ultimátum del Directorio en que
veía un obstáculo, quizás insuperable, para la terminación del tratado de paz
con Austria. Los grandes trabajos que andaba organizando para el
establecimiento de las nuevas repúblicas italianas; los ejecutados con el fin
de crear una marina proporcionalmente respetable en el Adriático, y su
pensamiento, allí nacido y favorito después suyo, de la supremacía francesa en
el Mediterráneo, podían abismarse en la nada si, rotas las hostilidades otra
vez, cambiábase la fortuna de la guerra inclinándose, poco o mucho, a favor de
Austria, ya que él no lograba recabar del Gobierno los refuerzos que
incesantemente le pedía. Todos sus despachos al Directorio y al ministro de
Relaciones Exteriores demuestran el disgusto de que se hallaba poseído, así
como de la ira que le producían las exigencias altaneras y hasta extravagantes
de M. de Cobentxel, enviado de Viena para mantenerlas en aquel Congreso.
Pero el
diplomático austríaco halló, como suele decirse, la horma de su zapato en el
general republicano que, a vuelta de consideraciones militares y políticas, de
réplicas más o menos agudas pero lógicas todas y contundentes, hubo, por fin,
de recurrir a argumentos tales de energía y aun de violencia que el orgulloso
conde acabó por atender y someterse. Cansado Napoleón de las exigencias y de
frases poco meditadas de Cobentzel que atribuía la resistencia de su
contrincante a la ambición militar que le dominaba, «permaneciendo, dice
Thiers, sereno y sin turbarse por tan insultante apóstrofe, dejó acabar su
discurso a M. de Cobentzel; después, dirigiéndose hacia un velador en que había
una bandeja de porcelana que dio la Gran Catalina a M. de Cobentzel y éste
ostentaba como un objeto precioso, la cogió é hizo pedazos contra el suelo,
pronunciando estas palabras: Está declarada la guerra, pero acordaos de que
antes de tres meses habré deshecho vuestra monarquía como ahora deshago esa
porcelana. Este hecho y estas palabras dejaron asombrados a los agentes
austríacos. Les saludó, salió y subiendo inmediatamente a un coche, mandó a un
oficial que fuese a anunciar al archiduque Carlos que las hostilidades
empezarían a las veinticuatro horas. M. de Cobentzel, intimidado, envió
inmediatamente firmado el ultimátum a Passeriano».
Paz tan
gloriosa para la Francia no hizo, con todo, que se cerraran las puertas del
templo de Jano en Europa; porque, no suscribiéndola Gran Bretaña, los
horizontes marítimos se mostrarían, por el contrario, más oscuros y
tempestuosos, preñados del rayo que iba a abrasar muy pronto a las naciones que
con tal ahínco buscaban asiento sólido para las instituciones y la
independencia patrias.
España, una
de las más interesadas en la paz, ni siquiera había logrado intervenir en los
trabajos preparatorios de su restablecimiento, proyectados o emprendidos en
Berna y Udina, como tampoco el que se tomasen en cuenta las aspiraciones de su
Gobierno en las conferencias de Lille. Aun así, desairada en todas partes, se
proponía que sus representantes acudiesen al Congreso anunciado para Rastadt a
que Napoleón, aun asistiendo a él por unos días, negó toda importancia, con lo
que regularmente se libraron de un nuevo desengaño el marqués del Campo y el
conde de Cabarrús que debían allí presentar las todos los días cambiadas
credenciales con que, el segundo particularmente, vagaba de un lado a otro de
la Europa central. Y mientras en París se celebraban las fiestas, para siempre
memorables, del 20 Frimario ( 10 de Diciembre de 1797 ) en honor de los
ejércitos franceses y, sobre todo, del general Bonaparte, que debía entregar al
Directorio en el Luxemburgo el tratado de Campo-Formio, coronamiento de una empanada
como ninguna de gloriosa, en España comenzó a revelarse una opinión tan general
y razonada contra su Gobierno torpe y desgraciado, que habría necesariamente de
producir su modificación y poco después su cambio, aunque pasajero y estéril.