web counter
cristoraul.org
 
 

 

REINADO DE CARLOS IV

 

CAPÍTULO XII .

LA GUERRA CON GRAN BRETAÑA

 

 

El tratado de alianza, celebrado el 18 de Agosto de 1796 con la República francesa, llevaba a España a una nueva guerra en condiciones, según ya hemos expuesto en el capítulo anterior, muy otras de las en que se había combatido durante tres años en la recientemente acabada con el de Basilea. Si no lo parecían al inexperto y obcecado ministro que tan desacertadamente manejaba el timón de la nave española entre los mil escollos que le oponían la revolución francesa, de un lado, y las ambiciones por otro, nunca satisfechas, de nuestra también enemiga secular, Inglaterra, era que entre vacilaciones e inconsecuencias, fruto de su falta de talentos políticos, vivía y gobernaba al día, esto es, según las impresiones del momento, siempre temerosas para los hombres no acostumbrados al tráfago de los negocios en circunstancias tan críticas. Porque para todo estadista medianamente acordado, la alianza francesa traía aparejada la guerra con que no los habían querido tomar parte en las negociaciones tanto tiempo abiertas en Basilea.

Así es que a nadie sorprendió el Manifiesto contra Inglaterra, síntesis, asaz lacónica pero perfectamente expresiva, de la Cédula de 7 de Octubre de 1796, en que se incluyó para conocimiento del Consejo el Real decreto de 5 anterior, que al pie de la letra dice así: «Uno de los principales motivos que me determinaron a concluir la paz con la República francesa luego que su Gobierno empezó a tomar una forma regular y sólida, fue la conducta que Inglaterra había observado conmigo durante todo el tiempo de la guerra, y la justa desconfianza que debía inspirarme para lo sucesivo la experiencia de su mala fe. Ésta se manifestó desde el momento más crítico de la primera campaña en el modo con que el almirante Hood trató a mi escuadra en Toulón, donde sólo atendió a destruir cuanto no podía llevar consigo; y en la ocupación que hizo poco después de Córcega, cuya expedición ocultó el mismo almirante con la mayor reserva a D. Juan de Lángara cuando estuvieron juntos en Toulón. La demostró luego el Ministerio inglés con su silencio en todas las negociaciones con otras potencias, especialmente en el tratado que firmó en 24 de Noviembre de 1 794 con los Estados Unidos de América, sin respeto o consideración alguna a mis derechos, que le eran bien conocidos. La noté también en su repugnancia a adoptar los planes e ideas que podían acelerar el fin de la guerra, y en la respuesta vaga que dio milord Grenville a mi embajador, marqués del Campo, cuando le pidió socorros para continuarla. Acabó de confirmarme en el mismo concepto la injusticia con que se apropió el rico cargamento de la represa del navío El Santiago, ó Aquiles, que debía haber restituido, según lo convenido entre mi primer secretario de Estado y del Despacho, Príncipe de la Paz, y el lord Saint-Helens, embajador de S. M. británica; y la detención de los efectos navales que venían para los departamentos de mi marina a bordo de buques holandeses, difiriendo siempre su remesa con nuevos pretextos y dificultades. Y finalmente no me dejaron duda de la mala fe con que procedía Inglaterra las frecuentes y fingidas arribadas de buques ingleses a las costas del Perú y Chile para hacer el contrabando y reconocer aquellos terrenos bajo la apariencia de la pesca de la ballena, cuyo privilegio alegaban por el convenio de Nootka. Tales fueron los procederes del Ministerio inglés para acreditar la amistad, buena correspondencia e íntima confianza que había ofrecido a España en todas las operaciones de la guerra, por el convenio de 25 de Mayo de 1793. Después de ajustada la paz con la República francesa, no sólo he tenido los más fundados motivos para suponer a Inglaterra intenciones de atacar mis posesiones de América, sino que he recibido agravios directos que me han confirmado la resolución formada por aquel Ministerio de obligarme a adoptar un partido contrario al bien de la humanidad, destrozada con la sangrienta guerra que aniquila la Europa, y opuesto a los sinceros deseos que le he manifestado en repetidas ocasiones de que terminase sus estragos por medio de la paz, ofreciéndole mis oficios para acelerar su conclusión. Con efecto, ha patentizado la Inglaterra sus miras en las grandes expediciones y armamentos enviados a las Antillas, destinados en parte contra Santo Domingo, a fin de impedir su entrega a Francia, como demuestran las proclamaciones de los generales ingleses en aquella isla: en los establecimientos de sus compañías de comercio, formados en la América septentrional a la orilla del río Missouri, con ánimo de penetrar por aquellas regiones hasta el mar del Sur. Y últimamente en la conquista que acaba de hacer en el continente de la América meridional de la colonia y río Demerari, perteneciente a los Holandeses, cuya ventajosa situación les proporciona la ocupación de otros importantes puntos. Pero son aún más hostiles y claras las que ha manifestado en los repetidos insultos a mi bandera, y en las violencias cometidas en el Mediterráneo por sus fragatas de guerra, extrayendo de varios buques españoles los reclutas de mis ejércitos que venían de Génova y Barcelona; en las piraterías y vejaciones con que los corsarios corsos y anglo-corsos, protegidos por el Gobierno inglés de la isla, destruyen el comercio español en el Mediterráneo hasta dentro de las ensenadas de la costa de Cataluña, y en las detenciones de varios buques españoles cargados de propiedades españolas, conducidos a los puertos de Inglaterra, bajo los más frívolos pretextos, con especialidad en el embargo del rico cargamento de la fragata española La Minerva, ejecutado con ultraje del pabellón español, y detenido aún a pesar de haberse presentado en tribunal competente los documentos auténticos que demuestran ser dicho cargamento propiedad española. No ha sido menos grave el atentado hecho al carácter de mi embajador, D. Simón de las Casas, por uno de los tribunales de Londres, que decretó su arresto, fundado en la demanda de una cantidad muy corta que reclamaba un patrón de barco. Y por último han llegado a ser intolerables las violaciones enormes del territorio español en las costas de Alicante y Galicia por los bergantines de la marina real inglesa El Camaleón y El Kingeroo, y aún más escandalosa é insolente la ocurrida en la isla de la Trinidad de Barlovento, donde el capitán de la fragata de guerra Alarma, D. Jorge Vaughan, desembarcó con bandera desplegada y tambor batiente a la cabeza de toda su tripulación armada para atacar a los Franceses y vengarse de la injuria que decía haber sufrido, turbando con un proceder tan ofensivo de mi soberanía la tranquilidad de los habitantes de aquella isla. Con tan reiterados e inauditos insultos ha repetido al mundo aquella nación ambiciosa les ejemplos de que no reconoce más ley que la del engrandecimiento de su comercio por medio de un despotismo universal en la mar, ha apurado los límites de mi moderación y sufrimiento, y me obliga, para sostener el decoro de mi corona y atender a la protección que debo a mis vasallos, a declarar la guerra al rey de Inglaterra, a sus reinos y súbditos, y a mandar que se comuniquen a todas las partes de mis dominios las providencias y órdenes que correspondan y conduzcan a la defensa de ellos, y de mis amados vasallos, y a la ofensa del enemigo. Tendráse entendido en el Consejo para su cumplimiento en la parte que le toca.—En San Lorenzo a 5 de Octubre de 1796.—Al obispo gobernador del Consejo.» 

Seguía como siempre la publicación del decreto en el Consejo, lo cual tuvo lugar el 6, acordando su cumplimiento y la expedición de la Cédula correspondiente de S. M.

Una cosa se había previsto al dar al público aquel Manifiesto, muestra elocuentísima de la inepcia de nuestro Gobierno, la fecha en que convendría hacerlo conocer a todos los de Europa y principalmente al de la Gran Bretaña, contra quien iba dirigido. Sea que el Directorio comprendiera la razón con que se pedía el plazo de cuatro meses para, antes de hacer público el Manifiesto, avisar a todas las autoridades de Ultramar a fin de que no las sorprendiese la guerra, no fueran a sufrir las provincias de su mando alguna agresión de las que acostumbraban los Ingleses a cometer en casos semejantes; sea que los retardos que sufrió la negociación se hicieron tan considerables como para todo eso, lo cierto es que el Gobierno español tuvo tiempo para dar ese aviso, tan oportuno y eficaz como podía desearse. Así, la declaración de guerra contra el Reino Unido llegó a todas partes sin que se hubiera tenido que lamentar ningún ataque de los con que casi siempre anunciaban las naves inglesas la ruptura de sus relaciones pacíficas con alguna nación.

¿Era que ignorasen aquellos isleños la resolución de Carlos IV, o que, preocupado su gran ministro Mr. Pitt con el mal aspecto que presentaba la guerra después del desmembramiento de la coalición abandonada por Prusia y España, quisiera no irritar la opinión que tanto parecía inclinarse en su país hacia la paz? Esa opinión se hacía más y más exigente según iba el pueblo inglés observando que la guerra se alargaba hasta no poderse calcular su término, cuando en sus comienzos parecía imposible que Francia resistiera por tanto tiempo a las principales potencias de Europa y, lo que es más, unidas para una acción común y simultánea contra ella en todas sus fronteras. Para satisfacerla, pues, o, por lo que se vio luego, para simular que se la quería satisfacer y, de no conseguirlo, fingir también que no era por falta de buena voluntad del Gobierno, éste comisionó a lord Malmesbury para que ofreciese al Directorio bases donde apareciera bastante fundada una negociación dirigida al establecimiento de la paz general y, cuando menos, a la de Inglaterra con la República. Esas bases, con todo, no resistían a la prueba de su solidez si se examinaban atentamente a la luz de los intereses de Francia y Austria, las dos naciones que más los tenían comprometidos en aquella contienda. Lo primero que exigía el Gobierno inglés era que la República abandonase los Países Bajos austríacos, recientemente incorporados a Francia, en primer lugar, por la conquista y además constitucionalmente; lo cual era exigir la humillación del Directorio y provocarle un conflicto, puesto que tendría, para acceder a las pretensiones de Pitt, que reunir las asambleas primarias, que nunca se someterían a revocar la que ya era una ley fundamental, la anexión de territorio tan codiciado siempre por los Franceses. Bien se dejaba conocer que si el Directorio se avenía a continuar la negociación, una vez planteada en tales términos por Malmesbury, no era porque esperase resultado alguno de ella; y que sólo por descubrir las intenciones que pudiera ocultar aquel diplomático, según es de suponer, de su Gobierno, consentiría el francés en escucharle y aun discutir con él. Malmesbury se empeñaba en convencer al ministro Delacroix, que era el negociador por parte del Directorio, de que sus proposiciones de devolución mutua de conquistas durante la guerra eran justas y proporcionadas; que el Gobierno francés podía sin inconvenientes infringir la Constitución que le impedía desprenderse de los Países Bajos, fundado en un derecho público europeo anterior y, de consiguiente, más respetable; que Inglaterra estaba comprometida con el Emperador a no dejar las armas sin la restitución de cuantos dominios hubiera podido perder y, que, sabiéndose esto en Francia, nunca se debieron poner trabas en sus leyes para una pacificación futura, remota o próxima. «Apliqué esta máxima, decía el diplomático inglés en la relación que dirigió a su ministro sobre aquellas conferencias, a las islas de las Indias occidentales y a los establecimientos de las Indias orientales, y le pregunté si se imaginaba que nosotros renunciaríamos a nuestros derechos de posesión porque se les antojase considerarles aún como partes integrantes de la República que debiesen ser restituidos sin que su valor pudiera servir de compensación en la balanza. Puse también el caso de que Francia, en vez de haber hecho adquisiciones por la guerra, hubiese perdido una parte de lo que ella llama la integridad de sus dominios, y pregunté si, habiendo llegado a tener otros mayores quebrantos el Gobierno francés actual, no se creería con poderes suficientes para sacar a su país de un riesgo inminente haciendo la paz, sacrificando una parte de sus provincias por salvar todas las demás.»

Estos razonamientos, convincentes en otra diferente situación respecto a las obligaciones del Directorio para con el pueblo francés por aquella ley clásica de su salvación, no podían tenerse por válidos cuando las ventajas estaban todas del lado de la República, cuyo primer interés radicaba en Europa, donde nunca como entonces sonreía la fortuna a sus armas. Así es que, no atendiéndolos Delacroix, deslizó en los oídos de su contrincante la idea de compensar al Emperador de la pérdida de los Países Bajos con la secularización de tres de los electorados eclesiásticos del Rin y de varios obispados de Alemania e Italia, a cuyo frente se podrían poner personas tan afectas a Austria como el Stathouder y los duques de Brunswich y Wurtemberg, proposición a que Malmesbury se opuso, por atentatoria, decía, a la constitución germánica, de que aquellos estados formaban, parte esencial.

Para este tiempo habían llegado a nuestro embajador en París pliegos en que el Príncipe de la Paz, sabedor de lo que se trataba entre el Gobierno francés y el de Gran Bretaña, le enviaba instrucciones para que hiciese presente a Delacroix su deseo de que, al tratarse la paz, si tal caso llegaba, no se olvidaran los intereses de España, aliada tan sincera como decidida de la República. Eran tan recientes la reconciliación de España con Francia y el tratado de su alianza, que el ministro francés creyó deber atender aquella reclamación del Gobierno español, y contestó al marqués del Campo que no quedarían olvidados los intereses de nuestra nación y que, de todos modos, le tendría al tanto del curso de las negociaciones con Malmesbury, por más que no esperase resultado alguno de ellas. Hay que observar cuán corto sería el interés que hubiera de tomarse Francia por un aliado que la convenía tener de su parte, sí, pero en el caso principalmente de contender con una potencia marítima, por lo numeroso todavía y respetable de sus escuadras; interés no atendible desde que aquellas negociaciones llegaran a término feliz. Creyendo, sin embargo, Delacroix que por parte de Malmesbury no se opondrían obstáculos a las observaciones del ministerio español en la discusión entablada entre Inglaterra y Francia, no quedaron olvidadas aunque hubieran de redundar en provecho, y ahora se verá cuán manifiesto, de Gran Bretaña.

Hay también que ver, por lo referente a España en aquella ocasión, la facilidad de moverla a entrar en el concierto propuesto por Inglaterra, no teniendo que pedir compensación alguna, ya que, al perder la isla Española, había sido con Francia y tan a disgusto del Gobierno de Gran Bretaña, que éste amenazaba con oponerse eficazmente a tal cesión. Pero, aun así, Malmesbury logró que Francia abandonase a su nueva aliada, proponiendo la retrocesión a España de Santo Domingo, mediante cesiones considerables a las dos potencias contratantes o, en el caso de quedar aquella isla en poder de los Franceses, entregando a Inglaterra la Martinica, o Santa Lucía y Tobago, lo que bastó para que en el resto de las conferencias no se volviera a hablar de España. No menores dificultades se opusieron a la protección que Francia pretendía prestar a Holanda; y, añadiendo a lo expuesto la gravísima de que a cada proposición necesitaba o fingía necesitar Malmesbury consultarla con su Gobierno, lo cual producía pérdidas de tiempo que se iban haciendo sospechosas al Directorio, Delacroix notificó al Lord el 19 de Diciembre la orden de salir inmediatamente del territorio de la República. Así acabó aquel conato de paz que, más que sincero, se consideró dirigido por Pitt para, ganando tiempo, prepararse mejor a la nueva lucha a que se la provocaba.

Mientras Inglaterra se proponía paralizar por algún tiempo la acción de sus enemigos con las negociaciones encomendadas a lord Malmesbury, el Directorio de Francia que, repetimos, ni las creyó serias ni mucho menos leales, las emprendió directamente con Austria por medio del general Clarke, que debía trasladarse a Viena por Italia para poder, así, conferenciar previamente con Bonaparte y hacerle conocer los proyectos de que era portador. Si las conferencias de París encerraban un lazo en que al fin no cayó el Gobierno francés, las que iban a proponerse en Viena tampoco eran de naturaleza para engañar al austríaco, ligado a Inglaterra con los más apretados lazos del interés de ambas naciones y de la amistad particular de sus soberanos. Los descalabros sufridos por Jourdán y Moreau en Alemania inducían al Directorio a un armisticio, a cuyo favor pudiera reponerse de ellos; y el Emperador, que tan mal parados veía a sus ejércitos en Italia, no iría a rechazarlo por el momento aun cuando no fuera más que para salvar la plaza de Mantua del estrecho bloqueo con que la tenía Napoleón próxima a rendirse. No se permitió a Clarke proseguir su marcha a Viena; pero se envió al cuartel general de Alvinzi un negociador, el ministro Thugut, con poderes para establecer los precedentes de un tratado que conviniera a sus propios intereses y sin olvidar los de Inglaterra, tan generosa siempre con el Imperio.

Pero Napoleón descubrió las intenciones del Austria en el pliego que llevaba un oficial, cogido al penetrar ya en Mantua ; y anhelante de proseguir las operaciones que podrían valerle la gloria que tanto ambicionaba, como pedestal de su fortuna política, hizo romper una negociación, en su concepto, muy perjudicial para Francia.

Después de la de Arcole se preparaba una campaña que había de servir de ejemplo de talento y de pericia en el arte de maniobrar al frente de un enemigo superior en fuerza, y de combatirlo como no se h­bía visto desde los tiempos, que pudiéramos llamar clásicos, en que florecieron los más renombrados capitanes de la antigüedad. Mientras el archiduque Carlos sitiaba a Kehl y a la fortaleza que cubría el puente de Huningue para impedir a los Franceses su vuelta a la derecha del Rin, el mariscal Alvinzi seguía en sus preparativos contra Bonaparte, esperando, con la ayuda de las tropas que se organizaban en los Estados pontificios, hacer levantar el bloqueo de Mantua y repeler de Italia a los ejércitos de la República hasta sus fronteras naturales. Aunque se veía a Francia disfrutar de una tranquilidad desconocida hasta poco antes y dando a su Gobierno fuerza para arrostrar la situación, harto crítica, en que la tenían los partidos políticos en el interior y la guerra en el exterior, creían los Ingleses y los Austríacos que no estaba para resistir la acción, ya inmediata y formidable, que se habían propuesto ejercer sobre ella donde mejor pudieran herirla, en Italia y el Rin. Y sin embargo, los Franceses, por su lado, no aviniéndose a la idea, que tanto les repugna, de la defensiva, pero manteniéndola todo lo enérgica posible contra los Austríacos, trabajaban para nada menos que invadir Gran Bretaña por Irlanda, su Vendée también bajo el aspecto político y aún más el religioso desde los tiempos, particularmente, de Enrique VIII. El general Boche, celoso del papel que representaban en lucha tan dilatada sus camaradas Bonaparte, Jourdán y Moreau, pretendía un teatro donde ejercer sus aptitudes militares con tanto o más brillo, y no hallaba otro más amplio y lucido que el en que lograra humillar a la orgullosa enemiga de siempre de su patria. El pensamiento parecía no sólo oportuno, ya que, hecha la paz con España, podía contarse con fuerzas navales muy considerables, sino que tan grandioso también, que podría con sus resultados dar ocasión a una paz general que no era de esperar por el camino ya recorrido de las batallas campales. La acción simultánea de las escuadras francesas y españolas en el canal de la Mancha y en la India, para acometer un desembarco en Irlanda y ayudar a Tippo-Saeb, el incansable enemigo de los Ingleses en las regiones del Maissour, hacía esperar a Hoche y al ministro de Marina Truguet un éxito que obligaría á los Ingleses á seguir el camino de las demás naciones que habían formado la anterior coalición.

Con tales ánimos y la aquiescencia del Directorio, el 16 de Diciembre de 1796, se daba a la vela la escuadra francesa de Brest, compuesta de 15 navíos, 20 fragatas y los transportes necesarios para un ejército de 22.000 hombres, con dirección a la bahía de Bautry, la más austral de la verde Erín, tierra tan simpática siempre para todos los católicos del mundo. La tempestad separó los buques y alejó, sobre todo, de los demás al que montaban Hoche y el almirante Morard de Galles que, al llegar a su destino, hallaron la bahía evacuada por la escuadra que, viendo ser imposible el desembarco, se volvió a Francia, azotada por los temporales y perseguida por los cruceros ingleses que lograron echar a pique el navío pomposamente llamado por los republicanos Los Derechos del Hombre. Adiós la magnífica combinación de las escuadras de las Antillas, de Toulón y Cádiz para, mientras la de Brest se apoderaba de Irlanda, juntarse en la isla de Francia y dirigirse a India, humillando en Asia, como en Europa, el orgullo británico: era imposible vengar tanto ultraje en los mares y había que volver los ojos a los ejércitos de Italia y Alemania, relegados a representar un papel secundario en tales momentos. En el primero de aquellos teatros era donde la guerra podía ofrecer mayores resultados; así es que los Austríacos, aun habiéndose hecho dueños de Kehl, procuraron reforzar con parte de las tropas vencedoras en el Rin y con otras organizadas en Viena el ejército de Alvinzi que, de ese modo, llegó a reunir más de 60.000 hombres de todas armas, sin tomar en cuenta la guarnición de Mantua que constaba de 20.000. Con eso y con haber enviado al Papa un buen número de oficiales con el general Colli a su cabeza para que pusieran el contingente pontificio en estado de habérselas con los Franceses atacándolos por la espalda, esperaba el Consejo áulico arrojarlos de Italia.

No se descuidaba, empero, Bonaparte en sacar el fruto debido a sus anteriores operaciones y conquistas. Aunque poco numeroso su ejército, puesto que sólo podía contar con unos 40.000 hombres disponibles para la lucha que ya veía próxima, pequeño, repetimos, para las atenciones que debía llenar al frente de un enemigo superior en fuerza y de una plaza, como Mantua, bien guarnecida, y con otro, por fin, a su retaguardia espiando el momento de acometerle con ventaja, se hallaba bien armado, vestido y equipado, no en las miserables condiciones en que principió la campaña. Y si en ellas había alcanzado triunfos tan gloriosos y hecho conquistas tan importantes, ¿qué no debía esperarse de él en estado relativamente brillante y regido por un general que contaba con tantas victorias como batallas, y con el prestigio de servicios tan extraordinarios y de talentos tan excepcionales para el mando? De esos 40.000 franceses, 10.000 bloqueaban la plaza de Mantua y los demás, organizados en tres divisiones, cubrían la línea del Adige en Legnago, Verona y Rívoli, o guarnecían las posiciones y fortalezas de Dezenzano, junto al lago de Garda, Bérgamo, Milán y alguna otra.

Pero ante un enemigo tan bien establecido, y concentrado de manera de poder acudir al mutuo auxilio de sus divisiones en cualquier momento de riesgo para una o más de ellas, Alvinzi cometió el error de dividir su ejército, mandando 20.000 hombres con Provera al bajo Adige en busca de su comunicación con Mantua en tanto que él iría por el alto a acometer al grueso de las tropas francesas que esperaba aplastar con la masa muy superior de las suyas. Y mientras Provera avanzaba sobre Verona, donde Massena logró escarmentarle rudamente haciendo prisionera una parte de su vanguardia, y al tiempo de amenazar la posición de Legnago con fuerzas que a Augereau parecían considerables, Alvinzi bajó por el camino abierto entre el lago de Garda y el Adige para emprender el ataque de Rívoli el 12 de Enero de 1797. Joubert, que mandaba allí, supo resistir hasta la llegada de su general en jefe que, como saben cuantos han procurado estudiar aquella admirable campaña, obtuvo dos días después, el 14, una de las victorias más esplendorosas que registran los anales de su triunfal carrera. Para colmo de su fortuna militar, el día siguiente podía acudir en auxilio de Augereau y de los sitiadores de Mantua, logrando el 16 una nueva victoria, la llamada de «La Favorita», en que Wurmser era rechazado en su salida de aquella plaza, y Provera quedaba prisionero con una gran parte de su fuerza. Así, en una jornada de tres días, subiendo al Norte del Adige, para vencer a Alvinzi, y bajando después al Sur, para derrotar a Provera, Bonaparte hacía de 20 a 23.000 prisioneros que, añadidos a los muertos en ambos combates, componían la mitad del ejército austríaco que momentos antes se consideraba bastante fuerte para recuperar sus primeras posiciones en toda la región septentrional de la península italiana.

El ejército de Alvinzi era el tercero de los austríacos vencidos por Bonaparte, que había, así, con 50.000 hombres derrotado a 200.000, haciéndoles más de 80.000 prisioneros y sobre 20.000 muertos o heridos en doce batallas, más de sesenta refriegas y varios sitios de plazas, la última de las cuales, Mantua, se rindió a los pocos días del triunfo de La Favorita. «Cuando la guerra, dice Thiers, es sólo una rutina mecánica que consiste en rechazar y matar al enemigo que está al frente, no es muy digna de la historia; pero cuando se ve uno de esos encuentros, en que un ejército de hombres llevados por un pensamiento único y grandioso, que se desenvuelve en medio de rayos y tormentas con tanto desembarazo como el de Newton o Descartes en el silencio del gabinete, entonces el espectáculo es tan digno del filósofo como del político y militar; y si esta abnegación de la muchedumbre a un solo individuo que lleva la fuerza a su más alto grado, sirve para proteger y defender una causa noble, la de la libertad, la escena entonces es tan moral como grandiosa»

Uno de los. resultados más inmediatos de aquella campaña habría de ser el que los Franceses llamaban castigo de la conducta audaz y falsa del Gobierno pontificio en ella. La situación del Papa se hizo, en efecto, sumamente comprometida, y se iría haciendo cada día más por la sumisión de todos los príncipes soberanos de Italia, temerosos de las consecuencias de triunfos tan decisivos como los últimamente conseguidos por las armas francesas, o aspirando a aprovecharse de ellos para su propio engrandecimiento. El de Parma recibía los plácemes del vencedor por su comportamiento durante aquella contienda y por el tratado de paz que, siguiendo el ejemplo de España, había celebrado con la República; el de Toscana buscaba modo y caminos por donde no chocar con el Directorio y, particularmente, con Bonaparte, que ya le había puesto en peligro de perderse; y si Nápoles se mostraba vacilante entre el temor a Inglaterra y el que no podía menos de sentir a Francia en aquellos momentos, su resolución se hacía urgente, y en tal aprieto acabaría por confirmar sus recientes tratos de paz. Sólo Venecia se mostraba contraria a la invasión francesa en la alta Italia, creyéndose en sitio y estado en que, con el apoyo de los ejércitos austríacos, podría librarse de la general catástrofe. Roma, así, quedaba sin protección alguna en la península, aislada y sin posible defensa, pues que las tropas que andaba levantando, bisoñas y nunca bien acreditadas, mal podrían resistir el empuje poderoso de las aguerridas y consideradas ya como incontrastables de la Francia, si iban, sobre todo, regidas por su general favorito. Este, que no daba paz a la mano cuando se trataba de pelear, ni descanso a su ardiente imaginación meditando el fruto que debería sacar de sus victorias, se preparó inmediatamente después de la ocupación de Mantua a invadir los Estados romanos, calculando antes, sin embargo, qué convendría hacer de comarcas y de instituciones, como las del Pontificado, que tanto influían en los destinos del mundo. Mucho debía preocuparle esa cuestión, que será raro el estadista que no la califique de magna, ya que en el estado de las opiniones en Francia sería muy difícil se resolviese como lo habían hecho los Gobiernos españoles en el siglo XVI; y entre tan varias determinaciones, así vacilaría el espíritu, a veces conservador y a veces revolucionario, del general, entonces republicano y luego autócrata, que, al consultar sus futuras operaciones con el Directorio pareció inclinarse a entregar Roma a España, consejo que, de haberse aceptado en París, Dios sólo sabe las consecuencias que habría traído para Europa y para todo el orbe católico. Ni estuvo el Directorio lejos de aceptarlo; tales ideas provocaban la reacción producida por el 9 Thermidor y los embates asaz rudos que había tenido que resistir de las facciones revolucionarias, irritadas hasta el último grado con su derrota. Porque, aun en su convicción, aparente al menos, de que el catolicismo sería siempre enemigo, irreconciliable decía, de la República, «primeramente por su esencia, y en segundo lugar, porque ni los que lo profesan ni sus ministros podrán perdonarle nunca el mal que ha hecho a las riquezas y al crédito de los unos y a las prevenciones y costumbres de los otros», el Directorio deslizaba en sus despachos a Napoleón una frase que está demostrando que no se atrevía, por lo menos, a rechazar esa idea. «Mas ya sea, le escribía, que Roma haya de quedar en poder de otra potencia, o ya sea que establezcáis en ella un gobierno interior que haga despreciable y odioso el régimen clerical, obrad en tal manera que ni el Papa, ni el Sacro Colegio puedan esperar quedarse nunca en Roma, y que vayan a buscar asilo dondequiera, o, cuando menos, que si se quedan no tengan en lo sucesivo ninguna autoridad temporal.»

De modo que queda, hasta oficialmente, demostrado, que no es sólo de este siglo la idea de hacer a España copartícipe de los destinos de Roma, y, aun en caso tan lastimoso, de los de la Iglesia que tiene allí su centro espiritual, inconmovible para el mayor bien de la humanidad.

Afortunadamente Napoleón distaba poco de estas ideas; y después de una marcha que mal puede llamarse campaña, de quince días en que derrotó a Colli junto a Faenza y Ancona, llegaba a Tolentino el 13 de Febrero, para el 19 concluir el tratado que lleva el nombre de aquella ciudad. Con él quedó completamente pacificada la Italia; y con dejar guarnecida la ciudadela de Ancona de tropas francesas, agregando a la República cispadana, que hacía poco había creado, las legaciones de Bolonia y Ferrara así como la Romagna, y celebrando un convenio con el Piamonte e imponiendo a los venecianos, se preparó en el Adige a la invasión de los Estados austríacos, decidido a llegar hasta las puertas de Viena si el Emperador no accedía a estipulaciones que satisficiesen al Gobierno francés.

No había dejado el español de intervenir en favor del Papa, por el interés que le inspiraba como jefe de la Iglesia universal y por el que tenía el Rey en apoyar y sostener a persona a quien profesaba una sincera y especial veneración. Nada consiguió con sus gestiones en París, desatendidas por el Directorio las que había hecho el marqués del Campo, nuestro embajador; pero, si no sugeridas desde Madrid por creerlas al parecer estériles, en Italia debieron hacer efecto las continuas súplicas de Azara en el ánimo de Napoleón. Porque si pudieran atribuirse a atención cortés del omnipotente general hacia nuestro ilustre compatriota las frases benévolas de su carta de dos horas después de firmado el convenio de Tolentino, el sentimiento que revela porque no se hubiera hallado en Roma para neutralizar las influencias que rodeaban al Papa cuando ya lo había salvado con el armisticio de Bolonia, y su empeño porque volviese al ejercicio de su misión en la ciudad eterna, demuestran el aprecio y la verdadera consideración que le inspiraba nuestro distinguido diplomático.

Pero ya que Carlos IV no había logrado hacer contra oír su voz en Paris y, aun complacido con las noticias que le llegaban sobre el resultado de las gestiones de Azara en Italia, necesitaba para satisfacer sus escrúpulos religiosos y sus deseos hacer algo más en obsequio del Papa, pensó en dirigirle una manifestación de sus sentimientos de amor y adhesión por medio de algunos prelados que supieran consolarle en el aflictivo estado en que debería hallarse. Y he aquí que con este motivo, pretexto quizá para el Príncipe de la Paz, se desenvuelve en la corte española un drama que, a través del misterioso y amenazador prólogo que parecía agorar la desgracia, y ésa tremenda, del valido, concluye en uno de los triunfos más decisivos que obtuvo en las sombras de su tenebrosa política palaciega. El inquisidor general había recibido una delación en que se acusaba a Godoy de ateo, ya que en los ocho años últimos no había cumplido con el precepto de la confesión y comunión pascual y, de todos modos, llevaba una vida licenciosa, indigna de persona tan calificada. El cardenal Lorenzana, que era el inquisidor, se resistía a secundar el propósito de los inspiradores de la intriga que aspiraban a la entrega del favorito al tribunal del Santo Oficio; pero el confesor de la Reina, D. Rafael de Múzquiz, arzobispo de Seleucia, y el de Sevilla, D. Antonio Despuig, le apremiaban para que incoara el proceso correspondiente y aun resolviera la prisión del acusado, asegurándole que nada de eso se vería con disgusto en palacio si se lograba convencer al Rey de la carencia de ideas religiosas en su primer ministro. La cosa era de resolución ardua y arriesgada, de consecuencias tan graves como ruidosas; y Lorenzana creyó que debía andarse, como decirse suele, con tiento para tomarla; por lo que el metropolitano de Sevilla se brindó a escribir al cardenal Vincenti en Roma a fin de que decidiese a S. S. a dirigir una amonestación al inquisidor por su indolente conducta en asunto tan escandaloso. Y dicho y hecho; con lo que corto tiempo después salía de Roma un correo con las apetecidas cartas que, para fortuna de Godoy, fueron interceptadas cerca de Génova por Bonaparte, que las remitió a Perignon, embajador, como ya se ha visto, del gobierno francés en Madrid. Esto era como entregarlas al favorito, quien, para satisfacer su enojo por tamaño atentado contra su persona, inspiró al Rey la idea de enviar a Roma algunos prelados para que consolaran a Su Santidad, y la de que esos prelados fueran precisamente el irresoluto Lorenzana y los instigadores, acaso, de la intriga, cuyo origen Dios sabe dónde se hallaría cuando uno de ellos era nada menos que el confesor de la Reina.

Se hace ineludible, por eso, el recuerdo, no lejano todavía, de aquella otra conspiración de que fue instrumento y víctima el infeliz Malaspina.

Sucedía eso en los días en que acababan de hacerse sentir en España por primera vez los efectos de la malhadada política que había adoptado el Gobierno al, contra todo buen sentido, romper con Gran Bretaña, los efectos del tratado de San Ildefonso.

El Directorio había solicitado algunas fuerzas de nuestro ejército para aumentar el suyo de Italia; pero el Gobierno español las denegó con pretextos plausibles. No así respecto a las de mar, y Lángara se hallaba ya recorriendo las costas de aquella península en apoyo de las operaciones de Bonaparte y apresando cuantas naves inglesas cruzaban el Mediterráneo que la escuadra de su nación, al mando del almirante Jerwis, acababa de abandonar.

La española adolecía de cuantos defectos hemos atribuido a nuestra armada en general, conocidos de todos los marinos españoles, de entre los cuales el teniente general Don José de Mazarredo, que se hallaba mandando en Cádiz, hizo llegar al ministro quejas y reflexiones tan justas como atinadas y, al verlas desatendidas, le envió la dimisión de su cargo. El Gobierno, al admitírsela, le destinó de cuartel al Ferrol , enojado sin razón con un general que tantos y tan distinguidos servicios militares y científicos había prestado. «Lágrimas de sangre costó a España este paso impremeditado», dice D. Francisco de Paula Pavía, en su Galería Biográfica de los Generales de Marina, «y la pérdida, añadimos nosotros, para la causa patria de un hombre que, incansable en promover los intereses de la Armada, hubo de experimentar tales contrariedades que le llevaron a un campo del que los antecedentes de su vida parecían deberle apartar para siempre.»

Aun así, se reconoció en Madrid la necesidad de poner a la cabeza de la Marina persona más apta que D. Pedro Varela que desempeñaba el Ministerio y, para colmo de desdichas, se llamó a Lángara, dando el mando de su escuadra al general D. José de Córdova, que lo recibió en Cartagena el 16 de Diciembre de 1796. Componíase aquella escuadra, después de unida a ella la que mandaba también el conde Morales de los Ríos, llamada del Mediterráneo, esto es, el 1° de Febrero del año siguiente, que es cuando abandonó aquel puerto, de 27 navíos, 13 fragatas, 1 bergantín y 4 urcas, sin contar 28 lanchas cañoneras, obuseras y bombarderos destinadas a la bahía de Algeciras. A su paso por Málaga recogió la escuadra un gran convoy que debía dejar y dejó después, con efecto, en Cádiz, así como al entrar en el Estrecho destacó en Algeciras tres navíos con las lanchas, algunas tropas de Guardias españolas y walonas, y pertrechos y municiones que debían dirigirse al campo de San Roque. La escuadra, reducida, así, a 24 navíos, las fragatas, las urcas y el bergantín, no entró en Cádiz sino que se fue engolfando en el Océano, dedicándose el 12 a la caza de varios barcos mercantes que se habían visto al amanecer de aquel día y de los que algunos, suecos o daneses, quedaron en poder de nuestras fragatas, dejando en libertad los anglo-americanos por considerárseles neutrales. Una fragata que navegaba en conserva de los mercantes, quiso hacer frente a la española Atocha, pero, viendo que al ruido del fuego acudían otros buques de nuestra nación, huyó a toda vela y, según se supo después, fue a dar aviso de todo a la escuadra inglesa, situada en la ensenada de Lagos, al E. del cabo de San Vicente. Al señalar la presencia de nuestros buques en aquellas aguas, la fragata inglesa fugitiva debió advertir al almirante Jerwis el desorden en que iban, sobre todo desde que varios de ellos se habían puesto en su persecución, perfectamente inútil por ser ella más velera que sus enemigos, con lo que pudo aquel jefe hacer los preparativos y tomar las disposiciones más convenientes para la función que no podría menos de celebrarse inmediatamente.

Al amanecer del día 14, tristemente célebre, la niebla, a pesar de ser bastante espesa, permitió distinguir algunas embarcaciones que no eran españolas, pero o no se vieron las señales con que lo avisaba un barco nuestro o no se les quiso dar importancia, como tampoco a las diez de la mañana, hora en que ese mismo buque, el navío Oriente, con un cañonazo, y El Firme y algunas fragatas, con otros varios, dieron a entender que se hallaba, puede decirse que encima la escuadra inglesa navegando en dos columnas y muy estrechas las distancias de navío a navío.

Tenemos a la vista una carta dirigida por el inteligentísimo teniente de navío D. Martín de Olavide, que servía en El Oriente, a su tío el tantas veces nombrado en este libro marqués de Iranda, dándole cuenta del combate de aquel día, y no queremos dejar desatendido alguno de sus párrafos, el siguiente, sobre todo, que nos pondrá en camino de conocer las causas más influyentes en tal desastre. Dice así: «Serían las 10’30 cuando ya se contaban hasta 17 Buques grandes que parecían Navíos, todos alineados en debida formación, y navegando con fuerza de vela por las aguas de nuestra escuadra a distancia de 3 a 4 millas. A vanguardia del enemigo, venían sirviéndole de batidores tres fragatas, un Bergantín y un Cúter o Balandra, que empezaron a orzar, sin duda con la idea de atacar nuestras Urcas y presas hechas el 12, que estaban a barlovento. El suceso de un Bergantín Mercante que venía en nuestra conserva desde Cartagena y fue apresado a nuestra vista por dicho Cúter, acreditó esta sospecha. A las 11’25 hizo el General la señal de ceñir el viento por babor; zafarrancho de combate; y formar una pronta línea de combate mura s babor sin sujeción a puestos. Para ejecutar este movimiento, era necesario virar de vuelta encontrada al enemigo, y empeñar por consiguiente muy pronto la acción, en caso de no querer éste evitarla con sus oportunas maniobras. Todo el mundo conviene, aun los que apenas tienen noción de la táctica naval, que si el General no se precipita en hacer esa virada que nos echó prontamente encima del enemigo, y fue indubitablemente el origen o causa de nuestra derrota, hubiéramos tenido más tiempo de prepararnos al combate, que muchos de los navíos, y quizás el mismo general, no se lo esperaban; y sobre todo, siguiendo con la mura a estribor, podíamos fácil y brevemente formar en línea al menos 15 o 16 navíos, arribando al intento los más inmediatos de barlovento sobre los que estábamos sotaventados. Formada esta línea, es muy probable que los Ingleses no hubiesen atacado, temerosos de la reunión de los 8 ó 9 que teníamos á barlovento, distantes 4 a 5 leguas del Cuerpo fuerte de la Escuadra; y en caso de haberlo hecho, hubiera sido solo de paso, sin esperar a formarse, como lo hicieron luego que vieron nuestro desorden» .

He aquí la clave de un revés tan inesperado para el que observe la diferencia en el número de las fuerzas de una y otra de las escuadras que riñeron el combate del cabo de San Vicente, conocido entre nuestros marinos por el del 14 de Febrero. 

Advertido el error de nuestro almirante, el inglés maniobró con tal habilidad que a la una y media y formada su línea de batalla a sotavento, atacaba con la vanguardia, en uno de cuyos navíos iba arbolada su insignia, a la retaguardia española, acometiendo con tres navíos, de los que dos de tres puentes, al Santísima Trinidad que montaba el general Córdova, y con tal furia, que uno de nuestros marinos dice que hacían más fuego que todos los demás de la escuadra británica juntos. La situación se iba haciendo por momentos más y más difícil; y a las dos vieron los buques más próximos al navío Almirante las señales que les hacía de atacar al enemigo, de acortar de vela los de la cabeza y navegar, según el tecnicismo naval, arribados cuatro cuartas. Por desgracia no advirtieron esas señales y no llegaron, por consiguiente, a cumplimentarlas los ocho o nueve navíos de vanguardia; que, de no ser así, hubiera podido entablarse el combate en mejores condiciones y dádose tiempo a que tomaran parte en él algunos de los que aún andaban dispersos a barlovento. Y a las cuatro de la tarde se descubría en dos de nuestros novios El Jack inglés, señal de haberse rendido, y poco después lo izaban otros dos, sin que bastara a salvarlos la acción de varios de los demás que acudieron a la señal de virar por avante que se les hizo. Igual suerte hubiera corrido El Trinidad, que tuvo por cortos momentos izado aquel odiado pabellón, signo de desgracia, si el almirante inglés no hubiera creído en aquel mismo instante que, visto el estado de sus buques, muy maltratados también, debía retirarse; con lo que el gigante español volvió a ostentar nuestro glorioso oriflama.

La retirada de los Ingleses fue lo tranquila que debía esperarse de acción tan afortunada. Pero ahí está el mayor error acaso de cuantos cometió el general Córdova en tan fatal jornada. Porque en vez de consultar a los capitanes de sus navíos si se hallaban en condiciones de atacar al enemigo, a lo que tres o cuatro contestaron resueltamente que sí y los demás que no o pidiendo algún retardo, debió seguir a la escuadra inglesa para combatirla antes de que se estableciera de nuevo en la ensenada de Lagos. La mayor parte de las opiniones estaban en que se hubiera logrado recobrar los cuatro navíos españoles rendidos y aun algunos ingleses, que iban tan desmantelados como los nuestros y que mal pudieran defenderse contra los muchos, todavía útiles o intactos, de que pudo disponer Córdova muy pocas horas después del combate.

Varias fueron las causas de aquel desastre, y algunas de ellas aparecen en el largo escrito que Córdova dirigió en 17 de Diciembre de 1805 al Príncipe de la Paz, para que se le restableciese, como se hizo, en el empleo de teniente general de que se le había privado en 1799. Pero nadie las ha expuesto con la exactitud y suma de conocimientos que el general Grandallana en su citado manuscrito, haciendo ver que la principal consistió en la falta de un reglamento de maniobras para los combates navales, apropiado a los progresos del arte en aquel tiempo y a las necesidades de un servicio que exige gran libertad de acción en los comandantes de los buques que, aun estando concedida a los Ingleses, por ejemplo, les estaba absolutamente negada a los marinos españoles. Esto sin contar con el estado miserable en que, según ya dijimos, se hallaba el cuerpo general de la Armada; tan exageradamente miserable por aquellos días que en uno de los navíos de aquella escuadra, que Godoy se atreve a calificar de bella, fue necesario curar y vendar a los heridos con tela de los sacos de la pólvora; a tal punto llegaba la carencia de recursos médicos en los barcos.

Dice así el general Grandallana: «No quisiera hablar de este combate ni de este desgraciado general, que cuando se vio abandonado en lo más duro de él exclamó como otro Ruiter diciendo: ¡De tantas balas como me rodean no hay una para mi! y cuya sola expresión demostró el fondo de su honor y de su espíritu: lo hizo acreedor a mejor suerte, y excita en este momento mi consideración por su desgracia y la de sus desventurados compañeros porque los considero como a víctimas sacrificadas al mal sistema sobre que se sostuvo la batalla, y cuya reforma es mi principal objeto. Por esto me veo como precisado a ser defensor de ellos en cuanto impugno el mismo sistema que los arruinó y manchó, en cierto modo la honra de la Armada; y no puedo en este caso contener el hilo de mi discurso que está arrebatado a un tiempo por el amor a la justicia y a la caridad: a la justicia digo porque siendo monstruoso el que quince navíos tomen a cuatro de veinte y cuatro, pide la justicia un castigo muy severo contra esta atrocidad; pero pide la caridad que el castigo no se imponga sobre el inocente sino sobre el culpado; y el culpado o el reo de esta atrocidad es, a mi opinión, la constitución militar y marinera de nuestra Marina, y no las personas que obraron en aquel caso; en el cual si hubiera habido un sistema como el que guiaba a nuestros enemigos hubieran llevado el digno castigo a su atrevimiento, y no hubiera quedado manchada la honra española, y la de un cuerpo y unos individuos que tuvieron la desgracia de ser mal guiados, y la de que no se conociese antes de aquel hecho, el error para el remedio, y en el acto del juicio para encontrar al reo en la constitución, y castigando solo al que tuvo o tuviere sobre sí la más chica mancha de cobardía, declarar a los demás víctimas, repito, de los errores de ella, y enmendarla para prevenir iguales males en lo sucesivo»

Ya hemos indicado que fue muy censurada la conducta del general Córdova: un consejo de guerra presidido por el capitán general D. Antonio Valdés, declaró su insuficiencia y falta de acierto en aquel combate, condenándole a la pérdida de su empleo y a su extrañamiento de Madrid y de las capitales de los departamentos marítimos de la Península, lo mismo que a otros varios jefes por su inacción o ineptitud. Al mismo tiempo el Gobierno comprendió el error y la injusticia que había cometido al desatender las observaciones que le dirigiera el general Mazarredo sobre el estado de nuestra marina y la necesidad y urgencia de su remedio; y levantándole el destierro que sufría en Ferrol, le destinó al departamento de Cádiz donde se miraba ya como inminente un ataque por parte de los Ingleses.

Éstos no se descuidaban en la tarea de atacar y arrebatarnos, cuando podían, nuestros mejores establecimientos de Ultramar; pero la actividad de Godoy en aprovechar el tiempo que le dejaron las dilaciones surgidas para la publicación del tratado de alianza con la República francesa, valió a España el que los Ingleses hallaran nuestras colonias apercibidas para su defensa. La isla de la Trinidad de Barlovento, sin embargo, la que parecía en mejores condiciones para impedir su ocupación por los Ingleses, fue la única posesión española de que lograron enseñorearse. Era su gobernador el brigadier de marina Don José María Chacón que la hizo prosperar extraordinariamente en el largo tiempo de su mando; tenía a sus órdenes algunos batallones de tropa veterana y de milicias, con suficiente artillería y abundantes municiones, y contaba con el apoyo de una escuadra, compuesta de cuatro navíos y varios barcos menores, mandada por el brigadier, también, D. Sebastián Ruiz de Apodaca, acreditado, como Chacón, de jefe bizarro y de notables talentos. Pero Chacón creía poder contar con la gratitud de los colonos, los cuales gozaban de una prosperidad envidiable, gracias a los privilegios y franquicias de todo género que se les había concedido para promover la población de la isla; y esos colonos, extranjeros en su mayor número y amenazados por los Ingleses en sus propiedades, no quisieron resistirlos como debían. Apodaca, de otra parte, viéndose bloqueado por la escuadra enemiga en su surgidero de Chaguaramas, creyó inútil la resistencia desde que los habitantes renunciaban a ella, y para que sus naves no cayesen en poder de los Ingleses, las quemó.

Esos ejemplos que, a pesar del fallo favorable de un consejo de guerra de generales celebrado después en Cádiz, costaron a sus autores su destitución y destierro, no se repitieron afortunadamente en las demás partes de América a que llegaron los Ingleses ya para sublevar a los habitantes contra la metrópoli española, ya para apoderarse de ellas y robárnoslas. En Caracas fracasó una conspiración urdida por el revolucionario Miranda, incansable en su empeño de procurar la independencia de aquella rica provincia; en Guatemala fue rechazado un desembarco de tropas inglesas que pretendían establecerse en la costa, teniendo que reembarcarse con graves pérdidas; y en Puerto Rico, donde en el mismo mes de Abril en que la escuadra de Sir Ralph Abercombry, que había ejecutado la empresa de la Trinidad con tal éxito, puso en tierra hasta 10.000 hombres, la guarnición y los habitantes, negros y blancos, regidos por su gobernador, el brigadier D. Ramón de Castro, los combatieron tan denodadamente que, después de 15 días de incesantes escaramuzas y combates, los obligaron a volver a sus barcos con pérdida de mucha de su gente entre muertos, heridos o prisioneros, toda su artillería, sus municiones, caballos y víveres. Ni fueron más felices los Ingleses al amenazar con otro desembarco a las islas Filipinas; porque ante el aparato de defensas que ofreció aquel archipiélago y la actitud resuelta de la guarnición y pueblo de Manila, les entró el desánimo; dando tiempo a que uno de los furiosos temporales que con frecuencia se desencadenan allí, destrozara sus barcos o los hiciera huir a sus posesiones de la India de donde habían salido.

En Europa era, con todo, donde, con la victoria del cabo de San Vicente y los refuerzos recibidos inmediatamente después, esperaba Inglaterra causarnos más graves perjuicios e imponer más a nuestro Gobierno, intentando una de aquellas hazañas que tan preciados frutos le había proporcionado en tiempos anteriores, tan funestos para España. Pero por pronto que quiso procurárselos, halló también aquí quien la resistiera y escarmentara. La escuadra vencedora el 14 de Febrero, reforzada, según acabamos de decir, hasta juntar el número de 23 navíos, 5 fragatas, más de 20 cañoneras y bombarderas y llevando en su capitana al celebérrimo Nelson que acababa de ser nombrado contraalmirante por su valor y pericia en aquella fatal jornada, se propuso, no sólo bombardear Cádiz sino que incendiar también nuestro arsenal y los buques de guerra guarecidos en él, si es que no los podía apresar y llevárselos.

Mas para cuando intentaron tal sorpresa, el general Mazarredo con su extraordinaria actividad, su talento y el prestigio de que disfrutaba entre los marinos y los gaditanos, había logrado reunir y disponer fuerzas y medios con que rechazar la agresión, por violenta que fuera, de los enemigos. La ciudad fue, con efecto, bombardeada los días 3 y 5 de Julio pero sin recibir gran daño y haciéndolo, por el contrario, sus baterías en los buques ingleses; y sí Nelson abrigaba esperanzas de entrar en la bahía o de que saliese Mazarredo a combatirle, las vio muy pronto defraudadas en uno y otro concepto. La plaza y sus fuertes estaban perfectamente armados y no habían de permitirle el ingreso en la rada, ni iba a ser tan torpe Mazarredo que saliera con buques vencidos hacía poco por muchos menos de los que ahora los provocaban a nueva batalla. El general español se satisfizo con preparar la defensa construyendo muchas cañoneras de un modelo recientemente inventado por Barceló; y de tal modo combinó su acción con la de los navíos y fragatas situadas en aquel fondeadero y con la de los fuertes que cubrían la entrada, que después de sus provocaciones y algunas escaramuzas, casi todas favorables a los Españoles, los Ingleses volvieron a darse a la mar con rumbo que los gaditanos no pudieron distinguir.

Ese rumbo, sin embargo, era hacia tierras también españolas, decidido como debía ir Nelson a vengar aquel primer fracaso de sus iras, más que en nadie, inglesas, y de sus ambiciones de gloria. Dirigióse a las islas Canarias, cuya capital avistaba el 23 de Julio, atacándola el 24 por la noche con más de 1.000 hombres desembarcados de su escuadra. No bien tocó Nelson el muelle, cayó herido en un brazo; sufriendo suerte parecida su segundo, varios oficiales de nota y sobre 500 hombres, azotados por la artillería de la plaza y el fuego de fusil que les llovía de los terrados de las casas y de las barricadas construidas para impedir el acceso de la ciudad. Cuál no sería el estrago recibido y el riesgo en que se verían los Ingleses, cuyo reembarque también se hizo extremadamente difícil por lo movido que estaba el mar y la pérdida de un cúter, El Fox, echado a pique por nuestras baterías, así como la de varias lanchas que se estrellaron en la oscuridad de la noche contra la costa; cuál no sería el espanto producido en ellos viéndose en situación de caer todos prisioneros, que su jefe, a quien habían retirado del combate, se apresuró a ofrecer al gobernador de las islas una capitulación en que prometía no atacar nunca punto alguno del archipiélago. Don Francisco Gutiérrez, que era el gobernador, accedió a la demanda de Nelson enviándole además medicamentos y otros objetos para su curación, a lo que el célebre marino británico correspondió trayendo a España el parte de su propio vencimiento, suscrito naturalmente por su adversario, vencedor en refriega tan gloriosa para España y las Canarias.

Si estos triunfos parecían compensar en parte los reveses del cabo de San Vicente y la Trinidad, luego vendrían a relegarlos al olvido desgracias más trascendentales todavía, atraídas sobre nuestra patria en aquella guerra; pero, de todos modos, sirvieron para realzar la gloria de quien entonces y después habría de jactarse de haberlos alcanzado con su habilidad y previsión. Porque puede justificarse la última de esas cualidades en las consecuencias de la dilación que Godoy impuso a las negociaciones de la alianza francesa para que en las más remotas colonias pudieran las autoridades españolas y sus gobernados aparejar la defensa para cuándo fueran a hostilizarlas los Ingleses; pero no la primera, en cuanto era necesario hacer si había de sacarse fruto de una política que, de otra parte y ya creemos haberlo probado, no lograría producirlo sino amargo sobre todo encarecimiento y funesto. Ya hemos dicho cuál era el estado en que se hallaban el Ejército y la Armada; y, para remediarlo en lo que por el pronto fuera dable, era indispensable una Hacienda tan sólida como suficiente. Cinco empréstitos iban hechos en el reinado de Carlos IV hasta la fecha en que llevamos la narración presente, importando hasta cerca de un centenar de millones de pesos; se habían recibido cuantiosos donativos para los gastos de la guerra con Francia en dinero y en especies; y, sin embargo, no tenía el Gobierno recursos con que organizar los nuevos, urgentes y costosísimos servicios que exigía una lucha para cuyo sostenimiento lo primero y lo último, lo más esencial, era el dinero. Y tanto, que el hombre que se jactaba de haber, nuevo Atlante, mantenido sobre sus hombros la ingente máquina de la gobernación de España sin que el pueblo sintiese casi el peso de la pasada guerra, decía poco después que la enemistad de la Inglaterra fue a enturbiar la claridad de aquellos días, los últimos de un año, transcurrido, según él, con perfecta bonanza y remediando las llagas del Estado. ¿Por qué, entonces la situación miserable anterior y presente del primer elemento con que habría de contarse para resistir esa enemistad de la nación más poderosa en todos los mares del orbe; ni por qué comprendiendo los peligros que entrañaba, provocarla y hasta vanagloriarse de haberla provocado? ¿Por qué? Porque se hacía necesario disculpar otro empréstito, el sexto, abierto el 15 de Julio de 1797, de cien millones de reales al cinco por ciento y reintegrable en doce años y con la hipoteca de la renta del papel sellado, renta segurísima, decía el confeccionador del decreto, y que no se hallaba afecta a ninguna otra carga del Estado. Y creciendo los apuros antes de que pasaran cuatro meses de realizado ese empréstito, se amplió por otros sesenta millones, cohonestándolo, por supuesto, con imaginarios beneficios para la extinción de la deuda nacional y fomento de la prosperidad pública, si bien ese fomento se procuraba por la aplicación de principios favorables a la idea de convertir en propiedad particular rentas que lo eran de pueblos o corporaciones, con lo que, además, el Gobierno se proporcionaba otros no pequeños recursos.

A pesar de todo eso, Godoy debió comprender que necesitaba la ayuda, mejor dicho el auxilio de otros hombres que los que hasta entonces había tenido á su lado, más entendidos o expertos en los asuntos financieros que, ya está visto, le preocupaban con preferencia para mantener la lucha tan imprudentemente suscitada. Y, como diremos luego en sitio apropiado, se asoció al que pasaba en la corte por el hacendista más hábil, el único acaso que sabría sacarle del abismo en que su ignorancia, nada de extrañar, y la de sus colegas en el ministerio le habían sumido y del que, bien lo comprendía, no llegarían a sacarle en las graves circunstancias por que atravesaba el país. Para hacerlo con alguna reflexión y hasta holgura, dábanle espacio la parsimonia que Inglaterra observaba al verse tan valerosa como tenazmente rechazada en cuantas empresas iban acometiendo en las costas de España y sus posesiones de Ultramar, así como los sucesos militares y políticos que tenían lugar en Italia y Alemania, por un lado, y en Francia donde, por otro, iba a decidirse si su Gobierno, esto es, el Directorio lograría sobreponerse a las intrigas y a la acción, en último caso, de los diferentes partidos que desde el momento de su instalación no habían parado de hostilizarlo.

El general Bonaparte, a quien dejamos en Italia preparándose a invadir los Estados austríacos después de haberse impuesto al Papa arrebatándole una parte de los pontificios suyos, se había creado con ellos y con nuevos repartimientos de los antiguos principados de aquella península, un punto de apoyo, una base, en su concepto sólida, para futuras operaciones en la República cispadana, tan hábilmente fundada a sus espaldas. Tras de Colli y Beaulieu habían sido derrotados Wurmser y Alvinzi, y el Austria creyó que era indispensable la presencia en aquel teatro del archiduque Carlos, última esperanza suya en la desastrosa situación a que la había reducido en Italia el vencimiento de aquellos sus más ilustres generales. Como hijo póstumo de Leopoldo II, era el Archiduque hermano del Emperador, y, aunque muy joven puesto que entonces tenía 26 años, se le habían confiado los primeros mandos en el ejército del Rin, donde venció, como ya hemos dicho, a Jourdan y Moreau, arrebatándoles a su misma vista las fortalezas de Kehl y Huningue. Ahora iba a combatir a otro general, joven como él y, como él, aspirando a la inmortalidad en la historia y a demostrar que hay en el hombre algo más allá de la experiencia adquirida en el ejercicio militar y aun en los campos de batalla. «El uno, dice Thiers, salvando la Alemania con un feliz pensamiento, adquirió el año anterior célebre nombradía: era valiente, extraño a las rutinas alemanas, pero desconfiado del triunfo y muy aprensivo por su gloria. El otro había asombrado a Europa con la fecundidad y la audacia de sus combinaciones y no temía nada en el mundo». Iban, pues, a encontrarse y medir sus fuerzas frente a frente y en campo abierto los dos representantes más genuinos de sus respectivos pueblos, el del imperio más linajudo de Europa, adalid nobilísimo de la casa de Habsburgo, y el soldado demócrata de una República fundada el día anterior en cimientos amasados con la sangre de sus antiguos soberanos, y que él sería el primero en socavar para sobre ellos elevarse a su vez hasta las esferas más altas de la gloria y el poder. Había, sin embargo, una diferencia más notable entre los dos caudillos; la de que aquél, el Archiduque, tenía que someterse a las instrucciones, harto absolutas, del Consejo áulico, juez supremo en la conducta militar de los jefes imperiales, coartándoles toda libertad de acción y las más espontáneas inspiraciones de su genio; y el otro, Napoleón, aun habiéndose hecho sospechoso de arbitrariedad y ambición extremadas, podía con el prestigio obtenido sobre los soldados y camaradas del ejército de su mando, desafiar a su Gobierno como de poder a poder, si tratase de detenerle siquiera en la ejecución de sus pensamientos, así militares como políticos, dentro, como luego se verá, ni aun fuera del campo señalado a su misión.

Así, mientras al archiduque Carlos se le obligaba desde Viena a cubrir la Carniola imponiéndole un plan cuyo principal objeto parecía ser la defensa de Trieste, por la circunstancia, sin duda, de su puerto, descuidando, así, la avenida del collado de Tarwis en el camino directo de la capital del Imperio a través de los Alpes, al general francés no se le ponía cortapisa alguna en sus movimientos, dejándolos a su voluntad inquebrantable y a su extraordinario talento. De ese modo el Archiduque no pudo elegir el punto que más le convendría para centro de sus operaciones en las tres vías por donde fuera a ser atacado su ejército; no quedándole otro recurso que el de interceptar la línea de Trieste, según se le había mandado, con la mayor fuerza, y cubrir, siquiera imperfectamente, las de Tarwis y el Brenner por la Carintia y el Tirol, error manifiesto que no dejaría de aprovechar su hábil competidor en aquella campaña.

Y así fue: mientras Bonaparte, valiéndose de una estratagema, cruzaba el Tagliamento obligando al Archiduque a retirarse, Joubert emprendía el ataque del Tirol hasta, llegado al Brenner, cambiar la dirección de su marcha a la derecha y dirigirse a Tarwis, a cuyo frente hallaría a Massena que, por Osoppo, había llegado a situarse en Ponteva sin hallar grandes obstáculos en su camino. Demasiado conocía el Archiduque cuál debió ser siempre el centro de las posiciones que estaba llamado a defender a pesar de toda la sabiduría del Consejo áulico, y una vez cumplido el mandato y sin éxito, como era de esperar, mandó a Tarwis una parte considerable de sus fuerzas, siguiéndolas él con las mejores del ejército imperial, que recobraron aquella magnífica posición, poco antes ocupada por Massena. Era necesario a los Franceses volverla a tomar; y tras esfuerzos de uno y otro lado de los beligerantes, en que si Massena avanzaba en medio de sus infantes más adelantados, salíale el Archiduque al encuentro a la cabeza de los suyos, a punto de verse a veces casi en las manos de sus adversarios, Bonaparte, llegando tan oportunamente como siempre, decidió la lucha haciéndose dueño de los Alpes Julianos y de su paso a los valles del Drave y el Danubio. Aun así, Napoleón, á quien preocupaba no poco, la noticia de los movimientos que se iban sucediendo en el Véneto, donde se perseguía y aun se asesinaba a los amigos de la Francia y a los Franceses mismos, invitó al archiduque Carlos a que, valiéndose de su influencia en la corte imperial, procurase la paz y evitara con ella que se derramase más sangre que nunca, le decía en su carta del 31 de Marzo, pues aquella sexta campaña se presentaba bajo auspicios muy siniestros. No tenía el Príncipe facultades para tratar; pero después de dos nuevos combates en Neumarkt y Unzmarkt, entraba Bonaparte en Leoben el 7 de Abril al mismo tiempo que dos emisarios austríacos con quienes se acordó un armisticio, preliminar del convenio del 18 que lleva el nombre, desde entonces más célebre, de aquella ciudad. En ese convenio el Austria renunciaba a sus derechos sobre los Países Bajos y reconocía las fronteras constitucionales de la República francesa; se acordaba la celebración de un Congreso para tratar de la paz definitiva con el Imperio alemán; cambiábanse las posesiones austríacas del Oglio por la parte de los Estados venecianos comprendida entre el Po y el Adriático, la Dalmacia también veneciana y la Istria, así como Palma Nova, Mantua y Peschiera; a Venecia se le indemnizaría con la Romagna, Bolonia y Ferrara, y el Austria, con eso, debería reconocer la nueva República cisalpina que se formaba con provincias que antes le pertenecían.

Pero se aspiraba a la paz general y, a fin de lograrla se convocó para Rastadt un Congreso donde se tratara la del Imperio germánico, mientras en Berna se acababa la obra de Leoben entre el Austria, sus aliados y Francia. La misma impresión que había causado en Madrid la presencia, antes, de Malmesbury en París, produjo ahora la noticia de la reunión de los diplomáticos imperiales y republicanos en la ciudad suiza; y, como antes también, se apresuró Godoy a comisionar al marqués del Campo y al conde de Cabarrús para que representaran al rey de España en las pretensiones que abrigaba respecto a sus parientes de Italia. Cabarrús fue inmediatamente a reunirse con su colega en París a principios de Junio, apresuramiento inútil porque se había allí convenido en que, no en Berna, sino en Udina, más cerca de Viena y a la vista de Bonaparte, se celebraran las conferencias para la paz que después se firmó en la aldea inmediata de Campo-Formio. Las alteraciones verificadas en el Norte de aquella península, llamadas por algunos Las Pascuas Veronesas, que tan rudamente castigó el generalísimo francés, irritado con que se le turbara, primero, en sus operaciones contra el Austria y  después en el ejercicio de la autoridad omnímoda que se atribuyó y el Directorio no se atrevía siquiera a disputarle, alteraciones que produjeron también la ruina de aquella constitución tantas veces secular con que se encanecía la famosa y en otro tiempo preponderante República de Venecia, aconsejaron al Gobierno de París la celebración en Italia de las conferencias que, como hemos dicho, acabaran la obra comenzada en Leoben. Así es que los plenipotenciarios enviados por el Príncipe de la Paz hubieron, como éste, de renunciar por algún tiempo a su intervención en asunto de tal interés para los destinos de la Europa continental. Se quería en Madrid una indemnización por los sacrificios que se habían hecho y seguían haciéndose en una guerra que según sus principios no dejaba augurar grandes ventajas, y se pretendía esa indemnización en Italia, según los deseos, principalmente, de la reina María Luisa que conservaba allí sus parientes más próximos.

Pero he aquí que vencida Austria, lo mismo en Italia que en el Rin, donde Hoche y Desaix habían iniciado de nuevo las operaciones militares con fortuna, aunque paralizada muy pronto por las noticias pacíficas enviadas por Napoleón y el Directorio, Gran Bretaña se encontraba sola, puede decirse que abandonada de todas las potencias continentales, únicas que, con su ayuda, podrían imponerse a Francia. De allí en adelante no tendría sino riesgos que esperar, ya en los mares, donde las escuadras españolas, francesas y holandesas reunidas buscarían una ocasión, no improbable, de vencerla, ya en su mismo suelo, puesto que podría repetirse la expedición a Irlanda, y ahora con superiores medios y más probabilidades de éxito que en la anterior, castigada tan sólo por los elementos. La escuadra de Cádiz, reorganizada por Mazarredo, podría, obligado Jerwis por los vientos a alejarse, hacer rumbo al canal de la Mancha para, en combinación con la francesa de Brest y la que los Holandeses habrían reunido también, facilitar el paso de Hoche a Irlanda con las fuerzas que llevaría del ejército de la Sambre y el Mosa, innecesarias ya en aquella frontera por la paz celebrada con Austria. El estado, además, de su hacienda, precario por los inmensos gastos de guerra tan larga, y el de la opinión dentro del Reino Unido, anhelante por un momento siquiera de calma, en que reponerse de sus trabajos y pérdidas, llegaron a convencer a M. Pitt de la necesidad de la paz. Y aceptando el Directorio la idea de una nueva conferencia, se señaló la ciudad de Lille como punto de reunión para los negociadores de uno y otro gobierno, nombrando el inglés a aquel mismo Malmesbury, si desgraciado en su primera misión a París, con esperanzas, en ésta, de acabar su brillante carrera con un tratado favorable a su patria, y el francés al ex director Letourneur, acompañado, como su contrincante, de otros dos, diplomáticos. Los Españoles, que aún permanecían en París, solicitaron de nuestro Gobierno nuevos poderes con que presentarse en Lille; pero, a instancia de Malmesbury, se acordó entre los conferenciantes de Inglaterra y Francia no admitir los de las potencias aliadas de una y otra, bastando que ellos se encargaran de tomar en cuenta y defender sus respectivos intereses. Así lo prometió el Directorio respecto a los de España, con lo que el marqués del Campo y Cabarrús presentaron un memorándum solicitando la restitución de Gibraltar, la del territorio que Gran Bretaña se había apoderado también en la costa de la bahía de Nootka y la promesa de no formar allí ningún establecimiento en adelante, la autorización de establecerse los Españoles en algún punto del banco de Terranova para la pesca del bacalao, la abrogación de los tratados contrarios al derecho de determinar nuestras relaciones de industria y comercio, el trueque entre España y Francia o su compensación mutua de la isla de Jamaica, que convenía no dejar a Gran Bretaña, y la fijación, por último, del derecho público acerca de la navegación de los neutrales con garantía de todas las naciones marítimas.

Al leer estas proposiciones cualquiera supondrá que nuestros triunfos en la guerra marítima de aquellos días eran o habían sido tan decisivos que a nada menos provocaban que a pretender tales ventajas e indemnizaciones tan costosas para Inglaterra. El patriotismo, por puro que sea y arrogante, no puede forjarse ilusiones como las que presuponen propuestas tan exageradas, y mucho menos cuando han de formularse y ser mantenidas por quien no tiene el mismo interés nacional y, por el contrario, quizás abriga el de no aumentar con su influjo el de su aliado, por cordiales que sean sus relaciones políticas con él. Y ¿cómo los republicanos franceses habían de tomárselo tan vivo por la grandeza y la gloria de un monarca, pariente el más próximo del que acababan de derrocar del trono y hasta hacerlo morir en un patíbulo?

En cuanto a los plenipotenciarios ingleses, comenzaron por conceder a los republicanos la restitución de los territorios arrebatados a Francia en aquella guerra; pero de ninguna manera la de la isla española de la Trinidad, ni la del cabo de Buena Esperanza que, con algunos otros establecimientos, habían conquistado de los Holandeses en los términos australes del continente de África. Ni siquiera se provocó en aquellas conferencias la magna cuestión de Gibraltar y de la bahía de Nootka, considerándose por los Franceses, los primeros, que allí no podía tratarse más que de los efectos o resultados de la lucha a que se quería poner término, nunca de aquellos que reconocieran sus causas u origen en acontecimientos de épocas diferentes. Así es que las pretensiones y la insistencia del marqués del Campo resultaron completamente estériles; y aunque Cabarrús, ocultando a su colega parte de sus intenciones o, por decir mejor, de su misión, se trasladó a Amsterdam creyendo atraerse a los Holandeses, tampoco llegó a conseguir nada de provecho a la causa española que representaba. Andaba en todo por medio Talleyrand, ministro ya por entonces de la República, y aunque Godoy abrigara la vanidad de creer que con sus cartas lograría templar al hábil diplomático francés en sus conclusiones de excluir de las conferencias lo relativo a Gibraltar, ni el patriotismo de Campo, ni los manejos de Cabarrús ni la elocuencia del Príncipe de la Paz consiguieron absolutamente nada en ese asunto.

Los negociadores franceses no se cuidaban más que de sus propios intereses, aunque de vez en cuando simularan defender también los de sus aliados, y éstos comprendieron luego que del Congreso de Lille no sacarían el fruto a que con justicia debían aspirar. Los sucesos que sobrevinieron por entonces en París al Directorio, habrían por otra parte de hacerle más exigente en sus pretensiones para con Gran Bretaña. El 18 Fructidor (4 de Septiembre de 1797), que representa la victoria de las ideas republicanas sobre las realistas que iban recobrando en Francia importancia suma, hasta el punto de verse representadas en los dos cuerpos legislativos de los Ancianos y los Quinientos con un número traído en las últimas elecciones que revelaba elocuentemente el cambio verificado en el pueblo francés, bien por el temor a los anteriores excesos de la revolución, bien por el cansancio que producía la guerra ya tan larga y sangrienta, de al Directorio una fuerza que así debía reflejarse en las conferencias de Lille como acababa de hacerlo en la administración interior de Francia. El Triunvirato, como se llamaba a la unión de tres de los Directores, Barras, Rewbell y Lareveillére Lepaux, sobrepuesto a los otros dos, Barthelemy, que había sustituido a Letourneur, y Carnot, algo inclinados al famoso club de Clichy, a que asistían Pichegru, Royer-Collard, Camille Jordán y otros varios partidarios de la monarquía, el Triunvirato, repetimos con la ayuda de Bonaparte, que le había enviado el general Augereau y le prometía ir él mismo a París con una gran parte del ejército de Italia, obtuvo en aquel día un triunfo lo suficientemente decisivo para asegurarse en el poder y contar con la cooperación de las tropas, francamente republicanas desde aquel día. Su acción quedó así expedita y, si preparada antes con el nombramiento de varios ministros, partidarios suyos, y entre ellos el ya citado ex obispo de Autun, la aseguró después con la destitución de sus dos colegas disidentes y la prisión o el destierro de muchos de sus hasta entonces encubiertos enemigos, miembros de los consejos, empleados de la alta administración y aun periodistas de los más acreditados en la opinión pública.

Con ese triunfo y el principio de paz que se celebró con Portugal, en cuyo convenio, a que principalmente contribuyó Carlos IV, tan interesado en conservarla con toda su familia, se obligaba el Gobierno lusitano a no dar abrigo en el Tajo a más de seis naves de las escuadras británicas á la vez, con lo que y con lo adelantado de las conferencias de Udina, iba Inglaterra a verse absolutamente sola en su lucha con la República francesa, el Directorio creyó, según hemos indicado, poderse hacer más exigente en Lille y dirigió a Malmesbury un ultimátum en que, acordándose entonces de sus aliados, pidió la devolución completa de las conquistas hechas en la guerra sobre Francia, España y Holanda. Aquello era echar en la balanza la espada de Breno; y el negociador inglés, sintiendo mucho no terminar con la paz unas conferencias que como tan próxima la ofrecían ya los acuerdos tomados con M. Maret, uno de los agentes franceses, y sintiéndose como despachado, pidió sus pasaportes y se trasladó a su país. Con eso acabó también la misión del marqués del Campo y del conde de Cabarrús en aquellas negociaciones, en que, después de todo no tuvieron intervención alguna. Por mucho que se preparase Napoleón para el caso de una ruptura de ]as negociaciones que se habían emprendido en Udina, fortificando la plaza de Palma Nova y las líneas del Adda y el Isonzo donde resistir la acometida, que era de esperar, del ejército austriaco que estaba cada día recibiendo fuerzas de todas armas y material considerables, desaprobó el ultimátum del Directorio en que veía un obstáculo, quizás insuperable, para la terminación del tratado de paz con Austria. Los grandes trabajos que andaba organizando para el establecimiento de las nuevas repúblicas italianas; los ejecutados con el fin de crear una marina proporcionalmente respetable en el Adriático, y su pensamiento, allí nacido y favorito después suyo, de la supremacía francesa en el Mediterráneo, podían abismarse en la nada si, rotas las hostilidades otra vez, cambiábase la fortuna de la guerra inclinándose, poco o mucho, a favor de Austria, ya que él no lograba recabar del Gobierno los refuerzos que incesantemente le pedía. Todos sus despachos al Directorio y al ministro de Relaciones Exteriores demuestran el disgusto de que se hallaba poseído, así como de la ira que le producían las exigencias altaneras y hasta extravagantes de M. de Cobentxel, enviado de Viena para mantenerlas en aquel Congreso.

Pero el diplomático austríaco halló, como suele decirse, la horma de su zapato en el general republicano que, a vuelta de consideraciones militares y políticas, de réplicas más o menos agudas pero lógicas todas y contundentes, hubo, por fin, de recurrir a argumentos tales de energía y aun de violencia que el orgulloso conde acabó por atender y someterse. Cansado Napoleón de las exigencias y de frases poco meditadas de Cobentzel que atribuía la resistencia de su contrincante a la ambición militar que le dominaba, «permaneciendo, dice Thiers, sereno y sin turbarse por tan insultante apóstrofe, dejó acabar su discurso a M. de Cobentzel; después, dirigiéndose hacia un velador en que había una bandeja de porcelana que dio la Gran Catalina a M. de Cobentzel y éste ostentaba como un objeto precioso, la cogió é hizo pedazos contra el suelo, pronunciando estas palabras: Está declarada la guerra, pero acordaos de que antes de tres meses habré deshecho vuestra monarquía como ahora deshago esa porcelana. Este hecho y estas palabras dejaron asombrados a los agentes austríacos. Les saludó, salió y subiendo inmediatamente a un coche, mandó a un oficial que fuese a anunciar al archiduque Carlos que las hostilidades empezarían a las veinticuatro horas. M. de Cobentzel, intimidado, envió inmediatamente firmado el ultimátum a Passeriano».

Paz tan gloriosa para la Francia no hizo, con todo, que se cerraran las puertas del templo de Jano en Europa; porque, no suscribiéndola Gran Bretaña, los horizontes marítimos se mostrarían, por el contrario, más oscuros y tempestuosos, preñados del rayo que iba a abrasar muy pronto a las naciones que con tal ahínco buscaban asiento sólido para las instituciones y la independencia patrias.

España, una de las más interesadas en la paz, ni siquiera había logrado intervenir en los trabajos preparatorios de su restablecimiento, proyectados o emprendidos en Berna y Udina, como tampoco el que se tomasen en cuenta las aspiraciones de su Gobierno en las conferencias de Lille. Aun así, desairada en todas partes, se proponía que sus representantes acudiesen al Congreso anunciado para Rastadt a que Napoleón, aun asistiendo a él por unos días, negó toda importancia, con lo que regularmente se libraron de un nuevo desengaño el marqués del Campo y el conde de Cabarrús que debían allí presentar las todos los días cambiadas credenciales con que, el segundo particularmente, vagaba de un lado a otro de la Europa central. Y mientras en París se celebraban las fiestas, para siempre memorables, del 20 Frimario ( 10 de Diciembre de 1797 ) en honor de los ejércitos franceses y, sobre todo, del general Bonaparte, que debía entregar al Directorio en el Luxemburgo el tratado de Campo-Formio, coronamiento de una empanada como ninguna de gloriosa, en España comenzó a revelarse una opinión tan general y razonada contra su Gobierno torpe y desgraciado, que habría necesariamente de producir su modificación y poco después su cambio, aunque pasajero y estéril.

 

 

 

CAPITULO XIII .

MINISTERIO DE DON FRANCISCO SAAVEDRA