REINADO DE CARLOS IV
CAPÍTULO
XIV
EL
MINISTERIO INTERINO
Ocupados en
la narración de los acontecimientos que más inmediatamente podían afectar a la monarquía
española en sus intereses y al soberano que la regía en sus sentimientos, no
hemos cuidado de consignar aún los accidentes de mayor eficacia que
determinaron el principio y el acuerdo definitivo de la segunda coalición de
las grandes potencias de Europa contra la República francesa. Habían quedado
tan mal paradas en la anterior contienda, que no es de extrañar que las que se
daban por más poderosas pretendieran un desquite glorioso, viéndose tan
humilladas ante la soberbia y las imposiciones del vencedor, su enemigo, que no
cabía se retardara por mucho tiempo la satisfacción, en concepto de todas
probable, de su venganza. Incitábalas a ella
Inglaterra, si constante en la lucha tantos años hacía emprendida, incansable
también en la tarea de procurarse aliados que, lo hemos dicho, ya que no en el
mar, la ayudaran en el continente con sus ejércitos a destruir la prepotencia
que en él se atribuía la Francia. La más interesada, con todo, en el desquite
era el Austria, la que más había perdido en la lucha anterior en cuanto a la
extensión y valor de los territorios antes suyos y ahora agregados a la
República o repartidos para la constitución de gobiernos que, por amor a su
independencia, la serían hostiles en sus futuras operaciones. Deseaba por lo
menos que se la indemnizara de tantas desmembraciones y del establecimiento de
las nuevas repúblicas junto a sus fronteras occidentales, el de la helvética,
sobre todo, por su posición y proximidad; y aun cuando consiguió de Francia el
acuerdo de conferencias con tal objeto en Seltz, punto no distante de Rastadt,
y se reunieron allí el negociador republicano Francisco de Neufchateau y el
austríaco Cobentzel, nunca llegaron a conformar sus ideas ni pretensiones,
separándose más discordes e irritados que antes.
Además de la
cuestión de indemnizaciones, en que Cobentzel se mostraba intransigente
aspirando a obtenerlas en Italia, país codiciado por el Imperio desde la edad
media en que tal preponderancia había empezado a ejercer sobre él y sobre Roma
particularmente, habría de tratarse de otra que lo era de honor para la
República. Por considerarle a propósito para la comisión que se le confiaba o
por adversario, entonces, de Bonaparte, se había nombrado embajador de Francia
en Viena al general Bernadotte. Poco tiempo después de su llegada a aquella
capital y debiéndose celebrar el aniversario del armamento de los Voluntarios
para defenderla en el caso de que llegara a sus puertas el ejército republicano
de Italia, Bernadotte había querido oponerse a la fiesta y amenazado con otra
en su domicilio en honor de las victorias de los Franceses, y, no logrando el
desistimiento del Emperador de aquella muestra de patriotismo por parte de sus
súbditos, había hecho enarbolar la bandera tricolor con esta inscripción: Liberté
et Égalité. Los Vieneses, furiosos por aquel que
consideraban insulto hecho a su patria, habían prorrumpido en gritos para que
se arriase el pabellón francés; y, no consiguiéndolo, se había entablado una
corta acción entre los asaltantes y los defensores del palacio de la embajada,
resultando algún muerto y varios heridos. Bernadotte había solicitado una
reparación al ministro Thugut, y, no satisfecho con
la respuesta, se había dirigido al Emperador que se la dio muy cortés e
invitándole a no marcharse de Viena; pero, aun así, salió para Rastadt, donde
se encontraba el 25 de aquel mismo mes de Abril.
El Director
Neufchateau, agente de la República en Seltz, mostraba el mayor empeño en que
se la diera una satisfacción, y la exigía como preliminar de cualquiera otra de
las negociaciones que debían ser objeto de aquellas conferencias, creyendo
Cobentzel, por el contrario, suficiente reparación la de declarar que el
Emperador desaprobaba lo acontecido pero sin conceder otra cosa.
Los sucesos
de Viena y las reclamaciones de Bernadotte tuvieron eco en París, y el
Directorio se hubiera dejado llevar del apasionamiento que produjo sin la
intervención del general Bonaparte que, con espíritu más conciliador y deseoso
de que no fracasara su expedición a Egipto, ya a punto de realizarse, logró
calmar el ánimo de los Directores escribiendo una carta, muy enérgica entre las
mil suavidades que contenía, a Cobentzel, de quien, acaso por su exaltación en
las conferencias de Campo-Formio, se había hecho amigo. Así terminó aquel
conflicto que no, por desvanecerse, dejó de contribuir a que se uniera a la
coalición el Austria, a quien mal podría negarse el derecho de celebrar un acto
patriótico cuando muy poco antes se habían prodigado las fiestas en París por
los triunfos del ejército de Italia.
Otro
elemento, y poderoso, entraba como agente y como actor en la coalición , el
cual llegó, en efecto, a inclinar más que ningún otro la balanza en su favor.
El emperador de Rusia, Pablo I, aun dando vado a las aspiraciones tradicionales
de sus antecesores, mostraba un gran empeño en Vengar el que suponía desaire inferídole al disolver la Orden de Malta a cuyo maestrazgo
aspiraba, llevado, tanto de su espíritu caballeresco como de miras políticas
dirigidas al dominio, por otra parte, del Mediterráneo cuando fuese dueño de
aquella isla tan admirablemente situada para conseguirlo. Empujábale a satisfacer tan ambicioso proyecto el gobierno de Gran Bretaña, aun siendo
manifiestamente opuesto a los intereses de su nación, cual sin gran trabajo
puede comprender quien se detenga a estudiar la historia de los con tanta saña
disputados en aquel mar por las potencias más importantes de Europa. Una de
ellas, aun cuando no de las primeras en fuerza y representación política, era
el reino de Nápoles, de quien era feudo la caballería de Malta; pero así era de
delicada su situación frente a las invasiones de Francia en la península
italiana, que veía con gusto los arrebatos del Zar y nunca sería estorbo para
que entrase de lleno en la coalición.
Por no
interrumpir el relato de la expedición de Egipto hicimos observar la presencia
de un ejército turco en el Delta y su acción en la batalla campal de Abukir,
donde el general Bonaparte obtuvo uno de sus mayores triunfos así como para
desquite del de los Ingleses en la naval del mismo nombre. Vimos también
entonces que se tenía previsto el efecto que podría causar en Constantinopla
aquella expedición a un país sujeto a la autoridad del Sultán, siquiera la
desnaturalizasen y hasta hiciesen odiosa las tiranías de los Beyes, sus
delegados imperiales, y cómo Talleyrand, que debía calmar con su presencia y su
gestión diplomática las iras de Selim III que ocupaba desde 1789 el trono de
Turquía, había abandonado el ministerio en Francia y retírádose cautelosamente de sus funciones en él.
La conducta
de Napoleón para con el Sultán, después, sobre todo, de la ocupación de Malta,
era muy otra de la que por todas partes y en todos sus manifiestos parecía
haber tomado por norma. Su correspondencia desde aquella isla pone de
manifiesto por manera irrecusable esa mala fe denunciada por escritores como
Muriel, por ejemplo, antes de que se hiciera oficialmente pública en la grande obra
de Napoleón III, donde consta la misión de su ayudante Lavallette cerca del
bajá de Janina, el célebre Alí que tanto dio que hacer al Sultán y tanto que
hablar y discutir en las demás naciones de Europa y sus periódicos por su
espíritu rebelde y sus gestiones por la independencia de Albania. La carta,
dirigida al bajá, está fechada en Malta el 17 de Junio de 1798 y sirve de
credencial de Lavallette que debía hacerle manifestaciones de la mayor
importancia para los proyectos sediciosos que se le atribuían, con la mayor
reserva, por supuesto, aun teniéndose que valer de un intérprete pero de su
mayor confianza. Claro es que esas manifestaciones tenían por objeto el animar
en sus rebeldías al bajá, con el fin, único para Napoleón, de distraer y
estorbar la acción del Sultán si, como debía esperarse, quería ejercerla contra
el ejército francés de Egipto. No impidieron, sin embargo, el que Turquía,
excitada por el emperador Pablo, se uniera á él y a Inglaterra, tomando parte en
la proyectada coalición y recibiendo ¡suceso extraordinario!, una escuadra rusa
en el Bósforo para penetrar, unida o en combinación con las naves turcas, en el
Mediterráneo. Por grandes que fueran los esfuerzos hechos por Don José de Bouligny, nuestro encargado de Negocios en Constantinopla,
para impedir aquella unión y salvar a los Franceses, agentes de su gobierno o
domiciliados en el Imperio, de la severidad del Sultán y de los atropellos del
populacho turco, disculpando al Directorio y atribuyendo a Napoleón tan sólo la
invasión de Egipto, apenas si logró la libertad de Ruffin,
destinado, como dijimos antes, a las Siete Torres, sin evitar la alianza que
veía por momentos irse celebrando contra el gobierno de la revolución francesa.
Más temible
era todavía para el Directorio la entrada de la Prusia en esa alianza. Así es
que con la noticia de que el emperador Pablo había enviado a Berlín a uno de
los más caracterizados personajes de su corte, el príncipe de Repuin, y el de Austria a Cobentzel para que, unidos al
embajador inglés, aconsejaran al rey su ingreso en la coalición, el Directorio
mandó a Sieyès, tenido en Francia, como en toda Europa, por uno de los hombres
más importantes de aquella época. Su misión tenía para el Gobierno francés un
doble objeto; el de aprovechar los talentos de ciudadano tan distinguido
proporcionándole, a la vez, recursos que la Revolución le había arrebatado, y
el de alejarle de París, donde, «siempre enojado, como dice Thiers, y
vituperando al Gobierno, no por ambición, como Bonaparte, sino por odio a una
Constitución que no había hecho él», era su presencia importuna. Pero no podía
hacerse elección peor en aquellas circunstancias; porque ¿cómo recibir con
gusto en la corte de Federico Guillermo a hombre tan significado por sus ideas
revolucionarias, el que aconsejó la constitución de la Asamblea nacional, el
regicida a quien, aunque falsamente, se atribuía haber votado la muerte sin
frases? Sieyès, así, representó en Berlín un papel muy desairado, si recibido
cortésmente en la corte y las reuniones del cuerpo diplomático, haciéndole, sin
embargo, comprender que era más curiosidad que respeto o consideración lo que
inspiraba, sentimientos que no podían escaparse a su clara y perspicaz
inteligencia. Su más encarnizado adversario en Berlín era el embajador
moscovita que no se cansaba de criticarle por la sencillez de sus trajes, lo
grave de sus modales y lo lacónico, al par que misterioso, de su lenguaje; no
yéndole en zaga los de Austria e Inglaterra en su afán de aislarle más y más en
un Gobierno que esperaban acabaría por unirse a los suyos. Por eso causó en el
cuerpo diplomático mayor extrañeza el que, al presentar Sieyès sus
credenciales, se le mostrara el rey afable y benévolo, entreteniéndole más de
media hora con su conversación después de pronunciados los discursos de rúbrica
en tales ceremonias.
Pero ni el
de Sieyès acabó de convencer al monarca prusiano, ni los manejos de Rusos,
Austríacos e Ingleses lograron sacarle de la neutralidad que se había propuesto
observar en la contienda a que se le invitaba. Su lealtad no se lo consentía.
Porque si Prusia había tomado las armas en la primera coalición para defender
los tronos que la Revolución amenazaba y vengar el martirio injustísimo de Luis
XVI, fue, en cambio, la primera en transigir celebrando el tratado de Basilea
con aquellos mismos reformadores y regicidas. De modo que la conducta del rey
Federico Guillermo entrañaba, con efecto, un principio innegable de
imparcialidad y de justicia.
Con tantos
motivos para turbarse la paz en Europa y manejos, tan hábiles por parte de los
que no podían conformarse con la anteriormente celebrada por humillante o
perjudicial, coincidía otro de que iba a depender su continuación o su ruptura.
No había modo de entenderse en las conferencias de Rastadt. De tal cuantía eran
los intereses discutidos en ellas y tan embrollados estaban con afectar a instituciones
y personalidades de la más diversa índole en el inextricable laberinto de la
Confederación germánica principalmente, que a cada momento surgía una cuestión,
con ella una nueva dificultad, un aplazamiento, por lo menos, o un peligro que
diera al traste con tan largo y turbio congreso. Sobre cuál debería ser la
línea que separase las naciones ribereñas del Rin, si una de las orillas o el thalweg de aquel río; cuáles las fortificaciones que
hubieran de mantenerse o destruirse y sus zonas polémicas; cuáles los puentes
que seguirían comunicando ambas márgenes; de qué modo habría de practicarse la
navegación y cómo su policía, lo mismo que la de los caminos y sus portazgos, y
quién y de qué modo se iban a reconocer o pagar las deudas de los países que
cambiaban de dueño; sobre todos esos puntos y muchos más que la diplomacia
multiplicaba y confundía con sus torpes habilidades, se anduvo discutiendo
tanto que no era dado prever cuándo ni de qué manera iba a acabarse de
resolverlos. Podía observarse, con todo, que la mayor parte de las dificultades
opuestas a la celebración de un tratado definitivo, procedían de los
negociadores austríacos, manteniendo vivo el disgusto que forzosamente había de
producir en los príncipes desposeídos, tanto en los seglares como en los
eclesiásticos, mientras los Franceses, por lo mismo, se mostraban más firmes y,
como Sieyès en Berlín, retraídos de todos los demás allí congregados. La
situación se hacía, pues, muy tirante de una parte y otra; y eso precisamente
cuando en Italia, en Suiza y Holanda iban también los ánimos enardeciéndose con
las vejaciones y despojos que los delegados republicanos no se cansaban de
ejercer en las nuevas repúblicas establecidas y apadrinadas por la Francia y en
los países vecinos, cuya independencia no se quería respetar. «El Directorio,
dice Thiers, perfectamente enterado de la situación de la Europa, conocía que
se preparaban nuevos riesgos y que iba a encenderse otra vez la guerra en el
continente según el movimiento que se observaba en diferentes Gabinetes.
Cobentzel y Repuin no habían logrado sacar a Prusia
de su neutralidad y la abandonaron muy descontentos; pero Paulo I, enteramente
seducido, había estipulado un tratado de alianza con el Austria, y hasta se
decía que sus tropas se habían puesto en marcha.» Ese era el soberano que
mostraba mayor empeño en ensanchar la esfera de acción de la nueva alianza de las
potencias del Norte, extendiéndola, además, a las del Mediodía para aislar
completamente a la república francesa en Europa. Sus gestiones con el rey de
España resultaron inútiles, rechazadas, como fueron, sus amenazas, desatendidos
sus ruegos y ofrecimientos, como los de los Ingleses y Austríacos; siendo tal
su imperial enojo que no tardó mucho en declararnos la guerra con la solemnidad
a que debieron provocarle su orgullo de autócrata y el desvarío de sus
vanidades de desfacedor de los agravios inferidos a la realeza. Esos alardes
produjeron aquí un efecto contrario al que de ellos esperaban los monarcas
coaligados, llegando el de España a denunciarlos al Directorio francés para que
sin duda le agradeciera tanta lealtad de su parte y abnegación.
Cuando esto
sucedía, Francia que, aun conociendo el estado de inferioridad de sus fuerzas
respecto al de sus enemigos y la falta de generales, según ya hemos dicho, en
que la había dejado el sublime desacierto de la expedición de Egipto, creyó que
no le estaría bien esperar el ataque con que se la amenazaba, hizo que sus
ejércitos se adelantasen a invadir la Alemania y el Austria desde el Rin y
Suiza. El general Jourdan, con los 36.000 hombres que
formaban el ejército del Danubio, debía dirigirse a Ulma;
Massena, con los 38.000 del de Helvecia, avanzaría por los Alpes réticos y del
Tirol hasta el Inn, y Schérer, con 47.000, atacaría a
Verona y la línea del Adige. El primero de esos generales y de esos ejércitos
iba a encontrarse con el archiduque Carlos y cerca de 80.000 austríacos; el
segundo con Hotze y Bellegarde a la cabeza de 40.000;
y Schérer con Kray que mandaba 70.000 entre Verona y Udina, apoyado, además,
por dos grandes cuerpos rusos a las órdenes de Suwarow.
Antes de que
entraran éstos en línea, los Franceses, siempre ansiosos de anticiparse a sus
enemigos, rompieron la marcha contra los ejércitos que tenían cada uno a su
frente. Massena dio principio a la campaña con felicidad. El 6 de Marzo de 1
799 pasó el Rin; y, después de apoderarse del fuerte de Luciensteig,
obligó al general Auffenberg a deponer las armas con
sus 3.000 hombres en Coira, mientras Lecourbe penetraba en la Engadine y Dessolles acometía desde la Valtelina a Laudon; concentrándose luego los tres para
hacerse, como se hicieron, dueños del importante territorio de los Grisones.
Aquel triunfo, sin embargo, fue el único del comienzo de las hostilidades y el
único de sus resultados, verdaderamente efímeros. Porque noticioso el
archiduque Carlos de haber Jourdan pasado el Rin, le
salió el 25 al encuentro en Stockach y, a pesar de la
cooperación de Massena acometiendo por dos veces los atrincheramientos del
general austríaco Hotze en Feldkirch,
lo batió completamente burlando los movimientos envolventes de Saint-Cyr y
Ferino que, como Massena, lograron salvar sus fuerzas puede decirse que
milagrosamente.
No tuvo más
fortuna el general Schérer en el Adige. Queriendo imitar la sabia operación de
Bonaparte en Arcóle sin tener presente la diferencia
de las circunstancias y de las condiciones en que se hallaba, no ocupando
Verona y Legnago como le había sucedido s su antecesor en el mando del ejército
de Italia, cometió tal cúmulo de errores, que después de verse rechazado en
todos los puntos de aquella línea, hubo el 5 de Abril de retirarse de ella a
espaldas de la Chiesa, satisfaciéndose con completar las guarniciones de
Mantua, Ferrara y Peschiera. Si el Consejo áulico no
hubiese mantenido al general Bellegarde independiente del Archiduque o si éste
no cayera enfermo, el ejército de Massena, aun después de habérsele incorporado
el de Jourdan, depuesto del mando, habría sufrido
derrota igual a la de Schérer, con quien todavía no andaban a las manos los
cuerpos rusos que iban en reserva de los austríacos de Kray.
El general
Suwarow no llegó, con efecto, hasta el 12 de Abril a la margen izquierda de la
Chiesa, pero tampoco se detuvo un momento en ella, haciendo retroceder a los
Franceses hasta el Adda y al otro lado del Po. Ni aun
allí pudieron detenerse los Franceses, a cuya cabeza puso el Directorio al
general Moreau que, falto de fuerzas, pues que su ejército no pasaba de 30.000
hombres, de los que 20.000 situados en la izquierda del Po, continuó su
retirada al Tesino; hundiéndose así el soberbio edificio construido en Italia
por el talento y la pericia del general Bonaparte.
Mientras
Suwarow ocupaba Milán y los generales austríacos iban sitiando y apoderándose
de cuantas fortalezas quedaron a su espalda, tenía lugar en Rastadt un horrible
atentado, el cometido contra los negociadores franceses con objeto de
arrebatarles papeles en que se suponía comprometidos a varios príncipes del
Imperio, más o menos complacientes con el Directorio. Por más que el archiduque
Carlos quiso oponerse a aquel acto verdaderamente criminal, Debry, Bonnier y Roberjeot fueron
asaltados el 19 al salir de Rastadt para Estrasburgo; salvándose sólo el
primero, aunque gravemente herido, en casa del ministro representante de Prusia
en aquel Congreso. La irritación que este acto de salvajismo y las derrotas de
los ejércitos franceses en Alemania e Italia produjeron en París es indecible.
El Directorio, cuyo descrédito aumentó con eso, valióse,
sin embargo, del mismo peligro que corría la Francia y de la indignación que
tantas desgracias causaron para realizar el llamamiento a las armas de la
quinta o conscripción hecha poco antes por la hábil intervención del general Jourdan. Los nuevos reclutas marcharon a reunirse a los
ejércitos y se emprendió una expedición naval en que el almirante Bruix, reuniendo las escuadras francesas del Norte con las
españolas en el Mediterráneo, debía retirar las tropas de Egipto y volver con
ellas al Océano para emprender el tantas veces proyectado desembarco en
Irlanda.
Ya hemos
hecho observar las exigencias que el Directorio no se cansaba de tener para con
nuestro Gobierno respecto a los servicios que, según el tratado de San
Ildefonso, debían prestar a la República las escuadras españolas. Con mostrar
recelos acerca de la sinceridad de nuestra alianza; esto es, haciendo recaer
sobre los ministros, los generales y hasta el Rey sospechas de algún trato, aun
el más superficial, el más propio entre beligerantes cuyas prendas de carácter
se estiman recíprocamente aunque no cesen por eso de combatirse, o clamando
contra las costumbres religiosas de los Españoles que parecían ofender la vista
y los oídos de sus marinos en Cádiz u otros puertos en que anclaban las naves
republicanas, el Directorio tenía la casi seguridad de que el Gobierno de
Madrid acabaría por acceder a cuantas pretensiones planteara o exigencias
tuviera. Una procesión o un rosario que se celebrase por las calles, ofrecía
motivo al ciudadano Perrochel para entablar las más
acres reclamaciones, fundadas en la cólera que producía en los republicanos,
adoradores tan sólo de la Diosa Razón o partidarios de la secta de los teofilántropos,
pero dirigidas a imponer nuevos sacrificios a España y a la cooperación, sobre
todo, de nuestras escuadras y soldados a sus proyectos militares. Y el Gobierno
español, tomando en serio esas reclamaciones y temiendo lo que menos debía
temer en aquellas circunstancias que era la venganza del Directorio, se
allanaba a todo complaciendo en cuanto podía satisfacer aquellos que bien
pudieran llamarse desplantes groseros de los revolucionarios franceses. Era
necesario que un Lángara opusiera una resistencia vizcaína a las órdenes,
disfrazadas con el título de avisos, que emanaban de París sin explicar
siquiera los antecedentes ni la razón de ellas.
Así, según
hemos visto también, se había verificado la salida de Mazarredo en Febrero de
1798, y así se pretendió que nuestras escuadras se unieran a las francesas para
reparar en Egipto el desastre de Abukir. La escuadra de Melgarejo pudo llegar a Róchefort y eludir después la vigilancia y la
persecución de los Ingleses que la bloqueaban; y se logró hacer desistir al
Directorio del proyecto de desquite que tenía pensado en los mares de Egipto,
así como del de la conquista de la isla de Jamaica que también se quería hacer
con nuestros buques del mar de las Antillas y una escuadra que saldría de Cádiz
con 5.000 hombres de desembarco. Pero ¿no está manifestando esto, además de la
torpeza cometida al celebrar la alianza con la República, la de suponer que, unidas
las escuadras de ambas naciones, se harían dueñas del mar y llegarían a
encerrar a las británicas en sus puertos y arsenales?
El nuevo
proyecto para dominar en el Mediterráneo demuestra la mala fe del Directorio
para con España y la impotencia de todas sus fuerzas y de todas sus
combinaciones al querer burlar las de los Ingleses en cuantos puntos se había
propuesto disputarles.
El
Directorio quiso hacer creer al Gobierno español que aquella expedición iba
principalmente dirigida a la reconquista de Menorca; pero nuestro embajador
Azara supo cuál era su verdadero destino y así lo escribió a Madrid. Hasta
logró se cambiase el proyecto de los Directores para cumplir los votos de D.
Carlos y con las obligaciones que imponía su alianza, tan leal como resuelta;
con lo que la escuadra de Cádiz recibió la orden de incorporarse a la francesa
cuando ésta penetrara en el Mediterráneo. Bruix se dio
a la mar a principios de Abril con 25 navíos; y, poco después y haciendo
despejar el estrecho de Gibraltar a la escuadra del almirante Keith, que se
mantenía en él para guardarlo y observar a la vez a la española de Cádiz, hizo
rumbo a Toulón, base de operaciones que, sin duda, había elegido para las
futuras que habría de emprender en aquellos mares. Mazarredo salió también al
mar; se mantuvo algunos días en el Estrecho para impedir que la escuadra
inglesa que lo había evacuado y la que fondeaba en Lisboa lo cruzasen en
seguimiento de Bruix, y luego entró en el
Mediterráneo, en el que una furiosa tempestad, desarbolándole varios de sus
buques, le obligó á acogerse al puerto de Cartagena para reparar las averías
sufridas y recibir las instrucciones que pudiera enviarle el almirante francés. Bruix, sea por nuevas órdenes del Directorio, sea por
saber que el lord San Vicente iba en su seguimiento buscando su encuentro en
Malta o Egipto, pasó a Cartagena, de donde, y reunidas las escuadras aliadas en
número de más de 40 navíos, retrocedió al Estrecho y por fin a Brest,
llevándose la nuestra para, según dice un historiador francés, tenerla como en
rehenes o dejarla pudrirse inactiva en aquel puerto. La expedición, pues, no dio
resultado alguno: no reforzó ni avitualló la guarnición de Malta, no recogió
las tropas de Egipto, no pudo proporcionarles ayuda ni auxilio, y puso en
evidencia que habría pensado en todo eso, en operar en la costa de Italia, en
cualquier cosa menos en hacer esfuerzo alguno para satisfacer al Gobierno
español ayudando a la reconquista de Mahón.
La
situación, entretanto, del ejército francés de Italia se iba haciendo por días
más y más difícil y peligrosa. Pero todavía lo era en mayor grado la del cuerpo
de Macdonald que, habiendo relevado en el mando al general Championnet,
destituido por su conducta enérgica y honrada con los comisarios tan avaros
como crueles que el Directorio había puesto a su lado, andaba peleando sin
descanso en Nápoles, los Abruzos y La Puglia contra
la insurrección numerosísima que se abrigaba en aquel terreno intrincado y
montuoso. Al conocerse en París la marcha arrebatada de Suwarow sobre el
Tesino, se envió a Macdonald la orden de dirigirse al Po, pero dejando
guarniciones en Nápoles, Capua, Gaeta, Roma y Civita-Vecchia, que disminuyeron considerablemente el
número de sus tropas; pero siendo tardía la orden y no resolviéndose Moreau a
concentrarse para cubrir la plaza de Génova y los pasos del Apenino,
cuya conservación era indispensable para salvar al ejército de Nápoles,
Macdonald se vio en situación tan crítica que sólo su energía y su habilidad
lograron sacarle airoso en tan aventurada marcha.
Suwarow
entraba vencedor el 27 de Mayo en Turín a pesar de un gran combate de
vanguardia en que Moreau logró escarmentar a los Rusos que avanzaban sobre
Marengo y Alejandría. No sonreía tampoco la fortuna a Massena en Suiza,
viéndose obligado a evacuar los Grisones ante el ejército austríaco y la insurrección
de los habitantes de toda aquella parte de los Alpes. Sin la imprevisión del
Consejo áulico, cuya principal mira se dirigía a consolidar el dominio del
Austria en Italia y que le hizo desmembrar el ejército del Archiduque, Massena
no hubiera logrado retirarse a Zurich, donde pensó
detenerse atrincherándose fuertemente, y después a la línea del Albis, montaña
inmediata entre Bruck y Utznach,
donde no fue atacado por órdenes que llegaron al príncipe austríaco para que
esperase la incorporación de los 30.000 rusos de Gortchakow.
Parecía abrigar el Gabinete austríaco un pensamiento de exclusivismo respecto a
los resultados de aquella guerra, pensamiento que paralizaría por el pronto
varias de las más importantes operaciones. Era el de recuperar el dominio y la
influencia que Austria había ejercido en Italia hasta las anteriores campañas
del general Bonaparte. Para obtener tamaño resultado sería de primera necesidad
apoderarse, lo antes posible, de cuantas plazas iba dejando a sus espaldas
Suwarow, cuyo mayor empeño era el de no dar respiro a los republicanos hasta
meterlos en Francia. Así es que los generales austríacos estaban, en su mayor
parte, destinados a sitiar las fortalezas que hace poco citamos, mientras el
generalísimo ruso se adelantaba a combatir a Moreau y en aquellos momentos a
evitar su unión con el ejército de Nápoles. Macdonald la había realizado
mediante dos combates sumamente encarnizados, los de Sarzana y Pontremoli, pero un error suyo, si no fue descuido de
Moreau, estuvo para deshacer la obra, con tanta fortuna llevada a cabo por los
dos generales franceses. El 15 de Junio los atacaba Suwarow junto a la Trebbia, con la mayor parte de las divisiones austro-rusas
puestas a sus órdenes, pero que por obstáculos que encontró Kray en su marcha
no logró superasen en número a las enemigas. El combate se prolongó por tres
días consecutivos, indeciso y sangriento a punto de perder cada uno de los
ejércitos de 12 a 14.000 hombres, pero salvándose el francés de una destrucción
completa, el cuerpo de Macdonald, en la Spezzia, y el
de Moreau en Génova y sus inmediaciones.
Cuatro meses
después de la ruptura de las hostilidades, los Franceses habían perdido todas
las conquistas hechas dos años antes; toda la alta Italia estaba en poder de
los Austro-Rusos y la Suiza amenazada de la invasión; el rey de Nápoles y el
gran duque de Toscana habían vuelto a sus capitales y el de Piamonte había sido
llamado por Suwarow a la de sus estados: la coalición, por fin, triunfaba en
todas partes. Y si a eso se añade que Napoleón, rechazado en San Juan de Acre,
se veía, al volver a Egipto, a las manos con los Turcos, que los Ingleses se
apoderaban de Mysore en la India y tenían proyectado con los Rusos un
desembarco en las costas de Holanda, se comprenderá fácilmente el descrédito en
que había caído el Directorio. Por más ilusiones que se hiciera y esperanzas
fundara en su fuerza para salir vencedor de los enemigos exteriores, no dejaría
de sentir el huracán pronto a estallar en el seno de la República misma que
regía, pero sin los recursos de la autoridad dictatorial, absoluta, de la Junta
de Salud pública. Se le acusaba de haber provocado una guerra injustificada a Suiza
y Turquía, suprimido en Francia la libertad erigiendo cárceles y declarando
traidores, para que las ocupasen, a cuantos no fueran amigos suyos, reduciendo,
en fin, a los representantes de los dos grandes Consejos a una verdadera
servidumbre. Las elecciones del año VII llevaron al Cuerpo legislativo un
número considerable de diputados dispuestos contra el Directorio que,
recibiendo en su seno a Sieyès en el lugar de Réwbel,
se encontró con quien, teniendo de su lado a Luciano Bonaparte y a Genisieux, muy influyentes en los Consejos, acabaría por
destruir la mayoría compuesta de Merlin, Treilhard y Laréveillére. A Treilhard, cuya elección fue anulada, siguieron los otros
dos Directores, acabados de nombrar, que presentaron su dimisión; y elegidos en
sustitución suya Gohier, el general Moulins y Roger Ducos, los tres de cortísima importancia, Sieyès
se encontró puede decirse que soberano en el Directorio. Pero, aun así, ni el
nombramiento de Bernadotte para el ministerio de la Guerra, ni la destitución
de Talleyrand, a quien se atribuía la expedición de Egipto, y su relevo por
Reinhard, consiguieron calmar los ánimos ni impedir la formación de clubs,
entre los que, el del Picadero, llegó a hacer temer los excesos del
Terror, si bien se logró cerrarlo por fin y someter la prensa a una ley como
nunca de intolerante y represiva. Las circunstancias apuraban, particularmente
al saberse el desastre de la Trebbia que, sobre todo,
hacía echar de menos al general Bonaparte; y, así para resistir a la demagogia
en el interior como para ejecutar un nuevo plan de operaciones militares
dirigido a restablecer el honor de las armas francesas en Italia y Suiza, se
nombró a Moreau para mandar en el territorio de esta república el ejército,
para el de los Alpes a Championnet, y para el de Italia al general Joubert,
joven, como Napoleón, emprendedor, lleno de talento y que inspiraba, como él,
las más fundadas esperanzas.
¡Cuál no
sería el estado de Francia para que en las mismas esferas de su gobierno se
pensara en el restablecimiento del trono! «Arrojando, dice un libro que ya
hemos dicho se supone inspirado por Napoleón, arrojando una mirada al pasado,
se debieron entonces lamentar todas las extravagancias de 1798. ¡Qué diferencia
de resultados, de haberse propuesto consolidar el influjo de la República en
Italia interesando a España con el engrandecimiento del Infante duque de Parma
y a la casa de Saboya con indemnizaciones justas en vez de enajenarse las
cortes de la Península con las revoluciones de Génova, Roma y el Monferrato! Elevar una potencia en favor del yerno de
Carlos IV, hubiera sido un medio excelente de demostrar a la reina de las Dos
Sicilias y a Carlos Manuel de Piamonte que nosotros sabíamos estimar la alianza
de los príncipes que entraban francamente en relaciones de amistad con
nosotros; hubiera sido al mismo tiempo estimular a España a redoblar sus
esfuerzos en los mares y darnos para la defensa común de Italia el contingente
estipulado en San Ildefonso. Así, lejos de haber tenido necesidad de enviar a
Macdonald a Nápoles y a Gothier a Toscana, hubiéramos
reunido 140.000 combatientes franceses, españoles e italianos para presentarlos
a los imperiales en el Adige.»
Y que estas o
parecidas reflexiones debieron pasar por la mente de Barrás y de Sieyès en las apuradas circunstancias en que se hallaban comprometidos por
sus ideas personales y los deberes que necesitaban llenar, lo demuestran por modo
harto elocuente la correspondencia seguida entonces por Azara con el Gobierno
español, pero más aún sus Memorias inéditas. Echado del Ministerio Talleyrand,
sea forzosamente o como él dice y nosotros hemos copiado, Azara, bajo la
impresión de aquellos acontecimientos y de los discursos pronunciados en el
Picadero, en alguno de los cuales se había hecho la moción de declarar la
guerra a España, cuya conquista, se decía, y riquezas eran el único medio de
resistir a la coalición y por consiguiente a Europa, Azara, repetimos, se creyó
en el caso de llamar la atención del Directorio sobre los peligros que, tanto
para su país como para Francia, entrañaría el triunfo de la demagogia que
parecía renacer en aquellos momentos. Y valiéndose de un argumento, no sabemos
hasta qué punto fundado, el de la separación de Talleyrand del ministerio de
Relaciones Exteriores, dirigió al presidente del Directorio una nota que viene a
demostrar, a la vez que el patriotismo de nuestro embajador, la gran influencia
que debía ejercer en un gobierno que tales audacias le toleraba.
He aquí la
nota
«Ciudadano
presidente: Se dice de público que el ciudadano Talleyrand va a ser separado
del ministerio de Negocios Extranjeros. El embajador de España sabe muy bien
que no debe mezclarse en las determinaciones de la República, ni en su régimen
interior; mas cree que no puede prescindir de hacer presentes al Directorio
ejecutivo las resultas de esta mudanza de ministro, y del giro que va tomando
este Gobierno, según se advierte.—Al Directorio le consta que de acuerdo con el
ciudadano Talleyrand he trazado el plan de campaña marítima que va a abrirse
contra el enemigo común, y para efectuarle, todas las fuerzas navales de España
van a llegar a Brest, para obrar de consuno con las de la República contra
Inglaterra, por donde se ve manifiestamente la confianza sin límites que el Rey
mi amo tiene en la honradez de sus aliados, puesto que le entrega sus armadas,
sus tropas, y todo cuanto sirve para defender sus estados de Europa e Indias. — Fundábase esta confianza, así en el convencimiento de
que el poder ejecutivo era una autoridad libre e independiente, con la cual ya
los amigos de la República y ya sus enemigos podían tratar, y descansaba
también en los principios reconocidos por los ministros de quienes se servía.—
Si el nuevo orden de cosas produjese los efectos que son de suponer, si se
formase en la República un cuerpo, legal o no, que pudiese impedir o embarazar
las operaciones del poder ejecutivo, la confianza del aliado, o se disminuiría,
o se acabaría del todo. Los planes concertados no podrían ser puestos por
obra.»
«No
pretendo, ciudadano presidente, entrometerme en manera ninguna en vuestro
régimen interior, como dejo ya dicho; respeto la forma de gobierno que plazca a
los franceses establecer, y la respetaré en todo tiempo; pero tengo derecho y
necesidad de saber cuáles sean los poderes de los que representan al pueblo :
para tratar sin desconfianza ni reserva se necesita estar muy seguro de ello.
Se han de considerar las naciones como individuos particulares, entre los
cuales no puede haber contrato ninguno legítimo sin plena libertad e igualdad
de contratar. Importa poco a los franceses que el rey mi amo se valga en sus
relaciones con la República de tal o cual cuerpo, de tal o cual individuo, con
tal que su voluntad sea transmitida por medio de su ministro competentemente
autorizado, porque se puede contar en tal caso con la inviolabilidad de sus
promesas. Del mismo modo, a S. M. C. son indiferentes la forma y el modo en que
la República arregle sus deliberaciones; pero debe asegurarse de la solidez del
canal por donde se entiende con él, y de que ninguna fuerza, ya interior, ya
exterior, ha tenido poder para variarle.»
«Supongamos
que la escuadra española haya llegado a Brest equipada y pronta a moverse según
el plan acordado con el Directorio ejecutivo, y que el Cuerpo legislativo, o
cualquiera otra sociedad popular quiera meterse en las operaciones de la
guerra, damos caso, para suponer aun lo imposible, que intente cometer algún
atropellamiento contra los españoles, no habría nadie que no acusase a mi amo
de imprudencia si no lo hubiese precavido; y yo que soy su embajador, debería
ser tenido con razón por el más estúpido de los negociadores, si no pudiese
justificar mi conducta a los ojos de mi rey y de mi nación. He supuesto el caso
posible de un atropello contra la armada española en el puerto de Brest, no
porque semejante insulto, tan contrario al carácter y a la lealtad de los
franceses se me pase siquiera por la imaginación; pero hay locos y traidores
por todas partes, y como nuestros enemigos saben muy bien valerse de bandoleros
y asesinos, que bajo las apariencias del republicanismo más exaltado trabajan por
engañar y pervertir a las gentes más honradas, es menester vivir con
precaución. En una sociedad de estos falsos patriotas se hizo antes de ayer la
propuesta siguiente: «Es preciso que España ayude a la República; es menester
tratar de los medios que se podrán adoptar para hacer allí grandes mudanzas, y
proclamar la República Hispánica, hallándose destruidas ya las de Italia, y no
quedando en Francia otra riqueza mas que la de España.» Estas máximas, aunque
atroces e infernales, que nadie diría sin execración, fueron allí muy
aplaudidas. Si tales monstruos deben tener pues el influjo mas mínimo en las
operaciones del Gabinete, ¿qué seguridad habrían de tener los aliados de la
República, siendo así que al mismo tiempo que se les tiende la mano en señal de
amistad, se les clava el puñal en el pecho con la otra?»
«Suplícoos, ciudadano presidente, que comuniquéis estas
noticias al Directorio ejecutivo, rogándole que se sirva entrar conmigo en
algunas explicaciones para tranquilizar a mi soberano y a mi patria; y saber si
puedo confiarme en las fuerzas del Directorio, y en la buena fe del ministro de
Relaciones Exteriores que vais a nombrar por dimisión del ciudadano Talleyrand,
con quien he tratado hasta ahora todos los negocios con la franqueza que el
Directorio sabe. — Dios, etcétera. París 24 de Junio de 1799.»
Demasiado
comprendería el Directorio con cuánta razón representaba Azara contra las
intenciones y actos de una revolución como la que preparábanse a reproducir los más fogosos partidarios de la del 93, cuando, no sólo
recibieron la nota hasta disculpando no se deliberara sobre ella en los
momentos de la fiesta de la República que iba a celebrarse, sino llamándole
enseguida y acogiendo sus consejos, asaz enérgicos, que, aun no tomándolos en
cuenta los historiadores franceses, debió seguir aquel Gobierno según sus más
inmediatos resultados.
El plan de Sieyès,
unido a Barrás que siempre encontraba bueno cuanto
contribuyera a mantenerle en su puesto y a satisfacer la sed de dinero y
placeres, su mayor vicio, era el de variar la Constitución, su empeño también
constante a pesar de los varios desaires que se le habían hecho sufrir desde
los primeros sucesos de la Revolución. Ahora se inclinaba a una restauración
monárquica que, muertos Luis XVI y el Delfín, creía factible eligiendo en la
familia real destronada persona que, no chocando con los actos ya irremediables
de aquellos años últimos y aceptando los principios en ellos consignados, estableciese
en Francia un gobierno representativo que calmara los despechos de los vencidos
en esa reforma y las ambiciones y venganzas de los que aspiraban a la vuelta
del tiempo por que tanto habían sufrido y peleado. Y para asegurar la ejecución
de ese plan con resultado el más inmediato posible y la reserva que exigía, se
catequizó al general Joubert, quien convino en hacerse el instrumento más
eficaz para que no se malograse tan juicioso proyecto en varias conferencias
celebradas con Azara, persona la más a propósito para manejar aquella intriga
por la confianza que en él ponía el mayor número de los Directores y por su
representación diplomática de la parte entonces más influyente de la dinastía
borbónica, que era la española. Joubert estaba de acuerdo, según dijo, con los
generales en jefe de los ejércitos franceses en cuanto a la necesidad de echar
abajo el Directorio; y creyendo ver que las costumbres y la opinión por
consiguiente eran monárquicas en el país, había que volver a esa forma de
gobierno. La cuestión, en ese caso, era la de qué príncipe habría de ejercerlo,
puesto que, en su sentir, estaban excluidos los emigrados; el conde de Provenza
por malquisto, se decía, y por no poder andar por su pie, y el de Artois por
libertino. En concepto de Joubert sólo en España se encontraría el príncipe que
se deseaba; pero Azara, «aunque interesado, dice en sus Memorias inéditas, en
ensalzar a la familia Real colocando a uno de nuestros príncipes en el trono de
su abuelo Luis XIV», se halló en la necesidad de responder que ninguno de ellos
tenía educación ni ideas que pudieran convenir a Francia, y que por
consiguiente no había ninguno que fuera a propósito para tomar las riendas del
gobierno de un país tan agitado. Entonces se pensó en llamar al trono al duque
de Orleans, hijo, es cierto, del regicida Felipe Igualdad, pero que había
prestado servicios a la Revolución combatiendo en los ejércitos contra los
enemigos de la Francia y contra los emigrados, sus propios parientes.
Ya en ese
punto quedó la discusión pendiente, pero el plan se llevó adelante cambiando el
destino de Joubert, que había sido nombrado jefe del ejército de París, por el
del mando del de Italia, donde si, como esperaba, salía vencedor de los
Austro-Rusos, volvería a la capital de la República, imponiéndose a todos los
partidos, llevar a cabo su obra restauradora.
La Fortuna
había tomado otro rumbo, el de Egipto, brindando con la suspirada dictadura a
quien parece se había propuesto elevar a la suprema de una nación, anhelante
porque se la sacara del miserable y crítico estado en que la tenían sus ineptos
gobernantes del Directorio. Joubert con todas sus condiciones de valor y
patriotismo se hundiría pronto en el oscuro piélago a que le condujeron las más
halagadoras esperanzas de poder y gloria.
Llegado al
ejército y al desembocar del Apenino con Moreau, que
no quiere dirigirse al hasta ver a su joven colega vencedor en Italia, su
primera impresión es triste: sabe que Mantua se ha rendido, y que Kray, con
20.000 hombres de que dispone después de conquistada aquella formidable plaza,
acude a reforzar a Suwarow que espera a los Franceses a la cabeza de más de
60.000 combatientes.
No por eso rehúye
Joubert el combate, lleno de ardor su corazón heroico y de ilusiones su mente
al verse con un ejército numeroso y en posición tan ventajosa como la meseta de Novi, en que supone no se atreverán a asaltarle los
Austro-Rusos. Era no conocer a Suwarow que, por el contrario, ataca al amanecer
del 15 de Agosto la posición francesa encomendando a Kray su ala derecha frente
al punto más importante y clave de la línea enemiga. El combate allí se hace
rudo y sangriento; las columnas austríacas, cruzando los campos del viñedo que
cubre las faldas de la meseta, ganan el borde que los Franceses defienden con
la mayor bravura. La acción se va haciendo por momentos más y más reñida; y
cuando, para decidirla, acude Joubert a la cabeza de un regimiento, una
descarga de la infantería de Kray lo derriba muerto entre ciento de los
soldados que le siguen.
Eran las
seis de la mañana y Moreau que, como dice un escritor francés, parece destinado
a encargarse siempre del mando en las peores y más difíciles circunstancias de
aquella campaña, si logra al principio rechazarlos demás ataques de los
aliados, tiene que retirarse y eso con los mayores trabajos, el sacrificio de
muchos miles de los suyos, gran parte de la artillería y dejando, además, en
poder de Suwarow generales tan distinguidos como Perignon, Grouchy y otros que, por salvar al ejército, no han podido atravesar las masas de las
cuádruples fuerzas de que se han visto rodeados.
Pero, adiós
las ilusiones de Joubert, los proyectos de sus amigos del Directorio y los
trabajos y manejos diplomáticos de Azara por el establecimiento, primero, de
una dictadura militar que se impusiera a todos los partidos políticos en
Francia y la proporcionase, después, la restauración del trono Jamás se vio la
República en mayor riesgo: la invasión del territorio francés parecía
inminente, hasta había sido anunciada por Suwarow a sus amigos para días muy
próximos ; el Directorio se hallaba a punto de declarar la patria en peligro, y
ya nadie ambicionaba en él más que mantenerse y correr lo menos mal posible tan
deshecha borrasca. Habían entrado, sin embargo, tales elementos en aquella
coalición que acabarían por descomponerse y divorciarse; y lo hicieron en los
momentos mismos en que debían esperar un triunfo que ya nadie osaba
disputarles, tan decisivo como inmediato. Las victorias de Suwarow habían
creado en la Coalición antagonismos de gloria y antagonismos de intereses.
Pablo I perseguía un ideal generoso, el de destruir la República y restablecer
el trono de la Francia. Pero los Ingleses y Austríacos, inspirándose en
pensamientos más positivos que los del Zar, ambicionaban resultados que les
indemnizasen de las grandes pérdidas que hasta entonces llevaban sufridas, los
unos en oro y los otros en extensión también de sus anteriores dominios. Así,
mientras los Anglo-Rusos acometían la jornada de Holanda, cuya escuadra
quedaría en poder de Gran Bretaña a pesar de la capitulación que se vieron
obligados a celebrar con el general Bruñe que tan valiente y hábilmente
defendió aquel territorio de las fuerzas que habían desembarcado en él, Suwarow
recibía la orden de trasladarse a Suiza adonde llegaba cuando, vencido su
teniente Gorsakow por Massena el 26 de Septiembre en Zurich, se vería con un corto número de fuerzas y en un
país escabrosísimo, sin comunicaciones, víveres ni
socorro alguno, obligado a abandonar el teatro de la guerra en que había
recogido tantos desengaños como glorias.
Thiers,
después de resumir en muy pocos renglones tantas y tan memorables operaciones,
concluye su narración con las siguientes frases: «La campaña de Oriente había
terminado con gloriosos triunfos, pero, es preciso decirlo, si todas estas
heroicas hazañas sostuvieron la República, próxima a sucumbir, y la dieron
algún esplendor, no por eso la devolvieron su antiguo renombre y poderío.
Francia se hallaba salvada, pero nada más; pues no había recuperado su perdida
gloria, y aún corría en el Var algunos riesgos.»
Una de las
fuerzas que perdió Francia en aquella campaña, la que más debía sentir en su
inmenso orgullo, fue la moral, ese prestigio que siempre se ha atribuido para
que se respeten sus invasiones del espíritu en las materiales de sus armas. A
eso hay que achacar la perniciosa costumbre de dejar en los puntos que los
Franceses abandonan por acudir a otros de mayor y urgente necesidad,
guarniciones flacas e impotentes, por tanto, para sustentarlos contra la
población y contra los enemigos. Al retirarse Macdonald de Nápoles dejó en los
fuertes y lo mismo en Roma algunas tropas, compuestas en su mayor parte de los
enfermos e inútiles que no podían seguir al ejército en la precipitada marcha
que emprendió para unirse al de la alta Italia. Esas guarniciones, más que para
defender las ciudades y a los mantenedores de las repúblicas recientemente
creadas en ellas, servían para provocar la reacción y las represalias, los
vejámenes y asesinatos en los partidarios de la monarquía y de los soberanos
acabados de despojar. Así es que los Calabreses insurrectos, a quienes se iban
uniendo cuantos aborrecían la ocupación francesa por espíritu de independencia o
por el de sus ideas políticas, aumentando en número hasta formar un ejército de
25.000 hombres cuya organización y conducta dirigía el cardenal Ruñó, enviado
desde Sicilia con el ayuda de los buques ingleses y rusos que acompañaron a la
familia real a aquella isla, se encaminaron inmediatamente a Nápoles para
destruir la flamante República Parthenopea y más aun
para aprovechar la ocasión de, con pretexto de vengar los atropellos ejercidos
en los monárquicos, entregarse a todo género de violencias, el saqueo, el
asesinato y la destrucción. En vano fue que el eminente purpurado que los
guiaba procurase templar sus iras y, avisando a los más comprometidos por la
República, tratara de impedir la desgraciada suerte que les esperaba de
quedarse en Nápoles: los nuevos invasores inmolaron sin piedad alguna a cuantos
se mantuvieron en la población, y los Ingleses les entregaron los que,
siguiendo el consejo del Cardenal, se habían embarcado para huir de aquel antro
de furiosos y asesinos. No borrarán los años por muchos que transcurran la
mancha que Nelson echó sobre su nombre en aquella fatal jornada: ni la
recomendación de Ruffo, ni el salvoconducto que llevaban los fugitivos, firmado
también por uno de los capitanes de la armada inglesa, bastaron a evitar que el
célebre almirante los entregase a aquel populacho sediento de sangre que los
sacrificó a su rabia. ¿Si sería para complacer a la espiritual Hammilton para lo que ponía al alcance de los verdugos de
Nápoles al obispo de Carpi, al almirante Caracciolo, al conde Riario y tantos
otros proceres que entonces fueron ajusticiados? Ni la presencia del Rey, que
entró en Nápoles el 27 de Julio, impidió continuase la serie, que parecía
inacabable, de los desmanes de la muchedumbre contra aquel infeliz vecindario.
«En Roma,
escribía después Macdonald, y entre los partidarios de la República, la
desolación y el espanto no eran menores que en Nápoles. A despecho de todo, era
necesario marchar y marchar al momento, hacer el ensayo de dar la mano al
ejército de Italia, rechazado a Piamonte y puesto a las órdenes de Moreau en
lugar de Schérer.» Y no era infundado ese temor, porque bien veían los
comprometidos por la causa republicana en Roma, aquellos cónsules, tribunos y
ediles que tan cómicamente habían tomado a su dirección y cargo la Ciudad
Eterna, que los pocos franceses dejados allí y en Civita-Castellana
y Civita-Vecchia para defenderlos, no podrían hacerlo
del ejército napolitano que iba hacia ellos a marchas forzadas. Para que,
además, no les quedase duda sobre la confianza que los Franceses abrigarían en
su propia fuerza y en la de los partidarios de la República, los vieron
celebrar con el almirante Towbridge en Civita-Vecchia una capitulación que desaprobaron los
Austríacos y Rusos, como poco después anatematizaba el emperador Pablo el
convenio entre la guarnición francesa y el general austríaco para la entrega de
Ancona, causas que no contribuyeron menos que la de la derrota de Gorsakow en Zurich al
enfriamiento de los coligados en sus relaciones militares y políticas.
España,
entretanto, veía así como con indiferencia el torbellino de los importantes
sucesos que, unos prósperos y otros adversos a la causa a que tan
desatinadamente se había adherido, perturbaban a Europa toda. Sus ejércitos se
mantenían inertes en el suelo patrio como demostrando su impotencia ya que ni
por un lado ni por otro ejercitaban las armas, y sus naves anclaban en puertos
extranjeros, tenidas, más que por auxiliares, en rehenes de la lealtad
española, de que ya se iba desconfiando aunque sin razón ni causa alguna de
fundamento. Sólo un hombre, y ya se ha visto, aunque afecto a los Franceses por
sus conexiones con los generales que más se habían distinguido en Italia donde
él ejercía verdadera y legítima influencia, se portaba como español honrado,
como vasallo leal y activo y eficaz funcionario para demostrar que no sería por
falta suya el que nuestro gobierno dejara de desplegar la patriótica energía y
el acierto a que estaba obligado en tan delicadas circunstancias. Azara no
descansaba, en efecto, en la tarea de, sin faltar a los compromisos de la
alianza contraída con la República francesa, denunciar sus intolerables
exigencias y la falsedad de sus intenciones en varios e importantes casos. Así
como había inmediatamente avisado a nuestro gobierno del objeto que llevaba el
almirante Bruix en su expedición al Mediterráneo, muy
otro del de la reconquista de Mahón, y del peligro, que también denunció, a que
estaba expuesta la escuadra de Mazarredo en Brest, intervino en los manejos de Sieyès,
Barras, Talleyrand y Joubert para restablecer la monarquía en Francia, aun
cuando con el carácter de constitucional y parlamentaria. Pero manejaba las
riendas del gobierno en Madrid un hombre tan ignorante en arte preñado de tales
dificultades como presuntuoso y de intenciones poco rectas para los que mejor
podrían, de otro modo, servirle y ayudarle a soportar el grave peso que había
echado sobre sus flacos hombros. Ese era el tantas veces nombrado D. Mariano
Luis de Urquijo, a quien Azara se había quejado frecuentemente de que no
lograba obtener su confianza en cargo en que le debía ser tan necesaria para
desempeñarlo a satisfacción, y de que sus despachos iban a parar al
conocimiento del embajador de Francia o se presentaban truncados y
desnaturalizados, por consiguiente, al Rey que mal podía así formar juicio
exacto de ellos y menos de los asuntos a que se referían. Urquijo, además,
parece que sostenía correspondencia secreta con personas de París que gozaban
de la fama de jacobinos y de los más revolucionarios, enemigos de la monarquía
y jueces severísimos, por tanto, de la conducta de Azara, de quien, por otra
parte, no se recataba en censurar ante los Reyes españoles carácter e ideas,
que le atribuía, así políticas como religiosas. Al ver los Franceses, amigos o
corresponsales de Urquijo, la influencia de Azara en el Directorio y su injerencia
victoriosa en los asuntos que provocó el 30 Prairial,
sospechando, quizás, de lo que pudiera tratarse en las visitas que le hacían
Joubert y algunos de los Directores, escribieron a Urquijo estimulándole a
exonerar a un diplomático que así y con tal fruto trabajaba contra ellos. Y, al
cabo, lo lograron, relevándose a Azara poco tiempo después con D. Ignacio
Múzquiz, Ministro plenipotenciario entonces de España en la corte de Prusia, el
único, según el príncipe de Repuin, con quien se
trataba allí Sieyès, razón probablemente para que se le trasladara a París.
Otra de las
causas que debieron producir la ojeriza bien manifiesta de Urquijo a nuestro
embajador en Francia, fue el interés que éste había demostrado siempre por el
Papa y por el mantenimiento de su poder temporal en Roma. Ya dijimos cuán
grande era el que Carlos IV se había tomado por el venerable Pontífice
enviándole socorros y los tres arzobispos a que también nos referimos
anteriormente, de dos de los cuales, así como de varios cardenales y prelados
residentes cerca de S. S., le privó el Directorio, receloso hasta de las
atenciones que todos los católicos debían demostrarle. Pío VI, mortificado así
por sus crueles enemigos en la que pudiéramos llamar su prisión de Siena,
enfermo y en edad que hacía augurar su próxima muerte, no encontraba otro que
le consolase en sus penas y trabajos que el mismo Azara, cuyos consejos
anteriores le hubieran quizás, de haberlos seguido, evitado parte de los
grandes disgustos que sufría; pero, siguiéndolos ahora, firmó una bula
autorizando a los cardenales a reunirse después de su muerte y celebrar el
conclave para la elección del futuro Pontífice allí donde lo creyesen más
conveniente. Esa bula fue entregada a Azara para que la estudiase, haciendo
firmar su conocimiento a los cardenales con la mayor reserva, al mismo tiempo
que conseguía de S. S. el que las expediciones eclesiásticas para nuestra
patria se continuasen en Roma a fin de que no sufrieran retardo los negocios
espirituales de España, tan importantes y frecuentes siempre.
Ya se
comprende, y Azara fue el primero en confesarlo, que no podría el Papa
permanecer mucho tiempo cerca de Roma donde los revolucionarios no cesaban de
pedir su alejamiento y donde comprometía, así lo pensaba él, al gran duque de
Toscana que en tal apuro no hacía sino consultar a los generales franceses que
siempre también le aconsejaban lo echase de sus estados. Pero, al fin, el día
25 de Mayo de 1798, efecto de un terremoto que dejó inhabitable el convento en
que se hospedaba, tuvo S. S. que trasladarse a la Cartuja de Florencia, donde,
para ejemplo de la instabilidad de las grandezas humanas le visitaron el gran
duque de Toscana, que no veía momento seguro en su gobierno, y los reyes de
Cerdeña, arrojados días antes del Piamonte. Allí continuó el Papa hasta Abril
del año siguiente en que la nueva guerra de la Coalición con Francia le hizo,
no atendiendo a los ruegos del soberano de Nápoles ni a los del Directorio que
le aconsejaba trasladarse a Cerdeña, le hizo, repetimos, pasar a Francia, en
cuya ciudad de Valence del Delfinado, llegó por fin a
establecer su asiento el 14 de Julio después de una peregrinación penosísima
cual se puede suponer por el estado de las comunicaciones en aquel tiempo, las
vejaciones, nunca interrumpidas, de las autoridades francesas y la avanzadísima
edad de más de ochenta años que entonces contaba. Aunque acatado por aquel
pueblo que no cesó de darle las pruebas más elocuentes de la veneración que le
inspiraba el Papa, su mayor consuelo fueron la permanencia, que se le consintió,
a su lado de D. Pedro Labrador, ministro que era entonces de España en Toscana
y que le acompañó constantemente hasta recoger su último suspiro el 29 de
Agosto, después de haber regido la nave de San Pedro durante 24 años, 6 meses y
14 días
Hay que
poner aquí de manifiesto el no corto fruto que España sacó de los cuidados y
socorros que no cesaba de prodigar al Santo Padre en su lamentable odisea. En
cumplimiento de las instrucciones que le dirigía el ministro Urquijo, no muy
adicto, al parecer, a las prerrogativas de la Sede Apostólica, D. Pedro
Labrador consiguió de Su Santidad varios breves con que pudo nuestro gobierno,
además de proporcionarle recursos en alivio de su extremada penuria, atender en
algo a los inmensos gastos que producía la guerra con la Gran Bretaña. Un
subsidio de 66 millones de reales sobre el clero todo de la monarquía: otro
sobre las encomiendas de las Órdenes Militares y aun pudiendo vender sus
capitales; otro aprobatorio del decreto de enajenación de los bienes de hospitales,
cofradías, patronatos y obras pías que ya citamos anteriormente, y otro, si no a
perpetuidad, por todo el tiempo del cautiverio del Papa, prorrogando la bula de
Cruzada, fueron sugeridos al Pontífice y aprobados por él en varios de los
distintos puntos en que, por los caprichos del Directorio o por los achaques de
S. S., hubo de permanecer más o menos tiempo en su accidentada marcha al
Del-finado. Si no alcanzaron a más las que bien pudiéramos calificar de
exigencias del gobierno español en compensación de sus donativos y consuelos, fue
porque Pío VI no se atrevió a acceder a ellas por el aislamiento en que se
hallaba, privado de la asistencia del sacro Colegio y de las varias corporaciones
que cuidan en Roma del despacho de los asuntos eclesiásticos más importantes.
La muerte de
Pío VI causó en España profunda sensación. Su sabiduría, su bondad, sus
virtudes todas y la predilección que siempre había manifestado por nuestra
patria, acaso más aún, los sufrimientos a que se le había sometido en sus
últimos años, despertaron en el pueblo español y en la Corte los sentimientos
de una veneración y pena que muy luego se pusieron de relieve en los templos
todos. El Rey se manifestó hondamente impresionado; pero si ese sentimiento era
general no impidió el que el Gobierno, su primer ministro particularizándose y
al tenor de las ideas que se le atribuían, se valiese de la interinidad en que
quedaba el ejercicio del poder apostólico de Roma para introducir variaciones
en el régimen de la Iglesia española. Urquijo parece que intentaba devolverla
el carácter y las primitivas facultades que había perdido. Más aún; sus
opiniones alcanzaban a querer cercenar al Pontífice el poder temporal, acorde
en eso y en muchas otras cosas con los más exaltados revolucionarios de
Francia, con quienes se le suponía en relaciones muy cordiales. Decía, y así lo
confirma una correspondencia de nuestro embajador en Viena, el conde de Campo
Alange, «que al Papa que se eligiera le bastaría el dominio de cualquiera casco
de ciudad de Italia, en donde mandase como señor, con lo que se excusaba gastos
de tropas, celos de otras potencias, disensiones y querellas tan propias de los
que poseen, como impropias y ajenas de la Tiara y de su divino ministerio». El
hombre que abrigaba tales ideas, dignas de los revolucionarios italianos de
hoy, habría de llevarlas en cuanto pudiera a la práctica; y en la misma Gaceta en que se anunciaba el fallecimiento de Pío VI (la del 10 de Septiembre de
1799), se publicó un decreto, el del día 5, por el que se devolvieron a los
obispos españoles las facultades que habían tenido sobre las dispensas
matrimoniales y otros varios asuntos, así como se hizo mantener al Tribunal de
la Inquisición como hasta entonces en sus funciones y al de la Rota
sentenciando las causas «en virtud de comisión de los Papas, decía aquella
orden y que Yo quiero ahora que continué por si. »
Con eso
empezó á revelarse en el alto clero una escisión bastante marcada, no
conformándose algunos prelados con la resolución de un regalismo en su concepto
exagerado; y si se añade que esa escisión tomó mayores proporciones al
renovarse la antigua lucha entre los llamados jansenistas, jesuitas y molinistas,
de que se hicieron eco el púlpito y la prensa y en que hubo de intervenir hasta
el mismo Santo Oficio, se comprenderá el desorden y la indisciplina que
introdujo en España la acción, por lo menos inoportuna, de Urquijo en asunto
por sí y por sus consecuencias tan trascendental. No era de extrañar lo del
púlpito; pero en la prensa lo fue mucho, habiendo aparecido folletos y
opúsculos en número suficiente para que el Gobierno se creyera en el deber de,
como otras obras que también empezaron a circular por la Península, prohibir
cuanto escrito se refiriese a materias tan delicadas, cualquiera que fuese el
sentido en que se trataran.
El Nuncio de
S. S., que lo era entonces Monseñor Casoni, arzobispo
de Perges, elevó al Gobierno las más calurosas
reclamaciones, a las que contestó Urquijo con una virulencia que llevó en pos la determinación de enviar al prelado sus pasaportes
para que inmediatamente saliese del reino; pero mediando Godoy, y eso prueba
que no había perdido ni el afecto de los Reyes ni su antigua influencia, se
revocaron aquellas órdenes y el Nuncio continuó en Madrid sin menoscabo alguno
de su dignidad. El ministro sintió el golpe y la mano que lo había dado; pero
la habilidad del Príncipe de la Paz y más todavía la prueba de que no decaían
las fuerzas que le sostuvieron tanto tiempo en el poder y habrían de volverle
muy luego á él, le hicieron no rebelarse y disimular, como pudiera, el desaire,
sin, con todo, perdonárselo, al decir del favorito en sus Memorias.
La elección
del nuevo Pontífice fue en extremo laboriosa. Preparado por las instrucciones
de Pío VI y la secreta y hábil gestión de Azara, reunióse el conclave en Venecia el 1° de Diciembre ; y aunque transcurrieron más de tres
meses en graves discusiones, repetidos empates en el número de votos y
dificultades diplomáticas con los gobiernos de Austria. Francia y España, elegíase el 14 de Marzo de 1800 al cardenal Gregorio
Bernabé Chiaramonte que luego tomó el nombre de Pío
VII.
Como esta
elección fue hecha en los estados del emperador de Austria, y en Roma había
vuelto a establecerse el antiguo orden de cosas después de la campaña de
Suwarow y ]a retirada del ejército francés de toda la Italia meridional, el
nuevo Papa pudo trasladarse desde Trieste , donde se embarcó, a la Ciudad
Eterna, donde las autoridades napolitanas que la gobernaban continuaron, sin
embargo, ejerciendo el poder militar como hasta entonces.
En España se
tranquilizaron los ánimos de los fieles católicos con la elección del Pontífice
y su vuelta a Roma, haciendo el Rey que se cantase en todas las iglesias un
solemne Te Deum y se iluminase Madrid por tres noches
consecutivas. Por lo demás y calmados, según ya hemos dicho, los ánimos que a
tal excitación se habían entregado durante la época en que vacó el solio
pontificio, el Gobierno español, más que a nada, atento a los graves sucesos
que tenían lugar en el centro de Europa, seguía en la misma inercia en que se
le había visto sumido desde la caída del Príncipe de la Paz. Tal cual
providencia sobre la administración interior aparecía en la Gaceta,
alguna perteneciente tan sólo a etiquetas de corporación, pocas sobre servicios
en las carreras profesionales, demostración la más completa de cuán sensible
debía ser la ausencia de Saavedra y Jovellanos de sus respectivos ministerios.
Una, sin embargo, llamó la atención y dio mucho que hablar, la dictada el 6 de
Mayo de 1799, prohibiendo trasladarse a Madrid las mujeres e hijas de los
magistrados y jueces a promover o recomendar las pretensiones de sus maridos o
padres, a quienes se amenazó con que no se les ascendería mientras no se
hallasen en sus puestos en familia.
No es
extraño que los ministros españoles y aun el monarca mismo tuvieran su mirada y
su atención fijas en los acontecimientos que entonces y con vertiginosa rapidez
se sucedían en la Europa central. Uno, el de mayor trascendencia indudablemente
en los destinos de Francia, se verificaba en los días de entre el 24 de Agosto
y el 6 de Octubre al embarcarse el general Bonaparte en Egipto y tomar tierra
en Frejus en los términos meridionales de la
República. Ya anteriormente hemos expuesto la situación difícil que se le había
creado con la derrota de la escuadra francesa en Abukir y el fracaso de sus
ataques en San Juan de Acre. Si aún podía detener a Napoleón en Egipto la idea
de abandonar su ejército en situación tan precaria, las noticias que, como
también hemos dicho, le hizo llegar el almirante Sidney-Smith
sobre el estado de Francia, en peligro de ser invadida inmediatamente por las
armas victoriosas de Suwarow del lado de Italia y por las del archiduque Carlos
desde el Rin, ahuyentaron de su ánimo cualquier escrúpulo que le pudiera quedar
sobre resolución tan decisiva como la de huir de las filas de su, puede
decirse, abandonado ejército. Con él vinieron a Francia algunos de sus mejores
generales y al desembarcar fueron a ofrecérsele varios de los más distinguidos
entre los que habían quedado en Europa. Jourdán,
Augereau, Macdonald, Leclerc y otros, hasta Moreau que profesaba tan distintas
opiniones y era tenido por rival suyo dentro y fuera del ejército. Volvió, por
supuesto, a su inmediación Talleyrand, a quien el general, a pesar de su
reciente defección, estimaba por sus talentos para utilizarlo en sus, no hay
para qué decirlo, ambiciosos proyectos. Descontenta Francia de la gestión
política y militar del Directorio y abrigando las más halagüeñas esperanzas en
el general victorioso que tanto la había engrandecido y tantas glorias
procurado, toda ella aguardaba de Bonaparte un acto que la sacara de la
postración en que yacía. Los partidos políticos estaban, a la vez, pendientes
de la resolución que pudiera tomar un hombre que bien veían cuánto pesaba en la
opinión pública, capaz por sus condiciones personales y su prestigio de influir
en ella hasta cambiar la faz política de la nación como antes había cambiado la
militar y era de esperar la cambiaría de nuevo tan pronto como se hallara con
medios para hacerlo. Los revolucionarios, confiando en que, una vez vencedores
por la influencia que conservaba, le sujetarían después hasta reducirle a ser
mero instrumento suyo; los conservadores, por el deseo de vivir tranquilos al
amparo de brazo tan robusto, y los que en París eran llamados los podridos por
no ser más que los explotadores de toda situación, los primeros Barras y
Fouché, por continuar gozando de la fortuna y engolfados en sus vicios que les
perdonaría quien de ellos se valiere; todos en un concepto ú otro buscaban a
Napoleón y le ofrecían sus servicios. Eso lo llevaba él previsto, comprendiendo
que los diversos partidos que intervenían en la política de Francia no estaban
para pedirle cuenta de su conducta al abandonar á sus camaradas de Egipto, sino
que le ayudarían porque les era necesario al derrumbarse, como ya se veía, el
Directorio.
Una de las
cuestiones que habría de resolver por lo pronto era la del papel que más
pudiera convenirle representar. El de Monck le
repugnaba por la causa que habría de favorecer y por la clase de ambiciones de
que ya adolecía; el de presidente del Directorio no le llevaba más que a
continuar la lucha política dentro de una corporación hacía mucho tiempo
desacreditada ; y entre tan diversos pareceres y desatendiendo intereses tan
encontrados como los que se discutían y chocaban en derredor suyo, se decidió por
un nuevo organismo, ni el de Restaurador, en una palabra, ni el de agente de
los Barras y compañía. Porque lo que decía Talleyrand: «Era cuestión de
sustituir una especie de poligarquía a otra. Júzguese, pues, de lo que podría
sucederle al que pensara en representar el papel de Monck,
teniendo contra él á casi todos los que concurrieron de un modo u otro al éxito
del 18 Brumario». Y después añade: «Restablecer la monarquía no era volver a
levantar el trono. La monarquía reconoce tres grados o formas: es electiva
temporalmente, electiva vitalicia o hereditaria. Lo que se llama el Trono no
puede pertenecer a la primera de esas formas y no pertenece por necesidad a la
segunda. Ahora bien; llegar a la tercera sin haber pasado sucesivamente por las
otras dos, a no ser que Francia se hallase en poder de fuerzas extranjeras, era
cosa absolutamente imposible. Lo hubiera podido verdaderamente ser, viviendo
Luis XVI, pero la ejecución de aquel príncipe había puesto a eso un obstáculo
insuperable».
«No pudiendo
ser inmediato el paso de la poligarquía a la monarquía hereditaria, seguíase por consecuencia necesaria que el restablecimiento
de ésta y el de la casa de Borbón no podían ser simultáneos. Así, era necesario
trabajar para el restablecimiento de la monarquía sin ocuparse de la casa de
Borbón que el tiempo podría traer de nuevo si acontecía que el que ocupara el
trono se mostrase indigno de él y mereciese perderlo. Había que hacer un
soberano temporal que pudiera llegar a ser vitalicio, y por fin, monarca
hereditario. La cuestión no era la de si Bonaparte poseía las cualidades que
fueran más de desear en un monarca; tenía incontestablemente las indispensables
para volver a sus costumbres de disciplina monárquica a la Francia, infatuada
aún con las doctrinas revolucionarias, y nadie poseía esas cualidades al grado
que él».
«La
verdadera cuestión era la de cómo se haría de Bonaparte un soberano por tiempo
limitado. Si se pensaba en nombrarle Cónsul, se revelarían tan sólo miras que
no podrían ocultarse por mucho cuidado que se pusiera en ello; y si se le daban
colegas iguales en título y poder, sería como continuar en la poligarquía».
«Se
continuaba también en la poligarquía al establecer un cuerpo legislativo o
permanente, o que debiera reunirse en épocas determinadas sin convocatoria y
suspendiéndose por sí mismo. Si ese cuerpo se dividía en dos asambleas
distintas y podía él solo hacer leyes, se continuaba en la poligarquía. En fin,
quedaba subsistente la poligarquía si los principales administradores y los
jueces sobre todo continuaban siendo nombrados por las asambleas electorales.
El problema que había que resolver era, bien se ve, muy complicado y estaba
erizado de tantas dificultades, que se hacía casi imposible evitar las
arbitrariedades. Así es que no se logró el evitarlas».
Y llegó el
18 Brumario del año VIII (9 de Noviembre de 1799). La opinión contra el
Directorio estaba de hacía tiempo formada, así como la de la necesidad de que
un general bien acreditado por su carácter y servicios la dirigiese, dócil, sin
embargo, para seguir el rumbo que se le imprimiera; y como Moreau debía
inspirar alguna desconfianza y había muerto Joubert cuando ya se contaba con
él, toda Francia puso los ojos en Napoleón, el más ilustre por sus victorias y
que, llevado en alas de la fortuna, acababa de desembarcar en Frejus salvándose como por milagro de los cruceros
ingleses. Pronto se puso en combinación con su hermano Luciano, con Sieyès y
cuantos andaban de tiempo atrás conspirando para variar la constitución de la
República, y se convino en que la espada del vencedor de Italia acabaría la
obra que ellos procuraban levantar. La empresa no era de fácil realización,
como que estaba prevista por los que más debían temerla; pero aun así y aun
teniendo que emplear la fuerza, la cual fue puesta por el Consejo de los
Ancianos en manos de Napoleón al trasladar el punto de sus sesiones a
Saint-Cloud, pocas horas después de la reunión de los dos cuerpos
colegisladores se declaraba abolido el Directorio, para que ejercieran
provisionalmente el poder el general Bonaparte como primer Cónsul, Sieyès como
segundo y Roger-ducos como tercero, hasta el establecimiento de una nueva
constitución.
Napoleón
había corrido gran riesgo de perder el fruto de todas sus victorias y con él la
libertad y hasta la vida, a pesar de haber obtenido el mando de las tropas de
París, a las que tuvo que dirigir las arengas más enérgicas a la vez que
halagadoras como luego las que pronunció en ambos consejos, el ayuda
eficacísima de su hermano, presidente del de los Quinientos, y la de los varios
generales que le acompañaban, entre los que brilló por su audacia Murat que,
acaso, por aquel servicio alcanzó la mano de una de las hermanas del nuevo y
glorioso Dictador de Francia.
Aquel golpe
de audacia afortunada por parte de un general que días antes se hallaba, al
parecer, condenado a perder en Egipto su libertad y quizás la vida en medio de
un ejército que la opinión más sensata consideraba ya prisionero de los
Ingleses, produjo en Francia una como resurrección en los ánimos, abatidos por
tanta desgracia como en la que se veían, y en toda Europa un gran asombro y las
preocupaciones más graves. Con tal y tan eminente soldado al frente de una
nación belicosa por excelencia y dada siempre a turbar la paz de las demás con
sus jactanciosos alardes de orgullo y superioridad, lo que todos los gobiernos
calculaban era que quedarían muy atrás las sangrientas e inacabables guerras de
la Revolución al compararlas con las que eran de esperar. Y, sin embargo, los
primeros pasos de aquel hombre, que en todo había de mostrarse extraordinario,
fueron dirigidos a buscar en la paz el camino de la reorganización que se
proponía procurar a su país. Y contra lo que parecían dictar su situación,
fundada en las glorias militares, y las erradas esperanzas que le pudieran
atribuir los Franceses de volverle a ver arbitrando los destinos de Europa como
en Campo-Formio, su primer acto de política internacional fue escribir dos
cartas á sus más poderosos enemigos, el rey de Inglaterra y el emperador de
Austria. Manifestábale al primero sus deseos de una
reconciliación sincera entre las dos naciones; y dirigíase al Emperador en términos parecidos en su esencia a los en que años antes había
empleado con el archiduque Carlos con el objeto de evitar un derramamiento de
sangre que ahora se haría mayor y de efectos mucho más trascendentales. Ni el
rey de Inglaterra ni el Emperador le contestaron directamente; haciéndolo lord Grenville y Thugut a Talleyrand
para rechazar las proposiciones de Napoleón ; pero éste demostró con eso las
más altas condiciones de un hombre de Estado cuando nadie podía suponer en él
temor de género alguno, y puso a su servicio la razón, fuerza la más poderosa
en las contiendas entre los grandes imperios del mundo. Su conducta, después,
para con el emperador de Rusia no fue menos hábil y sí muy feliz; porque sabiendo
el descontento que reinaba en el ejército moscovita por los manejos del Consejo
áulico que, arrancando a Suwarow de Italia, el teatro de sus triunfos, cuando
ya amenazaba invadir la Francia, llevándole a Suiza para presenciar el
vencimiento de Gortchakow, imposible de remedio por
él a la cabeza del diezmado ejército con que atravesó aquellas montañas casi
inaccesibles, supuso, y con razón, que cualquier paso afectuoso de su lado
sería bien visto y agradecido. Hizo, pues, reunir los rusos prisioneros que
había en Francia, los vistió de nuevo y los envió a su país con un oficial de
confianza para que, además, entregase al emperador Pablo la espada del famoso
maestre La Valette encontrada en Malta al apoderarse Napoleón de aquella isla.
El obsequio produjo los efectos que sé había propuesto su hábil dispensador, y
Pablo I, valiéndose del general Sprengtporten como
emisario y de M. de Kalitcheff, como negociador,
restablecía la paz entre Francia y Rusia el 8 de Octubre de 1801, pero sin que
en el intervalo de épocas tan distantes como las de la iniciativa de Napoleón y
la firma del convenio mediase acto ninguno de hostilidad por haberse retirado
aunque paulatinamente a su país los ejércitos rusos.
De modo que
el primer acto del general Bonaparte, elevado a la más alta magistratura de la
República francesa, le valió el desmembramiento de la Coalición en la parte que
más debía temer para la guerra continental en que estaba comprometida, con la
esperanza muy fundada de que así no tardaría su primer Cónsul en deshacer lo
que, en segundo lugar, era más importante, la del Austria : las demás serían
barridas como el polvo de las eras con la primera victoria del que nunca había
sido vencido en los campos de batalla.
En cuanto a
las providencias del primer Cónsul al inaugurar el que bien puede decirse
gobierno suyo, puesto que pronto llegó a considerarse en Francia como única su
autoridad, una también de las primeras fue la de formar un ministerio, el
nombramiento de cuyos miembros fue recibido con aplauso universal, lo mismo que
las medidas económicas y políticas que tomó inmediatamente y la organización de
los dos grandes ejércitos del Rin e Italia cuyos mandos dio; el del primero al
general Moreau y el del segundo a Massena mientras iba él a sacarle de la
difícil situación en que se hallaba en Génova. Siguió á todo eso el proclamarse
la nueva constitución que, parto del más que soñador filósofo Sieyès, autor de
tantos códigos del mismo género rechazados hasta entonces, logró de la opinión
un concepto bastante favorable, creemos que mejor que por su mérito y eficacia,
que no habría de ser permanente, por haberse de practicar a la sombra
protectora del que aclamaba la Francia por su más hábil general, estadista y
administrador, según lo había demostrado en Italia y comenzaba entonces a
hacerlo con tanto aplauso.
España no
había sido relegada tampoco al olvido por Napoleón. Después del desaire de los
soberanos de Austria y Gran Bretaña, del de esta última principalmente, le
interesaba mucho tener de su lado la única potencia marítima que, unida a él,
podría, si en alguna ocasión era dable, contrabalancear la fuerza naval de la
que ya iba teniéndose por la dominadora de todos los mares, y el peso, también
enorme, que estaba ejerciendo sobre las opiniones y acuerdos de los demás
soberanos del antiguo continente. El español había recibido la noticia de la
disolución del Directorio con una satisfacción que se puso de manifiesto en
cuantas declaraciones fueron del dominio público y en las que, sin aparecer en
la Gaceta para no herir susceptibilidades, habrían de hacerse
particularmente a los representantes del nuevo gobierno francés. El antiguo se
había mostrado tan exigente siempre con Carlos IV y a veces tan desatento, y
había de tal modo atropellado los derechos e intereses de los príncipes sus
allegados de Italia, que deberían esperarse del que se anunciaba como reparador
de las torpezas e injusticias anteriores mayor cordura, formas corteses y las
atenciones que merece siempre una nación independiente y, como la española,
dotada de no escasa fuerza y hasta si se quiere de exceso de dignidad. Pero
Napoleón nunca lo entendió así; y al recibir las protestas de amistad que
inmediatamente le dirigieron el Rey y su gobierno, acompañó sus contestaciones
de satisfacción y gratitud con exigencias que dejaban muy atrás a las del
Directorio. Se había propuesto valerse de la situación comprometida en que se
hallaba nuestra escuadra en Brest para hacerla servir a sus miras, que eran las
de socorrer a Malta y sacar al ejército francés de Egipto, señalando en último
lugar, como para dar interés español a la jornada, su destino a la reconquista
de Mahón. El general Mazarredo había dirigido a Napoleón una memoria
manifestando la conveniencia de que las escuadras combinadas se trasladaran a
Cádiz, de donde, reunidas con la del Ferrol, penetrasen en el Mediterráneo, que
así podrían dominar para los fines que más aprovecharan a las dos naciones. El
primer Cónsul se avenía á ese plan; pero véase cuáles fueron las condiciones
que impuso á Mazarredo en un despacho que lleva la fecha de 28 de Febrero de
1800.
«1ª Reunidas
las dos escuadras, la española, de 15 navíos, y la francesa, de 17, saldrán de
Brest, darán caza a la inglesa y por la noche harán rumbo directamente a Malta
sin detenerse de ninguna manera ni en el Ferrol, ni en Cádiz; uniéndosele en
aquella isla cuatro navíos franceses y las tres fragatas, también francesas,
que se encuentran allí. Veinticuatro horas después que la escuadra combinada
haya salido de Brest, un correo llevará la orden a los seis navíos del Ferrol
para que se den a la vela y se trasladen a Cádiz.»
2ª Las
escuadras combinadas dejarán en Malta los socorros que la francesa lleve a
bordo; y, después las dos reunidas se dirigirán a las islas Hyeres,
donde se tomarán las medidas necesarias para sus subsistencias sin que
permanezcan allí más de dos o tres días, tiempo necesario para desembarcar sus
enfermos, recibir algunos refuerzos para las tripulaciones y víveres. Desde
aquella rada se pondrán en movimiento para la reconquista de Mahón y a fin de
operar su unión con la escuadra de Cartagena o de Mallorca.»
Y 3ª Los navíos
del Ferrol se reunirán con los de Cádiz, trasladándose después a Cartagena o a
un punto de Mallorca, si hay alguno bastante seguro a vuestro juicio. Si Su
Majestad Católica hace todos los preparativos necesarios, la escuadra
encontrará igualmente en las islas de Hyeres cuantos
socorros en tropas y en oficiales de ingenieros y de artillería podáis desear».
Mazarredo,
que en tiempo del Directorio y al llegar a Brest con su escuadra había sido
enviado a París para concertar con aquel gobierno las futuras operaciones
marítimas, con cuyo fin se le revistió del carácter de embajador extraordinario
y ministro plenipotenciario, carácter con que había seguido cerca del Consulado
después del 18 Brumario, contestó a Napoleón el 1 de Mayo indicando, parece, la
idea de que, una vez las escuadras en el Mediterráneo, podrían dirigirse a
Malta 12 de los navíos franceses que las componían. Esa comunicación debía
tener varios razonamientos falsos, por lo menos en concepto del primer Cónsul,
pues que en otro despacho de 4 de aquel mismo mes los combate persistiendo en
la idea de que «las dos escuadras salidas de Brest se presenten al frente de
Malta, hagan levantar el bloqueo de aquella plaza y metan en ella las
provisiones que lleven, y que, acabada esa operación, él las deja a disposición
de S. M. C. el rey de España, sea para dirigirse a Mahón, sea con cualquier
otro objeto». Y añade seguidamente: «Sea que penséis que convenga ir a las
islas de Hyeres o dirigirse a Menorca o Cartagena, el
primer Cónsul hará con ese fin cuanto pueda convenir a S. M. C.» Lo que
Napoleón lamentaba era en todo eso la pérdida del tiempo, la de cada día que
iba pasando sin utilidad para la causa común.
Las
contestaciones entre Mazarredo y Napoleón se iban haciendo cada día más y más
agrias, fundándose el segundo en las noticias del almirante Bruix que hacían suponer de sólo 21 navíos la escuadra inglesa que bloqueaba a las
aliadas de Brest, por lo que creía el primer Cónsul muy humillante y hasta
vergonzoso el papel que representaban los 32 navíos allí encerrados, y llegó a
mandar que se dieran a la vela aun cuando no fuera más que para dar caza a la
escuadra inglesa durante veinticuatro horas. Pero es el caso que si en aquellos
días no se hallaban a la vista de Brest más que 21 navíos ingleses, el 19 de
Marzo se presentaban 45, lo cual quiere decir que debían hallarse en la costa
opuesta 24 de reserva siempre dispuestos para, a la primera noticia, combatir a
los aliados que saliesen de aquella rada, dando así la razón á las
observaciones que hacía Mazarredo para no comprometer nuestra escuadra y á las
del general Gravina que interinamente la mandaba.
La energía y
la tenacidad, vizcaína también, de Mazarredo lograron arrancar de Napoleón, a
trueque de que se dieran a la vela aquellas dos escuadras juntas, la
declaración siguiente, consignada en uno de los despachos de su
correspondencia. «En cuanto a las operaciones que hayan de emprenderse en el
Mediterráneo, el Primer Cónsul no hace sino referirse a las diferentes cartas
que se os han escrito y a sus conversaciones. Levantar el bloqueo de Malta y
recobrar Mahon; he ahí el objeto del armamento de las
dos potencias, conforme a lo que se conoce de las intenciones de S. M.
Católica. Para llegar a eso, se hace necesario que los seis navíos del Ferrol,
los cuatro de Cádiz y los dos que se hallan en Cartagena estén preparados para
unirse a las escuadras combinadas». El despacho añadía luego: «El Primer Cónsul
aprecia vuestros talentos, y la bravura de las tripulaciones españolas es
conocida en ambos mundos. Si hubiera dificultades para el éxito, no
consistirían sino en la lentitud que pudiera darse a las operaciones. »
Napoleón
debió convencerse de los peligros que correrían aquellas escuadras si se
aventuraban a salir al mar, vigiladas como eran por la inglesa, muy superior en
todos conceptos porque pasó mucho tiempo hasta que se acordara de ellas.
Mazarredo triunfaba con sus sólidos razonamientos; pero a costa de su posición
cerca del gobierno de París que no se lo perdonó en mucho tiempo, no
desperdiciando ocasión de zaherirle hasta en despachos oficiales dirigidos por
Talleyrand al Embajador francés en Madrid, acusándole de haber dado órdenes a
Gravina para que «no operase con su escuadra cualesquiera que fuesen las
circunstancias y las disposiciones del prefecto marítimo de Brest». La posición
del almirante español se fue así haciendo muy difícil junto a un hombre como
Napoleón, violento y dominador, sin escrúpulos y no comprendiendo que hubiera
quien se atreviese a rechazar sus argumentos ni a resistir sus voluntades.
Napoleón
hacía indudablemente un gran aprecio de los servicios que pudiera prestarle
España, porque antes de emprender la nueva campaña de Italia, proyectada desde
el día de su advenimiento al Consulado, se le ve halagar al rey Carlos con lo
que más podía agradarle, su protección al duque de Parma, tan desatendido y
despreciado, según ya hemos visto, por el Directorio. Si para disponer de la
escuadra española surta en el puerto de Brest convida con la reconquista de
Mahón, para obligar a nuestro soberano a conducir en sus embarcaciones menores,
y mejor aún en las marroquíes que pueda obtener, víveres, armas y municiones
que alivien la penuria en que debe encontrarse la guarnición de Malta, avisos
también y semillas a las tropas de Egipto, brinda de igual modo con engrandecer
los estados de Parma y proporcionar a España el ensanche de los peninsulares
suyos en Portugal, con lo que, al restablecerse la paz en Europa, pueda, como
en justa compensación, recuperar la isla de Menorca. «Escribid a Muzquiz, decía
a su Ministro de Relaciones exteriores en Abril de 1800, haciéndole saber que
en la conversación que tuve ayer con él me habló del deseo que abrigaba S. M.
Católica de que el Duque de Parma obtenga un aumento de Estados en Italia, y
que, al entablarse las negociaciones, el Gobierno francés mirará como una cosa
extremadamente agradable para él la tarea de hacer ver a Europa entera la
consideración que tiene para la casa de España; que aquí los particulares
sentimientos que me inspira el Duque de Parma y que le manifesté durante mi
estancia en Italia, están de acuerdo con la política de la República, que será
siempre la de agradecer los esfuerzos que ha hecho la corte de España en pro de
la causa común, sobre todo desde la constitución del ministerio de M. de
Urquijo. Decid s Alquier que deseo me compre ocho
hermosos caballos de montar, españoles de raza. Decidle también que, puesto que
Portugal rehúsa la paz, por qué España no ha de apoderarse de algunas
provincias de aquel Estado, salvo el cambiarlas al hacerse la paz general por
Menorca, y que si hiciesen falta, que no lo creo, fuerzas francesas, no
hallaría yo inconveniente en conceder una división de nuestras tropas, mandada
por el general que pareciera más agradable a España. Que haga comprender a
Urquijo cuán sensible sería el que Malta cayera en poder de los enemigos, y que
deseo que se envíen allá cinco o seis embarcaciones de 200 a 400 toneladas con
provisión de trigo, aguardiente, carne y harina. »
Este
despacho señala perfectamente la política conservadora de Napoleón desde que
obtuvo el poder supremo y la conducta que se había propuesto observar para,
halagando los sentimientos personales de Carlos IV, atraérsele de modo que
pudiera disponer de los recursos que aún ofrecía España para llevar a feliz
término los vastos proyectos que abrigaba en su poderosa mente.
Porque ya
andaba revolviendo en ella el plan de una campaña muy urgente por aquellos
momentos, la en que habría de sacar á su querida Italia de la nueva servidumbre
donde había caído, devolviendo a Francia el rango que, como él decía en su
proclama del 21 Brumario, no debió perder nunca en Europa. Massena había tenido
que encerrarse en Génova seguido de un ejército austríaco, triple numéricamente
que el de su mando, y amenazado además por otro inglés de 20.000 hombres que el
general Abercromby andaba organizando en Menorca. Era urgente sacar a salvo de
tal situación al héroe de Zurich; y Napoleón,
comprendiendo que el paso por San Gothardo retardaría
mucho su marcha, prefirió el del gran San Bernardo que iba a conducirle mucho
antes sobre la retaguardia del enemigo. Y mientras Moreau, vencedor en Stockach y Moskirch, obligaba a
Kray a abrigarse en el campo atrincherado de Ulma,
Napoleón cruzaba los Alpes, flanqueado a su izquierda por Moncey y Bethencourt
que los pasaron por el San Gothardo y el Simplón, y a
su derecha por Chabran y Thureau que lo hicieron por el pequeño San Bernardo, Mont-Cenis y Mont-Genéve. A pesar de aquel terreno
excepcionalmente escabroso, de la necesidad de desmontar la artillería para
arrastrarla a brazo y la dispersión de las tropas que representan camino tan
áspero y accidentes tan variados como los que debían entorpecer la marcha de un
gran ejército, y a pesar de obstáculo tan influyente como el del fuerte de Bard, situado en una posición inexpugnable que obstruía el
paso y que fue necesario flanquear a fuerza de trabajos desconocidos hasta
entonces a las tropas francesas; después de varios combates de sus
destacamentos en Chiusella, Turbigo y Montebello, este último decisivo para la realización completa del plan de
campaña formado en París, el general Bonaparte desembocaba en la llanura de San
Giuliano para dos días después, el 14 de Junio, dar la batalla de Marengo,
perdida en su primer período, y ganada en el segundo por la abnegación heroica
de Desaix y el arranque victorioso de Kellermann cargando con furia incontrastable a la cabeza de
sus escuadrones. Aun conservando Melas fuerzas suficientes para renovar el
combate al otro día, vióse obligado a pedir un
armisticio que le librara del espectáculo y la vergüenza de su rendición.
Napoleón
comprendió que con sólo una firma podría recobrar la mayor parte de Italia; y,
en efecto, en el convenio que acordó con el general austríaco, si éste obtuvo
el permiso de retirarse con todo el ejército de su mando al Mincio,
hubo de ser entregando a los Franceses las plazas de Coni,
Alejandría y Génova, el fuerte Urbino, las ciudadelas de Tortona, Milán, Turín, Pizzighetone, Plasencia, Ceva y Savona y por fin el
castillo de Arona.
El
armisticio de Alejandría se hizo luego extensivo al ejército de Alemania, cuyas
operaciones eran tan gloriosas si no tan decisivas, como las del de Italia; y
si bien dio lugar a negociaciones como la del armisticio naval con Inglaterra,
que pudieran conducir a la paz general, fueron al fin desaprobadas por los
respectivos gabinetes, no logrando Napoleón el fin que se había propuesto al
tomar las riendas del gobierno de Francia después del 18 Brumario. Los Ingleses
comprendieron que de lo que se trataba era de salvar Malta y al ejército de
Egipto de caer, como indefectiblemente caerían, en su poder, y arrastraron en pos de sí al gobierno austríaco que acabó por romper el
armisticio convenido en Hohenlinden y confirmado
luego en Castiglione el 20 de Septiembre para el ejército de Italia. Tan
próximo había estado el logro de aquellas laboriosas negociaciones que el
desencanto exacerbó los ánimos más de lo que antes estaban, y pronto hubo de
verse cómo los beligerantes se preparaban á reanudar la lucha por cuantos
caminos se les ofrecieran más eficaces.
Las
escuadras inglesas redoblaron, con eso, sus esfuerzos; y sin olvidar su primer
objetivo, Malta y Egipto, ni tampoco el de promover enemigos a Francia en
Toscana y las demás costas de Italia, se dirigieron entonces a las de España,
procurando, a imitación de lo que habían hecho en Holanda, apoderarse de
nuestros buques de guerra, anclados en Cádiz y el Ferrol.
Creyeron
empresa no difícil la de la conquista del segundo de esos arsenales; y, para
realizarla, organizaron una gran expedición que conduciría el almirante Pulteney con tropas de desembarco puestas a las órdenes del
general Abercombry. Componían la escuadra 10 navíos
de línea, de los que 4 de tres puentes, y 7 fragatas y varias embarcaciones
menores con un convoy inmenso de transportes que llevaban de 10 a 12.000
hombres de infantería con sobrado número de piezas de campaña. Su destino al
salir de Portsmouth era secreto; y lo mismo podía dirigirse a Holanda o a
Amberes, para cuyo caso preparó Napoleón en Amiens un cuerpo de tropas mandado
por Murat, como a las costas de España y quizás a Egipto.
El 25 de
Julio de 1800 se vio, con todo, que el objetivo, el primero al menos, de aquel
armamento era el arsenal del Ferrol, con el fin indubitable de acometer contra
él una hazaña semejante a la realizada poco antes en el Texel llevándose a Inglaterra, según ya hemos dicho, la parte más numerosa de la
escuadra holandesa. Aquel día, con efecto, el vigía de Monte Ventoso descubrió
muy de mañana a la escuadra enemiga siguiendo la costa como en busca de un
fondeadero y de un punto propio para el desembarco que no había para qué dudar
intentaba cerca del importantísimo establecimiento militar y naval del Ferrol.
No se hallaba olvidada la defensa de aquel litoral desde que se declaró la
guerra a Gran Bretaña, única potencia capaz de insultarlo; y en 1796 se había
dado principio a un estudio detenido del terreno inmediato, y luego, propuesto
el sistema defensivo más propio en las condiciones de tal guerra. Habíanse después construido nuevas baterías en las calas y
fondeaderos próximos y establecídose en sus dominaciones
y avenidas cuerpos volantes de todas armas que vigilasen el país y pudieran
defenderlo en caso de ataque de tropas desembarcadas en alguno de los varios
puntos que ofrece tan accidentada costa; todo al igual de lo que se había
practicado para caso semejante en 1770. Era en 1800 comandante general interino
del departamento D. Francisco Melgarejo, el que vimos volver de Rochefort con tal habilidad y tan buena fortuna; gobernaba
la plaza el brigadier de la Armada D. Diego Contador; el teniente general D.
Juan Joaquín Moreno mandaba la escuadra en el puerto, y el mariscal de campo,
conde de Donadío, los cuerpos volantes, a las órdenes, por supuesto, del
comandante general del reino de Galicia el teniente general D. Francisco Xavier
de Negrete. Las tropas que llegaron a reunirse para la defensa dentro y fuera
de la plaza ascendían a unos 3.000 hombres de varios regimientos, los del Rey,
Guadalajara, Asturias y Órdenes Militares, de la división de granaderos de
Orense y de fuerza de marina que fue desembarcada desde el primer momento del
ataque.
La escuadra
inglesa fondeaba a las cuatro de la tarde del día ya citado en la ensenada de Doniños, la más próxima al Norte del canal de entrada en el
Ferrol, y seguidamente desembarcó en el arenal un gran golpe de tropas que, al
apoyo del fuego de una fragata y dos balandras que acallaron el de una pequeña
batería de la costa, se dirigieron a ocupar las alturas que, alzándose como en
anfiteatro, atalayan y cubren el fondeadero, la playa y el pueblecillo que les
da nombre. A pesar de la sorpresa que debían producir las en aquellos días
inesperadas presencia y maniobra de los Ingleses, Melgarejo y Donadío lograron
contenerlos desde las alturas del Balón y Brión con tropas de la guarnición y
del campo volante más inmediato, reforzadas por unos 500 marinos que hizo poner
en tierra el jefe de la escuadra. La noche dio tiempo para establecer los
servicios todos del arsenal y el puerto, armar nuevas baterías que aumentasen
su aprovisionamiento y defensas, a la llegada de fuerzas de los otros dos
campos y para que se situasen en los puntos exteriores, de donde se pudiera
estorbar y, si era dable, impedir la acción invasora de los enemigos. Esas
fuerzas, establecidas en dos líneas por Donadío, atacaron a los Ingleses al
amanecer del 26; pero aun ganando en su primer ímpetu las alturas que dominan
la ría por su parte septentrional, hízose la lucha sumamente desigual por el
tres veces mayor número de los Ingleses que, a la vez, amenazaron con envolver
la derecha española. La retirada era ineludible; y nuestras tropas la verificaron
con el mayor orden, dirigiéndose, una parte, a la plaza para defenderla y,
otra, a las posiciones de la espalda para hostilizar por cuantos medios pudiera
á los sitiadores. Estos, así, ocuparon sólidamente el Balón y Brión,
descendiendo después a Craña, donde se hicieron
dueños de alguno de los depósitos allí establecidos, saquearon las casas y
concluyeron por profanar la iglesia y cometer en ella todo genero de robos y
sacrilegios.
Ya desde
allí les pareció fácil apoderarse del próximo castillo de San Felipe: el fuego,
sin embargo, que les hicieron las baterías de la plaza por un lado, los
castillos de San Martín y de la Palma desde la orilla opuesta de la ría y, de
otro, el macho del fuerte atacado y varias lanchas cañoneras, admirablemente
situadas para apoyarlo, hicieron inútiles cuantos esfuerzos desplegó el enemigo
para acabar la obra de conquista y despojo que se había propuesto. Tan
convencidos quedaron los generales ingleses de la insuficiencia de sus fuerzas
y medios para vencer una resistencia que tan brava se presentaba desde los
primeros momentos y que a pocos más crecería con la llegada de las tropas de
que la autoridad española podía disponer en toda aquella costa, que en la
mañana del 27 situaron sus tropas junto a la laguna de Doniños y por la tarde las reembarcaban, habiendo hecho sin estorbos la retirada
durante la noche con gran silencio y las precauciones más exquisitas.
Las pérdidas
de nuestra parte fueron relativamente pequeñas, consistiendo en 6 oficiales
muertos, 9 heridos y uno contuso, y 31 muertos de las clases de tropa, 91
heridos, uno contuso y 5 extraviados, mientras a los Ingleses se les suponen
cerca de 1.000 bajas, así causadas por el fuego como por los mil accidentes que
siempre se sufren en ese género de empresas. Ellos no quieren confesar que la
resistencia española fuese, como en Puerto Rico y Canarias, la causa principal
de su retirada, atribuyéndola a que, bajando mucho el barómetro, se hacía
insostenible la posición de la escuadra en la ensenada de Doniños y arriesgadísima la de las tropas puestas en tierra sin esperanza de auxilio.
Ya podríamos citar expediciones inglesas en condiciones semejantes, en las que,
sin embargo, sus jefes no temieron igual contratiempo que, después de todo, era
en la época del año en que los temporales no suelen ser ni muy rudos ni largos.
El suceso
causó, de todos modos, gran sensación en Europa, y en España el entusiasmo que
es de suponer; revelando que si en los mares se veía como muy remota la ocasión
de vencer a los Ingleses, no lograrían éstos apoderarse de pedazo alguno del
suelo patrio sino por alguna sorpresa como la que a principios de aquel siglo
les había proporcionado la ocupación de Gibraltar. En la corte, el regocijo fue
grande también y se celebró la victoria perpetuando su recuerdo con un cuadro
que dibujó Ribelles y fue grabado por Enguídanos, apoteosis en que aparecía la Reina María Luisa,
genio tutelar de la patria según se la quiso suponer en aquella estampa que,
por rara ya, hallarán nuestros lectores reproducida entre las de este tomo.
También
produjo su efecto en Francia, entre las tropas especialmente; distinguiéndose
el ejército del Rin, cuyo general en jefe, Augereau, conocedor, como el que
más, de las condiciones de nuestra tropa con la que tantas veces había
batallado en el Rosellón y Cataluña, publicó una orden general sumamente
lisonjera para el amor propio y la gloria de los soldados españoles.
De Bonaparte
no se sabe qué impresión le haría la defensa del Ferrol, pues que nada consta
en su copiosísima correspondencia. Tan parco era en los elogios, que sólo por
incidencia, y al tratarse de la invasión, que ya le preocupaba de Portugal, se
acordó de que en el ataque emprendido por los Ingleses contra Cádiz, del que
vamos a dar ahora cuenta, la gloria castellana había tomado vigor nuevo bajo el
reinado de Carlos IV.
La escuadra
inglesa había hecho rumbo, de la bahía de Doniños, a
la de la ciudad hercúlea, esperando hallar a los habitantes y a su guarnición,
azotados por la peste, además de desprevenidos, sin fuerzas para disputar la
presa que el almirante Pulteney y Abercromby se
habían propuesto hacer de los navíos españoles allí anclados. Indigna el solo
pensamiento de tal empresa en circunstancias tan tristes, pues que la fiebre
amarilla estaba causando en la población los mayores estragos y las autoridades
parecían más ocupadas en procurar contenerlos que en los preparativos de la lucha
inesperada y violenta con que de repente se vieron amenazadas. Ni la jornada
lamentable de Essex en 1596, ni las infructuosas de 1626 y 1702, y menos aún la
reciente de Nelson habían ofrecido los repugnantes caracteres de la de ahora,
cuando acababan los invasores de ser vencidos en el Ferrol y parecían tomar por
objeto de su venganza una ciudad desolada por calamidad, nunca como en tal
ocasión tan mortífera y aterradora. Detenida algunos días en Gibraltar y otros
pocos en la costa de África para proveerse de agua, la escuadra inglesa se
presentó al frente de Cádiz y desde el placer de Rota preparó el 6 de Octubre
el desembarco de fuerzas numerosas que deberían emprender el ataque del
arsenal. Era gobernador de Cádiz el general Morla, quien, al observar los
preliminares de aquella operación, dirigió al Almirante inglés Keith, que había
tomado el mando en el Estrecho, dos parlamentos, uno tras otro, haciéndole
conocer el estado sanitario de Cádiz, «devorada, le decía, por la epidemia, en
cuya extinción se hallaba interesado el mundo entero y más inmediatamente la
Europa, esperando que no querría cubrirse de ignominia si, en lugar de aliviar a
los moradores de la infeliz ciudad, trataba de hostilizarlos multiplicando sus
agonías». Añadíale que, aun así, «tuviese entendido
que, la guarnición acostumbrada a mirar la muerte con semblante sereno y a
contrastar peligros superiores a todos los hostiles, sabría oponer una
resistencia enérgica y un dique inexpugnable que no lograría superar sino por
su total ruina». Keith y Abercromby interrumpieron sus preparativos; pero en el
supuesto, quizás, de que en situación tan apurada bastaría una intimación para
conseguir su objeto, pues contestaron a Morla que iban enviados por su gobierno
para destruir el arsenal y la escuadra española y que desistirían, sin embargo,
de su misión si se les entregaban los navíos ya equipados o que estuviesen
equipándose en aquel establecimiento.
A pretensión
tan insolente, Morla respondió con la carta que a continuación transcribimos,
más elocuente que cuanto pudiéramos decir para interpretar su pensamiento y
encarecer su resolución. «Señores Generales de tierra y mar de S. M. Británica:
Escribiendo a VV. EE. la triste situación de este vecindario, a fin de excitar
su humanidad para separarlo del estrépito de las armas, no me pude imaginar que
jamás se creyera flaqueza y debilidad semejante procedimiento, mas por
desgracia veo que VV. EE. han interpretado muy mal mis expresiones, haciéndome
en consecuencia una proposición que al mismo tiempo que ofende a quien se le
dirige, no hace honor al que la profiere. Estén VV. EE. entendidos de que, si
intentan lo que proponen, tendrán ocasión de escribirme con más decoro, pues
estoy que las tropas que tengo el honor de mandar, harán los más terribles
esfuerzos para granjear el aprecio de VV. EE., de quienes queda su más atento y
afecto servidor. Cádiz 6 de Octubre de 1800.»
Sea por
resultado de tan enérgica y digna comunicación o sea por haberse levantado una
marejada tan dura que amenazaba arrojar la escuadra inglesa y el convoy sobre
la costa, lo cierto es que al día siguiente desaparecía de la vista de los
Gaditanos aquel formidable armamento que, por otra parte, se nos figura no
hubiera logrado su intento, de haberlo puesto en ejecución, según el continente
que ofrecían nuestras tropas de tierra y mar, animadas del mayor ardimiento y
del reciente ejemplo dado el año anterior de 1797.
Lo que a
Napoleón, repetimos, le tenía por entonces preocupado era el pensamiento de
distraer a los Ingleses del de terminar
el sitio de Malta y la capitulación del ejército francés de Egipto, una vez
rechazada por ellos la de El-Arisch que el general Kleber había estipulado con el Visir Mehemed-Bajá.
Para eso necesitaba apretar aún más de lo que estaban los lazos que unían a
España con la República; y creyó conseguirlo halagando, como ya hemos expuesto,
los afectos y las ambiciones de nuestros soberanos con otorgar al duque de
Parma todo su protector influjo. Si en el despacho, que hemos transcrito, de 23
de Abril se lo ofrece a Carlos IV para el engrandecimiento de los Estados del
Infante, y en otro de 20 de Junio perdona a éste los socorros que la
Archiduquesa su esposa ha enviado a los insurrectos de Fontana contra el
ejército republicano, el 28 de Julio decide el destino del general Berthier a Madrid en concepto de plenipotenciario «con los
poderes necesarios, dice la orden dirigida a Talleyrand, para concluir y firmar
los convenios que puedan ser más agradables a S. M. el Rey de España en favor del
Duque de Parma, y para que se entreguen a Francia, añade, la Luisiana y diez navíos
de guerra.»
Á este
artículo, que es el 1.° del despacho, siguen otros tres que demuestran por qué
Napoleón envía cerca de nuestro gobierno persona tan caracterizada como su jefe
de Estado Mayor de siempre, la que más confianza le inspiró y su amigo y
servidor más leal. En el 2.º le encarga «excitar, por todos los medios
posibles, a España a la guerra contra Portugal, haciendo comprender que no se
podrá nunca recuperar Mahón y que es indispensable en los momentos en que está
para terminar la guerra continental y en que probablemente no tardará en
entrarse en negociaciones para la paz general, tener en las manos el mayor
número posible de equivalencias». En los otros dos artículos le manda visitar,
como viajero, los principales puertos militares de la Península, a fin de
conocer los recursos que le pueden ofrecer para la guerra marítima, y tomar, en
Barcelona u otro puerto del Mediterráneo, las medidas convenientes para hacer
llegar a Malta toda clase de socorros, entre los que 10.000 quintales de trigo.
Aún debieron parecerle pocas esas instrucciones, porque en la carta que dirigió
al rey Carlos el 20 de Agosto siguiente para que sirviese como de presentación
de Berthier en la corte, deslizaba la idea de su
satisfacción por la conducta de Gravina en Brest, que era tanto como
anatematizar la de Mazarredo que mandaba en jefe la escuadra española
guarecida en aquel puerto.
Lo de la
Luisiana había sido objeto de comunicaciones dirigidas por un correo
extraordinario al embajador M. Alquier, quien no
inspiraría a Napoleón gran confianza cuando seis días después se mandaba a Berthier con la misión que hemos recordado, y entre cuyos
encargos entraba también el de la adquisición de aquella colonia, española
entonces y cedida poco antes, en 1763, por Luis XV a nuestros soberanos.
Todo eso
formaba la base de los proyectos del primer Cónsul sobre la organización de la
Europa occidental y meridional, constitución muy diferente ya de aquella que él
mismo había querido darla cuando se hizo dueño de Italia con sus primeras
victorias pero atemperándose, obediente y resignado, a las ideas y órdenes del
Directorio. Ahora ejercía la autoridad suprema en Francia, pues que nadie osaba
disputársela ni con derecho ni sin él; y sus pensamientos políticos iban
tomando el rumbo que les dictaba el carácter eminentemente autocrático que no
tardaría a desplegar con violencia aterradora por todos los confines de nuestro
viejo continente. En ese concepto, mandaba al general Bruñe invadir la Toscana,
pero sin dar proclamas ni pasos que pudieran hacer creer a sus habitantes que
se trataba de republicanizarlos. Y aun cuando no dejara por el pronto traslucir
los proyectos que pudiera abrigar respecto a aquel Estado que así arrebataba a
un miembro de la casa de Austria, Berthier había
llevado a Madrid instrucciones para insinuarse como portador del de una
combinación que proporcionara al duque de Parma una verdadera soberanía con la
autoridad toda y los atributos reales.
Berthier fue recibido en la corte
con muestras tales de satisfacción y agradecimiento que debieron encantarle, si
ha de darse fe a su correspondencia con el primer Cónsul y su ministro
Talleyrand. Carlos IV y María Luisa se extendieron a abrazarle con la mayor
efusión; y sabiendo, sin duda, que Napoleón había dado el encargo de ocho
caballos españoles para su uso, hicieron sacar diez y seis de sus caballerizas,
los cuales se enviaron a París debidamente cuidados por gentes y picadores de
su servicio particular en Palacio. A ese regalo se acompañó una orden dirigida
al Embajador para que encargase al célebre pintor David dos retratos del primer
Cónsul, que deseaban SS. MM. colocar en sus reales habitaciones; tal era el
entusiasmo que debía inspirarles el que no se cansaban de llamar el gran
hombre, «incomparable por sus hazañas, restaurador de la gloria y de la
existencia política de la Francia».
Berthier no estaba para perder
tiempo con el cargo que ejercía de ministro de la Guerra en París y de jefe de
Estado Mayor de Napoleón en las ocasiones de campaña; y a los pocos días del de
su llegada a Madrid entabló con Urquijo las negociaciones que se le habían
encomendado. La primera se dirigía a conseguir para Francia la retrocesión de
la Luisiana con las dos Floridas a fin de compensar el aumento de los
territorios que iban a cederse al duque de Parma, en virtud del cual, decía la
nota, pueda S. A. ponerse sobre un pie más conforme a su dignidad. La segunda
tenía por objeto pedir al gobierno español diez navíos de su armada que serían
tripulados y provistos de municiones por Francia que tenía de sobra oficiales,
marineros y soldados. La tercera se refería a la guerra con Portugal, que era
lo en que más empeño mostraba Napoleón, por considerarlo como de la mayor
importancia para la paz general. Consentir por más tiempo la conducta falaz y
hasta ofensiva de Portugal no sería buena política en el gobierno de España. Y
concluía así la nota: «Amenazas, cuando no se presentan grandes fuerzas para
realizarlas, parecen debilidad. Una gran resolución es siempre honrosa y será
además política en caso de que la guerra vuelva a empezar, puesto que, si no
fuese posible tomar Mahon, es indispensable buscar
por cualesquiera medios compensaciones para España, a fin de resarcir pérdida
tan importante en el Mediterráneo. En las provincias meridionales de Francia
hay dispuestas ya tropas para apoyar la entrada del ejército español en
Portugal, si se creyese conveniente.»
Urquijo
manifestó en su contestación que el Rey cedería la Luisiana, pero sin las
Floridas que estaban consideradas como la llave del golfo de Méjico y cuya
enajenación sería mal vista en América y hasta en Europa, siempre, con todo,
que el primer Cónsul aceptara cuatro condiciones; la de formar y asegurar al
duque de Parma en Italia un Estado soberano e independiente, que contuviese una
población de 1.200.000 habitantes; la de que ese Estado consistiera en la
Toscana con el puerto de la Spezzia, o en las tres
legaciones romanas unidas al Ducado de Parma ú otras provincias de Italia de
iguales proporciones, siempre, por supuesto, con títulos reales; la de que
Francia se obligara a hacer dar y reconocer esos derechos a las demás potencias
y poner á S. A. R. en posesión de su nuevo reino en el término y época que se
determinase en el tratado que se celebrara al efecto.
Con esas
condiciones cedería España la Luisiana, tal como la ocupaba S. M. Católica;
entregaría seis navíos pero sin armamento, y daría satisfacción completa a las
quejas del Cónsul respecto a Portugal, diciéndole que ya se habían expedido las
órdenes para juntar un ejército de más de 50.000 hombres, que se consideraba
suficiente para reprimir la terquedad de los Portugueses sin hacerse necesaria
demostración alguna por parte de Francia; no dudando «traer a la memoria del
Gran Bonaparte que hay que guardar entre los Estados consideraciones y
miramientos recíprocos, los cuales se sienten mejor que se expresan. »
Y el 1°de
Octubre de 1800 firmaban Berthier y Urquijo el nuevo
tratado de San Ildefonso, conforme en sus mas esenciales partes con esas
propuestas y condiciones.
Al leer ese
tratado puede observarse que no se dice en él nada que se refiera a la magna
cuestión de Portugal; pero quedaron los negociadores en que continuarían los
preparativos militares para obligar al Regente a separarse de la alianza con
Inglaterra. En cuanto a la suerte del duque de Parma, se hizo definitivo el
tratado al confirmarse como luego veremos con el de Luneville y en el de Aranjuez de 21 de Marzo del año siguiente de 1801, después de
verificada la creación del reino que se confería a aquel Príncipe.
Para eso
había Napoleón prescrito a Bruñe que apresurase el desarme de la Toscana y no
fomentara el republicanismo en aquel Ducado, ordenándole a la vez no se tocara a
las obras de arte de sus museos, salvo la Venus de Médicis que, por el
momento, era la única que debería remitirse a París por Lucca y Génova. Pero,
una vez hecho el tratado, Napoleón, no satisfecho con las evasivas de nuestro
gobierno respecto a su acción pronta y enérgica para con Portugal, dispuso, al
volver Berthier a París, el envío de Luciano
Bonaparte a la corte de España, escribiendo al Rey una carta, tan hábil como
todas las suyas cuando era necesario algo más que su voluntad para conseguir el
objeto que se había propuesto. Principiaba así: «En la situación en que se
halla Europa, he creído conveniente encargar al ciudadano Luciano Bonaparte, mi
hermano, haga a Vuestra Majestad lo presente útil que sería para los aliados la
conquista de Portugal». Y después de demostrarle esa utilidad y de ofrecerle,
para mejor obtenerla, los oficiales de ingenieros y artillería que pudiera
necesitar, concluía con la siguiente frase, algunas de cuyas palabras hemos
recordado antes. « La guerra de Vuestra Majestad con Portugal aceleraría aun
mas el descontento público en Inglaterra, y haría comprender a esa nación
ambiciosa que la gloria castellana ha tomado vigor nuevo bajo el reinado de
Vuestra Majestad, y que si los Ingleses han amenazado a Cádiz en momento en que
aquella ciudad habría sido respetada por las naciones más feroces, Vuestra Majestad
no ha dejado impune ese acto desleal y contrario á la humanidad.»
Pero más aún
que la guerra de Portugal tenía preocupado a Napoleón la suerte de Malta y del
ejército de Egipto. Aquella plaza no era posible resistiese por más tiempo si
no se la socorría; y el tratado de El-Arich, que
mucha parte del ejército criticaba y varios generales, como Desaix y Dabout, querían eludirlo embarcándose para Francia
teniéndolo por deshonroso e innecesario aún, servía al primer Cónsul para
demostrar que si él hubiera permanecido en Egipto, aquella soberbia colonia
seria todavía francesa, como si se hubiera quedado antes en Francia, no se
hubiera perdido Italia. Si esto servía a Napoleón para hacer ver que de él
estaban de tiempo atrás pendientes los destinos de la Gran Nación, pero dejando
a descubierto su responsabilidad, así por la expedición de Egipto, que ningún
otro había inventado, como por su vuelta a Francia sin que nadie tampoco más
que sus ambiciones se la hubiera impuesto, le estimulaba más y más por días y
horas a procurar el socorro de la privilegiada isla que tan apretadamente
bloqueaban los Ingleses y el de unas tropas, no sólo expuestas a la acción de
las turcas que ya campaban en el delta del Nilo, sino que también a verse
prisioneras en las naves inglesas que vigilaban aquella remota, malsana e
incomunicada costa. Ya hemos visto el empeño que había formado en la salida de
las dos escuadras aliadas con esos destinos, empeño siempre burlado por el
general Mazarredo que, sin oponerse a que el primer Cónsul lo satisficiera,
pretendía empezase por la asamblea de las naves en Cádiz y la reconquista de
Mahón. Porque, en su concepto, Brest no era punto a propósito para atender a
las necesidades a que Napoleón quería en primer lugar, y ni era acertado ni
prudente el llevar todas las fuerzas navales a Malta cuando, pudiéndose dividir
por ser inferiores las inglesas en el Mediterráneo, además de estorbar su
acceso a las que tenían en el Océano, se lograría el recobro de la isla de
Menorca. Mazarredo decía que, una vez en Cádiz las escuadras e incorporados a
ellas los barcos del Ferrol, deberían adelantarse a Malta 15 navíos franceses,
suficientes para asegurar el socorro y su vuelta a Toulón. Los restantes
franceses y españoles, en número de 41, exigirían el enorme armamento de 80 navíos
ingleses para el crucero necesario si hubiesen de vigilar a aquellas escuadras,
los puntos más importantes por ellas amenazados y sus propias costas, lo cual
representaba esfuerzos y gastos inmensos. Si ese proyecto no merecía la
aprobación del Cónsul, Mazarredo debía aprovechar el primer viento favorable
para salir de Brest y dirigirse a Cádiz; resolución que consideraba la más
patriótica y de fácil ejecución procurando no comprometerse en un combate con
los Ingleses sino en la mayor extremidad. No desaprobaba Napoleón el plan de
dirigirse a Cádiz las escuadras, y eso se ve en todos sus despachos, pero
quería que, una vez allí, fueran a reunirse reunidas en Malta; y, aun cuando no
lo dijera, es fácil de comprender que, en lugar de retirarse seguidamente a
Cádiz, como manifestaba, se proponía hacerlas alargarse á Egipto, su pesadilla
constante en las difíciles circunstancias en que se hallaba el ejército francés
encerrado en el Delta. Pero, además, él, que no cesaba de estimular al
almirante español a la salida de las escuadras de Brest, le declaró entonces
que era necesario más de un mes para el armamento completo de los navíos
franceses, y le retuvo en París, temeroso de que el día menos pensado se le
escapara con los españoles de Brest. Allí estaba en tan precisos momentos Luis
Buonaparte, enterándose, de parte de su hermano, de cuanto ocurría en aquel
puerto, por más que, como escribió Mazarredo a Urquijo, no pudiera comprenderse
el fin de la comisión confiada a un joven de 22 años, jefe de escuadra que nada
podía entender de lo que viese de marina para formar un juicio que fundara
informe, y «en verdad, añadía nuestro ilustre Almirante, que es demasiada señal
de lo poco sólido de las ideas del principal en la materia»
Todo eso se
conoce que tenía disgustado a Napoleón; y aun cuando pareció dirigir
principalmente sus miras a los asuntos del continente, para lo que le
suministraba una gran fuerza su brillante y fructuosa victoria de Marengo, sin
alejar su atención de las operaciones navales, buscó, no en Mazarredo sino en
Gravina, el instrumento de sus futuros proyectos en esa dirección. Y como
Mazarredo lo comprendiera, temiendo, y algún motivo tuvo para ello, que su
teniente en Brest se atemperase a las disposiciones del Cónsul, que se creía
dueño de nuestra escuadra y se negaba a dejarla salir para España, dio a
Gravina la orden de no moverse del puerto más que en casos verdaderamente
extraordinarios y siempre por tiempo muy limitado, de horas. Súpolo Napoleón y exigió en Noviembre de 1800 por medio de
su ministro Talleyrand que se levantase tal orden con el pretexto de, según el
prefecto marítimo de Brest, hacerse necesaria la salida de algunos buques para
proteger la entrada en el puerto de un convoy amenazado por los Ingleses; pero
Mazarredo, no sólo se mantuvo inflexible, sino que alcanzó la aprobación de su
conducta por el Gobierno, el cual le pasó el 18 de aquel mismo mes la real
orden siguiente que copiamos íntegra por lo mucho que importa para el estudio
de los sucesos posteriores.
«No
solamente, dice la real orden, ha encontrado el Rey muy justas y fundadas las
observaciones de V. E. y los pasos dados con ese Gobierno sobre traer la
escuadra de su mando a Cádiz, sino que viendo S. M. que con pretexto de
negociaciones y de ser contraria a ellas la ida de V. E. a Brest se ha querido
detenerle, cuando si los enemigos se hubiesen de alarmar más deberían hacerlo
con la salida de la expedición á Santo Domingo, de la cual ese Gobierno no ha
dicho una palabra a S. M. me manda decirle que inmediatamente que reciba esta,
se despida, vaya a Brest, tome el mando de su escuadra y se venga a Cádiz, en
donde se ha extinguido ya la epidemia».
«Para esto
es escusado decir a V. E. que aproveche la primera y más segura ocasión; es
ocioso igualmente indicarle los medios y modos de que debe valerse, pues el Rey
tiene plena confianza en el celo y pericia que le adornan; pero sí deberé
advertir a V. E. que procure hacer la cosa de modo que evite al menos en
apariencia, todo aire de resentimiento de ese gobierno, a quien puede V. E.
decir que, no habiéndose adoptado el plan propuesto de la Martinica y Trinidad,
y resolviendo ellos su expedición separada, no quedando por consiguiente buques
prontos con que hacer otra, V. E. no puede sufrir ya más detención; que el Rey
su amo no se halla en disposición de hacer más gastos en un país extranjero;
que los ingleses le amenazan e invaden sus costas; que las tiene sin escuadras
en el mayor peligro; que en Portugal se hallan muchos navíos con tropas de
desembarco sin que se sepa a dónde ni cómo irán; que la epidemia se ha llevado
en Cádiz la tripulación entera de los buques que allí había para su defensa
provisional; en fin que aun para el rompimiento con la corte de Lisboa la
escuadra nos es precisa, es indispensable, si se verifica, y que de todos modos
V. E. tiene que venirse. Tal vez propondrán a V. E. nuevos planes, o esperanzas
lisonjeras con que entretenerle; pero V. E. sabrá rechazarlas con modo. En
suma, el viaje de V. E. se ha de verificar, viniendo V. E. mismo en la escuadra
hasta Cádiz, a no ser que la Inglaterra tratase seriamente de paz al momento de
recibir V. E. esta orden, lo que no es probable, y que el embajador lo supiese
sin quedarle duda, y que ambos estuviesen VV. EE. persuadidos de que esta
venida podría perjudicarnos».
«V. E.
amontonará las razones de gastos insoportables, de la inutilidad de la
permanencia en Brest y de la imposibilidad de sostener allí la escuadra este
invierno, de la urgente necesidad que hay de ella aquí, en fin, cuanto haya que
decir para dulcificar esta resolución, que siempre les ha de ser amarga, a
pesar de que por tanto tiempo nos han hecho su víctima».
No
necesitaba Napoleón más que el conocimiento, que tardó poco en tener, de
aquella orden para declarar la guerra a Urquijo, de cuya adhesión y docilidad
iba ya dudando de algún tiempo atrás. Y como disponía de medios más que
suficientes para imponerse por su carácter de aliado, por la fuerza de sus
armas, el prestigio que le daban sus victorias incomparables y más todavía por
la debilidad de nuestros soberanos y su gratitud en aquellos días, se puso con
el ahínco en él característico a la obra de derribar al desatentado ministro
que así se atrevía a resistirle. Era Urquijo de esos hombres que,
ensoberbecidos con su rápida elevación, la entienden, a poco de obtenerla, tan
merecida como justa. Creía además haber logrado en el corazón de los Reyes, en
el de la Reina sobre todo, un lugar preeminente que nadie le disputaría por
entonces; y, fiado en tan deleznables garantías, se arrojaba a luchar con las
influencias más grandes y más legítimas dentro y fuera de sus atribuciones
oficiales, no moderadas por la prudencia y la modestia que las hiciera respetar
en su persona sin ofensa al amor propio y al decoro de los demás. Sus ideas
políticas, ya lo hemos dicho, se acercaban mucho a las de los revolucionarios
franceses más exaltados, como adquiridas en el trato con los filósofos de aquel
tiempo durante sus viajes a París y Londres, razón del aprecio y del favor que
había obtenido del conde de Aranda. Las religiosas adolecían de igual origen y
causas semejantes; y si las políticas le hacían continuar sus relaciones con
los jacobinos de la República vecina, como Azara manifestaba, las religiosas
producían los decretos de que hemos hecho mención al morir Pío VI y que tales
perturbaciones introdujeron en la disciplina del clero español, y las ardientes
polémicas que se hizo necesario acallar en la prensa y el pulpito. El Nuncio de
Su Santidad en Madrid hacía ver su disgusto, después, sobre todo, de la
elevación de Pío VII al solio pontificio, por los que él llamaba atropellos a
la más alta autoridad de la tierra para los verdaderos católicos, y el Santo
Oficio había principiado a formar una sumaria reservada sobre las opiniones de
Urquijo, fundándola en la traducción, que hiciera, de La Muerte de César,
tragedia de Voltaire, como todo el mundo sabe, precedida ahora de un discurso
preliminar sobre el origen del teatro español, discurso ni acertado ni
prudente. La conciencia del rey Carlos se iba, con eso, alarmando y hubiera
tomado una resolución quizás prematura si no le tranquilizara Godoy que en
aquella ocasión, mejor que en ninguna otra, demostró el influjo que ejercía en
el real ánimo y en la opinión de la corte; otra prueba, y palmaria, de la
sinrazón con que tan frecuentemente consignan sus Memorias el apartamiento en
que se mantenía por entonces de los negocios públicos. Porque llamado, como en
tantas otras ocasiones, por el Rey para que le aconsejara, Godoy supo
aquietarle ofreciéndole visitar al Nuncio y convenir con él en la manera de dar
una completa satisfacción al Papa, sin menoscabo, por supuesto, de la dignidad de
la corona que se rebajaría de despedir a un ministro por exigencias de
gobiernos extranjeros, cualesquiera que fuesen su autoridad, su prestigio o
fuerza. Y, en efecto, avistándose el entonces, como antes y después, favorito
de nuestros reyes con el Legado de Su Santidad, y celebrada una conferencia
que, de darse fe ciega a la versión publicada después, revelaría en el Príncipe
de la Paz condiciones, más que de diplomático consumado, de insigne canonista y
hasta teólogo, resultó la avenencia más perfecta entre las dos grandes
potestades, la espiritual del Pontífice romano y la del Monarca español. La
idea de satisfacer al representante de Cristo en la tierra con la publicación
de la Bula Auctorem Fidei,
condenatoria de las Actas del Concilio de Pistoya,
privada desde 1794 del plácito o pase real en España, desarmó completamente al
Nuncio hasta felicitar a Godoy abrazándole con el mayor entusiasmo, y al mismo
Papa que en una expresiva carta llegó a llamarle Columna de la Fe, confirmando
en Carlos IV, su opinión de que no era dable hallar ministro que igualara a su
valido en lo sabio, hábil y leal. Así se salvó por el pronto Urquijo de una
destitución que, sin embargo, no podía retardarse, por la misma flaqueza que
debía forzosamente producir en su situación el concepto de la falta de fe
religiosa que se le atribuía.
Añádase á
todo eso la ira que suscitó en Napoleón el conocimiento de la real orden
dirigida a Mazarredo el 18 de Noviembre, y se comprenderá el poco trabajo que
le costaría la desgracia de Urquijo. En España ya Luciano Buonaparte, parece
que recibió órdenes que, aun cuando no consten en la correspondencia de
Napoleón, serían transmitidas, siquiera indirectamente, al nuevo embajador en
el camino, cuando, desde Vitoria y á fin de apresurar su viaje tomó la posta, y
á caballo y con un solo criado en su compañía se presentaba en San Lorenzo del
Escorial sorprendiendo á todos, á la Corte, al Rey y a sus ministros.
¿Qué había
sucedido para de tal modo y con tan extraordinarios procedimientos presentarse
un hermano del primer magistrado de la Francia, ministro del Interior,
personaje, en fin, de tanta talla, en la residencia de nuestro soberano? Pues
era que Urquijo, aconsejado sin duda, había querido resistir el nombramiento de
Luciano, considerándole por sus ideas personales y las del que con él venía en
concepto de secretario suyo, M. Desportes, de
antecedentes exageradamente revolucionarios, con misión que se le hacía
sospechosa cuando, según la costumbre de siempre y cual exigía la etiqueta, no
se había anunciado con antelación al gobierno español. No nació de él la idea
de tamaño atrevimiento como el de hacer a Napoleón revocar una orden, tanto más
meditada cuanto que se refería a asuntos de alta política en que iba a tratar
nada menos que un hermano suyo, sino que debió arrancar de Godoy, ya que existe
una carta de éste a la reina María Luisa donde, con fecha de 17 de Noviembre,
la pone de manifiesto, asila irregularidad de la conducta del primer Cónsul
como los peligros que esa conducta entrañaba para el gobierno español. «Sin
perder tiempo, la decía, me parece que pudiera despacharse un correo diciendo
al embajador que el nombramiento de este sujeto no dejaba de causar novedad a
VV. MM., pues no habiendo precedido causa manifiesta, y estando tan de acuerdo
S. M. con el gobierno francés, no podía menos de resentirse la sinceridad, ni
de quejarse la confianza; que en el sujeto nombrado, además de no reunirse las
cualidades que por notoriedad exige su empleo, sólo tiene la particular y
apreciable de ser hermano del señor Cónsul; circunstancia tanto más nociva
cuanto por ella vendría á tener aceptación en muchas casas de Madrid, y a
trastornar por este medio la tranquilidad pública...»
Como la nota
de Urquijo a nuestro embajador en París lleva la fecha del día siguiente al de
la carta de Godoy y contiene las mismas ideas y parecidos conceptos, claro es
que está calcada en ella y revela su origen en los consejos del Príncipe de la
Paz, seguidos puede decirse que ad pedem l¡terae.
Bien cara
costó a Urquijo la tal nota. A los pocos días del de la llegada de Luciano
Buonaparte al Escorial, aparecía en la Gaceta el Real decreto siguiente:
«Hallándose vacante el empleo de Secretario de Estado y del Despacho por
separación de D. Francisco Saavedra, he venido en nombrar para él a D. Pedro
Ceballos Guerra. Tendreislo entendido para su
cumplimiento.=Palacio 13 de Diciembre de 1800.- = A D. Joseph Antonio
Caballero.»
No paró en
eso la desgracia del caído ministro, sino que fue desterrado a la ciudadela de
Pamplona, de la que parecía haberse hecho prisión de Estado, para, como el
ilustre Floridablanca, responder a cargos sobre malversación de caudales
públicos y otros excesos de índole semejante. Y gracias a que entre esas
acusaciones era la más grave la de que esos fondos distraídos del Erario habían
sido destinados a subvencionar a los agentes franceses que mediaron en las
negociaciones para el tratado sobre Toscana; porque Napoleón, sabedor de ello,
montando en cólera al comprender el descrédito que iba a resultar para los que
habían intervenido en el asunto, hizo escribir a su hermano para que se echara
tierra, como suele decirse, a expediente tan bochornoso, quizás, para sus
mismas criaturas, cuya impureza debía constarle ya de antiguo.
Napoleón,
aun desencantado de las esperanzas que le prometían sus combinaciones marítimas
por los resultados hasta entonces estériles que le habían dado, no se
conformaba con dejar al ejército francés de Egipto en la situación, asaz
precaria, en que se hallaba, después, sobre todo, del fracaso del convenio de El-Arich y del asesinato de Kleber,
mil veces más funesto que cuantas privaciones y trabajos había sufrido. Era
raro el día en que no dictara órdenes que se dirigiesen a conseguir, si no era
posible el regreso de aquellas tropas, de cuyo mando se había encargado el
general Menou, el alivio, al menos, de su suerte;
pero tratando siempre de hacerlo con los medios y recursos que pudiera
proporcionarle su leal y consecuente aliada la España. El 22 de Diciembre, por
ejemplo, hacía que Talleyrand escribiese a su embajador en Madrid que una vez,
por lo menos, al mes expidiese de nuestros puertos un barco, mejor si fuese
marroquí o americano, que llevara a Egipto periódicos franceses, ingleses y
españoles, así como fusiles, balas de cañón de todos calibres, pistolas y
sables, semillas, medicamentos, fondos de cuando en cuando que luego se
pagarían a los negociantes españoles, y especialmente vino. En esas
expediciones y en alguna que también saldría de Tolón deberían embarcarse
oficiales franceses comisionados para conferenciar con Menou,
y otros de artillería e ingenieros que irían a servir en aquel ejército. En 9
de Enero de 1801 solicitaba el paso de 30 o 40 oficiales por España para que en
uno de nuestros puertos pudieran embarcarse con destino a Egipto; pero todo el
consuelo que mandaba al nuevo jefe de las tropas allí bloqueadas era el de que
las escuadras de Brest y Rochefort, que eran las que
en caso habrían de traerle a Francia, comenzaban a ponerse en situación
respetable. El que Napoleón daba a España para que sobrellevase pacientemente
las cargas que la imponía y el desairado papel que la obligaba á hacer, era
enviar un correo con la noticia de haber recibido una carta muy amistosa y de
puño y letra del emperador de Rusia, y de que iban muy bien las relaciones de
Francia con las potencias del Norte.
Pero vean y
admiren nuestros lectores la receta que seguía a tan grata nueva. Decía el
despacho de 27 de Enero de 1801, a que nos vamos refiriendo: «Que la influencia
de Rusia y Francia decidiría a Prusia, y entonces Inglaterra quedaría sin
comunicación alguna con el continente»
«Que las
tres potencias aliadas, Francia, España y Holánda,
deberían aprovechar aquella circunstancia para dar un golpe que hiciera cambiar
el aspecto de la guerra;»
«Que él
(Napoleón) deseaba que el ministro de Su Majestad Católica en París, o un
general de marina tuviera poderes necesarios para hacer operar a los buques
españoles de Brest según las circunstancias; y que Mazarredo no le inspiraba
ninguna confianza;*
«Que era
indispensable que aquellos quince navíos reunidos a los quince franceses y a
los bátavos pudiesen operaren masa y según los movimientos que intentaran los
Ingleses en el Báltico.»
«La paz del
continente, añadía, parece asegurada; la República va a tener ejércitos
numerosos con que operar.»
«Uno se
reunirá en Batavia, uno en Brest, uno en Burdeos y otro en Cette y Marsella.»
«Las fuerzas
navales de las tres potencias, reunidas y combinadas con los movimientos de las
potencias del Norte, pueden emprender:»
«1.° Una
expedición contra Irlanda;»
«2.° Una
contra el Brasil y la India;»
«3.º Una
contra Surinam, la Trinidad y las islas de América;»
«4.º Varias
expediciones en el Mediterráneo.»
«No pedimos a
España para las dos primeras expediciones, más que el disponer de los quince navíos
que hay en Brest.»
«Desearíamos
que hiciera preparar en el Ferrol, para la tercera, cuatro navíos y dos
fragatas con 2.000 hombres de desembarco que ocuparan la Trinidad.»
«En cuanto a
las expediciones en el Mediterráneo, deseamos que España haga armar cuantos navíos
y fragatas tenga en Cádiz, Cartagena y Barcelona. Mientras los Ingleses sean
atraídos a las costas de Egipto o al mar Negro, se puede presentar la coyuntura
de atacar a Mahón.»
«En
resumen:»
«Dar
conocimiento al Príncipe de la Paz del plan general de la campaña;»
«Insistir en
estos cuatro puntos:»
«1.° Que el
ministro de España en París quede autorizado para hacer que la escuadra
española opere en su totalidad o en parte;»
«2.º Que
cuatro navíos y dos fragatas se preparen en el Ferrol con 2.000 hombres de
desembarco y seis meses de víveres para atacar en unión con las escuadras
francesa y bátava a Surinam, la Trinidad y las islas de América;»
«3.º Que
España arme los navíos que tiene en Cádiz, Cartagena y Barcelona para poder
aprovechar las circunstancias que van a presentarse y las dificultades en que
se va a encontrar Inglaterra, amenazada en el Archipiélago por los Rusos y en
los mares del Norte por las potencias coaligadas, poniéndola en la
imposibilidad de sostener mucho tiempo en el Mediterráneo una fuerte escuadra.»
«4.1 Hacer
en Barcelona preparativos, sea reuniendo allí algunas tropas, sea fletando
algunos barcos de transporte, para amenazar a Mahón.»
«Desearía
que el embajador de la República redactase y firmara con el Príncipe de la Paz
un convenio concebido en estos o parecidos términos:»
«Artículo
primero. El Primer Cónsul de la República francesa y Su Majestad Católica
convienen en el plan marítimo siguiente.»
«Art. 2.º
Cinco navíos españoles, de los quince que hay en Brest, con un número igual de
franceses y bátavos, saldrán para una expedición al Brasil o la India.»
«Art. 3.º
Diez navíos españoles, de los que hay en Brest, con un número igual de
franceses y bátavos, se hallarán siempre dispuestos a amenazar la Irlanda y a
servir conforme al plan que puedan adoptar las potencias del Norte.»
«Art 4.º
Cuatro navíos del Ferrol, dos fragatas y 2.000 hombres estarán prontos a partir
hacia fin de ventoso para reunirse a una escuadra francesa y bátava y dirigirse
a reconquistar Surinam y la Trinidad y cruzar por las islas de América.»
«Art. 5.º La
escuadra de Cádiz será armada de modo que pueda darse a la vela en el mes de
ventoso y, si las circunstancias fuesen favorables, reunirse a la escuadra
francesa en el Mediterráneo, combinar sus movimientos con la escuadra rusa y
obligar por lo menos a los Ingleses a tener en el Mediterráneo el mayor número
posible de navíos. Se harán preparativos en Barcelona y Mallorca para atacar a
Menorca.»
«Art. 6.° La
República francesa tendrá un ejército en Holanda, en la Bretaña, en la Gironda,
en el Mediodía y en Córcega, a fin de poder aprovechar las circunstancias.»
«El Rey de
España tiene en Cartagena y Barcelona diez fragatas; nos proporcionaría una
satisfacción si nos vendiera, cediera o prestase tres o cuatro.»
Pero si es
de admirar, no el plan sino el cúmulo de planes marítimos y militares que
encierra ese despacho del Primer Cónsul, desacertadísimos,
algunos, ante la preponderancia naval de la Gran Bretaña en la generalidad de
los mares, temerarios, otros, y todos más que prácticos, parto de una
imaginación sobreexcitada por los obstáculos opuestos a la realización, porque
tanto se suspiraba en Francia, de la paz, aturdirá a los Españoles que presuman
de espíritu de dignidad y de carácter independiente, otro despacho, el de 13 de
Febrero, que les hará sonrojarse de la vergüenza que han de inspirarles la
arrogancia del dictador francés y las humildes complacencias del nuestro
gobierno de aquel tiempo.
«El ministro
de Marina, dice Napoleón a Talleyrand, da al contraalmirante Dumanoir la orden
de ir a España y tomar vuestras instrucciones antes de ponerse en camino.»
«El objeto
de su viaje es:»
«1º. El de
visitar los puertos del Ferrol, Cádiz, Cartagena y Barcelona y enviarme los
datos necesarios sobre la situación actual de la marina española;»
«2º. Tratar
de cuanto se refiera á la ejecución del convenio que hemos hecho con España, en
cuya virtud debe darnos seis navios de línea;»
«3º.
Acelerar la marcha de las tres fragatas á Liorna y de una escuadra, la mayor
posible, al Mediterráneo.»
«Dirigiréis
rectamente el contraalmirante Dumanoir al embajador de la República en Madrid
con instrucciones para no hacer nada sino por el conducto de aquel embajador.»
«Haréis
conocer a este último el objeto del viaje del contraalmirante Dumanoir para
que le secunde con todos sus medios.»
«Cuando Su
Majestad Católica haya designado las tres fragatas que han de trasladarse a
Liorna, el contraalmirante Dumanoir irá al puerto para apresurar la salida de
ellas.»
«El
embajador de la República hará comprender al ministerio español que es en fin
preciso, a cualquier precio que sea, que nos hagamos dueños del Mediterráneo;»
«Que los
quince navíos españoles que están en Brest y los quince franceses que se arman
allí, con la presencia de un ejército en la costa, obligarán siempre a
Inglaterra a mantener cuarenta navíos en aquellos sitios para oponerse a esa
escuadra;»
«Que
Inglaterra necesitará oponer al menos doce navíos a los quince bátavos que
estarán luego prontos;»
«Que
necesitará nada menos que treinta navíos para bloquear el Báltico, lo cual da
ochenta buques de guerra;»
«Que Francia
tendrá quince en el Mediterráneo antes del equinoccio.»
«Si el Rey
de España reúne quince navíos para unirlos a los franceses, los Ingleses que
van a tener cerrados los puertos de Lisboa, Sicilia y Nápoles, no quedarán en
estado de sostener treinta navíos en el Mediterráneo.»
«En tal
caso, no pongo en duda que evacuarán Mahón, hallándose en la imposibilidad de
mantenerse en el Mediterráneo.»
«De los
quince navíos que debe armar España, podría darnos tres de los seis que nos
están destinados y no tendría entonces que armar más que doce, lo cual está al
alcance de sus fuerzas y puede hacerlo.»
«Para tomar
nuestros tres navíos, podríamos enviar en dos fragatas una parte de las
tripulaciones.»
«Si eso es
posible, se hace necesario que sea independientemente de los tres navíos que
España debe enviar al Brasil, lo cual le será tanto más fácil cuanto que
cediéndonos tres de los quince que tiene en Brest, las tripulaciones podrían
servirle para armar los otros.»
«El
embajador de la República debe, pues, ejercer toda su influencia para que las
escuadras del Ferrol, de Cartagena y Cádiz se armen para obrar de concierto con
los quince navíos franceses que no tardarán en hallarse en el Mediterráneo.»
«Si es
necesario, los navíos armados en el Ferrol podrán pasar inmediatamente a Cádiz,
y en cuantos planes se determinen el contraalmirante Dumanoir se trasladará a
los puertos e instruirá perfectamente al Gobierno de aquello sobre que pueda
contar.»
«Si en el
tratado de paz con Portugal, la cláusula de entregarnos los tres navíos que nos
bloquean en Alejandría queda admitida, el contraalmirante Dumanoir podrá
designar al embajador cuáles son esos tres navíos.»
«El
contraalmirante Dumanoir podrá determinar con el almirante español las medidas
que hayan de tomarse para conducir a Toulón los tres navíos españoles.»
«En fin, si
la corte de España se aviene á darnos cuatro o cinco de las fragatas que
conserva desarmadas en sus puertos, el contraalmirante Dumanoir será enviado
para que no tome sino fragatas buenas, andadoras y que nos puedan ser útiles.»
«Recomendaréis
a nuestro embajador que haga comprender a la corte de España cuán vergonzoso es
permitir bloquear todas sus costas por una o dos fragatas, y cuán difícil
debería ser para Inglaterra sostener una flota numerosa en el Mediterráneo si
hubiese en el Estrecho una fuerte escuadra que se apoderase de los convoyes
procedentes de Londres».
«Repetid aún
a nuestro embajador que según lo que acabamos de hacer cediendo la Toscana al
Duque de Parma, y lo que podríamos hacer algún día poniéndole en el trono de
Nápoles, tengo derecho á esperar más energía en los armamentos marítimos.»
«Deseo que
nuestro embajador obtenga una condecoración para Gravina, de quien estoy muy
satisfecho, y el llamamiento de Mazarredo que es un bo’o (une ganache).»
El que
compare un despacho con otro hallará todo género de contradicciones cometidas
en tan corto espacio de tiempo como el de 17 días, fantasías militares que sólo
por ser navales pueden disculparse en tan eminente estratego, y genialidades
que, rayando en despóticas, hacen augurar la tiranía verdaderamente oriental
que, gloriosa y todo como nunca hasta entonces, pesaría, como nunca también,
sóbrela Francia con los sacrificios más onerosos y sangrientos. No hemos de
hacer observar esas contradicciones ni lo quimérico de esos proyectos, hoy
distintos de los de ayer, a que, como antes dijimos, estimulaba a Napoleón la
impotencia para vencer a su eterno enemigo, el leopardo inglés: la más ligera
lectura de esos escritos impone lo suficiente para que nos evitemos tal
trabajo. Sólo llamaremos la atención sobre la insistencia y la saña con que se
ceba en la personalidad del General Mazarredo, cuyo patriotismo y cuyos
conocimientos náuticos y talento son para el Primer Cónsul, como antes para el
Directorio, el estorbo, el obstáculo más sólido a sus ideas de manejar nuestras
escuadras como si fueran francesas, ya que teníamos la más considerable en
Brest, mejor en clase de rehén que en condiciones de aliado pero independiente
y libre en sus destinos y acción. Para superar esos obstáculos tiene Napoleón
en sus manos la suerte del Duque de Parma, en que nuestros monarcas cifran su
mayor ventura desentendiéndose de sus deberes políticos por los afectos de su
corazón, y no vacila en amenazar sin pudor alguno, con ella, seguro de que así
y con la costumbre, ya antigua, de la esclavitud de España respecto a Francia,
los dominará hasta hacer de ellos sus más humildes instrumentos. Y si lo
consigue al vengarse de Urquijo por sus pujos de independencia tratándose del
destino de nuestra escuadra de Brest ¿cómo no cuando el objeto de sus iras era
un general que ni siquiera podría hacerse respetar por el empleo de las fuerzas
de su mando, prisioneras en tal caso mejor que libres en su acción?
¿Quién había
de decir al infalible e inexorable dictador que aquellos dos hombres, Urquijo y
Mazarredo tan maltratados por él y por él tenidos como rebeldes a sus
voluntades e ineptos, iban e ser luego de las personalidades más conspicuas y
útiles para sostener el trono de su hermano predilecto en España? Entonces
llamaba a ese mismo Urquijo, cuyo nombramiento para el Ministerio constituiría
para José la más hermosa proclama que pudiera hacer; y llamaba a Mazarredo para
conferenciar con él, le hacía buscar en Vizcaya para conferirle el ministerio
de Marina y señalarle para el empleo de Capitán General, concediendo que lo
había merecido cuando iba en 1799 con la escuadra aliada a Brest, y, por fin,
mandaba se publicase en los periódicos «que el almirante Mazarredo había sido
presentado al Emperador en Bayona y que en los tres días que había permanecido
en aquella ciudad había pasado muchas horas con Su Majestad, quien, al
despedirle, le envió con el gran mariscal de palacio su retrato enriquecido con
brillantes.»
¿Cómo eso
teniéndole en 1801 por tan torpe y, como antes hemos dicho, por un bolo?
La
separación de Mazarredo coincidió con sucesos que inspiraban a nuestros Reyes
interés superior al de la desgracia de uno de sus más eximios vencedores, cuyo
sobresaliente mérito no sabrían ni se les permitiría apreciar en su justo
valor. El resultado de aquellos sucesos en que el Austria, Nápoles y sus
aliados habían sentido la necesidad de ajustar con Francia una paz que la misma
Inglaterra comprendía era imposible impedir desde la jornada de Marengo, fue el
convenio de Luneville, no muy diferente del de
Campo-Formio en sus más importantes artículos. Habíanle discutido y luego firmado Cobentzel, a nombre del Emperador de Austria, y José
Buonaparte, al de la República francesa; y si el plenipotenciario austríaco
acataba naturalmente las instrucciones de su gobierno, a cuyo frente seguía Thugut, tan aborrecido de Napoleón, el francés no hacía
sino ejecutar las terminantes y minuciosas de su hermano, tejido sutilísimo de
pensamientos, artes y manejos diplomáticos que causa la mayor admiración en
cuantos, después de tanto tiempo, lo observan y examinan. En él se ve franca la
trama para el establecimiento de los límites que han de darse a Francia, base
de una labor la más complicada respecto al destino de las demás pequeñas
potencias que formaban la Coalición, unas suprimidas, otras modificadas y
alguna recibiendo aumentos, no por los servicios que hubiera prestado, sino por
consideraciones a otras de quienes se esperase muy superiores ventajas para las
combinaciones ulteriores que sin cesar le andaba sugiriendo el demonio de su
ambición al que ya se consideraba el Deus ex machina de los destinos de
Europa. ¿Deseaba Cobentzel que Nápoles y el Papa aparecieran representados allí
por él, que cuidaría de sus intereses? José tenía orden de exigirle la
presentación de los poderes que se le hubieran dado; y por toda respuesta a sus
insinuaciones daba la de que Francia se entendería con ellos. ¿Se le
interpelaba acerca del Rey de Cerdeña? José respondía que no eran los Franceses
los que le habían abandonado cuando había podido recuperar su trono, y se
negaba a comprometerse en nada que se refiriese a las pretensiones del
Emperador, así porque no se tenía confianza alguna en Thugut,
su primer ministro, como porque era antes necesario ponerse de acuerdo con
Pablo I, tan mimado entonces por el Primer Cónsul. Las instrucciones, en
cambio, de éste, fechadas veinte días antes de la celebración del tratado, eran
de aquello más obscuro y vago que puede inventar la diplomacia más refinada y
maquiavélica. Continuar el protocolo, discutir hasta la redacción del tratado
definitivo, pero no firmar nada hasta que se recibiese la aquiescencia del
Emperador de Rusia; batallar porque el Duque de Toscana se colocase en
Alemania; no referirse ni al Papa, a los Reyes de Nápoles y Cerdeña, ni a las
repúblicas Cisalpina y Suiza más que para asegurar que no serían nunca un
peligro para las naciones vecinas; y sólo hacer ver que se abrigaba el
pensamiento de crear en Toscana una soberanía para el Infante de España Duque
de Parma.
Así,
descorriendo un día el ministro francés el velo formado por tales nebulosidades
y cediendo el imperial, acosado por la necesidad y no cohibido por Gran
Bretaña, se celebraba el 9 de Febrero de 1801 el tratado de Luneville,
primer paso para la paz general, que ya se veía próxima, gloriosísima para
Francia y sobre todo para Napoleón. El Emperador por sí o en nombre del imperio
germánico cedía Bélgica y toda la orilla izquierda del Rin y renunciaba a la
Lombardía, donde iba a formarse un Estado independiente; el Austria, en cambio,
conservaría los Estados de Venecia hasta el Adige, cuyo thalweg iba a constituir la línea divisoria desde su salida del Tirol al mar; al Duque
de Módena se le daba el Brisgau por unirse su
anterior dominio a la República Cisalpina; el de Toscana renunciaba a sus
Estados para darlos al Duque de Parma, indemnizándole plenamente en Alemania;
la Francia entregaría Kehl, Cassel y Ehrenbreitstein con la condición de que después no
se aumentaran sus fortificaciones; serían indemnizados en Alemania los
príncipes desposeídos de sus posesiones de la izquierda del Rin; las
repúblicas, por fin, bátaba, helvética, cisalpina y ligura, reconocidas como independientes, tendrían el
derecho de adoptar la forma de gobierno que creyeran más conveniente.
Si en los
primeros momentos pareció satisfacer ese tratado a los Reyes de España, no
tardó la Reina en hallarlo vago en una parte y deficiente en otras. Lograba ver
a su hija coronada, y eso la producía la mayor de sus satisfacciones; pero,
ignorando la suerte que cabría á su hermano el Duque de Parma, tan apegado,
como lo hemos visto, a un país de cuyos habitantes era extraordinariamente
querido, no descansaría hasta obtener del Primer Cónsul la continuación de
aquel Ducado con su carácter de independiente como hasta entonces. No estaba en
esos ánimos Napoleón que tenía entre manos otros muy distintos proyectos; pero
la insistencia de María Luisa y el deseo en aquél de no romper ni enfriar
siquiera una alianza de que tanto partido se proponía sacar, sirvieron para
nuevas negociaciones, llevadas a ejecución por personas bien conocidas de
nuestros lectores, aunque distintas de las que han figurado en este capítulo
como responsables de los sucesos más salientes a que hace referencia.
La
responsabilidad, con todo, en que pudieran incurrir ante la historia, no es de
las que deban afectar a sus nombres a punto de que hayan de aparecer
anatematizados para siempre, sin defensa ni reparación alguna. Un gobierno
interino y, peor que eso, intervenido en casi todos sus actos por influencias
tanto más poderosas cuanto más ocultas y amparándose para sus manejos en un
apartamiento hipócrita que impedía poderlos resistir y menos aún rechazar,
¿cómo había de tener fuerza para, a la vez, defenderse de la acción
avasalladora de un hombre como el ya en aquellos días omnipotente dictador que
se había dado Francia? Ni Saavedra ni Jovellanos habían logrado sobreponerse a
esas influencias y cayeron abrumados, cuando no del peso de las calumnias
echadas a volar por las pasiones más ruines y vergonzosas, del de enfermedades
contraídas fuera de toda causa natural que hace muy sospechosa, si es que no
está suficientemente probada, la que privó a España de los talentos y del
patriotismo de aquellos varones insignes. Pues bien, si a una acción de la
política interior , no muy desemejante, se añade la procedente del exterior que
el tiempo vendría a ofrecer como incontrastable, así por las violencias del que
la ejercitaba como por la debilidad de las que habrían de resistirlas, se hace
necesario y justo convenir en que Urquijo y sus colegas en el Ministerio
interino sucumbirían irremediablemente y sin la consideración y el respeto que
sus antecesores merecían por sus virtudes y su vasta inteligencia.
Con más
elementos contaba Cevallos, aun cuando sólo le sirviera de apoyo para su
gestión gubernamental en circunstancias tan difíciles el parentesco que le unía
al nunca olvidado de sus soberanos y protectores Príncipe de la Paz, buscado ya
por Napoleón para apoyo, acaso inconsciente, de sus ambiciosos planes; pero,
aún así, le veremos pasar como desatendido para la historia de aquel tiempo,
tan necesitado en España de caracteres enérgicos y previsores.
CAPÍTULO
XV
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