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REINADO DE CARLOS IV

CAPÍTULO XI.

LA ALIANZA CON FRANCIA

 

Si el tratado de Basilea hubiera dado a España la independencia que parecían informar sus artículos, absolutamente necesaria para el mejoramiento de la administración y gobierno al par de las ideas que se iban abriendo paso en toda Europa a favor de las puestas a discusión en la Asamblea francesa, otros habrían sido los juicios que provocara a la posteridad; no censuras, sino elogios mereciera para D. Manuel Godoy, el que como pudo examinarse en los momentos de su promulgación; tal como se ofreció de halagüeño y beneficioso a los que tocaban sus primeros resultados con el fomento que de nuevo se dio a la agricultura y al comercio, la regeneración del crédito y de todos los valores públicos, y las concesiones hechas á la emisión de las ideas que representaran un adelantamiento en nuestra cultura literaria, apareció la paz, acabada de restablecer, como principio de una era de gran progreso para la nación española. Es verdad que no se hacía sino reverdecer o dar nueva fuerza a disposiciones dictadas durante la administración de Floridablanca en los ramos que más podían importar a nuestro pueblo en cuanto a sus aspiraciones de entonces y a sus intereses materiales de siempre; pero, de todos modos se abrieron los pechos a esperanzas que la guerra parecía haber desterrado de ellos para todo el tiempo, al menos, en que prevalecieran los consejos de aquel a quien exclusivamente se escuchaba en las altas esferas del gobierno. No tardaría mucho en comprenderse cuán ilusorias e infundadas eran esas esperanzas.

Porque lo más venturoso del porvenir que ofrecían era la libertad de acción en que aquel tratado dejaba a España para en adelante, permitiéndola entregarse sin preocupaciones ni temores de género alguno a su regeneración, ya que en cortos años y sin motivo ostensible, de los que determinan un cambio radical en la situación política de los pueblos, se veía al poco antes poderoso nuestro desplomarse hasta descender a una que pronto se iba a hacer para él inconcebible y después irremediable decadencia. La conducta de varias de las potencias que habían tomado parte en la coalición; la ruina de otras, siquiera no fueran las más influyentes para el equilibrio europeo, y el aislamiento en que iban quedándolas que no cejaban en sus propósitos de hostilizar a Francia mientras no se aviniera a restablecer sus antiguas instituciones, parecían, con efecto, convidar a no quedarse atrás en empresa tan gloriosa y útil como la de la paz que, así, prometía hacerse antes general y duradera. No se contaba, sin embargo, con que, entre no pocos suele prevalecer el interés sobre las ideas más generosas, y con que había entrado en la contienda que estaba presenciando el mundo quien pretendía sacar de ella ventajas más positivas, suele decirse, que las generosas a que en un principio aspiraba realmente la coalición y siempre nuestra España, llevada tan sólo de la de restaurar el trono de Francia y ver de nuevo en él a los representantes más genuinos de la familia de sus reyes. Inglaterra veía en la paz de Basilea la pérdida de sus más halagüeñas esperanzas, las con que había entrado tan calurosamente en la lucha. No era fácil se le ofreciera ocasión mejor para, sin temor a fracaso alguno pues que invulnerable en sus islas, dominaría soberanamente en los mares desde que no aparecieran unidas las escuadras de España y Francia, destruir ambas separadamente; la republicana, con el poderoso choque de sus naves, muy superiores en todos conceptos, y la española, sometiéndola primero a su dirección y debilitándola en aquella lucha para después en circunstancias distintas que su torcida política buscaría, acabar con ella o, por lo menos, reducirla a la impotencia más completa. Y sea que lo sintiera así, ya que parecía escapársele tal pensamiento en su primera parte, sea porque, firme el Austria en su empeño de no aceptar una paz que iba a privarla de provincias tan importantes como las de los Países Bajos y de aliados como los que aún conservaba en Italia, creyera que le bastarían elementos con que tener a Francia suficientemente distraída para no acometer otras empresas superiores a la de su propia defensa y la consolidación de su nuevo régimen político, Inglaterra, repetimos, se propuso continuar la lucha comenzada tres años hacía y extremarla provocando a los mismos que hasta entonces habían sido sus mejores y más desinteresados amigos. No es el Gobierno británico de los que tiemblan ante contratiempos de esa naturaleza; y mientras tuviera de su parte la opinión pública dentro del reino, y ésa se le conservaba favorable todavía, la guerra era para él una esperanza de no perder los primeros frutos alcanzados a favor de las alianzas cuya deserción total no veía, y de mantenerse en la dirección de los asuntos del interior, aun hostigado por el poderoso partido que regían sus implacables enemigos políticos Sheridan y Fox. Los últimos sucesos militares de la campaña de 1795 en el Rin y el mantenimiento, por otro lado, de la insurrección en la Vendée y Bretaña ofrecían alguna esperanza de que aún pudiera mantenerse la lucha en el continente, que era lo que más importaba a Inglaterra pues que la permitía maniobrar libremente en las costas, ya amenazando desembarcar en puntos a que no les sería fácil acudir a los ejércitos franceses, ya destruyendo los establecimientos navales de la República, apartados de su acción militar o con población influida todavía por las ideas monárquicas. El desastre de Walcheren se consideraba, mejor que militar puramente, como consecuencia de un error geográfico, y el de Quiberón, si afectaba al honor inglés, como decía Sheridan en el Parlamento, no había costado una gota de sangre, como respondía Pitt, y para los isleños del Reino Unido este era un argumento de gran fuerza, casi incontestable. Aún quisieron combatir al célebre ministro con armas de otra índole, con la idea de que se acabarían los recursos de Gran Bretaña antes que los de Francia, amenazando como próxima una bancarrota; pero Pitt amontonó razonamientos políticos y en tal número en sus discursos, que, hechos valer y apoyar por sus partidarios, le proporcionaron el empréstito a que aspiraba, con lo que se alejó también la probabilidad de una ruina financiera, muy difícil, por otro lado, en Gran Bretaña.

Tranquilo con su triunfo en el Parlamento el Gobierno inglés en cuanto a su existencia política dentro del país, se dedicó luego a vengar las que suponía ofensas de aliados con los que contaba para ejecutar cumplidamente sus planes. Y como fuese España el de quien esperaba valerse mejor y de quien debía temer más por su condición de potencia marítima, a España dirigió los primeros tiros de sus iras, tan potentes como traidores y certeros. Lo de menos era que a las reclamaciones de nuestros embajadores sobre los designios hostiles que revelaban preparativos que, ciertamente, no iban contra Francia, contestara Pitt con evasivas irónicas y no pocas veces insultantes; lo malo era que, con efecto, se podían observar en los puertos del Reino Unido el movimiento y la concentración de fuerzas que, sin género de duda, se ponían en acción para añadir a los insultos, inferidos a nuestro pabellón en completa paz y aun en el período, acabado de terminar, de nuestra alianza, provocaciones que establecerían un estado peor que el de la misma guerra.

«Después hacía promesas, exclamaba nuestro ministro, y ninguna era cumplida: peor estado que el de la guerra, en que el sufrimiento prolongado por más tiempo, y el deseo de la paz sometido á nuevas pruebas, sin apartar la guerra, debía añadir la humillación de haberla huido cuando el honor la decretaba.»

En Francia, ya lo hemos dicho, produjo excelente efecto el tratado de Basilea. Su nuevo gobierno comprendía que la paz le daba una fuerza que meses antes y en la lucha que sostenía con las facciones que no cesaban de combatirle, no le era dado esperar de otro modo. Al 9 Thermidor que puso término al imperio del Terror, disueltos como parecían quedar en el descrédito y la guillotina los elementos que le daban vida y carácter entre las varias y encontradas tendencias que representaba la Revolución, sucedió uno como gobierno que mal podría mostrarse todo lo necesariamente enérgico dentro todavía de las formas que habían constituido el anterior. La Convención seguía asumiendo la autoridad y el poder en los múltiples y gravísimos accidentes que todos los días y a cada paso encontraba en su camino a través de un campo sembrado de ellos, por la guerra exterior, en todas las fronteras de la República, la civil en algunas de las provincias, y el estallido en su derredor de las desatadas pasiones de los vencidos en aquella memorable jornada, y también de los que esperaban sacar de ella un fruto, por muchos años aún vedado a la satisfacción de sus aspiraciones. Los jacobinos y alborotadores de siempre, por un lado, y los monárquicos por otro; aquéllos, con el despecho de su reciente derrota, y los demás buscando su medro por el de los escándalos y el desorden, acosaban sin cesar a la Convención. Nada de extrañar, así, que el 12 Germinal (1° de Abril de 1795), se retrocediera en París a las alarmas y los riesgos de meses antes; viéndose invadida la Convención por las heterogéneas turbas de un populacho feroz que a nada menos aspiraba que a la restauración del ominoso reinado de los Robespierre y Saint-Just, sustituidos con hombres que, a su misma índole feroz, unían la ignorancia y hasta el salvajismo más soez y brutal. Aun castigando rudamente aquel atentado, no pudo evitarse su repetición el 1° Prairial (20 de Mayo); y entonces, con furia tal por parte de los terroristas, que estuvieron a punto de obtener la victoria más completa. Los arrabales de Saint-Antoine, Saint-Marceau, las secciones del Temple, de las calles de Saint-Denis y Saint-Martin, y de la Cité se alzan en armas; llevando por vanguardia bandas de mujeres que, a los gritos de Pan y Constitución del 93, invaden la Asamblea con la mayor algazara y obligan a los convencionales a retirarse a los bancos más altos del salón de sus sesiones, llenos de temor hasta por su vida. Féraud, un joven diputado que acaba de volver del ejército, después de disputar la entrada a aquellos forajidos, vuela al socorro del presidente, Boissy d’Anglas, amenazado de muerte y a quien rodea un bosque de picas y de sables aunque sin lograr atemorizarle ni que abandone su puesto. Pero Féraud cae de un pistoletazo al pie de la presidencia; y sus asesinos, después de arrastrar su cadáver por las calles próximas, le cortan la cabeza que, clavada en la punta de una pica, ponen ante los ojos del imperturbable Boissy que se descubre ante aquel horrible trofeo, gloriosa muestra, empero, de una abnegación tan heroica como digna. Ni aun así lograron los sublevados domar la entereza del presidente; y fue necesario que, tras de una lucha de seis horas, en que con su noble actitud pudo imponerse a ellos, tuviera, agobiado por la fatiga y las emociones, que retirarse y entregar la presidencia a su colega Vernier que, con los demás convencionales, bajados de sus asientos, cedió a las exigencias de aquel bárbaro populacho. Se dictan la libertad de los terroristas presos, la suspensión de las comisiones de gobierno recientemente elegidas y el nombramiento de una compuesta de cuatro amigos de los rebeldes; nadie se atreve a oponer resistencia y, a la voz de adopté y quitándose sus sombreros, autorizan los diputados cuanto se les antoja a las turbas, tan soberbias con su triunfo como exigentes y enfurecidas momentos antes.

Pero no contaban con que, mientras creían tocar el poder absoluto con las manos y recobrar, muchos, sus anteriores y codiciados puestos en la administración y la política, los comités del Gobierno, olvidados, puede decirse, y libres en su acción fuera de la Asamblea, habían reunido varias secciones leales y marchaban a las Tullerías con las tropas y a su cabeza Legendre que los arrojó a bayonetazos, dispersándolos completamente y devolviendo a la Convención su anterior independencia y libertad de acción. Todavía intentaron los rebeldes repetir el ataque y, rechazados, quisieron defender al asesino de Féraud en el arrabal de Saint-Antoine, donde se fortificaron en las casas y con barricadas; pero el general Menou los cercó con fuerzas numerosas obligándoles a entregar su héroe y la artillería con que contaban, llevada inmediatamente en triunfo a la Convención. Ésta no se satisfizo con vencer, sino que quiso asegurar la victoria vengando los ultrajes que había recibido en el santuario mismo de las leyes, aplicando las que dictó de nuevo con un rigor que recordaba el de los furiosos que la habían precedido en el poder y pretendían acapararlo de nuevo. Una comisión militar envió al cadalso a varios de los diputados convictos de haber tomado parte en la asonada del 1° Prairial, al que fueron a perecer los que no lograron hundirse bastante en el pecho el puñal de Romme, transmitido de uno a otro en los momentos de marchar para el patíbulo. Al hacer los honores a los manes de Féraud, mezcló también la Convención sus más calurosos elogios, bien justos ciertamente, con órdenes que apartasen de ella todo peligro, reorganizando la guardia nacional, que se compuso en adelante de hombres de la llamada Burguesía, gente bastante acomodada para interesarse por el orden y la tranquilidad en las poblaciones, y llevó a París tropas del ejército aun a riesgo de debilitar los que peleaban en las fronteras. Y, por fin, después de sofocar motines, parecidos a los de la capital, en Toulón, sobre todo, en Marsella, Nimes y otros puntos, ejerciendo matanzas que no desdecían de las de Carrier y Fouché en Nantes y la primera de aquellas ciudades, hizo desaparecer el Tribunal revolucionario, y hasta proscribió la palabra Revolución en sus decretos, decidió la acusación de los miembros de la Junta de Salud pública, excepto Carnot, y de los que componían la de Vigilancia, a quienes se imputaba el delito de mantener el fuego de la insurrección en las masas populares. No sin fundamento se dijo que el Terror se había revuelto contra los terroristas.

Ese rigor alentó a los realistas que, como ya hemos dicho, buscaban su camino por el de las violencias y las divisiones de sus enemigos los republicanos; y, recomendando a sus partidarios una actitud vigilante sobre la clase media, la más dispuesta a la reacción, procuraron mañosamente y por medio de escritos exagerados y alarmantes fomentar la discordia en los partidos revolucionarios, cualesquiera que fuesen su matiz político y sus aspiraciones en el espantoso desorden que dominaba en sus filas. Así es que la Convención tuvo también que defenderse de tales amaños lo mismo que de las violencias de los que acababa de vencer en los primeros días de aquel mes de Prairial, y no halló medio mejor que el de constituir un gobierno que, reconcentrando la autoridad en su seno, supiera imponerse a unos y otros, ejerciéndola, como llegó a hacerlo, casi dictatorialmente.

De ahí nació el Directorio, comisión ejecutiva de un todo constitucional, compuesto de dos Consejos, el de los Quinientos y el de los Ancianos, cuerpos legislativos, el uno destinado a proponer las leyes y el otro a sancionarlas. La Constitución del año III, que es como se la llamaba, tendiendo a evitar la dictadura, establecería una república, pudiera decirse anodina, débil y aun anárquica, que, de mantenerse en un país tan trabajado, como Francia, por las pasiones políticas, sería a favor del talento de elementos extraños, a su representación en el gobierno y a la fortuna de sus fuerzas militares. Validos de la debilidad innata en aquella Constitución, todos los partidos, pero especialmente el monárquico, se pusieron a conspirar con el pretexto también o motivo de que, debiendo ser las dos terceras partes de los miembros futuros del Consejo de los Quinientos Convencionales de los que acababan de cesar en sus funciones de la Asamblea, se hacía imposible una mayoría que pudiera llevar al gobierno a los terroristas ni a los secuaces del antiguo régimen, que eran los que con mayor ahínco y con más probabilidades trataban de entrar en él. No cogieron desprevenida a la Convención aquellos manejos; y el 13 Vendimiario (5 de Octubre de 1795), al sublevarse algunas secciones de la Guardia nacional, instigadas por realistas con careta de revolucionarios y que se habían atraído al general Menou que mandaba las tropas del campamento próximo de Sablons, encargó de su defensa a Barras, ya acreditado por su energía en las jornadas del 9 Thermidor.

Entonces comenzó a tomar parte en las contiendas políticas aquel oficial de artillería que vimos en Toulón decidir del éxito de la reconquista de aquel emporio naval por los republicanos, hecho allí general de brigada para mandar las baterías del ejército en las fronteras de Italia y que, destituido el 9 Thermidor, se había trasladado a París en espera de nuevo destino. No podía disponer aquel día más que de 6 a 7.000 soldados, eso sí con artillería, que no tenían los sublevados; pero, haciendo de las Tullerías un campo atrincherado y centro de sus operaciones, de tal modo combinó su acción en Saint-Honoré, Saint-Roch, el Pont-Royal y el Quai-Voltaire, que los seccionarios, cubiertos en todas partes por la metralla, flanqueados y envueltos, tuvieron que apelar a la fuga para ponerse a salvo de aquel huracán y entregar sucesivamente las armas. El 26 de aquel mismo mes de Octubre pudo, así, la Convención declarar terminada su misión victoriosa y tranquilamente; y, al día siguiente, los Ancianos y los Quinientos elegían sus respectivos presidentes, y cinco más tarde nombraban el Directorio, compuesto de cinco regicidas, probos y laboriosos los tres primeros, La Réveillére-Lepeaux, Rewbel y Letourneur, hombre eminente el cuarto, el célebre Carnot, y el quinto, Barras, de honradez dudosa pero con la fama de gran energía, tan necesaria y apreciable en aquellos tiempos. No nos toca ahora detenernos en el estudio de aquella situación, débil a veces y, no pocas, violenta e intransigente hasta la exageración, pero ganando terreno en la opinión de las demás naciones con las prodigiosas campañas de Buonaparte: tenemos que volver los ojos a nuestra España que libre de una guerra simpática a la nación por los principios religiosos, políticos y sociales que sustentaba, iba a verse comprometida en otra para la cual difícilmente podría reunir los medios con que hacerla afortunadamente.

Entre las muestras del contento que produjo la paz en el ánimo de la corte española puede contarse el enlace de dos hijas de Carlos IV, celebrado pocos días después, en el del cumpleaños de la Reina, 25 de Agosto de 1795. La infanta María Amalia se casó con el infante don Antonio, tío carnal suyo, tan célebre después por sus ingenuidades, y la infanta María Luisa, de quien también ha de tratarse largamente en esta historia, con el heredero de Parma, D. Luis de Borbón, hijo del que había obtenido el trono de aquel ducado en las guerras de Italia, provocadas por la ambición insaciable de Isabel Farnesio, segunda mujer de Felipe V. A las fiestas celebradas en Madrid con motivo tan fausto para Carlos IV, que en el amor ardiente que sentía por su familia, no hallaba enlaces mejores que dentro de ella, aun repugnando a las leyes de la naturaleza y de la higiene, se unieron casi las que provocaría un viaje, ya proyectado, a Sevilla con el objeto de visitar, como decía el Real Decreto de 13 de Diciembre, el cuerpo de San Fernando, en cumplimiento de un voto hecho por la Reina en el caso de que recobrara su salud, por entonces muy delicada, el príncipe de Asturias. El tal viaje tenía más visos de dirigirse a la satisfacción de una vanidad pueril, la del flamante Príncipe de la Paz, alojando en su antes pobre solar de Badajoz a la familia real como muestra del favor de que gozaba y de la omnipotencia de que hacía alarde; y la prueba es que se verificó por la capital de Extremadura, alargándolo considerablemente aunque con el pretexto de conferenciar en la frontera con los príncipes del Brasil. Parece que el cumplimiento del voto debía ser lo primero; y al no hacerlo así, se demostraba, siéndolo de la Reina, que apremiaba más el anhelo de halagar a quien ya no tardaría en poner de manifiesto su desvío al regio enfermo. Pero nunca como entonces era necesario satisfacer aquel capricho del favorito; porque, muy poco antes, las veleidades de María Luisa habían puesto en peligro su privanza, amenazada de derrumbarse a impulsos de una intriga palaciega de que la presunta víctima supo hábilmente librarse. La verdadera víctima fue el desventurado marino Malaspina, jefe que acababa de realizar la expedición, de cuya partida se dio cuenta en el primer tomo, con las goletas Descubierta y Atrevida, no dando la vuelta al mundo como era su destino y generalmente se dice, pero realizando uno de los viajes científicos más notables con la mayor felicidad. La provocadora de tales manejos fue la Reina misma, cansada del despotismo que ejercía sobre ella su, más que sincero, presuntuoso amante, valido de las prendas de todo género de que sin duda se hallaba en posesión: los agentes eran dos damas de la corte, la de Matallana y la de Pizarro, confidentas de la Reina y encargadas de conducir al valiente marino a las redes de su desgracia con el aliciente de las esperanzas más halagüeñas. El de la Paz, que olfateó la intriga, logró hacerla fracasar, se deshizo de Malaspina y quedó más asegurado que nunca en el favor del Rey y en el corazón de su veleidosa cómplice.

He aquí cómo describe aquel misterioso suceso el P. Villanueva en la «Vida literaria».

«En un intervalo de desafecto, dice, y resentimiento en cuyo tiempo andaba la Reina a la caza de medios para cortar la privanza del valido, fue buscado Malaspina por estas damas para que a la vuelta de la Lombardía, su patria, adonde iba con licencia, trajese realizado el plan de cierta corte (la de Parma o la de Roma), que había de influir con el Rey para tan santa obra. Este plan escrito incautamente por Malaspina y guardado por la Reina en una gaveta, fue revelado a Godoy por la Pizarro, estrechada por él por sospechas que le inspiró una indeliberada expresión de la Reina. La Matallana, de quien exigió primero la revelación del secreto, se negó a ello constantemente. El plan descubierto y pintado por Godoy a Carlos IV, con los colores que le convenían, sirvió de instrumento a su venganza. La Matallana fue presa y desterrada de la corte. A Malaspina, después de haber permanecido preso en el cuartel de Guardias de Corps y de haber sido trasladado desde allí al castillo de San Antón de la Coruña, se le permitió restituirse a su país, previniéndole, so pena de muerte, que no volviese a territorio ninguno de la monarquía española. Los achaques contraídos en sus viajes y en el encierro, deterioraron su robusta salud en términos que a poco tiempo de haber llegado a Lombardía falleció con el desconsuelo de no haber podido volver a España, a la cual llamaba patria suya en las cartas de sus amigos.»

Aun cuando no afectasen mucho a Godoy las veleidades de la Reina, a las que ya podía estar acostumbrado, tan frecuentes eran en ella caprichos de esa índole, no pudo menos de alarmarse con una que bien se dejaba ver iba dirigida a derrocarle de una altura que, aun sin contar con haberla escalado fácilmente, le interesaba mucho mantener porque desde ella se caía sin remedio en las descalabradoras escabrosidades de la roca Tarpeya. Si no le inspiraba apego el afecto de una Mesalina, sí el del poder, tanto más anhelado cuanto peor lo había ejercido hasta entonces. Por eso no perdonó Godoy nunca a sus detractores y rivales en el gobierno, ensañándose en aquella ocasión con los que creía haber entrado en la conspiración contra su persona, incluso el P. Gil, de los menores de Sevilla, que de Madrid, donde se hallaba, fue enviado a los Toribios de la capital andaluza, sin más delito que el de su amistad con Malaspina, el parte de cuyo viaje estaba corrigiendo, ya que su autor no podía escribirlo con lenguaje correcto y elegante.

Y bien lo merecía la relación de jornada tan notable como la de las corbetas que había mandado durante tanto tiempo cruzando los mares y reconociendo países que si, algunos, visitados antes, nunca con las luces científicas de entonces ni con el detenimiento necesario para que pudiera sacarse el fruto debido para los intereses políticos y comerciales de la patria. La Descubierta y la Atrevida, ya lo dijimos, salieron de Cádiz a fines de Julio de 1789, construidas bajo las reglas mejor calculadas para aquella época y tripuladas por un personal que nada dejaba que desear bajo el punto de vista científico y práctico en la oficialidad y marinería.

A los cuatro días, el 3 de Agosto, alcanzaban las dos elegantes naves la punta de Naga en la isla de Tenerife, donde ya empezaron sus trabajos corrigiendo errores geográficos de algunos marinos extranjeros, y el 18 anclaban en el puerto de Montevideo, sin haber experimentado otros accidentes que los naturales en tan largo trayecto. Allí y en las diferentes excursiones científicas sobre las márgenes del Plata se encontraron D. Santiago Liniers y D. Juan de la Concha, que las habrían luego de ilustrar con las hazañas de Buenos Aires y su gloriosa muerte, y después de profundos estudios náuticos y de historia natural y de reparar en las tripulaciones las bajas de algunos de sus individuos, temerosos, sin duda, de los peligros de tan aventurada navegación, zarpaban las corbetas el 13 de Noviembre para el Puerto Deseado, acompañadas de un bergantín, regido por el piloto D. José de la Peña, que debía regresar al Plata desde las Malvinas o los términos continentales de la Patagonia. Ya trabaron nuestros navegantes relaciones de amistad con alguna de las tribus patagónicas de la costa, cuya imagen, habla y costumbres describía Malaspina en su relación histórica del viaje; pero, aun satisfechos de tan curiosas exploraciones, el 14 de Diciembre se dirigían a dar la vuelta al cabo de Hornos después de haber en el camino observado las islas Malvinas y aun puesto el pie y hecho trabajos en alguna de ellas. En los primeros días de Enero de 1790 la Descubierta y la Atrevida daban la vuelta al famoso cabo «con una navegación, al decir de Malaspina, que era más bien una de las más placenteras de entre trópicos que de las penosas a que la embarcación y el ánimo del navegante están ya bien dispuestos», y en los de Febrero siguiente anclaban en Chiloé, donde volvían nuestros compatriotas a ver una guarnición española en perfecta armonía con los naturales del país, pero donde se vieron detenidas también por vientos tan varios como huracanados. Una vez fuera el 20 del mes últimamente nombrado, las corbetas siguieron el rumbo de la costa hacia el Norte haciendo escala en varios puntos, Valparaíso, entre otros, y el Callao, en cuyas aguas fondeaba la Descubierta el 28 de Junio junto a su compañera que lo había hecho días antes.

De aquella derrota que hasta poco antes había sido la misma casi que habían seguido Magallanes y Juan Sebastián del Cano en las dos expediciones en que se descubrieron el paso del estrecho y el cabo de Hornos, Malaspina se remontó a la exploración de la costa Noroeste de América, pero a latitudes muy altas, alcanzando la de 60o en la bahía de Bering, donde anclaban las corbetas el 27 de Julio de 1791. Ya desde allí se hizo preciso el regreso; y después de, en unión con otros buques del Estado, haber presenciado el desenlace de las diferencias ocurridas con motivo de los sucesos de Nootka, a que nos referimos en el tomo anterior, y la salida de la expedición que debía determinar las proporciones del estrecho de Fuca y las probabilidades de su comunicación con el Atlántico, volvieron a juntarse nuestras goletas en Acapulco para, desde allí y en Enero del 91, dirigirse a las islas Marianas y Filipinas, fondeando frente a Manila el 26 de Marzo.

Mientras la Atrevida surcase los mares de China cuyos puertos de la Taifa y Macao visitó, su compañera de expedición se dedicó a recorrer las costas del archipiélago filipino como varios de sus oficiales, ayudados de las autoridades y hasta de los padres de las diferentes religiones allí en misión, reconocieron la topografía de Luzón y de otras islas hasta la de Mindoro. Ya desde entonces se ve que no era el destino de aquella expedición el de rodear el globo; pues, en vez de dirigir su rumbo al cabo de Buena Esperanza como la nao Victoria del descubridor guipuzcoano después de la muerte de Magallanes, y las demás españolas, en una de las cuales había navegado el mismo Malaspina, tomó el del Sur, verificando experiencias, las del péndulo particularmente, para apreciar la gravedad de los cuerpos en los dos hemisferios de la tierra y sus paralelos correspondientes. Era, así, conveniente bajar al 45º austral, y haciéndolo primero directamente por Panay, Negros y Mindanao, la utilidad o no de cuyo presidio de Zamboanga discutieron largamente nuestros expedicionarios con el gobernador, las corbetas se ponían el 11 de Febrero del 92 a la vista de las Nuevas Hébridas para un mes después ser galantemente acogidas en la tan celebrada colonia inglesa de Sidney.

«Los últimos pasos de las corbetas Descubierta y Atrevida en el mar Pacífico, dice Malaspina en su Relación general del Viaje, ya no podían ser en modo alguno importantes para la Hidrografía. Una nueva visita a las islas de la Sociedad sin motivo alguno urgente renovaría sólo los desórdenes de los europeos en aquellas regiones, o haría insufrible una disciplina rígida a bordo. Las islas Desiertas reconocidas antiguamente por Quirós, situadas a más o menos distancia al Sureste de aquel archipiélago, habían sido nuevamente avistadas en los últimos años por los navegantes nacionales o extranjeros; y si bien en la nueva carta de las navegaciones del capitán Cook, se advirtiese colocado en los 32º de latitud un pequeño archipiélago, que decía haber sido descubierto por los Españoles, todo parecía indicar que fuese apócrifa aquella noticia por mucho que examinásemos las navegaciones nacionales verificadas hasta nuestra época. En estas breves líneas se pone de manifiesto la resolución de rehacer el camino que habían las corbetas recorrido; y, con efecto, llevadas en él una gran parte de su trayecto por vientos favorables, volvían a aparecer en las costas del Perú, fondeando en el Callao el último día de Julio de 1793.

En aquellos momentos llegaba precisamente a América la noticia de la ejecución de Luis XVI y el rompimiento de España con la república establecida en Francia después de aquel bárbaro atentado. Con ella, aunque pocos días más tarde, a fines de Agosto, fueron a Lima por el camino de Buenos Aires las prevenciones que dirigía nuestro Gobierno a las autoridades de todas las colonias para que arreglasen su conducta a las nuevas circunstancias en que se veía la nación. Y como se supiera al mismo tiempo que Inglaterra tomaría también parte en la lucha por la buena causa; pues que hasta se ordenaba en aquellas instrucciones que se acogiese y abrigase en nuestros puertos a las embarcaciones británicas, y no temiendo, por consiguiente, en el viaje a España el encuentro de ninguna escuadra francesa, las corbetas, una vez repuestas y aviadas para ejecutarlo, lo emprendieron por Montevideo, primero, donde se reunió la Descubierta que había dado la vuelta al cabo de Hornos para reconocer las islas entonces problemáticas, de Diego Ramírez y las Malvinas, a la Atrevida, mientras Malaspina, después de atracar al Sur del estrecho de Magallanes y de situar también las islas ya citadas del navegante español, llegaba felizmente al Plata, término que podía considerarse, de las observaciones geográficas que se le habían encomendado. El 21, por fin, de Septiembre de 1794 entraban las corbetas en la bahía de Cádiz, donde, acto seguido de saludar la insignia del general Lángara, eran amarradas, «conservándose, decía Malaspina, por este tiempo sus tripulaciones en tan buena salud, que no fuese necesario enviar al hospital un enfermo siquiera».

No daríamos por acabada esta ligerísima noticia del viaje de aquellas dos naves, que constituyen una de las glorias más puras de la Armada española, si en honor de sus tripulantes no copiáramos un elegante párrafo de la «Introducción histórica» con que exorna la obra del desventurado pero ilustre Malaspina el Sr. Novo y Colson, dejándose llevar del fuego patriótico que le caracteriza. Dice así: «Para disponer el ánimo a seguir los rumbos de las corbetas Descubierta y Atrevida, necesito valerme de un término de comparación exacto y oportuno. Los viajes (publicados) de D. Antonio de Córdoba en 1785 a bordo de la fragata Nuestra Señora de la Cabeza, y en 1788 mandando los paquebots Santa Casilda y Santa Eulalia, rindieron un hermoso estudio descriptivo e hidrográfico del Estrecho de Magallanes; pues bien: con no menor amplitud los Jefes de las corbetas estudiaron, levantaron planos y recorrieron cuanto solicitaba entonces la curiosidad científica, desde las cercanías de Bering a Nueva Holanda, desde la Alta California al Cabo de Hornos, desde el Círculo Boreal hasta las barreras del Polo Sur. Y si en las expediciones de Córdoba brillaron Oficiales tan entendidos como don José de Gardoqui, D. Alejandro Belmonte, D. Miguel de Laplain; de tan sobresaliente mérito como D. Francisco Javier de Uriarte, que por espacio de un mes reconoció en un débil bote el proceloso Estrecho descubriendo islas y puertos, de los cuales uno lleva su nombre; D. Dionisio Alcalá Galiano, que efectuó trabajos admirables; D. Ciríaco Cevallos y D. Cosme Churruca, que unidos soportaron, con valor inaudito, la inclemencia de aquellas regiones, tripulantes de otra lancha, mientras levantaban planos de la Tierra de Fuego en la totalidad de su costa, desde Cabo Dunes hasta el Pacífico..., es lo cierto, que también a las órdenes de Malaspina y Bustamante, Jefes de las corbetas sirvieron (escogidos por el primero), además de los mismos señores Cevallos y Alcalá Galiano, infatigables y entusiastas, el famoso sabio D. Felipe Bauza, cuyos servicios fueron solicitados más tarde, aunque sin fruto, por los ingleses; el inimitable en la construcción de cartas, de las que legó un sinnúmero de portentosa exactitud, D. José de Espinosa y Tello, cuyo saber pregonan el reconocimiento que hizo de los canales de Nutbea y de los mares de la India, y años después las extensas Memorias que dio a luz siendo primer Director del Depósito Hidrográfico; D. Juan Gutiérrez de la Concha, digno compañero de los anteriores, y a quien estaba reservado alcanzar en América la palma de la gloria y la palma del martirio; don Cayetano Valdés, el más joven de esta Oficialidad, pero no el menos inteligente, según lo prueba su exploración difícil del Estrecho de Juan de Fuca, hecha con rapidez y maestría. Y por último, los hermanos D. Arcadio y D. Antonio Pineda, notabilísimo naturalista éste, que a su muerte acaecida durante el viaje, legó al primero el arreglo y continuación de sus observaciones y escritos.» «Con tan valiosos auxiliares, añade el Sr. Novo y Colson, no sorprenderá que transcurridos los cuatro años de navegación hubiera presentado al gobierno de España el ilustre Malaspina, para que vieran la luz pública, además de la Relación General del Viaje, verdaderos tratados de cada una de las ciencias que fueron objeto de sus estudios, a saber: Astronomía, Hidrografía, Física, Historia Política e Historia Natural.»

Cumplido el voto de la Reina y después de haber visitado Cádiz y la escuadra surta en su magnífica bahía, la corte volvió a Madrid por la carretera general, recibiendo en Andalucía y la Mancha las muestras más calurosas de la adhesión proverbial, y más por aquellos tiempos, de nuestro leal y entusiasta pueblo.

Ni antes del viaje ni en el tiempo que duró (del 4 de Enero al 22 de Marzo de 1795), se había dado al olvido la magna cuestión de las consecuencias que habría de tener el tratado de Basilea. Y de que serían de trascendencia suma no cabía dudar vista la actitud que tomó Inglaterra desde los primeros momentos en que se sintió burlada respecto a las ideas de dominación que abrigara al emprender la guerra en 1793. Don Domingo Iriarte, gran partidario de la alianza francesa, nombrado ya embajador de España en París, usaba, para obtenerla, en su correspondencia con Godoy, argumentos iguales o parecidos a los empleados para la paz que tan hábilmente había negociado; y al dar aviso de sus conferencias con Barthelemy, anunciaba los deseos del diplomático francés para entablar nuevas gestiones a fin de establecer con nosotros tal concordia que pudiera servir en adelante «a asistirse España y Francia con socorros iguales, si alguna de las potencias beligerantes acometiese las respectivas posesiones en cualquiera parte del mundo».

Esas eran las ideas más generalizadas en Francia y las había proclamado recientemente en la Convención, el 14 de Noviembre, Tallien que decía desde lo alto de la tribuna: «Fomentad las medidas convenientes para hacer una paz honrosa con algunos de nuestros enemigos y después, con la ayuda de los navíos holandeses y españoles, arrojémonos con denuedo sobre las costas de la nueva Cartago». Aquellas palabras, frenéticamente aplaudidas por los convencionales, revelaban el espíritu que, para Francia, debía informar el tratado de Basilea, causa de la facilidad con que su agente Barthelemy se conformaba a las peticiones, tan patrióticamente sostenidas, de Iriarte, en quien no dejaría de observar a su vez las tendencias más conciliadoras hacia la República. Y como Boissy D’Anglas, al mismo tiempo que Tallien y Treillard y cuantos hablaron en aquella sesión, acabada de citar, no encontraban palabra que mejor cuadrase con la de Paz que la de Alianza en sus nuevas relaciones con España, hay que reconocer, y esto sin violencia alguna, que sus seguridades tendrían de que no sonaban mal en los oídos de Carlos IV y sobre todo en los de su prepotente favorito. Aun cuando parezca imposible, lo cierto es que no andaban lejos de la verdad los representantes de la Asamblea francesa en sus declamaciones y raptos de entusiasmo por España, poco antes inconcebible pero que explica perfectamente el objeto a que se dirigían aquellos oradores y las probabilidades, si no la certeza, que tenían de conseguirlo. Decimos que parece imposible, porque ni se veía tan claro el porvenir de la República en aquellos días como para darlo por seguro y duradero en su nueva fase después del 9 Thermidor, ni había pasado tiempo bastante para borrarse de la memoria de nuestros gobernantes los, más que serios, terribles, sangrientos y vergonzosos motivos de la guerra de tres años que terminaba entonces.

Es verdad que el rey de Prusia había hecho la paz antes que el de España, pero no le asistían los mismos motivos para continuar la guerra, y tenía otros muy poderosos a que atender, preocupado, en primer lugar, con sus proyectos sobre Polonia, que no podría realizar de mantener sus ejércitos en el Rin peleando con los Franceses, y con los de una compensación, además, que se le ofrecía en perspectiva de su neutralidad, al secularizarse los obispados, tan influyentes antes en las eternas contiendas de toda Europa por las orillas de aquel río. Aun así, la Prusia no cedió a las pretensiones de la Convención para el establecimiento de una alianza ofensiva y defensiva en contingencias futuras, y mantuvo su independencia de acción con tal energía que no dejó lugar a duda alguna de que no pelearía con las potencias que habían formado con ella la coalición. 

Pero España ¿se hallaba en caso igual ni siquiera parecido? Y, sin embargo, apenas puesta su firma en el tratado de Basilea, Iriarte recibía, con el nombramiento de Embajador, las instrucciones más precisas para entablar en París tratos que no tardarían en solemnizarse de una alianza tan deseada, al parecer, por el Gobierno español como por el francés. No pudo Iriarte emprenderlos porque enfermó a los pocos días y deseando restablecerse en Madrid y conferenciar con Godoy, le sorprendió la muerte en Gerona el 22 de Octubre de 1795. Sustituyóle en la embajada el marqués del Campo, que desempeñaba la de Londres, quien no pudo presentar sus credenciales en París hasta Marzo siguiente, sin que, por eso y a pesar de hallarse la corte distraída con su viaje a Badajoz y Sevilla, se abandonasen ni el pensamiento ni, según ya hemos dicho, las gestiones para unirse con los lazos de una estrecha alianza al Directorio francés.

Nunca habrá podido recomendarse a España la neutralidad con motivos más poderosos que en aquella ocasión. Si, como decía Godoy en el Consejo, la neutralidad armada, siendo las fuerzas inferiores, «no es más que una ilusión, una quimera para excitar la risa y el desprecio», ¿a qué los alardes ofrecidos en cada página de sus Memorias, del poderío español alcanzado por los aciertos de su administración?; ¿a qué asegurar poco antes, que una liga bien concertada de las fuerzas navales de España, Holanda y Francia conseguiría, por lo menos, ocupar la atención de Inglaterra en los mares de Europa y apartarla de empresas serias contra nuestras Indias? Los grandes estadistas y Maquiavelo, uno de los primeros, han sentado esa máxima en sus escritos; pero es seguro que en caso igual no hubieran comparado la España de 1795 con las antiguas repúblicas griegas y menos con las microscópicas de Italia en los siglos XV y XVI. La misma guerra con la Gran Bretaña desmiente al pretencioso Godoy; porque si las fuerzas aliadas contra aquella potencia no eran suficientes para vencerla y domarla, ¿para qué la declaraba en tales condiciones que habrían seguramente de producir a nuestra patria un desastre, irremediable siendo patente nuestra inferioridad? No; por aquel entonces, Godoy creyó dar un golpe decisivo a Inglaterra aliándose a Francia, y eso porque consideraba a España con medios suficientes para inclinar el platillo hacia ella y su nuevo aliado en la balanza de los destinos de Europa. Unidas las escuadras española y holandesa a la de Francia y desvanecido el temor que infundía la emperatriz Catalina con la amenaza de una gran expedición de sus fuerzas también unidas a las de Suecia, se consideraba Godoy seguro de la victoria y de un porvenir tan duradero como feliz para sus ambiciones patrióticas y personales.

De todos modos, Godoy no quiso cargar solo con la responsabilidad de resolución tan preñada de riesgos como la de emprender la guerra con Gran Bretaña y la hizo discutir en el Consejo de Estado a cuyas sesiones, varias y largas, asistieron también algunos generales de mar y tierra, ministros del Consejo Real y del de Indias, y diplomáticos de los que pasaban por más expertos y hábiles. 

El Príncipe de la Paz se había preparado con toda clase de noticias sobre la situación de nuestro país así como de la procedentes del extranjero, derivadas de los despachos de nuestros agentes oficiales y de los privados que tenía en las más importantes cortes de Europa revelando, en cuanto esto podía conseguirse, el estado respectivo político y militar, el de la opinión pública y las intenciones de sus soberanos y ministros. Todos esos datos, como es de suponer, estaban inspirados en los proyectos e intereses que se sabía abrigaba y defendía el valido que, de ese modo, hallaría en la discusión argumentos, cuando no otra cosa, para que prevaleciesen sus opiniones. Las noticias de mayor autoridad procedían del negociador de Basilea que no habría de aconsejar la reproducción de nuestra lucha con Francia, cuando consideraba imposible el mantenerse en paz con la República e Inglaterra a la vez, él que, influido por Barthelemy, creía hacedera una como coalición de España, Francia, Holanda, Génova, Dinamarca y no sabemos cuántas naciones más, inclusa Prusia, para reducir a los Ingleses a propósitos conciliadores y pacíficos. También los facilitó nuestro embajador en Londres, y las de éste eran, como suele decirse, el reverso de la medalla en que Iriarte había grabado los beneficios de la paz con Francia. El desprecio con que el Gobierno inglés miraba cuanto pudiera afectar al decoro y a los intereses españoles; las, arrogancias de Pitt respecto a los que pretendieran representar el papel de neutrales en la contienda mantenida con la República francesa; proyectos como el que se abrigaba de ataques a nuestros puertos y desembarcos en las costas de la Península para decidirla de una vez a la paz, esto es, a la alianza inglesa, o a la guerra, que, de seguro, se extendería a nuestras vastas colonias de Ultramar; amenazas diarias, ya para amedrentar al Rey, ya con la intención de ejecutarlas con la energía propia de los Gobiernos ingleses y presentando la opinión de su pueblo como decidida a una guerra que no tardaría en estallar; todo eso y más se pintaba en los despachos de nuestro agente diplomático en Londres con los colores más vivos, como para excitar los sentimientos patrióticos de los consejeros que pudieran estudiarlos y calcular sus consecuencias . A esos datos se agregaron otros muchos sobre los recelos que abrigaba el Directorio de que se tratase de soliviantar en España la opinión en favor de Inglaterra, sorprendiendo la lealtad de Carlos IV, o las buenas intenciones de su ministro, e informes á montón acerca de las tropelías provocadoras de los Ingleses, atentatorias a la dignidad e independencia de la nación española, informes, varios, que procedían de nuestros agentes consulares y de los funcionarios políticos y eclesiásticos de las costas y aun del interior.

AI exponer todas estas noticias ante el Consejo, Godoy, así como para hacer ver sus opiniones particulares, que no dejarían de ser las del Rey, ofreció a los consultados un resumen de ellas dividido en cuatro partes; una, dirigida a poner de manifiesto la reacción, verificada en el país, de los sentimientos en él provocados al iniciarse la revolución francesa con todos sus atentados religiosos y políticos, hacia una benevolencia producida por el cambio de gobierno y los triunfos obtenidos en los últimos años; otra, en que se describía el contento general de la Nación por la paz convenida en Basilea, evitando la invasión armada y la más trascendental quizás de las ideas revolucionarias de Francia; la tercera, haciendo resaltar el contraste de la impresión favorable por la paz reciente con la indignación que causaban las señales de venganza y los designios siniestros que parecía abrigar Inglaterra, así como las buenas disposiciones que presentaban el comercio y los marinos mercantes de nuestros puertos para rechazarlos; la cuarta, por último, con las representaciones de los prelados bendiciendo la paz, en algunas de las cuales, la del arzobispo de Granada entre otras, resaltaba un espíritu bien marcado de animadversión a los Ingleses, a quienes, en son de profecía, acusaba de todos los trastornos y desgracias que años adelante tendrían lugar en nuestras posesiones del Nuevo Mundo. Aún se presentaron al Consejo el informe del Tribunal de la Inquisición, haciendo ver que la paz con Francia había servido para que cesase la propaganda anticristiana ejercida durante la guerra y, sobre todo, en la época de nuestros desastres, y después un anónimo, que Godoy atribuye al duque del Infantado, el primer campeón, dice, que de un principio se movió en contra mía, el cuál había llegado a manos del Rey, que era tanto como llegar a las del valido, en que, después de recordar el ya antiguo refrán de con todo el mundo guerra y paz con Inglaterra estampándolo por epígrafe de aquel escrito, entrañaba una larga serie de declaraciones contra Francia y de elogios a su rival insular con la crítica más severa de la conducta política y privada del favorito ministro. Por supuesto que la lectura de aquel papel impuesta por Godoy, produjo la cólera y el desprecio de los consejeros que lo hallaron indigno del tiempo que habían ocupado en oírla.

Con ese preámbulo ya podía empezarse la consulta, seguro el que la presentaba de que no iba a ser muy reñida la lucha de las opiniones que en ella se emitiesen, así como del resultado que habría de obtenerse según el aspecto del Consejo en aquel primer paso tan perfectamente preparado.

La primera de las proposiciones que se iban a discutir era: «La situación de la Europa y la conducta de la Francia con respecto a España, después del 22 de Julio del año próximo anterior en que fue ajustada la paz de Basilea, ¿han ofrecido algún motivo para desistir de las ideas pacíficas adoptadas con la República francesa?

2. «El temor de una guerra marítima de que la monarquía española se encuentra amenazada por la Inglaterra, ¿podría ser una razón que obligase a la España a declarar la guerra nuevamente a la República francesa?»

3. «En suposición de que la guerra con Gran Bretaña se hiciese inevitable, ¿deberá adoptarse la alianza con la República francesa?»

4. «A propósito de alianza, ¿en qué términos convendrá que se ajuste con Francia? ¿Deberá limitarse a un tratado puro y simple de alianza ofensiva y defensiva contra Inglaterra, o deberá renovarse entre las dos naciones la sustancia del antiguo pacto de Familia?»

No se dirá que todas esas gravísimas cuestiones no fueron presentadas con habilidad, enlazándolas con tal arte que admitida la primera debían lógicamente aprobarse las demás, a poco que las apoyara su autor con la exuberancia de datos, y la, de que tanto presumía después, de su verbosidad. Y como nadie habría de negar lo correcto de la conducta observada por Francia en el tiempo transcurrido desde el término de la guerra, ni dejarse imponer en pleno Consejo por el temor a otra lucha, fuese con quien quisiera, es evidente que las dos primeras proposiciones serían aceptadas por unanimidad en el sentido que presidía a su presentación. Estaba hecha la paz con la República; había sido recibida con aplauso por los más en el país, y éste gozaba ya en parte de sus beneficios y temblaría ante la idea de que sin motivo alguno nuevo, sin ton ni son como suele decirse, fuera a reproducirse una lucha que tantos sacrificios le había costado. Se apelaba, además, a la dignidad de una nación y, ante la amenaza, no es la nuestra, arrogante hasta la jactancia, de las que ceden y menos se humillan por graves que sean los riesgos que prevea para sus resoluciones. Pero es el caso que, al rechazar las que se suponían imposiciones de los Ingleses, se amenazaba con los riesgos que iban a correrse de volver a la lucha con los republicanos de Francia, de quienes se temía el recrudecimiento de su propaganda, acreditada en toda Europa y particularmente en España con los ejemplos de Fuenterrabía, San Sebastián y Burgos. En la discusión de aquellas dos proposiciones no se oyeron sino alabanzas a Francia, mezcladas con los cálculos de lo que podría acarrearnos su enemistad, si se la provocaba nuevamente, y quejas de Inglaterra con el temor de las hazañas, traídas proféticamente a cuento, si, aun por vía de ayuda, se acercaban sus naves a nuestros arsenales o ponía en tierra un ejército que de seguro acabaría con nuestras industrias, como después hizo en la guerra de la Independencia.

En la tercera cuestión, en la de si, en guerra con los Ingleses, debería España aliarse con Francia, todos los consejeros estuvieron acordes en ser imposible la lucha de acometerla nosotros solos; pero dice Godoy en sus Memorias; todos mostraron su persuasión de que una liga bien concertada de las fuerzas navales de España, Holanda y Francia, cuando no bastase a domar el poder marítimo de la Inglaterra, conseguiría por lo menos, en provecho nuestro, ocupar su atención en los mares de la Europa y apartarla de empresas serias contra nuestras Indias...»

Quedaba la magna cuestión de las proporciones que habrían de darse a nuestra alianza con la República; y entonces salieron a luz las diversas ideas de los consejeros sobre la variedad de tales convenios y acerca de si convendría o no a España una actitud de la más estricta neutralidad en los futuros sucesos de la lucha, todavía existente entre Inglaterra y Austria con Francia. En esa discusión pudo Godoy lucir todas las galas de su genio político con las de su dialéctica y elocuencia. Y lo mismo que en aquella célebre sesión, presidida por el Rey, donde con tal suma de razonamientos y tan rara habilidad, si se da fe a la narración de Godoy, éste rebatió las ideas del conde Aranda a favor de la paz con Francia, así en esta nueva ocasión combatió la neutralidad, según dijimos antes, y arrastró a sus oyentes, no sólo a concederle la razón sino que también a dejar a su arbitrio las diferencias o conjunciones, si así puede decirse, de la alianza futura con el famoso y funestísimo Pacto de Familia. No reproduciremos las diferentes fases del discurso de Godoy, no vaya a creer alguno en tanto talento, tal perspicacia política y verbo como nos ofrece en sus Memorias; nos basta para nuestro objeto copiar aquí el último párrafo en que nos da a conocer el resultado que obtuvo, dice así: «El entusiasmo y la alegría se apoderaron del Consejo, agregándose todos a mi voto. Lleno de aprobaciones y de testimonios los más sinceros del aprecio con que me honró aquella junta respetable, salí de allí encomendando a Dios mi esperanza y mi fortuna para hacer buenas mis palabras y promesas.»

Ya se había orillado hasta la más pequeña dificultad que pudiera oponerse á la celebración de un nuevo tratado con Francia; y el 18 de Agosto de 1796 lo firmaban en San Ildefonso el Príncipe de la Paz y el ciudadano Perignon, Ministro plenipotenciario entonces de la República en la corte de España.

Estipulábase en aquel tratado de alianza, ofensiva y defensiva, el socorro mutuo entre España y Francia, en caso de ataque o amenaza, de una escuadra y un ejército; aquélla, compuesta de 5 navíos de 8o ó 70 cañones, 6 fragatas y 4 corbetas, y éste, de 18.000 infantes, 6.000 caballos y la artillería correspondiente. Los barcos deberían estar armados y equipados, provistos de víveres para seis meses y de aparejos para un año, reuniéndose en el puerto que indicara la potencia demandante; y el ejército no podría ser empleado más que en Europa o en las posesiones del golfo de Méjico. Aquellos socorros se podrían solicitar de una vez o por mitades para su destino dentro del término de tres meses, pagados, alimentados y reemplazados por la potencia requerida, empleándolos la demandante donde y como juzgase, sin necesidad de dar cuenta de los motivos que provocaran la demanda, aun cuando con una excepción, sin embargo, la de que no tendrían lugar entonces sino contra Inglaterra. A esas estipulaciones se unían la de auxiliarse ambas potencias con más fuerzas en caso necesario; la de no hacer la paz sino de común acuerdo a no ser en el caso de ser una de ellas parte principal en la guerra y auxiliar la otra; la de determinar las respectivas fronteras al tenor del tratado de Basilea, ajustar un nuevo tratado de comercio, ventajoso a las dos, y hacer respetar la seguridad de los pabellones neutrales.

Dos asuntos habían retardado algo la celebración oficial de la alianza, el en que se estipulaba que no tuviera lugar más que en caso de guerra con Gran Bretaña, con lo que se marcaba la diferencia de este convenio con el Pacto de Familia, y el de la solicitud de nuestro Gobierno para que no se hiciese público el tratado hasta cuatro meses después; en primer lugar, para ver en ese tiempo de atraer al Gabinete inglés a una concordia con Francia y después para prevenir los peligros que corrían nuestras colonias de América y Asia de verse sorprendidas por la guerra en el estado de desarme, de abandono puede decirse, en que se hallaban. El primero se resolvió satisfactoriamente con la inserción en el tratado de su artículo 18, que a la letra dice: «Siendo Inglaterra la única potencia de quien la España ha recibido agravios directos, la presente alianza sólo tendrá efecto contra ella en la guerra actual, y la España permanecerá neutral respecto a las demás potencias que están en guerra con la República.» En cuanto al segundo, los Franceses se negaron a toda dilación; pero entre las varias contestaciones que produjo y el ir y venir de los correos de Madrid a París y viceversa, pasó casi todo el tiempo solicitado por Godoy, que lo aprovechó enviando sus instrucciones a los virreyes y capitanes generales de Ultramar para que se apercibiesen a la defensa.

Y veamos ahora cuál era el estado en que cogía a España la futura guerra, un acontecimiento de condiciones tan diversas de las con que acababa de arrostrar las iras y las fuerzas de la República francesa, a quien ahora se unía con lazos de tan estrecha amistad como en los años prósperos del reinado de Carlos III.

Por más que Godoy se ornara luego con el título de Almirante no debía ser muy fuerte en los asuntos referentes a la Marina; y al proponerse declarar la guerra o hacérsela declarar por Gran Bretaña, no contaba con el conocimiento exacto de las fuerzas navales de que a España le era dado disponer. Si en tiempo de Ensenada se podía prestar crédito a las manifestaciones de su genio organizador al poner la escuadra de nuestra nación en tal estado que se la hiciera árbitra de la suerte de las armas, según luchara del lado de Francia o de Inglaterra, como decía el gran ministro a su soberano en la notable memoria que escribió, de todos conocida; pasado aquel tiempo venturoso, había desaparecido el tesoro con que se mantenía tan ingente fábrica como la naval creada entonces y, por el contrario, no era posible imaginar mayor miseria, abandono más punible ni decadencia, en fin, como la bien patente de la armada española al terminar la guerra con la República francesa. Era, ¿a qué negarlo? más numerosa que a la muerte de Carlos III, aumentada, como había sido, al surcar los mares para hacer frente a la francesa o bloquear sus puertos y destruir sus arsenales, siquiera fuera en combinación con la de Inglaterra o unida a ella; pero examinada, como si dijéramos, por dentro, dejaba mucho, muchísimo que desear.

Eran 76 los navíos, 51 las fragatas y hasta 184 los buques menores que poseía España, algunos, es verdad, desarmados, y necesitaban 104.000 hombres si habían de estar bien marinados y servidos; cifra enorme si se consideran la población, ocho millones, con que se contaba en Europa y las necesidades que representan el mantenimiento de tanta gente, la unidad de condiciones en ella para su mejor régimen y disciplina, su vestuario, equipo y armamento. Aquella escuadra era el resultado del pugilato que provocaran en los últimos gobiernos los alardes de fuerza hechos por Alveroni y Ensenada en los anteriores reinados sin los apuros que el actual había pasado y pasaba todavía por efecto de la guerra y, más, por el de su mala administración. Así decía nuestro inolvidable compañero Don F. Javier de Salas en su libro de la «Marina Española»: «¡Qué error tan funesto! ¡qué triste afán de sostener a todo trance un boato que necesariamente debía ser ficticio! España era pobre, y su indigencia la más terrible, porque podía compararse con la de un magnate arruinado sin el preciso valor para abdicar de su rango por un determinado período.» Y aunque pudieran atribuirse los desastres que experimentó nuestra marina de guerra, más que a ese error de aumentarla desproporcionadamente, a la necesidad que impuso de variar la organización de su personal admitiendo en él elementos heterogéneos y hasta de los que habrían de proporcionar los muelles, presidios y garitos, gentes, en fin, de lo más abyecto e ignorante de la sociedad, el estado del Erario hacía que, así, no se cuidara de mantenerla con el esplendor y en la disciplina de cuando era más reducida y sin aspiraciones al rango a que se había pretendido elevarla, al de rival de las armadas francesa y británica. El mismo Ensenada, para no remontarnos a épocas más lejanas, tan previsor en cuanto se refería al material, tan minucioso en la administración y en los reglamentos por que había de servirse la tan brillante como numerosa marina que supo crear en poco tiempo, comprendió la necesidad de un cuerpo de oficiales, y eso formándolo con elementos españoles, muy escasos aún, como los de tropa que, sin embargo, calculaba no sería imposible obtener, suponiendo a nuestros compatriotas mejor predispuestos á las faenas del mar que lo creían varios de sus antecesores en el ministerio. Pero, aun de ese modo, era en concepto de que se pagase puntualmente a los embarcados, fueran españoles o extranjeros, y se socorriera a sus familias para que creciese el número de los voluntarios, y no siguiera haciéndose uso de los medios bochornosos que hasta entonces para reclutarlos.

Pero como los presupuestos de nuestra fuerza de mar ascendían en el año a que nos venimos refiriendo, el de 1795, a una cifra próxima a la de 100.000 tripulantes, resultaba la imposibilidad de atender al sostenimiento de material tan monstruoso con el decoro debido, y hasta al de tanta gente que, como se puede calcular, llegó así a carecer de lo más indispensable para la vida. Los armamentos para lo de la bahía de Nootka, y más tarde para la ocupación y defensa de Toulón, se habían puede decirse que improvisado, y eso tenía que ser en perjuicio de la buena organización de aquellas escuadras, que si no desmerecieron entonces, al ponerse enfrente o al lado de las inglesas, fue a fuerza de abnegación por parte de los jefes y la oficialidad; porque, al revés que los Ingleses que llenaron el cupo de sus tripulaciones requisando las de los buques mercantes, nosotros sin completar las de los nuestros de guerra, recurrimos a la leva, llenándolos, como después decía un ministro en las Cortes de Cádiz, de hombres «tan desnudos de ropa como cargados de vicios, que son generalmente las prendas de que abundan los viciosos.» «Sobrecargada la Nación con las atenciones del ejército, añadía el Sr. Vázquez Figueroa en 1811, pero refiriéndose al tiempo de que aquí se trata, nada pudo facilitarle a la marina, de modo que no fue posible vestir a los que no tenían camisa, y la desnudez, la suciedad, el trabajo, para ellos desusado, y el pavor que infunde la mar al que a sus rigores no se acostumbra desde niño, unidos a veces a los malos alimentos hubieron de producir en ellos unas fiebres que se hicieron muy malignas, y contagiados los demás, padecieron nuestras escuadras las epidemias más horribles.» De ahí las bajas enormes que sufrían las naves de guerra, el descontento de todos, la vergüenza de los verdaderos marinos, la deserción de los más honrados, el desaliento y la desesperación en sus oficiales y generales.

¿Es que se podía con tales elementos arrostrar los vigorosísimos de la marina británica?

Sucedía que, como durante la guerra con Francia toda la atención del Gobierno se fijaba en el ejército para que combatiese en las fronteras, la marina, aun puesta al pie de guerra a fin de no hacer un papel desairado junto a la inglesa, carecía de lo más necesario si había de ser en todos casos útil. Ahora parece que habría de suceder lo contrario; y cualquiera que lea las Memorias de Godoy lo creerá así, según lo que en ellas se vanagloria del estado en que puso la marina de aquellos tiempos. Pero nada de eso: el Ejército quedó estacionario, sin más reformas que las pueriles del peinado y la única, verdaderamente útil, de la adopción de la mochila con que se sustituyó la talega o saco que usaban nuestros infantes; así es que la reorganización de nuestras tropas sufrió un eclipse a pesar de los progresos que se observaba hacían las demás de Europa, y las obras de fortificación que la guerra pasada había indicado como indispensables para impedir otra invasión como la de 1794, quedaron en proyecto, aun estando autorizada la construcción de varias, por hombres tan eminentes como O'Farril, Morla y otros generales y jefes, no inferiores a ellos en el conocimiento de las ciencias militares. Habíase ideado para la frontera de Guipúzcoa y para cerrar el paso al puerto de Pasajes, un sistema de fuertes que nos debiera ahorrar en otra ocasión las vergüenzas de Fuenterrabía y San Sebastián, y que consistía en una gran plaza poligonal junto a Oyarzun cerrando los dos caminos que desde cerca de Irún se dirigen al interior por San Sebastián y Hernani, apoyada por sus dos flancos en grandes reductos que se elevarían en los montes Jaizquibel y de Feloaga. En Navarra se proyectaba también cerrar los caminos que conducían a Pamplona, especialmente los de Valcarlos y el Baztán, más difíciles, es verdad, pero conocidos de muy antiguo como propios para una invasión francesa; y ya que el Pirineo central continuaba intransitable por fortuna, se procuraría mejorar la gran fortaleza de Figueras en Cataluña y apoyarla á retaguardia con las de Gerona y Hostalrich, rehabilitándolas también para defensas superiores a las que entonces podía suponérseles. ¡Todo pura ilusión, fantasías de un hombre que acariciaba la idea de su engrandecimiento personal con el del país que el mal sino de España había puesto en sus manos, pero sin medios ni fortuna para realizarlo! En los Pirineos occidentales las reformas se redujeron a proseguir las obras comenzadas en Pancorbo para muy luego abandonarlas, y en los orientales, todo quedó como estaba. Los arsenales fueron los únicos que se mantenían con defensas para abrigar en ellos a nuestras escuadras, gracias a la previsión de Fernando VI y de Carlos III que se habían cuidado de preservarlos de la rapacidad de nuestros enemigos eternos en el mar.

En esa situación, y dudosas las causas de enojo patriótico que pudiera tener el Gobierno español hacia la nación inglesa iba a declararse una guerra de la que no sería de extrañar sino, por el contrario, lo más probable que saldríamos, como nunca de mal parados y en ruina. ¿Era, acaso, que cabían esperanzas de triunfo en los que Francia alcanzaba ya por aquellos días en Italia y el Rin?

El general Buonaparte comenzaba, aquella marcha triunfal que había de conducirle al supremo poder, al dominio absoluto de Francia y al avasallamiento de la Europa central, haciéndole soñar con un nuevo Imperio de Occidente, tan glorioso o más que el de Carlomagno. Destinado por el Directorio, que tanto le debía, al mando del ejército de los Alpes, fue en un principio mal recibido por los que iban a ser sus subordinados, Masséna, Laharpe, Serrurier, Augereau, Berthier y otros generales que se habían ilustrado en aquella guerra, al verle, como dice un historiador, petit, maigre et de chetive apparence: pero luego se supo imponer a ellos, no necesitando, para conseguirlo por el momento, más que la revelación de su plan de campaña. Su primera orden general electrizó a la tropa que apenas si había pasado un mes cuando, valiéndose de esas peregrinas frases de que nadie sabe hacer mejor uso que el soldado francés, lo elevó al rango de su Petit caporal.

No era, en verdad, la cosa para menos; porque el 11 y 12 de Abril de 1796, en vez de seguir el camino de la costa, donde le esperaban los Austro-sardos de Beaulieu, cruzó la cordillera por Montenotte, y el 13 y 14 batía a los piamonteses en Millesimo y el 14 y 15 a los Austríacos en Dego, separando a los dos ejércitos enemigos, con lo que se hizo dueño, por un lado, del camino de Turín y, por el otro, del de Milán. «Aníbal, les dijo a sus soldados, salvó los Alpes cruzándolos, nosotros los hemos envuelto.» No tardaría más de un mes, después de derrotar al ejército sardo en Mondovi y de imponer  su soberano el armisticio de Cherasco y luego una paz que daba A Francia la Saboya con los condados de Niza y Tenda y la abría las puertas de las fortalezas de Coni, Tortona y Alejandría, en dirigir a sus conmilitones aquella arenga, tan celebrada que ha merecido grabarse en los bronces dedicados a la memoria de la campaña y, más aún, a la de su general en las medallas y monumentos que le fueron después dedicados: «Soldados, les decía, habéis ganado en quince días seis batallas, tomado veintiuna banderas, cincuenta y cinco piezas de artillería, varias plazas fuertes y conquistado la parte más rica del Piamonte; habéis hecho 15.000 prisioneros y muerto o herido a más de 10.000 enemigos. Hasta ahora os habéis batido por rocas estériles, ilustradas por vuestro valor pero inútiles a la patria: hoy os igualáis por vuestros servicios con el ejército de Holanda y del Rin. Desnudos de todo, a todo habéis suplido. Habéis ganado batallas sin artillería, pasado ríos sin puentes, hecho marchas forzadas sin calzado y acampado sin aguardiente y muchas veces sin pan. Las falanges republicanas, los soldados de la libertad eran los únicos capaces de sufrir lo que habéis sufrido. Gracias os sean dadas.»

Esa, aunque mutilada, es la primera arenga del que nuestros compatriotas habrían de llamar el segundo azote de Dios, después de admirarle como ningún otro pueblo y esperar de él una regeneración que mal podía obtener el español en su seno mismo, tales llegaron a ser su desgracia y desaliento.

Napoleón había, como César, llegado, visto y vencido, y, como el dictador romano, no cesaría en su tarea de completar la victoria llevándola en sus banderas hasta, humillado el enemigo, imponerle la paz. Porque, ya se lo decía también, aquellos soldados tenían mucho que hacer aún; y Napoleón los lanzó sobre Beaulieu que se retiraba lleno de espanto por tan rápidos triunfos como le veía alcanzar de los Piamonteses. Atrincherado en una gran posición cubierta de artillería con que trata, al mismo tiempo, de impedir a los Franceses el paso del puente de Lodi, el general austríaco se detiene, por fin, para en ella contener a su formidable adversario. Éste dirige al puente una fuerte columna a cuya cabeza marcha aquel Masséna a quien la historia había de dar a conocer con el sobrenombre glorioso de Hijo mimado de la victoria, que ataca el obstáculo a la carrera y lo ocupa, mientras una nube de jinetes, vadeando el Adda, envuelven la posición enemiga y ponen a sus defensores en la más atropellada fuga. Ya se han abierto al afortunado vencedor las puertas de Milán, que le recibe el 15 de Mayo con un alborozo que luego desmentirá un motín fraguado al abrigo del castillo, en poder todavía de los Austríacos. Pero castigado por Buonaparte lo mismo que el de Pavía, más formal aún y obstinado, avanzan los Franceses al Oglio sin consentir la división del ejército aconsejada por Carnot, tan desgraciado en aquella ocasión como en la de su primitivo plan de aquella guerra, y del Oglio al Adige, apoderándose de Peschiera y de Verona para aguardar en aquella excelente línea la vuelta que se le había anunciado de los Austríacos, acogidos a su abrigo favorito del Tirol. Esto sucedía en Junio, mientras se celebraban armisticios y paces con Roma y Nápoles, con Parma y Módena; temerosos sus soberanos de la suerte de Turín y Milán, y cuando Napoleón trabajaba por la administración de los países conquistados y el vestuario y equipo de sus hasta entonces hambrientos y desnudos soldados.

Formidable era el ejército que le iba a oponer el Imperio, por lo numeroso, pues contaba con 60.000 hombres de todas armas, y por mandarlo Wurmser, que era tenido por el mejor de sus generales. Pero sea para mejor alimentarlo, sea por creer que convenía mejor a su plan de campaña, Wurmser comete el error, que la ciencia ha condenado siempre, de dividir el ejército, enviando a Quasdanovich con una parte por el lado del lago de Garda, en tanto que él, con la otra, va a caer sobre el Adige, donde en último caso podrá reunirse con su teniente. Esas concentraciones al frente y cerca del enemigo han dado siempre el mismo y fatal resultado de una derrota; y, con efecto, Quasdanovich es vencido en Lonato el 3 de Agosto perdiendo cerca de 4.000 hombres entre muertos, heridos y prisioneros, y Wurmser lo era el 5 en Castiglione a pesar de la inmensa superioridad de sus fuerzas. Trata el viejo mariscal de rehacerse, reforzado con nuevas tropas; pero Napoleón, que el 4 de Septiembre bate en Roveredo a los que guardan las entradas del Tirol, desciende por el Brenta a Bassano, y vence el 8 de aquel mes a Wurmser y el 15 en San Giorgio, obligándole a meterse con las tropas que le restan en Mantua, donde no tardará en entregarse a su rival vencedor.

No eran tan favorables a los Franceses sus operaciones en Alemania. El error cometido por Carnot al dirigir los ejércitos de la República por los valles del Mein y el Necker para unirse en el del Danubio, tenía que dar el mismo resultado que el de la maniobra de Wurmser en el Brenta. El mariscal austríaco tenía a su frente al general Buonaparte que supo tan rudamente escarmentarle, y Jourdán y Moreau se encontraron con el archiduque Carlos que, cuando se retiraba delante de Moreau, tuvo la inspiración de dirigirse al Mein y, reuniéndose con Wartensleben, que también retrocedía, acometió a Jourdán que se vio obligado a acogerse a Wurtzburg y después al Lahn, no sin perder en la retirada a Marceau, el vencedor de los vendeanos en el Mans, una de las esperanzas más legítimas y fundadas de Francia. Con eso apenas si pudo Moreau, al saberlo, emprender la retirada con tranquilidad relativa; teniendo que atravesar la Selva Negra, siempre acosado por el Archiduque que no cesó de seguirle hasta la Alsacia, donde el 28 de Octubre lograba el general francés entrar en buen orden después de 23 días de continuo combatir, unas veces con próspera y otras con adversa fortuna.

Como puede calcularse por las fechas acabadas de estampar, no se habían recibido en Madrid sino las buenas noticias de Italia al celebrarse el tratado de alianza entre España y la República francesa, y esas, como se ha visto, eran para enloquecer a nuestro gran ministro, haciéndole soñar con la inmediata humillación del Austria que arrastraría en su desgracia, muy pronto también, a Inglaterra, dejándola sola en la contienda. Es verdad que cuando pudo conocer el fracaso del plan de Carnot en Alemania, le llegaban noticias tan lisonjeras o más que las anteriores de Italia, donde Napoleón, puesto en el mayor apuro por la derrota de sus colegas y la presencia de fuerzas inmensamente superiores en número a las de su mando, había con una hábil maniobra envuelto la posición de Caldiero que no había podido tomar de frente. Aun así, le era necesario combatir en campo muy desigual; y lo hizo durante tres días, los del 15 al 17 de Noviembre, en los que tuvo lugar aquel episodio legendario del puente de Arcole, en que hubiera perecido sin el auxilio poderoso de los granaderos a quienes había guiado con la bandera de la Francia en sus manos.

En ese balance de victorias y reveses de Francia, podía, sin embargo, observarse que sola ya en el continente el Austria y abandonada de las grandes potencias que habían constituido la coalición contra la República, sería ella, a pesar de la pertinacia militar que tan honrosamente la caracteriza, la que habría de pagar las defecciones, algunas bochornosas, de las demás y su propia generosidad. Y así lo comprendió Godoy sin pensar que no en Italia, ni en Alemania tampoco, irían a decidirse los destinos de la nación española en la lucha a que se comprometía con el tratado de alianza, siendo la contienda de tan distinta índole como diverso el teatro en que debía decidirse. Esa alianza, pues, entrañaba males que sólo la ceguera política de que adolecía el presuntuoso favorito y la humildad vergonzosa de los que, por ambición o miedo, se amoldaban a sus voluntades, podían no descubrir, lo mismo en la sustancia del tratado que en los manejos que se habían puesto en juego para celebrarlo por las dos partes contratantes.

La Francia republicana era, a no dudarlo, la gananciosa en tal convenio. Por el tratado de Basilea se encontraba con una de sus fronteras, la en que más reveses había experimentado al principiar la guerra, no sólo abierta y libre de enemigos, sino ocupada por un pueblo amigo, comprometido a prestarle auxilios considerables de todo género. Ese pueblo tenía además grandes escuadras con las que, si Francia, uniéndolas a las suyas, no lograse vencer a las más numerosas y maniobreras de Gran Bretaña, podría, sin embargo, hacerse árbitra del Mediterráneo, su aspiración secular y más halagüeña. El aislamiento, por otra parte, en que llegaría a verse la tan odiada Albión, si por la fuerza de las armas o el cansancio de lucha ya tan dilatada se llegaba a separarla del Austria, obligaría a entrar en tratos con el Directorio a los políticos ingleses, entre los que habían estallado divisiones profundas en los Consejos y el Parlamento. Y si llegaban a obtenerse tales resultados en más o menos corto plazo, ¿qué triunfo podría igualar al de la República? Sola en la lucha había salido vencedora defendiendo el suelo patrio y las instituciones que se diera, aun siendo tan radicalmente opuestas a las antiguas suyas y a las de tantas naciones como se habían coaligado contra ella; en paz con varias de esas potencias, y hasta aliada con la que podría prestarle lo que más falta le hacía, barcos y soldados, ¿qué no debería esperar para asegurarse el reconocimiento de todas y, así, un predominio absoluto en Europa? La alianza de España era, pues, en sentir de los republicanos franceses más intransigentes, y lo manifestaron repetidamente en sus Asambleas, la adquisición de un amigo útil, el único, según ya hemos dicho, que les pudiera poner en situación de luchar con Inglaterra; y, por eso, no ocultaban sus deseos de obtenerla, por más que entre los delegados de su gobierno los hubiera que no renunciarían á sus instintos, ya costumbres, de violencias contra los mismos parientes de su nuevo aliado si los encontraban en su camino o creían poderles servir de estorbo en sus ambiciones.

Ahí está la conducta del general Buonaparte en Italia para darnos la medida de lo que serviría a España la alianza con los republicanos del otro lado de los Pirineos.

Ya hemos recordado el armisticio de Cherasco, convertido más tarde en convenio después de las victorias de Napoleón en Millesimo y Dego. El rey Víctor Amadeo, temiendo el despojo que iba a hacérsele de una buena parte de sus estados, se acordó de que era tío del monarca español, amigo ya de Francia, y solicitó su mediación con tanto mayor fundamento de éxito cuanto que se hallaba consignada en el tratado de Basilea para con todos los soberanos allegados de Carlos IV. Pues bien, Napoleón se rió de la que pretendía interponer D. Ignacio López de Ulloa, ministro plenipotenciario del rey católico en Turín, al celebrarse las conferencias para la paz, negándose a sus pretensiones y hasta poniendo de manifiesto lo corto de los talentos, de la instrucción y hasta de la seriedad del diplomático español. Otro tanto sucedió al duque de Parma, pariente próximo de D. Carlos. Buonaparte le impuso exorbitantes contribuciones de dinero, caballos, víveres y cuadros, los mejores, éstos, de sus museos y palacios, y eso estando en paz con Francia, y teniendo presente su célebre general, la mediación del enviado de España.

No se hable de Toscana, a cuyo Gran Duque, el primero, que había sido, en reconocer la República Francesa y que tenía su representante oficial cerca del Directorio, ocupó Napoleón su puerto de Liorna y los fuertes que lo defendían e impuso también muy fuertes contribuciones; todo para tan sólo causar esas que él consideraba pérdidas de Inglaterra en aquel país. El Gran Duque apeló al Directorio, apoyándose en la mediación del ministro español, marqués del Campo; pero el Gobierno francés debía grandes consideraciones al general en jefe del ejército de Italia y aprobó su conducta.

Las victorias de los Franceses y los atropellos que cometían sus generales alarmaron naturalmente a todos los gobiernos de la península italiana, y no habían de ser de los que menos temieran los de Nápoles y Roma. Viendo que ni la neutralidad de Parma y Módena ni el carácter amistoso de las relaciones de Toscana con la República las salvaba de los atropellos de Buonaparte, creyeron deber apelar a las armas para mantenerse incólumes en la general conflagración que amenazaba a Italia. Nápoles formó un ejército de cerca de 40.000 hombres que fue a situarse en sus fronteras continentales, y Roma se preparó también a la lucha y hasta pensó en utilizar un cuerpo de tropas que tenían en Córcega los Ingleses que se le ofrecieron para combatir a los republicanos en la margen derecha del Po; pero una demostración, hecha por parte de las tropas de Napoleón sobre las Legaciones de Ferrara y Bolonia, bastó para que, amedrentados el rey de Nápoles y el Papa, le enviasen sus embajadores a fin de aplacar sus iras y convenir con él en armisticios o paces que les pudieran ofrecer alguna seguridad para sus respectivos estados. El enviado del soberano de las Dos Sicilias fue el Príncipe de Belmonte, un caballero cumplido y hábil diplomático que supo captarse las voluntades y aprecio de Napoleón, y el de Pío VI, lo fue nuestro ministro en Roma D. José Nicolás de Azara, hombre de una gran aptitud para los asuntos de Estado y de muchas otras excelentes condiciones de carácter e instrucción que le valieron el favor de Su Santidad y el aprecio general de los romanos que, más que español, le consideraban conciudadano suyo. Belmonte iba autorizado para contratar un armisticio que, en efecto, se celebraba en Junio de 1796; y Azara, para ofrecer al ejército francés una contribución que Napoleón preguntaba al Directorio si podría ser de 25 millones en metálico y 5 en suministros. No satisfizo esto: sólo la suspensión de hostilidades concertada en Bolonia por Napoleón con Azara costó a los Estados Pontificios la clausura de sus puertos para los enemigos de Francia, la continuación de las Legaciones de Bolonia y Ferrara en poder de las fuerzas republicanas que ya las ocupaban, la entrega a ellas de la plaza de Ancona con todo el material de guerra que contenía, y la de cien cuadros, bustos o estatuas entre las que se comprendían la de Junio Bruto, de bronce, y la de Marco Bruto, de mármol, que se conservaban en el Capitolio, representación, sin duda de la entereza y virilidad republicanas. También daría el Papa 50 manuscritos de los del Vaticano, a elección de los comisionados que se encargasen de tan precioso botín, y pagaría 21 millones de libras, 15 en dinero o barras de oro o plata y 5 en frutos, mercancías o ganado.

Estos eran los resultados tangibles de la mediación de nuestro soberano en favor de sus aliados y parientes, tan preconizada al celebrarse la paz de Basilea. Y tales circunstancias, decimos, ¿eran para acordar una alianza que, además, imponía condiciones tan onerosas para España y que sólo bochornoso rubor debía causar en los que así veían ultrajados la dignidad nacional, el sentimiento monárquico y los fueros de la conciencia clamando por la conservación de su fe religiosa, libre de todo contagio y atropello?

 

 

CAPÍTULO XII .

LA GUERRA CON GRAN BRETAÑA

 

Vista de la Ciudad de Santiago de Chile desde la falda del Cerro de Santo Domingo