REINADO DE CARLOS IVCAPÍTULO XI. LA
ALIANZA CON FRANCIA
Si el
tratado de Basilea hubiera dado a España la independencia que parecían informar
sus artículos, absolutamente necesaria para el mejoramiento de la
administración y gobierno al par de las ideas que se iban abriendo paso en toda
Europa a favor de las puestas a discusión en la Asamblea francesa, otros
habrían sido los juicios que provocara a la posteridad; no censuras, sino
elogios mereciera para D. Manuel Godoy, el que como pudo examinarse en los
momentos de su promulgación; tal como se ofreció de halagüeño y beneficioso a
los que tocaban sus primeros resultados con el fomento que de nuevo se dio a la
agricultura y al comercio, la regeneración del crédito y de todos los valores
públicos, y las concesiones hechas á la emisión de las ideas que representaran
un adelantamiento en nuestra cultura literaria, apareció la paz, acabada de
restablecer, como principio de una era de gran progreso para la nación
española. Es verdad que no se hacía sino reverdecer o dar nueva fuerza a
disposiciones dictadas durante la administración de Floridablanca en los ramos
que más podían importar a nuestro pueblo en cuanto a sus aspiraciones de
entonces y a sus intereses materiales de siempre; pero, de todos modos se
abrieron los pechos a esperanzas que la guerra parecía haber desterrado de
ellos para todo el tiempo, al menos, en que prevalecieran los consejos de aquel
a quien exclusivamente se escuchaba en las altas esferas del gobierno. No
tardaría mucho en comprenderse cuán ilusorias e infundadas eran esas
esperanzas.
Porque lo
más venturoso del porvenir que ofrecían era la libertad de acción en que aquel
tratado dejaba a España para en adelante, permitiéndola entregarse sin
preocupaciones ni temores de género alguno a su regeneración, ya que en cortos
años y sin motivo ostensible, de los que determinan un cambio radical en la
situación política de los pueblos, se veía al poco antes poderoso nuestro
desplomarse hasta descender a una que pronto se iba a hacer para él
inconcebible y después irremediable decadencia. La conducta de varias de las
potencias que habían tomado parte en la coalición; la ruina de otras, siquiera
no fueran las más influyentes para el equilibrio europeo, y el aislamiento en
que iban quedándolas que no cejaban en sus propósitos de hostilizar a Francia
mientras no se aviniera a restablecer sus antiguas instituciones, parecían, con
efecto, convidar a no quedarse atrás en empresa tan gloriosa y útil como la de
la paz que, así, prometía hacerse antes general y duradera. No se contaba, sin
embargo, con que, entre no pocos suele prevalecer el interés sobre las ideas
más generosas, y con que había entrado en la contienda que estaba presenciando
el mundo quien pretendía sacar de ella ventajas más positivas, suele decirse,
que las generosas a que en un principio aspiraba realmente la coalición y
siempre nuestra España, llevada tan sólo de la de restaurar el trono de Francia
y ver de nuevo en él a los representantes más genuinos de la familia de sus
reyes. Inglaterra veía en la paz de Basilea la pérdida de sus más halagüeñas
esperanzas, las con que había entrado tan calurosamente en la lucha. No era
fácil se le ofreciera ocasión mejor para, sin temor a fracaso alguno pues que
invulnerable en sus islas, dominaría soberanamente en los mares desde que no
aparecieran unidas las escuadras de España y Francia, destruir ambas
separadamente; la republicana, con el poderoso choque de sus naves, muy
superiores en todos conceptos, y la española, sometiéndola primero a su
dirección y debilitándola en aquella lucha para después en circunstancias
distintas que su torcida política buscaría, acabar con ella o, por lo menos,
reducirla a la impotencia más completa. Y sea que lo sintiera así, ya que
parecía escapársele tal pensamiento en su primera parte, sea porque, firme el
Austria en su empeño de no aceptar una paz que iba a privarla de provincias tan
importantes como las de los Países Bajos y de aliados como los que aún
conservaba en Italia, creyera que le bastarían elementos con que tener a
Francia suficientemente distraída para no acometer otras empresas superiores a
la de su propia defensa y la consolidación de su nuevo régimen político,
Inglaterra, repetimos, se propuso continuar la lucha comenzada tres años hacía
y extremarla provocando a los mismos que hasta entonces habían sido sus mejores
y más desinteresados amigos. No es el Gobierno británico de los que tiemblan
ante contratiempos de esa naturaleza; y mientras tuviera de su parte la opinión
pública dentro del reino, y ésa se le conservaba favorable todavía, la guerra
era para él una esperanza de no perder los primeros frutos alcanzados a favor
de las alianzas cuya deserción total no veía, y de mantenerse en la dirección
de los asuntos del interior, aun hostigado por el poderoso partido que regían
sus implacables enemigos políticos Sheridan y Fox. Los últimos sucesos
militares de la campaña de 1795 en el Rin y el mantenimiento, por otro lado, de
la insurrección en la Vendée y Bretaña ofrecían alguna esperanza de que aún
pudiera mantenerse la lucha en el continente, que era lo que más importaba a
Inglaterra pues que la permitía maniobrar libremente en las costas, ya
amenazando desembarcar en puntos a que no les sería fácil acudir a los
ejércitos franceses, ya destruyendo los establecimientos navales de la
República, apartados de su acción militar o con población influida todavía por
las ideas monárquicas. El desastre de Walcheren se consideraba, mejor que
militar puramente, como consecuencia de un error geográfico, y el de Quiberón,
si afectaba al honor inglés, como decía Sheridan en el Parlamento, no había
costado una gota de sangre, como respondía Pitt, y para los isleños del Reino
Unido este era un argumento de gran fuerza, casi incontestable. Aún quisieron
combatir al célebre ministro con armas de otra índole, con la idea de que se
acabarían los recursos de Gran Bretaña antes que los de Francia, amenazando
como próxima una bancarrota; pero Pitt amontonó razonamientos políticos y en
tal número en sus discursos, que, hechos valer y apoyar por sus partidarios, le
proporcionaron el empréstito a que aspiraba, con lo que se alejó también la
probabilidad de una ruina financiera, muy difícil, por otro lado, en Gran
Bretaña.
Tranquilo
con su triunfo en el Parlamento el Gobierno inglés en cuanto a su existencia
política dentro del país, se dedicó luego a vengar las que suponía ofensas de
aliados con los que contaba para ejecutar cumplidamente sus planes. Y como
fuese España el de quien esperaba valerse mejor y de quien debía temer más por
su condición de potencia marítima, a España dirigió los primeros tiros de sus
iras, tan potentes como traidores y certeros. Lo de menos era que a las
reclamaciones de nuestros embajadores sobre los designios hostiles que
revelaban preparativos que, ciertamente, no iban contra Francia, contestara
Pitt con evasivas irónicas y no pocas veces insultantes; lo malo era que, con
efecto, se podían observar en los puertos del Reino Unido el movimiento y la
concentración de fuerzas que, sin género de duda, se ponían en acción para
añadir a los insultos, inferidos a nuestro pabellón en completa paz y aun en el
período, acabado de terminar, de nuestra alianza, provocaciones que
establecerían un estado peor que el de la misma guerra.
«Después
hacía promesas, exclamaba nuestro ministro, y ninguna era cumplida: peor estado
que el de la guerra, en que el sufrimiento prolongado por más tiempo, y el
deseo de la paz sometido á nuevas pruebas, sin apartar la guerra, debía añadir
la humillación de haberla huido cuando el honor la decretaba.»
En Francia,
ya lo hemos dicho, produjo excelente efecto el tratado de Basilea. Su nuevo
gobierno comprendía que la paz le daba una fuerza que meses antes y en la lucha
que sostenía con las facciones que no cesaban de combatirle, no le era dado
esperar de otro modo. Al 9 Thermidor que puso término al imperio del Terror,
disueltos como parecían quedar en el descrédito y la guillotina los elementos
que le daban vida y carácter entre las varias y encontradas tendencias que
representaba la Revolución, sucedió uno como gobierno que mal podría mostrarse
todo lo necesariamente enérgico dentro todavía de las formas que habían
constituido el anterior. La Convención seguía asumiendo la autoridad y el poder
en los múltiples y gravísimos accidentes que todos los días y a cada paso
encontraba en su camino a través de un campo sembrado de ellos, por la guerra
exterior, en todas las fronteras de la República, la civil en algunas de las
provincias, y el estallido en su derredor de las desatadas pasiones de los
vencidos en aquella memorable jornada, y también de los que esperaban sacar de
ella un fruto, por muchos años aún vedado a la satisfacción de sus
aspiraciones. Los jacobinos y alborotadores de siempre, por un lado, y los
monárquicos por otro; aquéllos, con el despecho de su reciente derrota, y los
demás buscando su medro por el de los escándalos y el desorden, acosaban sin cesar
a la Convención. Nada de extrañar, así, que el 12 Germinal (1° de Abril de
1795), se retrocediera en París a las alarmas y los riesgos de meses antes;
viéndose invadida la Convención por las heterogéneas turbas de un populacho
feroz que a nada menos aspiraba que a la restauración del ominoso reinado de
los Robespierre y Saint-Just, sustituidos con hombres que, a su misma índole
feroz, unían la ignorancia y hasta el salvajismo más soez y brutal. Aun
castigando rudamente aquel atentado, no pudo evitarse su repetición el 1°
Prairial (20 de Mayo); y entonces, con furia tal por parte de los terroristas,
que estuvieron a punto de obtener la victoria más completa. Los arrabales de
Saint-Antoine, Saint-Marceau, las secciones del Temple, de las calles de
Saint-Denis y Saint-Martin, y de la Cité se alzan en armas; llevando por
vanguardia bandas de mujeres que, a los gritos de Pan y Constitución del 93,
invaden la Asamblea con la mayor algazara y obligan a los convencionales a
retirarse a los bancos más altos del salón de sus sesiones, llenos de temor
hasta por su vida. Féraud, un joven diputado que acaba de volver del ejército,
después de disputar la entrada a aquellos forajidos, vuela al socorro del
presidente, Boissy d’Anglas, amenazado de muerte y a quien rodea un bosque de
picas y de sables aunque sin lograr atemorizarle ni que abandone su puesto.
Pero Féraud cae de un pistoletazo al pie de la presidencia; y sus asesinos,
después de arrastrar su cadáver por las calles próximas, le cortan la cabeza que,
clavada en la punta de una pica, ponen ante los ojos del imperturbable Boissy
que se descubre ante aquel horrible trofeo, gloriosa muestra, empero, de una
abnegación tan heroica como digna. Ni aun así lograron los sublevados domar la
entereza del presidente; y fue necesario que, tras de una lucha de seis horas,
en que con su noble actitud pudo imponerse a ellos, tuviera, agobiado por la
fatiga y las emociones, que retirarse y entregar la presidencia a su colega Vernier
que, con los demás convencionales, bajados de sus asientos, cedió a las
exigencias de aquel bárbaro populacho. Se dictan la libertad de los terroristas
presos, la suspensión de las comisiones de gobierno recientemente elegidas y el
nombramiento de una compuesta de cuatro amigos de los rebeldes; nadie se atreve
a oponer resistencia y, a la voz de adopté y quitándose sus sombreros,
autorizan los diputados cuanto se les antoja a las turbas, tan soberbias con su
triunfo como exigentes y enfurecidas momentos antes.
Pero no
contaban con que, mientras creían tocar el poder absoluto con las manos y
recobrar, muchos, sus anteriores y codiciados puestos en la administración y la
política, los comités del Gobierno, olvidados, puede decirse, y libres en su
acción fuera de la Asamblea, habían reunido varias secciones leales y marchaban
a las Tullerías con las tropas y a su cabeza Legendre que los arrojó a
bayonetazos, dispersándolos completamente y devolviendo a la Convención su
anterior independencia y libertad de acción. Todavía intentaron los rebeldes
repetir el ataque y, rechazados, quisieron defender al asesino de Féraud en el
arrabal de Saint-Antoine, donde se fortificaron en las casas y con barricadas;
pero el general Menou los cercó con fuerzas numerosas obligándoles a entregar
su héroe y la artillería con que contaban, llevada inmediatamente en triunfo a
la Convención. Ésta no se satisfizo con vencer, sino que quiso asegurar la
victoria vengando los ultrajes que había recibido en el santuario mismo de las
leyes, aplicando las que dictó de nuevo con un rigor que recordaba el de los
furiosos que la habían precedido en el poder y pretendían acapararlo de nuevo.
Una comisión militar envió al cadalso a varios de los diputados convictos de
haber tomado parte en la asonada del 1° Prairial, al que fueron a perecer los
que no lograron hundirse bastante en el pecho el puñal de Romme, transmitido de
uno a otro en los momentos de marchar para el patíbulo. Al hacer los honores a
los manes de Féraud, mezcló también la Convención sus más calurosos elogios,
bien justos ciertamente, con órdenes que apartasen de ella todo peligro,
reorganizando la guardia nacional, que se compuso en adelante de hombres de la
llamada Burguesía, gente bastante acomodada para interesarse por el
orden y la tranquilidad en las poblaciones, y llevó a París tropas del ejército
aun a riesgo de debilitar los que peleaban en las fronteras. Y, por fin,
después de sofocar motines, parecidos a los de la capital, en Toulón, sobre
todo, en Marsella, Nimes y otros puntos, ejerciendo matanzas que no desdecían
de las de Carrier y Fouché en Nantes y la primera de aquellas ciudades, hizo
desaparecer el Tribunal revolucionario, y hasta proscribió la palabra
Revolución en sus decretos, decidió la acusación de los miembros de la Junta de
Salud pública, excepto Carnot, y de los que componían la de Vigilancia, a
quienes se imputaba el delito de mantener el fuego de la insurrección en las
masas populares. No sin fundamento se dijo que el Terror se había revuelto
contra los terroristas.
Ese rigor
alentó a los realistas que, como ya hemos dicho, buscaban su camino por el de
las violencias y las divisiones de sus enemigos los republicanos; y,
recomendando a sus partidarios una actitud vigilante sobre la clase media, la
más dispuesta a la reacción, procuraron mañosamente y por medio de escritos
exagerados y alarmantes fomentar la discordia en los partidos revolucionarios,
cualesquiera que fuesen su matiz político y sus aspiraciones en el espantoso
desorden que dominaba en sus filas. Así es que la Convención tuvo también que
defenderse de tales amaños lo mismo que de las violencias de los que acababa de
vencer en los primeros días de aquel mes de Prairial, y no halló medio mejor
que el de constituir un gobierno que, reconcentrando la autoridad en su seno,
supiera imponerse a unos y otros, ejerciéndola, como llegó a hacerlo, casi
dictatorialmente.
De ahí nació
el Directorio, comisión ejecutiva de un todo constitucional, compuesto de dos
Consejos, el de los Quinientos y el de los Ancianos, cuerpos legislativos, el
uno destinado a proponer las leyes y el otro a sancionarlas. La Constitución
del año III, que es como se la llamaba, tendiendo a evitar la dictadura,
establecería una república, pudiera decirse anodina, débil y aun anárquica,
que, de mantenerse en un país tan trabajado, como Francia, por las pasiones
políticas, sería a favor del talento de elementos extraños, a su representación
en el gobierno y a la fortuna de sus fuerzas militares. Validos de la debilidad
innata en aquella Constitución, todos los partidos, pero especialmente el
monárquico, se pusieron a conspirar con el pretexto también o motivo de que,
debiendo ser las dos terceras partes de los miembros futuros del Consejo de los
Quinientos Convencionales de los que acababan de cesar en sus funciones de la
Asamblea, se hacía imposible una mayoría que pudiera llevar al gobierno a los
terroristas ni a los secuaces del antiguo régimen, que eran los que con mayor ahínco
y con más probabilidades trataban de entrar en él. No cogieron desprevenida a
la Convención aquellos manejos; y el 13 Vendimiario (5 de Octubre de 1795), al
sublevarse algunas secciones de la Guardia nacional, instigadas por realistas
con careta de revolucionarios y que se habían atraído al general Menou que
mandaba las tropas del campamento próximo de Sablons, encargó de su defensa a
Barras, ya acreditado por su energía en las jornadas del 9 Thermidor.
Entonces
comenzó a tomar parte en las contiendas políticas aquel oficial de artillería
que vimos en Toulón decidir del éxito de la reconquista de aquel emporio naval
por los republicanos, hecho allí general de brigada para mandar las baterías
del ejército en las fronteras de Italia y que, destituido el 9 Thermidor, se
había trasladado a París en espera de nuevo destino. No podía disponer aquel
día más que de 6 a 7.000 soldados, eso sí con artillería, que no tenían los
sublevados; pero, haciendo de las Tullerías un campo atrincherado y centro de
sus operaciones, de tal modo combinó su acción en Saint-Honoré, Saint-Roch, el
Pont-Royal y el Quai-Voltaire, que los seccionarios, cubiertos en todas partes
por la metralla, flanqueados y envueltos, tuvieron que apelar a la fuga para
ponerse a salvo de aquel huracán y entregar sucesivamente las armas. El 26 de
aquel mismo mes de Octubre pudo, así, la Convención declarar terminada su misión
victoriosa y tranquilamente; y, al día siguiente, los Ancianos y los Quinientos
elegían sus respectivos presidentes, y cinco más tarde nombraban el Directorio,
compuesto de cinco regicidas, probos y laboriosos los tres primeros, La
Réveillére-Lepeaux, Rewbel y Letourneur, hombre eminente el cuarto, el célebre
Carnot, y el quinto, Barras, de honradez dudosa pero con la fama de gran
energía, tan necesaria y apreciable en aquellos tiempos. No nos toca ahora
detenernos en el estudio de aquella situación, débil a veces y, no pocas,
violenta e intransigente hasta la exageración, pero ganando terreno en la
opinión de las demás naciones con las prodigiosas campañas de Buonaparte:
tenemos que volver los ojos a nuestra España que libre de una guerra simpática a
la nación por los principios religiosos, políticos y sociales que sustentaba,
iba a verse comprometida en otra para la cual difícilmente podría reunir los
medios con que hacerla afortunadamente.
Entre las
muestras del contento que produjo la paz en el ánimo de la corte española puede
contarse el enlace de dos hijas de Carlos IV, celebrado pocos días después, en
el del cumpleaños de la Reina, 25 de Agosto de 1795. La infanta María Amalia se
casó con el infante don Antonio, tío carnal suyo, tan célebre después por sus
ingenuidades, y la infanta María Luisa, de quien también ha de tratarse
largamente en esta historia, con el heredero de Parma, D. Luis de Borbón, hijo
del que había obtenido el trono de aquel ducado en las guerras de Italia,
provocadas por la ambición insaciable de Isabel Farnesio, segunda mujer de
Felipe V. A las fiestas celebradas en Madrid con motivo tan fausto para Carlos
IV, que en el amor ardiente que sentía por su familia, no hallaba enlaces
mejores que dentro de ella, aun repugnando a las leyes de la naturaleza y de la
higiene, se unieron casi las que provocaría un viaje, ya proyectado, a Sevilla
con el objeto de visitar, como decía el Real Decreto de 13 de Diciembre, el
cuerpo de San Fernando, en cumplimiento de un voto hecho por la Reina en el
caso de que recobrara su salud, por entonces muy delicada, el príncipe de
Asturias. El tal viaje tenía más visos de dirigirse a la satisfacción de una
vanidad pueril, la del flamante Príncipe de la Paz, alojando en su antes pobre
solar de Badajoz a la familia real como muestra del favor de que gozaba y de la
omnipotencia de que hacía alarde; y la prueba es que se verificó por la capital
de Extremadura, alargándolo considerablemente aunque con el pretexto de
conferenciar en la frontera con los príncipes del Brasil. Parece que el
cumplimiento del voto debía ser lo primero; y al no hacerlo así, se demostraba,
siéndolo de la Reina, que apremiaba más el anhelo de halagar a quien ya no
tardaría en poner de manifiesto su desvío al regio enfermo. Pero nunca como
entonces era necesario satisfacer aquel capricho del favorito; porque, muy poco
antes, las veleidades de María Luisa habían puesto en peligro su privanza,
amenazada de derrumbarse a impulsos de una intriga palaciega de que la presunta
víctima supo hábilmente librarse. La verdadera víctima fue el desventurado
marino Malaspina, jefe que acababa de realizar la expedición, de cuya partida
se dio cuenta en el primer tomo, con las goletas Descubierta y Atrevida,
no dando la vuelta al mundo como era su destino y generalmente se dice, pero
realizando uno de los viajes científicos más notables con la mayor felicidad.
La provocadora de tales manejos fue la Reina misma, cansada del despotismo que
ejercía sobre ella su, más que sincero, presuntuoso amante, valido de las
prendas de todo género de que sin duda se hallaba en posesión: los agentes eran
dos damas de la corte, la de Matallana y la de Pizarro, confidentas de la Reina
y encargadas de conducir al valiente marino a las redes de su desgracia con el
aliciente de las esperanzas más halagüeñas. El de la Paz, que olfateó la
intriga, logró hacerla fracasar, se deshizo de Malaspina y quedó más asegurado
que nunca en el favor del Rey y en el corazón de su veleidosa cómplice.
He aquí cómo
describe aquel misterioso suceso el P. Villanueva en la «Vida literaria».
«En un
intervalo de desafecto, dice, y resentimiento en cuyo tiempo andaba la Reina a la
caza de medios para cortar la privanza del valido, fue buscado Malaspina por
estas damas para que a la vuelta de la Lombardía, su patria, adonde iba con
licencia, trajese realizado el plan de cierta corte (la de Parma o la de Roma),
que había de influir con el Rey para tan santa obra. Este plan escrito
incautamente por Malaspina y guardado por la Reina en una gaveta, fue revelado a
Godoy por la Pizarro, estrechada por él por sospechas que le inspiró una
indeliberada expresión de la Reina. La Matallana, de quien exigió
primero la revelación del secreto, se negó a ello constantemente. El plan
descubierto y pintado por Godoy a Carlos IV, con los colores que le convenían,
sirvió de instrumento a su venganza. La Matallana fue presa y desterrada
de la corte. A Malaspina, después de haber permanecido preso en el cuartel de
Guardias de Corps y de haber sido trasladado desde allí al castillo de San
Antón de la Coruña, se le permitió restituirse a su país, previniéndole, so
pena de muerte, que no volviese a territorio ninguno de la monarquía española.
Los achaques contraídos en sus viajes y en el encierro, deterioraron su robusta
salud en términos que a poco tiempo de haber llegado a Lombardía falleció con
el desconsuelo de no haber podido volver a España, a la cual llamaba patria
suya en las cartas de sus amigos.»
Aun cuando
no afectasen mucho a Godoy las veleidades de la Reina, a las que ya podía estar
acostumbrado, tan frecuentes eran en ella caprichos de esa índole, no pudo
menos de alarmarse con una que bien se dejaba ver iba dirigida a derrocarle de
una altura que, aun sin contar con haberla escalado fácilmente, le interesaba
mucho mantener porque desde ella se caía sin remedio en las descalabradoras
escabrosidades de la roca Tarpeya. Si no le inspiraba apego el afecto de una
Mesalina, sí el del poder, tanto más anhelado cuanto peor lo había ejercido
hasta entonces. Por eso no perdonó Godoy nunca a sus detractores y rivales en
el gobierno, ensañándose en aquella ocasión con los que creía haber entrado en
la conspiración contra su persona, incluso el P. Gil, de los menores de
Sevilla, que de Madrid, donde se hallaba, fue enviado a los Toribios de la
capital andaluza, sin más delito que el de su amistad con Malaspina, el parte
de cuyo viaje estaba corrigiendo, ya que su autor no podía escribirlo con
lenguaje correcto y elegante.
Y bien lo
merecía la relación de jornada tan notable como la de las corbetas que había
mandado durante tanto tiempo cruzando los mares y reconociendo países que si,
algunos, visitados antes, nunca con las luces científicas de entonces ni con el
detenimiento necesario para que pudiera sacarse el fruto debido para los
intereses políticos y comerciales de la patria. La Descubierta y la Atrevida,
ya lo dijimos, salieron de Cádiz a fines de Julio de 1789, construidas bajo las
reglas mejor calculadas para aquella época y tripuladas por un personal que
nada dejaba que desear bajo el punto de vista científico y práctico en la
oficialidad y marinería.
A los cuatro
días, el 3 de Agosto, alcanzaban las dos elegantes naves la punta de Naga en la
isla de Tenerife, donde ya empezaron sus trabajos corrigiendo errores
geográficos de algunos marinos extranjeros, y el 18 anclaban en el puerto de
Montevideo, sin haber experimentado otros accidentes que los naturales en tan
largo trayecto. Allí y en las diferentes excursiones científicas sobre las
márgenes del Plata se encontraron D. Santiago Liniers y D. Juan de la Concha,
que las habrían luego de ilustrar con las hazañas de Buenos Aires y su gloriosa
muerte, y después de profundos estudios náuticos y de historia natural y de
reparar en las tripulaciones las bajas de algunos de sus individuos, temerosos,
sin duda, de los peligros de tan aventurada navegación, zarpaban las corbetas
el 13 de Noviembre para el Puerto Deseado, acompañadas de un bergantín, regido
por el piloto D. José de la Peña, que debía regresar al Plata desde las
Malvinas o los términos continentales de la Patagonia. Ya trabaron nuestros
navegantes relaciones de amistad con alguna de las tribus patagónicas de la
costa, cuya imagen, habla y costumbres describía Malaspina en su relación
histórica del viaje; pero, aun satisfechos de tan curiosas exploraciones, el 14
de Diciembre se dirigían a dar la vuelta al cabo de Hornos después de haber en
el camino observado las islas Malvinas y aun puesto el pie y hecho trabajos en
alguna de ellas. En los primeros días de Enero de 1790 la Descubierta y
la Atrevida daban la vuelta al famoso cabo «con una navegación, al decir
de Malaspina, que era más bien una de las más placenteras de entre trópicos que
de las penosas a que la embarcación y el ánimo del navegante están ya bien
dispuestos», y en los de Febrero siguiente anclaban en Chiloé, donde volvían
nuestros compatriotas a ver una guarnición española en perfecta armonía con los
naturales del país, pero donde se vieron detenidas también por vientos tan
varios como huracanados. Una vez fuera el 20 del mes últimamente nombrado, las
corbetas siguieron el rumbo de la costa hacia el Norte haciendo escala en
varios puntos, Valparaíso, entre otros, y el Callao, en cuyas aguas fondeaba la Descubierta el 28 de Junio junto a su compañera que lo había hecho días
antes.
De aquella
derrota que hasta poco antes había sido la misma casi que habían seguido
Magallanes y Juan Sebastián del Cano en las dos expediciones en que se
descubrieron el paso del estrecho y el cabo de Hornos, Malaspina se remontó a
la exploración de la costa Noroeste de América, pero a latitudes muy altas,
alcanzando la de 60o en la bahía de Bering, donde anclaban las corbetas el 27
de Julio de 1791. Ya desde allí se hizo preciso el regreso; y después de, en
unión con otros buques del Estado, haber presenciado el desenlace de las
diferencias ocurridas con motivo de los sucesos de Nootka, a que nos referimos
en el tomo anterior, y la salida de la expedición que debía determinar las
proporciones del estrecho de Fuca y las probabilidades de su comunicación con
el Atlántico, volvieron a juntarse nuestras goletas en Acapulco para, desde
allí y en Enero del 91, dirigirse a las islas Marianas y Filipinas, fondeando
frente a Manila el 26 de Marzo.
Mientras la Atrevida surcase los mares de China cuyos puertos de la Taifa y Macao visitó, su
compañera de expedición se dedicó a recorrer las costas del archipiélago
filipino como varios de sus oficiales, ayudados de las autoridades y hasta de
los padres de las diferentes religiones allí en misión, reconocieron la
topografía de Luzón y de otras islas hasta la de Mindoro. Ya desde entonces se
ve que no era el destino de aquella expedición el de rodear el globo; pues, en
vez de dirigir su rumbo al cabo de Buena Esperanza como la nao Victoria del descubridor guipuzcoano después de la muerte de Magallanes, y las demás
españolas, en una de las cuales había navegado el mismo Malaspina, tomó el del
Sur, verificando experiencias, las del péndulo particularmente, para apreciar
la gravedad de los cuerpos en los dos hemisferios de la tierra y sus paralelos
correspondientes. Era, así, conveniente bajar al 45º austral, y haciéndolo
primero directamente por Panay, Negros y Mindanao, la utilidad o no de cuyo
presidio de Zamboanga discutieron largamente nuestros expedicionarios con el
gobernador, las corbetas se ponían el 11 de Febrero del 92 a la vista de las
Nuevas Hébridas para un mes después ser galantemente acogidas en la tan
celebrada colonia inglesa de Sidney.
«Los últimos
pasos de las corbetas Descubierta y Atrevida en el mar Pacífico,
dice Malaspina en su Relación general del Viaje, ya no podían ser en modo
alguno importantes para la Hidrografía. Una nueva visita a las islas de la
Sociedad sin motivo alguno urgente renovaría sólo los desórdenes de los
europeos en aquellas regiones, o haría insufrible una disciplina rígida a
bordo. Las islas Desiertas reconocidas antiguamente por Quirós, situadas a más o
menos distancia al Sureste de aquel archipiélago, habían sido nuevamente
avistadas en los últimos años por los navegantes nacionales o extranjeros; y si
bien en la nueva carta de las navegaciones del capitán Cook, se advirtiese
colocado en los 32º de latitud un pequeño archipiélago, que decía haber sido
descubierto por los Españoles, todo parecía indicar que fuese apócrifa aquella
noticia por mucho que examinásemos las navegaciones nacionales verificadas
hasta nuestra época. En estas breves líneas se pone de manifiesto la resolución
de rehacer el camino que habían las corbetas recorrido; y, con efecto, llevadas
en él una gran parte de su trayecto por vientos favorables, volvían a aparecer
en las costas del Perú, fondeando en el Callao el último día de Julio de 1793.
En aquellos
momentos llegaba precisamente a América la noticia de la ejecución de Luis XVI
y el rompimiento de España con la república establecida en Francia después de
aquel bárbaro atentado. Con ella, aunque pocos días más tarde, a fines de
Agosto, fueron a Lima por el camino de Buenos Aires las prevenciones que
dirigía nuestro Gobierno a las autoridades de todas las colonias para que
arreglasen su conducta a las nuevas circunstancias en que se veía la nación. Y
como se supiera al mismo tiempo que Inglaterra tomaría también parte en la
lucha por la buena causa; pues que hasta se ordenaba en aquellas instrucciones
que se acogiese y abrigase en nuestros puertos a las embarcaciones británicas,
y no temiendo, por consiguiente, en el viaje a España el encuentro de ninguna
escuadra francesa, las corbetas, una vez repuestas y aviadas para ejecutarlo,
lo emprendieron por Montevideo, primero, donde se reunió la Descubierta que había dado la vuelta al cabo de Hornos para reconocer las islas entonces
problemáticas, de Diego Ramírez y las Malvinas, a la Atrevida, mientras
Malaspina, después de atracar al Sur del estrecho de Magallanes y de situar
también las islas ya citadas del navegante español, llegaba felizmente al
Plata, término que podía considerarse, de las observaciones geográficas que se
le habían encomendado. El 21, por fin, de Septiembre de 1794 entraban las
corbetas en la bahía de Cádiz, donde, acto seguido de saludar la insignia del
general Lángara, eran amarradas, «conservándose, decía Malaspina, por este
tiempo sus tripulaciones en tan buena salud, que no fuese necesario enviar al
hospital un enfermo siquiera».
No daríamos
por acabada esta ligerísima noticia del viaje de aquellas dos naves, que
constituyen una de las glorias más puras de la Armada española, si en honor de
sus tripulantes no copiáramos un elegante párrafo de la «Introducción
histórica» con que exorna la obra del desventurado pero ilustre Malaspina el
Sr. Novo y Colson, dejándose llevar del fuego patriótico que le caracteriza.
Dice así: «Para disponer el ánimo a seguir los rumbos de las corbetas Descubierta y Atrevida, necesito valerme de un término de comparación exacto y
oportuno. Los viajes (publicados) de D. Antonio de Córdoba en 1785 a bordo de
la fragata Nuestra Señora de la Cabeza, y en 1788 mandando los paquebots Santa Casilda y Santa Eulalia, rindieron un hermoso estudio
descriptivo e hidrográfico del Estrecho de Magallanes; pues bien: con no menor
amplitud los Jefes de las corbetas estudiaron, levantaron planos y recorrieron
cuanto solicitaba entonces la curiosidad científica, desde las cercanías de Bering
a Nueva Holanda, desde la Alta California al Cabo de Hornos, desde el Círculo
Boreal hasta las barreras del Polo Sur. Y si en las expediciones de Córdoba
brillaron Oficiales tan entendidos como don José de Gardoqui, D. Alejandro
Belmonte, D. Miguel de Laplain; de tan sobresaliente mérito como D. Francisco
Javier de Uriarte, que por espacio de un mes reconoció en un débil bote el
proceloso Estrecho descubriendo islas y puertos, de los cuales uno lleva su
nombre; D. Dionisio Alcalá Galiano, que efectuó trabajos admirables; D. Ciríaco
Cevallos y D. Cosme Churruca, que unidos soportaron, con valor inaudito, la
inclemencia de aquellas regiones, tripulantes de otra lancha, mientras
levantaban planos de la Tierra de Fuego en la totalidad de su costa, desde Cabo
Dunes hasta el Pacífico..., es lo cierto, que también a las órdenes de
Malaspina y Bustamante, Jefes de las corbetas sirvieron (escogidos por el
primero), además de los mismos señores Cevallos y Alcalá Galiano, infatigables
y entusiastas, el famoso sabio D. Felipe Bauza, cuyos servicios fueron
solicitados más tarde, aunque sin fruto, por los ingleses; el inimitable en la
construcción de cartas, de las que legó un sinnúmero de portentosa exactitud,
D. José de Espinosa y Tello, cuyo saber pregonan el reconocimiento que hizo de
los canales de Nutbea y de los mares de la India, y años después las extensas Memorias que dio a luz siendo primer Director del Depósito Hidrográfico; D. Juan
Gutiérrez de la Concha, digno compañero de los anteriores, y a quien estaba
reservado alcanzar en América la palma de la gloria y la palma del martirio;
don Cayetano Valdés, el más joven de esta Oficialidad, pero no el menos
inteligente, según lo prueba su exploración difícil del Estrecho de Juan de
Fuca, hecha con rapidez y maestría. Y por último, los hermanos D. Arcadio y D.
Antonio Pineda, notabilísimo naturalista éste, que a su muerte acaecida durante
el viaje, legó al primero el arreglo y continuación de sus observaciones y
escritos.» «Con tan valiosos auxiliares, añade el Sr. Novo y Colson, no
sorprenderá que transcurridos los cuatro años de navegación hubiera presentado
al gobierno de España el ilustre Malaspina, para que vieran la luz pública,
además de la Relación General del Viaje, verdaderos tratados de cada una de las
ciencias que fueron objeto de sus estudios, a saber: Astronomía, Hidrografía,
Física, Historia Política e Historia Natural.»
Cumplido el
voto de la Reina y después de haber visitado Cádiz y la escuadra surta en su
magnífica bahía, la corte volvió a Madrid por la carretera general, recibiendo
en Andalucía y la Mancha las muestras más calurosas de la adhesión proverbial,
y más por aquellos tiempos, de nuestro leal y entusiasta pueblo.
Ni antes del
viaje ni en el tiempo que duró (del 4 de Enero al 22 de Marzo de 1795), se
había dado al olvido la magna cuestión de las consecuencias que habría de tener
el tratado de Basilea. Y de que serían de trascendencia suma no cabía dudar
vista la actitud que tomó Inglaterra desde los primeros momentos en que se
sintió burlada respecto a las ideas de dominación que abrigara al emprender la
guerra en 1793. Don Domingo Iriarte, gran partidario de la alianza francesa,
nombrado ya embajador de España en París, usaba, para obtenerla, en su
correspondencia con Godoy, argumentos iguales o parecidos a los empleados para
la paz que tan hábilmente había negociado; y al dar aviso de sus conferencias
con Barthelemy, anunciaba los deseos del diplomático francés para entablar
nuevas gestiones a fin de establecer con nosotros tal concordia que pudiera
servir en adelante «a asistirse España y Francia con socorros iguales, si
alguna de las potencias beligerantes acometiese las respectivas posesiones en
cualquiera parte del mundo».
Esas eran
las ideas más generalizadas en Francia y las había proclamado recientemente en
la Convención, el 14 de Noviembre, Tallien que decía desde lo alto de la
tribuna: «Fomentad las medidas convenientes para hacer una paz honrosa con
algunos de nuestros enemigos y después, con la ayuda de los navíos holandeses y
españoles, arrojémonos con denuedo sobre las costas de la nueva Cartago».
Aquellas palabras, frenéticamente aplaudidas por los convencionales, revelaban
el espíritu que, para Francia, debía informar el tratado de Basilea, causa de
la facilidad con que su agente Barthelemy se conformaba a las peticiones, tan
patrióticamente sostenidas, de Iriarte, en quien no dejaría de observar a su
vez las tendencias más conciliadoras hacia la República. Y como Boissy
D’Anglas, al mismo tiempo que Tallien y Treillard y cuantos hablaron en aquella
sesión, acabada de citar, no encontraban palabra que mejor cuadrase con la de
Paz que la de Alianza en sus nuevas relaciones con España, hay que reconocer, y
esto sin violencia alguna, que sus seguridades tendrían de que no sonaban mal
en los oídos de Carlos IV y sobre todo en los de su prepotente favorito. Aun
cuando parezca imposible, lo cierto es que no andaban lejos de la verdad los
representantes de la Asamblea francesa en sus declamaciones y raptos de
entusiasmo por España, poco antes inconcebible pero que explica perfectamente
el objeto a que se dirigían aquellos oradores y las probabilidades, si no la
certeza, que tenían de conseguirlo. Decimos que parece imposible, porque ni se
veía tan claro el porvenir de la República en aquellos días como para darlo por
seguro y duradero en su nueva fase después del 9 Thermidor, ni había pasado tiempo
bastante para borrarse de la memoria de nuestros gobernantes los, más que
serios, terribles, sangrientos y vergonzosos motivos de la guerra de tres años
que terminaba entonces.
Es verdad
que el rey de Prusia había hecho la paz antes que el de España, pero no le
asistían los mismos motivos para continuar la guerra, y tenía otros muy
poderosos a que atender, preocupado, en primer lugar, con sus proyectos sobre
Polonia, que no podría realizar de mantener sus ejércitos en el Rin peleando
con los Franceses, y con los de una compensación, además, que se le ofrecía en
perspectiva de su neutralidad, al secularizarse los obispados, tan influyentes
antes en las eternas contiendas de toda Europa por las orillas de aquel río.
Aun así, la Prusia no cedió a las pretensiones de la Convención para el
establecimiento de una alianza ofensiva y defensiva en contingencias futuras, y
mantuvo su independencia de acción con tal energía que no dejó lugar a duda
alguna de que no pelearía con las potencias que habían formado con ella la
coalición.
Pero España ¿se
hallaba en caso igual ni siquiera parecido? Y, sin embargo, apenas puesta su
firma en el tratado de Basilea, Iriarte recibía, con el nombramiento de
Embajador, las instrucciones más precisas para entablar en París tratos que no
tardarían en solemnizarse de una alianza tan deseada, al parecer, por el
Gobierno español como por el francés. No pudo Iriarte emprenderlos porque
enfermó a los pocos días y deseando restablecerse en Madrid y conferenciar con
Godoy, le sorprendió la muerte en Gerona el 22 de Octubre de 1795. Sustituyóle
en la embajada el marqués del Campo, que desempeñaba la de Londres, quien no
pudo presentar sus credenciales en París hasta Marzo siguiente, sin que, por
eso y a pesar de hallarse la corte distraída con su viaje a Badajoz y Sevilla,
se abandonasen ni el pensamiento ni, según ya hemos dicho, las gestiones para
unirse con los lazos de una estrecha alianza al Directorio francés.
Nunca habrá
podido recomendarse a España la neutralidad con motivos más poderosos que en
aquella ocasión. Si, como decía Godoy en el Consejo, la neutralidad armada,
siendo las fuerzas inferiores, «no es más que una ilusión, una quimera para
excitar la risa y el desprecio», ¿a qué los alardes ofrecidos en cada página de
sus Memorias, del poderío español alcanzado por los aciertos de su
administración?; ¿a qué asegurar poco antes, que una liga bien concertada de
las fuerzas navales de España, Holanda y Francia conseguiría, por lo menos,
ocupar la atención de Inglaterra en los mares de Europa y apartarla de empresas
serias contra nuestras Indias? Los grandes estadistas y Maquiavelo, uno de los
primeros, han sentado esa máxima en sus escritos; pero es seguro que en caso
igual no hubieran comparado la España de 1795 con las antiguas repúblicas
griegas y menos con las microscópicas de Italia en los siglos XV y XVI. La
misma guerra con la Gran Bretaña desmiente al pretencioso Godoy; porque si las
fuerzas aliadas contra aquella potencia no eran suficientes para vencerla y
domarla, ¿para qué la declaraba en tales condiciones que habrían seguramente de
producir a nuestra patria un desastre, irremediable siendo patente nuestra
inferioridad? No; por aquel entonces, Godoy creyó dar un golpe decisivo a
Inglaterra aliándose a Francia, y eso porque consideraba a España con medios
suficientes para inclinar el platillo hacia ella y su nuevo aliado en la
balanza de los destinos de Europa. Unidas las escuadras española y holandesa a
la de Francia y desvanecido el temor que infundía la emperatriz Catalina con la
amenaza de una gran expedición de sus fuerzas también unidas a las de Suecia,
se consideraba Godoy seguro de la victoria y de un porvenir tan duradero como
feliz para sus ambiciones patrióticas y personales.
De todos
modos, Godoy no quiso cargar solo con la responsabilidad de resolución tan
preñada de riesgos como la de emprender la guerra con Gran Bretaña y la hizo
discutir en el Consejo de Estado a cuyas sesiones, varias y largas, asistieron
también algunos generales de mar y tierra, ministros del Consejo Real y del de
Indias, y diplomáticos de los que pasaban por más expertos y hábiles.
El Príncipe
de la Paz se había preparado con toda clase de noticias sobre la situación de
nuestro país así como de la procedentes del extranjero, derivadas de los
despachos de nuestros agentes oficiales y de los privados que tenía en las más
importantes cortes de Europa revelando, en cuanto esto podía conseguirse, el
estado respectivo político y militar, el de la opinión pública y las
intenciones de sus soberanos y ministros. Todos esos datos, como es de suponer,
estaban inspirados en los proyectos e intereses que se sabía abrigaba y
defendía el valido que, de ese modo, hallaría en la discusión argumentos,
cuando no otra cosa, para que prevaleciesen sus opiniones. Las noticias de
mayor autoridad procedían del negociador de Basilea que no habría de aconsejar
la reproducción de nuestra lucha con Francia, cuando consideraba imposible el
mantenerse en paz con la República e Inglaterra a la vez, él que, influido por
Barthelemy, creía hacedera una como coalición de España, Francia, Holanda,
Génova, Dinamarca y no sabemos cuántas naciones más, inclusa Prusia, para
reducir a los Ingleses a propósitos conciliadores y pacíficos. También los
facilitó nuestro embajador en Londres, y las de éste eran, como suele decirse,
el reverso de la medalla en que Iriarte había grabado los beneficios de la paz
con Francia. El desprecio con que el Gobierno inglés miraba cuanto pudiera
afectar al decoro y a los intereses españoles; las, arrogancias de Pitt
respecto a los que pretendieran representar el papel de neutrales en la
contienda mantenida con la República francesa; proyectos como el que se
abrigaba de ataques a nuestros puertos y desembarcos en las costas de la
Península para decidirla de una vez a la paz, esto es, a la alianza inglesa, o a
la guerra, que, de seguro, se extendería a nuestras vastas colonias de
Ultramar; amenazas diarias, ya para amedrentar al Rey, ya con la intención de
ejecutarlas con la energía propia de los Gobiernos ingleses y presentando la
opinión de su pueblo como decidida a una guerra que no tardaría en estallar;
todo eso y más se pintaba en los despachos de nuestro agente diplomático en
Londres con los colores más vivos, como para excitar los sentimientos
patrióticos de los consejeros que pudieran estudiarlos y calcular sus
consecuencias . A esos datos se agregaron otros muchos sobre los recelos que
abrigaba el Directorio de que se tratase de soliviantar en España la opinión en
favor de Inglaterra, sorprendiendo la lealtad de Carlos IV, o las buenas
intenciones de su ministro, e informes á montón acerca de las tropelías
provocadoras de los Ingleses, atentatorias a la dignidad e independencia de la
nación española, informes, varios, que procedían de nuestros agentes consulares
y de los funcionarios políticos y eclesiásticos de las costas y aun del
interior.
AI exponer
todas estas noticias ante el Consejo, Godoy, así como para hacer ver sus
opiniones particulares, que no dejarían de ser las del Rey, ofreció a los
consultados un resumen de ellas dividido en cuatro partes; una, dirigida a
poner de manifiesto la reacción, verificada en el país, de los sentimientos en
él provocados al iniciarse la revolución francesa con todos sus atentados
religiosos y políticos, hacia una benevolencia producida por el cambio de
gobierno y los triunfos obtenidos en los últimos años; otra, en que se
describía el contento general de la Nación por la paz convenida en Basilea,
evitando la invasión armada y la más trascendental quizás de las ideas
revolucionarias de Francia; la tercera, haciendo resaltar el contraste de la
impresión favorable por la paz reciente con la indignación que causaban las
señales de venganza y los designios siniestros que parecía abrigar Inglaterra,
así como las buenas disposiciones que presentaban el comercio y los marinos
mercantes de nuestros puertos para rechazarlos; la cuarta, por último, con las
representaciones de los prelados bendiciendo la paz, en algunas de las cuales,
la del arzobispo de Granada entre otras, resaltaba un espíritu bien marcado de
animadversión a los Ingleses, a quienes, en son de profecía, acusaba de todos
los trastornos y desgracias que años adelante tendrían lugar en nuestras
posesiones del Nuevo Mundo. Aún se presentaron al Consejo el informe del
Tribunal de la Inquisición, haciendo ver que la paz con Francia había servido
para que cesase la propaganda anticristiana ejercida durante la guerra y, sobre
todo, en la época de nuestros desastres, y después un anónimo, que Godoy
atribuye al duque del Infantado, el primer campeón, dice, que de un
principio se movió en contra mía, el cuál había llegado a manos del Rey, que
era tanto como llegar a las del valido, en que, después de recordar el ya
antiguo refrán de con todo el mundo guerra y paz con Inglaterra estampándolo por epígrafe de aquel escrito, entrañaba una larga serie de
declaraciones contra Francia y de elogios a su rival insular con la crítica más
severa de la conducta política y privada del favorito ministro. Por supuesto
que la lectura de aquel papel impuesta por Godoy, produjo la cólera y el
desprecio de los consejeros que lo hallaron indigno del tiempo que habían
ocupado en oírla.
Con ese
preámbulo ya podía empezarse la consulta, seguro el que la presentaba de que no
iba a ser muy reñida la lucha de las opiniones que en ella se emitiesen, así
como del resultado que habría de obtenerse según el aspecto del Consejo en
aquel primer paso tan perfectamente preparado.
La primera
de las proposiciones que se iban a discutir era: «La situación de la Europa y
la conducta de la Francia con respecto a España, después del 22 de Julio del
año próximo anterior en que fue ajustada la paz de Basilea, ¿han ofrecido algún
motivo para desistir de las ideas pacíficas adoptadas con la República
francesa?
2. «El temor
de una guerra marítima de que la monarquía española se encuentra amenazada por
la Inglaterra, ¿podría ser una razón que obligase a la España a declarar la
guerra nuevamente a la República francesa?»
3. «En
suposición de que la guerra con Gran Bretaña se hiciese inevitable, ¿deberá
adoptarse la alianza con la República francesa?»
4. «A
propósito de alianza, ¿en qué términos convendrá que se ajuste con Francia?
¿Deberá limitarse a un tratado puro y simple de alianza ofensiva y defensiva
contra Inglaterra, o deberá renovarse entre las dos naciones la sustancia del
antiguo pacto de Familia?»
No se dirá
que todas esas gravísimas cuestiones no fueron presentadas con habilidad,
enlazándolas con tal arte que admitida la primera debían lógicamente aprobarse
las demás, a poco que las apoyara su autor con la exuberancia de datos, y la,
de que tanto presumía después, de su verbosidad. Y como nadie habría de negar
lo correcto de la conducta observada por Francia en el tiempo transcurrido
desde el término de la guerra, ni dejarse imponer en pleno Consejo por el temor
a otra lucha, fuese con quien quisiera, es evidente que las dos primeras
proposiciones serían aceptadas por unanimidad en el sentido que presidía a su
presentación. Estaba hecha la paz con la República; había sido recibida con
aplauso por los más en el país, y éste gozaba ya en parte de sus beneficios y
temblaría ante la idea de que sin motivo alguno nuevo, sin ton ni son como
suele decirse, fuera a reproducirse una lucha que tantos sacrificios le había
costado. Se apelaba, además, a la dignidad de una nación y, ante la amenaza, no
es la nuestra, arrogante hasta la jactancia, de las que ceden y menos se
humillan por graves que sean los riesgos que prevea para sus resoluciones. Pero
es el caso que, al rechazar las que se suponían imposiciones de los Ingleses,
se amenazaba con los riesgos que iban a correrse de volver a la lucha con los
republicanos de Francia, de quienes se temía el recrudecimiento de su
propaganda, acreditada en toda Europa y particularmente en España con los
ejemplos de Fuenterrabía, San Sebastián y Burgos. En la discusión de aquellas
dos proposiciones no se oyeron sino alabanzas a Francia, mezcladas con los
cálculos de lo que podría acarrearnos su enemistad, si se la provocaba
nuevamente, y quejas de Inglaterra con el temor de las hazañas, traídas
proféticamente a cuento, si, aun por vía de ayuda, se acercaban sus naves a
nuestros arsenales o ponía en tierra un ejército que de seguro acabaría con
nuestras industrias, como después hizo en la guerra de la Independencia.
En la
tercera cuestión, en la de si, en guerra con los Ingleses, debería España
aliarse con Francia, todos los consejeros estuvieron acordes en ser imposible
la lucha de acometerla nosotros solos; pero dice Godoy en sus Memorias;
todos mostraron su persuasión de que una liga bien concertada de las fuerzas
navales de España, Holanda y Francia, cuando no bastase a domar el poder
marítimo de la Inglaterra, conseguiría por lo menos, en provecho nuestro,
ocupar su atención en los mares de la Europa y apartarla de empresas serias
contra nuestras Indias...»
Quedaba la
magna cuestión de las proporciones que habrían de darse a nuestra alianza con
la República; y entonces salieron a luz las diversas ideas de los consejeros
sobre la variedad de tales convenios y acerca de si convendría o no a España
una actitud de la más estricta neutralidad en los futuros sucesos de la lucha,
todavía existente entre Inglaterra y Austria con Francia. En esa discusión pudo
Godoy lucir todas las galas de su genio político con las de su dialéctica y
elocuencia. Y lo mismo que en aquella célebre sesión, presidida por el Rey,
donde con tal suma de razonamientos y tan rara habilidad, si se da fe a la
narración de Godoy, éste rebatió las ideas del conde Aranda a favor de la paz
con Francia, así en esta nueva ocasión combatió la neutralidad, según dijimos
antes, y arrastró a sus oyentes, no sólo a concederle la razón sino que también
a dejar a su arbitrio las diferencias o conjunciones, si así puede decirse, de
la alianza futura con el famoso y funestísimo Pacto de Familia. No
reproduciremos las diferentes fases del discurso de Godoy, no vaya a creer
alguno en tanto talento, tal perspicacia política y verbo como nos ofrece en
sus Memorias; nos basta para nuestro objeto copiar aquí el último
párrafo en que nos da a conocer el resultado que obtuvo, dice así: «El
entusiasmo y la alegría se apoderaron del Consejo, agregándose todos a mi voto.
Lleno de aprobaciones y de testimonios los más sinceros del aprecio con que me
honró aquella junta respetable, salí de allí encomendando a Dios mi esperanza y
mi fortuna para hacer buenas mis palabras y promesas.»
Ya se había
orillado hasta la más pequeña dificultad que pudiera oponerse á la celebración
de un nuevo tratado con Francia; y el 18 de Agosto de 1796 lo firmaban en San
Ildefonso el Príncipe de la Paz y el ciudadano Perignon, Ministro
plenipotenciario entonces de la República en la corte de España.
Estipulábase
en aquel tratado de alianza, ofensiva y defensiva, el socorro mutuo entre
España y Francia, en caso de ataque o amenaza, de una escuadra y un ejército;
aquélla, compuesta de 5 navíos de 8o ó 70 cañones, 6 fragatas y 4 corbetas, y
éste, de 18.000 infantes, 6.000 caballos y la artillería correspondiente. Los
barcos deberían estar armados y equipados, provistos de víveres para seis meses
y de aparejos para un año, reuniéndose en el puerto que indicara la potencia
demandante; y el ejército no podría ser empleado más que en Europa o en las
posesiones del golfo de Méjico. Aquellos socorros se podrían solicitar de una
vez o por mitades para su destino dentro del término de tres meses, pagados,
alimentados y reemplazados por la potencia requerida, empleándolos la
demandante donde y como juzgase, sin necesidad de dar cuenta de los motivos que
provocaran la demanda, aun cuando con una excepción, sin embargo, la de que no
tendrían lugar entonces sino contra Inglaterra. A esas estipulaciones se unían
la de auxiliarse ambas potencias con más fuerzas en caso necesario; la de no
hacer la paz sino de común acuerdo a no ser en el caso de ser una de ellas
parte principal en la guerra y auxiliar la otra; la de determinar las
respectivas fronteras al tenor del tratado de Basilea, ajustar un nuevo tratado
de comercio, ventajoso a las dos, y hacer respetar la seguridad de los
pabellones neutrales.
Dos asuntos
habían retardado algo la celebración oficial de la alianza, el en que se
estipulaba que no tuviera lugar más que en caso de guerra con Gran Bretaña, con
lo que se marcaba la diferencia de este convenio con el Pacto de Familia, y el
de la solicitud de nuestro Gobierno para que no se hiciese público el tratado
hasta cuatro meses después; en primer lugar, para ver en ese tiempo de atraer
al Gabinete inglés a una concordia con Francia y después para prevenir los
peligros que corrían nuestras colonias de América y Asia de verse sorprendidas
por la guerra en el estado de desarme, de abandono puede decirse, en que se
hallaban. El primero se resolvió satisfactoriamente con la inserción en el
tratado de su artículo 18, que a la letra dice: «Siendo Inglaterra la única
potencia de quien la España ha recibido agravios directos, la presente alianza
sólo tendrá efecto contra ella en la guerra actual, y la España permanecerá
neutral respecto a las demás potencias que están en guerra con la República.»
En cuanto al segundo, los Franceses se negaron a toda dilación; pero entre las
varias contestaciones que produjo y el ir y venir de los correos de Madrid a
París y viceversa, pasó casi todo el tiempo solicitado por Godoy, que lo
aprovechó enviando sus instrucciones a los virreyes y capitanes generales de
Ultramar para que se apercibiesen a la defensa.
Y veamos
ahora cuál era el estado en que cogía a España la futura guerra, un
acontecimiento de condiciones tan diversas de las con que acababa de arrostrar
las iras y las fuerzas de la República francesa, a quien ahora se unía con
lazos de tan estrecha amistad como en los años prósperos del reinado de Carlos
III.
Por más que
Godoy se ornara luego con el título de Almirante no debía ser muy fuerte en los
asuntos referentes a la Marina; y al proponerse declarar la guerra o hacérsela
declarar por Gran Bretaña, no contaba con el conocimiento exacto de las fuerzas
navales de que a España le era dado disponer. Si en tiempo de Ensenada se podía
prestar crédito a las manifestaciones de su genio organizador al poner la
escuadra de nuestra nación en tal estado que se la hiciera árbitra de la suerte
de las armas, según luchara del lado de Francia o de Inglaterra, como decía el
gran ministro a su soberano en la notable memoria que escribió, de todos
conocida; pasado aquel tiempo venturoso, había desaparecido el tesoro con que
se mantenía tan ingente fábrica como la naval creada entonces y, por el
contrario, no era posible imaginar mayor miseria, abandono más punible ni
decadencia, en fin, como la bien patente de la armada española al terminar la
guerra con la República francesa. Era, ¿a qué negarlo? más numerosa que a la
muerte de Carlos III, aumentada, como había sido, al surcar los mares para
hacer frente a la francesa o bloquear sus puertos y destruir sus arsenales, siquiera
fuera en combinación con la de Inglaterra o unida a ella; pero examinada, como
si dijéramos, por dentro, dejaba mucho, muchísimo que desear.
Eran 76 los navíos,
51 las fragatas y hasta 184 los buques menores que poseía España, algunos, es
verdad, desarmados, y necesitaban 104.000 hombres si habían de estar bien
marinados y servidos; cifra enorme si se consideran la población, ocho
millones, con que se contaba en Europa y las necesidades que representan el
mantenimiento de tanta gente, la unidad de condiciones en ella para su mejor
régimen y disciplina, su vestuario, equipo y armamento. Aquella escuadra era el
resultado del pugilato que provocaran en los últimos gobiernos los alardes de
fuerza hechos por Alveroni y Ensenada en los anteriores reinados sin los apuros
que el actual había pasado y pasaba todavía por efecto de la guerra y, más, por
el de su mala administración. Así decía nuestro inolvidable compañero Don F.
Javier de Salas en su libro de la «Marina Española»: «¡Qué error tan funesto!
¡qué triste afán de sostener a todo trance un boato que necesariamente debía
ser ficticio! España era pobre, y su indigencia la más terrible, porque podía compararse
con la de un magnate arruinado sin el preciso valor para abdicar de su rango
por un determinado período.» Y aunque pudieran atribuirse los desastres que
experimentó nuestra marina de guerra, más que a ese error de aumentarla
desproporcionadamente, a la necesidad que impuso de variar la organización de
su personal admitiendo en él elementos heterogéneos y hasta de los que habrían
de proporcionar los muelles, presidios y garitos, gentes, en fin, de lo más
abyecto e ignorante de la sociedad, el estado del Erario hacía que, así, no se
cuidara de mantenerla con el esplendor y en la disciplina de cuando era más
reducida y sin aspiraciones al rango a que se había pretendido elevarla, al de
rival de las armadas francesa y británica. El mismo Ensenada, para no
remontarnos a épocas más lejanas, tan previsor en cuanto se refería al
material, tan minucioso en la administración y en los reglamentos por que había
de servirse la tan brillante como numerosa marina que supo crear en poco
tiempo, comprendió la necesidad de un cuerpo de oficiales, y eso formándolo con
elementos españoles, muy escasos aún, como los de tropa que, sin embargo,
calculaba no sería imposible obtener, suponiendo a nuestros compatriotas mejor
predispuestos á las faenas del mar que lo creían varios de sus antecesores en
el ministerio. Pero, aun de ese modo, era en concepto de que se pagase
puntualmente a los embarcados, fueran españoles o extranjeros, y se socorriera a
sus familias para que creciese el número de los voluntarios, y no siguiera haciéndose
uso de los medios bochornosos que hasta entonces para reclutarlos.
Pero como
los presupuestos de nuestra fuerza de mar ascendían en el año a que nos venimos
refiriendo, el de 1795, a una cifra próxima a la de 100.000 tripulantes,
resultaba la imposibilidad de atender al sostenimiento de material tan
monstruoso con el decoro debido, y hasta al de tanta gente que, como se puede
calcular, llegó así a carecer de lo más indispensable para la vida. Los
armamentos para lo de la bahía de Nootka, y más tarde para la ocupación y
defensa de Toulón, se habían puede decirse que improvisado, y eso tenía que ser
en perjuicio de la buena organización de aquellas escuadras, que si no
desmerecieron entonces, al ponerse enfrente o al lado de las inglesas, fue a
fuerza de abnegación por parte de los jefes y la oficialidad; porque, al revés
que los Ingleses que llenaron el cupo de sus tripulaciones requisando las de
los buques mercantes, nosotros sin completar las de los nuestros de guerra,
recurrimos a la leva, llenándolos, como después decía un ministro en las Cortes
de Cádiz, de hombres «tan desnudos de ropa como cargados de vicios, que son
generalmente las prendas de que abundan los viciosos.» «Sobrecargada la Nación
con las atenciones del ejército, añadía el Sr. Vázquez Figueroa en 1811, pero
refiriéndose al tiempo de que aquí se trata, nada pudo facilitarle a la marina,
de modo que no fue posible vestir a los que no tenían camisa, y la desnudez, la
suciedad, el trabajo, para ellos desusado, y el pavor que infunde la mar al que
a sus rigores no se acostumbra desde niño, unidos a veces a los malos alimentos
hubieron de producir en ellos unas fiebres que se hicieron muy malignas, y
contagiados los demás, padecieron nuestras escuadras las epidemias más
horribles.» De ahí las bajas enormes que sufrían las naves de guerra, el
descontento de todos, la vergüenza de los verdaderos marinos, la deserción de
los más honrados, el desaliento y la desesperación en sus oficiales y
generales.
¿Es que se
podía con tales elementos arrostrar los vigorosísimos de la marina británica?
Sucedía que,
como durante la guerra con Francia toda la atención del Gobierno se fijaba en
el ejército para que combatiese en las fronteras, la marina, aun puesta al pie
de guerra a fin de no hacer un papel desairado junto a la inglesa, carecía de
lo más necesario si había de ser en todos casos útil. Ahora parece que habría
de suceder lo contrario; y cualquiera que lea las Memorias de Godoy lo creerá
así, según lo que en ellas se vanagloria del estado en que puso la marina de
aquellos tiempos. Pero nada de eso: el Ejército quedó estacionario, sin más
reformas que las pueriles del peinado y la única, verdaderamente útil, de la adopción
de la mochila con que se sustituyó la talega o saco que usaban nuestros
infantes; así es que la reorganización de nuestras tropas sufrió un eclipse a
pesar de los progresos que se observaba hacían las demás de Europa, y las obras
de fortificación que la guerra pasada había indicado como indispensables para
impedir otra invasión como la de 1794, quedaron en proyecto, aun estando autorizada
la construcción de varias, por hombres tan eminentes como O'Farril, Morla y
otros generales y jefes, no inferiores a ellos en el conocimiento de las
ciencias militares. Habíase ideado para la frontera de Guipúzcoa y para cerrar
el paso al puerto de Pasajes, un sistema de fuertes que nos debiera ahorrar en
otra ocasión las vergüenzas de Fuenterrabía y San Sebastián, y que consistía en
una gran plaza poligonal junto a Oyarzun cerrando los dos caminos que desde
cerca de Irún se dirigen al interior por San Sebastián y Hernani, apoyada por
sus dos flancos en grandes reductos que se elevarían en los montes Jaizquibel y
de Feloaga. En Navarra se proyectaba también cerrar los caminos que conducían a
Pamplona, especialmente los de Valcarlos y el Baztán, más difíciles, es verdad,
pero conocidos de muy antiguo como propios para una invasión francesa; y ya que
el Pirineo central continuaba intransitable por fortuna, se procuraría mejorar
la gran fortaleza de Figueras en Cataluña y apoyarla á retaguardia con las de
Gerona y Hostalrich, rehabilitándolas también para defensas superiores a las
que entonces podía suponérseles. ¡Todo pura ilusión, fantasías de un hombre que
acariciaba la idea de su engrandecimiento personal con el del país que el mal sino
de España había puesto en sus manos, pero sin medios ni fortuna para
realizarlo! En los Pirineos occidentales las reformas se redujeron a proseguir
las obras comenzadas en Pancorbo para muy luego abandonarlas, y en los
orientales, todo quedó como estaba. Los arsenales fueron los únicos que se
mantenían con defensas para abrigar en ellos a nuestras escuadras, gracias a la
previsión de Fernando VI y de Carlos III que se habían cuidado de preservarlos
de la rapacidad de nuestros enemigos eternos en el mar.
En esa
situación, y dudosas las causas de enojo patriótico que pudiera tener el
Gobierno español hacia la nación inglesa iba a declararse una guerra de la que
no sería de extrañar sino, por el contrario, lo más probable que saldríamos,
como nunca de mal parados y en ruina. ¿Era, acaso, que cabían esperanzas de
triunfo en los que Francia alcanzaba ya por aquellos días en Italia y el Rin?
El general
Buonaparte comenzaba, aquella marcha triunfal que había de conducirle al
supremo poder, al dominio absoluto de Francia y al avasallamiento de la Europa
central, haciéndole soñar con un nuevo Imperio de Occidente, tan glorioso o más
que el de Carlomagno. Destinado por el Directorio, que tanto le debía, al mando
del ejército de los Alpes, fue en un principio mal recibido por los que iban a
ser sus subordinados, Masséna, Laharpe, Serrurier, Augereau, Berthier y otros
generales que se habían ilustrado en aquella guerra, al verle, como dice un
historiador, petit, maigre et de chetive apparence: pero luego se supo
imponer a ellos, no necesitando, para conseguirlo por el momento, más que la
revelación de su plan de campaña. Su primera orden general electrizó a la tropa
que apenas si había pasado un mes cuando, valiéndose de esas peregrinas frases
de que nadie sabe hacer mejor uso que el soldado francés, lo elevó al rango de
su Petit caporal.
No era, en
verdad, la cosa para menos; porque el 11 y 12 de Abril de 1796, en vez de
seguir el camino de la costa, donde le esperaban los Austro-sardos de Beaulieu,
cruzó la cordillera por Montenotte, y el 13 y 14 batía a los piamonteses en
Millesimo y el 14 y 15 a los Austríacos en Dego, separando a los dos ejércitos
enemigos, con lo que se hizo dueño, por un lado, del camino de Turín y, por el
otro, del de Milán. «Aníbal, les dijo a sus soldados, salvó los Alpes
cruzándolos, nosotros los hemos envuelto.» No tardaría más de un mes, después
de derrotar al ejército sardo en Mondovi y de imponer su soberano el armisticio de Cherasco y luego
una paz que daba A Francia la Saboya con los condados de Niza y Tenda y la
abría las puertas de las fortalezas de Coni, Tortona y Alejandría, en dirigir a
sus conmilitones aquella arenga, tan celebrada que ha merecido grabarse en los
bronces dedicados a la memoria de la campaña y, más aún, a la de su general en
las medallas y monumentos que le fueron después dedicados: «Soldados, les
decía, habéis ganado en quince días seis batallas, tomado veintiuna banderas,
cincuenta y cinco piezas de artillería, varias plazas fuertes y conquistado la
parte más rica del Piamonte; habéis hecho 15.000 prisioneros y muerto o herido a
más de 10.000 enemigos. Hasta ahora os habéis batido por rocas estériles,
ilustradas por vuestro valor pero inútiles a la patria: hoy os igualáis por
vuestros servicios con el ejército de Holanda y del Rin. Desnudos de todo, a
todo habéis suplido. Habéis ganado batallas sin artillería, pasado ríos sin
puentes, hecho marchas forzadas sin calzado y acampado sin aguardiente y muchas
veces sin pan. Las falanges republicanas, los soldados de la libertad eran los
únicos capaces de sufrir lo que habéis sufrido. Gracias os sean dadas.»
Esa, aunque
mutilada, es la primera arenga del que nuestros compatriotas habrían de llamar
el segundo azote de Dios, después de admirarle como ningún otro pueblo y
esperar de él una regeneración que mal podía obtener el español en su seno
mismo, tales llegaron a ser su desgracia y desaliento.
Napoleón
había, como César, llegado, visto y vencido, y, como el dictador romano, no
cesaría en su tarea de completar la victoria llevándola en sus banderas hasta,
humillado el enemigo, imponerle la paz. Porque, ya se lo decía también,
aquellos soldados tenían mucho que hacer aún; y Napoleón los lanzó sobre
Beaulieu que se retiraba lleno de espanto por tan rápidos triunfos como le veía
alcanzar de los Piamonteses. Atrincherado en una gran posición cubierta de
artillería con que trata, al mismo tiempo, de impedir a los Franceses el paso
del puente de Lodi, el general austríaco se detiene, por fin, para en ella
contener a su formidable adversario. Éste dirige al puente una fuerte columna a
cuya cabeza marcha aquel Masséna a quien la historia había de dar a conocer con
el sobrenombre glorioso de Hijo mimado de la victoria, que ataca el obstáculo a
la carrera y lo ocupa, mientras una nube de jinetes, vadeando el Adda,
envuelven la posición enemiga y ponen a sus defensores en la más atropellada
fuga. Ya se han abierto al afortunado vencedor las puertas de Milán, que le
recibe el 15 de Mayo con un alborozo que luego desmentirá un motín fraguado al
abrigo del castillo, en poder todavía de los Austríacos. Pero castigado por
Buonaparte lo mismo que el de Pavía, más formal aún y obstinado, avanzan los
Franceses al Oglio sin consentir la división del ejército aconsejada por
Carnot, tan desgraciado en aquella ocasión como en la de su primitivo plan de
aquella guerra, y del Oglio al Adige, apoderándose de Peschiera y de Verona para
aguardar en aquella excelente línea la vuelta que se le había anunciado de los
Austríacos, acogidos a su abrigo favorito del Tirol. Esto sucedía en Junio,
mientras se celebraban armisticios y paces con Roma y Nápoles, con Parma y
Módena; temerosos sus soberanos de la suerte de Turín y Milán, y cuando
Napoleón trabajaba por la administración de los países conquistados y el
vestuario y equipo de sus hasta entonces hambrientos y desnudos soldados.
Formidable
era el ejército que le iba a oponer el Imperio, por lo numeroso, pues contaba
con 60.000 hombres de todas armas, y por mandarlo Wurmser, que era tenido por
el mejor de sus generales. Pero sea para mejor alimentarlo, sea por creer que
convenía mejor a su plan de campaña, Wurmser comete el error, que la ciencia ha
condenado siempre, de dividir el ejército, enviando a Quasdanovich con una
parte por el lado del lago de Garda, en tanto que él, con la otra, va a caer
sobre el Adige, donde en último caso podrá reunirse con su teniente. Esas
concentraciones al frente y cerca del enemigo han dado siempre el mismo y fatal
resultado de una derrota; y, con efecto, Quasdanovich es vencido en Lonato el 3
de Agosto perdiendo cerca de 4.000 hombres entre muertos, heridos y
prisioneros, y Wurmser lo era el 5 en Castiglione a pesar de la inmensa
superioridad de sus fuerzas. Trata el viejo mariscal de rehacerse, reforzado
con nuevas tropas; pero Napoleón, que el 4 de Septiembre bate en Roveredo a los
que guardan las entradas del Tirol, desciende por el Brenta a Bassano, y vence
el 8 de aquel mes a Wurmser y el 15 en San Giorgio, obligándole a meterse con
las tropas que le restan en Mantua, donde no tardará en entregarse a su rival
vencedor.
No eran tan
favorables a los Franceses sus operaciones en Alemania. El error cometido por
Carnot al dirigir los ejércitos de la República por los valles del Mein y el
Necker para unirse en el del Danubio, tenía que dar el mismo resultado que el
de la maniobra de Wurmser en el Brenta. El mariscal austríaco tenía a su frente
al general Buonaparte que supo tan rudamente escarmentarle, y Jourdán y Moreau
se encontraron con el archiduque Carlos que, cuando se retiraba delante de
Moreau, tuvo la inspiración de dirigirse al Mein y, reuniéndose con
Wartensleben, que también retrocedía, acometió a Jourdán que se vio obligado a
acogerse a Wurtzburg y después al Lahn, no sin perder en la retirada a Marceau,
el vencedor de los vendeanos en el Mans, una de las esperanzas más legítimas y
fundadas de Francia. Con eso apenas si pudo Moreau, al saberlo, emprender la
retirada con tranquilidad relativa; teniendo que atravesar la Selva Negra,
siempre acosado por el Archiduque que no cesó de seguirle hasta la Alsacia,
donde el 28 de Octubre lograba el general francés entrar en buen orden después
de 23 días de continuo combatir, unas veces con próspera y otras con adversa
fortuna.
Como puede
calcularse por las fechas acabadas de estampar, no se habían recibido en Madrid
sino las buenas noticias de Italia al celebrarse el tratado de alianza entre
España y la República francesa, y esas, como se ha visto, eran para enloquecer a
nuestro gran ministro, haciéndole soñar con la inmediata humillación del
Austria que arrastraría en su desgracia, muy pronto también, a Inglaterra,
dejándola sola en la contienda. Es verdad que cuando pudo conocer el fracaso
del plan de Carnot en Alemania, le llegaban noticias tan lisonjeras o más que
las anteriores de Italia, donde Napoleón, puesto en el mayor apuro por la
derrota de sus colegas y la presencia de fuerzas inmensamente superiores en
número a las de su mando, había con una hábil maniobra envuelto la posición de
Caldiero que no había podido tomar de frente. Aun así, le era necesario
combatir en campo muy desigual; y lo hizo durante tres días, los del 15 al 17
de Noviembre, en los que tuvo lugar aquel episodio legendario del puente de Arcole,
en que hubiera perecido sin el auxilio poderoso de los granaderos a quienes
había guiado con la bandera de la Francia en sus manos.
En ese
balance de victorias y reveses de Francia, podía, sin embargo, observarse que
sola ya en el continente el Austria y abandonada de las grandes potencias que
habían constituido la coalición contra la República, sería ella, a pesar de la
pertinacia militar que tan honrosamente la caracteriza, la que habría de pagar
las defecciones, algunas bochornosas, de las demás y su propia generosidad. Y
así lo comprendió Godoy sin pensar que no en Italia, ni en Alemania tampoco,
irían a decidirse los destinos de la nación española en la lucha a que se
comprometía con el tratado de alianza, siendo la contienda de tan distinta
índole como diverso el teatro en que debía decidirse. Esa alianza, pues,
entrañaba males que sólo la ceguera política de que adolecía el presuntuoso
favorito y la humildad vergonzosa de los que, por ambición o miedo, se
amoldaban a sus voluntades, podían no descubrir, lo mismo en la sustancia del
tratado que en los manejos que se habían puesto en juego para celebrarlo por
las dos partes contratantes.
La Francia
republicana era, a no dudarlo, la gananciosa en tal convenio. Por el tratado de
Basilea se encontraba con una de sus fronteras, la en que más reveses había
experimentado al principiar la guerra, no sólo abierta y libre de enemigos,
sino ocupada por un pueblo amigo, comprometido a prestarle auxilios
considerables de todo género. Ese pueblo tenía además grandes escuadras con las
que, si Francia, uniéndolas a las suyas, no lograse vencer a las más numerosas
y maniobreras de Gran Bretaña, podría, sin embargo, hacerse árbitra del
Mediterráneo, su aspiración secular y más halagüeña. El aislamiento, por otra
parte, en que llegaría a verse la tan odiada Albión, si por la fuerza de las
armas o el cansancio de lucha ya tan dilatada se llegaba a separarla del
Austria, obligaría a entrar en tratos con el Directorio a los políticos
ingleses, entre los que habían estallado divisiones profundas en los Consejos y
el Parlamento. Y si llegaban a obtenerse tales resultados en más o menos corto
plazo, ¿qué triunfo podría igualar al de la República? Sola en la lucha había
salido vencedora defendiendo el suelo patrio y las instituciones que se diera,
aun siendo tan radicalmente opuestas a las antiguas suyas y a las de tantas
naciones como se habían coaligado contra ella; en paz con varias de esas
potencias, y hasta aliada con la que podría prestarle lo que más falta le
hacía, barcos y soldados, ¿qué no debería esperar para asegurarse el
reconocimiento de todas y, así, un predominio absoluto en Europa? La alianza de
España era, pues, en sentir de los republicanos franceses más intransigentes, y
lo manifestaron repetidamente en sus Asambleas, la adquisición de un amigo
útil, el único, según ya hemos dicho, que les pudiera poner en situación de
luchar con Inglaterra; y, por eso, no ocultaban sus deseos de obtenerla, por
más que entre los delegados de su gobierno los hubiera que no renunciarían á
sus instintos, ya costumbres, de violencias contra los mismos parientes de su
nuevo aliado si los encontraban en su camino o creían poderles servir de
estorbo en sus ambiciones.
Ahí está la
conducta del general Buonaparte en Italia para darnos la medida de lo que
serviría a España la alianza con los republicanos del otro lado de los
Pirineos.
Ya hemos
recordado el armisticio de Cherasco, convertido más tarde en convenio después
de las victorias de Napoleón en Millesimo y Dego. El rey Víctor Amadeo,
temiendo el despojo que iba a hacérsele de una buena parte de sus estados, se
acordó de que era tío del monarca español, amigo ya de Francia, y solicitó su
mediación con tanto mayor fundamento de éxito cuanto que se hallaba consignada
en el tratado de Basilea para con todos los soberanos allegados de Carlos IV.
Pues bien, Napoleón se rió de la que pretendía interponer D. Ignacio López de
Ulloa, ministro plenipotenciario del rey católico en Turín, al celebrarse las
conferencias para la paz, negándose a sus pretensiones y hasta poniendo de
manifiesto lo corto de los talentos, de la instrucción y hasta de la seriedad
del diplomático español. Otro tanto sucedió al duque de Parma, pariente próximo
de D. Carlos. Buonaparte le impuso exorbitantes contribuciones de dinero,
caballos, víveres y cuadros, los mejores, éstos, de sus museos y palacios, y
eso estando en paz con Francia, y teniendo presente su célebre general, la
mediación del enviado de España.
No se hable
de Toscana, a cuyo Gran Duque, el primero, que había sido, en reconocer la
República Francesa y que tenía su representante oficial cerca del Directorio,
ocupó Napoleón su puerto de Liorna y los fuertes que lo defendían e impuso
también muy fuertes contribuciones; todo para tan sólo causar esas que él
consideraba pérdidas de Inglaterra en aquel país. El Gran Duque apeló al
Directorio, apoyándose en la mediación del ministro español, marqués del Campo;
pero el Gobierno francés debía grandes consideraciones al general en jefe del
ejército de Italia y aprobó su conducta.
Las
victorias de los Franceses y los atropellos que cometían sus generales
alarmaron naturalmente a todos los gobiernos de la península italiana, y no
habían de ser de los que menos temieran los de Nápoles y Roma. Viendo que ni la
neutralidad de Parma y Módena ni el carácter amistoso de las relaciones de
Toscana con la República las salvaba de los atropellos de Buonaparte, creyeron
deber apelar a las armas para mantenerse incólumes en la general conflagración
que amenazaba a Italia. Nápoles formó un ejército de cerca de 40.000 hombres
que fue a situarse en sus fronteras continentales, y Roma se preparó también a
la lucha y hasta pensó en utilizar un cuerpo de tropas que tenían en Córcega
los Ingleses que se le ofrecieron para combatir a los republicanos en la margen
derecha del Po; pero una demostración, hecha por parte de las tropas de
Napoleón sobre las Legaciones de Ferrara y Bolonia, bastó para que,
amedrentados el rey de Nápoles y el Papa, le enviasen sus embajadores a fin de
aplacar sus iras y convenir con él en armisticios o paces que les pudieran
ofrecer alguna seguridad para sus respectivos estados. El enviado del soberano
de las Dos Sicilias fue el Príncipe de Belmonte, un caballero cumplido y hábil
diplomático que supo captarse las voluntades y aprecio de Napoleón, y el de Pío
VI, lo fue nuestro ministro en Roma D. José Nicolás de Azara, hombre de una
gran aptitud para los asuntos de Estado y de muchas otras excelentes
condiciones de carácter e instrucción que le valieron el favor de Su Santidad y
el aprecio general de los romanos que, más que español, le consideraban
conciudadano suyo. Belmonte iba autorizado para contratar un armisticio que, en
efecto, se celebraba en Junio de 1796; y Azara, para ofrecer al ejército
francés una contribución que Napoleón preguntaba al Directorio si podría ser de
25 millones en metálico y 5 en suministros. No satisfizo esto: sólo la
suspensión de hostilidades concertada en Bolonia por Napoleón con Azara costó a
los Estados Pontificios la clausura de sus puertos para los enemigos de
Francia, la continuación de las Legaciones de Bolonia y Ferrara en poder de las
fuerzas republicanas que ya las ocupaban, la entrega a ellas de la plaza de
Ancona con todo el material de guerra que contenía, y la de cien cuadros,
bustos o estatuas entre las que se comprendían la de Junio Bruto, de bronce, y
la de Marco Bruto, de mármol, que se conservaban en el Capitolio,
representación, sin duda de la entereza y virilidad republicanas. También daría
el Papa 50 manuscritos de los del Vaticano, a elección de los comisionados que
se encargasen de tan precioso botín, y pagaría 21 millones de libras, 15 en
dinero o barras de oro o plata y 5 en frutos, mercancías o ganado.
Estos eran
los resultados tangibles de la mediación de nuestro soberano en favor de sus
aliados y parientes, tan preconizada al celebrarse la paz de Basilea. Y tales
circunstancias, decimos, ¿eran para acordar una alianza que, además, imponía
condiciones tan onerosas para España y que sólo bochornoso rubor debía causar
en los que así veían ultrajados la dignidad nacional, el sentimiento monárquico
y los fueros de la conciencia clamando por la conservación de su fe religiosa,
libre de todo contagio y atropello?
CAPÍTULO
XII
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