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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)CAPÍTULO II El nacimiento de un Rey.— Bautizo del nuevo soberano.— Inauguración del Círculo Militar.— Protesta de D. Carlos.— Discusión del Mensaje.— La cuestión ultramarina.— Idea generosa de la Regente.— La Rosa de Oro.— Los presupuestos.— La lista civil. —La «cuestión de los castellanos». —Dimisión de Camacho.—Suspensión de sesiones. —Trabajos de los revolucionarios. —Alzamiento de Villacampa. —Asesinato del brigadier Velarde y del conde de Mirasol. —Los rebeldes vencidos. —Consejos de guerra —Los reos en capilla. —Indulto de los condenados. —Crisis ministerial. —Se reanudan las sesiones de Cortes
El día 17 de Mayo, a las doce y media de la tarde, las salvas de artillería anunciaron al pueblo de Madrid el fausto acontecimiento que venía a mitigar la tristeza y aliviar el duelo que en Noviembre anterior habían invadido las regias estancias del Palacio de Oriente. España tenía Rey. Los días que precedieron al alumbramiento de la Reina fueron de ansiedad indescriptible. Cuando por la prensa diaria llegó a conocimiento del público que en S. M. habíanse presentado los primeros síntomas del parto, los alrededores de Palacio fueron invadidos por inmensa multitud, y en las animadas conversaciones que con tal motivo se sostenían en los corrillos, se manifestaba el afán de adquirir noticias. Antes de mediodía, el movimiento inusitado que se observó hizo comprender que el supremo instante había llegado; y, en efecto, poco tiempo después, el estampido del cañón y la bandera nacional izada en todos los edificios públicos difundían por todas partes la noticia del nacimiento del Rey, en circunstancias sin precedente en la historia de Europa, pues nacido a los cinco meses y veintidós días de la muerte de su padre, era Rey aun antes de nacer. El soberano recién nacido fué colocado en una lujosa bandeja y entregado por el médico de cabecera al señor Sagasta, que acompañado del ministro de Gracia y Justicia, hizo la presentación a la concurrencia que se hallaba en la Cámara inmediata, siendo acogida su presencia al grito de «¡Viva el Rey!» El día 20, se le inscribió en el registro, y el 22, fue bautizado en la capilla del Real Palacio, siendo llevado S. M. por la duquesa de Medina de la Torre, a la que acompañaban el Nuncio de S. S. monseñor Rampolla, en representación del Papa, que apadrinaba al monarca, y la infanta doña Isabel, como madrina de su sobrino, recibiendo el soberano las aguas bautismales de manos del arzobispo de Toledo, cardenal Paya, e imponiéndole los nombres de Alfonso, León, Fernando, María, Santiago, Isidro, Pascual y Antonio. Acto seguido se cantó un solemne Tedeum que fué escuchado por el Gobierno de S. M,, altos dignatarios de la corte, cuerpo diplomático, y una multitud de personas de todas las clases sociales, que aprovecharon el permiso de la Reina para entrar en Palacio y contemplar la solemne ceremonia. El nacimiento de don Alfonso XIII coincidió con la inauguración del nuevo Círculo Militar, en el palacio perteneciente a la condesa de Montijo, a cuyo acto fueron invitados los jefes de todos los partidos españoles sin ex-ceción alguna, quienes manifestaron que el ejército debía estar por encima de todas las intrigas políticas y debía limitarse a ser mantenedor del orden y de las instituciones vigentes. Don Carlos, que desde el fallecimiento de don Alfonso XII no había hecho manifestación alguna, esperando, sin duda, que la Regencia no podría sobreponerse a los republicanos, y esperaba el triunfo de éstos para presentarse como enemigo de la anarquía y salvador de España, al ver que el orden no se alteraba y que el nacimiento del nuevo Rey consolidaba la situación, lanzó un manifiesto concebido en los siguientes términos : «Españoles : La usurpación cometida a la muerte del Rey don Fernando VII, va a ser confirmada una vez más con la proclamación, como rey de España, del hijo de mi primo, don Alfonso. Contra aquella primitiva violación del derecho, y contra todas sus manifestaciones sucesivas, protestaron mis antepasados, como yo protesté igualmente contra el acto pretoriano de Sagunto, secundándome en mi protesta vuestros brazos varoniles y vuestros esforzados corazones Profundamente convencido de que no hay estabilidad en las leyes, ni seguridad en las instituciones más que a la sombra de la monarquía legítima, luché por mis derechos, que eran la salvaguardia de vuestra prosperidad, hasta que hube agotado todos los recursos materiales. Aquella protesta renuévola hoy, si no con las armas en la mano, ciertamente con no menos energía, afirmando con más entereza, si cabe, que en las precedentes ocasiones, mi firme, inquebrantable propósito de mantener, con la ayuda de Dios, mis derechos en toda su integridad, y de no prestarme a renuncia ni a transacción de ningún género. Mis derechos, que se confunden con los de España, lo mismo son conculcados por la presencia en el trono de un príncipe o de una princesa, que por la proclamación de una república; y para hacerlos valer en la forma más eficaz, no vacilaré jamás en seguir el camino y en escoger los procedimientos que el deber me trace. Españoles : Diez años de amargo destierro pasados lejos de vosotros, pero con el corazón viviendo en los campos inmortalizados por vuestras proezas y las de vuestros padres, han acabado de enseñarme toda la sublimidad de vuestra constancia. A las conmovedoras demostraciones de fidelidad que sin cesar hacéis llegar hasta mí, no puedo responder mejor que sellando con esta protesta los vínculos indestructibles que nos unen, y dándoos la seguridad de que hasta el último aliento estará consagrada a vosotros la vida de vuestro legítimo rey. Carlos. —20 Mayo 1886.» Por fortuna la anterior proclama, concebida, como se ve, en términos que parecían una declaración de guerra, no surtió efecto alguno. Harto tenían los carlistas con destrozarse entre SÍ, desacatando la autoridad del delegado del duque de Madrid, señor Villoslada, a quien seguían combatiendo con saña los partidarios de Nocedal. Definitivamente constituido el Congreso el 1 1 de Junio, se verificó la elección de Presidente, obteniendo don Cristino Martos 232 votos de los 281 que tomaron parte en la votación. El señor Martos pronunció el acostumbrado discurso, haciendo alarde de un monarquismo que no se hubiese atrevido a declarar pocos años antes. En la discusión de la respuesta al Mensaje intervinieron varios oradores que más o menos brillantemente expusieron lo que, a su entender, debía hacer el Gobierno a fin de que se vieran traducidas en leyes las promesas contenidas en el discurso de la Corona, distinguiéndose entre todos el diputado cubano, señor Montoro, por lo admirablemente que trató la cuestión colonial. Presentó dicho señor una enmienda al proyecto de contestación al Mensaje, proponiendo al Gobierno que procediera a establecer reformas en el régimen tributario y comercial de las islas de Cuba y Puerto Rico, y pedía, además, que se concediese la autonomía colonial en toda su pureza. Brillante fue la defensa que el señor Montoro hizo de su proposición. Su discurso produjo enorme sensación en la Cámara, sobre todo al decir que España, de acuerdo con los grandes ejemplos de Inglaterra, debía descentralizar completamente el gobierno de las Antillas, como única manera de que aquéllas no constituyeran un peligro para la nación española. Pero en balde el diputado cubano hizo derroche de elocuencia, pues pasada la primera impresión producida por sus palabras, cayeron éstas en el vacío, y la Cámara desechó la enmienda por 217 votos de liberales y conservadores contra 17 de autonomistas y republicanos. Siguiendo la costumbre establecida, salió S. M. la Reina el día 27 de Junio a oir la misa de Purificación en la Basílica de Atocha, siendo ovacionada en todo el trayecto por la innumerable multitud aglomerada en las calles para presenciar el paso de la regia comitiva. No contenta la Reina con las repetidas muestras de inagotable caridad casi diariamente practicadas por ella, imaginó la creación de un hospital para enfermedades contagiosas de los niños, y aprovechando el Consejo de Ministros celebrado en Palacio el 1.° de Julio, expuso durante una hora su pensamiento a los ministros, detallándoles el plan completo de su organización. Como detalle de su régimen interior, merece especial mención una cláusula por la que se admitía dentro del establecimiento a las madres que desearan asistir a sus hijos, proporcionándoles, además, los socorros necesarios. Tanta caridad obligó al Papa a recompensar a la Reina con la más preciada distinción con que S. S. obsequia a las princesas reinantes, cuando desea hacerlas objeto de especial homenaje, y envió a la Regente la Rosa de oro, que fué entregada solemnemente a la soberana por el cardenal Sancha. Mientras tanto, el señor Camacho había leído en el Parlamento los presupuestos que arrojaban las siguientes cifras : Ingresos .....................940.530,725 pesetas. Gastos ........................924.007,035 pesetas. Superávit inicial.............16.523,690 pesetas. Discutióse seguidamente la lista civil, viéndose con general agrado el generoso desprendimiento de la Reina, que renunciaba a la dotación de 450,000 pesetas que le correspondían, percibiendo únicamente, en usufructo, la de su hijo durante su menor edad, con cuyo importe debía satisfacer todas las atenciones de la casa real. El señor Romero Robledo presentó una enmienda proponiendo se concediesen a la Regente 250,000 pesetas en concepto de reina viuda, y otras 250,000 como Regente del reino; pero fue rechazada por el Congreso después de empeñada discusión, en la que se distinguió el señor Pi y Margall, por la forma violenta con que atacó al régimen. En el Senado comenzó la discusión del modus vivendi con Inglaterra, siendo elocuentemente combatido por los senadores catalanes, sin que sus razonamientos tuvieran eficacia, pues fue aprobado, originándose con este motivo alguna agitación en Cataluña, a cuya región perjudicaba notoriamente. Poco después se suscitó una grave cuestión promovida por el señor Camacho sobre el asunto de las reclamaciones presentadas por varios pueblos sobre aprovechamiento de las dehesas boyales. Queriendo el ministro de Hacienda resolver de una vez los citados expedientes, que llevaban varios años en el mismo estado de estancamiento, dictó un R. D. a fin de que las reclamaciones citadas fuesen objeto de clasificación y se separasen los expedientes que pudieran ser resueltos en sentido contrario. A cerca de 300 pueblos alcanzó esta última medida, lo cual motivó la llamada cuestión de los castellanos por ser casi todas las poblaciones de Castilla las que protestaron contra la que creían injustificada medida del ministro. Se nombró una numerosa comisión que, presidida por don Claudio Moyano, tuvo varias conferencias con los señores Sagasta y Camacho sin resultado alguno, pues aun cuando el primero procuraba ir contemporizando, el segundo se mantenía firme en su resolución. Este asunto se debatió largamente en el Congreso por medio de una proposición incidental y, desde luego, pudo observarse que no reinaba la mayor armonía entre los miembros del Consejo de Ministros, por haberse puesto decididamente al lado de los castellanos el señor Gomazo. No queriendo el señor Camacho crear dificultades a Sagasta, presentó, por fin, la dimisión el 30 de Julio, siendo substituido a los dos días por el señor López Puigcerver. La ruptura fue ruidosa, a causa de las declaraciones del ex ministro de Hacienda sobre las desconsideraciones de que había sido objeto por parte del señor Sagasta, en el enojoso asunto que acabamos de relatar, y se creía que la actitud adoptada por el señor Camacho podía originar algún grave disgusto al ministerio. Nada de eso ocurrió. Camacho visitó a la Reina en la Granja, y expuso sus quejas que fueron escuchadas con suma amabilidad, y por último la Regente le regaló su retrato dedicado, con el cual ya había distinguido a los restantes consejeros de la Corona. Estando ya muy avanzada la estación, se suspendieron las sesiones de Cortes, quedando pendientes de discusión los proyectos de crédito agrícola, redención de foros, expropiación forzosa, derecho de asociación y reforma de las leyes municipal y provincial.
Llevaba, ya, ocho meses de vida el Gobierno, y ninguno de los temores que se habían suscitado a la muerte del Rey, se había realizado. Sin embargo, los republicanos trabajaban, a pesar de su falta de unión, y empezaban a hacer los preparativos para un alzamiento. Dirigía el movimiento don Manuel Ruiz Zorrilla, secundado por otros personajes de la coalición republicana, y desde los primeros días de Julio habían comenzado las entrevistas para ganar algunos generales que se pusieran al frente de la proyectada sublevación. Las reuniones se celebraban en una sastrería de la calle de Preciados, propiedad de un republicano a quien se conocía con el nombre de Rodrigo, y a ellas asistían gran número de personas civiles y militares que no acababan de ponerse de acuerdo para fijar la fecha del movimiento. Primeramente, se pensó que fuera verificado en provincias; pero habiéndose tropezado con algunas dificultades, se decidió efectuarlo en Madrid, señalándose la fecha del 5 de Agosto. No faltaron, sin embargo, republicanos indiscretos que advirtiesen al Gobierno de lo que se tramaba, y hubo de desistirse de iniciarlo en dicha fecha. En vista de tales inconvenientes, acabaron los conspiradores por dejar en entera libertad al brigadier Villacampa, para señalar el día de la insurrección. Secundaban al brigadier, el capitán del regimiento de Careliano, don Carlos Casero, el comandante de infantería, señor Prieto Villareal, y el teniente de la Guardia Civil, don Antonio Muñoz, hallándose, además, comprometidos varios generales, entre ellos, los señores Merelo y Salamanca y gran número de oficiales y hasta coroneles, jefes de cuerpo. Se contaba con los regimientos de infantería de Garellano y Baleares, (hoy Gravelinas) con el de caballería de Albuera y con las fuerzas de artillería acuarteladas en los Docks. Además, el comandante Prieto Villarreal aseguraba que la guarnición de Alcalá secundaría el movimiento tan pronto como recibiera la noticia de haber estallado en Madrid, para lo cual se facultó al referido jefe para comunicar el principio de la insurrección por medio de un telegrama que diría : María ha dado a luz sin novedad. El santo y seña convenido era : España con honra y justicia. Fijó Villacampa la noche del 25 de Agosto, y ya se habían comunicado las órdenes para verificar el alzamiento, cuando fue preciso suspenderlo por haber manifestado los sargentos encargados de sublevar la artillería que carecían de tiempo para preparar a las tropas. Por fin, después de muchas incidencias y de bien madurado el plan, llegó el domingo 19 de Septiembre, y en las primeras horas de la noche el capitán Casero, al frente de dos compañías de Careliano, sostuvo un pequeño tiroteo con la guardia del cuartel, en que se alojaba el regimiento, y salió a la calle seguido de 200 soldados que lanzaban gritos subversivos. Ya fuera del cuartel, se les unió el teniente Conzález. En la refriega resultó herido el sargento primero, Delicado. La caballería de Albuera, por su parte, secundó, también, la rebelión; pero gracias a los esfuerzos del comandante D. Víctor Conzález, a quien hirieron gravemente los revoltosos, sólo pudieron salir 85 hombres al mando del sargento Tomás Pérez. El regimiento de Baleares no se movió del cuartel, a pesar de la afirmación de uno de sus capitanes, que en las reuniones celebradas en casa del Rodrigo, había dicho repetidas veces que respondía de su regimiento. El brigadier Villacampa se hallaba, a las once de la noche, en el café de Zaragoza, acompañado del teniente de la Guardia Civil señor Muñoz y del comandante Prieto Villarreal, esperando le diesen la noticia de haber comenzado el movimiento para ponerse al frente del mismo, según estaba convenido. Unos paisanos dijeron al brigadier que las fuerzas sublevadas, a las que acompañaban 600 paisanos armados, se habían puesto en camino, y entonces Villacampa, fiel a su compromiso, se dirigió a la estación del Mediodía, en donde encontró a los sublevados, montando acto seguido en el caballo de un soldado de Albuera. Dirigiéronse los insurrectos al cuartel de los Docks, con el objeto de que se les incorporase la artillería; pero a las repetidas llamadas que hicieron, permanecieron si- lenciosos los comprometidos, por lo cual comprendió el brigadier que nada podía hacerle obtener el triunfo, de que tan seguro se hallaba momentos antes. Fue entonces cuando ocurrió la muerte del brigadier Velarde y del coronel conde de Mirasol. Era el primero, jefe de la brigada de artillería, y, el segundo, mandaba uno de los regimientos acuartelados en los Docks. Iban ambos señores por la calle de Alfonso XII, en dirección al paseo de Atocha, cuando les detuvo una avanzada de los sublevados, y como intentasen seguir adelante, sin dar el santo y seña convenido entre los pronunciados, les hicieron éstos una descarga, de cuyas resultas quedaron muertos. La noticia de la rebelión se recibió en el ministerio de la Guerra poco antes de las doce de la noche, comunicándola inmediatamente el ministro al señor Sagasta, que aquel día se hallaba en la Granja. El capitán general de Madrid, ajeno por completo a lo que estaba sucediendo, se enteró, hallándose en el teatro de la Alhambra, por los rumores que llegaron al citado coliseo de que algo anormal sucedía en las calles. Sin pérdida de momento ordenó el general Pavía que vinieran a la corte el regimiento de Covadonga que se hallaba en Carabanchel y los batallones de cazadores de Arapiles y Manila, destacados en el Pardo, y con los regimientos de San Fernando, Saboya y Cuenca, el batallón de Ciudad Rodrigo y la brigada de húsares se situó en la Plaza de Oriente, para evitar cualquier golpe de mano que los insurrectos hubieran intentado dar contra el Real Palacio. Enteróse allí el señor Pavía, de que los rebeldes se hallaban en Atocha y formó dos columnas que marchando por dos puntos distintos fueron a converger en el paseo del Prado, y ya juntas marcharon al encuentro de los sublevados para batirles antes de que pudieran retirarse. La marcha se efectuó tal como había ordenado el general; pero no se obtuvo el resultado que Pavía se había prometido, por carecer los leales de caballería. El brigadier Villar y Villate, al mando del batallón de cazadores de Ciudad Rodrigo, fué el primero en establecer el contacto con las fuerzas de Villacampa, trabando un pequeño combate de vanguardia, después del cual se retiraron los insurgentes, en dirección a Vallecas. Sin embargo, la estación del Mediodía había caído en poder de los paisanos armados, quienes formaron un tren que condujo al comandante Prieto, a Alcalá, para conseguir que la guarnición de aquel cantón se incorporase a las ya desmoralizadas tropas republicanas. Perdida la esperanza de sostenerse en Madrid, marchó Villacampa a Vicálvaro, y desde allí, a Morata de Tajuña, donde por fin pudieron descansar los sublevados, después de dos días de privaciones. En las primeras horas de la tarde del martes 22, aparecieron los húsares de Pavía y de la Princesa, que para apoderarse del pueblo, tuvieron que sostener algunas horas de fuego, siendo gravemente heridos el comandante Aslor, el teniente Carras- co y dos soldados. No quedaba más recurso a Villacampa que retirarse a los montes de Toledo y procurar internarse en Portugal, del mismo modo que lo hiciera años atrás el general Prim, cuando se sublevó con dos regimientos de caballería. Pero, precisaba para ello, forzar el puente sobre el Tajo, defendido por la guarnición de Aranjuez. No tuvo más remedio que volver atrás, y buscar otro camino; pero todo en balde, pues en Arganda se hallaba el brigadier Villar, y todos los caminos estaban cortados y ocupados por las columnas enviadas por Pavía para cercarle, sin permitirle retirada posible. Por fin, después de tanto contra- tiempo, fué capturado Villacampa por las tropas del general Moreno del Villar. De los oficiales que le acompañaban, sólo pudo hacerse prisionero al teniente González. Los demás, ocultáronse como pudieron y emigraron a Francia en la primera ocasión oportuna que se les presentó. Inmediatamente comenzaron a instruirse las sumarias, verificándose a fines de mes, varios consejos de guerra, para juzgar a los sublevados, sospechándose desde los primeros instantes que los fallos serían severísimos. En efecto, fueron condenados a muerte, Villacampa, el teniente y los sargentos Velázquez, Cortes, Bernal y Gallego, y a cadena perpetua, cerca de 300, entre clases, soldados y paisanos. Tan pronto como se divulgó por Madrid la noticia del fallo recaído, comenzó el pueblo a interesarse vivamente por la suerte de los condenados, iniciando las peticiones de indulto. Salmerón y otros significados jefes republicanos, visitaron al señor Sagasta pidiéndole gracia para los reos, siendo su actitud muy censurada por el señor Pi y Margall, que entendía que los partidos enemigos del régimen, no debían rebajarse haciendo peticio- nes, por humanitarias que éstas fuesen. No quedaba más trámite que cumplir para la ejecución de la sentencia, que el Consejo de Ministros se reuniese para acordar o denegar el indulto. Reunióse aquél el día 4 de Octubre, y puesto a discusión el asunto, fue ampliamente debatido por espacio de tres horas, acordándose por fin su denegación. Votaron a favor del indulto, los señores Montero Ríos, Puigcerver y Moret, haciéndolo en contra, además de los ministros de Guerra y Marina, los señores Alonso Martínez y Sagasta. Gamazo propuso que la sentencia sólo fuese ejecutada en las personas de Villacampa, González y de uno de los sargentos elegido a la suerte. No habiendo resultado mayoría absoluta y a petición de los ministros que se habían inclinado por el otorgamiento de la gracia, se acordó que el señor Alonso Martínez visitase, al día siguiente, al ministro de la Gobernación don Venancio González, que no había asistido al Consejo por hallarse indispuesto, y recogiese su voto favorable o desfavorable, para proponer, o no, a S. M., el indulto en el caso de que la decisión del señor González empatase la votación. El voto de este señor fué negativo, y en vista de ello se dispuso que los reos entrasen en capilla. La Regente, que deseaba vivamente salvar la vida de quienes habían intentado hacer rodar el trono de su hijo, se vio grandemente contrariada al enterarse de la decisión de su Consejo de ministros. Por si fuera poca la angustia de la bondadosa señora, su tribulación llegó al límite de lo indecible, cuando recibió en audiencia a la hija de Villacampa, que fue a echarse a los pies de S. M. pidiendo el indulto de su padre. No pudo resistir, la Reina, su pro- funda emoción, e inmediatamente ordenó al jefe de su cuarto militar, general Blanco, que fuese a la Presidencia y procurase convencer a Sagasta, para que los te-rribles fallos no tuvieran cumplimiento. Tal insistencia, obligó al Presidente del Consejo a reunir nuevamente a los ministros, quienes, después de haber deliberado sobre el asunto, propusieron a S. M. el indulto, con los votos en contra de los generales Jovellar y Beránger. La noticia del indulto se esparció pronto por todo Madrid, siendo alabadísimo el hermoso rasgo de la Reina. Los reos, que no esperaban la gracia, fueron sacados de la capilla, prorrumpiendo los sargentos y el teniente González en estentóreos vivas a la Reina. En cuanto a Villacampa, supo, en frases muy dignas, agradecer el favor que S. M. le dispensaba. Pocos días después, el 7 de Octubre reuniéronse en Consejo los ministros y habiendo mostrado su disconformidad con la conmutación de la pena de muerte otorgada a los sublevados del 19 de Septiembre, presentaron su dimisión los generales Jovellar y Beranger, conducta que fue seguida inmediatamente por los demás ministros, en su deseo de que el señor Sagasta encontrase más facilidades para la solución de la crisis. Fue el Presidente del Consejo a Palacio y planteó a la Reina Regente la cuestión de confianza, siéndole rati-ficados los poderes, autorizándole para hacer una modificación en el Gabinete. El día 9 juró el nuevo ministerio, quedando constituido en la siguiente forma: Presidencia, Sagasta. Estado, Moret. Gracia y Justicia, Alonso Martínez. Hacienda, López Puigcerver. Gobernación, León y Castillo. Fomento, Navarro y Rodrigo. Guerra, Castillo. Marina, Rodríguez Arias. Ultramar, Balaguer. El 29 de Octubre publicaba la Gaceta una disposición encaminada a contrarrestar la influencia que en los regimientos habían adquirido los sargentos primeros, principales directores de la insurrección de Villacampa, y al efecto, se redujo su número y se estableció la Escuela de Zamora, preparatoria para el ascenso a oficiales de las dos clases de sargentos, amortizándose cuantas vacantes de primeros ocurrieron en lo sucesivo. Reanudáronse las sesiones de Cortes el 19 de Noviembre, y en ambas Cámaras hubo amplio debate sobre los sucesos de Septiembre, patentizándose una vez más, en el Congreso, el antagonismo existente entre los señores Romero Robledo y Cánovas. Sagasta explicó la crisis, y después de haberse aprobado los proyectos de ley que se hallaban pendientes de discusión, y de haberse leído la ley de escuadra, presentada por el ministro de Marina, por la que se destinaban 225 millones de pesetas para la construcción de nuevos barcos de guerra, se declararon terminadas las sesiones de aquella legislatura el día 24 de Diciembre.
CAPÍTULO IIIEl partido reformista.— Segunda legislatura.— La asamblea republicana.— Ruptura de la coalición.— Un drama de Zapata.— D. Carlos divide España en zonas militares.— Dimisión del general Castillo.— Es nombrado Cassola ministro de la Guerra.— Sus reformas militares.— Los generales contra el ministro.— La Compañía Arrendataria de Tabacos.— Contrato con la Trasatlántica.— La Exposición de Filipinas.— Relevo del general Primo de Rivera.— Suspensión de las sesiones de Cortes.— El viaje de la Reina Regente.— Insurrección en las Carolinas.— Una embajada al Sultán.
SAGASTA. "Verde la color, grande la boca; El tupé, recogido y aplastado; Cuando habla, la bilis le sofoca Y le zurra con gracia al más pintado." (De un Almanaque del 1876.) ¡Cuánto me gusta cuando habla!... Aquella mirada inquieta y vivísima que parece registrar todos los semblantes; aquella cabeza inteligente peinada con cierta estudiada coquetería; aquella nariz aguda como su ingenio parlamentario; aquel cuerpo que va y viene del ministerio a la mayoría dejando en todas partes la expresion de sus movimientos; aquellas manos cuyos índices parecen clavarse en el corazon del adversario; aquella sonrisa burlona, sarcástica, venenosa; aquellas palabras que salen de sus lábios limpias y cortantes como el filo de una espada; aquellos finales que siempre producen una tempestad o una víctima; aquella destreza, aquella agilidad que semeja la de la ardilla; aquella bilis que ahoga al enemigo sin compasion; el tono, el gesto, la postura, todo lo que hace de Sagasta un temible y elocuente tribuno, ¡cómo me gusta y regocija! ¡cómo me seduce y enamora! Alguna vez he ido a oirle con prevencion porque defendía malas causas. Fuíme dispuesto a callar, a no desplegar mis lábios, a negarle mis simpatías. Y cuando se ha levantado de su asiento sonriente y nervioso; cuando ha empezado a herir, a machucar con el arte que él sabe; cuando le he visto sortear los peligros y de vencido proclamarse vencedor con una ironía terrible o un apóstrofe aplastante, el brillo de su talento y la atraccion irresistible de su persona han podido más que mi voluntad, trocándose la preencion en entusiasmo secreto y profundo. Se me dirá que carece de las formas de Castelar, de la correccion de Martos, de la abundancia de Cánovas. Pero tiene fuego, electricidad, mucha electricidad en su palabra y en su persona. Tiene, sobre todo, algo que cautiva, que retiene, que agrada, que regocija interiormente como pocos oradores, quizá como ninguno. Enérgico y apasionado, jóven su espíritu aunque canosa su barba, da a todo lo que dice tal expresion, tal arte, tal intencion política, que uno no puede menos de exclamar: —¡Bien, muy bien por D. Práxedes!—y nadie quiiera encontrarse en el pellejo de sus adversarios. Lleva siempre abrochado el ceñido y elegante chaquet, por cuyo bolsillo exterior asoma, blanca como el color del enemigo, la punta del pañuelo. En el momento que va ha hablar desabrocha el casaquin como si esta leve sujecion le estorbara para la lucha de florete parlamentario que va a descargar sobre los que tiene enfrente. Apoya las manos sobre el banco, inclínase un momento hacia el suelo corno si buscara algo, recoge los casi rizados cabellos que le caen sobre los ojos, pasea por todas partes una mirada que parece tocada de imán y una sonrisa que parece una promesa, y allá va cual torrente impetuoso que todo lo inunda y destruye. A lo mejor le interrumpen, y dando un salto como si se sintiera herido, lánzase sobre el infeliz que se le atreve y lo aplasta bajo el peso de este apóstrofe:— «¿Quién me interrumpe? ¡Ah! es el general Primo de Rivera, á quien tuve el gusto de conocer de comandante en el puente de Alcolea.»—Censura otro día la constitución de los tribunales de imprenta, un Borrajo de la Bandera respira algo fuerte, y Sagasta le reduce al silencio con esta magnífica atrocidad:— «¡Miradle, miradle cómo se levanta a protestar de mis palabras como un energúmeno!» El público aplaude, los enemigos tiemblan, los suyos se emboban, y él, satisfecho pero sin haber concluido, enjuga el sudor que baña su rostro lívido y trasfigurado. Sigue acometiendo y el hemiciclo recogiendo víctimas. Sagasta reune dos clases de oratorias: la parlamentaria y la tribunicia. ¡Ventaja inmensa que le permite defenderse como pocos en el banco azul, y combatir como el primero en el banco encarnado! Como parlamentario arguye, discurre, mistifica, marea, aprovecha todos los claros y se mete por todas las rendijas; como tribuno, estrecha, confunde, aprisiona, desconcierta, mata. En el banco azul apenas cae de sus labios la sonrisa; en el banco encarnado, pónese serio cuando quiere y el acto torna profunda solemnidad. Tiene la intencion de Calvo Asensio, la energía de Madoz, el calor de Lopez, el veneno de Olozaga, los prontos, los rasgos, los giros inesperados que no he visto ni leido en nadie. He aquí en qué términos tan valientes acusaba a la union liberal de inconsecuencia: «Y los que vienen al Gobierno a plantear lo contrario de lo que dijeron en la oposición; los Gobiernos que vienen a plantear lo mismo que en la oposicion combatieron, esos olvidan sus compromisos, faltan a su palabra, reniegan de su historia, defraudan las esperanzas del país y engañan al trono.» En otra ocasion atrevióse a pronunciar, siendo individuo de la minoría progresista, estas palabras hasta entónces no oidas en aquellos bancos: «Los tronos no son más que instituciones políticas llamadas a satisfacer las necesidades de los pueblos.» Sagasta, que es hombre modestísimo en su trato, que no conoce el orgullo en su casa, que no sabe lo que es vanidad, en la vida pública suele ser altivo y arrogante cuando cree que se le humilla. Entonces arremete contra los que le juzgan equivocadamente, y dice: «Tampoco yo soy rico, también soy humilde; pero con mi humildad y todo, yo que apenas tengo valor para resistir a la súplica, nunca cedo a la exigencia; no me creo de ninguna manera superior al pobre, pero jamás me considero inferior al poderoso; se me encontrará siempre dispuesto a bajar mi cerviz ante la desgracia, pero jamás abatiré mi frente ante los potentados de la tierra.» No es tampoco D. Práxedes hombre que se acobarda ni intimida así como así. Nada de eso. Si le hablan fuerte, responde echando fuego. O'Donnell, sin dar verdadero alcance a sus palabras, pero pronunciándolas con cierto retintin, dirigible una vez esta amenaza: «Lo digo con sentimiento, señores, lo digo con pena, porque el Sr. Sagasta es un jóven simpático y un talento distinguido; pero cuando oigo sus anárquicos discursos, sus discursos disolventes y revolucionarios, como que presagio que S. S. ha de morir fusilado por faccioso. (Grandes risas.)» Réplica audaz de Sagasta: «Y a mí me parece, señores diputados, a mí me parece que estoy viendo al general O'Donnell, si sigue por el camino que marcha, arrastrado por las calles de Madrid. (Nuevas risas en toda la Cámara y aplausos en la tribuna pública.)» Es tambien poético y dulce, como lo prueban estos dos períodos del discurso que pronunció pidiendo gracia para los sublevados de Loja: «Acostumbrado siempre a encontrarme en este sitio, con mis enemigos enfrente, obligado un dia y otro dia, constantemente, sin descanso, a luchar sin fortuna, es cierto, pero con ánimo sereno y con lealtad, veo con gusto que ha llegado el dia en que abandonando el casco, desnudándome de la cota de malla, puedo arrojar la lanza y penetrar confiadamente en las tiendas del campamento enemigo.» «Señores diputados: seguid los impulsos de vuestro corazon; decid una palabra, pero no os equivoqueis, por Dios, al pronunciarla, y recibireis las felicitaciones de vuestros comitentes, los plácemes de vuestras esposas, de vuestros hijos y de vuestros amigos; la gratitud de la desgracia, que es la bendicion de Dios.» En 1861, defendiendo la unidad de Italia en un discurso quizá el más profundo y erudito de todos los suyos, osó lanzar estas palabras a los que traian y llevan sin prudencia el derecho divino de Isabel II como base y fundamento de todos los demás. «El gobierno de Isabel II, reina por la voluntad nacional, protesta contra la voluntad nacional de Italia, por defender unos derechos que no tiene, y un pretendiente que no tiene más títulos para presentarse como aspirante a la corona de España que los llamados derechos de familia, respeta la voluntad nacional de Italia, y renuncia a los derechos que por los tratados podía tener con más razon que Isabel II a la sucesion de aquellos Estados. Es decir, que se presenta al gobierno español menos generoso que aquel pretendiente que no tiene más derechos que los de familia. Cesión oficiosa la de D. Juan, porque no la necesita el Rey del Piamonte para llevar una corona que le ciñe la voluntad nacional de su pueblo; pero protesta ridícula la del gobierno que sin derecho ninguno se opone a la voluntad nacional, cuando ese gobierno es de una reina que lo es por este principio, nada más que por este principio. (Grandes murmullos, fuertes interrupciones. Se suspende la discusion por breves momentos. El presidente del Consejo de ministros pide que se escriban estas palabras. Calmada la agitacion y restablecido el órden, continúa el orador.)Continúo, pues, mi discurso con tranquilidad, como conviene á este sitio, sin acaloramiento alguno; estoy más tranquilo, en efecto, que cuando empecé.» Pero cuando Sagasta ha demostrado todo lo que vale y todo lo que puede soportar, cuando su nombre como orador se ha colocado entre los más ilustres, ha sido desde 1869 hasta el presente. Antes era una esperanza, una promesa, una de las figuras más morenas y simpáticas del partido progresista. A contar desde el 69 es una realidad, un balancín y un orador de primera fuerza. Ha medido su acerada y tajante palabra con la de Castelar, con la de Cánovas, con la de Martos, con la de Rios Rosas, con la de Rivero, con la de todos, y jamás le hemos visto inferior a su empeño, quedar deslucido ni derrotado. Por el contrario; parece como que la lucha le da brios, el choque energía, las dificultades motivo para crecerse y elevarse cual si la pelea fuera su vida, el combate su elemento. ¿Quién no recuerda su brillante campafia contra los federales del 69, sus discursos llenos de intencion, su política resuelta, sus recursos oratorios, sus apóstrofes, sus ironías, sus habilidades parlamentarias? ¿Quién no sabe que era entonces la palabra más temible del Gobierno, el polemista más vigoroso, la dialéctica más venenosa y provocativa? ¿Ha olvidado alguien sus sales contra Orense, sus amenazas contra Garrido y Paul y Angulo, sus sofismas contra Figueras, sus sarcasmos contra Cruz Ochoa, sus reproches contra el mismo Castelar, su ten con ten con cimbrios, y unionistas? Es verdad que alguna vez fué indiscreto; pero siempre estuvo brillante, entero, pronto para todo y contra todos. En viendo a Sagasta en el banco azul, ni Prim se alteraba ni la mayoría se sentia débil. En cambio los federales se lo hubieran comido con la mirada. Era el nervio, la palabra y el yunque de los primeros gobiernos de la revolucion. Sagasta lo afrontaba todo, a todo se atrevia, con todos venia a las manos, se arriesgaba a todo. Llenaria muchas páginas de este libro si fuera a copiar las frases y los conceptos felices y oportunos que tuvo en las Constituyentes del 69. De la mayor parte de sus discursos podria sacar algo, aprovechar uno o más períodos. Todo en ellos es bueno, sustancioso, elocuente. Ni Castelar le conmovia, ni Figueras le desorientaba, ni Paul le daba miedo. Inquieto y burlón al lado de Prim, diciendo a la mayoría con su sonrisa:—«no te apures, que aquí estoy yo;»—y a la minoría:—«todo eso es populachería y ganas de hablar;»—tornando breves apuntes pata replicar al adversario, cuando el presidente le daba la palabra levantábase ágil y provocador, empezando desde el exordio a repartir tajos y mandobles sin compasión ni miramientos de ninguna especie. «El Sr. Orense, hoy republicano federal, buscaba no hace mucho un rey para España.»—« El Sr. Figueras fué monárquico y de los más fervorosos en 1851.»— «Cuando yo tenía las manos llenas de sangre porque componía clandestinamente y sin ser tipógrafo proclamas liberales que levantaran el espíritu público, el Sr. Castelar paseábase por las calles de París discurriendo poéticas correspondencias para periódicos de América.»—«Esos republicanos que tanto gritan ahora, ¿dónde estaban en 1865 y 66?»—«Todos hemos conquistado la libertad; pero vosotros los de la minoría la vais a peder con vuestras imprudencias insensatas y criminales.»—«El Sr. Rios Rosas dice que el gobierno tiene una partida de la porra. El que forma con sus empleados una partida de la porra en Cádiz y Málaga, es el Sr. Rios Rosas.»—«El Sr. Paul y Angulo grita mucho: son amenazas a la luna.» Sagasta tiene, además, corno orador de Parlamento, la ventaja de que contesta en el acto todas las interrupciones, sean las que fueren, con gracia y oportunidad. Otros oradores se trastornan y caen. Sagasta replica en seguida y continúa su discurso. En las Cortes del 76, quejándose de falta de libertad para la prensa, recordaba la impunidad en que quedaron los periódicos que dieron al público el manifiesto de Sandhurst en 1874. La mayoría le interrumpe: «¿Por qué murmurais? ¿Sabeis lo que sucedió con aquellos periódicos? Pues publicaron el manifiesto y no les ocurrió nada. (Risas.) Al dia siguiente de la consulta publicaron el manifiesto de Sandhurst; y como el Gobierno creyó que no debia hacer nada, nada hizo. ¿Qué les pasaria á los periódicos hoy si publicasen un manifiesto de mucha menos importancia que el de Sandhurst? Interrumpidme ahora. (Aplausos.)» En este mismo discurso, uno de los más enérgicos y elocuentes que han salido de sus labios, burlábase así de que en las monedas del D. Alfonso XII se hubiera suprimido que era rey por la gracia de la Constitucion: «Por la gracia de Dios y por la Constitucion han reinado nuestros reyes constitucionales, así lo han dicho siempre al promulgar las leyes, así lo dicen las monedas de sus respectivas épocas. Por lo visto ahora es suficiente para reinar en España la gracia de Dios, sin que en ello para nada intervenga la Constitucion; y en efecto, ¿cómo ha de intervenir en esto la Constitución, cómo han de reinar los reyes por la Constitucion, si son los reyes los que las decretan? En estos tiempos, señores diputados, es imposible decir ni hacer más para dar a la Constitucion hecha por las Cortes el carácter de carta otorgada. Un paso más y la cosa es completa. Pero, ¡buenos están los tiempos para cartas otorgadas! «Doña Isabel II, por la gracia de Dios y la Constitución, reina de España,»—deciamos antes ;—«Don Alfonso XII, por la gracia de Dios, rey constitucional de España,»—decimos ahora; y aquí tenemos a Dios convertido en liberal y parlamentario, influyendo en que los reyes sean constitucionales, y nada más que constitucionales. «¿Pero de qué Constitución ha de ser constitucional el rey por la gracia de Dios? ¿De la Constitucion de 1876? Creo que no; porque, en mi opinion, la Constitución de 1876, no sólo no tiene la gracia de Dios, sino que no tiene gracia ninguna.» Y añadía dando cortes al aire con el brazo derecho, desordenado el tupé, vivos y centelleantes los ojos, descompuesta la fisonomía, inclinado el flexible cuerpo, colérico y amenazador el ademán como si quisiera aplastar á Cánovas: «¡Inútil cuanto desgraciada variación! Lo que no puede ser, no es. Por la gracia de Dios reinan los reyes, por la gracia de Dios legislan los legisladores y obedecen los súbditos, y sucede todo; pero ni reinan los reyes, ni los legisladores legislan, ni obedecen los súbditos contra la voluntad de los pueblos. Estos por la manera de ser de las sociedades modernas y por la complicacion que han alcanzado los asuntos públicos, no pueden ejercer directamente su soberanía, como sucedia antiguamente en Atenas y en Roma, y como sucede en la actualidad en algunos cantones suizos y hasta cierto punto en los Estados Unidos, y delegan en ciertas corporaciones y ciertas personas, no su soberanía, sino el ejercicio de algunos derechos que hacen parte de su soberanía, naciendo así natural y lógicamente el sistema representativo.» Más adelante pronuncia este período, lleno de sarcasmo para los ministros, altivo y valiente en su final: «La proposicion pide, o un imposible, o una violacion, o un atentado, y las Cortes no pueden discutir ni aprobar imposibles violaciones, ni atentados. Puede la mayoría, señores diputados, con motivo de 1869 esta o de otra proposicion, aprobar la conducta del Gobierno durante la dictadura; puede, si le parece poco, concederle un voto de gracias por lo bien que la ha ejercido; puede, si esto no le basta, acordar esculpir el nombre de los señores ministros en mármoles y en bronces; puede levantarles estatuas, puede convertirlos en ídolos, puede declararlos dioses, que de eso y más serán capaces los firmantes de esa proposicion, si a sus patronos no les parece todavía demasiado temprano para atravesar los umbrales de la inmortalidad dejando de ser ministros aunque míseros mortales; pero lo que la mayoría no puede ni por esa ni por otra proposicion es dar dictaduras, porque las dictaduras se toman, no se dan.» Por lo que llevo dicho habráse deducido, que no es Sagasta hombre de miramientos cuando no quiere guardarlos; pero a fin de que no les quede a Vds. duda alguna, allá vá una débil prueba de mi afirmacion: «Ha estado el señor presidente del Consejo verdaderamente desgraciado esta noche. (Rumores.) Para la mayoría que Aplaude la palabra baratería y otras por el estilo, nada tiene de particular que haya estado admirable.» Paréceme que no fué mal despachada la mayoría. Esto se llama dar el peso corrido. Respecto a su política, ¿qué quieren Vds. que les diga? En 1868, 69 y 7o, buena; en 1871 y 72, mediana, algo intransigente, quizá demasiado personal y funesta para la fé en las elecciones; en 1874, imprevisora y exclusivista, porque la crisis del 13 de Mayo, la salida de Martos, Mosquera y Echegaray, tengo para mí que fué la torpeza más grande de su vida, acto más impolítico de su historia, la pitada más horrorosa del partido constitucional. Con el partido radical pudo hacerse mucho y bueno; sin el partido radical se salió por la ventana y con las manos en la cabeza. Las intransigencias en política no conducen a ninguna parte, y son el peligro más cierto de todo y de todos. Hubiérase paliado entonces, y 1868 no habria muerto a manos de 1874. En cuanto a su política desde 1874 al presente, diré una cosa, haré una confesion. Jamás tuve a Sagasta por verdadero progresista, esto es, por cándido, por confiado, por bonachón, por miliciano nacional. He creido siempre que se separa de los progresistas hasta en la exterioridad de su persona. Ningun progresista se peina como él ni viste con su elegancia y distincion. Pero desde que presencié la asamblea del Circo de Rivas no las tengo todas conmigo. ¿Por la esencia de aquel acto? No, por la precipitacion con que se llevó a efecto. Dejarse querer en política, es muy útil: entregarse enseguida, muy tonto. Ya sé que tuvo la culpa Ulloa; pero Sagasta debió negarse rotundamente y se habria impuesto. Un dia de carácter, una hora, y no sería su situacion la que todos ven con dolor, yo con muchísimo dolor. Ya embarcado, su política me parece digna de su talento y de sus altas miras. Quiere hacer el último ensayo, la última prueba, el último sacrificio. Obra como un hombre de Estado, no como un político de asperezas e impresiones. Conoce las circunstancias del país, sabe que éste está algo adormecido a consecuencia de las fatigas que todos le hicieron pasar, y no es hombre que cree en los milagros. Pero lo que no le perdono es que vaya arrojando al agua poco a poco los principios democráticos del Código del 69. Esto no se lo perdono yo ni se lo perdona ninguno que haya nacido, como Izquierdo, en el puente de Alcolea. Se puede ser muy monárquico sin dejar de ser demócrata, se puede ser dinástico sin dejar de ser muy liberal. De todos modos Sagasta es un gran orador y un político hábil y de valer positivo. Ni los más elocuentes oradores le arredran, ni las trasferencias le anulan. Contesta brillantemente a los primeros, y su personalidad se levanta incólume sobre las segundas, cuyo secreto es vanotorio : fué un recurso electoral, de ninguna suerte un hecho privado. No es Sagasta un orador erudito, metafísico, profundamente ilustrado; es un orador oportuno, enérgico, incisivo, de lógica contundente, de palabra bastante correcta y fácil, de giros y prontos tribunicios, de apóstrofes magníficos, de ironías mortales, de exposicion clara, de verdadera elocuencia política. Su talento es más práctico que teórico; su naturaleza, de lucha más que de paz. No ilustra cuando habla; pero enardece, entusiasma, agrada. Hiere el sentimiento y llama la risa, toca al corazon y produce regocijo. Una de las cosas que más le favorecen es su figura. Sagasta es feo; pero tiene cierto ángel que engendra la simpatía. Vivo y expresivo, en cuanto empieza a hablar empieza a seducir. He visto pocas caras tan inteligentes, tan burlonas, tan animadas. ¡Lástima grande que su color sea verde! El tupé, el famoso tupé de Sagasta, ese tupé que se vendió en graciosas aleluyas y se reproduce en chipeantes caricaturas, ese tupé no existe. Hace más de diez años que conozco de vista a D. Práxedes, y por más que miro y remiro su cabeza el tupé no parece. Falta sensible, porque Sagasta sin tupé deja de ser Sagasta. Como si desaparecieran de su lado los antiguos amigos que le rodean constantemente. ¿Comprenderiais á Sagasta sin Muñiz, Abascal y Moreno Benitez? No; como tampoco los derechos individuales sin el aditamento de inaguantables. ¡Pesaban sobre él cual losa de plomo!
CAPÍTULO IIIEl partido reformista.— Segunda legislatura.— La asamblea republicana.— Ruptura de la coalición.— Un drama de Zapata.— D. Carlos divide España en zonas militares.— Dimisión del general Castillo.— Es nombrado Cassola ministro de la Guerra.— Sus reformas militares.— Los generales contra el ministro.— La Compañía Arrendataria de Tabacos.— Contrato con la Trasatlántica.— La Exposición de Filipinas.— Relevo del general Primo de Rivera.— Suspensión de las sesiones de Cortes.— El viaje de la Reina Regente.— Insurrección en las Carolinas.— Una embajada al Sultán.
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