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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)CAPÍTULO XXXPOLITICA NACIONAL
Aprovechó aquel verano el señor Fernández Villaverde, para negociar con el Banco de España un convenio que lleva la fecha de 2 de Agosto de 1899, por el cual se redujo a dos mil millones de pesetas la facultad de emisión de billetes fijada por Decreto de 9 de Agosto de 1898, en dos mil quinientos, obteniéndose, además, del Banco, la reducción del interés de los pagarés que conservaba en cartera, procedentes de Ultramar y de la cuenta de crédito con garantía de igual procedencia, por 50 millones de pesetas, al tipo anual de 2 1/2 por 100. La cuestión de los prisioneros españoles en poder de los filipinos, no llevaba trazas de arreglarse, por las dificultades que ofrecían las negociaciones, a causa de no poderse utilizar como intermediarios a los norteamericanos. Aguinaldo se había negado resueltamente a tratar este asunto por mediación de los yanquis, y deseaba en- tenderse directamente con España y con el Papa. Ello suponía un reconocimiento de la beligerancia de los tagalos, que podía sentar mal a los Estados Unidos, no obstante haberla ellos reconocido con respecto a los insurrectos cubanos antes de estallar el conflicto con nuestra nación. De todos modos, el general Ríos, debidamente autorizado por el general Ottis, se puso al habla con el caudillo filipino, para obtener de éste la libertad de los cautivos españoles. Tenían los tagalos en su poder 11,000 soldados, 2 generales, 40 jefes y 400 oficiales, además de unos 2,000 empleados civiles a quienes consideraban como prisioneros de guerra, por haber tomado las armas, como voluntarios, para combatir la rebelión. Las condiciones que Aguinaldo impuso al general Ríos para entregar los prisioneros, eran las siguientes : 1ª. Se abrirán negociaciones formales entre España y el gobierno nacional filipino, nombrando España un delegado para tratar con el Gobierno filipino. 2ª. España libertará y repatriará : a) Todos los filipinos retenidos como prisioneros en la Península o en los presidios de África, por hallarse directa o indirectamente complicados con la insurrección, y del mismo modo los que se hallan confinados por igual concepto en las Carolinas, Mindanao, Joló, Paragua, etc. b). Todos los prisioneros de guerra, tanto civiles como militares, condenados como traidores, revolucionarios desertores, por haber secundado en cualquier sentido el movimiento filipino, hacia la independencia durante este siglo. La libertad de todos estos prisioneros, se ha de verificar antes que los filipinos entreguen los españoles que tienen en su poder. España, además, concederá una amnistía general y plena para todos los españoles y filipinos que hayan sido acusados de complicidad con la rebelión. 3ª. España pagará todos los gastos de repatriación de los filipinos que tiene prisioneros, y pagará también los gastos de manutención y repatriación de los españoles prisioneros de los filipinos. Estos pagos se consideran como una indemnización de guerra. El Gobierno nacional filipino consentirá en pagar los gastos de repatriación de los filipinos, hechos prisioneros en acción de guerra por los españoles, aun cuando, en realidad, los filipinos tienen derecho a pedir que este gasto corra también por cuenta de España. Los frailes prisioneros de los filipinos no se consideran comprendidos en este canje, teniendo en cuenta que han actuado como agentes del Papa en la guerra, y que deben, pues, considerarse como súbditos del Papa . Su entrega se hará en las condiciones siguientes : a). Que un delegado apostólico demande su libertad en nombre del Papa. (Tenía esta condición por objeto arrancar al Papa importantes concesiones en beneficio del clero secular filipino a quien se venía negando sistemáticamente su elevación a las dignidades eclesiásticas. La negativa de Su Santidad a esta imposición, originó un cisma, separándose los filipinos de la obediencia a Roma y fundando la llamada Iglesia Nacional Filipina, cuyo Pontífice es Aglipay) b). Que todas las bulas y decretos pontificios concediendo privilegios especiales a las órdenes religiosas, contra las leyes o reglas generales de la Iglesia, sean abolidos. c). Que todos los derechos del clero secular sean respetados. d). Que los frailes no puedan desempeñar ningún cargo parroquial, catedral, episcopal o diocesano. e). Que todos los cargos parroquiales, catedrales, episcopales o diocesanos hayan de ser desempeñados por individuos del clero secular, filipinos o naturalizados. f). Que se fijen reglas para la elección de obispos. g) Podrá celebrarse un concordato con el Vaticano, sobre las bases de estas condiciones. En el corto interregno que medió entre las primeras gestiones realizadas por el general Ríos, cerca del cabecilla filipino, y la ruptura de hostilidades entre tagalos y americanos, pudo aquél conseguir la libertad de los prisioneros civiles; pero la de los militares, que caminaba también a muy rápida solución, se paralizó totalmente, a causa de haberse proclamado en Malolos la República filipina, aumentando con ello los indicios de próxima guerra entre los antiguos aliados.El Gobierno español, en tanto, había concedido el indulto total de los confinados filipinos que se hallaban sufriendo penas en los presidios de la Península y norte de África, y se aprestaba a entregar a Aguinaldo la suma pedida en concepto de indemnización de guerra, cuando sonaron los primeros tiros en las cercanías de Manila. El general Ottis, comandante general de las fuerzas norteamericanas, se opuso, entonces, a que Ríos continuase negociando con los tagalos el asunto de los cautivos, so pretexto de que, si los filipinos recibían dinero de España, habían de emplearlo en armas y municiones contra los yanquis. Es difícil formarse una pequeña idea del gran esfuerzo que hubo de realizar el general Ríos para llevar a feliz éxito la difícil misión que se le había confiado. Por fin, después de varios meses de negociaciones, fueron entregados los prisioneros, los cuales comenzaron a ser repatriados en los primeros días del segundo semestre de 1899. Cuando esto tenía lugar, llegó a España una noticia de las islas Filipinas, que llenó de estupor a nuestro pueblo. Un pequeño destacamento, compuesto de unos cuantos hombres, mantenía izada la bandera española en el pueblecito de Baler. Ni las intimaciones de los insurrectos que le tenían estrechamente sitiado, ni las co- municaciones que a su jefe le habían sido dirigidas, dándole a conocer el tratado de paz entre España y los Estados Unidos, lograron convencer a los sitiados para que depusieran su actitud. Fué preciso que el general Ríos comisionase a un jefe del ejército español para conseguir que el destacamento abandonase el pueblo, lográndose al cabo, sin previa rendición, saliendo nuestras fuerzas, no como prisioneras de guerra, sino obedeciendo el mandato del representante de la autoridad militar española en el archipiélago magallánico.Había durado el sitio de Baler 335 días, y en él pereció gloriosamente el capitán, jefe del destacamento, señor Las Morenas. Tanto en Filipinas como en España, fueron objeto aquellos héroes, de grandes honores, desbordándose en la Península el entusiasmo popular al desembarcar en el patrio suelo. Quiso, el pueblo, sin duda, contestar con sus agasajos, las palabras que pronunció Polavieja refiriéndose a tal hazaña : «El hecho de Baler constituye una aberración del heroísmo». A fines de Agosto, se vieron ante el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, las causas seguidas contra los generales Toral y Augustín y el contralmirante Montojo, a quienes se hacía responsables de los desastres de Santiago, Manila y Cavite. La instruida contra el almirante Cervera, fué sobreseída, manteniéndose sólo la acusación contra el general Paredes, segundo jefe de la escuadra, y contra el comandante del Cristóbal Colón, señor Díaz Moreu, por haber arriado del buque el pabellón nacional, entregándole a los norteamericanos. El fallo del Consejo de guerra fué favorable a estos dos últimos señores y desfavorable para los primeros. Augustín y Toral fueron pasados a la sección de reserva, e igual pena sufrió el contralmirante Montojo. La opinión pública acogió de diverso modo estas sentencias, siendo la corriente más general, de que era justa para Montojo y Augustín, a quienes se acusaba de imprevisión e ineptitud respectivamente. No acontecía lo propio con Toral, al que no podía inculparse la indefensión en que se hallaba Santiago de Cuba, cuando la embistieron los yanquis, habiendo rendido la plaza, debidamente autorizado por el capitán general y por el Gobierno. El partido regionalista catalán y el nacionalista vascongado, tomaban de día en día mayor fuerza e incremento, debido a las incumplidas promesas del Gobierno, en lo relativo a la descentralización de las regiones, patrocinada por el señor Silvela en su programa político. En Barcelona y Vizcaya, hubo graves manifestaciones separatistas, que obligaron, en Septiembre, al Gobierno a suspender las garantías constitucionales en ambas regiones. Los presupuestos de Villaverde continuaban siendo objeto de protestas, agravadas por la actitud en que se colocó el general Polavieja, en franca oposición contra el ministro de Hacienda. Deseaba Polavieja consignar en el presupuesto de Guerra, importantes cantidades para material y para atender a la defensa de las costas. Villaverde, por el contrario, firme en su propósito de no alterar las cifras de los respectivos departamentos, puesto que la menor alteración podía modificar el exiguo superávit que se consignaba en sus proyectos para el ejercicio siguiente, se negó en rotundo a conceder un céntimo para esas atenciones, y de ahí la crisis, que determinó la salida de Polavieja (1° de Octubre) y su substitución por el general Azcárraga. No era sólo ésta, la única dificultad por que atravesaba el Ministerio conservador. En Barcelona se agitaban los gremios, resistiéndose al pago de las contri- buciones y originando frecuentemente alborotos y motines. La situación de la capital del Principado llegó a ser tan grave, que el Gobierno decidió declarar el estado de sitio, y sólo así, protegidos los agentes ejecutivos por las tropas, se pudieron cobrar los tributos. Esta determinación originó una nueva crisis, que costó la cartera al ministro de Gracia y Justicia, señor Duran y Bas, representante en el Gobierno de las aspiraciones catalanas. Le reemplazó en el ministerio el conde de Torreanaz. El Gobierno llegó muy quebrantado a las Cortes, que reanudaron sus tareas el 30 de Octubre. A las disidencias manifestadas en el seno del Gabinete por la cuestión de los presupuestos, hemos de agregar la persistencia de las protestas de las Cámaras de Comercio contra la política económica del Gobierno, a las que hubo de atajar el señor Silvela, apercibiéndolas con la disolución si no cejaban en su actitud. En las Cámaras comenzó el debate político, discutiéndose los motivos de las dos crisis surgidas en Octubre. Los sucesos de Barcelona y la suspensión de las garantías constitucionales fueron también objeto preferente de los debates, y asimismo se aclaró la situación del Ministerio, al que se juzgaba fracasado después de la escisión del señor Polavieja. Este general continuó prestando su apoyo al señor Silvela ; pero sin recatarse para decir que la alianza conservadora se había roto, a consecuencia de las intransigencias del señor Villaverde. La discusión de los presupuestos no hacia grandes progresos, y el Gobierno necesitaba afianzar la situación económica del país. En estas circunstancias, y deseando que cuanto antes comenzasen a regir, publicó en Diciembre un decreto por el que se substituía el año económico por el natural. Llegaron los días de Navidad, sin haberse conseguido la total aprobación de los presupuestos, y en este estado continuó el asunto durante los dos primeros meses del año 1900. Los catalanes, en tanto, hacían grandes esfuerzos para conseguir la concesión del concierto económico, y tal vez lo hubieran obtenido, de no haber tropezado con la decidida oposición del señor Villaverde, contra el cual nada podía hacer el señor Silvela. Además, en el Congreso, los liberales y republicanos habían manifestado su hostilidad contra las pretensiones regionalistas, y en estas condiciones, el buen deseo del señor Silvela se hubiera estrellado ante la misma actitud de la mayoría, que seguramente le hubiera vuelto la espalda en una votación, por un espíritu de patriotismo mal entendido. Por fin, en el mes de Marzo (día 10), logró el Gobierno que se aprobasen los presupuestos, publicándose inmediatamente y suspendiéndose las sesiones de aquella legislatura. En el mes de Abril, se suprimió el ministerio de Fomento, creándose dos nuevos que se llamaron de Agricultura, Industria, Comercio y Obras públicas, y de Instrucción pública y Bellas Artes. Con tal motivo, hubo una modificación en el Gabinete, el cual quedó así constituido : Presidencia y Marina, Silvela. Estado, marqués de Aguilar de Campóo. Gracia y Justicia, marqués de Vadillo. Gobernación, Dato. Guerra, general Azcárraga. Agricultura, Industria, Comercio y Obras públicas, Gasset. Instrucción pública y Bellas Artes, García Alix. Hacienda, Villaverde. El período que siguió a la formación de este nuevo Gobierno, fué de suma agitación. La Unión Nacional, ante su impotencia para oponerse a que los presupuestos se pusieran en vigor, inició viajes de propaganda y excursiones por diferentes provincias, organizando mítines, celebrando asambleas, en las cuales se sacó muy poco provecho, pues ya por entonces se habían puesto de manifiesto los antagonismos entre sus jefes. Don Joaquín Costa no toleraba a Paraíso, e igual desacuerdo había entre estos dos y el señor Alba. La cuestión obrera iba tomando caracteres agudos en Barcelona, y para estudiarla y procurar su solución fué comisionado don Eduardo Dato, que con tal motivo se trasladó a la ciudad condal. En ésta, unos cuantos elementos, mal avenidos con el Gobierno, hicieron demostraciones de hostilidad contra el ministro de la Gobernación, silbándole y apedreando su coche, por lo cual se vio obligada a intervenir la Guardia civil, que cargó repetidas veces sobre los manifestantes. Los sucesos se reprodujeron, durante casi todo el tiempo que permaneció en Barcelona el señor Dato, dando lugar a que nuevamente se declarase el estado de guerra. La protesta de la Unión Nacional contra los presupuestos adquirió grandes proporciones en el mes de Mayo, a causa de haberse decretado por aquélla, un cierre general de tiendas en España, y aconsejado a comerciantes e industriales que se resistiesen en el pago de los tributos. El Gobierno calificó este movimiento de faccioso, y como a tal le trató. Suspendió en toda la nación las garantías constitucionales, cerró los círculos y sociedades mercantiles, encarceló a las juntas directivas y mandó procesar al Directorio de la Unión Nacional. El cierre de tiendas fué bastante general, pero no absoluto, y casi pudiera calificarse de fracaso. La Unión Nacional debió entenderlo así, puesto que no volvió a dar señales de vida. En resumen, que unos pagaron de grado, otros por temor, y finalmente, quedó un grupo de puritanos que siguieron fielmente las instrucciones que recibieran para resistirse al pago, y éstos no pagaron ; pero los agentes ejecutivos cuidaron de cobrarse los impuestos apelando al embargo. Llegamos a la parte más interesante del Gobierno conservador. Nos referimos al tratado que, en 27 de Junio de 1900, firmaron nuestro embajador en París, señor León y Castillo, y el ministro de negocios extranjeros de la República francesa, señor Delcassé. Francia, desde algunos años, venía demostrando una actividad grandísima en la empresa de crearse un imperio colonial africano. Desde mediados del siglo pasado, el África fué recorrida por viajeros de diversas nacionalidades, que, guiados unos por sus aficiones científicas, y otros por sus ambiciones económicas, exploraron gran parte del continente negro. España envió, el año 1886, al golfo de Guinea, al conocido explorador señor Iradier, y a la costa del Sahara a los señores Cervera, Quiroga y Rizzo. Esta expedición fué un verdadero fracaso, pues los expedicionarios, solamente llegaron a la frontera del Adraar, en donde les recibió el reyezuelo de aquella comarca, que aceptó el protectorado de España con la condición de que los españoles no pasaran más adelante. Volviéronse, en efecto, los comisionados, acompañados de un guía que se les dio para su seguridad, el cual no les dejó hasta muy al interior del Tiris. La prensa proclamó con gran algazara la nueva posesión española del Adraar; pero vinieron los franceses y no dieron ningún valor al documento firmado por el reyezuelo de aquellos territorios. Esta serie de conquistas pacíficas y la necesidad de dar forma legal a los graves atropellos de las naciones europeas en los países débiles, dieron origen a la Conferencia de Berlín, que estableció un nuevo derecho internacional, que olvidando los derechos históricos del antiguo, reconoció la propiedad de los terrenos en que se ejerce comercio y policía, con un hinterland arbitrario para los fuertes y muy limitado para los débiles. Esto es lo que nos pasó a nosotros con nuestra Guinea, en la que Francia nos privó de que llegáramos hasta alguno de los afluentes del río Congo. En virtud del tratado León-Delcassé, el límite de las posesiones españolas y francesas del golfo de Guinea, parte del punto de intersección de la vaguada del mal llamado río Muni con una línea recta trazada desde Punta Coco Beach hasta Punta Dieké. Sigue después, por la vaguada del río Muni y del río Utamboni, hasta el punto en que este último río es cortado por primera vez por el primer grado de latitud norte y se confunde con este paralelo hasta su intersección con el 9º de longitud este de París (11° este de Greenwich). A partir de este punto, la línea de demarcación está formada por dicho meridiano 9° de longitud este de París, hasta su encuentro con la frontera meridional de la colonia alemana de Camarones. Los buques franceses disfrutan para la entrada por mar en el río Muni, en las aguas territoriales españolas, todas las facilidades que tengan los buques españoles, y en concepto de reciprocidad, los buques españoles son objeto del mismo trato en aguas territoriales francesas. La pesca y la navegación son libres para los súbditos de ambas naciones en los ríos Muni y Utamboni. La policía de la navegación y pesca en este río en aguas territoriales francesas y españolas, en las inmediaciones de la entrada del río Muni, así como las demás cuestiones relativas a las relaciones entre fronterizos, las disposiciones concernientes al alumbrado, balizaje, arreglo y aprovechamiento de aguas, serán objeto de un con- venio entre ambos Gobiernos. Por el artículo 8° se acordó que en el plazo de cuatro meses, a partir del canje de ratificaciones, designarían ambos Gobiernos comisarios encargados de trazar sobre el terreno la delimitación entre las posesiones de los dos países, y para realizar esta obra, fueron nombrados los siguientes señores : Como Presidente, don Pedro Jover Tovar, y como agregados, el comandante de Estado Mayor don Eladio López Vilches; el teniente de navio de primera clase, don José Gutiérrez Sobral; el médico don Amado Ossorio; el geólogo don Enrique D'Almonte; el médico de la Armada, don Manuel Nieves; el capitán de Estado Mayor, don Emilio Borrajo; el naturalista don Manuel de la Escalera, y el diplomático don J. Vázquez Zafra. Otra cláusula del tratado prohibía a España la cesión del territorio mencionado a nación alguna, sin el consentimiento de Francia, cuyo país se reservaba el derecho de preferencia a la compra, en caso de que España se decidiese a enajenarlo. El territorio de Muni, reconocido a nuestra nación por el tratado de 1900, constituye, según dijo don José Ricart, en la conferencia dada por este señor en la Sociedad de Geografía Comercial, «un verdadero ultraje a España, pues no tan solamente nos corta el hinterland de nuestro pequeño Congo, dejándonos una extensión de 27,000 kilómetros, sino que en la parte llamada Mauritania nos priva de la posesión del Adraar y de la Sebka de Iyil, y para conseguirlo, nuestra divisoria con las posesiones francesas hace un gracioso ángulo para que aquellas salinas queden en la parte francesa». La población aproximada de la Guinea española asciende a unos 130,000 habitantes, a quienes se conoce con el nombre de pamúes. Injustificadamente la prensa de España criticó acerbamente al señor León y Castillo, por la insignificancia de las concesiones arrancadas a la República francesa en el tratado de 1900. Nosotros hemos de ser justos. Nuestro embajador en París realizó una obra gigantesca, pues Mr. Delcassé no se hallaba muy bien dispuesto al reconocimiento de nuestros derechos en la Guinea. Sólo la tenacidad del señor León y Castillo nos condujo a este resultado que podemos calificar de halagüeño, teniendo en cuenta que España carecía de fuerza para imponer a Francia un tratado más ventajoso. El gobierno Silvela, aquilatando el verdadero mérito del negociador, le concedió el marquesado del Muni, con grandeza de España. Durante el mes de Julio, realizó don Alfonso XIII, acompañado de la Reina Regente y de don Francisco Silvela, como ministro que era de Marina, un viaje de instrucción, a bordo del Giralda, visitando diferentes puertos del Cantábrico, en los que fué recibido con entusiastas aclamaciones, con las que el pueblo español quiso exteriorizar las grandes esperanzas que fundaba en el futuro soberano. La situación política hallábase, a la sazón, bastante quebrantada, y las divergencias en el seno del gabinete determinaron al señor Villaverde a presentar la dimisión, siendo nombrado para substituirle en el cargo de ministro de Hacienda, el señor Allende Salazar. Posteriormente dimitió la cartera de Guerra, el general Azcárraga, por haber sido designado para la Presidencia del Senado en la vacante que produjo la muerte del general Martínez Campos, acaecida en Zarauz en los primeros días del mes de Septiembre. Esta crisis parcial, desprovista, como se ve, de todo interés político, fué, sin embargo, causa de otra más grave y trascendental, que obligó al señor Silvela y demás compañeros de Gabinete a dimitir irrevocablemente. Había substituido al general Azcárraga en el ministerio de la Guerra, el general Linares, y este señor, antes de aceptar la cartera, puso como condición al jefe de Gobierno, que le había de dejar en completa libertad para dictar las disposiciones militares que estimase convenientes. Accedió a ello el señor Silvela, y juró el cargo el general Linares. Pocos días después de este suceso, publicó la Gaceta una R. O. nombrando capitán general de la primera región al teniente general don Valeriano Weyler, y este nombramiento disgustó profundamente aJ señor Silvela, por entender que debía habérsele consultado antes de llevar a la firma de S. M. la Reina la R. O. de referencia. En efecto, hasta entonces el cargo de capitán general de Madrid había recaído en generales afectos a la política del Gobierno, y de sobra es conocido que Weyler no militaba en el campo conservador, del cual se había separado a raíz del asesinato del señor Cánovas del Castillo. Esta cuestión fué debatida en Consejo de ministros, y hubo disparidad de criterios, pues mientras el general Linares y otros ministros defendieron la teoría de que los cargos militares debían desligarse por completo de la política, el señor Silvela se afanó en sostener que, sin menoscabo de su persona, no podía continuar al frente de la Capitanía genral de Madrid, el general Weyler. Surgió, pues, la crisis, y la Regente encargó al general Azcárraga la formación de nuevo Gabinete, que en los primeros días de Octubre quedó así constituido : Presidencia, Azcárraga. Estado, marqués de Aguilar de Campóo. Gracia y Justicia, marqués de Vadillo. Hacienda, Allende Salazar. Gobernación, ligarte. Guerra, Linares. Marina, Ramos Izquierdo. Obras públicas, Sánchez de Toca. Instrucción pública, García Alix. Pocos días después de haber jurado el nuevo Ministerio, se levantaron varias partidas carlistas en diversos puntos de Cataluña y Valencia. La principal de ellas atacó la casa cuartel de la Guardia civil en Berga, siendo batida y dispersada por los individuos del benemérito cuerpo, que mataron al cabecilla e hicieron huir al resto de aquellos pobres alucinados. De todos modos, la alarma en la Península fué muy grande, por creerse que el movimiento era formal, y esta creencia hizo perder los estribos al Gobierno, el cual, como primera providencia, decretó la suspensión de garantías constitucionales en toda España e hizo encarcelar a diferentes personas sobre las que recayeron sospechas de hallarse en connivencia con los alzados en armas. Por fortuna, estos hechos fueron aislados y no tomó cuerpo la insurrección, restableciéndose el orden a los pocos días. El general Azcárraga había declarado, al poco de posesionarse de la Presidencia del Consejo de Ministros, que el Gabinete por él presidido, era continuación de el del señor Silvela, al cual consideraba como jefe del partido, y cuyo programa aceptaba en toda su integridad, afirmando que iría a las Cortes para continuar desarrollando la labor económica del Gobierno anterior. Los incrédulos dudaron de que el general Azcárraga cumpliese este ofrecimiento, y en parte no se equivocaron, pues los presupuestos para 1901 no pudieron ser discutidos en las Cámaras y se hubieron de prorrogar los del ejercicio anterior. Las Cortes se abrieron el 20 de Noviembre, presidiendo el Congreso el señor Villaverde, y ocupando la presidencia del Senado, Tejada Valdosera. La única nota de interés de este segundo período legislativo del partido conservador, la dieron los acalorados debates que precedieron a la aprobación en las Cámaras, del proyecto de enlace de S. A. la Princesa de Asturias con don Carlos de Borbón, hijo del conde de Caserta. Todas las oposiciones, excepción hecha de los carlistas, que se abstuvieron, se pronunciaron en contra de la boda, aprobándose sólo por la fuerza de los votos de las mayorías. Este estado de opinión que se hallaba latente en el espíritu popular, se manifestó en las calles de Madrid, tan pronto como el asunto tomó estado parlamentario. En realidad, creemos que no había motivo para tanto, y aun más, hemos de decir que el proyectado matrimonio era en sí más liberal que la misma oposición que se le hacía en nombre de la libertad. Además, ¿qué importancia podía tener el casamiento de la princesa doña Mercedes, con el hijo de Caserta? En la conciencia pública estaba que el referido matrimonio obedecía sólo al impulso amoroso de los futuros contrayentes, y en este concepto debiera haber sido simpático a quienes tanto le combatían. El único argumento que contra él se empleaba, era el de ser hijo don Carlos, del caudillo que guió a las huestes carlistas en el saqueo de Cuenca. ¡Pobre argumento que coloca los hijos bajo el estigma que pesa sobre unos padres que aquéllos no eligieron! Don Francisco Silvela definió con frase feliz y acertada este nimio motivo que sirvió de lema a los contrarios a la boda de S. A., diciendo que era «la razón de la sinrazón». Del asunto se hizo cuestión política y callejera, que aprovecharon los liberales en contra de la situación. Todo se tomó como pretexto para manifestarse tumultuosamente en las calles de Madrid, y en honor a la verdad, hemos de decir que el Gobierno no mantuvo el orden público con la energía necesaria para sostener el principio de autoridad. Los motines se sucedieron, casi sin interrupción, durante los meses de Enero y Febrero de 1901, y por si era poca cosa la cuestión de la boda de la princesa de Asturias, surgió el pleito de la señorita Ubao y el estreno del drama de don Benito Pérez Galdós, Electra, con cuyos acontecimientos acabaron de exasperarse las masas. La cosa no era para menos, y este benditopueblo tan indiferente ante el tremendo desastre colonial, se indignó por asuntos tan triviales, como los que se debatían en aquellos momentos. Las algaradas, inofensivas, de los primeros días, promovidas principalmente por escolares, bien pronto fueron adquiriendo extrema gravedad, por la intromisión de elementos extraños en las filas de los estudiantes. El motín del 13 de Febrero tomó ya caracteres alarmantes, librandóse en las calles de Madrid verdaderos combates entre los manifestantes y la guardia civil, y este estado de cosas obligó al Gobierno a declarar el estado de sitio en la capital de España. Al siguiente día se casó la Princesa, y los que tanto vociferaban en días anteriores, se mantuvieron tranquilitos, paseando su curiosidad por las calles de la corte, tomadas militarmente en previsión de que se repitiesen los desórdenes.
CAPITULO XXXI FIN DE LA REGENCIA
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