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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA

(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)

 

CAPÍTULO XXVII.

LA GUERRA CON LOS ESTADOS UNIDOS

 

 

La caída de Santiago de Cuba produjo en toda España sensación enorme, pues aun cuando estaba descontado que Toral, con los escasos medios de que disponía, no podía sostenerse en el recinto de la plaza, la circunstancia de haber entregado las armas 20,000 soldados españoles, de los cuales sólo habían combatido unos 8,000, contribuyó mucho a aumentar la depresión del ánimo de los que creían que nuestro ejército de Cuba era invencible. Nadie dudó ya un momento de que la paz se acercaba a pasos agigantados, y esta general creencia tomó cuerpo al suspenderse, en 15 de Julio, las garantías constitucionales en toda España.

En los Estados Unidos, se vio claramente lo que podía significar esta medida, y con objeto de hallarse en mejor postura para exigir, en su día, la cesión de la isla de Puerto Rico, se decidió inmediatamente el envío de un cuerpo de ejército a nuestra pequeña Antilla. Cumpliendo estos propósitos, desembarcó en la isla una fuerte expedición al mando del generalísimo Miles, eligiendo como punto de desembarco la costa de Garnica, inmediata a Ponce, pueblo que fué bombardeado por la escuadra del comodoro Higginson, y que capituló a los pocos momentos, por no haber querido hacer armas contra los yanquis, los voluntarios que le guarnecían (25 de Julio).

Las fuerzas españolas de Puerto Rico se acercaban a unos 16,000 hombres, de los cuales, sólo la mitad pertenecían al ejército regular. Sólo existía un batallón de artillería, y, contando con tan escasos elementos, poco podía hacer el general Maclas, gobernador de la isla, para oponerse al avance de los norteamericanos.

Las negociaciones de paz entabladas por el embajador de Francia en los Estados Unidos, Mr. Cambon, hicieron creer a muchos que determinarían, no sólo una tregua en las operaciones militares, sino la salvación de Puerto Rico, toda vez que, entabladas las negociaciones, era lógico suponer que los americanos desistiesen de sus propósitos de invasión.

Pero los que así pensaban ignoraban, por lo visto, que España contendía con una nación que, sin respetar derecho alguno, no disimulaba su avaricia, y así es que continuaron las hostilidades, al mismo tiempo que la diplomacia trabajaba en Washington para fijar los preliminares de paz.

La facilidad que encontraron los yanquis para desembarcar, invadir el territorio, y prepararse para el ataque contra la capital, auxiliados en sus movimientos y evoluciones por el elemento insular, hizo concebir muy pocas esperanzas en el triunfo, al general Maclas. Sin embargo, en Guamaní, lograron rechazar las tropas españolas a los norteamericanos, causándoles grandes pérdidas, con cuya brillante victoria se reanimó el espíritu de los soldados, siempre dispuestos a derrochar heroísmo en mayores empresas.

Pero, al combate de Guamaní, favorable para nuestras armas, siguió un desagradable contratiempo. Fué éste la ocupación de Coamo, lograda por el regimiento de Pensylvania, después de reñida lucha, en que perdieron la vida unos cuantos centenares de españoles y fueron hechos prisioneros muchos más.

A partir de este momento, no se libraron más combates, ni llegó a formalizarse el sitio de San Juan de Puerto Rico, a causa de haberse suspendido las hostilidades entre las dos naciones beligerantes.

¿Qué falta hacían más combates, si el Gobierno español cedía a los Estados Unidos la isla de Puerto Rico, como indemnización de guerra?

Efectivamente, las negociaciones de paz iniciadas por Mr. Cambon el 26 de Julio, trajeron como resultado la conclusión de un Protocolo, que, aprobado por el Gobierno español, previa consulta con los diversos personajes políticos, se firmó en Washington el día 12 de Agosto. El texto del citado Protocolo era el siguiente :

«Su Excelencia Mr. Jules Cambon, Embajador extraordinario y Plenipotenciario de la República francesa en Washington, y William R. Day, Secretario de Estado de los Estados Unidos, habiendo recibido respectivamente, al efecto, plenos poderes del Gobierno de España y del Gobierno de los Estados Unidos, han formulado y firmado los artículos siguientes, que precisan los términos en que ambos Gobiernos se han puesto de acuerdo relativamente a las cuestiones abajo designadas, que tienen por objeto el establecimiento de la paz entre los dos países, a saber :

Art. 1° España renunciará a toda pretensión a su soberanía y a todos sus derechos sobre la isla de Cuba.

Art. 2° España cederá a los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y las demás islas que actualmente se encuentran bajo la soberanía española en las Indias occidentales, así como una isla en los Ladrones, que será escogida por los Estados Unidos.

Art. 3° Los Estados Unidos ocuparán la ciudad, la bahía y el puerto de Manila, en espera de la conclusión de un tratado de paz que deberá determinar la intervención, la disposición, y el gobierno de las islas Filipinas.

Art. 4° España evacuará inmediatamente, Cuba, Puerto Rico, y las demás islas que se encuentran actualmente bajo la soberanía de España en las Indias occi- dentales; con este objeto, cada uno de los dos Gobiernos nombrará comisarios en los diez días siguientes a la firma de este Protocolo, y los comisarios así nombrados, deberán, en los treinta días que seguirán a la firma de este Protocolo, encontrarse en la Habana, a fin de convenir y ejecutar los detalles de la evacuación ya mencionada de Cuba y de las islas españolas adyacentes, y cada uno de los dos Gobiernos nombrará, en los diez días siguientes al de la firma de este Protocolo, otros comisarios que deberán, en los treinta días que seguirán a la firma de este Protocolo, encontrarse en San Juan de Puerto Rico, a fin de convenir y ejecutar los detalles de la evacuación antes mencionada de Puerto Rico y de las demás islas que se encuentran actualmente bajo la soberanía española en las Indias occidentales.

Art. 5° España y los Estados Unidos nombrarán, para tratar de la paz, cinco comisarios, a lo más, por cada país; los comisarios así nombrados deberán encontrarse en París, el primero de Octubre del 1898 lo más tarde, y proceder a la negociación y a la conclusión de un tratado de paz ; este tratado quedará sujeto a ratificación con arreglo a las formas constitucionales de cada uno de ambos países.

Art. 6° Una vez terminado y firmado este Protocolo, deberán suspenderse las hostilidades en los dos países; a este efecto, se deberán dar órdenes por cada uno de los dos Gobiernos a los jefes de sus fuerzas de mar y tierra, tan pronto como sea posible.

Hecho en Washington por duplicado, en francés e inglés, por los infrascritos que ponen al pie su firma y sello, el 12 de Agosto de 1898. —Jules Cambon.—William R. Day.»

Nos quedaban las Filipinas, y respecto de ellas, ni en el Protocolo se exigía a España la cesión de las referidas islas, ni se nos obligaba a reconocer su independencia. La forma ambigua en que se hallaba redactado el artículo 3° de los preliminares de paz, hacía creer a los españoles que conservarían en pleno dominio su soberanía sobre el hermoso archipiélago descubierto por Magallanes. Además, al firmarse el Protocolo, Manila resistía aun, si bien estrechamente sitiada y con pocas probabilidades de prolongar su defensa, a causa de los acontecimientos que tuvieron lugar en las islas, después del combate naval del día 1 ° de Mayo.

Recordarán nuestros lectores que, a raíz de la derrota de la escuadra de Montojo, los indios, haciendo causa común con los yanquis, hicieron sumamente crítica la situación de las tropas españolas en Filipinas.

La primera noticia de haber estallado en Luzón, el movimiento insurreccional, se tuvo en Manila el 24 de Mayo, día en que los tagalos entraron en el pueblo de Santo Tomás en la Unión, quemando las casas y asesinando al comandante de milicias, señor Lete, a su hijo, y a un cura. La rebelión se extendió rápidamente, merced a la ayuda de los norteamericanos. Los yanquis trajeron de Hong Kong a Emilio Aguinaldo, que desembarcó en Cavite el 25, acompañado de Pilar, Leria y otros trece cabecillas más. Pronto la insurrección fué general, y aun cuando los españoles activaban sus trabajos de defensa, ésta era sumamente difícil por hallarse amenazados por mar por la flota de Dewey, y por tierra por los indios que, el 27 de Mayo, se hallaban a tres kilómetros de Manila.

El 3 de Junio, la situación era gravísima. Hallábanse cortadas las vías telegráficas y férreas, y Manila, incomunicada con todas las provincias, veía avanzar a los enemigos, sin más defensa que una pequeña columna situada en la línea del Zapote, para evitar la irrupción de los insurrectos. El 6 de Junio, los rebeldes, en enormes masas, rebasaron dicha línea, dirigiéndose sobre los blocaos, que constituían la última defensa de Manila, tan débil que, según opinión de testigos presenciales, bien podía considerársela como un pequeño obstáculo que oponer a los sitiadores.

Los yanquis, en tanto, permanecían inactivos, presenciando el incremento de la insurrección de los tagalos, sin dirigir amenazas contra la plaza, ni tomar parte en ninguna acción de guerra.

«Todos estos días—dicen los hermanos Toral,—han tenido en constante movimiento sus barcos más pequeños, trayendo y llevando de unas a otras provincias, armas, municiones y hombres, como si se propusieran que no quede en Luzón un palmo de terreno, en que no broten rebeldías y traiciones. Ahora se explica que no nos hayan vuelto a intimidar, ¿para qué? Sin disparar un tiro, sin tener una baja, hacen desde las cubiertas de sus acorazados buques, que los insurrectos nos cerquen.»

Añaden los autores citados, que nadie se había ocupado de chapear los bosques del frente de los fortines, ni apenas se habían construido trincheras de enlace entre unos y otros. ¡Tal era la confianza que inspiraba al general Augustín la población indígena! En estas condiciones, si los insurrectos atacaban con arrojo, sólo una defensa heroica podía detenerlos por más o menos tiempo.

Aguinaldo, al frente de sus huestes, logró, después de terrible combate con los destacamentos españoles, que hicieron una desesperada resistencia, apoderarse de Las Pinas y Peñaraque. La lucha no cesó un sólo instante; pero los leales, rendidos por el cansancio y agotadas sus municiones, se vieron precisados a batirse en retirada. Los insurrectos se organizaron entonces en tres cuerpos de ejército, cuyos cuarteles generales radicaban en Malate, Santamera y Tondo. Las fuerzas indígenas desertaban por compañías y regimientos, y los españoles prisioneros pasaban ya de 3,000 a mediados de Junio, habiéndose rendido las guarniciones de La Laguna y Pampanga. Los rebeldes fletaron tres vapores en Hong Kong, armándoles en guerra con el propósito de bombardear Manila. Los asesinatos de jefes y oficiales estaban a la orden del día, y entre las defensas heroicas realizadas, merecen consignarse la del comandante Fortea y la del coronel Iboleón, jefe del 73, que, parapetados en sus propios domicilios, negáronse a entregarse, pereciendo víctimas de su arrojo y sin igual tesón, por creer preferible la muerte a rendir su espada a aquellas hordas incultas que les ofrecían la vida a cambio de su cautiverio.

En vista de la grave situación por que atravesaba Manila, el gobernador militar de las Bisayas, general Ríos, pudo comunicar con Bulacán, ordenando al general Monet que saliese en socorro de la capital. Salió este general al frente de su columna, compuesta de 3,000 hombres españoles e indígenas, dirigiéndose a Manila. En el camino, encontró la vía férrea ocupada por los insurrectos que le cortaron el paso, y entablado el combate, que fué encarnizadísimo, y duró tres días, pronto las tropas indígenas se unieron a los rebeldes, y los 500 españoles que restaban de la columna del general Monet, se vieron obligados a rendirse. Todo iba de mal en peor.

Desde el día 6 de Junio, quedó Manila reducida a la línea de fortines mandada construir por Primo de Rivera. En la población reinaban justos temores de que la línea fuese rota por los numerosos y bien armados sitiadores, que al desparramarse por los arrabales, obligaron al elemento peninsular a refugiarse en la ciudad murada. El día 9, atacaron los insurrectos el depósito de agua de Santolán, siendo rechazados, y causándoles nuestra artillería grandes pérdidas. De todos modos, en la plaza escaseaban los víveres, y los pocos que había, alcanzaban precios fabulosos. Aprovechándose de la indecisión que caracterizó a los rebeldes en los primeros momentos, se activaron las obras de defensa, y la esperanza renació en la guarnición de Manila, al saberse que en la Península se organizaba una escuadra destinada al archipiélago.

El 23, telegrafiaba Augustín lo siguiente : «Sigo sosteniéndome en la línea de blocaos ; pero el enemigo aumenta a medida que va rindiendo y apoderándose de provincias. Lluvias torrenciales que inundan trincheras, dificultan defensa, aumentan bajas por enfermedades en mis tropas y contribuyen a hacer penosísima la situación, que provoca crecimiento de deserciones indígenas. Suponiendo que cuenta con 30,000 indios armados de fusiles y 100,000 con bolos, me ha intimidado Aguinaldo la rendición por medio de parlamentarios para evitar víctimas ; pero he despreciado proposiciones sin escucharlas, porque estoy resuelto a sostener soberanía y honor de bandera hasta el último extremo. Tengo más de 1,000 enfermos, 200 heridos y la ciudad murada invadida por moradores de barrios rurales, que los abandonan ante desmanes indios y constituyen un embarazo más para defensa y un mayor conflicto, caso de bombardeo, de que hasta ahora no hay grandes temores. Urge el envío de prontos y poderosos auxilios, antes de que se agoten elementos de defensa.»

Pocos eran, en realidad, los que el Gobierno español podía enviar a las islas Filipinas. Necesaria a España el dominio en el mar, carecía de barcos con que hacer frente a la escuadra de Dewey. Pero urgía hacer un acto de presencia en los mares de Asia, si se quería evitar que el archipiélago magallánico corriese la suerte de Cuba y Puerto Rico ; y aun a ciencia cierta de que, enviando las escasas fuerzas marítimas de que disponíamos, quedaban las costas españolas a merced de los enemigos, el ministro de Marina, señor Auñón, movilizó la llamada escuadra de reserva, confiando el mando de la misma al contralmirante Cámara.

La constitución de esta nueva flota, destinada a salvar a los sitiados de Manila, era la siguiente : Acorazado Pelayo. Botado al agua el año 1886 en los astilleros Forges et Chauliers, de Tolón. De acero ; desplazamiento, 9,802 toneladas. Blindaje, 420 milímetros en la línea de flotación ; de 450 en las torres y 90 en la cubierta protectriz. Armamento : dos cañones Hontoria de 0'32 centímetros y dos de 0'28. De pequeño calibre : 12 de o'12 y uno de 0'16, dos de tiro rápido sistema Nordenfelt, de 42 milímetros ; tres de Hoctkinss de 57 milímetros y otras piezas menores. Velocidad máxima, 16 millas. Dotación, 556 plazas.

Crucero acorazado Emperador Carlos V. Construido en el astillero gaditano y botado en Marzo de 1896, siendo su tonelaje de 9,235. El blindaje en los costados es de 50 milímetros y en las torres de 250. Lleva dos cañones Hontoria de 0'28 centímetros, uno a proa y otro a popa. Diez de 14 del mismo sistema, y carga simul- tánea ; cuatro de 10 ; 4 de tiro rápido de 57 milímetros, cuatro ametralladoras de 37, 2 de 7 y seis tubos lanza- torpedos. Velocidad, 19 millas. Dotación, 584 hombres.

Estos eran los dos únicos barcos de combate que tenían valor real en la escuadra de Cámara. Los cruceros Lepanto y Alfonso XIII, de 4,826 toneladas, que se acababan de construir en Cartagena, resultaron tan defectuosos, que hubieron de ser declarados inútiles, no pudiendo incorporarse, por tanto, a la flota. Quedaron, en unión de las antiguas fragatas Numancia y Vitoria, constituyendo el núcleo de una nueva escuadra con que el ministro de Marina pensaba atender a la defensa de las costas peninsulares.

Además, había comprado el Gobierno español en Alemania, los tres grandes trasatlánticos Columbia, Normandia y Havel, transformándoles en cruceros auxiliares que recibieron los nombres de Rápido, Patriota y Meteoro. Asimismo se armaron los vapores de la Compañía Trasatlántica Buenos Aires, Antonio López, Alfonso XII, Montserrat y León XIII. Iban también los destructores Audaz, Osado, Proserpina y Destructor, de igual tipo que el Furor, Terror y Plutón, que acompañaron a la escuadra de Cervera.

La flota salió de Cádiz a fines de Junio, abrigando sus tripulantes la halagüeña esperanza de un desquite. Esta era una vana ilusión de los españoles, pues aun dando valor efectivo en un combate naval a la artillería de los trasatlánticos armados, la escuadra de Cámara era inferior a la Dewey (ya reforzada con el crucero acorazado Charleston), en medios defensivos, y de una igualdad muy discutible en los ofensivos. Tenía, además, Dewey una ventaja importante sobre Cámara: era la destreza de sus artilleros en el tiro, para lo cual se habían ejercitado anteriormente. En cambio, en nuestra escuadra, apenas si se habían hecho ejercicios con los cañones de grueso calibre del Pelayo y Carlos V. Las dotaciones de los barcos españoles eran bisoñas, marineros de la última leva, incorporados a la carrera y sin la instrucción necesaria para combatir, a un enemigo conocedor de sus elementos y práctico en maniobras navales.

A principios de Julio llegó la escuadra a Port Said, y allí supieron nuestros marinos la noticia de la destrucción de la escuadra de Cervera. En dicho puerto, co- menzaron las dificultades para proveerse de carbón. El Gobierno inglés, por conducto de su feudatario, el Gobierno egipcio, puso de su parte cuanto pudo para impedir el embarque del combustible necesario para navegar, y en vista de ello, se le dio orden a Cámara para que regresara a España con sus barcos. Sólo entonces se acordaron los españoles de aquellas negociaciones entabladas por el señor Moret en 1887, para obtener de Italia la cesión de una estación carbonera en el mar Rojo, y que, por la incuria de nuestros gobernantes, se abandonaron cuando no faltaba más trámite que la firma del tratado.

De vuelta a España la escuadra de Cámara, podían darse ya por definitivamente perdidas las islas Filipinas. El 30 de Junio, llegó a Manila la primera expedición norteamericana compuesta de unos 2,500 hombres, escoltada por un buque de guerra, que en el trayecto se apoderó de las islas Marianas, sorprendiendo a la escasa guarnición española, que desconocía existiese el estado de guerra entre España y los Estados Unidos.

El general americano Anderson, que mandaba la expedición, celebró, al día siguiente de su llegada, una conferencia con el jefe insurrecto Emilio Aguinaldo. En ella se manifestó este último, partidario de dar un asalto general a Manila, sin duda porque deseaba ser él solo, sin ayuda ajena, quien izara sobre la población, la bandera filipina. Anderson procuró disuadirle, sin resultado alguno, y tal era el firme propósito de Aguinaldo de efectuar el ataque sin pérdidia, de tiempo, que le indicó como sitio más a propósito, para realizarlo, la parte sur de la ciudad.

Dadas las órdenes oportunas, Dewey se aprestó para ayudar a los rebeldes con los cañones de su escuadra. A las tres y media de la madrugada del día 4 de Julio, abrieron el fuego los insurrectos por Singalong y San Antonio Abad, generalizándose poco después en toda la línea. El destacamento español que defendía el puerto de Paco, hubo de ser reforzado con una compañía que, al llegar a su destino, no encontró a enemigo ninguno que batir; éste se había retirado con grandes pérdidas, y la compañía recibió orden de regresar. Los combates continuaron sin gran importancia los días 5 y 6. En la noche de este último día, los rebeldes atacaron furiosamente, con objeto de facilitar la deserción del batallón de voluntarios de Montalbán, destacado en las trinche- ras de Santa Ana. La batalla duró toda la noche, y fué muy encarnizada, muriendo casi todos los traidores que intentaron pasarse al enemigo.

El 15, sufrió Manila un ataque rudísimo en toda la línea defensiva desde el blocao San Antonio Abad, hasta la playa de Tondo. El fuego no se interrumpió durante todo el día, haciendo uso los insurrectos, en este combate, de algunas antiguas piezas de sitio, de que se había apoderado Dewey al ocupar el arsenal de Cavite. En la ciudad cayeron algunos proyectiles de nueve centímetros, y dos o tres de 16.

Ante el anuncio de la llegada de la segunda expedición de tropas norteamericanas, destacó el almirante Dewey al crucero Boston para que saliese en su busca y le diese escolta. Con su llegada, las fuerzas yanquis de operaciones en Filipinas ascendían a 8,500 hombres, bajo las órdenes del mayor general Wesley Merritt.

Verificado el desembarco, que no dejó de ofrecer grandes dificultades, se concentraron las tropas americanas, dividiéndose en dos brigadas al mando de los generales Mac-Arthur y Greene. La primera brigada, compuesta del 2° regimiento de Oregón, el 23 y 24 de infantería y las baterías de artillería de California, ocupaban la ciu- dad de Cavite. El brigadier Greene con su brigada, formada del 18 regimiento de infantería, el 1 ° de California, el 1° de Colorado, el 1º de Nebraska, el 10° de Pensylvania, el 3° de artillería, una compañía de ingenieros y dos baterías de sitio, acampaba en Peñaraque, a 5 millas de Cavite por mar y 25 por tierra. La línea española de defensas comenzaba en el fuerte de San Antonio Abad y en el barrio de Malate, al sur de Manila, y se extendía a través de campos de arroz, cubriendo todos los puntos de acceso a la ciudad, a la que rodeaba por completo. Las fuerzas filipinas al servicio de los yanquis, armadas de fusiles y cañones, ocupaban diversas posiciones frente a las líneas españolas, siendo dueñas del camino que conduce al pueblo de Pasay y del de la Playa.

Reunidas ya todas las tropas norteamericanas con la llegada de la tercera y última expedición (brigada de Monterrey), comenzaron los preparativos para el asalto, ocupando los yanquis posiciones en Pineda y Caloocán. Los defensores españoles, tan animosos al principio del asedio, ya no pensaban más que en la paz, desde que supieron el regreso a la Península de la escuadra de Cámara. En realidad, la defensa resultaba imposible y no conducía a más resultado que el de producir infinidad de víctimas en lucha estéril. Baste conocer el siguiente párrafo de las impresiones recogidas en la capital de Filipinas, durante el sitio, por los hermanos Toral, para hacerse una idea de la depresión del ánimo de la población, tanto civil como militar.

Dice así : «Puede decirse que el día en que se supo el regreso a España de la escuadra de Cámara, quedó moralmente capitulada la ciudad de Manila; y si la paz no llega pronto, esa capitulación será un triste hecho. Nuestras energías se acaban; los víveres y las municiones se agotan; toda resistencia es inútil. Con débiles trincheras, juguetes de niños para la potente artillería enemiga; con cadáveres que el sentimiento de la patria galvaniza, en vez de hombres para su defensa; atestada la ciudad de gente, seguro blanco para los cañones americanos, con los edificios de madera, sin agua para apagar los incendios, sin una palabra de consuelo, sin una esperanza de auxilio, ¿qué hemos de hacer, sino rendir la plaza, cuando los yanquis, rota y rebasada la línea, inicien un bombardeo?»

Merritt, que, como decimos anteriormente, había decidido entablar una acción decisiva, comunicó al almirante Dewey su deseo de que la escuadra cooperase al movimiento ofensivo, atacando las trincheras de la derecha de la línea española; pero el comodoro no lo creyó oportuno, reservándose el bombardeo para cuando fuese más necesario. De todos modos, la batalla se inició el 31, entablándola los españoles con fuerzas de infantería y artillería, que sostuvieron un terrible duelo con los insurrectos y norteamericanos en las trincheras del sector de la derecha. Aquella noche fué horrible para la población de Manila, cuyos vecinos la pasaron en vela. Los yanquis habían conseguido emplazar una batería de 16 centímetros a 400 metros de las avanzadas españolas, y los proyectiles caían en la ciudad murada. Uno de ellos reventó en el cuartel de infantería, ocupado por el regimiento número 73, matando a un cabo y dos soldados, y otro cayó en el edificio ocupado por los voluntarios de la Tabacalera. El combate duró siete u ocho horas, y por fin nuestras tropas lograron rechazar victoriosamente a los sitiadores que, al ataque de los españoles, habían respondido con un avance general de sus fuerzas sobre la plaza. En días sucesivos, volvieron a ser batidos en sus asaltos, y el 3 de Agosto cesó por completo el fuego, por tomarse los norteamericanos el tiempo suficiente para preparar un nuevo ataque, que parecía decisivo si en él tomaba parte la escuadra. Para ello aglomeraron sus tropas en Peñaraque, y antes de decidirse, acordaron Dewey y Merritt, intimar la rendición al gobernador general de Manila.

El día 4, llegó un telegrama del Gobierno español destituyendo al general Augustín, y nombrando para el cargo al general Jáudenes, que en el acto se hizo cargo del mando de la plaza. Apenas posesionado de éste, recibió de los enemigos la comunicación siguiente:

«Cuartel general de las fuerzas terrestres y navales de los Estados Unidos. Bahía de Manila.

Islas Filipinas 7 de Agosto de 1898.

Al general jefe, Comandante de las fuerzas españolas en Manila.

Señor : Tenemos el honor de comunicar a V. E., que las operaciones terrestres y navales de los Estados Unidos contra las defensas de Manila, pueden empezar en cualquier momento, después de expirar el plazo de cuarenta y ocho horas desde el recibo de esta comunicación por V. E., o más pronto si fuese necesario, a consecuencia de un ataque por vuestra parte. Este aviso, es dado con objeto de conceder a V. E. ocasión de desalojar de la ciudad la gente que no sea combatiente.

Muy respetuosamente. —Merritt, Mayor general de las fuerzas terrestres de los Estados Unidos. —George Dewey, contralmirante de las fuerzas navales de los Estados Unidos.»

La respuesta de Jáudenes fué la siguiente :

«Manila 7 de Agosto de 1898.

Al mayor general del Ejército, y al contralmirante de la Armada, comandantes respectivamente de las fuerzas de mar y tierra de los Estados Unidos.

Señores :

Tengo el honor de participar a Sus Excelencias, que a las doce del día de hoy, he recibido la notificación que se sirven hacerme, de que, pasado el plazo de cuarenta y ocho horas, pueden comenzar las operaciones contra esta plaza, o más pronto si las fuerzas de su mando fuesen atacadas por las mías. Como su aviso es dado con objeto de poner en salvo las personas no combatientes, doy a SS. EE. las gracias por los sentimientos humanitarios que han demostrado y que no puedo utilizar, porque, hallándome cercado por fuerzas insurrectas, carezco de puntos de evacuación donde refugiar el crecido número de heridos, enfermos, mujeres y niños que se hallan albergados dentro de las murallas.

Muy respetuosamente B. L. M. de SS. EE.—Fermín Jáudenes, gobernador general y Capitán general de Filipinas. »

El plazo expiraba a las dos de la tarde del día 9, y la guarnición de Manila se dispuso a rechazar el ataque con que amenazaban los yanquis. Llegó el referido momento, y en vez de verse avanzar sobre la ciudad a las tropas norteamericanas, llegó un nuevo parlamentario, portador del mensaje que transcribimos a continuación :

«Cuartel general de las fuerzas de mar y tierra de los Estados Unidos. Bahía de Manila. Islas Filipinas 9 de Agosto de 1898.

Al gobernador general y Capitán general de las islas Filipinas.

Señor : Los inevitables sufrimientos que aguardan a los heridos, enfermos, mujeres y niños, caso de que llegue a ser nuestro deber el atacar las defensas de la ciudad murada, en donde se encuentran reunidos, constituirán, estamos seguros de ello, un llamamiento que encontrará simpatías en un general capaz de ofrecer una resistencia determinada y prolongada como la que V. E. ha desplegado después de la pérdida de sus fuerzas navales y sin tener esperanza de auxilio. Por consiguiente, sometemos a V. E., sin perjuicio de los elevados sentimientos del honor y del deber, que abriga V. E., que, rodeado por todas partes, como lo está V. E., por una fuerza que constantemente acrecienta, con una poderosa escuadra ante su frente y privado de toda perspectiva de refuerzos y ayuda, en caso de un ataque, resultará un innecesario sacrificio de vidas, y todas las consideraciones de la humanidad, hacen que sea de una necesidad imperiosa el que V. E. no someta a la ciudad a los horrores de un bombardeo. En su consecuencia, pedimos la rendición de la ciudad de Manila, y de las fuerzas españolas a su mando.

De V. E. respetuosamente. Merritt, mayor general del Ejército de los Estados Unidos, comandante de las fuerzas de tierra.

George Dewey. Contralmirante de las fuerzas navales de los Estados Unidos.»

El general Jáudenes contestó :

«Señores :

Recibida intimación de SS. EE. para que, obedeciendo a sentimientos humanitarios que invocan, y de los que yo participo, rinda esta plaza y las fuerzas a mis órdenes. He reunido la Junta de Defensa, la que manifiesta no poder acceder a su petición; pero que, teniendo en cuenta las circunstancias excepcionalísimas que en esta plaza concurren, que SS. EE. exponen, y yo, por desgracia, tengo que reconocer, podría consultar a mi Gobierno si SS. EE. otorgasen el plazo estrictamente necesario para hacerlo por la vía de Hong Kong.

Muy respetuosamente B. L. M. a SS. EE.

Fermín Jáudenes.»

La contestación de los jefes enemigos fué negativa, por entender, tanto Merritt como Dewey, que la consulta prolongaría la situación sin resultado favorable para los yanquis, y en su virtud, acordaron emprender una acción enérgica. La división Anderson, compuesta de las brigadas Mac-Arthur y Greene, ocuparon posiciones en la mañana del día 13, avanzando igualmente la escuadra desde Cavite, situándose en forma para poder batir la extrema derecha de las trincheras españolas, cuyos flancos estaban por completo bajo el fuego de los barcos americanos.

A las seis y media de la mañana, el enemigo, parapetado en el bosque, rompió un nutrido fuego de cañón contra las avanzadas y contra los fortines 13, 14 y 15. Contestado en el acto por la artillería española, bien pronto se generalizó la batalla en toda la línea de las defensas españolas, batiéndose los sitiados con sin igual arrojo. Momentos después, el Olimpia, Ráleigh, Petrel, Monterrey y Callao, empezaron un enérgico bombardeo sobre San Antonio Abad, arrimándose el Callao mucho, sin temor de que pudiera ser ofendido. Las granadas caían sin cesar sobre los 3,000 soldados que defendían la plaza, que mantuvieron a raya a sus enemigos durante la primera fase del combate. A las diez y media de la mañana, cesó por completo el fuego de la escuadra yanqui, lanzándose el regimiento del Colorado a la carrera sobre las posiciones españolas, mientras otro regimiento desplegó por el flanco izquierdo y avanzó en orden abierto por la playa. Las primeras fuerzas asaltaron el fuerte polvorín de San Antonio, encontrándole desalojado, pues por efecto del fuego de los barcos estaba semidestruído, y el jefe español lo hizo abandonar. La defensa española se concentró entonces en la segunda línea, y desde ella los sitiados inundaron de proyectiles la distancia que les separaba de los asaltantes, consiguiendo detenerlos y dejando en cuadro a las tropas que se habían apoderado de San Antonio. En aquellos momentos murió el oficial americano White, que había arriado del fuerte la bandera española, e izado la norteamericana.

En la segunda línea continuó el terrible combate con gran ardor por ambas partes, siendo bien pronto desmontados los cañones de montaña y de bronce con que disparaban los españoles. Las trincheras, enfiladas por la artillería yanqui, acabaron por ser destruidas, apoderándose de parte de ellas, la brigada Greene, que se dirigió rápidamente sobre Binondo y San Miguel. En tanto, las tropas de Mac-Arthur, avanzando por el camino de Pasay, rebasaron la línea de blocaos, ocupando todos los puentes y entrando a viva fuerza en el barrio de Malate. Con ello estaba ya en poder de los norteamericanos la ciudad de Manila. Quedaba sólo por tomar la parte murada de la misma, donde continuaba defendiéndose la guarnición. Preparábase el general americano para embestirla, cuando apareció en las murallas la bandera blanca.

Acto seguido comisionó Merritt al teniente coronel Whittier y al teniente Brumby para que fueran a entrevistarse con el general Jáudenes, y momentos después se trasladó el jefe yanqui a la capitanía general, firmando con el general español los preliminares de capitulación, que se redactó en los siguientes términos :

«Los que subscriben, que constituyen la comisión nombrada para determinar los detalles de la capitulación de la ciudad y defensas de Manila y sus arrabales, y las fuerzas españolas que guarnecen las mismas, de acuerdo con el tratado preliminar, acordado el día anterior entre el mayor general Wesley Merritt, del ejército de los Estados Unidos, comandante en jefe de las Filipinas, y Su Excelencia, don Fermín Jáudenes, general en jefe interino del Ejército español en las Filipinas, han pactado lo siguiente :

«Primero. Las tropas españolas europeas e indígenas capitulan con la plaza y sus defensas, con todos los honores de la guerra, depositando sus armas en los lugares que designen las autoridades de los Estados Unidos, y permaneciendo acuarteladas en los locales que designen y a las órdenes de sus jefes y sujetas a la inspección de las autoridades norteamericanas, hasta la conclusión de un tratado de paz entre ambos Estados beligerantes.

Todos los individuos comprendidos en la capitulación quedan en libertad, continuando los oficiales en sus respectivos domicilios, que serán respetados mientras observen las reglas prescritas para su gobierno, y las leyes vigentes.

Segundo. Los oficiales conservarán sus armas de cinto, caballos y propiedad privada.

Tercero. Todos los caballos públicos y propiedad pública de todas clases, se entregarán a los oficiales que designen los Estados Unidos.

Cuarto. Serán entregados a los Estados Unidos, en un plazo de tres días a partir de la fecha, relaciones completas, por duplicado, de las tropas por cuerpos y listas detalladas de la propiedad pública y efectos de almacén.

Quinto. Las cuestiones relacionadas con la repatriación de los oficiales y soldados de las tropas españolas y de sus familias, serán resueltas por el Gobierno de los Estados Unidos en Washington. Las familias podrán salir de Manila, cuando lo estimen conveniente. La devolución de las armas depositadas tendrá lugar cuando se evacúe la plaza por las mismas o por el ejército americano.

Sexto. A los oficiales y soldados comprendidos en la capitulación, se les proveerá por los Estados Unidos, según su categoría, de las raciones y socorros necesarios, como si fuesen prisioneros de guerra, hasta la conclusión del tratado de paz entre los Estados Unidos y España. Todos los fondos del Tesoro español y otros públicos, se entregarán a las autoridades de los Estados Unidos.

Séptimo. Esta ciudad, sus habitantes, iglesias, y su culto religioso, sus establecimientos de enseñanza y su propiedad privada de cualquier índole, quedarán colocados bajo la salvaguardia especial de la fe y honor del ejército americano.

T. Ugreine, brigadier general de voluntarios del ejército norteamericano. B. P. Lámberton, capitán de la Armada de los Estados Unidos. Chassot Winllier, teniente coronel y juez abogado.

Nicolás de la Peña, auditor general. Carlos Reyes, coronel de Ingenieros. José de Olaguer Feliu, coronel de Estado Mayor.»

Entraron los americanos en Manila, formando en línea en las calles y desfilando los españoles con banderas desplegadas. Seguidamente, los primeros se hicieron cargo de la plaza, nombrando al general Mac-Arthur, gobernador de la ciudad. Los trofeos de Manila fueron evaluados por los yanquis en 900,000 dollars. Los prisio- neros hechos ascendían a 13,000, y las armas recogidas, a 22,000. Los insurrectos acamparon en las afueras, reconociendo la autoridad militar del general Merritt.

El 16 de Agosto, recibió el general en jefe norteamericano la proclama de Mac-Kinley, ordenando el inmediato cese de las hostilidades, y, como quiera que el estado de guerra entre España y los Estados Unidos había cesado el 14, Jáudenes hizo la entrega de los fondos bajo protesta, que constó en el acta.

No terminaremos este capitulo sin enumerar las bajas sufridas por los dos ejércitos, excepción hecha de los tagalos, que las tuvieron enormes, sobre todo en los primeros días del sitio. Las de los americanos fueron tres oficiales y 122 soldados muertos, y 18 oficiales y 345 heridos, o sea un total de 488 bajas en la toma de Manila. Los españoles, según los partes oficiales, perdieron durante el sitio 47 muertos, 350 heridos y 186 desaparecidos.

 

CAPITULO XXVIII

Después del desastre. Se reanudan las sesiones de Cortes. Actitud del conde de las Almenas en el Senado. Nombramiento de las comisionados para las conferencias de París. Situación de los Bisayas. El Gobierno español pretende el envío de refuerzos. Los Estados Unidos rechazan la proposición. Evacuación de la isla de Puerto Rico. La situación política en España. Disidencia del señor Gamazo. Asamblea de las Cámaras de Comercio en Zaragoza. Mensaje que elevaron a la Reina Regente. Lo que significaba la Asamblea. Firma del Tratado de paz. Texto del mismo. Indiferencia del pueblo español ante el despojo de las colonias. Repatriación de las tropas españolas en Cuba y Filipinas. Es retirada del castillo del Morro, en la Habana, la bandera española. Evacuación de las Bisayas. Dificultades por que atravesaba el Gobierno Sagasta. El tratado de paz ante las Cortes. El Gobierno se considera derrotado en el Senado. Crisis ministerial.Silvela en el Poder. Ratificación del Tratado de París.