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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA

(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)

CAPITULO XXVI.

LA GUERRA CON LOS ESTADOS UNIDOS

 

No tardó mucho tiempo en cumplirse la profecía hecha por los señores Concas y Lázaga, a raíz de la llegada de la escuadra de Cervera a Santiago de Cuba : la orden militar para que saliera, fué recibida por el almirante en la mañana del día 2 de Julio, y no había más remedio que acatarla ; lo querían así el gobernador general de Cuba, el ministro de Marina, los generales del ministerio, el Gobierno del señor Sagasta, la necia opinión pública de la Península (léase periódicos), y, finalmente, un grupo parlamentario, que repetidas veces había manifestado que los barcos de guerra españoles se habían construido para luchar, y no para permanecer inactivos y encerrados en un puerto meses y meses. Llegó casi, hasta a dudarse del valor de aquellos bravos marinos que acompañaron a Cervera en aquella desgraciada e inoportuna expedición ; y entre el asombro que causaba semejante disposición, entre la expectación de los quijotes, para quienes entraba dentro de lo posible, que la escuadra española escapara y aun venciera a la norteamericana, y la ira de los tripulantes de nuestros barcos condenados por el Gobierno a ser muertos sin poder matar, a ser destruidos sin poder destruir ellos a su vez, y a ser derrotados, sin que su derrota pudiese reportar beneficio alguno a nuestra patria, Cervera reunió a sus capitanes parar decidir lo que había de hacerse en vista de las apremiantes órdenes de salida dictadas por el general Auñón.

El dilema que se planteaba a la Junta de comandantes de los barcos, era terrible. Todos tenían la convicción de que era una locura tal empresa. Permaneciendo la escuadra en Santiago, con el personal y armamento de la misma, se podía hacer mayor resistencia al enemigo que asediaba la plaza. Por el contrario, saliendo del puerto los barcos, se perderían sin hacer daño a la escuadra norteamericana. En Santiago, podía ser volada la escuadra española por sus mismos tripulantes, si llegaba el caso de tener que pensarse en la rendición de la plaza, muriendo los marinos dando cara al invasor en los campos de batalla, mientras que entablando batalla naval, perecerían abrasados por el fuego enemigo, sin tener la satisfacción de morir matando, a causa de su impotencia.

Los marinos estaban plenamente convencidos de que la salida era un disparate, y dos de los reunidos manifestaron que lo patriótico en aquellos momentos, seria desobedecer las órdenes que recibieron de salir a alta mar. Era lo más cuerdo. Pero ello significaba un grave delito de desobediencia militar ante el enemigo, y es probable que, de haberse aprobado esta opinión, no hubieran encontrado, en su día, los jefes de la escuadra de Cervera, el necesario apoyo en los generales de la Armada. Además, ¿qué hubiera pensado el pueblo español de esta determinación? ¿No hubiese achacado esta sensata conducta de los marinos, a miedo insuperable ante la formidable escuadra americana? No, no había más recurso que obedecer; ello era la destrucción de nuestros barcos, la muerte segura de las tripulaciones; pero el honor militar no consentía otra cosa : había que salir; había que morir.

Quedaba un extremo por determinar : la oportunidad de la salida. ¿Era de día o de noche, cuando convenía salir? Este tema fué objeto de la preferente discusión del Consejo de guerra. Para ello, se tuvieron en cuenta la disposición de la escuadra norteamericana, y la forma en que mantenía el bloqueo, principalmente durante la noche. Sampson al establecerle, después de la llegada de Cervera a Santiago de Cuba, había aprovechado las especiales condiciones del puerto de esta plaza, que facilitaban grandemente la tarea de los barcos bloqueadores, a causa del estrecho canal que por necesidad tenía que atravesar la escuadra española en cualquier intento de huida. Esta no podía tener lugar durante el día, sin exponerse a ser destruida en cinco minutos. Quedaba sólo la posibilidad de que escapase en noche obscura, y ante tal eventualidad, fué cuando el almirante Sampson ideó la obstrucción del canal, enviando al Merrimac, con objeto de que volase a la entrada del mismo. Fracasó este intento, y entonces hubo de disponer una estrecha vigilancia nocturna. Los grandes acorazados yanquis se acercaban a la boca del puerto, y, turnando en la iluminación del canal, se mantenían a 1 ó 2 millas del Morro, enviando la luz de sus proyectores de tal manera, que podían descubrirse los menores movimientos de los botes más pequeños. Cerrando la boca del puerto, colocaban tres lanchas armadas y unos cuantos cañoneros, que hacían el servicio de exploración. Al iniciarse los combates terrestres, cuando la situación de la plaza forzaba al al- mirante español a tomar una medida extrema, Sampson aumentó la vigilancia, reduciendo el radio del bloqueo durante la noche a dos millas para todos los buques, y colocando un acorazado al lado del barco iluminador, preparado convenientemente para romper el fuego, en el mismo instante en que apareciera un barco español.

Cervera sabía todo esto, y estaba convencido de que no podría salir sin entablar batalla naval. Si lo verificaba de noche, el desastre sería pavoroso, pues aun descontada la suerte que podía caber a la escuadra en un combate diurno, de noche aumentarían las proporciones de la derrota por ser casi seguro que no habla de salvarse ningún tripulante de la flota española. A evitar mayores males, se dirigió todo el esfuerzo del almirante Cervera, ordenando la salida en las primeras horas de la mañana del 3 de Julio, en la seguridad de que nuestros barcos podrían aceptar la batalla en condiciones más ventajosas, eligiendo el punto de la costa en que embarrancarlos, cuando se hubieran agotado todos los medios de resistencia.

Frente al puerto, esperaban a la escuadra española, los acorazados yanquis, Iowa, Oregon, Massachusets, Indiana y Texas ; los cruceros acorazados Brooklyn y New York, los cruceros Gloucester, San Luis, Newark, Ericson, Hist, Vixen, Harward, San Paul, Vesuhius, Columbia, Atlanta, Filadelfia, y un regular número de cruceros auxiliares armados con cañones de lo a 15 centímetros ; habiendo algunos, tal como el City of Peking, que llevaba doce de este último calibre.

Los buques españoles salieron de la bahía entre las nueve horas 35 minutos y diez horas de la mañana, apareciendo la cabeza de la columna por el Cayo Smith a las nueve horas 31 minutos, y encontrándose fuera del canal cinco o seis minutos después. La situación de la escuadra americana, era en aquellos momentos la siguiente : el New York, barco insignia del almirante Sampson, estaba a 4 millas al este, y 7 de la entrada del puerto, el Indiana, a milla y media de la orilla, y entre estos dos, el Oregon, el lowa, el Texas y el Brooklyn, a dos millas de la orilla oeste de Santiago, siendo la distancia límite del bloqueo de dos millas y media a cuatro. El Massachusets, se hallaba aquel día en Guantánamo, aprovisionándose de carbón. Finalmente, más a la entrada del puerto, se hallaban varios cruceros yanquis, entre ellos el Gloucester, cuyo papel, en la batalla naval, fué muy importante.

La salida de la escuadra de Cervera se hizo con una velocidad pasmosa, y en el siguiente orden : Infanta María Teresa (buque insignia), Vizcaya, Cristóbal Colón, y Almirante Oquendo. La distancia entre cada buque era de 800 yardas, tardando en salir toda la escuadra un cuarto de hora escaso. Tras el Oquendo y a 1,200 yardas de éste, iban los destructores Plutón y Furor. Los cruceros españoles rompieron el fuego sobre los bloqueadores, en el mismo momento de salir del canal, contestando la escuadra enemiga, y tomando ambas rumbo a occidente. En los barcos norteamericanos se hizo la señal «escape de escuadra enemiga», contestada seguidamente por el New York, con la de «cerrad hacia la entrada del puerto, y atacad los buques».

Eran las nueve y treinta y cinco de la mañana, cuando el María Teresa, mandado por Concas, atacó e hizo fuego sobre un acorazado enemigo del tipo del Indiana, y sobre el Iowa, lanzándose en seguida sobre el Brooklyn, el cual era, por su mayor andar, el que más peligro podía ofrecer. Las primeras averías que tuvo el Infanta María Teresa, fueron la rotura de un tubo de vapor auxiliar y la de otro en la red de contra incendios. Al comienzo de la batalla cayó herido el comandante Concas, que se batía con la mayor bravura, y entonces tomó Cervera el mando, con la intención de que relevara el segundo comandante al primero, lo cual no hubo tiempo de realizar, a causa de lo reñido del combate.

Los barcos españoles navegaban en columna, en una misma dirección y a toda velocidad, siendo el sistema de huida elegido por Cervera el más fácil, para que los americanos les persiguiesen y rodeasen. Todo esto fué hecho con prontitud. El primer arranque de la escuadra española, dejó atrás cierto número de barcos bloqueadores, razón por la cual el Iowa y el Indiana, cuya velocidad era poca, recibieron orden de volver a ocupar su puesto en el bloqueo. Los demás barcos americanos que cerraron hacia el Morro, fueron aumentando gradualmente su marcha, degenerando, entonces, el combate en caza, en la cual el Brooklyn y el Texas tuvieron la ventaja de sus posiciones. El Oregon, navegando con suma rapidez, tomó el primer lugar.

Al aparecer en la entrada del puerto los destroyers Furor y Plutón, navegó hacia ellos, con toda velocidad, el crucero americano Gloucester, y situándose a corta distancia, rompió sobre ellos un fuego certero, mortífero y de gran intensidad. Durante este combate, el Gloucester, estaba bajo el fuego de la batería de la Socapa. A los veinte minutos de su salida, habían terminado su carrera el Furor y Plutón, y dos terceras partes de sus tripulantes habían muerto. El Furor embarrancó, hundiéndose en la resaca, y el Plutón se sumergió, unos cuantos minutos después, recogiendo los supervivientes, el mismo crucero Gloucester que les había destruido.

Mientras tanto, proseguía el desigual combate entre los cuatro cruceros españoles y la escuadra norteamericana. En el Teresa los muertos y heridos caían sin cesar, y la cámara del almirante Cervera se había inendiado por la explosión de los proyectiles recibidos. No se tenía a mano la cantidad de agua precisa para sofocar el fuego, y éste se propagaba y ganaba terreno. Cervera envió un ayudante con el objeto de inundar los pañoles de popa.

En vista de la imposibilidad material de defenderse más tiempo en aquella posición, el buque se dirigió con la mayor rapidez hacia una playita al oeste de Punta Cabrera, donde embarrancó, en el mismo instante en que también se paraba la máquina. Se vio entonces que era imposible continuar la lucha, y el María Teresa arrió la bandera, que no cayó en manos del enemigo por haberla destruido las llamas del incendio, y se inundaron los pañoles.

El fuego invadía el puente de proa sin dar tiempo al salvamento, el cual se hizo con el concurso de dos botes americanos. Arrojóse un bote español al agua y se fué a pique por las averías sufridas, y la misma suerte corrió una lancha de vapor. Echáronse al agua los que sabían nadar, y tras ellos se tiró Cervera seguido de su hijo, y dos cabos de mar. Muchos se dirigieron nadando a la playa, llegando desnudos la mayoría. El oficial americano que mandaba los botes de salvamento, invitó a Cervera a ir al Gloucester y allí fué el almirante con su ayudante y el segundo del Teresa, que fué el último que abandonó el barco.

El Oquendo recibió durante el desigual combate un proyectil enemigo, que, entrando en la torre de proa, mató a todo el personal, excepto un artillero, que resultó gravemente herido. La batería de 14 centímetros quedó casi completamente desmontada, batiéndose sólo dos de sus cañones, que no cesaron de disparar un solo instante. La torre de popa sufrió también grandes destrozos, muriendo el oficial comandante, al abrir la puerta, porque en el interior se asfixiaba. A bordo del Oquendo hubo dos incendios : uno en el sollado de proa, que pudo ser dominado, y otro a popa, que no pudo sofocarse, porque las bombas no daban agua. En vista de que el incendio tomaba incremento y no quedaba ningún cañón útil, dispuso el comandante que embarrancase el barco, ordenando antes disparar todos los torpedos, para evitar que se acercase el enemigo. Habían muerto ya, el segundo y tercer comandantes y tres tenientes de navio, cuando el Oquendo encalló a media legua, próximamente, del Maria Teresa, procediendo el señor Lázaga al salvamento, y en el acto en que éste terminó, no queriendo el pundonoroso comandante del Oquendo sobrevivir a la vergüenza de su derrota, se saltó la tapa de los sesos, lamentando, antes de suicidarse, no haber encontrado la muerte durante la batalla naval. El salvamento de los supervivientes se hizo en la bahía, viendo los marinos del Oquendo, impasibles y sin arredrarse, las continuas explosiones que había en el barco, dispuestos ante todo a que no entrasen en él los americanos.

El Vizcaya y el Colón se perdieron de vista en los primeros momentos, desapareciendo, perseguidos por los buques enemigos. Sin embargo, al embarrancar el Oquendo, hallábase el Vizcaya bajo el fuego de los barcos perseguidores, y el Colón se adelantaba poniéndose pronto fuera del alcance de la artillería norteamericana. El Vizcaya, cuya velocidad era escasa, por no haber limpiado fondos hacía algún tiempo, fué incendiado, y a las once y cuarto, viró hacia la orilla y embarrancó en Aserraderos, a 15 millas de Santiago, ardiendo furiosamente y produciéndose frecuentes explosiones, por tener sus reservas de municiones sobre cubierta. La tripulación fué salvada por el Iowa, el Ericson y el Hist, siendo recogido por el primero de estos barcos, el comandante del Vizcaya, señor Enlate, permitiéndole el enemigo conservar su espada, por la bizarría que había demostrado durante el combate.

Pocos momentos después de llegar Eulate al Iowa, hizo explosión el Vizcaya con una detonación formidable, que emocionó profundamente a su comandante. Este, sin fuerzas para dirigir la vista hacia el sitio de la explosión, murmuró entre dientes : «¡Adiós, mi Vizcaya!» mientras gruesas lágrimas asomaban a sus ojos.

De los buques españoles, quedaba sólo el Cristóbal Colón, que era el mejor y mas rápido de todos. Forzado por su situación a seguir la costa de Cuba, su única probabilidad de escapar se cifraba en conseguir una velocidad superior y sostenida. Cuando el Vizcaya embarrancó, estaba el Colón a seis millas delante del Brooklyn y del Oregón; pero, pasado su primer arranque, los barcos americanos acortaban las distancias. Detrás del Brooklyn y el Oregón venían el Texas, Vixen y New York, viéndose desde los puentes de estos barcos, que los buques americanos acortaban gradualmente las distancias, y que el español perdía la probabilidad de escapar.

A la una menos diez minutos de la tarde, el Brooklyn y el Oregón rompieron el fuego, haciendo blanco una granada de este último, y a la una y veinte, el Colón, sin hacer más disparos, se rendía, arriando sus banderas y embarrancando en Río Tarquino, a 48 millas de Santiago. El capitán Cook, del Brooklyn, pasó a bordo para hacer efectiva la rendición. Sampson encargó al Oregón el cuidado del buque embarrancado, para salvarle, si era posible, y ordenó que los prisioneros fueran trasladados al Resolute. El comodoro Schley ordenó a su jefe de E. M. que recibiera la rendición, y que se permitiera a los oficiales prisioneros conservar todos los objetos de su pertenencia.

El Cristóbal Colón, debido a su excelente blindaje, no sufrió gran daño, y se creía que tampoco hubiera sufrido mucho al embarrancar, aunque lo hizo con mucha velocidad. Sus válvulas estaban abiertas y rotas, intencionadamente, y cuando los americanos se convencieron de que no podía ponerse a flote, lo hundieron entre bajos de arena, como único medio para salvarlo más adelante; pues si no se hubiera hecho así, al sumergirse en aguas profundas, su pérdida era total. Está fuera de toda duda, que si el Colón hubiera tenido en sus carboneras, combustible de buena calidad, en vez del carbón en polvo que hubo de utilizar, por no haber otra cosa en Santiago, este barco se hubiese puesto en salvo, pues su velocidad era efectiva, y no en el papel como acontecía con los tres cruceros construidos en los astilleros del Nervión. Además, el Cristóbal Colón no tenía montada la artillería de grueso calibre, circunstancia que le impidió batirse en combate a larga distancia con el Oregón, rindiéndose al recibir una granada de 13 pulgadas lanzada desde dicho acorazado. Sin embargo, arrió sus banderas más lejos de lo que razonablemente podía esperarse. Sampson, después de medir el tiempo y la distancia recorrida, deduce que su velocidad fué de 13'70 millas desde su salida del puerto, hasta que embarrancó en Rio Tarquino.

Respecto de los cruceros Teresa, Vizcaya y Oquendo, aunque de marcha superior a la escuadra norteamericana, excepción hecha del Brooklyn y el Oregón, no pudieron utilizar esta ventaja a causa del fuego de los acorazados yanquis, que fué poderoso y destructor, y perforó sus débiles blindajes, incendiando los barcos y haciendo inútil toda resistencia.

Los prisioneros, en número de 70 oficiales y 1,600 marineros, fueron conducidos a diferentes barcos de la escuadra americana, trasbordando Cervera desde el Gloucester al Iowa, donde fué recibido con honores militares. La cifra de muertos ascendió a 350, y los heridos a 160, contándose entre los primeros, además del comandante del Oquendo, señor Lázaga, el jefe de Estado mayor de la escuadra, don Fernando Villaamil y Fernández Cueto, que cayó mortalmente herido por la explosión de la granada que echó a pique al destructor Furor. La mayoría de los prisioneros llegaron a los barcos yanquis desnudos, vistiéndoseles con ropas de las tripulaciones americanas, cuya conducta no pudo ser más caballeresca, prescindiendo de los hurtas y demás demostraciones de ale- gría que determina el júbilo de una victoria. Las pérdidas de los yanquis fueron un muerto y dos heridos a bordo del Brooklyn, y algunos desperfectos sin importancia en algunos buques que recibieron algunos proyectiles, pero con poco daño.

«En resumen—dice Cervera en su parte oficial,—la jornada del 3 ha sido un desastre horroroso, como yo hbía previsto. La patria ha sido defendida con honor, y la satisfacción del deber cumplido deja nuestras conciencias tranquilas, con sólo la amargura de lamentar las pérdidas sufridas y las desdichas de la patria.»

Por su parte, el almirante norteamericano telegrafiaba a su Gobierno lo siguiente :

«Mi escuadra ofrece a la nación como regalo, con ocasión de la fiesta de la Independencia, la destrucción de toda la escuadra de Cervera. Ningún barco escapó. A las nueve y media trató de huir, y a las dos de la tarde, el último barco, el Cristóbal Colón, embarrancó a 60 millas del oeste de Santiago, y arrió el pabellón. El María Teresa, el Oquendo y el Vizcaya, viéronse obligados a encallar, incendiados y deshechos a 20 millas de Santiago. El Furor y el Plutón fueron destruidos a menos de cuatro millas del puerto. Nuestras pérdidas consisten en un muerto y dos heridos. Las del enemigo, en algunos cientos, por los cañonazos, los explosivos y los ahogados. Hemos hecho unos 1,500 prisioneros, entre ellos el almirante Cervera.»

Al mismo tiempo que tenia lugar la terrible y desigual batalla entre las naves españolas y norteamericanas, el general Shaffter, a quien empezaban a hacérsele los dedos huéspedes, creyó conveniente recoger sus líneas y tomar posiciones a retaguardia y cerca de Siboney, que, como se ha dicho anteriormente, era su base de operaciones. El duro escarmiento que habían sufrido sus tro- pas en los combates del día 2, y las grandes pérdidas sufridas al tomar las alturas de San Juan, deprimieron bastante la moral del ejército norteamericano. Ya no hablaban los yanquis de la inferioridad de la raza española, sino de las tremendas aptitudes de sus enemigos para combatir, demostradas en las inexpugnables posiciones de la Canosa. Temían también constantemente, que, proce- dentes de Holguín, llegasen grandes refuerzos españoles, en cuyo caso la situación de Shaffter hubiese sido precaria. No sabía el general americano que Luque no se había movido de Holguín, y que el general Blanco no le había tampoco dado órdenes en ese sentido; pero con todo, y por lo que pudiera acontecer, no quiso pecar Shaffter de imprudente y telegrafió a su Gobierno lo que sigue :

« He cercado a Santiago por norte y este; pero mi línea no tiene bastante consistencia. Al aproximarme a la plaza, hallo defensas de tal naturaleza y fuerza, que será imposible tomarlas por asalto, con los medios de que dispongo.»

El ministro de la Guerra yanqui contestó a Shaffter diciéndole :

«Usted puede apreciar la cuestión mejor que nosotros. Sin embargo, si usted puede conservar sus actuales posiciones, especialmente las alturas de San Juan, el efecto en el país será mejor. Eso, no obstante, dejamos a usted la resolución, y prometemos enviarle de una vez los refuerzos necesarios.»

Así se pensaba en el cuartel general americano. Los españoles, a pesar de su inferioridad numérica, no sólo habían conseguido sostenerse en las posiciones de la defensa exterior de Santiago, sino que habían anulado la ofensiva del ejército yanqui, y su general en jefe pensaba en la retirada. Esto no obstante, a las tres de la tarde del día 3 de Julio se izó bandera blanca en el campamento americano, saliendo inmediatamente un parlamentario en dirección al campo español, entregando en las avanzadas la si-guiente intimación :

«Señor general : A menos que os rindáis, me veré obligado a bombardear Santiago de Cuba. Sírvase notificar a los súbditos de países extranjeros, y a todas las mujeres y niños, que deberán abandonar la ciudad antes de las diez de la mañana del día 4. Muy respetuoso y atento servidor. —Shaffter. »

Toral contestó en los siguientes términos :

«Tengo el honor de contestar a vuestra comunicación de hoy, escrita a las 8 y 30 de la mañana, y recibida a las tres y media de la tarde, intimando la rendición de esta plaza, o anunciándome, en caso contrario, que bombardearéis la ciudad, que he advertido a los extranjeros, mujeres y niños que deben abandonarla antes de las diez de la mañana del día próximo. Es mi deber deciros que esta plaza no se rendirá, y que informaré a los cónsules extranjeros y habitantes, del contenido de vuestro mensaje.»

Los cónsules solicitaron de Shaffter la ampliación del plazo para la salida de los extranjeros, mujeres y niños. Accedió Shaffter, y, por su parte, Toral consintió en una suspensión de hostilidades, hasta que rompieran el fuego las tropas americanas.

Por la tarde del 3, entró en Santiago la brigada del general Escario, compuesta del regimiento de Isabel la Católica, batallones de Alcántara, Puerto Rico y Andalucía, una compañía de zapadores-minadores, otra de transportes, 600 caballos y una sección de artillería de montaña, con dos cañones Plasencia. Los indicados refuerzos, consistentes en unos 3,000 hombres, no traían el convoy de víveres y municiones, que tanto se esperaba en Santiago, con lo cual resultaban más perjudiciales que útiles, dada la escasez de subsistencias que se notaba en la plaza.

Toral, con la llegada de la brigada de Manzanillo, atendió a que fuera menos penoso el servicio de los soldados en las trincheras, relevando a las torpas de las avanzadas, y quedando, el día 4, distribuidas las fuerzas de la defensa en la forma siguiente : el batallón de Alcántara en la Canosa ; cazadores de Puerto Rico y dos compañías de movilizados en Dos Caminos del Cobre ; batallón de Andalucía en el oeste del recinto ; el primer batallón de Isabel la Católica en las trincheras de Horno, Gasómetro y Cruces. Otro batallón de este regimiento y el batallón de Asia quedaron en reserva. Estas tropas, reunidas a las que anteriormente había, pertenecientes al regimiento de Cuba, y a los batallones de San Fernando, Talavera, Constitución y provisional de Puerto Rico, hacían un total de 5,500 hombres, para proteger una extensión de 9 kilómetros, y otros 1,000 en reserva. Había también otros 1,000 hombres guarneciendo las baterías del Morro, Socapa y Punta Gorda, de los cuales no era posible echar mano, porque las indicadas posiciones dominaban la boca del puerto y precisaba conservarlas si no se quería que la escuadra yanqui forzase la entrada de la bahía. Otros 800 hombres defendían la línea desde Cruces a Aguadores, y, finalmente, las guarniciones de Palma Soriano, San Luis, El Cristo y Songo, compuestas por unos 1,600 hombres entre tropa y voluntarios, quedaron fuera de la ciudad por haber imposibilitado su repliegue el avance de los americanos en dirección a occidente.

Durante los días 4 y 5, continuó la suspensión de hostilidades, comenzando este último día la evacuación de la plaza por el elemento civil, conforme a lo estipulado entre los beligerantes. Toral suponía que sólo abandonarían la ciudad los cubanos, y cuando más los indiferentes ; pero, lejos de ser así, al amparo del permiso concedido, desertaron también los peninsulares no militares, salvo honrosas excepciones. La desbandada fué general, y desde las corporaciones hasta los empleados de todos los ramos, todos los habitantes de Santiago fueron a concentrarse en el campamento establecido por los americanos en El Caney. Bien cara pagaron esta defección, como más adelante veremos.

La suspensión de hostilidades continuaba el día 6, aprovechándose de ella el enemigo, para correrse por sus flancos, acentuando el cerco de la plaza. Shaffter no se decidía a atacar, esperando que el hambre diese los naturales resultados en el sitio de una ciudad, a la que los acontecimientos habían cogido desprevenida. Aguardaba, además, la llegada de refuerzos, para dar, en último término, un asalto general a las posiciones españolas.

Creía de buena fe el general norteamericano que Santiago de Cuba se rendiría sin más combates, y todos sus esfuerzos se dirigieron a hacer comprender a la guarnición de la plaza, que sería bien tratada como prisionera de guerra, si se decidía a rendirse. ¡Como si se le pudiese tratar mal ! Al efecto, ofreció el canje de cuatro oficiales y 27 soldados españoles prisioneros, por el teniente Hobson y los siete marineros capturados al ser echado a pique el Merrimac. Toral puso en conocimiento del general Blanco esta proposición, y, autorizado para aceptarla, se efectuó el canje en la tarde del 6.

Verificado este acto, manifestó Toral a Shaffter que desde aquel momento, quedaban reanudadas las hostilidades. La respuesta del general yanqui fué una nueva intimación para que se rindiera la plaza, dando para ello un plazo que vencía a las 12 de la mañana del día 9. El gobernador militar de Santiago consultó con el general Blanco, y éste le contestó que propusiese al enemigo la entrega de la plaza, si le permitía retirarse a Holguín, con armas, municiones y bagajes, sin ser hostilizado durante la marcha, advirtiendo al general Toral que, de no ser aceptada esa proposición, se sostuviese en la plaza, hasta consumir el último cartucho. A su vez, Blanco se dirigió al Gobierno notificándole la decisión que había transmitido al general Toral, aprobándola el Gobierno sin reservas.

El 8 de Junio, propuso el gobernador militar de Santiago al general Shaffter, la salida de la guarnición con armas y bagajes para dirigirse a Holguín sin ser molestada, y rendir el territorio ocupado por los españoles a las tropas norteamericanas. Shaffter contestó que sometería la proposición al Gobierno yanqui, y mientras tanto, se puso de acuerdo con el almirante Sampson, para que la escuadra tomara parte en el bombardeo que pensaba comenzar contra Santigo de Cuba, arrojando granadas con intervalos de cuatro minutos.

El Gobierno de Washington telegrafió a Shaffter que no negociase sino sobre la base de la rendición incondicional, y, no habiendo aceptado el general Toral, se dio por concluida la suspensión de hostilidades a las cuatro de la tarde del día 10 de Junio, reanudándose el fuego un cuarto de hora después. Los primeros disparos de cañón partieron de las trincheras españolas, contestando a ellos inmediatamente, la escuadra y la artillería de campaña norteamericanas. El combate continuó hasta las doce de la mañana del día ii, a cuya hora quedó completamente cercada la plaza de Santiago de Cuba, enviando Shafftei una nueva intimación al general Toral, y suspendiéndose el fuego, que ya no volvió a reanudarse.

Según dice Shaffter en su relato del sitio de Santiago de Cuba, en aquellos días habían aumentado rápidamente las enfermedades en su ejército, a causa del excesivo calor y de las fuertes lluvias. Después del gran esfuerzo de sus tropas en los combates de los días 1 y 2 de Julio, la malaria y otras fiebres invadieron los campamentos, y el 4 apareció la fiebre amarilla en Siboney. Aunque se hicieron esfuerzos para ocultarlo, pronto lo supo todo el ejército. Además, la debilidad de las fuerzas yanquis era tal, que no se consideró oportuno dar el asalto, por temor de que sufriesen una fuerte repulsa, que hubiese aumentado la desmoralización de los yanquis ; y ante tales inconvenientes, Shaffter, de acuerdo con sus tenientes, decidió hacer proposiciones honrosas al general Toral. Esta proposición se hallaba redactada en los siguientes términos :

«Señor : Con los grandes refuerzos de tropas que he recibido, y siendo dueño de vuestra línea de retirada, me creo en el deber de intimar de nuevo a V. E. la rendición de Santiago y de su ejército. Estoy autorizado para manifestarle que, si así lo desea, el Gobierno de los Estados Unidos transportará a España todas las fuerzas de su mando.»

Precisamente, en aquellos instantes había recibido Toral un telegrama del general Blanco, en que le ordenaba aprovechar cualquier oportunidad para tomar la ofensiva, aunque fuese parcialmente. Pero este mandato era de ejecución imposible. En efecto, los yanquis ocupaban diez kilómetros de terreno en posiciones bien artilladas e inmediatas a las españolas, y para tomar la ofensiva, necesitaba Toral de grandes núcleos de tropas, de que no disponía, a menos de debilitar otros puntos del recinto, cosa sumamente peligrosa, pues el enemigo podría aprovechar esta circunstancia para lanzarse sobre las posiciones desguarnecidas. Además, los americanos, con la ocupación del camino del Cobre, habían cortado a los españoles toda retirada posible, y, para verificarla, tenían que abrirse paso a viva fuerza, arrollando a los yanquis por el frente, y conteniéndoles, a un tiempo, por el flanco y retaguardia. Así lo manifestó Toral a la suprema autoridad de la isla, enviándole, además, copia de la nueva intimación de Shaffter.

Blanco rechazó la idea y telegrafió a Toral, diciéndole que insistiese en la retirada a Holguín en condiciones decorosas, y que, de no ser aceptado, lo realizase abriéndose paso en combinación con fuerzas de Holguín que saldrían a apoyarle. Añadía Blanco, que ese movimiento lo juzgaba fácil si Toral lograba se le incorporasen las fuerzas de Guantánamo, y terminaba diciendo :

«Contésteme V. E. lo que se le ofrezca sobre este punto, para ordenar la salida de las fuerzas de Holguín, en el día conveniente para efectuar confronta en sitio y fecha acordados, en cuanto sea posible».

Toral contestó, el 12, lo que sigue :

«Me dirijo al general americano, proponiendo la evacuación de la plaza en condiciones decorosas ; pero como ha recibido refuerzos, no creo que acepte. El fuerte temporal ha anegado las trincheras y tiene empapado al soldado y con los pies hinchados, por todo lo cual considero imposible abandonar Santiago de Cuba, pues las tropas no. se hallan en situación de marchar, y sólo de conrinuar en sus posiciones sin moverse. La rotura del cable imposibilita comunicar con Guantánamo, no habiendo regresado los emisarios que primeramente envié, y otros que fueron después, regresaron a causa de no poder burlar la vigilancia de los enemigos. Por tanto, ignoro la suerte de aquella brigada, que desde el 15 de Junio estaba a media ración ; es imposible, pues, la unión indicada por V. E. La venida de la división de Holguín sería tardía probablemente ; pero, aun no siendo así, necesitaría, para llegar, batir antes las fuerzas enemigas que sitian la ciudad, para verificar la concentración con esta guarnición, y para ello han de traer, cuando menos, raciones para diez y seis días. Las tropas, extenuadas, resistirán en sus posiciones, realizando un sacrificio que, tanto yo como el general Linares, juzgamos del todo estéril.»

En virtud de tal autorización, entabló Toral las negociaciones necesarias, y, de acuerdo con el general americano, se nombró una comisión por cada ejército, compuesta, la española, por el general de brigada don Federico Escario, el teniente coronel de Estado Mayor, don Ventura Fontán y un intérprete. Los yanquis designaron a los generales Wheeter y Lawton y al teniente Miley, comenzando las conferencias el día 12 de Julio. En el indicado día, había llegado al campamento norteamericano el generalísimo Nelson A. Miles, jefe supremo del ejército de los Estados Unidos, que solicitó una entrevista personal con el general Toral, verificándose el día 13.

Al día siguiente tuvo lugar una nueva conferencia, y en ella convino el gobernador militar de Santiago en capitular, sobre la base de que sus tropas serían repatriadas por cuenta de los Estados Unidos, comprendiendo en la rendición a todas las fuerzas que se hallaban situadas al este de una línea que, desde Aserraderos al Sur, y Sagua de Tánamo al norte, pasara por Palma Soriano.

Los comisionados españoles mostraron especial empeño en la conservación de armas, acordándose que fueran depositadas en lugar designado de acuerdo mutuo, para esperar la decisión del Gobierno de los Estados Unidos, en la inteligencia de que los americanos recomendarían que el soldado español regresara a España con las armas con que tan valientemente había defendido a su patria. Convínose así, y el 15 de Julio quedó firmada la capitulación.

El día 16, los cobardes paisanos que habían abandonado la plaza, comenzaron a regresar a Santiago. Durante los once días que tuvieron que permanecer hacinados en El Caney, no tuvieron en absoluto nada que comer, ni donde dormir, y como consecuencia de todo ello, muchos murieron de hambre, y en los demás se declaró el tifus en proporciones exageradas.

A las nueve de la mañana del 17, salió el general americano a tomar posesión de la plaza, acompañado de un batallón y un escuadrón. En Canosa se hallaba el general Toral al frente de un batallón del regimiento de infantería de Isabel la Católica, formando ambas fuerzas en línea y dándose frente. En seguida comenzó a salir la guarnición de Santiago, rindiendo las armas y desfilando ante las tropas americanas, que hacían honores a los rendidos.

Shaffter hizo su entrada en Santiago con un regimiento de infantería con bandera y música, instituyendo allí al brigadier Wood como autoridad local. Los rebeldes que capitaneaba Calixto García, no entraron en la plaza, por habérselo impedido una orden de Shaffter, que, por lo visto, no abrigaba mucha confianza en los insurrectos. Una salva de ciento y un cañonazos, disparada a las doce de la mañana, anunciaba que la ciudad fundada en el siglo XVI por Diego de Velázquez, había dejado de pertenecer a los descendientes de aquellos intrépidos navegantes, que descubrieron el continente .

 

CAPÍTULO XXVII

Impresión que producen en España las noticias de la guerra. Desembarcan los yanquis en Puerto Rico. Ocupación de Ponce. Negociaciones para la paz. Firma del Protocolo. Texto de los preliminares de paz. La guerra en Filipinas. Sitio de Manila. Derrota de la columna mandada por el general Monet. El general Augustín pide refuerzos a España. La escuadra de Cámara. Constitución de la flota. Inferioridad de esta escuadra con relación a la de Dewey. Dificultades para el aprovisionamiento de carbón en Port-Said. Regresa a España la escuadra de Cámara. Llega a Filipinas la primera expedición yanqui. El mayor general Merritt asume el mando supremo de las fuerzas norteamericanas. Comienzan los asaltos a la plaza. Estado de ánimo de los defensores. Destitución del general Augustín. Es nombrado Jáudenas capitán general de Filipinas. Dewey y Merritt intiman la rendición. Comunicaciones que se cambiaron entre sitiadores y sitiados. Jáudenas rechaza las proposiciones enemigas. Empieza el bombardeo de Manila. Asalto general a las defensas españolas. Capitulación de la plaza. Las bajas durante el sitio.