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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)CAPÍTULO XXII.GUERRA CON LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
El nuevo Gobierno
liberal caminaba de error en error. Al gravísimo que ya significaba el relevo
de Weyler y su reemplazo por el general Blanco (fracasado en Filipinas), hemos
de añadir el decreto de 27 de Noviembre, que concedía la autonomía a nuestras
colonias antillanas, en unos momentos en que precisaba vigorizar la acción
militar en Cuba, dejando para después de la pacificación, la implantación de
aquellas reformas que se hubieran estimado necesarias. La autonomía en
aquellos momentos, no fué la paz, como equivocadamente
supuso el señor
Según el
referido decreto, se implantó la autonomía en los siguientes términos : Se
establecía un Parlamento insular, compuesto de dos cámaras llamadas de
Representantes (Congreso) y Consejo de Administración (Senado), a las cuales
correspondía el derecho de legislar sobre asuntos coloniales, juntamente con el
Gobernador general, suprema autoridad, a la que se concedían atribuciones
parecidas a las de virrey. La Cámara de Representantes se compondría de un
diputado por cada 25,000 habitantes, elegidos por cinco años, que podrían ser
reelegidos. El Consejo de Administración se formaría con 35 individuos, de los
cuales 18 habían de ser elegidos por sufragio indirecto y los otros 17
nombrados con carácter vitalicio por el Gobernador general, renovándose los
electivos por mitad cada cinco años y totalmente cuando el Gobernador general,
usando de las facultades que se le conferían, disolviera las Cámaras. Estas no
podrían deliberar juntas, ni en presencia del Gobernador general, que ante
ellas debía jurar guardar la Constitución y las leyes que garantizaban la
autonomía colonial. El Gobierno autónomo de la isla, se confiaba a un Consejo
de ministros, compuesto de un secretario de despacho por cada uno de los ramos
de Gracia y Justicia, Gobernación, Hacienda y Fomento, correspondiendo a ellos
estatuir con las Cámaras los asuntos de sus respectivos departamentos. El
parlamento insular cuidaría de formar los presupuestos
locales, tanto de ingresos como de gastos, asi como
de la formación del presupuesto necesario de ingresos, para cubrir la parte
que a la isla corespondiera en el presupuesto
nacional. Conferíase también al Parlamento insular
la facultad exclusiva de formar el arancel y la de designar los derechos que
hubieran de pagar las mercancías a su impotación en
el territorio insular y a su exportación del mismo. El Gobernador general era
el jefe supremo de todas las fuerzas de mar y tierra, ejercería la gracia de
indulto, suspendería las garantías constitucionales, sancionaría los acuerdos
del Parlamento, suspendiéndolos en algunos casos, nombraría y separaría a los
funcionarios de la administración colonial, a propuesta de los secretarios de
despacho respectivos. La responsabilidad en que éstos pudieran incurrir en el . ejercicio de su cargo, sería juzgada por el Consejo
de Administración, previa acusación, aprobada por la Cámara de Representantes,
y los cargos imputados al Gobernador general, pasarían al Tribunal Supremo, que
sentenciaría en única instancia. .
Publicado el
decreto, el Gobierno español esperó tranquilo el curso de los acontecimientos,
en la creencia de que, conforme con lo expuesto meses atrás, por el señor
Moret, en su discurso de Zaragoza, los cubanos «entrarían por el camino de la
legalidad». Y, en efecto, a los pocos días, publicó un manifiesto el titulado
Gobierno insurrecto, declarando que «no aceptaba la autonomía», y que su
concesión era «la prueba de la impotencia de España para impedir con la fuerza
de las armas, el advenimiento de la independencia de Cuba».
De todos
modos, el general Blanco nombró el Gobierno insular, y se dispuso a celebrar
las elecciones en el territorio de la isla.
A todo esto,
los yanquis estaban encantados de las
Pero, tanto
Sagasta como Moret, estaban aferrados a la idea de que «la autonomía era la paz»,
y para lograrla, ordenaban al general Blanco que dejase sin efecto los bandos
dictados por Weyler para lograr la pacificación de la isla. Creían, sin duda,
esos ilustres estadistas, que deteniendo la acción militar, iban a darse por
satisfechos los insurrectos, al solo anuncio de las libertades que se les
otorgaban. Y lo que hacían, era proseguir la guerra, con tanto más ahinco, cuanto que nuestras columnas no les perseguían, ni
apenas les molestaban. No es de extrañar, con estas cosas, que al comenzar el
año 1898 (tres meses escasos después del cese de Weyler), se hallase la isla de
Cuba en situación parecida a la de los tiempos del mando de Martínez Campos.
Estos resultados dieron motivo al Cónsul general de los Estados Unidos en la
Habana, para que participase a su Gobierno que la autonomía había fracasado, y
que no veía la posibilidad de que la guerra terminase pronto. Además, preveía
el caso de que estallasen desórdenes en la Habana, como consecuencia de las
campañas periodísticas sostenidas contra el Ejército español por La Discusión,
El Reconcentrado y El Diario de la Marina,
El Gobierno
yanqui, ante la petición de su cónsul en la Habana, ordenó la salida, con rumbo
a esa capital, del crucero acorazado Maine, ocultando la verdadera intención a
que obedecía la marcha de este barco, pues Mac Kinley se cuidó mucho de afirmar que la tal visita constituía una excelente prueba de
amistad hacia nuestra nación. El señor Sagasta no quiso ser menos, y para
corresponder a tanta fineza, dió orden para que el
crucero español Vizcaya fuese a saludar al pabellón norteamericano en aguas de
New York.
Entretanto, y mientras tenían lugar
tales cortesías, la prensa y las Cámaras de los Estados Unidos se pronunciaron
por la intervención armada de su país en Cuba, y tales noticias pusieron en
guardia al Gobierno español, que dispuso la inmediata salida para la Gran Antilla del crucero Almirante Oquendo, y de una escuadrilla
de torpederos, escoltados por el trasatlántico Ciudad de Cádiz. Asimismo, el
ministro de Estado dirigió, en 1.° de Febrero, una
nota a Mr. Woodford, advirtiéndole que la intervención armada de los Estados
Unidos produciría la guerra. Woodford contestó a nuestro Gobierno diciendo que
los Estados Unidos mantendrían su actitud benévola, y especialmente, «hasta que se demuestre que la autonomía concedida a los cubanos ha realizado
la pacificación cubana».
Al mismo
tiempo, las juntas filibusteras de New York
Sin embargo,
la gran República norteamericana continuaba dando a España grandes pruebas de
inequívoca amistad oficial, y el Maine era recibido en la Habana con grandes
demostraciones de cariño, agasajándose a su tripulación y organizándose grandes
fiestas en honor de la misma. Y mientras tales festejos tenían lugar en la
capital de Cuba, y las autoridades de New York se deshacían en consideraciones
a los marinos españoles del Vizcaya, la escuadra yanqui se concentraba en las
Tortugas.
Las
autoridades de Cuba y el Gobierno español parecían vivir en el mejor de los
mundos, y todos se hacían lenguas de la corrección exquisita con que obraban
los norteamericanos. Sólo un hombre se llamó a engaño, y este era el señor
Dupuy de Lome, ministro plenipotenciario de España en Washington, que, excelente conocedor de las malas artes de
Mac Kinley, las comunicó particularmente en una
carta dirigida a don José Canalejas, que a la sazón se hallaba en la Habana.
Pero la tal carta, en vez de llegar a su destino, se entregó por equivocación
al director del New York Herald, que se apresuró a publicarla. El ruido que
produjo su contenido, fué enorme, y el señor Dupuy de
Lome se vió obligado a dimitir, el día 8 de Febrero.
Pero el
juego estaba descubierto, y no cabían ya más tapujos. Faltaba sólo el pretexto
con que encubrir los ensueños imperialistas de Mac Kinley,
sin provocar protestas del mundo civilizado por causa de una guerra
injustamente emprendida.
No son los
yanquis, hombres que se paran en barras. Acostumbrados a vencer cuantos
obstáculos se les presentan en sus extraordinarias empresas, hallar motivos
para una guerra contra nación más débil que la suya, es asunto de poca monta.
El Maine estaba en la Habana, y los españoles tenían cierta prevención contra
los Estados Unidos. Pues volando el Maine e inculpando su voladura a España estaba resuelto el problema a su completa
satisfacción.
Así sucedió.
A las nueve de la noche del día 15 de Febrero, estalló y se fué a pique el Maine en la bahía de la Habana, pereciendo 264 tripulantes y dos
oficiales, y recogiéndose 59 heridos. El comandante y demás oficiales del
crucero, se hallaban asistiendo a una fiesta que se daba en honor suyo, a bordo
del vapor Ciudad de Nueva York. ¡Coincidencias!
Inmediatamente
de producirse la catástrofe, los senadores norteamericanos se apresuraron a
propagar la especie de que la voladura del Maine había sido intencionada,
motivándola la colocación de una mina submarina,
Nombróse una comisión mixta de
españoles y americanos, encargada de investigar las causas de la voladura del
Maine, y dieron comienzo los trabajos, no sin alguna dificultad, pues Mr. Sigsbee, comandante del crucero hundido, se dirigió al
general Blanco, pidiéndole autorización para volar los restos del barco. Como
es lógico, Blanco no accedió, fundado en que la pretensión déí marino yanqui, destruía los medios de comprobación que tenían los encargados de
averiguar los motivos de la explosión y pérdida del Maine. Denegado el permiso,
bien pronto echáronse de ver las diferencias de
criterio que separaban a españoles y norteamericanos. Estos procuraban
mantener viva la sospecha, mientras aquéllos se esforzaban en demostrar que la
catástrofe se había debido a la impericia y descuido de sus tripulantes.
Mientras
tanto, el Vizcaya recibió orden del Gobierno para que saliera de Nueva York, a
fin de evitar con su presencia en aguas americanas, cualquier incidente
desagradable, dada la actitud que observaba el populacho neoyorkino. Salió nuestro crucero el 25 de Febrero, siendo
despedido con demostraciones de hostilidad que obligaron al digno comandante,
señor Eulate, a volver nuevamente al puerto, intimando a los grupos a cejar en
sus manifestaciones, so pena de disolverlos con la artillería de a
A primeros
de Marzo, presentó a Mac Kinley sus cartas
credenciales el nuevo ministro de España en Washington, señor Polo de Bernabé,
cruzándose entre diplomático y Presidente, las acostumbradas frases de
salutación.
Pero obras
son amores, y las buenas razones dadas por Mac Kinley en su afectuoso discurso de contestación a nuestro ministro, se vieron pronto
defraudadas con el acuerdo del Gobierno yanqui, de enviar socorros a los
reconcentrados cubanos, en barcos de guerra yanquis. Protestó nuestro
Gobierno, y entonces los Estados Unidos desistieron de hacerlo en tales
buques.
Por fin, se
hizo público el informe de las comisiones encargadas de dictaminar sobre la
voladura del Maine. No podían ser más opuestas las conclusiones. Helas aquí :
Españolas. —1ª. Que la voladura del Maine se debió a una explosión de
primer orden en los pañoles de proa del crucero norteamericano, la cual produjo
su inmersión total sobre el mismo sitio de la bahía de la Habana en que se
hallaba fondeado.
2ª. Que en
dichos pañoles (únicos que volaron) no existían otras substancias y efectos
explosivos que pólvora y granadas de diverso calibre.
3ª. Que por
los planos del barco, se comprueba que dichos pañoles estaban rodeados a babor,
estribor y parte de popa por carboneras que contenían carbón bituminoso y se
encontraban en compartimientos inmediatos a los referidos pañoles y, al
parecer, simplemente separados de ellos por mamparos metálicos.
4ª. Que
repuesto en todos sus instantes, por testigos, el hecho apreciable de la
explosión en sus manifestaciones externas, y acreditado por esos testigos y
peritos, la
5ª. Que la
naturaleza del procedimiento emprendido y el respeto a la ley que consagra el
principio de la absoluta extraterritorialidad del buque de guerra extranjero,
han impedido poder precisar, siquiera eventualmente, el indicado origen
interno del siniestro, a lo que también ha contribuido la imposibilidad de
establecer comunicación tanto con la dotación del buque náufrago, como con los
funcionarios de su Gobierno, comisionados para investigar las causas del hecho
referido y los encargados posteriormente del salvamento.
6ª. Que el
reconocimiento interior y exterior de los
Norteamericanas.— 1ª. Que la explosión que produjo la pérdida del Maine no se
debió a falta ni negligencia alguna, de parte de los oficiales y tripulantes
del mismo.
2ª.
Que existía una mina submarina, bajo el costado de babor del crucero americano.
3ª.
Que la voladura de la indicada mina, fué causa de la
explosión de los pañoles de proa del referido barco.
4ª. Que los
comisionados no habían conseguido obtener las necesarias pruebas para fijar la
responsabilidad de la destrucción del Maine.
Este informe
llegó a poder del Presidente de los Estados Unidos a fines de Marzo, quien al
conocerle, se apresuró a comunicar a nuestro ministro de Estado, que
Los momentos
no podían ser más graves. El pueblo y el Gobierno español se convencieron
plenamente de que los yanquis deseaban la guerra por todos los medios. Sin
embargo, el señor Sagasta, de acuerdo con sus compañeros de Gabinete, se
dirigió, por conducto del ministro de Estado, a las potencias europeas,
pidiéndoles consejo, y hasta la mediación para evitar el conflicto que se
avecinaba. Las respuestas fueron ambiguas, y desde entonces, pudo ver España
entera que no tenía un solo amigo en Europa.
El 29 de
Marzo, Mr. Woodford reiteró al Gobierno español el deseo del suyo, de que se
realizase la paz en Cuba. Además, el diplomático norteamericano pidió un
armisticio hasta 1° de Octubre. La respuesta a su
nota le fué entregada el 1º de Abril, y en ella se aceptaba la idea de una suspensión de hostilidades,
siempre que la solicitasen los insurrectos.
No se había
hecho más que aceptar la idea del armisticio, lo cual venía a ser una especie
de reconocimiento de la beligerancia de los rebeldes, cuando Mac Kinley pidió al Gobierno español que dejase sin efecto las
órdenes relativas a la concentración de pacíficos, y dispuso que los
concentrados fuesen socorridos inmediatamente con 500
Ante la
inminencia de la guerra, Su Santidad el Papa León XIII se dirigió al embajador
de España en el Vaticano, preguntándole si su intervención podía solucionar el
conflicto. Aceptó el Gobierno español, y merced a sus gestiones, y a las
realizadas en Wáshington por los representantes de
las seis grandes potencias europeas, se acordó la suspensión de hostilidades
para preparar la paz en la Gran Antilla. El Gobierno
autonomista cubano publicó un manifiesto dirigido a los rebeldes,
excitándoles a aceptar el armisticio, y con objeto de gestionar la paz con
ellos, salió de la Habana el 17 de Abril, una comisión, que hubo de volverse a
la capital, sin conseguir el objeto referido.
Pero,
mientras en España se procuraba, por todos los medios, llegar a una solución
satisfactoria en el conflicto planteado, el Parlamento norteamericano se
esforzaba en hacer imposible la paz, votando ambas Cámaras una resolución
conjunta, autorizando al Presidente de la República para usar en Cuba de la
fuerza pública.
En vista de
este acuerdo, el Gobierno español dirigió, el 18 de Abril, un memorándum a las
potencias amigas, relatando la ingerencia de los
yanquis en la isla de Cuba, desde el comienzo de la insurrección, y haciendo
saber que España no cedía ni podía ceder su soberanía en Cuba.
El Gobierno,
pues, aceptaba la guerra como única manera de dejar a salvo el honor nacional.
Hacer lo contrario, hubiera sido ponerse enfrente de todo el pueblo
El 19, el
departamento de Estado yanqui remitió al señor Polo de Bernabé, copia de la
resolución conjunta adoptada por las dos Cámaras norteamericanas. Se hallaba
redactada en los siguientes términos :
«Considerando
que el aborrecible estado de cosas que ha existido en Cuba, durante los tres
años últimos, en isla tan próxima a nuestro territorio, ha herido el
sentimiento moral del pueblo de los Estados Unidos, ha sido un desdoro para la
civilización cristiana y ha llegado a su período crítico con la destrucción de
un barco de guerra norteamericano, con muerte de 266 de entre sus oficiales y
tripulantes, cuando el buque visitaba amistosamente el puerto de la Habana;
«Considerando
que tal estado de cosas no puede ser tolerado por más tiempo, según manifestó
ya el Presidente de los Estados Unidos en mensaje que envió, el 11 de Abril, al
Congreso, invitando a éste que adopte resoluciones ;
«El Senado y
la Cámara de Representantes, reunidos en el Congreso, acuerdan :
«Primero.
Que el pueblo de Cuba es y debe ser libre e independiente.
«Segundo.
Que es deber de los Estados Unidos exigir, y por la presente su Gobierno
exige, que el Gobierno español renuncie inmediatamente a su autoridad y
gobierno en Cuba, y retire sus fuerzas terrestres y navales, de las tierras y
mares de la isla.
«Tercero.
Que se autoriza al Presidente de los Estados Unidos, y se le encarga y ordena,
que utilice todas las fuerzas militares y navales, y llame al servicio activo
las milicias de los distintos Estados de la Unión, en el número que sea
necesario para llevar a efecto estos acuerdos.
«Y cuarto.
Que los Estados Unidos, por la presente, niegan que tengan ningún deseo ni
intención de ejercer jurisdicción, ni soberanía, ni de intervenir en el
gobierno de Cuba, si no es para su pacificación, y afirman su propósito de
dejar el dominio y gobierno de la isla al pueblo de ésta, una vez realizada
dicha pacificación.»
Al mismo
tiempo, el representante de los Estados Unidos en Madrid, recibió el ultimátum
que debía presentar al Gobierno español, por el cual se notificaba que :
«Si el
sábado próximo, 23 de Abril, a mediodía, el Gobierno de los Estados Unidos no
ha recibido de España una respuesta plenamente satisfactoria a este
apercibimiento y a esta Resolución, en tales términos que la paz de Cuba quede
asegurada, el Presidente procederá, sin ulterior aviso, a usar del poder y
autorización ordenados y conferidos a él por dicha Resolución, tan ampliamente
como sea necesario para obtenerla en efecto.»
Al día
siguiente (20), nuestro ministro de Estado telegrafió al ministro
plenipotenciario de España en Washington, encargándole que pidiese sus pasaportes. Wóodford pidió también los
suyos, saliendo de Madrid el día 21, a las cuatro de la tarde.
Quedó, pues,
declarada la guerra entre España y los Estados Unidos de la América del Norte.
Esta empezó el día 21, es decir, el mismo en que se rompieron las relaciones
diplomáticas, anticipándose los yanquis a emprenderla antes de vencer el plazo
señalado en su ultimátum. La escuadra norteamericana estableció el bloqueo de la
isla de Cuba, apresando, los días 22 y 23, a los vapores españoles Buenaventura
y Pedro. Protestó el Gobierno español de estos apresamientos, ejecutados antes
de existir el estado de guerra, y para encubrir el acto de piratería realizado
por los barcos de guerra yanquis, votó el Congreso de los Estados Unidos otra
Resolución conjunta declarando : «existir y haber existido la guerra a partir
del 21 de Abril inclusive».
Rotas las relaciones
directas, se encargaron del archivo de la Legación española y de la protección
de los súbditos españoles en los Estados Unidos, los ministros de Francia y
Austria Hungría, haciendo lo propio con relación a los súbditos
norteamericanos en España, el embajador de la Gran Bretaña en Madrid.
Empezada la
guerra, ésta debía ser principalmente marítima, puesto que de la mayor o menor
eficacia del bloqueo, dependía el agotamiento de la fuerza militar española en
la isla de Cuba, verdaderamente formidable, en comparación con el ejército
norteamericano, cuyo mayor efectivo no rebasa la cifra de 65,000 hombres. Así
es que, desde los primeros momentos, toda la atención de las gentes se fijó en
las fuerzas na,vales de los dos países beligerantes.
En disposición
para el combate, disponía España de los siguientes barcos de guerra :
Acorazado :
Pelayo.
Cruceros
acorazados: Carlos V, y Cristóbal Colón.
Cruceros
protegidos, de 1ª: Infanta María Teresa, Almirante Oquendo y Vizcaya. Estaban
armándose el Alfonso XIII y Lepanto, y en construcción, el Princesa de
Asturias, el Cardenal Cisneros, y el Cataluña.
Guardacostas
acorazados : Numancia y Victoria.
Cruceros
protegidos de 2ª: Isla de Cuba e Isla de Luzón.
Cruceros sin
protección : Reina Cristina, Reina Mercedes, Alfonso XII, Infanta Isabel, Don
Juan de Austria, don Antonio de Ulloa, Castilla, Conde de Venadito y Velasco.
Además,
contábamos con 6 destructores, 12 torpederos y diversos cañoneros, haciendo un
total de 57 buques de guerra entre grandes y pequeños con 646 cañones, la
gran mayoría de pequeño calibre, y 140 tubos lanzatorpedos.
Por su
parte, los Estados Unidos habían movilizado los barcos siguientes :
Acorazados:
Iowa, Texas, Indiana, Massachusets y Oregón.
Cruceros
acorazados: Brooklyn y New York.
Cruceros
protegidos: Monterrey, Puritan, Terror, Miantonomah, Monadnock, Amphitrite, Aiax, Yason, Lehigh, Conneticut, Catshill, Comanche, Nahaut, Man- tucket, Passaic, Wyandotte, Albany, Atlanta, Baltimore,
Boston, Charleston, Chicago, Cincinatti, Columbio,
Mineapolis, Newark, New Orleans, Olympia, Fhiladelphia, Raleigh, San Francisco, Detroit, Marblehead, Montgomery, Bancroft, Bennington,
Concord, Delphin, Helena, Nashville, Petrel, Weeling, Willmington, Yorktown y Vesubius.
El número
total de barcos de guerra yanquis era de 98, desplazando en junto 231,500
toneladas. La artillería estaba representada por 945 cañones y 122 tubos
lanzatorpedos.
El 22 de
Abril se rompieron las hostilidades, presentándose, frente a la Habana, 12
buques norteamericanos que cambiaron algunos cañonazos con las baterías de la
plaza. Lo mismo aconteció en Matanzas y en Cárdenas, punto este último, en el
que tuvo lugar la primera escaramuza naval entre el cañonero español Ligero y
el torpedero yanqui Winslow, que quedó fuera de combate.
Al bloqueo y
apresamiento de los vapores españoles Buenaventura, Pedro, Matilde, Miguel
Joven, Catalina, Saturnina, Sofía y Carolina, contestó nuestro Gobierno
haciendo uso de su derecho al corso y fijando las reglas para el comercio de
los barcos neutrales. Esta facultad se la reservó el Gobierno español a causa
de no haberse adherido nuestra nación a la Declaración internacional de 16 de
Abril de 1858, no obstante lo cual, aceptó los demás acuerdos por decreto de 23
de Abril, por el que dictó algunas disposiciones conforme al derecho marítimo.
He aquí las principales :
«El pabellón
neutral cubre la mercancía enemiga, excepto el contrabando de guerra.
«La
mercancía neutral, excepto el contrabando de guerra, no es confiscable bajo
pabellón enemigo.
«Los
bloqueos, para ser obligatorios, tienen que ser efectivos, es decir, mantenidos
por una fuerza suficiente para impedir en realidad el acceso al litoral
enemigo.
«Con objeto
de apresar los barcos enemigos, confiscar la mercancía enemiga bajo su propio
pabellón y el contrabando de guerra, bajo cualquier bandera, la marina real,
los cruceros auxiliares y los corsarios en su día, y en el caso de que se
autoricen, ejercitaran el derecho de visita en alta mar, y en las aguas
jurisdiccionales del enemigo, con arreglo al derecho internacional y a las
instrucciones que al efecto se publiquen.
«A contar
desde la publicación del presente Real Decreto en la Gaceta de Madrid, se
concederá un plazo de cinco días a todos los buques de los Estados Unidos,
surtos en puertos españoles, para que libremente puedan salir de los mismos.»
Así, pues,
el Gobierno español, respetando el derecho de gentes, y a pesar de no estar
ligado por la declaración de París de 1858, se excedió en generosidad, no decre
Los Estados
Unidos, por la proclama de su Presidente de 22 de Abril, estableciendo el
bloqueo del litoral septentrional de Cuba, concedieron un plazo de 30 días,
para abandonar los puertos a los buques neutrales que se hallasen en ellos, al
decretarse el bloqueo. Este comprendía los puertos de dicha costa, situados
entre Cárdenas, Bahía Honda y el de Cienfuegos de la costa sur.
Durante los
días que mediaron entre la declaración de guerra y el 30 de Abril, varios
buques mercantes españoles intentaron forzar el bloqueo, consiguiéndolo
algunos, entre ellos el trasatlántico Montserrat, que, al mando del intrépido
capitán Deschamps, logró entrar en el puerto de Cárdenas, abarrotado de
pertrechos de guerra y conduciendo 500 soldados. El bravo marino forzó nuevamente
el bloqueo y llegó a España sano y salvo, siéndole concedida la cruz de tercera
clase de mérito naval, cuya imposición verificó solemnemente el vicealmirante
Butler, en presencia de los jefes y oficiales de la Armada del departamento de
Cádiz.
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