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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA

(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)

 

CAPÍTULO XXII.

GUERRA CON LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

 

El nuevo Gobierno liberal caminaba de error en error. Al gravísimo que ya significaba el relevo de Weyler y su reemplazo por el general Blanco (fracasado en Filipinas), hemos de añadir el decreto de 27 de Noviembre, que concedía la autonomía a nuestras colonias antillanas, en unos momentos en que precisaba vigorizar la acción militar en Cuba, dejando para después de la pacificación, la implantación de aquellas reformas que se hubieran estimado necesarias. La autonomía en aquellos momentos, no fué la paz, como equivocadamente supuso el señor Moret, sino el reconocimiento por parte de España, de su impotencia para dominar la insurrección por medio de las armas. Así lo creyeron los yanquis y los mismos cubanos, quienes, lejos de transigir con las libertades que se les otorgaban, continuaron la guerra con más empeño, seguros de sí mismos, y con gran esperanza de obtener la ayuda de los Estados Unidos, que había de manifestarse en breve de una manera eficaz.

Según el referido decreto, se implantó la autonomía en los siguientes términos : Se establecía un Parlamento insular, compuesto de dos cámaras llamadas de Representantes (Congreso) y Consejo de Administración (Senado), a las cuales correspondía el derecho de legislar sobre asuntos coloniales, juntamente con el Gobernador general, suprema autoridad, a la que se concedían atribuciones parecidas a las de virrey. La Cámara de Representantes se compondría de un diputado por cada 25,000 habitantes, elegidos por cinco años, que podrían ser re­elegidos. El Consejo de Administración se formaría con 35 individuos, de los cuales 18 habían de ser elegidos por sufragio indirecto y los otros 17 nombrados con carácter vitalicio por el Gobernador general, renovándose los electivos por mitad cada cinco años y totalmente cuando el Gobernador general, usando de las facultades que se le conferían, disolviera las Cámaras. Estas no podrían deliberar juntas, ni en presencia del Gobernador general, que ante ellas debía jurar guardar la Constitución y las leyes que garantizaban la autonomía colonial. El Gobierno autónomo de la isla, se confiaba a un Consejo de ministros, compuesto de un secretario de despacho por cada uno de los ramos de Gracia y Justicia, Gobernación, Hacienda y Fomento, correspondiendo a ellos estatuir con las Cámaras los asuntos de sus respectivos departamentos. El parlamento insular cuidaría de formar los presupuestos locales, tanto de ingresos como de gastos, asi como de la formación del presupuesto necesario de ingresos, para cubrir la parte que a la isla corespondiera en el presupuesto nacional. Conferíase también al Parlamento insular la facultad exclusiva de formar el arancel y la de designar los derechos que hubieran de pagar las mercancías a su impotación en el territorio insular y a su exportación del mismo. El Gobernador general era el jefe supremo de todas las fuerzas de mar y tierra, ejercería la gracia de indulto, suspendería las garantías constitucionales, sancionaría los acuerdos del Parlamento, suspendiéndolos en algunos casos, nombraría y separaría a los funcionarios de la administración colonial, a propuesta de los secretarios de despacho respectivos. La responsabilidad en que éstos pudieran incurrir en el . ejerci­cio de su cargo, sería juzgada por el Consejo de Administración, previa acusación, aprobada por la Cámara de Representantes, y los cargos imputados al Gobernador general, pasarían al Tribunal Supremo, que sentenciaría en única instancia. .

Publicado el decreto, el Gobierno español esperó tranquilo el curso de los acontecimientos, en la creencia de que, conforme con lo expuesto meses atrás, por el señor Moret, en su discurso de Zaragoza, los cubanos «entrarían por el camino de la legalidad». Y, en efecto, a los pocos días, publicó un manifiesto el titulado Gobierno insurrecto, declarando que «no aceptaba la autonomía», y que su concesión era «la prueba de la impotencia de España para impedir con la fuerza de las armas, el advenimiento de la independencia de Cuba».

De todos modos, el general Blanco nombró el Gobierno insular, y se dispuso a celebrar las elecciones en el territorio de la isla.

A todo esto, los yanquis estaban encantados de las buenas disposiciones del nuevo Gobierno español, con respecto a los cubanos, y así hubo de manifestárselo el plenipotenciario en Madrid, Mr. Woodford a nuestro ministro de Estado. Sin embargo, en los Estados Unidos se hacían grandes preparativos militares y navales, como si estuviesen en vísperas de una guerra con España. En Diciembre, el Presidente de los Estados de la Unión se presentó a las Cámaras de su país, leyendo su mensaje, manifestando su intención de apelar a la fuerza tan pronto como se hubiese convencido de que las reformas decretadas en Cuba por nuestro Gobierno, no hacían efecto alguno en nuestra colonia.

Pero, tanto Sagasta como Moret, estaban aferrados a la idea de que «la autonomía era la paz», y para lograrla, ordenaban al general Blanco que dejase sin efecto los bandos dictados por Weyler para lograr la pacificación de la isla. Creían, sin duda, esos ilustres estadistas, que deteniendo la acción militar, iban a darse por satisfechos los insurrectos, al solo anuncio de las libertades que se les otorgaban. Y lo que hacían, era proseguir la guerra, con tanto más ahinco, cuanto que nuestras columnas no les perseguían, ni apenas les molestaban. No es de extrañar, con estas cosas, que al comenzar el año 1898 (tres meses escasos después del cese de Weyler), se hallase la isla de Cuba en situación parecida a la de los tiempos del mando de Martínez Campos. Estos resultados dieron motivo al Cónsul general de los Estados Unidos en la Habana, para que participase a su Gobierno que la autonomía había fracasado, y que no veía la posibilidad de que la guerra terminase pronto. Además, preveía el caso de que estallasen desórdenes en la Habana, como consecuencia de las campañas periodísticas sostenidas contra el Ejército español por La Discusión, El Reconcentrado y El Diario de la Marina, y solicitaba el envío de barcos de guerra de su nación para proteger al consulado yanqui de una agresión por parte de los españoles. Efectivamente, los militares se indignaron ante las provocaciones de la prensa separatista, y gran número de oficiales recorrieron las calles de la Habana, dando vivas a España, al Ejército y a Weyler, produciéndose algunos choques con los bandos contrarios, asalariados por Mr. Lee, para provocar el motín y dar lugar a una intervención.

El Gobierno yanqui, ante la petición de su cónsul en la Habana, ordenó la salida, con rumbo a esa capital, del crucero acorazado Maine, ocultando la verdadera intención a que obedecía la marcha de este barco, pues Mac Kinley se cuidó mucho de afirmar que la tal visita constituía una excelente prueba de amistad hacia nuestra nación. El señor Sagasta no quiso ser menos, y para corresponder a tanta fineza, dió orden para que el crucero español Vizcaya fuese a saludar al pabellón norteamericano en aguas de New York.

Entretanto, y mientras tenían lugar tales cortesías, la prensa y las Cámaras de los Estados Unidos se pronunciaron por la intervención armada de su país en Cuba, y tales noticias pusieron en guardia al Gobierno español, que dispuso la inmediata salida para la Gran Antilla del crucero Almirante Oquendo, y de una escuadrilla de torpederos, escoltados por el trasatlántico Ciudad de Cádiz. Asimismo, el ministro de Estado dirigió, en 1.° de Febrero, una nota a Mr. Woodford, advirtiéndole que la intervención armada de los Estados Unidos produciría la guerra. Woodford contestó a nuestro Gobierno diciendo que los Estados Unidos mantendrían su actitud benévola, y especialmente, «hasta que se demuestre que la autonomía concedida a los cubanos ha realizado la pacificación cubana».

Al mismo tiempo, las juntas filibusteras de New York continuaban sus trabajos, excitando a Máximo Gómez para que impidiese a todo trance la presentación a indulto de los cabecillas que deseaban acogerse al nuevo régimen autonómico. El generalísimo cubano, que sabía el exacto valor que tenían aquellas excitaciones, las ejecutó al pie de la letra, asesinando al teniente coronel de ingenieros, señor Ruiz, parlamentario del general Blanco que había ido al campo enemigo para proponer a los rebeldes la aceptación de la autonomía. Asimismo hizo fusilar al cabecilla Néstor Alvarez, jefe del escuadrón de su propia escolta, que junto con Cayito Alvarez, Vicente Núfiez, y fuerzas a sus órdenes, deseaban someterse. Igual suerte le cupo al cabecilla Antonio Núfiez, ahorcado por orden de Bermúdez. Ante tales medidas de terror, gran número de partidas que querían presentarse, se abstuvieron de hacerlo. Sin embargo, ya lo habían hecho rebeldes tan caracterizados como Massó, Jiménez y Benito Socorro, y todo indicaba que, sin el descarado apoyo de los Estados Unidos, la guerra acabaría por perderse.

Sin embargo, la gran República norteamericana continuaba dando a España grandes pruebas de inequívoca amistad oficial, y el Maine era recibido en la Habana con grandes demostraciones de cariño, agasajándose a su tripulación y organizándose grandes fiestas en honor de la misma. Y mientras tales festejos tenían lugar en la capital de Cuba, y las autoridades de New York se deshacían en consideraciones a los marinos españoles del Vizcaya, la escuadra yanqui se concentraba en las Tortugas.

Las autoridades de Cuba y el Gobierno español parecían vivir en el mejor de los mundos, y todos se hacían lenguas de la corrección exquisita con que obraban los norteamericanos. Sólo un hombre se llamó a engaño, y este era el señor Dupuy de Lome, ministro plenipotenciario de España en Washington, que, excelente conocedor de las malas artes de Mac Kinley, las comunicó particularmente en una carta dirigida a don José Canalejas, que a la sazón se hallaba en la Habana. Pero la tal carta, en vez de llegar a su destino, se entregó por equivocación al director del New York Herald, que se apresuró a publicarla. El ruido que produjo su contenido, fué enorme, y el señor Dupuy de Lome se vió obligado a dimitir, el día 8 de Febrero.

Pero el juego estaba descubierto, y no cabían ya más tapujos. Faltaba sólo el pretexto con que encubrir los ensueños imperialistas de Mac Kinley, sin provocar protestas del mundo civilizado por causa de una guerra injustamente emprendida.

No son los yanquis, hombres que se paran en barras. Acostumbrados a vencer cuantos obstáculos se les presentan en sus extraordinarias empresas, hallar motivos para una guerra contra nación más débil que la suya, es asunto de poca monta. El Maine estaba en la Habana, y los españoles tenían cierta prevención contra los Estados Unidos. Pues volando el Maine e inculpando su voladura a España estaba resuelto el problema a su completa satisfacción.

Así sucedió. A las nueve de la noche del día 15 de Febrero, estalló y se fué a pique el Maine en la bahía de la Habana, pereciendo 264 tripulantes y dos oficiales, y recogiéndose 59 heridos. El comandante y demás oficiales del crucero, se hallaban asistiendo a una fiesta que se daba en honor suyo, a bordo del vapor Ciudad de Nueva York. ¡Coincidencias!

Inmediatamente de producirse la catástrofe, los senadores norteamericanos se apresuraron a propagar la especie de que la voladura del Maine había sido intencionada, motivándola la colocación de una mina submarina, con conocimiento de las autoridades de la isla. Los yanquis se indignaron con esta noticia, y pidieron a gritos a su Presidente que declarase la guerra a España. Mac Kinley, usando todavía del subterfugio, declaró que no era llegado el momento para ello, añadiendo que las relaciones hispanoamericanas eran excelentes, como lo probaba el sentido telegrama de pésame enviado por la Reina Regente, al que había contestado expresando a dicha señora, la profunda gratitud del pueblo norteamericano, por aquel pésame.

Nombróse una comisión mixta de españoles y americanos, encargada de investigar las causas de la voladura del Maine, y dieron comienzo los trabajos, no sin alguna dificultad, pues Mr. Sigsbee, comandante del crucero hundido, se dirigió al general Blanco, pidiéndole autorización para volar los restos del barco. Como es lógico, Blanco no accedió, fundado en que la pretensión déí marino yanqui, destruía los medios de comprobación que tenían los encargados de averiguar los motivos de la explosión y pérdida del Maine. Denegado el permiso, bien pronto echáronse de ver las diferencias de criterio que separaban a españoles y norteamericanos. Estos procuraban mantener viva la sospecha, mientras aquéllos se esforzaban en demostrar que la catástrofe se había debido a la impericia y descuido de sus tripulantes.

Mientras tanto, el Vizcaya recibió orden del Gobierno para que saliera de Nueva York, a fin de evitar con su presencia en aguas americanas, cualquier incidente desagradable, dada la actitud que observaba el populacho neoyorkino. Salió nuestro crucero el 25 de Febrero, siendo despedido con demostraciones de hostilidad que obligaron al digno comandante, señor Eulate, a volver nuevamente al puerto, intimando a los grupos a cejar en sus manifestaciones, so pena de disolverlos con la artillería de a bordo. Callaron, en efecto, los yanquis, ante argumentos tan decisivos, y el Vizcaya zarpó gallardamente, haciendo rumbo a la Habana.

A primeros de Marzo, presentó a Mac Kinley sus cartas credenciales el nuevo ministro de España en Washington, señor Polo de Bernabé, cruzándose entre diplomático y Presidente, las acostumbradas frases de salutación.

Pero obras son amores, y las buenas razones dadas por Mac Kinley en su afectuoso discurso de contestación a nuestro ministro, se vieron pronto defraudadas con el acuerdo del Gobierno yanqui, de enviar socorros a los reconcentrados cubanos, en barcos de guerra yanquis. Protestó nuestro Gobierno, y entonces los Estados Unidos desistieron de hacerlo en tales buques.

Por fin, se hizo público el informe de las comisiones encargadas de dictaminar sobre la voladura del Maine. No podían ser más opuestas las conclusiones. Helas aquí :

Españolas.

1ª. Que la voladura del Maine se debió a una explosión de primer orden en los pañoles de proa del crucero norteamericano, la cual produjo su inmersión total sobre el mismo sitio de la bahía de la Habana en que se hallaba fondeado.

2ª. Que en dichos pañoles (únicos que volaron) no existían otras substancias y efectos explosivos que pólvora y granadas de diverso calibre.

3ª. Que por los planos del barco, se comprueba que dichos pañoles estaban rodeados a babor, estribor y parte de popa por carboneras que contenían carbón bituminoso y se encontraban en compartimientos inmediatos a los referidos pañoles y, al parecer, simplemente separados de ellos por mamparos metálicos.

4ª. Que repuesto en todos sus instantes, por testigos, el hecho apreciable de la explosión en sus manifestaciones externas, y acreditado por esos testigos y peritos, la ausencia de todas las circunstancias que precisamente acompañan a la detonación de un torpedo, sólo cabe honradamente asegurar que a causas interiores se debió la catástrofe.

5ª. Que la naturaleza del procedimiento emprendido y el respeto a la ley que consagra el principio de la absoluta extraterritorialidad del buque de guerra extranjero, han impedido poder precisar, siquiera eventualmente, el indicado origen interno del siniestro, a lo que también ha contribuido la imposibilidad de establecer comunicación tanto con la dotación del buque náufrago, como con los funcionarios de su Gobierno, comisionados para investigar las causas del hecho referido y los encargados posteriormente del salvamento.

6ª. Que el reconocimiento interior y exterior de los fondos del Maine, cuando sea posible, de no alterarse con motivo de los trabajos que para su extracción total o parcial se realizan, justificará la exactitud de cuanto va dicho en este informe, sin que por ello se entienda requiera esta comprobación la certeza de las presentes conclusiones. 

Norteamericanas.—

1ª. Que la explosión que produjo la pérdida del Maine no se debió a falta ni negligencia alguna, de parte de los oficiales y tripulantes del mismo.

2ª.  Que existía una mina submarina, bajo el costado de babor del crucero americano.

3ª.  Que la voladura de la indicada mina, fué causa de la explosión de los pañoles de proa del referido barco.

4ª. Que los comisionados no habían conseguido obtener las necesarias pruebas para fijar la responsabilidad de la destrucción del Maine.

Este informe llegó a poder del Presidente de los Estados Unidos a fines de Marzo, quien al conocerle, se apresuró a comunicar a nuestro ministro de Estado, que si España no aseguraba la paz inmediata en Cuba, sometería a las Cámaras de su país, junto con el asunto del Maine, la totalidad de las relaciones hispanoamericanas. La contestación del Gobierno español abarcaba tres extremos principales : protestando de que los Estados Unidos entregasen al Parlamento cuestiones no discutidas previamente por los dos Gobiernos interesados; proponiendo que el asunto del Maine se sometiese a un arbitraje; y, finalmente, que respecto a lo de la paz en Cuba era de la exclusiva incumbencia de las Cámaras insulares, que debían reunirse el día 4 de Mayo.

Los momentos no podían ser más graves. El pueblo y el Gobierno español se convencieron plenamente de que los yanquis deseaban la guerra por todos los medios. Sin embargo, el señor Sagasta, de acuerdo con sus compañeros de Gabinete, se dirigió, por conducto del ministro de Estado, a las potencias europeas, pidiéndoles consejo, y hasta la mediación para evitar el conflicto que se avecinaba. Las respuestas fueron ambiguas, y desde entonces, pudo ver España entera que no tenía un solo amigo en Europa.

El 29 de Marzo, Mr. Woodford reiteró al Gobierno español el deseo del suyo, de que se realizase la paz en Cuba. Además, el diplomático norteamericano pidió un armisticio hasta de Octubre. La respuesta a su nota le fué entregada el de Abril, y en ella se aceptaba la idea de una suspensión de hostilidades, siempre que la solicitasen los insurrectos.

No se había hecho más que aceptar la idea del armisticio, lo cual venía a ser una especie de reconocimiento de la beligerancia de los rebeldes, cuando Mac Kinley pidió al Gobierno español que dejase sin efecto las órdenes relativas a la concentración de pacíficos, y dispuso que los concentrados fuesen socorridos inmediatamente con 500 mil dollars, advirtiendo que si España no aceptaba esas proposiciones, los Estados Unidos intervendrían en Cuba.

Ante la inminencia de la guerra, Su Santidad el Papa León XIII se dirigió al embajador de España en el Vaticano, preguntándole si su intervención podía solucionar el conflicto. Aceptó el Gobierno español, y merced a sus gestiones, y a las realizadas en Wáshington por los representantes de las seis grandes potencias europeas, se acordó la suspensión de hostilidades para preparar la paz en la Gran Antilla. El Gobierno autonomista cubano publicó un manifiesto dirigido a los rebeldes, excitándoles a aceptar el armisticio, y con objeto de gestionar la paz con ellos, salió de la Habana el 17 de Abril, una comisión, que hubo de volverse a la capital, sin conseguir el objeto referido.

Pero, mientras en España se procuraba, por todos los medios, llegar a una solución satisfactoria en el conflicto planteado, el Parlamento norteamericano se esforzaba en hacer imposible la paz, votando ambas Cámaras una resolución conjunta, autorizando al Presidente de la República para usar en Cuba de la fuerza pública.

En vista de este acuerdo, el Gobierno español dirigió, el 18 de Abril, un memorándum a las potencias amigas, relatando la ingerencia de los yanquis en la isla de Cuba, desde el comienzo de la insurrección, y haciendo saber que España no cedía ni podía ceder su soberanía en Cuba.

El Gobierno, pues, aceptaba la guerra como única manera de dejar a salvo el honor nacional. Hacer lo contrario, hubiera sido ponerse enfrente de todo el pueblo español, que, excitado por la prensa, había manifestado públicamente su hostilidad contra los yanquis, apedreando los consulados americanos en Madrid, Valencia, Zaragoza, Valladolid, Sevilla y Málaga. Y Sagasta, aunque conocía lo que podía esperarnos en la guerra próxima a estallar, no andaba muy sobrado de la energía necesaria para imponerse a un pueblo inconsciente y engañado.

El 19, el departamento de Estado yanqui remitió al señor Polo de Bernabé, copia de la resolución conjunta adoptada por las dos Cámaras norteamericanas. Se hallaba redactada en los siguientes términos :

«Considerando que el aborrecible estado de cosas que ha existido en Cuba, durante los tres años últimos, en isla tan próxima a nuestro territorio, ha herido el sentimiento moral del pueblo de los Estados Unidos, ha sido un desdoro para la civilización cristiana y ha llegado a su período crítico con la destrucción de un barco de guerra norteamericano, con muerte de 266 de entre sus oficiales y tripulantes, cuando el buque visitaba amistosamente el puerto de la Habana;

«Considerando que tal estado de cosas no puede ser tolerado por más tiempo, según manifestó ya el Presidente de los Estados Unidos en mensaje que envió, el 11 de Abril, al Congreso, invitando a éste que adopte resoluciones ;

«El Senado y la Cámara de Representantes, reunidos en el Congreso, acuerdan :

«Primero. Que el pueblo de Cuba es y debe ser libre e independiente.

«Segundo. Que es deber de los Estados Unidos exigir, y por la presente su Gobierno exige, que el Gobierno español renuncie inmediatamente a su autoridad y gobierno en Cuba, y retire sus fuerzas terrestres y navales, de las tierras y mares de la isla.  

«Tercero. Que se autoriza al Presidente de los Estados Unidos, y se le encarga y ordena, que utilice todas las fuerzas militares y navales, y llame al servicio activo las milicias de los distintos Estados de la Unión, en el número que sea necesario para llevar a efecto estos acuerdos.

«Y cuarto. Que los Estados Unidos, por la presente, niegan que tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción, ni soberanía, ni de intervenir en el gobierno de Cuba, si no es para su pacificación, y afirman su propósito de dejar el dominio y gobierno de la isla al pueblo de ésta, una vez realizada dicha pacificación.»

Al mismo tiempo, el representante de los Estados Unidos en Madrid, recibió el ultimátum que debía presentar al Gobierno español, por el cual se notificaba que :

«Si el sábado próximo, 23 de Abril, a mediodía, el Gobierno de los Estados Unidos no ha recibido de España una respuesta plenamente satisfactoria a este apercibimiento y a esta Resolución, en tales términos que la paz de Cuba quede asegurada, el Presidente procederá, sin ulterior aviso, a usar del poder y autorización ordenados y conferidos a él por dicha Resolución, tan ampliamente como sea necesario para obtenerla en efecto.»

Al día siguiente (20), nuestro ministro de Estado telegrafió al ministro plenipotenciario de España en Washington, encargándole que pidiese sus pasaportes. Wóodford pidió también los suyos, saliendo de Madrid el día 21, a las cuatro de la tarde.

Quedó, pues, declarada la guerra entre España y los Estados Unidos de la América del Norte. Esta empezó el día 21, es decir, el mismo en que se rompieron las relaciones diplomáticas, anticipándose los yanquis a emprenderla antes de vencer el plazo señalado en su ultimátum. La escuadra norteamericana estableció el bloqueo de la isla de Cuba, apresando, los días 22 y 23, a los vapores españoles Buenaventura y Pedro. Protestó el Gobierno español de estos apresamientos, ejecutados antes de existir el estado de guerra, y para encubrir el acto de piratería realizado por los barcos de guerra yanquis, votó el Congreso de los Estados Unidos otra Resolución conjunta declarando : «existir y haber existido la guerra a partir del 21 de Abril inclusive».

Rotas las relaciones directas, se encargaron del archivo de la Legación española y de la protección de los súbditos españoles en los Estados Unidos, los ministros de Francia y Austria Hungría, haciendo lo propio con relación a los súbditos norteamericanos en España, el embajador de la Gran Bretaña en Madrid.

Empezada la guerra, ésta debía ser principalmente marítima, puesto que de la mayor o menor eficacia del bloqueo, dependía el agotamiento de la fuerza militar española en la isla de Cuba, verdaderamente formidable, en comparación con el ejército norteamericano, cuyo mayor efectivo no rebasa la cifra de 65,000 hombres. Así es que, desde los primeros momentos, toda la atención de las gentes se fijó en las fuerzas na,vales de los dos países beligerantes.

En disposición para el combate, disponía España de los siguientes barcos de guerra :

Acorazado : Pelayo.

Cruceros acorazados: Carlos V, y Cristóbal Colón.

Cruceros protegidos, de 1ª: Infanta María Teresa, Almirante Oquendo y Vizcaya. Estaban armándose el Alfonso XIII y Lepanto, y en construcción, el Princesa de Asturias, el Cardenal Cisneros, y el Cataluña.

Guardacostas acorazados : Numancia y Victoria.

Cruceros protegidos de 2ª: Isla de Cuba e Isla de Luzón.

Cruceros sin protección : Reina Cristina, Reina Mercedes, Alfonso XII, Infanta Isabel, Don Juan de Austria, don Antonio de Ulloa, Castilla, Conde de Venadito y Velasco.

Además, contábamos con 6 destructores, 12 torpederos y diversos cañoneros, haciendo un total de 57 buques de guerra entre grandes y pequeños con 646 cañones, la gran mayoría de pequeño calibre, y 140 tubos lanzatorpedos.

Por su parte, los Estados Unidos habían movilizado los barcos siguientes :

Acorazados: Iowa, Texas, Indiana, Massachusets y Oregón.

Cruceros acorazados: Brooklyn y New York.

Cruceros protegidos: Monterrey, Puritan, Terror, Miantonomah, Monadnock, Amphitrite, Aiax, Yason, Lehigh, Conneticut, Catshill, Comanche, Nahaut, Man- tucket, Passaic, Wyandotte, Albany, Atlanta, Baltimore, Boston, Charleston, Chicago, Cincinatti, Columbio, Mineapolis, Newark, New Orleans, Olympia, Fhiladelphia, Raleigh, San Francisco, Detroit, Marblehead, Montgomery, Bancroft, Bennington, Concord, Delphin, Helena, Nashville, Petrel, Weeling, Willmington, Yorktown y Vesubius.

El número total de barcos de guerra yanquis era de 98, desplazando en junto 231,500 toneladas. La artillería estaba representada por 945 cañones y 122 tubos lanza­torpedos.

El 22 de Abril se rompieron las hostilidades, presentándose, frente a la Habana, 12 buques norteamericanos que cambiaron algunos cañonazos con las baterías de la plaza. Lo mismo aconteció en Matanzas y en Cárdenas, punto este último, en el que tuvo lugar la primera escaramuza naval entre el cañonero español Ligero y el torpedero yanqui Winslow, que quedó fuera de combate.

Al bloqueo y apresamiento de los vapores españoles Buenaventura, Pedro, Matilde, Miguel Joven, Catalina, Saturnina, Sofía y Carolina, contestó nuestro Gobierno haciendo uso de su derecho al corso y fijando las reglas para el comercio de los barcos neutrales. Esta facultad se la reservó el Gobierno español a causa de no haberse adherido nuestra nación a la Declaración internacional de 16 de Abril de 1858, no obstante lo cual, aceptó los demás acuerdos por decreto de 23 de Abril, por el que dictó algunas disposiciones conforme al derecho marítimo. He aquí las principales :

«El pabellón neutral cubre la mercancía enemiga, excepto el contrabando de guerra.

«La mercancía neutral, excepto el contrabando de guerra, no es confiscable bajo pabellón enemigo.

«Los bloqueos, para ser obligatorios, tienen que ser efectivos, es decir, mantenidos por una fuerza suficiente para impedir en realidad el acceso al litoral enemigo.

«Con objeto de apresar los barcos enemigos, confiscar la mercancía enemiga bajo su propio pabellón y el contrabando de guerra, bajo cualquier bandera, la marina real, los cruceros auxiliares y los corsarios en su día, y en el caso de que se autoricen, ejercitaran el derecho de visita en alta mar, y en las aguas jurisdiccionales del enemigo, con arreglo al derecho internacional y a las instrucciones que al efecto se publiquen.

«A contar desde la publicación del presente Real Decreto en la Gaceta de Madrid, se concederá un plazo de cinco días a todos los buques de los Estados Unidos, surtos en puertos españoles, para que libremente puedan salir de los mismos.»

Así, pues, el Gobierno español, respetando el derecho de gentes, y a pesar de no estar ligado por la declaración de París de 1858, se excedió en generosidad, no decre tando el embargo de los buques enemigos fondeados en los puertos de España.

Los Estados Unidos, por la proclama de su Presidente de 22 de Abril, estableciendo el bloqueo del litoral septentrional de Cuba, concedieron un plazo de 30 días, para abandonar los puertos a los buques neutrales que se hallasen en ellos, al decretarse el bloqueo. Este comprendía los puertos de dicha costa, situados entre Cárdenas, Bahía Honda y el de Cienfuegos de la costa sur.

Durante los días que mediaron entre la declaración de guerra y el 30 de Abril, varios buques mercantes españoles intentaron forzar el bloqueo, consiguiéndolo algu­nos, entre ellos el trasatlántico Montserrat, que, al mando del intrépido capitán Deschamps, logró entrar en el puerto de Cárdenas, abarrotado de pertrechos de guerra y conduciendo 500 soldados. El bravo marino forzó nuevamente el bloqueo y llegó a España sano y salvo, siéndole concedida la cruz de tercera clase de mérito naval, cuya imposición verificó solemnemente el vicealmirante Butler, en presencia de los jefes y oficiales de la Armada del departamento de Cádiz.

 

CAPÍTULO XXIII

La escuadra yanqui en el mar de la China. Trabajos de defensa en Manila. Los norteamericanos y Emilio Aguinaldo. Bases de la alianza. La escuadra española sale al encuentro de la enemiga. Defensas con que contaba Manila. Regresa la escuadra española. Sale de China la flota norteamericana. Entrada de los yanquis en la bahía de Manila. Las escuadras frente a frente. Fuerzas navales de las dos flotas comparadas. Superioridad de la escuadra yanqui. Comienza la batalla naval de Cavite. Posición y movimientos de las escuadras. Detestable formación adoptada por la escuadra española. El Don Juan de Austria se lanza al abordaje. Imita su ejemplo el crucero Reina Cristina. Incendio de ambos cruceros y del Castilla. Se suspende el combate naval. Causas de la suspensión. Una versión interesante. Se reanuda la batalla. Destrucción de la escuadra española. Pérdidas de los combatientes. Rendición de Cavite y su arsenal. Los alemanes contra los yanquis. El general Augustín accede a las pretensiones de Dewey. Confianza en los filipinos. Las milicias. Los norteamericanos se entienden con los tagalos. Sublevación de las tropas y milicias indígenas. Asesinatos de españoles.