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DIEZ Y SEIS AÑOS DE REGENCIA

(MARÍA CRISTINA DE HAPSBURGO-LORENA) (1885-1902)

 

CAPÍTULO XVIII

GUERRA EN FILIPINAS

 

Es natural que ante los acontecimientos que se desarrollaban en la isla de Cuba, la política estuviera en España relegada a segundo término. En efecto, ya hemos dicho anteriormente, que Cánovas hubo de presentarse a las Cortes liberales en 1895, para obtener la aprobación de los presupuestos, funcionando aquéllas hasta el 30 de Junio en que se suspendieron las sesiones.

En Abril de 1896, se celebraron las elecciones generales, que no despertaron interés ninguno, sacando triunfante el Gobierno casi todos los candidatos encasillados, sin que encontrase mucha oposición en la lucha electoral, por no haber acudido los partidos a los comicios con el entusiasmo de otras veces. Los republicanos lucharon fraccionados, sin llegar a la unión (tampoco la intentaron), pareciendo tan sólo, que la muerte del señor Ruiz Zorrilla (ocurrida el 13 de Junio del año anterior) habla disipado los arrestos de sus correligionarios.

Libre, pues, de toda amenaza política, se presentó el. señor Cánovas del Castillo a las nuevas Cortes, que se abrieron con la solemnidad de rigor, el 11 de Mayo, siendo elegido presidente del Congreso el señor Pidal, y nombrado para el Senado, el señor Elduayen, a quien sustituyó en el ministerio de Estado, el duque de Tetuán, ya conforme con el relevo del general Martínez Campos, que tanto habla indignado al paladín de los caballeros del Santo Sepulcro.

El Congreso se constituyó el 16 de Junio, comenzando la discusión del proyecto de respuesta al Mensaje, que aprovechó el señor Silvela para hacer público su programa político. En la fracción acaudillada por este señor, era donde tenia Cánovas su verdadero peligro, y no tardó mucho tiempo en demostrarse que la inhabilidad del jefe del partido conservador, dando entrada en el Gabinete al señor Bosch y Fustegueras, habla de proporcionarle serios disgustos, pues los silvelistas interpretaron la presencia de este señor en el Ministerio, como una provocación y un fuerte palmetazo de Cánovas, contra, quienes con tanta saña habían combatido al ex alcalde, por las inmoralidades descubiertas en el Ayuntamiento de Madrid, las cuales, como se recordará, ocasionaron la caída de los conservadores a fines del año 1892.

Asi es que, desde que juró el Gobierno, en Marzo de 1895, Silvela y sus amigos se separaron ostensiblemente de Cánovas, y aunque, llamándose conservadores, formaron en la oposición de ambas Cámaras, emprendiendo una campaña formidable de moralidad, de la cual salieron bastante mal parados, Romero Robledo y Bosch y Fustegueras, que furiosamente atacados en el Congreso, por el marqués de Cabriñana, hubieron de dimitir sus cargos de ministros de Gracia y Justicia y Fomento, sustituyéndoles, respectivamente, los señores conde de Tejada de Valdosera y Linares Rivas. El señor marqués de Cabriñana, culpable de todo esto, sufrió un atentado del que, por fortuna, salió sin graves consecuencias.

El general Martínez Campos, respondiendo a un reto que por carta le dirigió el general Borrero, hubo de concertar un desafío con este último señor, que no llegó a verificarse, por haber sido sorprendidos cuando iban a batirse (4 de Junio), por el Capitán general de Madrid, señor Primo de Rivera, que, presentándose inopinadamente en el campo del honor, suspendió la pantomima y exigió a los duelistas su palabra de no insistir en el duelo. Negáronse éstos, y en su virtud, la primera autoridad militar de la región, arrestó a ambos generales en sus casas. ¡Grave mortificación debió ser para el ilustre héroe de Sagunto el verse arrestado por un inferior jerárquico! Sin embargo, no protestó y cumplió su arresto con una resignación verdaderamente encantadora.

Pero tanto ese asunto, como los interesantes debates de las Cámaras, apenas si preocupaban a la pública opinión, más atenta a las derivaciones que podía traer consigo la insurrección cubana, según se desprendía de la inquietante actitud que observaban los Estados Unidos. El Gobierno de esta República venía protestando siempre de su simpatía a España; pero, a pesar de todo, sus agentes no se cuidaban de impedir las reuniones que celebraban los rebeldes en propio territorio de la Unión, ni las manifestaciones filibusteras, ni los alistamientos de gente armada, ni la salida de expediciones con rumbo a la isla de Cuba. Nada menos que 42 barcos habían salido del territorio norteamericano con destino a los insurrectos, que sin el apoyo encubierto que encontraron en el Gobierno yanqui, no hubieran podido resistir mucho tiempo a nuestras columnas.

Claro es que el Presidente de los Estados Unidos, Mr. Cleveland, apoyaba sus protestas de cariño hacia España, en el hecho de haberse negado a sancionar el acuerdo tomado por la Cámara de los diputados de su país, pidiendo que se reconociese la beligerancia de los insurrectos cubanos; pero, por otro lado, aseguraba a los representantes en Cortes, que el Consejo federal se hallaba preparado para realizar la intervención, en el momento que se considerase oportuno. En los grandes centros de población norteamericana, el odio hacia España era cada vez mayor, y solía exteriorizarse frecuentemente, con manifestaciones antiespañolistas, que terminaban, las más de las veces, en agresiones contra los consulados de nuestra nación, a la que ultrajaban en plena vía pública, quemando banderas españolas.

En Abril de 1896, teniendo que disculpar el Gobierno yanqui el veto interpuesto por el Presidente, al acuerdo del Congreso norteamericano relativo a la beligerancia de los cubanos, se dirigió el secretario de Estado, Mr. Olney, a nuestro Gabinete, ofreciéndole sus buenos servicios, para poner término a la guerra de Cuba, que «tan perjudicial resulta a los intereses de España, como para los de la Confederación norteamericana». Tuvo Cánovas el buen acuerdo de declinar semejante ofrecimiento, después de agradecerlo suficientemente, haciendo constar en la respuesta, que en el Mensaje leído por la Corona a las nuevas Cortes, el Gobierno español declaraba hallarse dispuesto a otorgar a las Antillas algunas concesiones, que suponía habían de ser muy bien recibidas, creyendo que con ello podría resultar más fácil terminar la guerra.

Con todo, y por si no diesen resultado favorable estas medidas, no se descuidaba un momento el ilustre ministro de la Guerra, general Azcáraga, dictando aquella serie de disposiciones, por las cuales pudo llevar tan magistralmente a la práctica la admirable movilización de tropas, que fué y es aún hoy día, el asombro del mundo militar.

Es preciso que nos detengamos un momento en el estudio de la obra realizada por el general Azcárraga, para que se comprenda la magnitud de la empresa confiada a su talento.

Recordaremos que en Agosto de 1892, poco tiempo antes de la caída de los conservadores, habían éstos ultimado todo lo necesario para dotar a nuestro ejército del armamento Maüser, en substitución del anticuado Remington, que usaban a la sazón nuestras tropas. El proyecto del Gobierno se hizo público, se comunicaron a la prensa las cifras del presupuesto de adquisición, se negoció con la casa constructora, y cuando sólo faltaban leves detalles para dar el asunto por terminado, surgió la crisis y el digno general Azcárraga abandonó la cartera de Guerra, cuyo puesto fué ocupado por el general López Domínguez.

Castelar había ya lanzado a la publicidad su famoso manifiesto, cantando las excelencias del presupuesto de paz, y a él se agarró fervientemente el nuevo ministro de la Guerra, que, procurando hacer más política que patria, mantuvo a nuestro ejército con el deficiente armamento que poseía, a cambio de media docena de republicanos, que, siguiendo las orientaciones del señor Castelar, ingresaron en la Monarquía.

En efecto, el señor López Domínguez, para congraciarse con el jefe de los posibilistas, acogió su programa con visible simpatía, y, olvidando aquello de Si vis pacem para bellum (olvido inexcusable en un militar), pregonó la necesidad de realizar economías en su departamento, y empezando por suspender la previsora medida de su digno antecesor, el general Azcárraga, dictó aquellas disparatadas disposiciones que trajeron, como consecuencia, la más completa desorganización del Ejército, que tan evidentemente se demostró al procederse a aquella modesta movilización motivada por los sucesos de Melilla en 1893. Se redujeron los cupos, se desatendieron importantes servicios y, cuando fué menester dar a Europa una muestra de nuestra vitalidad militar, dimos el triste espectáculo de necesitar cerca de dos meses para enviar al Africa una expedición de 20,000 hombres. Y Africa está a las puertas de España, a unas horas escasas de navegación a partir de cualquiera de nuestros puertos del Estrecho.

El ministro de la Guerra, que con un abandono inconcebible, habla querido prescindir de dotar a nuestro ejército de medios ofensivos, tuvo que acudir precipitadamente a la compra de varias partidas de armamento Maüser, con las cuales se formaron algunas secciones de tiradores, que ensayaron el nuevo fusil en los campos de Melilla.

Terminaron aquellos desagradables sucesos, y el general López Domínguez, con un optimismo exagerado, continuó sus economías en el presupuesto de Guerra, que alcanzaron grandes proporciones en 1894, especialmente en el contingente de hombres señalado para guarnecer la isla de Cuba, que al estallar la insurrección, sólo contaba con 16,000 hombres para defender los intereses de la Patria.

En este estado de cosas encontró el general Azcárraga su departamento, al volver a ocuparle en Marzo de 1895. Hubo necesidad de contratar el armamento Maüser, en peores condiciones que las que ya tenía ultimadas en 1892, y aun con todo no se pudo adquirir para todas las tropas el mismo modelo, siendo menester acudir a la Argentina, que facilitó algunos millares de fusiles, de calibre superior al contratado, con lo cual se dificultaba el municionamiento de las columnas, dando lugar a incidentes lamentables.

Ante la necesidad de enviar refuerzos a nuestra colonia antillana, procedió el general Azcárraga a organizar varios batallones provisionales, con fuerzas sacadas de la Península por sorteo en todos los cuerpos. Pero los refuerzos no bastaban, y el reclutamiento por sorteo no es nunca perfecto, por necesitar el soldado ser mandado por sus jefes naturales, con quienes convive, y se halla encariñado. Azcárraga lo comprendió así, y dispuso el envío a Cuba de los primeros batallones de los regimientos de línea, tal como estaban constituidos, con el natural aumento de hombres para completar sus plantillas en pie de guerra. Asimismo destinó a la Gran Antilla un batallón, por cada dos de cazadores, y paulatinamente fué movilizando cuerpos de todas las armas, hasta reunir, en los cinco primeros meses de su permanencia en Guerra, 80,000 hombres que, unidos a los 16,000 que ya había en Cuba, daban un contingente total de 96,000 hombres en operaciones.

Sucesivamente se fueron destinando a nuestra colonia, nuevas fuerzas, compuestas de las compañías de los regimientos regionales de Baleares, Canarias y Puerto Rico, además de los batallones sueltos que se crearon con carácter provisional, de tal modo, que al poco tiempo de la llegada de Weyler a Cuba, pudo este general contar con 140,000 hombres, aumentándose esta cifra, con posteriores expediciones que la elevaron a 200,000. Y todo ello, sin un incidente, sin una protesta, sin el menor retardo en el horario marcado, y lo que es más de aplaudir, sin movilizar un solo reservista, y utilizando, en cambio, los excedentes de cupo de los respectivos reemplazos.

Bien es verdad que el pueblo español ayudó mucho, con su patriótica actitud al Gobierno, y muy especialmente la prensa, distinguiéndose entre todos los periódicos El Imparcial, que instaló en todas las provincias un sanatorio para los soldados heridos o enfermos que regresaban de la campaña.

No menos es de admirar la vitalidad de que dió muestras el capital español, concurriendo al empréstito de obligaciones del Tesoro sobre la Renta de Aduanas, cubriéndole con exceso, y demostrando a la alta banca francesa, que España sabía responder gallardamente a su negativa de facilitar fondos a nuestra nación, a pesar del elevado interés ofrecido por el ministro de Hacienda.

Desgraciadamente, las buenas noticias que sobre la marcha de la insurrección cubana, mandaba Weyler en los últimos meses de 1896, fueron profundamente atenuadas por los primeros rumores que empezaron a circular en Agosto, sobre el descubrimiento de la conjura separatista en Filipinas. Existía de antiguo en este archipiélago una asociación secreta denominada Katipu-nán, cuya organización era muy semejante a la fracmasonería. Formaban ella, casi todos los elementos aris­tocráticos indígenas, y aun cuando en un principio su enemiga sólo se dirigió contra el clero regular (dominicos), pronto los iniciados empezaron a combatir veladamente a los elementos españoles y a todo cuanto de España procedía.

La asociación se propagó bien pronto entre los tagalos, y dieron comienzo las conspiraciones para lanzar el grito de independencia. El capitán general del archipiélago, señor Blanco, tuvo algunas referencias de lo que se tramaba; pero no les concedió importancia alguna, y apenas si tomó medidas de precaución.

Los tagalos, entretanto, continuaban sus preparativos, y aprovechando la circunstancia de estar España guerreando en la isla de Cuba, decidieron rebelarse, después de ultimados los detalles relativos al caso.

El movimiento estuvo a punto de fracasar, por causa de uno de los conjurados, apellidado Patifio, que, arrepentido a última hora, confesó al padre agustino Fr. Mariano Gil, todo el plan de la sedición en proyecto, con pruebas materiales y una lista de los comprometidos.

Ante la gravedad de las revelaciones, no tuvo otro recurso el general Blanco, que tomar cartas en el asunto, ordenando registros y practicando detenciones, con la natural lentitud de la jurisdicción ordinaria.

Pero mientras todo esto sucedía en Manila, los conjurados adelantaron la fecha, y reunidos el día 25 en el pueblo de Novaliches, dieron comienzo a la insurrección, sosteniendo el primer combate de la campaña con el destacamento de la guardia civil acantonado en Malabón, al que obligaron a retirarse, después de algunas horas de fuego.

Los rebeldes aumentaron de una manera prodigiosa, y envalentonados con el resultado del combate del 25, se presentaron el 30 en los arrabales de Manila, siendo rechazados, causándoseles más de 100 muertos y haciéndoles algunos prisioneros.

La provincia de Cavite se sublevó en masa, atacando los puestos de la guardia civil, cuyos individuos (casi todos ellos indígenas), asesinaban a sus oficiales y se sumaban a la rebelión. Apoderáronse los rebeldes de las armas existentes en los puestos y en los conventos, y en pocos días el número de hombres armados era tan grande, que el comandante general del apostadero, temiendo que los rebeldes se apoderasen del arsenal, envió el 31 una compañía de infantería de marina, que hubo de batirse en retirada sin llegar a Novaleta.

La gran importancia de Cavite y la necesidad de asegurar su posesión, obligaron al general Blanco a enviar en aquella dirección una columna compuesta de fuerzas del ejército y de la armada, al mando del comandante de ingenieros señor Urbina, ordenándosele que desde Cavite marchase a socorrer a Novaleta. Llegó la columna a su destino, y en el momento en que se disponía a cumplimentar las órdenes recibidas, se descubrió un complot tramado en Cavite para asesinar a todos los españoles, en cuanto se hubiesen alejado las tropas, para lo cual el alcaide de la cárcel debía facilitar la fuga de todos los presos.

Como consecuencia del complot, se suspendió la salida de la columna, y ello fué causa de que se rindiera Novaleta después de heroica defensa. Entonces, todo el esfuerzo del gobernador militar de Cavite se redujo a reforzar las guardias y a vigilar por si el enemigo intentaba el asalto de la plaza, como parecía era su propósito.

El día 1.° de Septiembre se ordenó al comandante de la guardia civil, señor García Aguirre, que saliese con fuerzas del instituto a recoger a los hombres de su cuerpo concentrados en diferentes pueblos. Salió el comandante, al cual se incorporaron en Las Pifias unos 100 guardias civiles y acto seguido verificó un detenido reconocimiento sobre Imus. En el camino de Bacoor, encontró al enemigo que defendía el puente de este pueblo, viéndose obligado a retroceder ante la superioridad de las fuerzas contrarias. Salió nuevamente el día 2 con mayores fuerzas y recorió los pueblos de Pefiaraque y Las Pinas, retirándose poco tiempo después, a causa de la gran resistencia que, como el día anterior, encontró en el camino de Bacoor.

Ante resultados tan desfavorables, el general Blanco formó una columna importante que, saliendo el mismo día 2 de Manila, al mando del general Aguirre, llegó al anochecer a Las Pinas, continuando la marcha el día 3 en dirección a Imus, donde el enemigo, fuertemente parapetado, rechazó a nuestras tropas, causándoles siete muertos y veinte heridos, entre ellos un jefe y un oficial.

El 5 de Septiembre, se supo en Manila que el teniente jefe de la línea del puesto de la guardia civil en Silang, se hallaba sitiado, con su familia, en la casa cuartel que le servía de residencia, y para libertarle, envió en su auxilio el general Blanco, una compañía de infantería, que desembarcó en Biñang el 6, tomando el 7 el camino de Silang. En Camona encontraron las tropas españolas al enemigo, teniendo que forzar la entrada del pueblo, obstruida por los rebeldes con varias barricadas. Ya en el interior, resultaron vanos los intentos del capitán que mandaba la compañía para abrirse paso a viva fuerza, por lo cual hubo de hacerse fuerte en una casa que le sirvió de refugio durante la noche, rechazando los ataques de los tagalos, que le cercaron.

Al día siguiente y habiendo tenido noticias del asesinato del oficial de la guardia civil a quien se trataba de libertar, regresó la columna a Manila, conduciendo los nueve muertos y 27 heridos, que había tenido en los combates de Carmona.

«Desde este momento—dice un ilustrado cronista militar,—la situación estaba bien definida. Cuantos reconocimientos habían verificado nuestras tropas, no nos proporcionaron más ventajas que las noticias que respecto de la insurrección en la provincia de Cavite, trajeron los jefes de las columnas, noticias que no podían ser más desfavorables. Todas ellas habían sido rechazadas y se habían retirado en vista de su gran inferioridad y de lo fuertes que eran las posiciones de los rebeldes. La provincia de Cavite pertenecía a los insurrectos, sin poseer nosotros más que la plaza y los pueblos de San Roque y la Caridad, inmediatos a ella, que permanecían, por decirlo así, neutrales.»

El 10 , practicó una columna de ingenieros, salida de Cavite, otro reconocimiento por el camino de la playa, sin encontrar seria resistencia, llegando hasta el istmo de la Estanzuela. El 17, se repitió el reconocimiento, encontrando las fuerzas a los rebeldes, que ocupaban el pueblo de la Caridad, retirándose nuestros soldados después de vivo combate que nos costó algunas bajas. A partir de este momento, y creyéndose siempre posible un ataque de los insurrectos a Cavite, se aumentó la guarnición de la plaza con varias compañías y se emplazaron varias piezas en Portavega para batir el pueblo de Novaleta, principal centro de la rebeldía.

A fines de Septiembre, llegaron a Manila los primeros refuerzos enviados desde la Península, consistentes en un batallón de infantería de marina, con cuya llegada se decidió el general Blanco a ocupar el istmo de Novaleta, único punto de acceso a Cavite que podían utilizar los rebeldes, para llegar a la plaza.

No sólo se reducía la insurrección a la provincia de Cavite. También en las de Laguna y Batangas, se habían levantado partidas en armas, que atacaban las guarniciones de algunos puntos ocupados por nuestras tropas. Como precisaba localizar el movimiento separatista en la provincia de Cavite, reforzó el general Blanco la guarnición de Batangas, construyendo la linea defensiva Lyán, Tuy y Balayán, con objeto de estorbar el paso a los insurrectos que pretendiesen pasar a la parte oriental de la provincia, y además para impedir que los rebeldes llegasen a Manila, reforzó los destacamentos de Peñaraque y Las Piñas, situado este último en la parte más avanzada de la línea.

Sitiada en el campamento de Talisag, una compañía de infantería, organizóse, el 8 de Octubre, una expedición en su socorro, compuesta de dos columnas, al mando de los tenientes coroneles Heredia y Benedicto, que salieron respectivamente de Calamba y Tananán. Ninguna de las dos pudo desalojar al enemigo de las posiciones que ocupaba próximas a Talisag, retirándose ambas con dos oficiales y trece soldados muertos y un jefe, dos oficiales y diez y nueve de tropa heridos. La fuerza sitiada intentó hacer una salida para unirse con las columnas; pero, rechazada por los sitiadores, hubo de rendirse.

«Este desgraciado hecho de armas—dice Gallego,—y principalmente, la grandísima importancia que desde el principio, concedió el general Blanco al establecimiento de estas líneas militares, que constituían la base de su plan de campaña, puesto que de ellas dependía que los insurrectos de Cavite invadiesen o no, las provincias cercanas, y el que fuera relativamente fácil, en caso nega­tivo, batir los grupos rebeldes de ellas y reducir la insu­rrección a Cavite, y muy difícil en el segundo, fueron las causas que motivaron la salida a operaciones del general Blanco, que en unión del jefe de Estado Mayor, general Aguirre, desembarcó en Calamba, el 12 de Octubre, después de haber concentrado en dicho punto la columna del'general Aguirre.»

Los rebeldes, que mostraban especial empeño en invadir las provincias de Laguna y Batangas, fueron alcanzados, el día 18, por el general Jaramillo, que con dos compañías de cazadores y otra de la guardia civil les derrotó completamente, causándoles 150 muertos, a cam­bio de dos bajas que sufrieron nuestras tropas.

Inmovilizadas nuestras tropas en la provincia de Cavite, el mismo día 18, atacaban los insurrectos la línea Bilog-Bilog, lanzando considerables masas en formidable asalto contra dicha línea el 26. El destacamento al mando del capitán Gener se batió bravamente, dando lugar con su heroica resistencia a que llegasen en su socorro, dos compañías de infantería, que obligaron a los rebeldes a retirarse con grandes pérdidas.

Recibidos los refuerzos que se esperaban de España, decidió el general Blanco pasar a la ofensiva, para lo cual concentró en Cavite Nuevo unos 3,000 hombres que habían de operar en combinación con la columna Aguirre, apoyadas ambas por los cañones de la escuadra.

La columna mandada por el coronel Marina, en su movimiento sobre Cavite Viejo, fué derrotada por los tagalos en Binacayán. El enemigo se había situado a la salida del pueblo y ocupaba trincheras formidables, desde las cuales batía el camino de la playa, que era preci­samente el que había de recorrer Marina en su avance. Apenas empezó éste, rompió el fuego el enemigo, cau­sándonos infinidad de bajas. La columna, pronto quedó envuelta en un círculo de fuego, que hacían los insurrectos desde sus posiciones y desde un camino paralelo al que recorrían nuestras tropas, y que conducía también a Cavite Viejo. En los primeros momentos fué herido el coronel Marina, y muerto el jefe de la vanguardia, comandante de ingenieros, señor Maturoni, quedando las compañías en cuadro, a dos pasos de un cataclismo.

Sólo la serenidad de Marina (que recibió una segunda herida), pudo evitar que la derrota de sus tropas se convirtiera en desastre. Gracias a sus excelentes disposiciones, se pudo lograr una retirada brillante.

La jornada costó a los españoles 28 muertos y 103 heridos.

Entretanto, otra columna mandada por el coronel Díaz Matoni salió de Delahicán, con el mismo objeto que la de Marina; pero los rebeldes le cerraron el paso, y la obligaron a retirarse con 42 muertos y 97 heridos.

Por el sur de Cavite operaba el general Aguirre, que fué más afortunado que los anteriores, pues venció toda la resistencia del enemigo y tomó a Talisag, teniendo ocho muertos y quince heridos. La operación hubiera resultado más completa, si hubiese podido concurrir a ella la columna del coronel Arizmendi, que hubiera cortado la retirada a las grandes masas de rebeldes batidas por el general Aguirre.

El día 13, salió el general Aguirre de Talisag, que quedó destruido por los ingenieros, dirigiéndose las tropas a Calamba, donde embarcaron, el 16, para Santa Cruz de la Laguna, deshaciendo las partidas que allí se encontraban y pacificando en pocos días toda la provincia.

«Por causas que desconocemos — añade Gallego,—y que no son de este lugar, el ataque no se emprendió de nuevo, en Cavite, con arreglo al mismo plan u otro más conveniente; y esta inacción, unida al desdichado éxito conseguido con las operaciones de Novaleta y Binacayán, no pudo menos de levantar la moral de los insurrectos. Después de cuatro meses, no habíamos conseguido penetrar en la provincia de Cavite, nuestras columnas habian sido rechazadas, y ellos juzgaron ya segura su independencia.»

Como es natural, en España causaron muy mal efecto las noticias de la insurrección filipina, y la opinión pública censuraba acremente al general Blanco, y pedía a gritos su relevo. Resistíase a ello el señor Cánovas del Castillo, hasta que, a instancias de la Reina Regente, se decidió a nombrar segundo cabo al teniente general, don Camilo García Polavieja, que llegó a Manila el día 4 de Diciembre, posesionándose inmediatamente de su destino y del cargo de gobernador militar de la capital, anejo a aquél.

A todo esto, la insurrección aumentaba rápidamente, adquiriendo por momentos, grandes vuelos. Ya no se reducía a la isla de Luzón. El día 5, telegrafiaba el Capitán General que se había descubierto una conspiración en ía isla de Paragua, siendo fusilados cinco comprometidos. Al crucero «Velasco» se le ordenó que desde Joló se dirigiera a Paragua, para estar a la expectativa de los sucesos.

El día 5, el teniente coronel Darnell, con fuerzas de su mando, batió en Bigtasen (Batangas) a los rebeldes, destruyéndoles un fuerte y una batería en construcción. El mismo día, el teniente Rodríguez puso en fuga a nuevos grupos, que en su huida cortaron el telégrafo a Fuente Santiago.

El 7, fueron fusilados Catalino Miguel, Angel Cristóbal, Baldomero Castro, Benito Blanco, Lorenzo Paz y Lázaro Eduasolo, los cuales habían asesinado anteriormente al artillero Juan Barberá.

Entretanto, el general Blanco, que no había querido entender lo que significaba el destino de Polavieja, como segundo cabo del archipiélago, continuaba aferrado a la Capitanía General, sin decidirse a presentar su dimisión, como todo el mundo deseaba, y en vista de ello, Cánovas se decidió a obrar por su cuenta, poniendo a la firma de S. M., el día 8 de Diciembre, dos decretos por los cuales se confería a Blanco el cargo de jefe del cuarto militar de la Reina Regente (que había dejado vacante el general Polavieja), y a éste se le nombró Capitán general, jefe del ejército de operaciones y gobernador general de las islas Filipinas, tomando posesión del mando el día 12, y levantando desde los primeros momentos el espíritu decaído de los españoles, dada la gran reputación militar del nuevo general, cuyo prestigio se aumentó con la admirable campaña por él dirigida en 1897.

CAPÍTULO XIX

Polavieja en Filipinas.—El ejército de operaciones.—Plan de campaña del nuevo general en jefe.—Diversas operaciones.—Consejos de guerra.—Fusilamiento de Rizal.— Combates en Bulacán.—Nuevos fusilamientos.—Operaciones en Cavite.—Plan adoptado por el general Polavieja.—Movimientos combinados.—Combate y toma de Silang.— En las orillas del Zapote.—Batalla de Dasmarifias.—Toma del pueblo por la brigada Marina.—Intentona en Manila.—Polavieja pide refuezos y se los niega el Gobierno.—Continúa el movimiento ofensivo.—Toma de Salitrán.—Batalla de Imus.—Es tomada la capital de la república filipina.—Ocupación de Bacoor, Cavite Viejo y Binaca- yán.—Enfermedad del general en jefe.—El indulto.—En marcha sobre Novaleta.—Toma de Novaleta.—Batalla y toma de Malabón.—La insurrección dominada.—Relevo de Polavieja.—Honores al general.